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El magnate Alejandro Salazar estaba dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad de desvelar el delito que la familia Hargrove había cometido contra la suya, incluyendo aceptar hacerse pasar por un mozo de cuadra. Resuelto a conseguir su objetivo, no podía consentir que la bella heredera de los Hargrove lo distrajera. La familia de ella debía pagar, pero Alejandro no pudo resistirse a la fiera pasión de la inocente Cecily. Y, cuando su única noche de dicha tuvo como consecuencia un inesperado embarazo, Alejandro decidió legitimar a su heredero y restablecer el honor de su familia regalando a Cecily un anillo de diamantes y pidiéndole que se casaran.
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Seitenzahl: 232
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Jennifer Drogell
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Entre la venganza y el deseo, n.º 145 - octubre 2018
Título original: Salazar’s One-Night Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-078-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
St. Moritz, febrero de 2017
Un Macallan 1946, sus tres mejores amigos bebiéndose la botella con él y una partida de póquer en la que se apostaba fuerte, que se jugaba en una sala privada de uno de los más elegantes clubes de St. Moritz, formaban un triplete tan perfecto que Alejandro Salazar no pudo negar que constituía un final ideal para el día que habían pasado haciendo parapente con esquís en los Alpes suizos.
Solo estaban los cuatro esa noche, después del desafío al que se habían enfrentado: Sebastien Atkinson, su buen amigo y mentor, fundador del club de deportes extremos del que formaban parte desde la universidad; Antonio Di Marcello, un magnate de la industria de la construcción; y Stavros Xenakis, futuro consejero delegado de Dynami Pharmaceutical. Tal vez constituyeran el único cuarteto con dinero suficiente para cubrir la apuesta inicial de aquella partida.
Ni siquiera las tres deliciosas mujeres escandinavas que estaban en la barra buscando la oportunidad de colarse en la reunión habían sido una tentación suficiente para abandonar ese momento. La amistad de los cuatro estaba forjada con fuego.
El año anterior habían sacado a Sebastien del Himalaya después de que se hubiera producido un alud que había estado a punto de matarlos a todos. El desafío de esa semana no era nada en comparación.
Un intenso sentimiento de bienestar se apoderó de Alejandro, que se recostó en la silla, apoyó el vaso en el muslo y examinó a sus amigos. Había un ambiente de celebración distinto esa noche, una diferencia sutil.
Tal vez se debiera a que todavía tenían muy presente lo que había estado a punto de acabar en tragedia el año anterior; tal vez les hubiera recordado que el lema del club, «la vida es corta», era cierto; o tal vez fuera el sacrilegio que Sebastien había cometido al casarse.
Stavros miró a Sebastien desde el otro lado de la mesa.
–¿Cómo está tu esposa?
–Bien y, desde luego, es mejor compañía que tú. ¿Qué te pasa esta noche?
Stavros hizo una mueca.
–Todavía no he ganado esta partida. Además, mi abuelo me ha amenazado con desheredarme si no me caso pronto. Le diría que se fuera a tomar viento, pero…
–Está tu madre –dijo Alejandro.
–Exactamente.
El multimillonario griego estaba entre la espada y la pared. Si no proporcionaba un heredero a la familia, su abuelo cumpliría su amenaza de desheredarlo antes de que tomara las riendas del imperio farmacéutico que iba a ser suyo.
Stavros le habría dicho que iba de farol y se hubiera marchado alegremente de no haber sido por su madre y sus hermanas, que, si su abuelo lo desheredaba, se verían privadas de todo lo que poseían, cosa que Stavros no estaba dispuesto a permitir.
Sebastien empujó un montón de fichas al centro de la mesa.
–¿No tenéis la sensación de que dedicamos buena parte de la vida a contar dinero y a buscar emociones superficiales en vez de algo verdaderamente significativo?
Antonio lanzó un puñado de fichas a Alejandro y dijo:
–Has ganado. Se ha tomado cuatro copas y ya está filosofando.
Stavros se encogió de hombros mientras añadía un puñado de fichas a las de Alejandro.
–Yo me había apostado que serían tres. Sigue mi mala racha.
–Hablo en serio. A nuestro nivel, son números en un papel, puntos en un marcador. ¿En qué contribuye a nuestras vidas? El dinero no da la felicidad.
–Pero sirve para adquirir sustitutos muy agradables –apuntó Antonio.
Sebastien hizo una mueca.
–¿Como tus coches? –después miró a Alejandro–. ¿Como tu isla privada? Tú, Stavros, ni siquiera utilizas ese yate del que estás tan orgulloso –concluyó mirándolo–. Compramos juguetes caros y jugamos a juegos peligrosos, pero ¿nos enriquece eso la vida? ¿Nos alimenta el espíritu?
–¿Qué propones exactamente?, ¿que nos vayamos a vivir con los budistas a la montaña?, ¿que aprendamos el significado de la vida?, ¿que renunciemos a nuestras posesiones terrenales para buscar la iluminación interior?
–Seríais incapaces de vivir dos semanas sin el apoyo de vuestra fortuna y vuestro apellido. Vuestra dorada existencia os impide ver la realidad.
Alejandro, ofendido, se puso tenso. Aunque Sebastien, tres años mayor que ellos, fuera el único de los cuatro que se había hecho a sí mismo, todos habían triunfado por su propio esfuerzo.
Dirigir la empresa de su familia le correspondía a Alejandro por derecho de nacimiento, en efecto, pero él había sido quien, como consejero delegado, había hecho que Salazar Coffee Company pasara de ser una joven empresa internacional a una empresa global.
Stavros se descartó de tres cartas.
–¿Nos estás diciendo que volverías a la época en que estabas sin un céntimo, antes de hacer fortuna? Pasar hambre no es ser feliz. Por eso ahora eres un canalla rico.
–Pues resulta –contraatacó Sebastien encogiéndose de hombros despreocupadamente– que he pensado en donar la mitad de mi fortuna para crear un fondo de búsqueda y rescate. No todos tienen amigos que lo desentierren con sus propias manos después de un alud.
Alejando estuvo a punto de atragantarse con el sorbo de whisky que acababa de dar.
–¿Lo dices en serio? ¿Cuánto es eso?, ¿cinco mil millones?
–No voy a poder llevármelos conmigo a la tumba. Os propongo lo siguiente: si los tres conseguís vivir dos semanas sin tarjetas de crédito y sin vuestro apellido, lo haré.
Todos se quedaron callados.
–¿Cuándo habría que empezar? –preguntó Alejandro–. Todos tenemos responsabilidades.
–Cierto –concedió Sebastien–. Haced lo que tengáis que hacer, pero estad preparados para ir a vivir dos semanas en el mundo real, cuando os llame.
Alejandro parpadeó.
–¿De verdad que vas apostarte la mitad de tu fortuna?
–Si tú te apuestas tu isla y, vosotros, vuestro juguetes preferidos, lo haré. Os diré dónde y cuándo –afirmó levantando el vaso.
–Es pan comido –dijo Stavros–. Cuenta conmigo.
Los cuatro brindaron. Alejandro descartó la apuesta pensando que era producto de una de las peroratas filosóficas de Sebastien cuando había bebido.
Hasta que, exactamente cinco meses después, acabó de incógnito como mozo en la famosa cuadra de los Hargrove, en Kentucky.
Cinco meses después. Esmerelda, hacienda Hargrove, Kentucky. Primer día de la apuesta de Alejandro.
Cecily Hargrove giró para tomar la línea final de saltos de manera tan cerrada que Bacchus, su caballo, perdió el ritmo al dirigirse hacia el primer obstáculo
«Demasiado despacio. ¡Maldita sea! ¿Qué le pasa?».
Le clavó las espuelas en los costados para impulsarlo hacia delante y ganar la velocidad que necesitaban para dar el salto, pero la vacilación de Bacchus en la salida hizo que perdieran muchos segundos y que solo la fuerza física del animal les permitiera salvar la valla.
Con los dientes apretados y llena de frustración, Cecily dio los dos últimos saltos, puso a Bacchus al trote, después al paso, y se detuvo delante de su entrenador.
Dale le lanzó una mirada sombría mientras ella se quitaba el casco. El cabello se le había pegado a la cabeza a causa del sol estival. Tenía un nudo en el estómago.
–No me digas nada.
–Sesenta y ocho segundos. Tienes que averiguar qué le pasa a ese caballo, Cecily.
Como si no lo supiera. Su segunda montura, Derringer, era demasiado inexperta para competir, por lo que Bacchus era su única posibilidad de entrar en el equipo del campeonato mundial de ese año. Completamente recuperado del accidente del año anterior, el caballo estaba bien físicamente, pero lo que le preocupaba a Cecily era su estado mental.
Si no conseguía corregirle esa extraña vacilación que mostraba al realizar saltos que antes no lo hacían dudar, su sueño se evaporaría antes de haber comenzado.
Y era lo único en el mundo que significaba algo para ella.
–Hazlo otra vez –dijo Dale.
–He terminado.
–Cecily…
Ella negó con la cabeza mientras la frustración crecía en su interior. Cabalgó a medio galope hacia el establo reprimiendo las lágrimas. Se había enfrentado a todos los obstáculos que la vida le había puesto en el camino, pero en aquello no podía fallar, después de llevar dedicada a ello desde los cinco años de edad.
Detuvo a Bacchus frente al mozo que se hallaba holgazaneando delante de la puerta de la cuadra, desmontó y le lanzó las riendas con más fuerza de lo que pretendía. Él las atrapó con un ágil movimiento. Con los puños cerrados, ella dio media vuelta para marcharse.
–¿No lo va a refrescar?
La voz desconocida, con un leve acento, la detuvo en seco. Se volvió y miró a su dueño. Debía de ser el nuevo mozo que antes había visto con Cliff. Estaba tan preocupada que no había le prestado atención. Ahora se preguntaba cómo había sido posible.
Muy alto, era puro músculo bajo la camiseta y los vaqueros que llevaba. Lenta y furiosamente, examinó aquel cuerpo impresionante y halló que el resto era asimismo increíble: el cabello negro y largo, el bellísimo rostro, que llevaba días sin afeitar, la mandíbula cuadrada y los ojos negros.
Se le contrajo el estómago y se produjo un momento de electrizante química entre ambos. Se dejó llevar por un momento, porque era algo que hacía tiempo que no sentía, suponiendo que lo hubiera sentido alguna vez.
La mirada descarada de él no vaciló. Nerviosa por la intensidad de la conexión, la rompió.
–Es usted nuevo –dijo con voz gélida al tiempo que levantaba la barbilla–. ¿Cómo se llama?
–Colt Banyon, señora, para servirla.
Ella asintió.
–Entonces, Colt, estoy segura de que Cliff te habrá explicado en qué consiste tu trabajo.
–Lo ha hecho.
–¿Y tú crees que está bien que me reproches cómo trato a mi caballo?
Él se encogió de hombros.
–Me ha parecido que antes tenías problemas. Mi experiencia me indica que pasar tiempo con la propia montura para establecer un vínculo con ella ayuda a desarrollar la confianza del animal.
La presión que Cecily sentía en la cabeza amenazaba con hacérsela estallar. Nadie se atrevía a hablarle así. No daba crédito a la audacia de aquel hombre.
Dio un paso hacia él y se dio cuenta de lo verdaderamente alto que era cuando tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a los ojos.
–¿Y de que escuela de charlatanería psicológica procede esa afirmación?
La sensual boca de él se curvó en una sonrisa.
–De mi abuela. Hace magia con los caballos.
Esa sonrisa la habría dejado sin respiración si la furia que sentía no se hubiera apoderado de ella por completo.
–¿Qué te parece esto, Colt? –preguntó con voz desdeñosa–. La próxima vez que tu abuela o tú estéis en los primeros puestos de los cien mejores jinetes del mundo, podrás decirme cómo debo tratar a mi caballo. Mientras tanto, ¿por qué no te estás calladito y haces tu trabajo?
Él la miró con sus bellos ojos como platos.
Ella se estremeció. ¿De verdad le había dicho eso?
Asustada por su falta de control e intentando desesperadamente controlarse, apretó con fuerza el casco entre las manos.
–Se está recuperando de una rotura de ligamentos en la pata trasera –dijo señalando al caballo con la cabeza–. Échale una ojeada.
Alejandro observó alejarse a Cecily Hargrove, con el casco en la mano, convencido de que la rubita pondría a prueba su capacidad de controlarse en la apuesta de Sebastien.
Cecily llevaba toda la mañana creando problemas en la cuadra. Él simplemente era la última víctima.
Limpiar el estiércol de los compartimientos y deslomarse cuidando de treinta caballos, doce horas, al día sería un juego de niños comparado con tener que tratar con ella. Tenía una lengua y una actitud que daban miedo.
Por desgracia, pensó mientras observaba su bonito trasero al alejarse, también era extraordinariamente hermosa. Tendría que estar ciego para no haberse fijado en su rostro delicado, en forma de corazón, sus preciosos ojos azules, su cabello rubio como la miel, que le confería un aspecto angelical; claramente engañoso, desde luego.
Lanzó un bufido y tiró de las riendas de Bacchus para llevarlo a pasear por el sendero adoquinado, con el fin de refrescarlo y refrescarse.
Le había resultado casi imposible tragarse la respuesta que le había venido a los labios cuando Cecily Hargrove lo había atacado diciendo que estaba entre los cien mejores jinetes del mundo. Su abuela había estado en el tercer puesto. En su época, le habría dado sopas con honda a la señorita Hargrove. Pero desvelar su verdadera identidad y perder la apuesta era algo que Alejandro no iba a hacer, sobre todo porque Antonio y Stavros ya la habían ganado.
Y también porque estaba en juego su isla privada, uno de los pocos lugares del mundo donde encontraba paz y tranquilidad.
Condujo a Bacchus a la cuadra y lo frotó con una toalla. El trabajo terapéutico que siempre llevaba a cabo con los animales le proporcionó tiempo para asimilar las últimas y extrañas veinticuatro horas de su vida.
No le había sorprendido que el jet de Sebastien lo dejara en el aeropuerto de Louisville la noche anterior, donde había recibido instrucciones de dirigirse a la famosa hacienda Hargrove, dedicada a la cría de caballos, que se hallaba a las afueras de la ciudad. Tampoco se sorprendió al encontrar en la rústica cabaña que le habían asignado unos vaqueros, varias camisetas y unas botas, así como una pequeña cantidad de dinero y un modelo antiguo de teléfono móvil. Era lo mismo que habían recibido Antonio y Stavros al llegar a su destino.
La críptica nota que había encima de la ropa también era similar.
Durante las dos semanas próximas, Alejandro Salazar no existirá. Ahora eres Colt Banyon, un habilidoso mozo de cuadra que va de un sitio a otro. Tienes que presentarte ante Cliff Taylor, en las cuadras, a las seis de la mañana de mañana. Allí trabajarás las dos semanas.
No podrás darte a conocer bajo ninguna circunstancia. Solo podrás comunicarte con tus compañeros de apuesta. Para ello, utiliza el móvil que se te ha suministrado.
¿Por qué he elegido ese trabajo para ti? Sé que llevas tiempo buscando la prueba que desea tu abuela para enderezar un entuerto muy antiguo, para recuperar el honor de la familia Salazar. Tu trabajo de mozo de cuadra te proporcionará los medios y la oportunidad de hacerlo. Espero que te ofrezca la posibilidad de cerrar ese asunto, como tanto deseas.
Buena suerte. No lo eches a perder, Alejandro. He tenido que esforzarme mucho para conseguirte una identidad segura. Si Antonio, Stavros y tú lleváis a cabo vuestro cometido, donaré la mitad de mi fortuna, como os prometí, para crear un equipo de búsqueda y rescate globales. Salvará muchas vidas.
Sebastien
Alejandro hizo una mueca al ponerse al otro lado de Bacchus para secarle el sudor de la oscura piel. Era indudable que la idea de deslomarse recogiendo estiércol de caballo durante dos semanas, con un nombre sacado de las páginas de un guión de Hollywood, había divertido mucho a su mentor. Pero, si Sebastien hubiera estado allí, Alejandro le hubiera dicho que tener la oportunidad de que su abuela lograra que se hiciera justicia era exactamente la solución que tanto había buscado.
La enemistad entre los Salazar y los Hargrove se remontaba a décadas atrás, desde que Quinton Hargrove había apareado su yegua Demeter con Diablo, el semental ganador de premios, propiedad de Adriana Salazar, la abuela de Alejandro, mientras el caballo se hallaba en manos de un criador americano en calidad de préstamo. Los Hargrove habían conseguido, a partir de Diablo, una descendencia de caballos de concurso que Adriana no había podido igualar.
Su abuela no había sido capaz de demostrar lo que habían hecho los Hargrove. Y, mientras su fortuna disminuía, la estrella de los Hargrove había comenzado a brillar. Sebastien, al inventarse su nueva identidad, había situado a Alejandro en el puesto ideal para conseguir las pruebas, ya que no solo poseía la habilidad para llevar a cabo el trabajo, gracias a los veranos y las vacaciones que había pasado en la finca de su abuela, sino que también tenía la misma mano que ella para los caballos.
Pasó la toalla por las patas traseras de Bacchus. Aquel trabajo le parecía demasiado sencillo, teniendo en cuenta los complejos retos emocionales a los que se habían tenido que enfrentar Antonio y Stavros.
A Antonio, Sebastien lo había mandado a trabajar de mecánico en un garaje de Milán, lo cual no le había planteado problema alguno, ya que era muy hábil con la llave inglesa. Mucho más complicado le había resultado descubrir que tenía un hijo de una antigua relación amorosa. Antonio seguía lidiando con las consecuencias de ese descubrimiento, que le había cambiado la vida.
Stavros había sido el siguiente. Sebastien lo había enviado a una isla griega a trabajar en el mantenimiento de la piscina de la antigua villa de su familia, un lugar al que había evitado volver. Tenía nuevos propietarios, pero conservaba los fantasmas de la infancia de Stavros. Su padre había muerto al volcar una barca, pero Stavros había sobrevivido al accidente.
Todo ello hacía que Alejandro fuera el ganador en la lotería de los retos. Tomar una muestra del ADN de Bacchus, el caballo de Cecily, para demostrar el delito de los Hargrove era muy sencillo: bastaba con recoger unos cuantos pelos de la crin después de cepillarlo y enviárselos a Stavros para que los analizasen en uno de sus laboratorios.
Eso implicaba que su mayor desafío sería hallar el modo de mantenerse apartado de la lengua viperina de la señorita Cecily Hargrove durante las dos semanas siguientes.
Su mal comportamiento estuvo atormentando a Cecily toda la tarde y buena parte de la cena en el comedor formal de Esmerelda, un capricho ridículo de su madrastra, ya que en la elegante y majestuosa estancia cabían treinta comensales, y solo estaban cenando esa noche su padre, su madrastra y ella.
Se pasó casi toda la insufrible cena mirando malhumorada por la ventana. Su madre, Zara, la había educado para que tuviera modales impecables. Nunca era grosera. Sin embargo, Colt Banyon le había tocado la fibra sensible y le había provocado un sentimiento de culpa que probablemente ya albergaba. Parte de ella sabía que el problema de Bacchus no era solo culpa del caballo, que lo que les había pasado en aquel horroroso accidente en Londres era algo que los atormentaba tanto al animal como a ella.
Por fin, sirvieron el postre. Kay, su madrastra, también conocida como «la malvada bruja del sur», movió la mano hacia ella mientras la doncella le servía el sorbete de lima.
–¿Qué te vas a poner para la fiesta de la semana que viene?
Algo que su madrastra odiara en cuanto lo viera, pensó Cecily.
–No lo sé. Ya buscaré algo.
Kay la miró.
–Ya sabes que Knox Henderson viene específicamente para cortejarte. Ocupa el número cuarenta y dos de la lista Forbes, Cecily. Es un buen partido donde los haya.
–Ya no se utiliza la palabra «cortejar». Y te he dicho media docena de veces que no me interesa Knox.
–¿Por qué no?
Porque era un imbécil arrogante, dueño de la mitad de Texas gracias a sus ranchos de ganado y a sus reservas de petróleo; porque solo buscaba esposa para decorar el salón y salir en las revistas del corazón; porque le recordaba mucho a su ex, Davis, otro hombre demasiado rico y al que le gustaban demasiado muchos de los miembros del sexo opuesto… y a la vez.
–No voy a casarme con él –alzó la barbilla y obligó a su madrastra a bajar la mirada–. Y punto. Deja de hacer de casamentera. Como sigas, vas a acabar por avergonzarnos a las dos.
–Puede que Cecily tenga razón –intervino su padre–. Es mejor que se centre en la tarea que tiene entre manos. Dale me ha dicho que tus tiempos de hoy siguen estando por encima de lo habitual. ¿Tengo que comprarte otro caballo para que los mejores?
A ella se le contrajo el estómago. Nada de «siento que hayas tenido tan mal día, cariño» ni «sabes que lo conseguirás, así que sigue intentándolo». Solo el adusto reproche, que era la respuesta habitual de su padre.
–No tengo tiempo de adiestrar otro caballo, papá. Además, el comité espera que monte a Bacchus.
–Entonces, ¿qué debemos hacer?
–Ya veré.
De repente, la idea de la inminente visita de Knox Henderson, unida a la gran presión a la que estaba sometida por todos lados, le quitaron las ganas de tomarse el postre.
–Perdonad, pero me duele la cabeza. Voy a tumbarme.
–Cecily…
Su madrastra puso la mano en el brazo de su padre.
–Deja que se vaya. Ya sabes cómo se pone cuando está así.
Cecily no le hizo caso, se levantó de la mesa y salió. Se dirigió a su dormitorio, pero cambió de idea y fue a la cocina, donde agarró el cereal preferido de Bacchus para desayunar, antes de salir por la puerta trasera para dirigirse a la cuadra.
Creía que debía a Bacchus y a Colt Banyon una excusa. Se dijo que esa era la única razón por la que había salido. Estaba segura que no por los ojos oscuros del mozo, que no podía olvidar.
Cuando entró en la cuadra, los mozos ya habían dejado de trabajar. Como no iba a ir a buscar a Colt Banyon a las viviendas de los trabajadores, se dirigió al compartimento de Bacchus.
Se detuvo al llegar, asombrada de que su caballo, muy selectivo con respecto a los mozos y muy nervioso, resoplara y cerrara los ojos mientras Colt le masajeaba la cabeza. No lo había visto tan relajado desde el accidente.
Dirigió su atención al hombre. Seguía vestido con los ajustados vaqueros descoloridos y la camiseta gris que resaltaba sus increíbles abdominales. Se quedó paralizada al contemplar los músculos de sus poderosos brazos y sus delgados y fuertes muslos bajo la gastada tela de los vaqueros.
Era un hombre de verdad, a diferencia de Knox Henderson, que prefería acicalarse como un pavo real. Había algo en Colt que la subyugaba.
Este deslizó las manos hacia el cuello del caballo y comenzó a masajeárselo. El movimiento de sus manos hizo que el animal se estremeciera. A Cecily se le encogió el estómago y sintió un caliente cosquilleo en la piel.
¿Trataría a una mujer con la misma precisión? ¿Cómo sería el tacto de sus manos? ¿Sería deliberado y exigente o lento y seductor?, ¿o todo junto?
Bacchus levantó la cabeza para saludarla, lo cual hizo que el objeto de la fascinación de Cecily se volviera. Ella cambió de expresión, aunque tal vez sin la suficiente rapidez. La fría y oscura mirada de Colt Banyon la inmovilizó y la dejó desconcertada.
–¿Por qué no estás cenando con los demás? –le espetó ella.
Sintió que de él emanaba una corriente de aire gélido hacia ella.
–No tengo hambre.
Cecily se metió las manos en los bolsillos y lanzó un bufido.
–Te debo una disculpa por mi comportamiento de antes. Estaba enfadada y lo pagué contigo. Lo siento.
–Acepto la disculpa.
Colt le dio la espalda y siguió trabajando. Cecily sintió que le ardía el rostro. Era evidente que él se había formado una opinión de ella y que no iba a cambiarla, lo cual no debiera preocuparle, ya que estaba acostumbrada a que la gente tuviera opiniones sobre ella que no se correspondían con la realidad. Había veces que incluso las provocaba, porque le resultaba más fácil que tener relaciones con los demás, algo que nunca se le había dado bien.
Pero, por algún motivo, quería que Colt Banyon tuviera buena opinión de ella. Tal vez fuera porque su caballo ya le había dado su aprobación, y Bacchus nunca se equivocaba.
El caballo olisqueó el bolsillo de su vestido. Cecily sacó un puñado de sus cereales preferidos y se los dio.
–¿Qué es eso? –preguntó él mirándole la mano.
–El desayuno de los campeones. Bacchus haría lo que fuera por él.
–Salvo saltar como quieres que lo haga.
Ella hizo una mueca ante la pulla.
–¿Eres siempre tan…?
–¿Impertinente?
–Yo no he dicho eso.
–Pero lo piensas.
–Pienso que eres muy directo. Y que no te caigo muy bien.
Él la miró con el rostro impasible.
–Da igual lo que yo crea. Me pagan para obedecer órdenes, como me has dicho.
Ella se mordió el labio.
–No me refería a eso.
–Claro que sí.
Vaya, no iba a ponérselo fácil. Lo observó mientras acariciaba el costado del caballo y le introducía los dedos en los trapecios, músculos fundamentales que el caballo empleaba para equilibrarse.
–¿Qué haces?
–Me ha parecido que estaba rígido cuando lo has montado. He creído que un masaje lo relajaría.
–¿Eso también te lo enseñó tu abuela?
–Sí. Si está rígido, no puede estirarse para saltar adecuadamente.
Eso ya lo sabía ella, pero había oído que solo los terapeutas equinos daban esa clase de masaje.
–¿Es tu abuela terapeuta?
Él negó con la cabeza.
–No, le encantan los caballos y tiene mano con ellos.
–¿Vive en Nuevo México?
Él la miró más detenidamente esa vez.
–¿Has leído mi currículum?
Ella se sonrojó.
–Me gusta saber quién trabaja en mi cuadra.
–¿Para saber de qué escuela de charlatanería psicológica procede?
–Colt…
Él comenzó a trabajar en el lomo de Bacchus. Ella se cruzó de brazos y apoyó la espalda en la pared.
–Tuvimos un accidente en Londres, el año pasado –dijo en voz baja–. Algo asustó a Bacchus al ir a saltar y nos estrellamos contra la valla.
Cerró los ojos al reverberarle en el cerebro el ruido sordo del choque, aún tan claro y real.
–Tuve suerte de no partirme el cuello. Me rompí la clavícula y un brazo. A Bacchus se le desgarraron varios tendones. Físicamente está al cien por cien, pero mentalmente no está bien, desde entonces. Por eso me sentía hoy tan frustrada.
Él dio media vuelta y se apoyó en la pared al tiempo que se cruzaba de brazos. Un destello de algo indefinido se deslizó en su mirada.
–Eso te ha tenido que dejar una huella emocional también a ti.
Ella asintió.
–Creí que lo había superado, pero puede que no sea así.
Alejandro sabía que debería seguir emitiendo señales de distanciamiento hasta que Cecily se fuera. Sin embargo, desprendía tal fragilidad emocional que no pudo pasarla por alto. Tal vez derivara del accidente, pero él creía que se remontaba a mucho tiempo antes.
Se sintió conmovido. Su hermoso rostro, sin maquillar, y su vestido del mismo tono azul que sus ojos la hacían parecer muy joven y vulnerable. Su madre siempre le había dicho que para participar en un concurso hípico había que tener una adecuada actitud mental. Tal vez Cecily la hubiera perdido.
–Puede que necesites tomártelo con calma –sugirió él–. Darte un tiempo para que Bacchus y tú os recuperéis del todo, tanto física como mentalmente, y para averiguar qué es lo que habéis perdido.
Ella negó con la cabeza.