Episodios nacionales I. Bailén - Benito Pérez Galdós - E-Book

Episodios nacionales I. Bailén E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Bailén es la cuarta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Aquí continúa la historia del joven gaditano Gabriel, protagonista de tres episodios anteriores, El 19 de marzo y el 2 de mayo, La Corte de Carlos IV y Trafalgar. Gabriel, sale del Madrid posterior al 2 de mayo de 1808 con dirección a Andalucía, concretamente Córdoba, donde han llevado a su amada Inés. Allí descubre que Inés, forzada a un matrimonio de conveniencia, quiere profesar en un convento de clausura. Durante el camino se detiene en Bailén. Se aloja en la casa de una familia noble y descubre que preparan a su único hijo varón para unirse al ejército de Castaños en la lucha contra los franceses. A raíz de ello, Gabriel participará en la Batalla de Bailén, el 19 de Julio de 1808, donde se enfrentan los ejércitos español y francés. Bailén relata con gran exactitud el desarrollo de la batalla, que concluye con una victoria para los españoles. También se abordan temas tan importantes como los mayorazgos, tan arraigados en España en esa época. Se habla de la importancia e influencia del clero en el vulgo, de la diferencia de clases y del crecimiento del republicanismo en España. Bailén no es solo una novela histórica o bélica. Aquí además se cuenta una historia de amor entre Gabriel de Araceli e Inés y sobre la amistad entre Marijuán y Gabriel.

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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales I Bailén

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Episodios nacionales I. Bailén.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-420-4.

ISBN rústica: 978-84-9007-276-9.

ISBN ebook: 978-84-9007-238-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 21

III 27

IV 34

V 41

VI 44

VII 51

VIII 54

IX 59

X 65

XI 71

XII 78

XIII 85

XIV 91

XV 96

XVI 101

XVII 107

XVIII 114

XIX 118

XX 121

XXI 127

XXII 130

XXIII 135

XXIV 140

XXV 145

XXVI 149

XXVII 153

XXVIII 162

XXIX 168

XXX 174

XXXI 179

XXXII 186

Libros a la carta 191

Brevísima presentación

La obra

Bailén es la cuarta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

El protagonista, Gabriel, sale del Madrid posterior al 2 de mayo de 1808 con dirección a Andalucía, concretamente Córdoba, donde han llevado a su amada Inés. Gabriel descubre que Inés, forzada a un matrimonio de conveniencia, quiere profesar en un convento de clausura.

Durante el camino se detiene en Bailén, en casa de una familia noble que está preparando a su único hijo varón para unirse al ejército de Castaños en la lucha contra los invasores franceses.

A raíz de ello, Gabriel participará en la Batalla de Bailén, donde se enfrentan los ejércitos español y francés. Galdós se sirve del argumento para relatar con gran exactitud el desarrollo de la batalla, que concluye con una victoria para los españoles.

I

—Me hacen ustedes reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando... Fue en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo que estaba en el 17 de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues como digo, al pasar él con todo su estado mayor y la infantería de la guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo en tales términos que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!»

Decía estas palabras un hombre para mí desconocido, como de cuarenta años, no malcarado, antes bien con rasgos y expresión de cierta hermosura ajada aunque no destruida por la fatiga o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melancólica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del mundo y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgazán y trabajoso, a que conducen juntamente la sobra de imaginación y la falta de dinero; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar facilísimo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya personalidad tenía acabado complemento en el desaliño casi elegante de su traje, más viejo que nuevo, y no menos descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja que había corregido así las rozaduras del chupetín como la ortografía de las medias.

Estas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino: su casaca oscura y de un corte no muy usual entre nosotros, su chaleco ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata informemente escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de España aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las singularidades de su vestir, causaba sorpresa la persona de quien me ocupo, y este es un capitalísimo punto que no debo pasar en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto fue, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa alguna, llamó mi atención cuando le vi inclinado sobre la mesa, comiendo ávidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas, puches o no sé qué endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena, contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napoleón I. Dos personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, componían su auditorio: el varón, que desde luego me pareció un viejo militar retirado del servicio, oía con fruncido ceño y taciturnamente los encomios del invasor de España; pero la señora anciana, más despabilada y locuaz que su consorte, contestaba e interrumpía al panegirista con cierto desenfado tan chistoso como impertinente.

—Por Dios, señor de Santorcaz —decía la vieja—, no grite usted ni hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entrometida, muy enredadora, y toda ella no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto n.º 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Asturias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué... pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del n.º 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes.» El mejor día nos van a dar que sentir, porque como dice usted esas cosas y tiene esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios... Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2...

—Ya se aplacarán los humos de esta buena gente —dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara—. Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse, y esto que es la pura verdad lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas.

—España no se somete, no señor, no se somete —exclamó de improviso el anciano quebrantando el voto de su antes silenciosa prudencia, y levantándose de la silla para expresar con frases y gestos más desembarazados los sentimientos de su alma patriota—. España no se somete, señor don Luis de Santorcaz, porque aquí no somos como esos cobardes prusianos y austriacos de que usted nos habla. España echará a los franceses, aunque los manden todos los emperadores nacidos y por nacer, porque si Francia tiene a Napoleón, España tiene a Santiago, que es además de general un santo del cielo. ¿Cree usted que no entiendo de batallas? Pues sí: soy perro viejo, y callos tengo en los oídos de tanto escuchar el redoblar de los tambores y los tiros de cañón.

—No te sofoques, Santiago —dijo apaciblemente la anciana—, que ya andas en los tres duros y medio y aunque yo creo como tú que España no bajará la cabeza, no es cosa de que te dé el reuma en la cara por lo que hable este mala cabeza de Santorcaz.

—Pues lo digo y lo repito —añadió el viejo soldado—. Venir a hablarme a mí de cuerpos de ejército, y de brigadas de caballería y de cuadros...

—¿En qué batallas se ha encontrado usted? —preguntó con sonrisa burlona Santorcaz.

—¡Que en qué batallas me encontré! —exclamó don Santiago Fernández cuadrándose ante su interpelante y mirándole con el desprecio propio de los grandes genios al ver puesta en duda su superioridad—. ¿Pues no sabe todo el mundo que fui asistente del señor marqués de Sarriá el año 1762 cuando aquella famosa campaña de Portugal, que fue la más terrible y hábil y estratégica que ha habido en el mundo, así como también digo que después de Alejandro el Macedonio no ha nacido otro marqués de Sarriá?... ¡Qué cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar en qué acciones me he encontrado! Aquella fue una gran campaña, sí señor; entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo tuvimos que volvernos, porque el inglés se nos puso por delante, se dieron unas batallas... ¡qué batallitas, mi Dios! Yo era asistente del señor marqués, y todas las mañanas le hacía los rizos y le empolvaba la peluca, de tal modo que la cabeza de nuestro general parecía un Sol. Él me decía: «Santiago, ten cuidado de que los rizos vayan parejos, y que uno de otro no discrepen ni el canto de un duro, porque no hay nada que aterre tanto al enemigo como la conveniencia y buen parecer de nuestras personas.» ¡Y cuánto le querían los soldados! Como que en toda aquella guerra apenas murieron tres o cuatro.

Santorcaz al oír esto se desternillaba de risa, haciendo subir de punto con sus irreverentes manifestaciones el enfado de don Santiago Fernández, el cual, dando una fuerte puñada en la mesa, continuó así:

—¿Qué valen todos los generales de hoy, ni los emperadores todos, comparados con el marqués de Sarriá? El marqués de Sarriá era partidario de la táctica prusiana, que consiste en estarse quieto esperando a que venga el enemigo muy desaforadamente, con lo cual este se cansa pronto y se le remata luego en un dos por tres. En la primera batalla que dimos con los aldeanos portugueses, todos echaron a correr en cuanto nos vieron, y el general mandó a la caballería que se apoderara de un hato de carneros, lo cual se verificó sin efusión de sangre.

—No, no ha habido en el mundo batallas como esas, señor don Santiago —dijo Santorcaz moderando su risa—; y si usted me las cuenta todas, confesaré que las que yo he visto son juegos de chicos. Y como desde aquella fecha ha conservado usted los hábitos de campaña, y gusta tanto de conversar sobre el tema de la guerra, los vecinos le llaman el Gran Capitán.

—Ese es un mote, y a mí no me gustan motes —dijo doña Gregoria, que así se llamaba la mujer del valiente expedicionario de Portugal—. Cuando nos mudamos aquí, y dieron los vecinos en llamarte Gran Capitán, bien te dije que alzaras la mano y regalaras un bofetón al primero que en tus propias barbas te dijera tal insolencia; pero tú con tu santa pachorra, en vez de llenarte de coraje se te caía la baba siempre que los chicos te saludaban con el apodo, y ahora Gran Capitán eres y Gran Capitán serás por los siglos de los siglos.

—Yo no me paro en pequeñeces —dijo don Santiago Fernández—, y aunque tolero un apodo honroso, no consiento que nadie se burle de mí. A fe, a fe, que cuando uno ha servido en las milicias del Rey por espacio de veinte años, cuando uno ha estado en la campaña de Portugal, cuando uno ha tenido también el honor de encontrarse en la expedición de Argel que mandó el señor don Alejandro O’Reilly en 1774; cuando después de tan gloriosas jornadas se le han podrido a uno las nalgas sentado en la portería de la oficina del Detall y cuenta y razón del arma de artillería, viendo entrar y salir a los señores oficiales, y haciéndoles un recadito hoy y otro mañana, bien se puede alzar la cabeza y decir una palabra sobre cosas militares.

—Eso mismo digo yo —indicó doña Gregoria—. Bien saben todos que tú no eres ningún rana, y que has escupido en corro con guardias de Corps y walonas y generales de aquellos que había antes, tan valientes que solo con mirar al enemigo le hacían correr.

—Y no se trate —prosiguió el Gran Capitán— de embobarnos con cuentos de brujas como los que desembucha el señor de Santorcaz. A las niñas del lañador y a doña Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fue por aquí o vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del señor marqués de Sarriá, para dar crédito a tales novelas de caballerías. Conque ¿cómo fue aquello? —añadió en tono de mofa y sentándose junto a Santorcaz—. Dijo usted que cuatro mil franceses atacaron a la bayoneta a diez mil rusos y los hicieron caer en un pantano donde se ahogaron la mitad. Pues ¡y lo de que rompieron el hielo a cañonazos para que se hundieran los enemigos que estaban encima!... ¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero hombre de Dios, si andaban por sobre el hielo se resbalarían y... pobres nalgas del Emperador... digo, de los tres emperadores, pues ahí dice usted que eran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria, que es aprovechada la familia?

El Gran Capitán hizo reír a su digna esposa con estos chistes, hijos de su inexperta fatuidad, y ambos celebraron recíprocamente sus ocurrencias.

—Si es novela de caballerías lo que he contado —dijo Santorcaz—, pronto lo hemos de ver en España, porque pasan de cien mil los Esplandianes que andan desparramados por ahí esperando que su amo y señor les mande empezar la función.

—¡Los asesinos de Madrid! —exclamó el Gran Capitán inflamándose en patriótico ardor—. ¿Y cree usted que les tenemos miedo? ¡Santa María de la Cabeza! Ya veo que están fortificando el Retiro, y que no permiten que vuele una mosca alrededor de sus señorías; pero ya hablaremos. Esto es ahora, porque estamos sin tropa; pero ¿sabe usted lo que se va a formar en Andalucía?, un ejército. ¿Y en Valencia?, otro ejército. Y en Galicia y en Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuántos españoles hay en España, señor de Santorcaz? Pues ponga usted en el tablero tantos soldados como hombres somos aquí, y veremos. ¿A que no sabe usted lo que me ha dicho hoy el portero de la secretaría de la Guerra? Pues me ha dicho que mi pueblo ha declarado la guerra a Napoleón. ¿Qué tal?

—¿Cuál es el pueblo de usted?

—Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier cosa, pues bien se pueden juntar allí hasta cien hombres como castillos, no como esos rusos de alfeñique de que usted habla, sino tan fieros, que despacharán un regimiento francés como quien sorbe un huevo.

—Pues una mujer que ha venido hoy de la sierra —dijo doña Gregoria—, me ha contado que también mi pueblo va a declarar la guerra a ese ladrón de caminos, sí, señor de Santorcaz, mi pueblo, Navalagamella. Y allí no se andarán con juegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblos que usted nombra, las Austrias y las Prusias fueran como Navalagamella, la canalla no los hubiera vencido, y se conoce que todos los austriacos y prusiacos son gente de mucha facha y nada más.

—No se dice prusiacos, sino prusianos —indicó enfáticamente a su esposa el Gran Capitán.

—Bien, hombre; los rusos y los prusos, lo mismo da. Lo que digo es que si Valdesogo de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como dos lentejas comparados con la grandeza de todo el Reino, se ponen en ese pie, los demás lugares y ciudades harán lo mismo, y entonces, áteme esa mosca el señor de Santorcaz. No, no quedará un francés para contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes, la pagarán muy cara. ¿Hase visto alguna vez bribonada semejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a inocentes doncellas y a infelices muchachos como el que está en esa cama! ¡Ay! usted no vio aquello, señor de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres días después; ¡pero si usted lo hubiera visto! Por esta calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les arrojaron algunos ladrillos desde los andamios de la casa que se está fabricando en la esquina, mataron a una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos. Al ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos en los balcones, empezamos a tirarles cuanto teníamos. Una les echaba una cazuela de agua hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo cogí el puchero que había empezado a cocer, y sin pensarlo dije allá va, y aunque aquel día nos quedamos sin comer, no me pesó, no señor. Después entre Juanita la lañadora, las niñas de al lado y yo, cogimos una cómoda y echándola a la calle aplastamos a uno. Querían subir a matarnos; pero ¡quia! Todo facha, nada más que facha. Más de cuarenta mujeres nos apostamos en la escalera, unas con tenedores, otras con tenacillas, estas con asadores, aquella con un berbiquí, estotra con una vara de apalear lana. Si llegan a subir les hacemos pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las tan famosas guerras, y poniéndose delante de nosotras en la escalera nos arengó, y dispuso cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente aunque me esté mal el decirlo. Mi marido quería salir a la calle al frente de todas nosotras; pero le convencimos de que esto era una locura. Con su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido de un lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ay qué día! Cuando nos retiramos cada una a nuestro cuarto, en toda la casa no se oía más que «¡viva el Gran Capitán!»

—¡Qué día! —exclamó melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo orgullo que el recuerdo de sus proezas le causara—. A eso de las ocho de la mañana vi salir de la oficina al capitán don Luis Daoíz. El día anterior me había mandado por unas botas a la zapatería de la calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa en la calle de la Ternera, y cuando volví después de hacer el mandado, viendo que había cumplido con la puntualidad y el esmero que son en mí peculiar, me dio dos reales, que guardo en este pañuelo como memoria de hombre tan valiente.

Diciendo esto, trajo un pañuelo y desdoblando una de las puntas despaciosamente, y como si se tratara de la más vulnerable y santa reliquia, sacó una moneda de plata que puso ante la vista de Santorcaz sin permitirle que la tocara.

—Esto me dio —añadió enjugando con el mismísimo pañuelo las lágrimas que de improviso corrieron de sus ojos—; esto me dio con sus propias manos aquel que vivirá en la memoria de los españoles mientras haya españoles en el mundo. Yo estaba barriendo la oficina cuando entró don Pedro Velarde buscándole y le dije: «Mi capitán, hace un rato que salió con don Jacinto Ruiz.» Después don Pedro entró y estuvo disputando con el coronel: al cabo de un cuarto de hora volvió a pasar por delante de mí. Quién me había de decir...

El Gran Capitán no pudo continuar, porque la pena ahogaba su voz; doña Gregoria se llevó también la punta del delantal sucesivamente a sus dos ojos, y Santorcaz más serio y grave que antes respetaba el dolor de sus dos amigos.

—Me han asegurado —dijo después de una pausa—, que ese don Pedro Velarde iba a comer todos los días en casa de Murat. ¿Es que simpatizaba con los franceses?

—No, no; y quien lo dijere miente —exclamó don Santiago, dejando caer de plano sobre la mesa sus dos pesadísimas manos—. Don Pedro Velarde pasaba por un oficial muy entendido en el arma, y como fue de los que el Rey envió a Somosierra a recibir al melenudo, este le trató, supo conocer sus buenas dotes y quiso atraérselo. ¡Bonito genio tenía don Pedro Velarde para andarse con mieles! Le convidaban a comer, obsequiábanle mucho; pero bien sabían todos que si nuestro capitán pisaba las alfombras de aquel palacio era para conocer más de cerca a la canalla, como él mismo decía.

—Él y sus compañeros de Monteleón —dijo Santorcaz—, demostraron un valor tanto más admirable, cuanto que es completamente inútil. Aquí están ciegos y locos. Creen que es posible luchar ventajosamente contra las tropas más aguerridas del mundo, sin otros elementos que un ejército escaso, mal instruido, y esas nubes de paisanos que quieren armarse en todos los pueblos. La obstinación ridícula de esta gente hará que sean más dolorosos los sacrificios, y el número de víctimas mucho más grande, sin que puedan vanagloriarse al morir de haber comprado con su sangre la independencia de la patria. España sucumbirá, como han sucumbido Austria y Prusia, Naciones poderosas que contaban con buenos ejércitos y Reyes muy valientes.

—¡Esos países no tienen vergüenza! —exclamó con furor don Santiago Fernández, levantándose otra vez de su asiento—. En Austria y Prusia habrá lo que usted quiera; pero no hay un Valdesogo de Abajo, ni un Navalagamella.

Discretísimo lector: no te rías de esta presuntuosa afirmación del Gran Capitán, porque bajo su aparente simpleza encierra una profunda verdad histórica.

Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el acaloramiento de su amigo, cuyas patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:

—Aquí somos de otra manera, señor de Santorcaz. Usted viviendo por allá tanto tiempo, se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo se toman aquí las cosas.

—Por lo mismo que he estado fuera tanto tiempo, tengo motivos para saber lo que digo. He servido algunos años en el ejército francés; conozco lo que es Napoleón para la guerra, y lo que son capaces de hacer sus soldados y sus generales. Cien mil de aquellos han entrado en España al mando de los jefes más queridos del Emperador. ¿Saben ustedes quién es Lefebvre? Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben ustedes quién es Pedro Dupont de l’Etang? Pues es el héroe de Friedland. ¿Conocen ustedes al duque de Istria? Pues es quien principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de Joaquín Murat? Pues es el gran soldado de las Pirámides, y el que mandó la caballería en Marengo...

—No, no le nombre usted —dijo doña Gregoria—, porque si todos los demás son como ese de las melenas, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en España.

—Señor de Santorcaz —añadió con grave comedimiento el Gran Capitán—, ya sabe usted que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y del general Flautas las vamos a ver de manifiesto ahora, sí señor. Y supongo que usted habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues quien tanto les alaba y admira, es natural que les ayude.

—No —repuso Santorcaz—; yo he vuelto a España para un asunto de intereses, y dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando arregle mi negocio, me volveré a Francia.

—¡Qué mal hombre es usted! —exclamó doña Gregoria—. Y su pobre padre, y toda la familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder traer al buen camino a este calaverilla que durante quince años y desde aquella famosa aventura... Pero chitón —añadió volviendo la cara hacia mí—; me parece que el chico se ha despertado y nos está oyendo.

II

Los tres me miraron y yo observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes, ni mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente vendado se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Algunas láminas de santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro mecheros, y junto a ella sentados en sendas sillas de cuero, que lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.

Todos fijaron en mí la atención, y doña Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así:

—¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito: ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Nos ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a don Celestino ni a la doña Inés, que te traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser natural, sano y completo y cuerdo, tal y como estabas, antes de que aquellos caribes...?

—Y en verdad, no sé cómo ha escapado el infeliz —dijo Fernández a Santorcaz—. Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la cabeza el cual no es más que una rozadura, otro en el brazo izquierdo, que no le dejará manco, y el tercero en un costado, y en parte sensible, tanto que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos ahora tan despiertillo.

Aquellas bondadosas personas me instaron para que hablase, mostrándoles que mi razón, como mi cuerpo, se había repuesto de la tremenda crisis a que estuviera sujeta. También acudió con cariñosa solicitud a darme alimento la ejemplar doña Gregoria, y tomado aquel ávidamente por mí, me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había nacido en aquella noche?

—Ahora, chiquillo, estate tranquilo —continuó doña Gregoria sentándose a mi lado—. ¡Cuánto se va a alegrar el señor Juan de Dios cuando te vea!

—¡Cómo! —exclamé con la mayor sorpresa—. ¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde estoy? ¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?

—¡Otra vez Inés! Este joven no está todavía bueno. Dejémonos de Ineses y a descansar.

Santorcaz se llegó a mí, y mostrándome algún interés, me dijo:

—¡Pobrecito!, ¡con que te fusilaron! El gran duque de Berg es hombre terrible y sabe sentar la mano. Dicen que mataste más de veinte franceses. Ya me contarás tus hazañas, picarón. Y di, ¿tienes ánimos de volver a hacer de las tuyas? Me parece que no... porque habrás visto que esa gente gasta unas bromas un poco pesadas.

Dicho esto, Santorcaz, tomando su capa, se marchó.

La sensación que yo experimentaba al verme allí, tornado nuevamente y de improviso, según mi entender, a la vida; en presencia de personas desconocidas y volviendo sin cesar al pasado mi pensamiento recién salido de una sombra profunda; las impresiones de mi alma, a quien el repentino despertar después de un largo entumecimiento había dado cierta actividad ansiosa, fueron causa de que no pudiera estar tranquilo como me rogaban el Gran Capitán y su mujer. Hacíales mil preguntas diversas, con la curiosidad del que volviendo al mundo después de un siglo de muerte real, deseara conocer en un instante cuanto ha pasado en el planeta durante su ausencia. A todo contestaban que me estuviese quieto y sin cuidarme de nada, para que no me repitiesen los accesos de fiebre; pero no pude conseguir este objeto, y si descansé un poco, procurando poner a un lado mis terribles recuerdos y apartar de la vista las siniestras figuras que se habían hecho compañeras inseparables de mi espíritu, poco después, cuando, ya avanzada la noche, llegó Juan de Dios, me sentí tan vivamente inquieto al verle, que a no impedírmelo mi debilidad, habría saltado del lecho para correr hacia él, arrastrado por un odio terrible y una curiosidad más fuerte aún que el odio. El antiguo mancebo de don Mauro Requejo estaba tan demacrado, tan excesivamente amarillo y mustio, que parecía haber vivido diez años de penas en el trascurso de algunos días. Sus ojos encendidos conservaban huellas de recientes lágrimas, y su desmadejado cuerpo se movía con pesadez, como si le fatigara su propio peso. Arrojose en una silla junto a mi cama, cuando los dos ancianos se retiraban a su aposento, y me habló así:

—Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has recobrado el juicio? ¿Entiendes lo que se te dice?

—¿Dónde está Inés? —le pregunté con ansiedad.

—¡Oh, desgraciado de mí! —exclamó ocultando el rostro entre las manos—. Tú estás enfermo todavía, y si te doy la noticia... ¿Que dónde está Inés? Espántate, Gabriel, porque no lo sé. Yo estoy loco, yo estoy imbécil. Llevo quince días de dolores que a nada son comparables. Las lágrimas que he derramado podrían agujerar una peña. Ahora mismo... ¿de dónde crees que vengo? Pues vengo de la bóveda de San Ginés, adonde voy todas las noches a mortificarme el cuerpo con disciplinazos, por ver si Dios se apiada de mí y me devuelve lo que me quitó, sin duda en castigo de mis grandes pecados.

Después de enjugar sus lágrimas y sonarse con estrépito, continuó así:

—Yo saqué a Inés de la huerta del príncipe Pío. ¡Ay!, si no te salvaste también tú, fue porque no pude, que bien lo intenté; te juro que lo intenté. Inés se desmayó, y no pudiendo traerla aquí, por ser esto muy lejos, Lobo me indujo a llevarla a casa de unas que él llamaba honradísimas señoras, donde permanecería hasta tanto que fuera posible traerla aquí para casarme con ella... ¡Oh, infame legista, miserable enredador, tramposo y falsario! Inés me abofeteó, Gabriel, al verse en aquella casa, y me clavó en las mejillas sus deditos. No puedes formarte idea de las palabras tiernas que le dije para que se calmara, pero nada podía consolarla de que no os hubierais salvado también tú y el buen sacerdote. En vano le dije que sería mi mujer; en vano le dije que la adoraba con profundísimo amor; también le mostré mi dinero, prometiéndole gastar una buena parte en huir para siempre de Madrid y de España si así lo deseaba. ¡Infeliz de mí!, a estas irrecusables pruebas de mi cariño, solo contestaba llamándome bestia y ordenándome que se le quitara de delante... A cada instante te llamaba, y luego se deshacía en lágrimas, y quería después arrojarse fuera de la casa para volver a la Montaña. A pesar de esto yo era feliz, porque la tenía en mis brazos, apartábale de la frente los desordenados cabellos, y con mi pañuelo limpiaba sus lágrimas divinas, con las cuales se refrescarían, si las bebieran, los condenados del infierno... El pérfido Lobo no se apartaba de allí, y desde luego me parecieron sospechosos el esmero y solicitud con que la atendía. Inés no cesaba un momento de gemir, y tanto a mi compañero como a mí nos mostraba mucha repugnancia, ordenándonos que la dejáramos sola, porque no quería vernos, y que la matáramos, porque no quería vivir. Su desesperación llegó a tal punto que no la podíamos contener, y se nos escapaba de entre los brazos, diciendo que pues no le era posible salvaros la vida, quería ir a daros a entrambos sepultura. Por último, a fuerza de ruegos logramos calmarla un poco, prometiéndole yo acudir al lugar del suplicio a cumplir tan triste obligación. Cuando esto le dije, me miró con tanta ternura, y después me lo ordenó de un modo tan persuasivo, tan elocuente, que no vacilé un instante en hacer lo prometido y salí dejándola al cuidado de Lobo. ¡Nunca tal hiciera y maldito sea el instante en que me separé de aquel tesoro de mi vida, de aquel imán de mi espíritu! Gabriel, corrí a la Moncloa, me acerqué a los grupos en que eran reconocidos los cadáveres, y anduve de un lado para otro esperando encontrarte entre aquellos que, abandonados hasta en tan triste ocasión, no tenían quien formara a su alrededor concierto de llantos y exclamaciones... Al fin encontré al sacerdote; pero tú no estabas a su lado, pues unas mujeres compasivas, habiendo notado que vivías, te habían llevado a un paraje próximo para prodigarte algunos cuidados. Grande fue mi alegría cuando te vi abrir los ojos, cuando te oí pronunciar algunas frases oscuras, y observé que tus heridas no parecían de mucha gravedad; así es que en cuanto dimos sepultura a tu buen amigo, me ocupé de los medios de traerte a mi casa. Rogué a aquellas mujeres que te cuidaran un momento más, mientras yo volvía con una camilla, y al salir de la huerta, me regocijaba con la idea de participar a Inés que estabas vivo. «¡Cuánto se va a alegrar la pobrecita!» decía para mí, y yo me alegraba también, porque había comprendido por sus palabras que aquella flor de Jericó te apreciaba bastante ¿no es verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras sido nuestro criado, tú nos hubieras servido fielmente, ¿no es verdad?... Pues bien, hijo, como te iba diciendo, corrí desalado a comunicarle la feliz nueva de tu salvación, y cuando entré en la casa donde la había dejado, Inés ya no estaba allí. Aquellas señoras desconocidas dijéronme que Lobo se había llevado a la muchacha, y como yo les manifestara mi extrañeza e indignación, llamáronme estúpido y me arrojaron de su casa. Volé a la de ese miserable ladrón; mas no le pude ver ni en todo aquel día ni en los siguientes. Figúrate mi desesperación, mi agonía, mi locura; yo no sé cómo no entregué el alma a Dios en aquellos días, porque además de mi gran pena, me consumía una fuerte calentura, a consecuencia de la herida de esta mano, pues bien viste que perdí dedo y medio en la calle de San José... ¿Crees que me curaba? Ni por pienso. Después que el boticario de la Palma Alta me vendó la mano, no volví a acordarme de tal cosa, y no digo yo dedo y medio, ¡sino los cinco de cada mano me hubiera yo arrancado con los dientes, con tal de hallar a mi idolatrada Inés, a aquella rosa temprana, a aquel jazmín de Alejandría! Durante este tiempo no me olvidé de ti, pues el mismo día 3 te hice conducir a esta casa, que es la mía, en la cual has permanecido hasta hoy, y donde, gracias a los cuidados de tan buena gente, has recobrado la salud.

—¿Pero Lobo ha desaparecido también? —pregunté con afanoso interés—. Si no ha desaparecido, ¿no puede obligársele a decir qué ha hecho de Inés?

—Al cabo de diez días lo encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que me dijo el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de mí, llamándome bobo y mentecato, me dijo que no pensara en volver a ver a Inés, porque la había entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene padres?» le dije. Y él me contestó: «Sí, y son personas de las principales de España, por lo cual he creído de mi deber entregarles la infeliz muchacha, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera de su rango y entre personas de inferior condición.» Me quedé atónito; pero al punto comprendí que esto era invención de aquel inicuo tramposo embaucador, y en mi cólera le dije las más atroces insolencias que han salido de estos labios... ¿No crees tú como yo que lo de entregarla a sus desconocidos padres es pura fábula de Lobo, para ocultar así su crimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo? ¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo? ¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid, he pasado noches enteras junto a la casa de la calle de la Sal examinando quién entraba y quién salía; he dado dinero a los criados, aguadores, lavanderas, a los escribientes del licenciado, a cuantas personas visitaban la casa; pero nadie me ha sabido dar razón: nadie, nadie. ¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para morirse de pena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para sacarla del poder de sus tíos, cometer grandes pecados, y exponer uno su alma a las horribles penas del infierno, para ver desvanecida como el humo aquella esperanza encantadora, aquella soñada dicha y suprema felicidad!... ¿Será castigo de Dios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas lo que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir a Dios que me perdone, o que me devuelva a Inés, aunque no me perdone? ¿Crees tú que concurriendo a la bóveda de San Ginés con gran constancia y devoción, podré alcanzar de Dios alguna misericordia? ¡Ay! Si las lágrimas que he derramado hubiesen caído todas en el corazón de ese infame Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo el efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo, y devuelvas a Inés su libertad, así como a mí la paz del alma que he perdido quizás para siempre.

Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de compadecerle por los tormentos de su alma tan apasionada como inocente. No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche, siempre sobre el mismo tema y con iguales demostraciones dolorosas. Al fin, su voz se perdió para mí en el vacío de un silencio profundo, porque me quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad a la fatiga y flaqueza de ánimo que me consumían aún.

III

A la m