Equilibrio (La Divinidad , Libro Uno) - M.R. Forbes - E-Book

Equilibrio (La Divinidad , Libro Uno) E-Book

M.R. Forbes

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Beschreibung

Equilibrio (La Divinidad , Libro Uno)

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Equilibrio (La Divinidad , libro uno)

M.R. Forbes

––––––––

Traducido por Aliz Ayala 

“Equilibrio (La Divinidad , libro uno)”

Escrito por M.R. Forbes

Copyright © 2015 M.R. Forbes

Todos los derechos reservados

Distribuido por Babelcube, Inc.

www.babelcube.com

Traducido por Aliz Ayala

Diseño de portada © 2015 M.R. Forbes

“Babelcube Books” y “Babelcube” son marcas registradas de Babelcube Inc.

Equilibrio

La Divinidad, Libro Uno

Por M.R. Forbes

Publicado por Quirky Algorithms

Copyright 2013 M.R. Forbes

Todos los derechos reservados.

Tabla de Contenidos

Página de Titulo

Página de Copyright

Página de Copyright

Equilibrio (La Divinidad , Libro Uno)

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUATRO

CAPITULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE

CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPITULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIUNO

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTITRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTISÉIS

CAPÍTULO VEINTISIETE

CAPÍTULO VEINTIOCHO

CAPÍTULO VEINTINUEVE

CAPÍTULO TREINTA

¡Gracias!

Sobre el autor

Sobre la cubierta

Para Mi Ángel,

Por siempre creer en mí.

Gracias.

CAPÍTULO UNO

Había algo sobre su manera de moverse, la gracia felina de su cuerpo, la suavidad de sus pasos.  La manera en que sus brazos se balanceaban lánguidamente hacia atrás mientras ella se paseaba frente a mí.  Tenía el cabello negro y caía en sus caderas creando una sedosa cascada, ojos azules, piel aceitunada, llevaba un par de mallas, un suéter rojo ajustado y un no sé qué, que la ponía primero en la lista de deseos navideños con la etiqueta “fuera de tu alcance”. ¡Para rematar, estaba en un museo! ¡Sola!  Sí, me le quedé mirando fijamente.  Pero no se dio cuenta.

Era mi segunda semana trabajando en el Museo de Historia Natural, mi primer trabajo después de salir de la cárcel.  Era una larga historia, pero en resumen tenía que ver con un cerebrito computacional demasiado sociable y tarjetas de crédito ajenas. Había tenido suerte de encontrar un trabajo tan fácil. Normalmente el museo no contrataba ex convictos pero había recibido una exposición de antiquísimas reliquias católicas que estaba por primera vez fuera del Vaticano y únicamente por tiempo limitado, obligándolos a aumentar el personal.  La naturaleza de mi crimen no había sido violenta ni física de ninguna manera o forma, por lo que decidieron obviarlo. Mi trabajo era simple, estar alrededor y asegurarme de que nadie intentara nada extraño cerca de los artefactos.

Hoy, estaba resguardando las copas. Perdón, cálices.  Había uno en particular, uno simple hecho de madera que estaba al fondo de la exposición en un pedestal rodeado por un cordón, con tres metros de distancia, vidrio templado a prueba de balas y vigilado por todo tipo de tecnología que se pudieran imaginar. Decían que era la copa en la que Jesús bebió durante La Última Cena, el Santo Grial.  Parecía que provenía de “Indiana Jones y la última cruzada”. George Lucas no estaba lejos de la realidad. 

Hasta ahora, el trabajo había sido tan aburrido como creí que sería. Todos los días desde las nueve hasta las doce y desde la una hasta cerrar me paraba en la entrada de la sala de exposición, miraba a las personas entrar y salir y ocasionalmente vagaba por los pasillos para asegurarme de que nadie manchara las puertas de vidrio con los dedos. Mis mayores adversarios en esta nueva carrera eran los niños. A ellos les gusta tocar cosas.

Me percaté de un ofensor particularmente ambicioso por el rabillo del ojo y me vi forzado a dejar de mirar a la chica, quien estaba acercándose al cáliz de madera al final de la sala. Ella parecía muy interesada en él. Demasiado sensual.

Molesto por la interrupción a mi acoso, caminé hacia donde estaba parado el niño, con sus manos y rostro presionados contra el vidrio. Miré el letrero de reojo, Cáliz de diamantes, 771 DC. Decía algo más, pero no necesitaba leerlo, lo había leído más de cien veces. Era una elegante pieza de arte que había sido ofrecida al Papa por Carlomagno. Era un favorito habitual de las mujeres e incluso aún más de los niños. Mi suposición era que un rincón subdesarrollado de su mente había tomado el control diciendo "guau cómo brilla".

«Perdone jovencito», le dije, hincándome hasta tener mi rostro al nivel del suyo. «El reglamento dice claramente que no debe tocar el vidrio».

Me miró y yo apunté con mi dedo al letrero de "NO TOCAR". Él se rio y corrió hacia su madre, quien había continuado sin importarle la ubicación de su progénito. Lo vi marcharse, serpenteando por la fila de adultos hasta llegar a ella y tomarla de la mano fuertemente. Ella lo miró y él apuntó hacia donde estaba yo, aún hincado. Ella me lanzó una mirada de Medusa y jaló al pequeño soplón hacia adelante. ¿Qué les pasaba a los padres en estos días? Dios no quiera que sus hijos sigan las reglas. Un momento... ¿yo acabo de decir eso?

Estaba pensando sobre el proceso del crecimiento humano y el extraño fenómeno que ocurre cuando por alguna razón, comenzamos a convertirnos en nuestros padres, cuando de pronto, un murmullo colectivo captó mi atención. Me puse de pie y busqué el origen. ¡Maldita sea!

¡La lindura del cabello negro estaba dentro del área acordonada! Debo reconocer que no suena impresionante, pero es una infracción grave en el manual del guardia de museo. Al menos me daría una excusa para hablar con ella. Comencé a abrirme el paso a través de la muchedumbre, mientras la gente se quejaba pues ella estaba obstruyendo la vista.

«Perdón señorita», le dije a su espalda.

Ella había llegado al vidrio templado a prueba de balas y estaba ahí parada en una pose de lo más reflexiva, su mano izquierda en su mentón y la derecha golpeteando su cadera. Ella me ignoró, lo cual se podía esperar de alguien como ella. Tomé la radio y pedí refuerzos. No tenía la autoridad para moverla. Sólo los guardias con antigüedad podían hacer eso.

«Oye Jimmy», dije. «Hay una situación aquí en la exposición de los cálices. Hay una chica que cree que tiene derechos exclusivos de visibilidad a la copa de la Última Cena». Hubo un corto silencio antes de la respuesta.

«Cáliz, Landon. Es un cáliz. Enseguida voy». Sonaba como si lo hubiera despertado. Probablemente así fue.

Entré al área acordonada y me le acerqué a la chica. Ella seguía inmóvil. «Señorita, ¿se encuentra bien?» pregunté

Es mejor hacerse el sensible. Ella no reaccionó al sonido de mi voz. No esperaba mucha atención de alguien como ella, pero ¿tratarme como si no estuviera ahí? Era demasiado. Miré rápidamente a la entrada. Sólo debía tomarle un minuto a Jimmy venir desde la oficina. Cuando miré de nuevo a la chica, ella estaba cortando el vidrio con la punta de su dedo.

«Ah...». Sentí como si mi mente perdiera el equilibrio, se tropezara y enviara el resto de mi cuerpo en una sobrecarga nerviosa. Confusión. Tomé la radio nuevamente.

«Jimmy, donde diablos estás», grité y mi voz sonó aguda.  La miré nuevamente. La punta de su dedo ahora se veía más como una garra, realmente estaba cortando el vidrio, el vidrio templado a prueba de balas. La alarma empezó a sonar.

Jimmy finalmente había llegado a la sala de exposición, estaba casi sin aliento cuando se me acercó. Viejo... sí. Sobrepeso... sí. ¿En forma?... para nada. Él era un guardia de museo tipo estándar.

«Guau Landon», dijo. «No me dijiste que era hermosa». Alzó su brazo y puso su mano en el hombro de la chica. «Lo siento señorita pero tiene que estar detrás del cordón».

Hubo un manchón rojo y enseguida vi a Jimmy en el suelo sin una de sus extremidades. El caos invadió el museo.

La multitud que se había reunido para ver el espectáculo comenzó a gritar. Yo empecé a gritar y caminar hacia atrás cuando la chica se volteó hacia mí. Tenía los ojos amarillos y sus dientes eran elongados como colmillos. Parecía haber salido directamente de una edición de Fangoria. Ella gruñó, hizo añicos el resto del vidrio templado a prueba de balas con su puño, tomó el Grial y corrió hacia los espectadores, todo en un lapso de tres segundos.

Aun caminaba hacia atrás, cuando mis piernas llegaron al cordón y me caí de espaldas. La última cosa que vi fue a la chica demonio dejando caer un paquete que se veía demasiado familiar a los de numerosas películas de acción. Hubo un fuerte estallido y mucho calor. Mientras sentía que la vida se me escapaba, pude oír los gritos y oler la carne quemada. No fui el único que murió ese día.

CAPÍTULO DOS

Cuando recuperé la conciencia, si se le puede llamar así, tenía el rostro literalmente enterrado en la arena. Mi cabeza retumbaba y mi corazón latía a mil por hora. ¿No se suponía que estaba muerto? Recordaba claramente la luz blanca, el desvanecer de mis sentidos y una envolvente sensación de libertad.

Levanté la cabeza y mire alrededor a través de la arena que estaba atorada en mis pestañas. Estaba recostado en una playa, con un par de shorts para surfear. Estaba solo. Si esto era el Cielo, iba a ser una solitaria eternidad.

Quién era ella, me pregunté, olvidando mi predicamento por un momento. La chica me había matado, pero yo seguía pensando en ella. ¿Eso me convertía en un loco? Me puse de pie y comencé a sacudirme los tenaces granos de arena, entonces tomé una bocanada de aire y traté de pensar. Muy bien, acababa de morir en una explosión y estaba parado en una playa completamente solo y por alguna razón no tenía  miedo. De hecho, además del dolor de cabeza, me sentía bastante bien.

«Landon Hamilton». La voz sonaba madura, profunda y suave como el jazz. Me puso los pelos de punta. Me di vuelta.

El hombre había aparecido de la nada. Era unos quince centímetros más bajo que yo, de mediana edad, delgado pero musculoso y calvo. Tenía barba de candado, corta y blanca, y ojos azul pálido. Llevaba un traje negro hecho a la medida.

«¿Eres Dios?» le pregunté.

Me dio una sonrisa como diciendo eres un idiota. «Afortunadamente, no. Puedes llamarme Señor Ross. Soy el Recolector».

Vaya. «¿Estoy muerto cierto?» pregunté.

Él asintió.

«¿Una playa?»

«Mira a tu alrededor hijo», dijo. «Tierra, agua, aire, fuego, la sensación de la arena entre tus pies, refrescarte en el agua del calor del sol. El fresco aire salado del mar... ¿En dónde más se conjuga la humanidad con los más básicos elementos naturales?»

Tenía sentido, como cuando nada tiene sentido, así. «Muy bien. Entonces, estoy seguro de que este no es el Infierno, a menos que me estés confundiendo para que piense que este no es el Infierno y en realidad resulta que sí lo es. Si este es el Paraíso, no sé... no se lo tome personal, pero es una decepción».

El Señor Ross suspiró. «Puede que no seas mucho, pero eres lo único que tenemos así que será mejor que lo intentemos. Ahora, por favor trata de dejar de hacerte ver como un tonto. Vamos».

Él comenzó a caminar. Lo seguí.

«Espere un segundo. ¿A dónde vamos?» No contestó. «¡Señor Ross!», nada.

¿Qué esperaba? Hacía dos minutos había visto a una hermosa mujer convertirse en un tipo de monstruo frente a mis ojos, justo antes de que me volara en pedazos. Estaba muerto, pero estaba parado en una playa con uno de los Blues Brothers. Me había dejado algo desorientado, confundido y mareado. Se me estaba dificultando calmarme, así que me estaba poniendo algo estúpido.

Estábamos caminando, pero no podía ver hacia dónde íbamos. Frente a nosotros había una enorme duna, sobre ella un horizonte azul y claro. Aun no había ni una otra alma alrededor y el Señor Ross no decía ni una palabra. Él lideraba el camino. Yo lo seguía. Hasta que sin razón aparente, se detuvo.

«Estará bien hijo», dijo. «Les ocurre a todos. Sólo permítelo».

«¿Qué ocurre?» le pregunté.

Entonces sucedió. La realidad. El aplastante peso de lo que realmente había ocurrido, la fría comprensión de que yo ya no era parte de la tierra de los vivientes. Que mi madre iba a escuchar pronto de la policía que su hijo había sido víctima de algún tipo de ataque terrorista, empleado descontento o un lunático. Que nunca me iba a casar, tener hijos, graduarme de la universidad o viajar a Europa. Cielo o Infierno, yo estaba fuera del juego.

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!

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