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Vernon Lee, seudónimo de la británica Violet Paget, nació en 1856 en Boulogne-sur-Mer (Francia), y murió en San Gervasio Bresciano (Italia) en 1935. En la literatura fue precoz y brillante desde época temprana, quedando su vida marcada por una educación cosmopolita y una gran curiosidad que se verían reflejadas en la calidad de sus ensayos y en las documentadísimas ambientaciones de sus obras de ficción. Los seis relatos que recoge este volumen son "Oke de Okehurst o un amante fantasma", "Amour Dure", "Esa maldita voz", "La leyenda de madame Krasinska", "Dionea" y "La virgen de los siete puñales" y se cuentan entre las obras mejor perfiladas de la autora, como lo prueban su vigente popularidad y su continua reedición desde que fueron publicados por primera vez.
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Seitenzahl: 566
Veröffentlichungsjahr: 2025
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VERNON LEE
Esa maldita vozy otros relatos fantasmagóricos
Edición de Juan Antonio Molina Foix
Traducción de Juan Antonio Molina Foix
CÁTEDRALETRAS UNIVERSALES
Para Hugo, que también canta,y es sagitario
[...] aber Gefahr ist, wächstDas Rettende auch1.
HörderlinPatmos (1802)
Debemos defender a los ídolos que creamos, para defendernos a nosotros mismos, para no desesperarnos.
Manuel Mujica LainezLos ídolos (1953)
1 «[...] donde hay peligro / crece lo que nos salva», trad. de Federico Gorbea, en Hölderlin, Poesía completa, Barcelona, Ediciones 29, 1957, pág. 395.
Retrato de Vernon Lee (1881).Óleo sobre lienzo de John Singer Sargent. Tate Gallery (Londres).
En su controvertida y erudita obra Sexual Personæ Camille Paglia afirma que Henry James es en realidad un escritor «tardorromántico decadentista», al que acusa de poseer una «imaginación fantásticamente perversa» a la par que reprueba sin ambages su farragosa prosa «sobrecargada de ornamentación helenística» y sus «grotescas metáforas [...] extrañamente misteriosas»2. No compartiendo necesariamente tal punto de vista, me parece sin embargo que tales epítetos, utilizados más bien como elogio que como reproche, podrían aplicarse perfectamente a Vernon Lee, una eminente e inclasificable escritora victoriana, que en cierta manera cabría designar como discípula del insigne literato estadounidense, aunque en el citado texto curiosa e inexplicablemente se libra del tremendo varapalo de la implacable feminista debido tal vez a su similar condición de militante.
Montague Summers, la máxima autoridad británica del siglo xix sobre novela gótica, brujería, vampirismo, hombres lobo y fantasmas, dijo de ella que «ni siquiera Le Fanu y M. R. James pueden superar el genio de esta señora»3. Y para el estadounidense Everett F. Bleiler, uno de los más reputados especialistas del género terrorífico en el siglo xx y posiblemente el más exigente y capacitado, la formidable y primorosa obra literaria de Vernon Lee, inteligente, irónicamente divertida, imaginativa y original, se merece bastante más que la atención pasajera que atrajo en su momento, y si no se la suele incluir entre los grandes escritores sobrenaturales de su época es probablemente porque su obra más bien esotérica, pese a su brevedad, es demasiado diversa para ser fácilmente descrita, pues «cubre una enorme variedad de temas sobrenaturales, desde la ficción psicológica con un estilo experimental hasta imitaciones de leyendas medievales, desde cuentos de horror basados en la tradición antigua hasta de humor amable»4.
Aunque sus cuentos de fantasmas no parecen ser lo suficientemente pavorosos para el gusto de la mayoría, destacan por su indudable maestría narrativa y el tenue toque perverso con el que elabora la minuciosamente documentada ambientación histórica y artística de los mismos. Precisamente estos cuentos la han convertido en una de las más conspicuas representantes del género sobrenatural, y han sido los que le han permitido pasar a la posteridad, mientras que la abultada obra ensayística sobre estética y sobre el arte y la cultura italianos, así como los libros de viajes y sobre pacifismo y feminismo de esta escritora extraordinariamente prolífica y versátil hoy en día se consideran sobrepasados y han sido injustamente olvidados.
Aunque era de nacionalidad británica, Violet Page, que así se llamaba, nació accidentalmente en Francia, en el Château Saint-Léonard, cerca de Bologne-sur-Mer, el 14 de octubre de 1856 y no pisó Inglaterra hasta 1881. Hija de padres expatriados y nómadas, durante su infancia recorrió media Europa, sobre todo Alemania, Francia y Suiza, hasta instalarse en Italia, primero en Roma (donde estudió contrapunto y canto) y a partir de 1873 definitivamente en Florencia. Su itinerante y extravagante familia pertenecía a lo que puede llamarse intelectualidad cosmopolita, la cual se estableció en los centros culturales de Europa occidental durante el siglo xix. Su padre, Henry Ferguson Paget, polaco de origen francés que había dirigido una escuela para pajes imperiales de San Petersburgo, se vio implicado en la insurrección de Varsovia de 1848 y tuvo que huir a Francia donde conoció a Matilda Abadam, una galesa descendiente de la próspera familia jamaicana Adams asentada en Carmarthensire, que acababa de enviudar después de un matrimonio supuestamente de conveniencia (descrito por su hija como «deplorable») con el capitán James Lee-Hamilton.
Su padre fue una oscura figura, dominado por su esposa e interesado únicamente en la caza y la pesca, lo que sin duda influyó en el nomadismo de la familia. Violet nunca fue a colegios, fue educada en casa por su madre y su hermanastro Eugene Lee-Hamilton, once años mayor que ella. Además dispuso de numerosas institutrices francesas y alemanas: su preferida fue fraülein Marie Schülpach, con la que compartió una intimidad que nunca tuvo con su madre, y leyó a Goethe, Schiller y los hermanos Grimm, además de interpretar al piano a Bach y Mozart5. Mistress Paget, una intelectual temperamental y autoritaria que se declaraba descendiente de los reyes de Francia, tenía una actitud bastante esotérica con respecto a la educación. Por ejemplo, pensaba que la geometría se enseñaba mejor de boca en boca en paseos diarios sin referencia alguna a diagramas. Pero inculcó en su hija que la gramática era fundamental para escribir bien y le enseñó buenas maneras, buen gusto literario y su desmedido interés por el lenguaje arcaico. Según Maurice Baring, Vernon Lee hablaba francés como una francesa del siglo xvii y su inglés estaba lleno de arcaísmos gramaticales y de vocabulario6. Según ella, su familia era «profundamente neuropática e histérica. Mis primeros años fueron calculados de manera admirable, de forma que alternasen la indisciplina y el terrorismo, el trabajo excesivo y una soledad absoluta»7.
Cuando tenía dieciséis años, su hermanastro Eugene, que no había logrado graduarse en Oxford y había padecido serios percances en su malograda carrera diplomática, cayó enfermo y durante varios años ella se convirtió en su lectora y amanuense. A pesar de vivir postrado como un inválido en Florencia desde 1875 a 1896, más adelante llegaría a publicar cuatro volúmenes de poemas y dos novelas. Mistress Paget no solo incitó a su hija a seguir un independiente y riguroso programa de estudios humanísticos, sino que le inculcó ambiciones literarias, y desde muy niña empezó a escribir, llegando a hacerlo en cuatro idiomas diferentes: inglés, francés, italiano y alemán. Pronto decidió dedicarse a la escritura con toda su energía, adoptando para ello el lema: «Labora et noli contristari»8, aunque A. J. Symonds le recomendó que a la hora de escribir tuviera presente la norma del compositor florentino Antonio Sacchini: «Chiarezza, bellezza, buona modulazione»9.
Violet Page de niña.
Su primer relato, «Biographie d’une monnaie», inspirado en su colección de monedas romanas con la efigie del emperador Adriano, lo escribió en francés a los trece años y apareció por entregas en 1870 en un periódico suizo (retitulado «Les aventures d’une pièce de monnaie» con gran disgusto de la autora). El rechazo de otro relato «Capo Serpente: A Legend of the Roman Campagna»10 no la desanimó. En años sucesivos publicó tres artículos en italiano sobre novelistas inglesas11 en La rivista europea. El definitivo lanzamiento de su carrera literaria se produjo en febrero de 1877 cuando apareció el artículo «Tuscan Peasant Plays» en la influyente revista Fraser’s Magazine. Fue entonces cuando, siguiendo la entonces práctica habitual de que las escritoras firmaran con seudónimos varoniles o ambiguos, adoptó el nom de plume de Vernon Lee12. En principio iba a ser H. P. Vernon Lee, pero debido probablemente al paulatino distanciamiento de su padre, cuya tendencia a trasplantar la familia de vez en cuando era sintomático de su congénita impaciencia, lo acortó, conservando el apellido de su hermanastro con el que compartía el desarrollo de su talento literario bajo la férula de su despótica madre. Una vez elegido el seudónimo lo utilizó lo más posible tanto en su vida privada como en sus contactos con las editoriales.
Violet Page adolescente.
Entre los doce y los diecisiete años Violet se había educado en Roma y había asimilado la historia y la cultura italianas, sobre todo del siglo xviii, que tanto entusiasmaban a su madre, a quien le encantaba rodearse de reliquias y tesoros artísticos de aquella época. A ello contribuyó también el fecundo intercambio que entonces se estaba produciendo entre las culturas de ambos países, que pueden ejemplificarse en el ensayo de Algernon Charles Swinburne Notes on Designs of the Old Masters at Florence (1868), los Studies in the History of the Renaissance (1873) de Walter Pater, la recuperación de las formas métricas populares de Italia que llevó a cabo A. Mary F. Robinson en An Italian Garden (1886) o los estudios históricos de John Addington Symonds, así como su traducción al inglés de la autobiografía de Benvenuto Cellini. La joven se convertiría muy pronto en una experta en la materia y en 1880, entre clase y clase de clavicordio (era una entusiasta melómana), publicó su primera y aclamada monografía Studies of the Eighteenth Century in Italy, dos años después de la aparición de la primera antología de Poems and Transcripts de su hermanastro. «Solo la intuición adivinadora —cuenta Mario Praz13— puede explicar cómo a los veinticuatro años y con una preparación erudita muy modesta pudo escribir una interpretación fundamental del espíritu de nuestro siglo xviii».
En las dos décadas que siguieron a sus primeras publicaciones la joven y errabunda escritora pasó la mayor parte del tiempo con su familia dondequiera que esta viviera, aunque todos los veranos iba a Inglaterra para hablar con sus editores y mantenerse en contacto con la vida literaria de Londres. Pero en 1889 sus padres alquilaron la villa Il Palmerino, una típica granja toscana con varios edificios, situada en las áridas colinas marrones salpicadas de cipreses de Maiano, en las afueras de Florencia, y Violet se enamoró de ella hasta el punto de que la compró en 1906 y vivió allí hasta su muerte en 1935. Se trataba además de un lugar cargado de historia del que Boccaccio apreciaba su frescor, sus viñas y sus plantaciones de olivos: muy cerca, en Montececeri, Leonardo da Vinci había experimentado sus máquinas voladoras a comienzos de 1500 y en Settignano pasó gran parte de su infancia Miguel Ángel en una familia de picapedreros de la cercana cantera de mármol para ser criado por una nodriza.
Al igual que su vecino, el crítico de arte estadounidense Bernard Berenson, Vernon Lee convirtió aquel lugar en su refugio y reposo del espíritu, su torre de marfil, su paradisíaco jardín recoleto o privado, «el ámbito en el que —en palabras de Juan Eduardo Cirlot14— la naturaleza aparece sometida, ordenada, seleccionada, cercada», inspirándose en la morada de «Mario el epicúreo» en Luna15, en la que «la rusticidad no exenta de gracia que predominaba en el jardín y la granja hacía que resultara singularmente agradable la vivienda, en cuyo interior reinaban un orden y una dulzura todavía más escrupulosos». El jardín se fusionaba con la campiña, ya que
la vida campesina en Italia, que incluye el cultivo del olivo y la viña, tenía su gracia propia y podía contribuir a producir una dignidad ideal de carácter semejante a la de la naturaleza misma de esta privilegiada región. La vulgaridad parecía imposible16.
Por primera vez disponía de un hogar propio que calmara la impaciencia y la rabia provocadas por su carácter violento, y atenuara esa especie de desamparo inherente a ella que la aislaba de la gente. También le permitió desarrollar su proverbial ascetismo, no solo por puro motivo estético, de exquisitez decadente, de exaltación de un silencio más musical que la música misma, de una página en blanco más copiosa en sueños que la página escrita, sino más bien por un móvil ético, de estoicismo calvinista reavivado en contacto con las corrientes socialistas de finales de siglo. Pese a su talante despectivo e hipercrítico, por fin pudo dar rienda suelta a su intelectualismo cosmopolita y desplegar su brillante y ágil conversación, tan mordaz como elocuente.
Solo disponía de dos fieles servidores, una pareja de campesinos toscanos, que servían el té en vajilla de mayólica amarilla, con la jarra de leche, la mantequilla y la mermelada cubiertas de hules, y siempre atendía a sus visitas irreprensiblemente vestida como para un recibimiento. Por aquella singular casa, considerada un auténtico salon, muy influyente en los círculos artísticos y literarios de Florencia, desfilaron multitud de personajes famosos, como Walter Pater, Robert Browning, Edmund Gosse, H. G. Wells, George Bernard Shaw, Oscar Wilde, Henry James, Edith Wharton, Aldous Huxley, John Singer Sargent, Mario Praz...
Los que la conocían casi nunca reaccionaban con neutralidad ante ella. Lytton Strachey, que a veces la encontraba un poco pesada, le concedió a la aristócrata mecenas de Bloomsbury lady Ottoline Morrell la siguiente rima:
Tastes differ, some like coffee, some like tea;
And some are never bored with Vernon Lee17.
Vernon Lee (ca. 1870).
Con todos polemizó sin desmayo y tuvo sus más y sus menos, pero con quien más congenió fue con Henry James, al que impresionaba su «increíble inteligencia [...] una de las mentes más brillantes que conozco», aunque la relación acabara por enquistarse cuando le disgustó verse caricaturizado como un tímido literato solterón de mediana edad, ensimismado y hostil con las mujeres escritoras, en el relato «Lady Tal», que ella incluyó en Vanitas: Polite Stories (1892)18. Se conocieron en 1884 y el comienzo fue auspicioso: «se toma un interés de lo más paternal por mí como novelista, dice que Miss Brown es un título muy bueno y que hará todo lo que pueda por promocionarlo»19. Su relación se basaba en un mutuo aprecio: «es muy amable, con esa curiosa mezcla de (me atrevería a decir) absoluta insinceridad social y personal, y extrema franqueza y ecuanimidad intelectual»20. Sin duda la admiraba y apreciaba su obra hasta el punto de utilizar la técnica de sus ghost-stories para The Turn of the Screw (1898). Pero con suma cautela. El día en el que su hermano William iba a conocerla, no pudo por menos que advertirle:
Espero que no te pongas en sus manos [...] Es tan peligrosa y extraña como inteligente, lo cual equivale a decir muchísimo. El vigor y la envergadura de su intelecto son de lo más infrecuente, y su conversación, absolutamente superior [...] En cualquier caso sé moderado en materia de amistad, ¡es una gata montesa!21.
Esta incómoda relación duró hasta su último encuentro, el 29 de julio de 1912, dos días antes de que el escritor sufriera un infarto mientras paseaba con Edith Wharton por Cliveden.
Para la comunidad de expatriados que residía en Fiesole, y que ella congregaba en Il Palmerino, Vernon Lee, con sus trajes sastre, su pelo a lo garçon y su «fealdad barroca»22 (labio inferior y dentadura protuberantes, nariz desagradecida) era una presencia formidable reconocida como una temible sacerdotisa de las artes.
Cuando hablaba, necesitaba una cantidad excepcional de espacio para moverse y una atención ilimitada por parte de su oyente [...]. Su personalidad única, esos ojos intensamente inquisitivos (aunque no penetrantes), almendrados y ligeramente oblicuos en el rostro pequeño pero alargado tipo Habsburgo, su lenta y extraña articulación de las sílabas de las palabras y el peculiar rango de su voz, imponían respeto y obligaban a prestar atención23.
El mal carácter que se le atribuía impidió que se le abrieran las puertas de los círculos literarios londinenses. «Soy dura y fría [...] Amar [a las personas] en la forma en que hablas, hasta el punto de estar dispuesta a hacer cualquier cosa por ellas me resulta intolerable [...] Puedo prescindir de la gente. Me siento más cómoda sin ellos»24. No obstante, aunque en su ensayo «In Praise of Silence» alaba a «aquellas personas que hablan poco, o (lo que es todavía mejor) parecen hablar poco»25, su elocuencia era convincente e irresistible, «capaz de encantar hasta el final»26, debido a «una combinación extraordinaria de aptitudes heredadas, la “embestida” de su abuelo materno, Edward Hamlin Adams, propietario de esclavos, y un trato amable igualmente acusado heredado de los antepasados franceses de su padre»27. Su verbosidad argumentativa, que a veces fue comparada, y no siempre elogiosamente, a la de una locomotora en marcha, animaba su conversación con mordaz y gutural deliberación. «Era una improvisadora magnífica, una impresionista que convertía sus impresiones en teorías elaboradas y luego las bordaba»28.
Percy Lubbock recuerda sus poderes de sibila para evocar y conjurar el genius loci en sus visiones de personas y lugares lejanos, y expresar los oráculos de los dioses a los mortales que buscan su consejo, como una vestal «alta (sic) y angulosa, con su cuello rígido y su abrigo pardo, concentrada en la meditación, absorta y despreocupada, su rostro ceñudo esforzándose en ahondar su pensamiento»29. Era también como una esfinge por su extrema modestia y por la forma en que borraba sus propias huellas, aprovechando su posición liminal y su identidad fronteriza, su «intermediación»: la desarraigada cosmopolita nacida en Francia que no era ni totalmente inglesa ni italiana, ni tampoco alemana. Aunque no era especialista en ninguna rama del arte, la historia o la literatura, la artista que había en ella, siempre seleccionando, rechazando, comparando y atesorando, era lo que más apreciaban sus contertulios, si bien la mayoría de ellos desconfiaban bastante de su incisiva mente, de lo cual ella se daba cuenta y lo lamentaba.
Villa Il Palmerino. Fotografía de Sailko, alojada en Wikimedia Commons bajo licencia Creative Commons Attribution 3.0 Unported; términos disponibles en:
<https://creativecommons.org/licenses/by/3.0/deed.en> (últ. consulta: 19-12-2024).
Edith Wharton, que sin duda la admiraba, apenas sabía cómo tratarla. A su vez Vernon Lee se sentía igualmente intimidada por su amiga: «es una de esas naturalezas terriblemente fuertes y autosuficientes que me intimida y me hace callar»30. Uno de los más asiduos asistentes a las reuniones en Il Palmerino fue John Singer Sargent (nacido en Florencia el mismo año que ella), posiblemente el más antiguo y fiel de sus amigos. Se conocían desde la infancia. Ambas familias vivieron en Niza desde 1862. Violet, John y su hermana Emily formaron un trío inseparable. Culto, cosmopolita y políglota, era experto en arte, literatura y música, y se convirtió en el retratista más internacional de su generación cuya clientela formaba parte de los más influyentes y aristocráticos círculos de su tiempo. Su amistad se mantuvo hasta el final de sus vidas, reforzada por amigos comunes y basada en el mutuo aprecio y entendimiento. Aunque ella era muy severa como crítica de arte, siempre defendió la deslumbrante técnica pictórica de Sargent. Él le correspondió pintando en 1881 su retrato —vestida de negro con gafas y el pelo corto, y los labios entreabiertos como a punto de decir algo—, que hoy en día se exhibe en el Ashmolean Museum de Oxford. El cuadro se expuso en la Societé Internationale de Peintres et Sculpteurs obteniendo una reseña muy favorable en la Gazette des Beaux-Arts, y Sargent le escribió a Vernon Lee el 10 de febrero de 1883 desde Niza que «había consternado a mucha gente». Años más tarde pintaría los famosos retratos de Stevenson (1885) y de Henry James (1913).
Otro asistente fijo a las sibilinas tertulias florentinas era el encorvado y tímido Mario Praz (1896-1982), il professore italiano, ensayista, crítico literario, teórico del arte y experto anticuario, que en los años veinte había enseñado su idioma en universidades británicas, y que más tarde escribió mucho sobre esteticismo y tradujo Imaginary Portraits (1944), The Renaissance (1946) y Marius the Epicurean (1970). Compartía con Vernon Lee la influencia de William Pater y la tendencia a coquetear con lo sobrenatural además de una pronunciada sensibilidad decadente, así como la afición a viajar31. La amistad comenzó en la primavera de 1920, un lluvioso y ventoso día de marzo en que el joven de veinticuatro años, que apenas hablaba inglés aunque era entusiasta lector de literatura inglesa, pasó en bicicleta por los alrededores de Il Palmerino y el poeta irlandés Herbert Trench le presentó a la cosmopolita escritora que entonces tenía sesenta y cuatro. Era una «vivaz señora mayor» que vestía
un traje sastre gris sobre el que destacaba la corbata de piqué blanco pespunteada con un camafeo; la chaqueta era de hombre. El rostro no tenía nada de suave: casi parecía estar pidiendo el complemento de la birreta de Erasmo o la peluca de Voltaire. El personaje representaba una época: la época de la emancipación de la mujer32.
A pesar de que, tras su máscara dialéctica e irónica, daba la impresión de tener poca paciencia con las estupideces de la gente, Lee se mostró bastante condescendiente con el joven diletante, y le dio valiosos consejos y cartas de presentación para su primer viaje a Inglaterra con el fin de estudiar el idioma, además de conseguirle una beca (de febrero a octubre de 1923) y el puesto de lector de Italiano en la Universidad de Liverpool (de 1924 a 1933), y facilitarle el acceso al London Mercury. A partir de entonces solo se vieron intermitentemente, aunque él nunca olvidaría a la miss italianizada pedaleando enérgicamente por los caminos de Roma y de la Campania, con sombrero de paja, tacones bajos y la corbata agitada por el viento. La última vez, en abril de 1933, dos años antes de la muerte de ella, la encontró
afligida por una sordera que casi la separaba del mundo [...] y debía ser terrible merma para ella, habituada al vivaz y cáustico intercambio de ideas y apasionada por la música. [...] Su rostro parecía todavía más oculto por un lánguido sombrero de fieltro, cuyo borde parecía abarquillado como un pabellón auditivo. La imagen habría sido casi grotesca, si la huraña expresión no le hubiese dado no sé qué intensidad trágica33.
Una vez que hubo logrado esconderse de todos, muy pocos pudieron captar la figura en retirada de la remilgada y sorda profetisa:
Es cierto que nunca puedo imaginar que lo que escribo sea leído, y menos leído por alguien en particular. Sé que todos mis escritos tienden cada vez más al soliloquio. [...] Hace que una se sienta un poco sola, como si fuera la voz que clama, no en el desierto, sino dentro de un armario34.
Individualista e intransigente, irreductible e intemperante, Vernon Lee escribió a lo largo de su vida y publicó más de cuarenta libros: estudios sobre estética, música, arte, arquitectura, psicología, literatura, feminismo y pacifismo, novelas, relatos, impresiones de viaje y piezas teatrales. En todo caso, fue una escritora que se adelantó a su tiempo. Su acerado espíritu crítico le permitió intuir lo que iba a venir. Mientras que la mayoría de las ghost-stories victorianas pueden parecer insípidas a un lector moderno, las suyas sobrecogen gracias a su rico y decadente lenguaje y sus sorprendentes e insólitas descripciones físicas.
El interés de Vernon Lee por la estética, su preocupación por el arte y la belleza, están muy presentes en estos relatos escritos entre 1881 y 1913, cuando la literatura fantástica estaba en pleno apogeo, y muestran una concepción muy poco convencional de lo sobrenatural y bastante diferente de lo que era entonces habitual en dicho género. El materialismo en que se basaba contrasta con la metafísica que utilizaba Arthur Machen para trasladar la realidad de la existencia física a un plano inmaterial, reservado, planteamiento similar, si bien más sofisticado científicamente, que también adoptaron Blackwood o Hodgson. Pues la realidad material de los «ghosts» de Lee era más bien mental y no tenía nada que ver con el enfoque físico, tridimensional y externo, con que los citados maestros del terror argumentaron la suya. Amalgamando lo fantástico con el aura del Renacimiento italiano, Lee creó una nueva fórmula disfuncional impregnada de imaginería satánica, atmósferas mórbidas y obsesivas ideas decadentes. Imbuidos de la calidez y el aroma embriagador de los idilios pastorales italianos, son relatos en los que dominan las sensaciones macabras y estremecedoras, sobre todo cuando el pasado se inmiscuye de pronto en la vida de los protagonistas.
Sus historias se fundamentan a menudo en las facultades sobrenaturales de los temas artísticos para producir un efecto increíble. En contradicción con la acusada preocupación por la forma que se advierte en los numerosos tratados sobre estética que escribió, sus ingeniosos y turbadores relatos espectrales, que combinan una cierta objetividad descriptiva con inusitados desbordamientos de su exaltada subjetividad emocional, son netamente informales, hipnóticos y metamórficos. Esta original concepción de los relatos suscitaba un problema formal, pero ella lo logró solventar taxativamente, proponiendo una explicación bastante imaginativa de la relación entre el arte y lo sobrenatural.
Esta tesis se basaba en su pleno convencimiento de que si el arte intenta explicitar lo sobrenatural de una manera u otra no tiene más remedio que eliminar precisamente esas cualidades que sobrepasan lo natural, de que lo sobrenatural solo puede retener su acendrado ascendiente sobre la imaginación si permanece indistinguible, ambiguo y paradójico. Un fantasma descrito físicamente pierde todo su encanto. Lo sobrenatural es necesariamente difuso, mientras que el arte es esencialmente claro: si lo impreciso se concreta deja de existir.
Para que lo sobrenatural suscite esas sensaciones terribles que a nuestros antepasados les parecían terribles y nosotros, su escéptica posteridad, encontramos igual de terribles aunque deliciosas, debe necesariamente —y salvo contadas excepciones— permanecer envuelto en el misterio35.
De ahí que en numerosas ocasiones inyecte en sus pasajes descriptivos el término «vago» o «impreciso». Así, por ejemplo, en Oke de Okehurst el lector se encuentra con «un vago olor a pétalos de rosa y especias», «una vaga depresión y enfado», «la misma imprecisa expresión de excentricidad», «algo vago, inquietante», «la vaga presencia [...] del arrogante poeta asesinado», «una vaga, permeable y continua sensación», etcétera. Incluso las columnas y cortinas de una cama se hacen «más imprecisas».
Vernon Lee en 1884.
En 1880, un año antes de publicar su primer relato «A Culture-Ghost: or, Winthrop’s Adventure», ya había explicado Vernon Lee en su rapsódico ensayo «Faustus and Helena» que la expresión artística y lo sobrenatural eran antitéticos.
Lo sobrenatural no es más que impresiones siempre renovadas, fantasías siempre cambiantes; y el arte es el encargado de precisarlas, de encarnarlas. [...] Cada encarnación artística de impresiones o fantasías implica el aislamiento de esas impresiones o fantasías, la selección, combinación y comparación de las mismas; es decir, disminución o, mejor dicho, destrucción de su fuerza inherente36.
La «fuerza inherente» de las «impresiones o fantasías» es su capacidad de llegar a ser diferentes, de transformarse en otra cosa. El arte interrumpe la libre interacción de este cambio y asigna una forma distinta a lo sobrenatural que por consiguiente lo limita.
Por tanto, la concepción de lo sobrenatural de Vernon Lee es psicológica o fenomenológica, y por lo general como consecuencia de una intensa respuesta emocional o imaginativa a una impresión estética. El origen de estos cuentos fantásticos hay que buscarlo, pues, en el desván encantado de la imaginación cuya imparable actividad mental despierta nuestros recuerdos e infunde en nuestras mentes todo tipo de asociaciones e ideas. Como ella misma señalaría más tarde en «Beauty and Ugliness», la experiencia de la belleza constituye la respuesta física a la contemplación de una obra de arte, que despierta nuestros recuerdos e infunde en nuestras mentes todo tipo de asociaciones e ideas. El arte tiene la facultad de conseguir que, al contemplar un cuadro o escuchar una música, un personaje se identifique y llegue a abstraerse y hasta ser poseído por él. Precisamente es eso lo que diferencia sus relatos, que son primorosamente vívidos y eso es lo que los hace inesperadamente modernos.
Un fantasma no era para ella una
vulgar aparición que vemos o escuchamos y leemos en los cuentos [...] es la habitación que lleva mucho tiempo cerrada de alguien que ha muerto hace mucho, el leve olor de flores marchitas, el frufrú de unas cortinas que llevan mucho tiempo sin correrse, el papel amarillo y las cintas descoloridas de unas cartas que hace mucho que no se han leído [...] es una vaga sensación que apenas podemos describir, algo agradable y terrible que invade por completo nuestra conciencia37.
En estos relatos los fantasmas no solo son producto de la imaginación, sino también sensaciones, y surgen en la mente de los personajes cuando estos se ven forzados a confrontar la alteridad del pasado premoderno. Por eso no puede hablarse propiamente de «genuinos fantasmas», que ella desestimaba con desdén38 lo mismo que era inflexible en su rechazo a la creencia en espectros que por aquel entonces volvía a estar de moda39, sino más bien de «fantasmas espurios» de los que la autora solo puede confirmar una cosa: «obsesionan a ciertos cerebros y han obsesionado, entre otros, al mío y a los de amigos míos»40. Más que metafísicos son psicológicos,
son cosas de la imaginación, nacidas allí, criadas allí, surgidas de los extraños montones confusos, en parte basura, en parte tesoro, que yacen en nuestra imaginación, montones de recuerdos, medio desvanecidos, de fragmentarias impresiones vívidas41.
Pero esas «cosas de la imaginación» no surgen espontáneamente del subconsciente, sino que actúan como intermediarios psíquicos entre el pasado y el presente.
El Pasado más o menos remoto, del que la distancia ha borrado limpiamente la prosa: ese es el lugar del que deben proceder nuestros fantasmas —afirma la escritora—. De hecho, nosotros mismos, gentes educadas de los tiempos modernos, vivimos en las fronteras del Pasado, en casas con vistas a los vergeles de los trovadores y a los patios porticados de los griegos; y una legión de fantasmas, muy imprecisos y cambiantes, van perpetuamente de un lado para otro, buscando y trayéndonos el Pasado al Presente42.
Estos fantasmas parecen llenar el vacío psicológico entre dos cosmovisiones radicalmente inconmensurables: la de nuestro mundo desencantado y posilustrado, y la de una antigüedad medieval que cree ciegamente en la realidad metafísica de la experiencia sobrenatural. Nos permiten darnos cuenta de lo que podría haber sido vivir en un mundo premoderno y no racionalizado.
Lo que afirma Julia Briggs en su historia de la ghost-story inglesa sobre los relatos incluidos en Hauntings puede extenderse al resto de la obra fantástica de Vernon Lee, en la que sin lugar a dudas se evidencia «la fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, la influencia que la belleza pasada, ya sea de un rostro o de una voz, puede tener, aun después de su propio declive»43. La fascinación es un tema recurrente en estos relatos, de igual forma que ella se sentía fascinada por la música del siglo xviii y sobre todo por su elección de la voz humana como instrumento de encantamiento, argumento que desarrolló brillantemente en A Wicked Voice, después de haber escrito en sus años mozos de forma prolífica sobre la música italiana.
«El más grande, mejor dicho, simplemente el gran cantante del último siglo ejerció una especie de magia que ni siquiera los más grandes intérpretes de los más perfectos instrumentos creados por el hombre nunca poseyeron»44. Uno de sus mayores deseos, comenta Peter Gunn, fue escuchar la voz de uno de los célebres cantantes de aquel siglo interpretando una de las piezas que habían perdido mayoritariamente el favor del público victoriano y que ella solo podía tocar en su piano45. Así evocó lo que eso significaba para ella:
En las páginas en las que los escritores de hoy en día hablan de Pacchierotti46 subyace, por decirlo así, una amortiguada, desmenuzada, plenitud de sentimiento, cuyos descoloridos fragmentos todavía retienen un perfume que llega totalmente a la imaginación; de suerte que casi tenemos la impresión de que debemos haber escuchado alguna vez, de un modo vago y claramente, esa dulce y fantástica voz, esas sutiles, patéticas, entonaciones47.
La aparente contradicción entre el estricto formalismo de sus trabajos sobre estética, el enfático antihistoricismo de su filosofía del arte y el impactante dramatismo de la experiencia histórica que muestran sus relatos de fantasmas, capaces de superar la infranqueable barrera entre «el antes y el después», tal vez pueda entenderse si se tiene en cuenta el voluntario desdoblamiento que implica el hecho de que ella nunca renunciara a su seudónimo masculino. Ella siempre se consideró una «criatura anfibia, ni carne ni pescado [...] algo parecido a un centauro»48, y estaba plenamente convencida de que hay algo «anfibio» en la forma en que se debe relacionar uno con el arte. En todos sus escritos echa abajo reiteradamente la idea del creador que controla el arte, o del espectador ilustrado por el arte. En su lugar establece una complicada relación que habilita a la vez al arte como artefacto histórico y real y al espectador/artista que es sensible al mismo. Cree en la existencia de una naturaleza «anfibia», el arte debe ser parte del artista en vez de ser «distinto». Esa interpretación del término «empatía», que introdujo en el ámbito anglófono al traducir la palabra alemana Einfilltling49, elimina en estos relatos de fantasmas la posición vicaria de objeto. Sus mujeres, bellas, frígidas e irresistibles, son complicadas amalgamas de pasado y presente, que insisten en vivir su vida autónoma, se resisten a la mera contemplación artística y tratan a los hombres ignominiosamente mal.
Vernon Lee en su estudio de Villa Il Palmerino (1902).Fotografía de Ernestine Fabbri.
En 1890 Vernon Lee publicó su primera colección de relatos fantásticos, Hauntings: Fantastic Stories, que Henry James calificó de «truculentos, elegantes y genialisch»50. El primero de ellos Oke of Okehurst, en puridad una nouvelle, había aparecido cuatro años antes como A Phantom Lover: A Fantastic Story. Es el texto más largo y quizás más complejo de la antología, probablemente el que mejor la define y por el que sobre todo se ha recordado a la escritora y todavía se la recuerda. Para Peter Gunn constituye «el mejor ejemplo del género fantástico»51.
Aunque S. T. Joshi no lo considera un relato sobrenatural52, es el único de los cuatro que relata expresamente la experiencia sobrenatural de una mujer además de ser de hecho el primero que Vernon Lee publicó y el que establece los temas que exploraría en los demás. Cuando apareció Hauntings, la Pall Mall Gazette publicó una reseña anónima del libro en la que censuraba que los relatos no se ajustaban al título ni respetaban las convenciones que definen al género y en ningún momento aparecía el «ansiado estremecimiento»53. Sin embargo, la autora refutaba en el prefacio todos esos argumentos subrayando su mero papel de raconteur y mencionando los orígenes orales de sus narraciones.
En concreto, en la dedicatoria de Oke of Okehurst al poeta ruso Buturlin, Vernon Lee recuerda haberle contado la historia «una tarde en Florencia, sentados en un escabel ante la chimenea», y que él la urgió «a que lo escribiera en seguida» y ella repuso que eso sería «exorcizarlo, disipar su encanto». Lo cual no impidió que finalmente lo escribiera y se lo mandara a William Blackwood, director de la Blackwood’s Edinburgh Magazine, que solía publicar ghost-stories. En una carta a su madre, la escritora mostró su sorpresa y alegría al encontrar «una asombrosa carta de Blackwood, ofreciéndome publicar Oke of Okehurst como una shilling dreadful [publicación sensacionalista barata], lo que por supuesto aceptaré»54. La publicación tuvo un éxito enorme55.
Entre el Romanticismo y la modernidad, el relato, que está contado por un narrador intradiegético poco fiable56, un pintor retratista (pictor sacrilegus) que parece modelado según John Singer Sargent, mezcla oscuros problemas conyugales con un ambiguo caso de posesión obsesiva57 y el poder de un fascinante retrato «pintado probablemente por algún italiano olvidado de principios del siglo xvii», todo ello en el fantasmagórico escenario de la más típica casa solariega inglesa,
con su enorme chimenea exquisitamente tallada en piedra gris y negra con incrustaciones, sus hileras de retratos de familia, que se extendían desde el zócalo hasta el techo de roble [...] la barandilla coronada de trecho en trecho con monstruos heráldicos, la pared cubierta con esculturas de roble de escudos de armas, follaje y pequeñas escenas mitológicas.
Una antigua mansión tan silenciosa como una tumba, que hace que el narrador se sienta «transportado al palacio de la Bella Durmiente».
A diferencia de los restantes relatos, así como de los de las sucesivas colecciones, Oke of Okehurst está localizado en Inglaterra58 y no en el continente. Cuatro años antes de su publicación, Vernon Lee había visitado en Sussex a sus amigos el matrimonio Calwell y al artista Arthur Lemmon y familia, y juntos recorrieron el ejido y las colinas hasta Coates Farm. Según Sally Blackburn-Daniels y Sophie Geoffroy59, el ejido de Coates, «barrido por el viento cubierto de brezo», proporcionó a la escritora «inspiración topográfica y nominativa» para Cotes Common, mientras la impresionante casa señorial de Godinton, en Kent, que había visitado en agosto de 1885 con su compañera sentimental Mary Robinson60, le sirvió de modelo para la casa solariega Okehurst, que a su vez pudo haberle inspirado a Daphne du Maurier la célebre Manderley de su novela Rebecca (1938). En septiembre de 1886, cinco meses después de que Blackwood aceptase su manuscrito, volvió a visitarla, esta vez sola, y le contó a su amiga que se sintió «del todo estremecida al ver otra vez Goddington [sic]» y que «estaba completamente segura de en qué parte de la casa está el salón amarillo»61.
El delicado trenzado de una minuciosa observación personal con una subjetiva experiencia sensorial mediante escrupulosas descripciones de lugares y de vestiduras crea un autorizado trasfondo para esta historia exquisitamente tramada, este estremecedor y novedoso relato de una apasionada y delirante obsesión que raya en la locura y deja espacio para todo tipo de interpretaciones, con el que Vernon Lee rompió decididamente con las convenciones de la ficción victoriana, anticipando sin duda las calculadas ambigüedades y sutilezas de los cuentos de fantasmas de Henry James, como «Sir Edmund Orme», «The Author of Beltraffio»62, o sobre todo The Turn of the Screw.
Con una anécdota ligera y sobria que acaba por desbordarse, la ambivalente folie à trois supuso todo un tour de force que da pie al más genuino cuento de miedo.
El 1 de enero de 1887 aparecía en el primer número de la Murray’s Magazine el segundo relato fantástico de Vernon Lee, «Amour Dure» (también conocido como «A Lasting Love»), que luego se incorporaría a Hauntings, no sin que antes estuviera a punto de publicarlo ese mismo año la revista francesa Revue des Deux Mondes como la autora le anunció alborozada a su madre63. En un principio se trataba de una novela sobre el Renacimiento italiano que iba a titularse Medea da Carpi. Pero cuando le envió el bosquejo a William Blackwood, el editor de A Phantom Lover puso objeciones a su propuesta mezcla de realidad y ficción, redujo el texto original y lo readaptó a la forma de relato espectral con que se dio a conocer64.
En «Amour Dure»65 Vernon Lee se sirve de la voz de un narrador intradiegético, un joven historiador polaco de veinticuatro años, que lleva un diario, novedoso recurso propio del siglo xix, como las cartas o la confesión, y que en el transcurso de sus investigaciones para escribir la historia de una ciudad italiana en los Apeninos se obsesiona con la historia de una despiadada femme fatale del siglo xvi que acaba por poseerlo. Su caída en espiral en esa deslumbrante alucinación visionaria acentúa cada vez más el dramático monólogo del protagonista, una especie de narración enmarcada que de manera paulatina se va desintegrando a pesar (o quizás debido a) sus desesperados intentos por controlarla.
El incontenible antojo por la antigüedad del narrador le hace sucumbir, como al Dr. Fausto, a materializar la reencarnación de su propia Helena de Troya, en este caso Medea da Carpi, un alucinante personaje de ficción de la estirpe de las bellas y perversas cortesanas del Renacimiento italiano, como Bianca Cappello o Lucrezia Borgia. Su entusiasmo y devoción por el pasado, encarnado en la bella Medea, es similar a la veneración de una diosa. Este joven atrapado por un desquiciante amor maldito parece creer que comprender el pasado ayuda a delimitar los problemas del presente y, como haciéndose eco de estas palabras de la propia Vernon Lee: «La maldad de épocas pasadas no debería afectarnos, salvo en la medida en que la comprensión de la misma puede enseñarnos a atenuar la maldad del presente»66, su irrefrenable objetivo consiste en rehabilitar a la femme fatale tan respetada por los decadentistas como fiel heredera de los mitos simbólicos de la antigüedad (Lilith, Gorgona, Lamia...), sin lugar a dudas para reforzar el vínculo entre la historia y la ficción. Lo que pretende hacer es deconstruir los hechos contados por los historiadores del Renacimiento para desmitificar a su heroína y hacer oír su voz, a través del alegato del narrador, que la describe como una mujer víctima de su belleza.
Además de las múltiples alusiones literarias, recurso favorito de los victorianos, el relato muestra una resuelta exigencia de autenticidad histórica y, compartiendo la ambivalencia de Walter Pater contra el historicismo, ridiculiza a los historiadores alemanes a los que califica de eruditos aburridos, pesados, prosaicos, monótonos y pedantes, y explora la relación entre el historiador y la historia que cuenta, entre el escritor y el texto resultante. La modernidad vanguardista de la escritura de Vernon Lee pone el acento en la elección del punto de vista narrativo, cuya importancia recalca en sus precisos estudios sobre ese tema67.
En la novela esta óptima cuestión constructiva es exactamente análoga a lo que ocurre en la pintura; y al describir la elección del punto de vista del pintor, también he descrito la elección más sutil del literato: la elección del punto de vista desde donde los personajes y la acción de una novela van a ser vistos68.
Su teoría del punto de vista se anticipó en doce años a la que se suele atribuir en exclusiva a Henry James y a los trabajos posteriores de Percy Lubbock (The Craft of Fiction, 1921) y de Wayne Booth (The Rhetoric of Fiction,1961). De destacar su interesante alternancia en el uso del presente y el pretérito. «Esta mujer es Medea», anota para presentar a su protagonista. A continuación cuenta su historia en pasado. Y cuando ve su retrato en un espejo, o al recibir más adelante la misteriosa misiva de ella, o en el equívoco desenlace, vuelve al presente. La flexibilidad en el cambio de punto de vista, propia del novelista sintético, que ella opone al analítico y pone como ejemplo máximo a Tólstoi, es lo que hace que sus personajes estén tan vivos: son ellos los que hablan y no el autor.
Por otra parte, las erráticas anotaciones del diario (entre el 20 de agosto y la Navidad de 1885), que el mismo narrador califica de «moderno vandalismo científico», vienen a ser en cierta manera un remedo del mito de Fausto y Helena que ella misma cuenta en su mencionado ensayo acerca de lo sobrenatural en el arte, y que la autora utiliza para desmontar el de Pigmalión y Galatea. En el relato acaba por ocurrir finalmente lo que ella dice sobre la Antigüedad:
para algunos ha sido una impura diosa Venus que seduce y corrompe al artista cristiano; para otros ha sido una esplendorosa Helena, una inaccesible perfección, perseguida incesantemente por el artífice medieval, pero solo conseguida como fantasma69.
Al igual que otros relatos de Vernon Lee, «Amour Dure» está lleno de visiones, evocaciones, sonidos, secretos, sensaciones (visuales, auditivas y táctiles) y emociones de otro tiempo y otro lugar. Su extrema sensualidad es la que lo hace verosímil, a pesar de su doble transgresión: de fronteras (entre la vida y la muerte) y de límites (el desfase temporal entre la Urbania de 1885 y el siglo xvi en el que vivió Medea). El arte de la escritora consigue proporcionar al lector los medios de acceder a su campo emocional, espejo de su propia experiencia.
La primera versión de «A Wicked Voice», tercer relato de Hauntings, se titulaba al principio «A Culture-Ghost: or, Winthrop’s Adventure» y la publicó en 1881 la Fraser’s Magazine inglesa y el Appleton’s Journal: a Magazine of General Literatureestadounidense, antes de aparecer en francés en 1887 en Les Lettres et les Arts como «La voix maudite». Sin embargo había sido escrita en 1874, cuando Vernon Lee tenía solo dieciocho años, y fue por tanto su primera incursión en el género fantástico.
Hubo que esperar hasta 1927 para que ella misma divulgara algunos detalles de su composición. En la Introducción a For Maurice: Five Unlikely Stories explica que la historia se basó en una experiencia que compartió con su amigo de la infancia John Singer Sargent. Cuando eran dos «zangolotinos románticos» de quince años, se quedaron fascinados ante el retrato de un personaje histórico, el castrato italiano Carol Boschi (1705-1782), más conocido como Farinelli, pintado por Corrado Giaquinto hacia 1750. El impresionante descubrimiento, «extraño, sobrecogedor, misterioso y curioso», tuvo lugar en la Accademia Filarmónica de Bolonia en el otoño de 1872 a la hora de cerrar. Algunos años más tarde Sargent expresó la esperanza de que su amiga «no desechara definitivamente la idea de escribir sobre un tema tan curioso». Sin embargo, como el pintor dio a entender, el relato resultante no permitió al protagonista «darse el gusto de analizar y calificar todas sus emociones como nosotros hicimos de una forma bastante jactanciosa, probablemente, cuando solíamos caminar temblando bajo los soportales de Bolonia», aunque le confesó a su autora que «había tratado muy bien la historia»70.
Su primer intento al representar ese «fantasma cultural», un término que más tarde le iba a parecer «absurdo», resultó poco satisfactorio. Esa primera versión la escribió «a altas horas de la noche, completamente sola en una casa de campo italiana en la que todos los criados hacía tiempo que se habían acostado, con las velas derritiéndose y los búhos ululando». Fue su
única experiencia espectral completa, con las manos heladas, el cabello húmedo y frío, el corazón latiendo con fuerza y sin atreverme a levantar los ojos del escritorio por miedo a los rincones oscuros [...] El primer borrador, al menos en cuanto a la estructura y el ambiente, trataba de cómo pasé una noche de tormenta en una villa abandonada y encontré, escuché (¡y me temo que tuve alguna conversación con ella!) la voz de un fantasma que pertenecía a Farinelli71.
Por extraño que parezca, en otra ocasión vio fugazmente a Gasparo Pacchierotti, «un vislumbre, por decirlo así, de su fantasma»: como recordó en Studies of the Eighteenth Century in Italy, mientras paseaba por Padua con unos amigos se toparon accidentalmente con la casa abandonada del cantante, y el jardinero les mostró su clavicordio y su retrato72.
El resultado fue un interesante experimento que resalta el obsesionante poder de la música para provocar horror, convertida en una especie de tortura tanto más extraña e inquietante cuanto que la inflige una irreconocible y enajenada versión de su propia voz. Una sutil mezcla del encanto y la admiración por el milagro de la voz humana con el terror y el misterio de los tiempos pasados y el transgresivo deseo de lo inaccesible con la pasión que solo pueden inspirar los objetos inalcanzables73. Además venía a ser una demostración de que la música podía eludir la clasificación de si es forma artística material o inmaterial, a la vez que permitía concatenar lo sobrenatural con el arte. Para la autora, la música difería de las demás artes porque revelaba, por muy peligrosa y perturbadora que sea la revelación, que cuerpo y mente no pueden separarse. En su último libro, publicado tres años antes de su muerte, Music and its Lovers: An Empirical Study of Emotional and Imaginative Responses to Music, que estudia los efectos emocionales de la música sobre los oyentes, establecía su primacía sobre las demás artes.
En septiembre de 1886 Vernon Lee escuchó cantar a su amiga Mary Wakefield en Venecia (en el Palazzo Barbaro) y eso la animó a reescribir «Winthrop’s Adventure», que no la satisfizo del todo, aunque se piensa que pudo inspirar a Henry James su novela inconclusa The Sense of the Past. «Lo rehice, quince años más tarde con autocrítica y una técnica más perfeccionada»74. Se convirtió en «A Wicked Voice» y se lo dedicó a su amiga «en recuerdo de la última canción». En su renovada estructura el relato transfiere el escenario de Lombardía a Venecia, el pintor Winthrop se transforma en el atormentado compositor noruego Magnus que, aun reconociendo que deplora el «execrable arte del canto», se empeña en terminar su ópera, y el cantante Ferdinando Rinaldi, deviene el castrato Ziffirino, cuya maldita voz es un verdadero «violín de carne y hueso, forjado con las sutiles herramientas y las arteras manos de Satanás», aunque nunca llega a ser descrito como tal. Su exuberante y melancólica aunque precisa prosa, llena de repeticiones, retruécanos y endiablados recovecos, se acerca más que nunca a lo que siempre tendría que ser el arte: un misterio insondable al que debemos enfrentarnos.
Vernon Lee en Il Palmerino (1914).
Aparecido en marzo de 1890 en la Fortnightly Review, «La leyenda de madame Krasińska» es el único cuento fantástico recogido posteriormente en la antología Vanitas: Polite Stories, publicada en Londres (Heinemann) en 1892, que incluye, entre otros, el mencionado relato «Lady Tal» en el que Henry James se vio retratado. Constituye una clara muestra de la nueva orientación que iba a tomar la ficción sobrenatural de Vernon Lee en los años siguientes, en especial «Dionea» y «The Virgin of the Seven Daggers», formulada con mayor firmeza en uno de sus ensayos más imaginativos sobre el Renacimiento italiano, «A Seeker of Pagan Perfection», publicado primero en 1891, reimpreso en Renaissance Fancies and Studies (1895) con el nuevo título de «A Seeker of Pagan Perfection, Being the Life of Domenico Neroni, Pictor Sacrilegus», y posteriormente incluido como relato en la colección The Snake Lady and Other Stories (Grove Press, 1954).
También aparece un caso de posesión en «La leyenda de madame Krasińska», pero en esta ocasión la protagonista es una frívola aristócrata estadounidense, una joven viuda adinerada, «de una belleza que llamaba la atención [...] una deslumbrante personificación de la alegría y la elegancia juvenil», que trasladada a Florencia dispuesta a divertirse, se ve sometida a un hado mucho más grotesco de lo que Henry James nunca estuvo dispuesto a describir. Su encuentro con uno de los más llamativos espectáculos de la ciudad: una «corpulenta anciana [...] un deplorable, arrastrado, sucio y maltrecho despojo humano» que recorría con dificultad las calles o se paraba delante de las tiendas, cambiará por completo su vida.
La ironía del relato es que Vernon Lee se permite el lujo de satirizar de manera traviesa aunque respetuosa los relatos hagiográficos de La leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine, la más extravagantemente imaginativa de todas las iniciativas con las que los cristianos piadosos aprovecharon el legado del folclore pagano. La necesidad de combinar el deleite estético por los clásicos artefactos paganos con un respeto ortodoxo por la moralidad cristiana fue una preocupación que pesó mucho en el ánimo de todos los críticos victorianos.
Esta especie de tentativa de forjar vínculos favorables con el pasado acaba por convertirse en una exageración de la filosofía de la historia que sostiene que la esencia de la comprensión histórica consiste en la habilidad para identificarse con sus protagonistas, para de ese modo poder apreciar la razón fundamental de sus acciones. Esta vez no es la belleza ni el amor, sino la conmiseración y la lástima lo que embarga de una forma inusitada a la protagonista en este cruel y astuto cuento, y le ofrece la posibilidad de una edificante expiación moral.
Los relatos fantásticos de Vernon Lee suelen exponer a sus protagonistas a la intolerable persuasión del sueño de un pasado cuyo atractivo consiste sobre todo en la promesa de un placer estético no modulado, pero que generalmente lleva consigo la muerte como justo castigo. Los fantasmas que evocan tales cantos de sirena acaban por ser nefastos. «Dionea» transporta al lector a un universo onírico, entre el paganismo helénico, el Romanticismo pintoresco y la decadencia finisecular. La modernidad de la escritura de su autora, su estilo poético, estructura el relato en una espiral hacia el abismo y ofrece múltiples interpretaciones del mismo, logrando mantener su ambigüedad a base de las estrategias propias del género para manipular al lector y dejarlo perplejo de manera deliberada.
La intriga se sitúa entre 1873 y 1887. La historia la cuenta un narrador homodiegético a través de su correspondencia con su benefactora, en un tono a veces francamente irónico, pero el lector está al tanto en todo momento de su poca fiabilidad, de sus omisiones narrativas, de su incapacidad para comprender o destapar lo que esconden las apariencias. De nuevo un fragmento del pasado italiano más antiguo se inmiscuye en el presente, de nuevo no podía faltar la tensión creada por el dualismo pagano-cristiano, y de nuevo se presta cuidadosa atención al modo en que se cuenta la historia y a la procedencia del narrador. Las posibilidades narrativas únicamente se sugieren, nunca se resuelven, aunque las explicaciones racionales del narrador para justificar la acción (o su ausencia) en ningún momento estorban el carácter fantasmal de la historia, más bien lo acentúan.
La estructura narrativa del relato debió desconcertar a su hermanastro Eugene, ya que ella le llegó a proporcionar una aclaración por carta. «Me interesa tu crítica de «Dionea», que incluso es demasiado favorable. [...] En cuanto a su opacidad narrativa [...] para ser desconcertante, tal historia requiere aparecer, reaparecer y desaparecer, con objeto de conseguir su carácter sobrenatural»75. Y compara su oscuridad y desconcierto con los de «La Vénus d’Ille» (1837)de Prosper Mérimée, que reconoce le sirvió de inspiración. Otra posible influencia sería el cuento «Denys l’Auxerrois», uno de los célebres relatos imaginarios que Walter Pater publicó en la Macmillan’s Magazine (incluido posteriormente en Imaginary Portraits, 1887) en el que moderniza el mito de Dioniso y lo sitúa en plena Edad Media, explotando el tema del exilio de los dioses que había planteado Heinrich Heine en Die Götter im Exil (1854), tan popular entre los escritores victorianos, y que la propia Vernon Lee utilizó como motivo central en varios escritos suyos como Euphorion.
En «Dionea» la diosa pagana «exiliada» es Afrodita o Venus, que aparece en el texto con ambas acepciones indistintamente, aunque la griega está más directamente vinculada con la auténtica protagonista, cuya identidad se ve fragmentada por el rechazo de la sociedad de que es víctima, mientras que la romana se relaciona más bien con las prácticas culturales (por ejemplo, el altarcito de mármol de su antiguo templo) y los numerosos símbolos del contexto, como la paloma, imagen de la espiritualidad y el poder de sublimación, el león, que impone brutalmente su fuerza y ejerce un dominio despótico, o la fabulosa y destructora Medusa, con sus cabellos convertidos en serpientes.
Como en otros relatos de su autora, lo inquietante comienza con el encuentro de un tema artístico, que aquí lo representa Dionea, una obra de arte viva, cambiante, que supone un desafío al que debe enfrentarse el escultor Waldemar que pretende esculpir una estatua que logre reflejar la «divinidad» y la «espiritualidad» de su cuerpo. Pero también lo es para Gertrude, la esposa del artista, de aspecto estatuario, la imagen fetichista de un ideal estético o tal vez la víctima propiciatoria del posible bárbaro ritual de su marido, que es un iniciado en el ocultismo.
En ocasiones el discurso del narrador parece tan remoto que ya no es compatible con su rol social, por ejemplo, entremezcla en el texto impresiones estéticas que detienen el flujo narrativo para introducir una pausa contemplativa en la que suele describir la perturbadora belleza de Dionea con un lenguaje excesivamente sensual. En «Studies in Literary Psychology» Vernon Lee explica tales «saltos» del pasado al presente en un momento de pasión y acción, y los compara con las «representaciones teatrales»76.
Como ha sugerido M. D. Surridge, se percibe una similitud tonal de este relato con «The Great God Pan» de Arthur Machen, escrito cuatro años más tarde, tanto en la forma en que sus autores se imaginan los poderes paganos de la fertilidad como en la protagonista femenina que parece jugar con las emociones de todos los que la rodean. Existe en ambos la misma compleja maraña de percepciones acerca de Grecia y de sus dioses. Afrodita y Pan en cada caso son figuras análogas, ambos son híbridos históricos, que poseen una mezcla de animal y de atributos culturales. Aunque los dos relatos utilizan similares temas decadentes, tanto su estética como su estructura narrativa difieren bastante. Dionea, como la Helen Vaughan de «The Great God Pan», es una huérfana de misterioso origen y ambas comparten la misma belleza atezada y de estilo italiano. Pero al contrario que Helen Vaughan, la identidad de Dionea permanece indefinida, nunca es revelada de forma explícita. Se trata más bien de un espíritu libre, una rebelde, y en ningún momento es demonizada ni perseguida. No es un fantasma, sino una entidad corpórea cuya figura humana camufla su divinidad. Posee la belleza diabólica y el poder de seducción de La Belle Dame sans merci, la fatal allumeuse, como la Matilda de Monk Lewis, la Salammbô de Flaubert, la Carmen de Mérimée o la Conchita de Pierre Louys.
Vernon Lee iba todos los años a Inglaterra en verano. En el otoño de 1888, antes de regresar a Italia, pasó unos días en Escocia con su reciente amiga, la artista y crítica de arte Clementina (Kit) Anstruther-Thomson (que había conocido ese verano), y en noviembre emprendió el regreso dando un rodeo por Tánger y el sur de España (Málaga, Granada y Cádiz) antes de recalar en Nápoles y visitar Pompeya a finales de enero de 1889. Fue la única vez que estuvo en nuestro país y aunque no le gustó lo que vio, sí le proporcionó la idea para un nuevo relato. Admiraba la literatura española, pero no conocía lo suficiente la lengua de Cervantes, aunque le escribió a su madre que la estaba estudiando77. Le chocaba la representación de las vírgenes como verdaderas muñecas con verdugados y le desagradaba el culto español a la muerte. Pero sobre todo le repelía el arte barroco español, que le parecía lúgubre, sanguinolento y morboso.
Hay crueldad en su tristeza y esa crueldad es obscena [...] Detesto los melancólicos y linfáticos Habsburgos de Velázquez, los piojosos y codiciosos mendigos de Murillo, los penitentes en blanco y negro de Ribera y Zurbarán, y sobre todo los alargados, extáticos y fervientes lelos del Greco78.
El 4 y el 7 de enero de 1889 visitó la Alhambra y al día siguiente escribió a su madre que «tenía una idea para un cuento de fantasmas más bien largo»79. Durante su estancia en Tánger, la había impresionado la vista desde un terrado del mar, la ciudad y las colinas circundantes y recordó la novela histórica de Flaubert Salambó. Al regresar a Italia, volvió a leer un libro que le había encantado en su infancia: la traducción de Arabian Nights’ Entertainments por Edward William Lane, ilustrado por William Harvey. Esa lectura y los recuerdos de la mujer de un marroquí que conoció en Tánger, vestida ampulosamente, y de una novia de «doce o trece años» que parecía «una milagrosa Madona»80, la impulsaron a escribir una «fantasía morisca del siglo xvii» ambientada en Granada.
En aquellas glaciales tardes de invierno cuando el ocaso tiñe de siniestro carmesí las cumbres nevadas de las montañas y el turbio torrente que corre bajo la Alhamba, tomó forma en mi mente lo que Baudelaire llamó un Ex-voto dans le goût espagnol81.
La historia la escribió en francés y apareció serializada en 1896 en el Feuilleton du Journal des Débats du Samedi con el título de «La Madone aux sept glaives». En inglés la publicó en dos partes The English Review en enero y febrero de 1909 y posteriormente se incluyó en For Maurice: Five Unlikely Stories.
Con un recargado lenguaje lleno de personajes excesivos y descripciones extravagantes, en este relato, que tiene algo del fingido tono de anticuario de las fabulosas «fantasías históricas» de William Beckford, Walter Pater, Richard Garnett o Marcel Schwob, Vernon Lee experimentó con dos teorías estéticas que había desarrollado en años recientes en relación con el arte, el paisaje y la arquitectura: la «facultad de asociación» y la «emoción histórica». La llamativa descripción de la «iglesia de sillares amarillos de Nuestra Señora de los Siete Puñales» que aparece al principio del relato evoca la «emoción histórica» que experimentó al visitar la catedral barroca de Málaga, no menos intensa que la que percibió cuando asistió en Granada a la ceremonia de la Liberación del dominio de los infieles en la capilla de los Reyes Católicos, sentada junto a su tumba, que le pareció «muy insignificante [...] comparada con una que vio en Italia, y no le gustó nada»82.
Son impresiones revestidas con un desmesurado estilo barroco y un caprichoso tono sarcástico que desembocan en una blasfema visión finisecular del mito de don Juan, ambientada en la Alhambra, una interpretación, llena de colorido español y de bravura un poco absurda, de una última aventura amorosa del legendario seductor. Este cuento «místico-fantástico» (en expresión de Sophie Geoffroy-Menoux haciéndose eco de Todorov), en el que se respira un aire de mágico ensueño, ofrece una visión mucho más sombría del más universal de los mitos literarios modernos, el apuesto y arrogante libertino español, en una personificación bastante alejada de la byroniana o mozartiana, convertido más bien en un siniestro calavera sin escrúpulos, uno de los peores bellacos que seduce mujeres, asesina rivales e incluso insulta a los muertos y se enorgullece de su perversidad, si bien es un fanático de la Virgen granadina que da título al relato, directo reflejo de los principios caballerescos del amor cortés a los que sorprendentemente se adhiere. Y a la vez utiliza el mito de la femme fatale de un modo completamente distinto al tradicional para ofrecer visiones alternativas del poder tanto destructivo como redentor de la mujer.
La sacrílega historia se alinea en muchos aspectos con el proyecto artístico del esteticismo decadente de fin de siècle en lo referente a su lenguaje recargado, su excesiva materialidad, su espiritualismo y su letalidad, y además de ridiculizar el machismo y el etnocentrismo de la cultura española, implica una irreverente crítica más que una celebración de la vanidad y superficialidad de su catolicismo y de la iconografía religiosa, una condena acérrima de su teatralidad, del falso y pomposo consuelo que promete, en la que no podía faltar la paródica representación de la Inquisición con su «grandiosa quema de herejes y relapsos» y la no menos grandiosa «corrida de toros del día siguiente». Todo ello en un tono festivo, pues en su «apología (si no disculpa)» a su «papista» amigo Maurice declara que, aun siendo agnóstica, «si tenía en alguna parte de su alma un altar secreto era el de Nuestra Señora», y le ofrece «une toute petite prière [...] en expiación de mi (¿seguramente venial?) impiedad»83.
Cuando al final de su vida Vernon Lee fue invitada a participar en el libro del científico británico J. B. S. Haldane Daedalus; or, Science and the Future, publicado en Inglaterra en 1924, cuyo texto se leyó en una conferencia ante la Heretics Society el 4 de febrero de 1923, su modesta contribución fue Proteus; or, The Future of Intelligence, en la que, con su acostumbrada agudeza advierte que
