Escondida - Y fueron felices... - Hacia ti - Shirley Jump - E-Book
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Escondida - Y fueron felices... - Hacia ti E-Book

Shirley Jump

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Beschreibung

EscondidaShirley JumpEl as del negocio inmobiliario Jake Lattimore entró en Harborside arrasando con todo y se rio en la cara de la oposición local. Pero Mariabella Santaro lo detuvo en seco. Para proteger a la comunidad que la había acogido y para mantener en secreto que era una princesa, Mariabella tendría que hacer que Jake se enamorara de aquel lugar. Porque en el calcetín de Navidad de Mariabella había una tiara de diamantes y un billete de avión para regresar a palacio. Y fueron felices…Fiona HarperEl corazón de Ellie Bond no había dejado de sufrir desde que perdió a su esposo y a su pequeña, pero había llegado el momento de seguir adelante. Por eso respondió al anuncio del famoso manager musical Mark Wilder, que necesitaba una asistenta. Mark era un hombre poderoso que podía hacer y deshacer carreras musicales a su antojo, pero fue su compasión la que volvió a despertar el interés de Ellie por la vida. Hacia tiAlly BlakeAl multimillonario Zachary Jones no se le había visto en el circuito social durante meses, y según los rumores había una buena razón para su repentina desaparición: acababa de convertirse en padre. ¿Tal vez Zach hubiera pedido ayuda a la chica de portada Meg Kelly, que también había desaparecido de las fiestas durante la última semana?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 455 - marzo 2019

 

© 2009 Shirley Kawa-Jump, Llc

Escondida

Título original: A Princess for Christmas

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2010 Fiona Harper

Y fueron felices...

Título original: Housekeeper’s Happy-Ever-After

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2010 Ally Blake

Hacia ti

Título original: Millionaire Dad’s SOS

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradaspropiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-921-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Escondida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Y fueron felices…

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Hacia ti

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA MUJER del cuadro le susurraba a Mariabella. Sus profundos ojos verdes, ligeramente ocultos bajo las gruesas pestañas, parecían encerrar un callado secreto. Un secreto que mantenía cerca de su corazón, y que quizá no había siquiera compartido con el hombre que sujetaba el pincel.

Mariabella estiró el brazo y trazó el aire alrededor de los ojos pintados de la mujer. Secretos. Aquella mujer tenía uno. Igual que Mariabella Romano.

–Te gusta el cuadro, ¿verdad?

Mariabella dio un respingo y salió de su ensoñación. Se giró hacia el sonido de la voz de Carmen. Más amiga que empleada, Carmen Edelman había trabajado para Mariabella desde que abrió la galería de arte Harborside en aquella pequeña ciudad de Massachusetts hacía casi un año. La estrafalaria graduada universitaria había entrado un día con los brazos llenos de cuadros, cada uno de ellos una joya. Desde entonces, Carmen había dado con hallazgos maravillosos, incluido el artista que había pintado el retrato de aquella misteriosa mujer, titulado sencillamente: Ella, la que sabe.

La ayudante de Mariabella, de veinticinco años, tenía un gran ojo para el trabajo de calidad, y había sido fundamental para ayudarla en la elección de cuadros para la cercana exposición navideña de la galería. La bohemia personalidad de Carmen le proporcionaba a la galería, y a Mariabella, algo inesperado cada día.

–Me encanta esta pieza –dijo Mariabella señalando el retrato de la mujer de cabello oscuro–. Tiene un aire de profundo misterio. Es mi pieza favorita de la colección.

–Parece tener buen karma, ¿verdad? –Carmen dio un paso atrás y se colocó un puño bajo la barbilla, haciendo tintinear las docenas de pulseras de plata y oro que llevaba–. Cada pincelada encierra un pensamiento profundo. ¿Qué crees que quiere decirnos?

–Probablemente que ella es la única que sabe, nadie más.

Carmen se giró y miró a Mariabella a los ojos. Su cabello corto y negro se movió con el gesto, y las gafas se le resbalaron por el puente de la nariz.

–¡Qué perceptiva! Ahora lo veo. El modo en que la mujer tiene la barbilla ligeramente inclinada, la forma en que le cae el pelo sobre los ojos, como si quisiera ocultar algo… aunque podría tratarse sencillamente de un mal corte de pelo. Y luego está la manera en que sube la mano para cubrirse la boca. Es como si tuviera…

–Secretos –terminó por ella Mariabella. Se arrepintió al instante de haber dicho aquella palabra, pero en realidad, ni Carmen ni nadie en la ciudad sabían nada respecto a la verdadera identidad de Mariabella Romano.

Que no se apellidaba en realidad Romano.

El dinero y los privilegios proporcionaban la oportunidad de comprarlo todo… incluidas una nueva identidad y una escapatoria temporal de una vida en la que Mariabella se ahogaba. Los labios escarlata de Carmen se abrieron en una gran sonrisa.

–Por eso me encanta trabajar para ti. Tienes mucha psicología para el arte. Posees un don.

Aquel cumplido auténtico inundó a Mariabella. Había llevado una vida rodeada de gente que le soltaba piropos como si fuera confeti durante un desfile, y sus palabras tenían el mismo vacío significado que el confeti. Mariabella se sentía vacía con aquellas palabras, y necesitaba algo más.

Así que hacía poco más de un año, dejó aquel mundo vacío y aislado, ocultando su nombre real y su herencia cultural para venir aquí, en busca de…

De realidad. De paz. De independencia.

Allí, en las palabras de Carmen, en su mirada y también en los amigos de las tiendas del paseo de Harborside, Mariabella tenía exactamente eso. Gente que la veía a ella, no su apellido.

–Hablando de dones, ¿cuándo vas a compartir los tuyos con el mundo?

–Las galerías no están pensadas para dar cabida al ego de sus dueños.

–Para tu información, te diré que no tendría nada de raro que colgaras algunas obras tuyas aquí.

–Carmen, todas las semanas discutimos de esto, y la respuesta es siempre la misma.

–Eso no la convierte en la respuesta válida –Carmen alzó una de sus finas cejas.

–Mis cuadros no están todavía terminados –aquella mentira salió con facilidad de labios de Mariabella. Había estado en una escuela de arte, donde consiguió un título de master. Sabía cuándo una pintura había cubierto todo su potencial sobre el lienzo. Aunque no consideraba que su arte estuviera listo para el Louvre, ni mucho menos, las piezas que había creado podían colgar perfectamente de aquellos muros.

Si tuviera el valor de mostrar su alma.

Había algo muy íntimo en el acto de colgar arte en la pared de una galería. Y Mariabella sabía que mientras estuviera viviendo en una mentira, no podía permitirse que nadie echara un vistazo a su interior.

–Además –continuó Mariabella al ver que Carmen estaba a punto de objetar algo–, tenemos muchos artistas programados para exhibir a lo largo del año que viene. Nuestras paredes están llenas, Carmen.

Mariabella regresó a su escritorio y comenzó a revisar las pruebas del catálogo para la muestra del próximo martes. La temporada turística de Harborside estaba en su máximo apogeo, y a medida que el calendario se acercaba a Navidad, había más gente que buscaba regalos originales y auténticos.

La mano de Carmen bloqueó la visión de Mariabella. Las pulseras volvieron a emitir su alegre soniquete.

–Una excusa sigue siendo una excusa aunque la envuelvas con un lazo bonito. O en tu caso, con acento europeo.

Mariabella se rió.

–¿Es que no te vas a rendir nunca?

–Cuando vea una obra maestra de Mariabella –Carmen formó un cuadrado con lo dedos y extendió las manos hacia la pared–. Allí. Ése sería el lugar perfecto. Molaría.

–Sí, y llevar este catálogo a la imprenta antes de que acabe el día también sería… –Mariabella se detuvo–. ¿Has dicho que molaría?

–Sí –Carmen sonrió–. Al final conseguiré que termines hablando en argot.

Mariabella sacudió la cabeza y se dispuso a trabajar. Argot… saliendo de su culta lengua. Podía imaginar cuál sería la reacción de su padre. Su rostro de piedra, la postura rígida. Pero lo peor de todo era el silencio.

Ella nunca estaba a la altura de los estándares de su padre, los dijera o no. Nunca se sentaba lo suficientemente recta, ni sonría lo suficiente a la gente, ni actuaba como él esperaba.

No actuaba como debería hacerlo una princesa.

Si pudiera verla ahora, con el cabello suelto y libre, vestida con vaqueros y tacones bajos y con pintura bajo la uñas debido a un ataque de creatividad que le había dado aquella mañana.

Pero su padre no podía verla ahora, y ésa era la mejor parte de que Harborside estuviera situada al otro lado del mundo. La libertad de poder ser ella misma era lo que más le gustaba a Mariabella de estar allí. E incluso poder hablar en argot. Sonrió para sus adentros.

–Eh, ¿has visto eso? –Carmen le dio un codazo a Mariabella–. ¿Has visto eso?

–¿El qué?

–Un tío guapo pasando por delante de la galería –dijo dándole otro codazo.

–Mm… vale –Mariabella siguió trabajando en las correcciones del catálogo.

Carmen dejó escapar un suspiro de frustración.

–Deberías ir a hablar con él.

Aquello llamó la atención de Mariabella.

–¿Ir a hablar con él? ¿Por qué?

–Porque está solo, y tú estás sola, y ya va siendo hora de que te tomes tiempo para ti y salgas de esa zona de confort en la que estás tan decidida a quedarte pegada.

Mariabella quería decirle a Carmen que ya había dado un paso de gigante para salir de la zona de confort, y que tenía que ver con abrir la galería. Un paso que la había llevado a cruzar el mundo desde un país diminuto al lado de Italia hasta llegar hasta allí, una ciudad de Massachusetts todavía más pequeña.

Para iniciar una nueva vida. Una vida sin reyes ni reinas. Sin expectativas.

Sin embargo, Carmen tenía razón respecto a lo de salir con alguien. En todo el tiempo que llevaba en Harborside, Mariabella no había quedado con nadie. Había hecho amigos, sí, pero no se trataba de relaciones profundas. Parte de ello se debía a que no tenía tiempo, como había señalado Carmen, pero en gran parte era porque estaba cerrada.

Volvió a pensar en la mujer del cuadro. ¿Se había atrevido ella a abrir su corazón?

En caso afirmativo, ¿habría tenido que pagar un precio tan alto como Mariabella?

–Vamos a centrarnos en los canapés y en el catálogo en lugar de en mi vida sentimental –le pidió Mariabella a su ayudante–. Creo que el artista se sentiría muy triste si supiera que me paso el tiempo buscando una cita ardiente en lugar de concentrarme en su exposición.

Carmen se giró hacia Mariabella y abrió la boca como si quisiera discutir aquel punto, pero volvió a cerrarla.

–De acuerdo, sé cuándo no es el momento de hablar de un tema. Me centraré en los aperitivos para la inauguración del martes.

Mariabella hizo un gesto con la mano mientras seguía revisando las pruebas.

–Gracias. Yo me quedaré guardando el fuerte.

Carmen se despidió y salió de la galería con su característico y alegre andar.

La suave música navideña en clave de jazz que salía del equipo de música de la galería hizo compañía a Mariabella mientras trabajaba. Se colocó en una silla detrás del mostrador, contenta de estar sola, rodeada del arte que amaba. Durante toda su vida había soñado con tener una tienda así, una galería tan acogedora. Había días en los que no podía creerse que poseyera aquel lugar, y que hubiera hecho realidad su sueño. Compensaba todas las discusiones que había tenido con su padre, todas las lágrimas que había derramado.

Mariabella se detuvo un instante y miró hacia la ventana que tenía detrás, solazándose con la vista del mar. A través de la ventana, el día soleado podría haber pasado por uno de verano si el calendario no hubiera marcado que faltaban pocos días para Navidad. No había nevado todavía, aunque la temperatura fuera era totalmente invernal.

Una sensación de paz envolvió a Mariabella como una cálida manta. Le encantaba aquella ciudad, le encantaba el refugio que había encontrado allí. Pensó en la carta que tenía en el bolso, y se preguntó qué posible respuesta podría darle. ¿Cómo iba a explicar que había encontrado en Harborside algo que no quería dejar atrás?

Pero el deber exigía que regresara pronto. Como siempre.

Sonó el timbre de la puerta y Mariabella se giró.

El hombre que Carmen y ella habían visto antes estaba en el umbral. Su alta figura componía una estampa imponente.

–¿En qué puedo ayudarlo? –preguntó Mariabella acercándose a él.

–Sólo estoy mirando, gracias –el hombre entró, proporcionándole una mejor vista a Mariabella.

Cabello oscuro, ojos negros. Parecía tener un cuerpo atlético bajo aquel traje azul marino de raya diplomática, claramente hecho a medida para ajustarse a su tamaño. Reconoció que los zapatos eran de diseño, y el maletín de piel fina. Estaba claro que no se trataba de un turista normal y corriente. El hombre tenía aspecto de dirigir una corporación, no un catamarán. Mediría alrededor de dos metros, y cuando se movió por el amplio espacio de la galería, lo hizo con la firmeza de un hombre que sabía cuál era su lugar en el mundo.

Mariabella sintió un escalofrío de atracción.

–La galería principal alberga la colección de un artista local –dijo apartándose unos metros de él–. Se trata sobre todo de retratos. En el ala oeste, encontrará nuestras esculturas y nuestras piezas de decoración, y en el ala este, la que da al mar, hay paisajes de la zona, por si está buscando un cuadro de Harborside para llevárselo a casa o a la oficina.

–No busco nada para mi casa. Ni para la oficina.

El hombre casi no la miró cuando dijo aquellas palabras, pero tampoco había mirado un solo cuadro. Su mirada se dirigió no hacia los paisajes, los retratos o los frescos, sino hacia… las paredes. El techo. Los suelos. Y luego hacia ella.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

¿La habrían encontrado? ¿Había terminado su tiempo? No, no podía ser. Le quedaban dos meses más. Ése era el acuerdo. Era demasiado pronto, no estaba lista para irse.

Mariabella observó al desconocido. Se había detenido para mirar por la ventana, la que daba al paseo marítimo. Dio unos pasos atrás, como si quisiera abarcar todo Harborside, y luego siguió examinando la galería.

Tal vez no hubiera ido detrás de ella, después de todo. Tal vez sólo estuviera estudiando la galería. Tal vez tenía una galería en una ciudad cercana y había venido para comprobar cómo era la competencia.

El desconocido entró en el ala este. Era el lugar favorito de Mariabella porque daba al puerto. La mayoría de las ventas que hacía tenían lugar en aquella sala. Los turistas solían escoger imágenes que representaran sus vacaciones: un atardecer, la luz del sol sobre el mar…

Pero aquel hombre no se había parado a mirar la visión del Atlántico que se asomaba por la ventana. Ni echó un solo vistazo a las acuarelas. Se limitó a recorrer el perímetro de la sala y luego salió para dirigirse a la tercera habitación. Una vez más, tampoco se fijó en las exquisitas esculturas ni en las piezas de arte decorativo. Su silencio estaba poniendo a Mariabella de los nervios. Recorrió el pequeño espacio que había tras el escritorio de la sala principal, incapaz de concentrarse en el catálogo.

Tenía que encontrar la manera de averiguar por qué estaba aquel hombre allí sin que pareciera que lo preguntaba. Cuando regresó a la sala principal, se cruzó con él.

–¿Puedo ofrecerle un café? ¿Una taza de té?

–Café. Solo.

Una vez más, apenas le prestó atención a ella. Parecía tener la mente en otro sitio. Mariabella dejó escapar un suspiro de alivio mientras se acercaba a una mesita en la que había una jarra con café recién hecho. Llenó una taza y luego puso unas galletas de frambuesa en un plato. Se dio la vuelta… y lo encontró justo detrás de ella.

–Aquí… aquí está su café. Y estas galletas –Mariabella hizo un esfuerzo por respirar sin traicionar los nervios que sentía–, las ha hecho un chef local.

Aquello llamó la atención del hombre.

–¿Chef? ¿Tiene un restaurante?

–Sí, Savannah Dawson es la dueña de Hazlo memorable, el catering de la ciudad.

El hombre asintió, pero no respondió al comentario. Tampoco aceptó una galleta. Se limitó a tomarse el café a sorbos y mirándola.

–¿Y usted quién es?

No conocía su nombre. Eso significaba que no estaba allí por ella. A menos que la pregunta hubiera sido una trampa. No, Mariabella lo dudaba. No tenía aspecto de periodista. Se estaba preocupando por nada. Se trataba de un turista más, aunque no de los más amables.

–Mariabella Romano –dijo ella extendiendo la mano con una sonrisa–. Soy…

–Gracias. Eso es todo lo que necesito –entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. ¿Eso era todo? ¿No le iba a decir cómo se llamaba él? ¿No le iba a dar ninguna explicación de por qué había ido a la galería?

Cualquier otro día, lo habría dejado irse. No todo el mundo que cruzaba las puertas de la Galería de Arte de Harborside salía con una obra de arte. Pero aquel hombre… aquel hombre tenía un plan oculto, Mariabella lo sentía en los huesos. Y en algún punto de su lista se encontraba su galería.

Una oleada de protección le subió por el pecho, superando al decoro y al tacto.

–¿Quién es usted?

Él se detuvo en la puerta, con la mano en el picaporte dorado, y se dio la vuelta para mirarla.

–Soy… un inversor.

–Bueno, señor, si cree que va a poder comprar esta tienda, se está equivocando –Mariabella dio un paso adelante hacia él, como si fuera una perro guardián defendiendo su territorio–. A la dueña le encanta este sitio. Nunca lo vendería.

Una sonrisa se apoderó del rostro del desconocido, pero no había asomo de amabilidad.

–Oh, no quiero esta tienda.

Mariabella se sintió muy aliviada. Lo había interpretado mal, aquel hombre no quería nada de su preciosa galería de arte. Ni de ella. Gracias a Dios.

–Bien.

El hombre sonrió todavía más, y Mariabella sintió una punzada de terror.

–Lo que quiero es el edificio entero –aseguró–. Estaría bien tenerlo a finales de esta semana.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

JAKE Lattimore miró hacia el paseo marítimo de Harborside, Massachusetts, y supo que no veía las mismas cosas que veían los demás. Las ondeantes y coloridas banderas de los mástiles de los pocos barcos que pasaban el invierno en la marina no le llamaban la atención. Ni tampoco los escaparates de las tiendas de camisetas le llamaban la atención.

No, lo que Jake veía ni siquiera estaba allí. Todavía. Apartamentos. Un hotel. Tal vez incluso un parque de diversiones y, en la playa, locales de alquileres de esquí acuático y de parapente. Para cuando llegara el verano, si todo salía bien, los beneficios empezarían a llegar de inmediato.

En otras palabras: sería la meca de las vacaciones, que serviría para expandir su cartera y para subir varios grados la temperatura de aquella aburrida ciudad.

Jake volvió a mirar hacia el paseo marítimo, hacia la festiva decoración de Navidad. Las notas de un villancico viajaron por el aire cuando alguien salió de una de las tiendas que había al otro lado de la calle. La melodía despertó un recuerdo en el corazón de Jake, que fue seguido de un dolor agudo.

Mucho tiempo atrás, un sitio como aquél hubiera provocado en él el deseo de correr a comprar un regalo. De canturrear la melodía. De pensar en…

Bueno, él ya no pensaba en eso.

Jake volvió al trabajo. Aquél era el único sitio donde no podía arraigar el dolor de corazón. Volvió a centrar su atención a los hechos y los números que bailaban en su cabeza, dejando a un lado las imágenes sentimentales que lo rodeaban.

Había llevado a cabo sus averiguaciones, había hecho números, y sabía sin lugar a dudas que Harborside era la localización perfecta para el próximo resort Lattimore. Localizado en la Costa Este, debajo de Boston y encima de Nueva York, lejos de las congestionadas zonas de Cape Code y Martha’s Vineyard, aquella ciudad pequeña había permanecido aislada durante todo aquel tiempo, ajena a los turistas, esperando a que alguien como él llegara y viera su potencial

Aquélla era su especialidad, encontrar tesoros ocultos y convertirlos en máquinas de producir dinero.

Aquella ciudad no sería distinta. Encontraría el precio del dueño de cada tienda, y pagaría. Jake había descubierto que todo el mundo tenía un precio.

No permitiría que una menudencia como eran los dólares se interpusieran en su camino para añadir aquel resort al imperio Lattimore. Había demasiado en juego.

Si no conseguía aquel negocio y regresaba a Nueva York con las manos vacías, sabía lo que iba a ocurrir. Los rumores comenzarían de nuevo. La gente diría que lo habían ascendido a director general porque era el heredero de los Lattimore, no porque tuviera capacidad suficiente para encargarse de un proyecto de tal magnitud.

Su padre le había planteado un reto, lo había enviado a demostrar que podía conseguir él solo aquel objetivo, y eso era exactamente lo que Jake quería hacer. Había trabajado codo con codo con Lawrence Lattimore durante cinco años, aprendiendo el negocio desde abajo. Sin embargo, desde hacía más o menos dos años, su padre había empezado a perder su toque mágico. La cuenta de resultados de Propiedades Lattimore había empezado a mostrar señales de la escasa firmeza de su mano. La junta directiva empezó a hablar de una jubilación forzosa, así que su padre había puesto a Jake al mando con una única directiva:

Llevar a cabo un milagro.

Cuando Jake regresara a Nueva York triunfal, con la joya de Harborside en el bolsillo, nadie podría decir que el joven Lattimore no estaba a la altura de manejar la multimillonaria corporación. Propiedades Lattimore volvería a ser de nuevo la empresa poderosa que una vez fue, y la tendencia a la baja que había comenzado en los últimos dos años, invertiría su tendencia.

–¿Quién es usted?

Jake se dio la vuelta y se encontró con la morena de la galería de arte justo detrás de él, con los brazos en jarras y sus ojos verdes brillando. Tenía una actitud orgullosa y apasionada en todo lo que hacía. Y eso intrigaba a Jake. Mucho.

–Ya se lo he dicho, soy un inversor –aseguró él.

Mariabella frunció los labios.

–Está perdiendo el tiempo. Aquí nadie está pensando en vender sus tiendas.

Jake arqueó una ceja.

–¿Y usted cómo lo sabe?

–Porque vivo aquí. Y soy la presidenta del Comité de Desarrollo Comunitario. Mi trabajo es saber esas cosas.

Él soltó una risita.

–¿Y eso la convierte en experta conocedora de todos los habitantes?

–Desde luego me proporciona más conocimiento del que tiene usted.

Le encantaba su acento. Era muy lírico. Incluso cuando discutía con él, sonaba como una canción.

–¿Eso cree? –dijo dando un paso para acercarse a ella–. Al hacerlo, captó una bocanada de la nota floral de su perfume. Era dulce, ligero. Seductor–. He visto cientos de ciudades como Harborside. Y he conocido a docenas de personas como usted, gente que tiene una visión romántica de su ciudad.

–¿Cómo se atreve a…?

–No se dan cuenta de que bajo todo el confort –continuó él–, hay una ciudad portuaria que depende de una estación del año, tal vez dos, para cubrir todas sus necesidades financieras. ¿Cuánto dinero cree que saca la gente de aquí de esos turistas que los visitan los tres meses de verano y unas pocas semanas en Navidad? ¿Es suficiente para mantener todos los negocios y a cada habitante durante los restantes ocho meses del año?

Ella no respondió.

–Ambos sabemos que no es así –Jake señaló hacia la ciudad. Aquel lugar y aquella mujer no se daban cuenta del «boom» que supondría un resort Lattimore. Proporcionaría doces meses de beneficios financieros. Todos los habitantes se beneficiarían de un hotel así–. Este lugar es pintoresco. Está fuera de los destinos turísticos. Y ésa es sólo la mitad del problema. Sin algo que atraiga a los visitantes y haga que vengan durante todo el año, ya pueden ir colgando el cartel de cerrado a sus negocios.

Mariabella lo miró fijamente.

–Nos va bien.

Él arqueó una ceja. Había leído las estadísticas de Harborside. Había hablado con los dueños de varios negocios. Conocía la tasa de impuestos y los ingresos anuales de cada negocio del paseo marítimo. Todos necesitaban un mayor reclamo para los turistas. Ellos lo sabían, Jake lo sabía. La única que no quería enfrentarse a la realidad era Mariabella Romano.

–No le necesitamos ni a usted ni a su frío análisis de nuestra ciudad –insistió ella–. Busque otro lugar para expandir su control sobre el mundo.

–Lo siento. He venido para quedarme.

Mariabella se puso una mano en la cadera y lo miró. La frustración le teñía el rostro.

–No se moleste en deshacer las maletas, porque aquí no encontrará a nadie que quiera vender. A todos nos gusta Harborside tal y como es.

Aquella mujer no tenía ni idea de contra qué se enfrentaba. Aquello iba a ser divertido. Un reto. Algo que hacía mucho tiempo que Jake no vivía.

El pulso se le aceleró, y se dio cuenta de que estaba deseando que llegara el día siguiente. Sobre todo para interactuar con ella.

–Puedo llegar a ser muy persuasivo, señorita Romano. Veamos qué opina respecto a conservar esa pequeña galería cuando haya escuchado mis argumentos para que venda.

–Y yo puedo llegar a ser tremendamente obstinada –Mariabella le dirigió una sonrisa que encerraba aires de poder, pero ni rastro de bienvenida vecinal–, y nunca me convencerá para que le venda ni un cuaderno para colorear.

 

 

A Mariabella le hervía la sangre. ¡Y pensar que había encontrado atractivo a aquel hombre!

Ya no. Estaba claro que tenía algún tipo de plan para Harborside, y debido a eso no le dedicaría ni una sola línea en su libro social. Sólo faltaban unos días para Navidad, y seguro que aquel hombre tendría algún lugar a donde ir, con alguna estúpida que quisiera pasar algún tiempo con él durante las vacaciones. Así que se marcharía, llevándose sus ideas de inversión con él.

Sonó el teléfono de Mariabella, y las vibraciones provocaron que el pequeño aparato bailara por el mostrador. Ella lo agarró antes de que se precipitara por el borde.

–¿Hola?

–Mia bella! ¿Cómo estás? –le preguntó su madre en su lengua natal, que se parecía mucho al italiano que se hablaba en la frontera de su país, Uccelli. Su pequeña monarquía, casi olvidada en Europa, tenía su propio sabor, formado por la mezcla de culturas que lo rodeaban.

–Mama! –Mariabella se pasó también de inmediato a su lengua natal. Las musicales sílabas salían de su lengua con facilidad. Mariabella tomó asiento en la silla que tenía detrás y se abrazó con fuerza al teléfono, deseando poder hacer lo mismo con su madre.

–Estoy muy bien. ¿Y tú? ¿Y papá?

–Ah, seguimos como siempre. Algunos nos volvemos más viejos y más obstinados.

Mariabella suspiró. Eso significaba que nada había cambiado en casa. Después de tanto tiempo, confiaba en que su padre se hubiera suavizado. Tal vez había comenzado a entender la necesidad de independencia de su hija, por tener una vida lejos del castillo. Nunca había sido así. Había predestinado a su primogénita desde que fue concebida, y nunca había considerado otras opciones.

–Pero –su madre se detuvo un instante–, tu padre tiene…

Su vacilación produjo una señal de alarma en el corazón de Mariabella. Su madre, una mujer alta, fuerte y segura de sí misma, nunca vacilaba. Nunca se detenía un instante para nada. Se había sentado con determinación al lado de su padre durante cuarenta años mientras él gobernaba Uccelli, soportando la montaña rusa de cambios que suponía una monarquía. Lo había hecho sin quejarse. Sin vacilar ni un momento en su compromiso.

–¿Papá tiene qué?

–Tiene un pequeño problema de corazón. Nada de qué preocuparse. Aquí tenemos los mejores médicos, cara. Ya lo sabes.

La carta que llevaba en el bolsillo de atrás parecía pesarle diez veces más que por la mañana. Su padre le exigía que regresara a casa inmediatamente y ocupara el lugar que le correspondía en la familia. Mariabella la ignoró cuando llegó, pero tal vez su padre había enviado la carta porque su enfermedad era más grave de lo que le estaba contando su madre. Mariabella rezó en silencio por la salud de su padre. Siempre había sido muy fuerte, casi indestructible. Y ahora…

–¿Se va a poner bien?

–Claro que sí. Allegra ha sido maravillosa ocupando su lugar.

Su hermana mediana. A la que siempre le había gustado la vida de palacio. De las tres hermanas Santaro, a Allegra era a la que le encantaban las cenas de Estado, las conversaciones con los mandatarios, las inauguraciones de museos y las discusiones sobre política. Se había sentado al lado de su padre en más asuntos de Estado que ninguna de las mujeres Santaro… y para nada, porque, al ser la segunda hija, no estaba en cabeza de la línea sucesora al trono.

–Me alegro de que esté allí –dijo Mariabella.

–Yo también. Tu padre te echa de menos, por supuesto, pero está encantado de tener a Allegra con él. Por el momento –las palabras que no dijo quedaron colgando en la frase de su madre.

El padre de Mariabella había dejado muy claro que esperaba que su primogénita regresara y ocupara su lugar como heredera al trono. Allegra no era más que una sustituta.

Su padre había expresado muchas veces su descontento por la decisión de Mariabella de abandonar el palacio y perseguir su sueño de pintar. Al principio habló de repudiarla, pero su madre intervino. Él cedió y le puso una fecha límite. Le había concedido poco más de un año y medio, el plazo entre la graduación en la universidad y su veinticinco cumpleaños, que era en febrero. Entonces tendría que regresar.

O… abdicar la corona y renunciar a su familia para siempre.

Eso era lo que su padre había escrito. Tenía que escoger entre el trono o ser repudiada. Mariabella no se lo había contado a su madre, y sospechaba que su padre tampoco.

–No te preocupes –dijo su madre–. Se pondrá bien.

Eso era muy fácil decirlo. Pensó en su madre, y en lo preocupada que debía estar Bianca Santaro por su marido. Los kilómetros que separaban a madre e hija parecieron multiplicarse.

–Debería volver a casa. Estar allí en Navidad.

–Ojalá pudieras, cara. Nada me gustaría más que tener a mi hija conmigo en Navidad –su madre suspiró, y Mariabella hubiera jurado que escuchó a su madre llorar.

A ella, que estaba al otro lado del mundo, también se le rompía el corazón. La Navidad era su momento favorito del año, y el de su madre también. El palacio estaría ya todo decorado de abajo arriba con guirnaldas de pino y lazos rojos. Habría árboles de Navidad en cada habitación, colocados frente a la chimenea. Pero ninguno de ellos alcanzaba al árbol gigante, aquella belleza de ocho metros que el jardinero de palacio buscaba por todas partes hasta dar con él, y que luego colocaba en el vestíbulo central.

Cada año, su madre supervisaba personalmente la decoración de ese árbol, cubriéndolo de lazos dorados y adornos de ángeles blancos. Y cada año, había sido tarea de Mariabella colgar el último adorno de ese árbol. Ser la que lo proclamaba terminado, y la que luego encendía las luces, inundando el vestíbulo entero con una suave luz dorada que levantaba exclamaciones de admiración entre los curiosos que venían desde la ciudad.

Pero no este año. Ni el año anterior.

No, Mariabella estaba allí, y había dejado que su madre se ocupara de las navidades junto a sus hermanas. ¿Quién habría encendido el árbol? ¿Quién habría colgado el último adorno?

–Te vamos a echar de menos –le dijo su madre con dulzura–. Pero si vuelves, ya sabes lo que ocurrirá.

Mariabella dejó escapar un suspiro.

–Sí.

Esperarían de ella que volviera a su papel. Que regresara a su preparación para ocupara un trono que no quería y que no había pedido que le dieran.

Porque nadie podría convencer a su padre para que la dejara marcharse una segunda vez.

–Quédate donde estás –le dijo su madre, como si le estuviera leyendo el pensamiento–. Yo sé lo importante que es este tiempo para ti, por muy limitado que sea.

–Mamá…

–No discutas conmigo, Mariabella. Yo te envié allí. Sé que tu padre no está contento, pero yo me encargaré de él. Te mereces tener una vida fuera de esta… jaula.

Así era exactamente como había llegado Mariabella a considerar su vida en su casa. Una jaula de oro a través de la cual podía mirar, pero no escapar de ella. La gente podía verla a ella dentro y juzgarla, pero no llegar nunca a conocerla.

Entonces llegó a Harborside y se sintió libre, como una persona de verdad por primera vez en su vida.

–Te llamaré si surge algún cambio –dijo su madre–, pero ahora tengo que despedirme. Llego tarde a una cena de Estado –Bianca suspiró–. Ya sabes cómo se pone el primer ministro. Odia tener que sentarse al lado de dignatarios de otros países y charlar. Ese hombre no tiene habilidades sociales.

Mariabella se rió. Desde luego, no echaba de menos aquella parte de la vida palaciega. Las acartonadas comidas, las interminables cenas…

–Diviértete si puedes.

–Oh, lo haré. He sentado al primer ministro al lado de Carlita –su madre soltó una risita.

–¡Mamá!

–Tu hermana pequeña lo volverá loco hablando de caballos y de doma. El hombre tal vez se quede dormido antes de que sirvan la sopa.

Mariabella se rió. Oh, cuánto echaba de menos algunos de aquellos momentos. Lo que se divertían detrás de las cortinas, las risas con su madre y sus hermanas.

–Te quiero, mamá.

Su madre se detuvo un instante, y Mariabella pudo sentir cómo se le quebraba la voz cuando Bianca Santaro volvió a hablar.

–Yo también te quiero, cara.

Terminaron la llamada, y Mariabella cerró el teléfono, pero lo mantuvo agarrado durante largo tiempo, como si pudiera abrazar así a sus padres. Por un instante, fue como si estuviera allí de regreso, en el dormitorio de su madre, sentada en la chaise longue, viendo cómo su madre se preparaba para asistir a una fiesta. Vio a Bianca cepillándose el cabello, la escuchó canturrear una melodía. Luego siempre se daba la vuelta y abría los brazos para recibir a su hija mayor en ellos. Con su madre siempre había tiempo para un abrazo, un beso, un cuento antes de irse a dormir.

Cuánto echaba de menos aquellos días.

Aunque regresara a Uccelli, aquellos momentos habían desaparecido para siempre. Cuando su padre renunciara, se esperaba que Mariabella ocupara el lugar del rey. Lo que significaba que todos los días de su vida en palacio habían transcurrido preparándola para el trono.

Si volvía, se vería inmersa en medio de las expectativas de las que había huido.

De su papel como futura reina.

Mariabella suspiró. Por mucho que echara de menos a sus padres y a su tierra natal, no podía volver. Regresar suponía pagar un precio muy alto.

La libertad.

Carmen entró precipitadamente por la puerta. Mariabella guardó el teléfono en el bolso, y con aquel movimiento volvió a centrarse en el trabajo. Ya pensaría en lo que estaba sucediendo al otro lado del mundo cuando estuviera sola.

–No te vas a creer lo que ha pasado cuando estaba en la tienda de Savannah –Carmen golpeó el mostrador con énfasis.

–Un hombre tremendamente maleducado se ha ofrecido a comprarle el local, ¿verdad?

–¿Cómo lo sabes?

–Estuvo aquí hace unos minutos. Y también quiere mi galería, y todo el edificio. Es un inversor.

–Es el mismo hombre que vimos antes –dijo Carmen–. El guapo.

Mariabella asintió.

–Pero de cerca no es tan guapo, ¿sabes? No puede serlo cuando está tratando de convertir nuestra ciudad en una especie de circo para turistas.

–Savannah trató de hacerle preguntas para averiguar cuál es su plan, pero él no soltó prenda –Carmen se acercó a la parte trasera del mostrador y dejó allí debajo el bolso–. Es un hombre muy misterioso. Yo sigo pensando que es mono, aunque tenga unos planes diabólicos. Aunque tal vez sean completamente inofensivos. Tendremos que tener más datos para estar seguras.

–Bueno, que sea mono lo le servirá para convencerme de que venda.

Carmen le dirigió una sonrisa.

–Te sorprendería saber lo que mujeres más fuertes que tú han hecho por unos ojos azules y una sonrisa bonita.

Mariabella volvió a mirar por la ventana, hacia la ciudad que había llegado a amar y a la que consideraba su hogar.

–Yo no. Y si ese hombre cree que voy a caer fácilmente, está muy equivocado –se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y luego volvió a centrarse en el catálogo–. Porque no sabe con quién está tratando.

Igual que no lo sabía nadie de la ciudad.

 

 

Cuando se cerró la puerta de la limusina, el paisaje y los sonidos de Harborside quedaron atrás, dejando a Jake a solas con sus pensamientos. Un lugar en el que no le gustaba estar.

Sacó su agenda electrónica y comenzó a leer sus correos, y al mismo tiempo encendió el ordenador portátil para leer los informes que había descargado con anterioridad. El asiento trasero de la limusina había sido su oficina móvil desde que podía recordar. Había días que pasaba más tiempo en el coche que en casa. Si es que a su apartamento de Nueva York se le podía llamar casa.

Se abrió la puerta del copiloto y entró otro hombre.

–¿Es que tú nunca paras?

Jake no alzó la vista.

–Creí que habías ido a comer.

–Y eso he hecho. Ya he terminado. Al contrario que tú, yo sí me tomo un respiro en mi trabajo. Incluso he hecho amigos.

Jake dejó de trabajar para mirar fijamente a William Mason, su mejor amigo y su chófer, que se había aflojado la corbata y parecía muy relajado. Aquel día, Will llevaba una corbata de sport roja que contrastaba con la camisa blanca de motitas verdes.

Nadie podría acusar a Will de convencional. En más de una ocasión, la gente le había preguntado a Jake por qué no insistía en que su chófer llevara un traje oscuro y una corbata discreta. Jake les decía que si quisiera un chófer convencional, habría contratado a alguno de la guía telefónica.

Con Will tenía algo que ninguna otra persona podría haber aportado al trabajo.

Sinceridad. Lealtad. Amistad.

Tres cosas que a Jake no le sobraban precisamente en el despiadado mundo de Propiedades Lattimore.

Will le sonrió a Jake, esperando su respuesta. Su cabello rojizo estaba revuelto por el aire, y tenía las mejillas sonrojadas. Parecía que se había divertido.

–¿Cómo has podido hacer amigos? –preguntó Jake–. Llevamos en esta ciudad menos de una hora.

–No hacen falta días para decir: Hola, soy Will, ¿cómo te llamas? A ti te vendría bien hacerlo.

Jake gruñó. Will tenía una personalidad afable, siempre había sido así. En cambio él… él no.

–¿Por qué debería hacerlo? Estoy aquí para cerrar un acuerdo de negocios, no para ganar un concurso de popularidad.

Will se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.

–¿Nunca te ha parecido raro que tu mejor amigo sea chófer? ¿Ni que te pases los días anteriores a Navidad trabajando obsesivamente, en lugar de estar acurrucado frente a una chimenea con una mujer ardiente? Que es donde yo estaría, debo añadir, en casa con mi mujer si no me tuvieras conduciendo y trabajando más que Papa Noel. Mi mujer, por cierto, ha aprendido a maldecir tu nombre en tres idiomas diferentes debido a las horas que me haces trabajar.

–Te pago muy bien.

–A veces es una cuestión de tiempo, no de dinero, Jake –Will alzó las manos antes de que pudiera objetar nada–. Sólo digo que tal vez deberías probar alguna vez eso de estar en casa con una chica.

–Uno –Jake extendió un dedo–, mi mejor amigo es mi chófer porque nos conocemos desde que éramos niños y quería contratar a alguien de confianza para que me llevara de aquí para allá. Sobre todo porque me paso la mitad del día contigo. Dos –sacó otro dedo–, no necesito más amigos. Y tres, no estoy en casa delante de la chimenea con una mujer porque ya no salgo con mujeres.

–Ése es justo el problema. Este año cumples los treinta, Jake. ¿No te has preguntado nunca cómo sería la vida si tuvieras una?

–¿Si tuviera una qué?

–Una vida. Aparte de esto –Will señaló la agenda electrónica y el portátil–. Los objetos inanimados no son los seres más afectuosos del planeta, por si no te habías dado cuenta.

Jake frunció el ceño e ignoró a su amigo. Una vez tuvo lo que Will estaba diciendo, pero el destino tenía otros planes. Y Jake no estaba dispuesto a volver a pasar por un dolor semejante.

–Lo único que digo –insistió Will–, es que es Navidad, y estaría bien que este año te hicieras un regalo. Una vida fuera del trabajo. Alguien con quien despertarte. Una vez lo tuviste, y estaría bien volver a verte feliz otra vez. Estaría muy bien –Will se bajó del coche y cerró la puerta.

–Ahí es donde te equivocas –le murmuró Jake a la puerta cerrada–. Ese tipo de felicidad no tiene lugar dos veces.

Y regresó donde encontraba paz, en aquellos objetos inanimados que no lo abandonaban.

Y que no se morían.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

–HA VUELTO –dijo Carmen tirando de la manga de Mariabella.

Mariabella se apartó de la clienta con la que estaba hablando y vio al desconocido de antes cruzando por delante de sus ventanas.

Ella creía haber dejado claro sus sentimientos aquella mañana. Entre eso y la negativa de Savannah a vender, el hombre debería haberse dado ya cuenta de que sus «inversiones» no eran bienvenidas en Harborside.

Al parecer, era lento de entendederas.

–Carmen, ¿puedes ayudar a esta señora a encontrar un cuadro para encima de su sofá? –dijo Mariabella señalando a la mujer de mediana edad que tenía al lado.

–Claro. Por aquí –dijo Carmen señalando hacia la segunda sala de la galería. La señora la siguió mientras Mariabella salía de la galería en la dirección en la que había visto al desconocido.

No lo vio, pero sí vio una limusina negra aparcada al otro lado de la calle.

Sin duda era suya.

El conductor estaba sentado tras el volante con gesto tranquilo, probablemente esperando a que Don inversiones terminara con su infructuosa búsqueda de inmuebles.

–¡Mariabella!

Ella se giró al escuchar aquella voz familiar.

–Señorita Louisa, ¿cómo le va?

La anciana se apresuró hacia Mariabella con su rollizo perro salchicha correteando a sus pies.

–¿Te has enterado de lo último? Hay un hombre que quiere comprar nuestras propiedades.

–Sí. Y yo no voy a vender.

–Yo he estado pensando en ello. Ya sabes que odio los inviernos de aquí. Sería estupendo retirarse a Florida. Que me lleven a un sitio soleado para el resto de mis días –dejó escapar un suspiro y se agarró el grueso abrigo de lana

–Si se va, ¿quién organizará el té de Año Nuevo para damas?

Louisa le dio una palmadita a Mariabella en la mano.

–Vamos, querida, ya sabes que eso no es mérito mío. Tú eres la que se ocupa de todos nosotros en esta ciudad. Eres una máquina de organizar. No sé cómo existía nuestro pequeño Harborside antes de que tú llegaras.

El perro de Louisa dio un tirón a la correa en dirección al parque que había al otro lado de la calle.

–Bueno, tengo que irme –dijo la anciana.

–Señorita Louisa, prométame que hablará conmigo antes de considerar la posibilidad de venderle a ese hombre. Todos los negocios de Harborside debemos permanecer unidos.

Louisa sonrió, pero sin muchas ganas.

–Por supuesto, querida –y dicho aquello desapareció.

Mariabella redobló su decisión de liberar a Harborside de aquel intruso. Mientras permaneciera allí, la gente seguiría estando triste y preocupada por su futuro. A Louisa le encantaba su tienda y nunca antes había mencionado jubilarse hasta ese momento. Cuando aquel desconocido se hubiera marchado, todo el mundo volvería a calmarse otra vez y los negocios recobrarían la normalidad. Mariabella volvió a fijarse en la limusina y en la matrícula.

De acuerdo, así que ahora sabía dos cosas. El desconocido tenía dinero. Y no era de la ciudad, aunque tampoco de muy lejos, porque había venido en coche. Se acercó a la acera y observó la matrícula de la limusina.

Nueva York. Comenzó a memorizar los números con la intención de llamar a Reynaldo para que…

–¿Me está espiando?

Mariabella dio un salto hacia atrás al escuchar su voz. El hombre estaba como a medio metro detrás de ella, lo suficientemente cerca como para que ella viera las sombras de cobalto con vetas doradas en sus ojos. Vio el afilado ángulo de su mandíbula, captó el aroma almizclado de su colonia. Pero no permitió que eso le afectara ni lo más mínimo.

–Sí –maldición, odiaba tener que admitirlo delante de él. La había sobresaltado y no se le ocurrió ninguna excusa.

–No soy un delincuente, se lo aseguro. Mis intenciones son buenas.

–Eso depende de cómo se interpreten sus intenciones.

El hombre sonrió con socarronería.

–Touché.

Mariabella miró de reojo hacia la limusina para volver a tratar de memorizar los números de la matrícula. Si aquel hombre no iba a decirle quién era o por qué estaba allí, lo averiguaría ella misma.

–¿Piensa jugar a los detectives? –le preguntó él leyéndole el pensamiento–. Le ahorraré la molestia de acudir al jefe de policía. Aunque no parece que tenga mucho que hacer en una ciudad tan pequeña como ésta –el hombre buscó en la chaqueta de su traje, sacó una delgada cajita de plata y extrajo de ella una tarjeta de visita–. Soy Jake Lattimore, director general de Propiedades Lattimore.

Mariabella agarró tarjeta blanca con letras en relieve. Era muy sencilla, sólo indicaba una dirección de Nueva York y el teléfono de una oficina. Nada que indicara quién era, ni por qué había escogido su ciudad ni qué pensaba hacer allí.

–¿Qué clase de propiedades?

–Resorts. Casas de vacaciones. Apartamentos. Hoteles.

Mariabella abrió la boca con asombro.

–Harborside no es ese tipo de ciudad.

Otra sonrisa. Mariabella estaba empezando a odiarlas.

–Puede serlo cuando los dueños de las tiendas del paseo marítimo vean cómo un resort Lattimore puede transformar este lugar en una máquina de hacer dinero para todos –señaló con un gesto hacia el paseo marítimo, como si fuera un mago que hiciera desaparecer todo para crear en su lugar un hotel monstruoso.

O sea, convertir Harborside en una versión caricaturesca de lo que era ahora.

El pánico se apoderó de Mariabella. No podía estar hablando en serio. Si hacía eso, destruiría el refugio que había encontrado. Si Harborside se convertía en una ciudad hotelera, no sólo cambiaría la esencia de la comunidad, sino peor todavía, atraería a la gente que había tratado de evitar durante todos aquellos años…

Sus iguales. Su familia. Y lo peor de todo, los medios de comunicación. Si aparecían por Harborside, su mayor pesadilla cobraría vida. Sus secretos quedarían expuestos y se vería obligada a volver al lado de sus padres, y a la larga, a ocupar el trono.

No. No estaba todavía preparada. Todavía le quedaba tiempo, aunque no mucho, pero lo necesitaba desesperadamente.

Tenía que detener a aquel hombre. Tenía que convencer a los dueños de los demás negocios para que se negaran a vender. En grupo tendrían la fuerza necesaria para contener sus ofertas, por muy tentadoras que fueran sus ofertas económicas.

–Por lo que veo, usted ve esta ciudad como una especie de… reducto del pasado –dijo haciendo un vago gesto con la mano–. Pero por desgracia, la nostalgia no da dinero. Tiene que enfrentarse a la realidad, señorita Romano. Los turistas quieren algo más que unas vistas bonitas.

Mariabella se quedó mirándolo fijamente. Estaba que echaba humo.

–Hay gente que busca un lugar tranquilo para pasar las vacaciones, no un zoo.

–Pero no es gente suficiente. Su ciudad está agonizando, y cuanto antes se enfrente al hecho de que necesitan una inversión como la mía para sacudir las cosas, mejor para todos.

Jake miró a su alrededor, a los adornos de la calle y de las tiendas.

–No hay espíritu navideño que pueda enmascarar el aroma de la desesperación –aseguró con un deje de sarcasmo.

–Aquí nadie está desesperado.

Jake alzó una ceja. Era una forma de disentir en silencio.

Mariabella deseaba arrojarle miles de argumentos a la cara. Pero lo cierto era que había unos cuantos negocios del paseo marítimo que estaban pasando tiempos difíciles en los últimos meses, un hecho que no podía ignorar. Ellos estarían encantados de retirarse o de encontrar un comprador para los edificios que albergaban mercancía que llevaba meses sin venderse.

Jake Lattimore no podía ser la respuesta. La ciudad no estaba tan desesperada. Mariabella haría todo lo fuera necesario para proteger lo que quería.

 

 

 

Jake observó a Mariabella Romano avanzar a toda prisa por la acera… en dirección opuesta a su galería. Tuvo que admitir que estaba intrigado.

Ella lo odiaba. Y eso a Jake le gustaba. Estaba claro que necesitaba terapia. O una copa.

Optó por la copa. Era más rápido, más barato y más fácil. Iría en dirección opuesta a la limusina, desde donde sin duda Will había presenciado todo el encuentro y estaría dispuesto a repetir su charla sobre chimeneas y regalos de Navidad. Jake ya no necesitaba más consejos de gente bienintencionada que le decía que siguiera adelante con su vida. Llevaba cinco años siguiendo adelante… trabajando.

Le dirigió a Mariabella una última mirada. Era muy guapa, una mujer alta con curvas en los sitios adecuados. Luego entró en la Taberna de la Almeja, donde fue recibido por música blues y decoración náutica. Paredes pintadas de blanco, asientos azul marino y salvavidas colgados de las paredes.

–¿Mesa para uno? –le preguntó la camarera.

–Creo que me sentaré en el bar, gracias –dijo Jake acercándose a la barra.

–¿Qué va a ser? –le preguntó el rollizo camarero.

–El mejor vodka que tenga. Seco. Y dos aceitunas.

El camarero asintió, se giró para preparar la bebida y un minutó más tarde colocó la copa delante de Jake antes de dirigirse al extremo opuesto del bar.

–Vaya, sin duda sabe usted cómo irritar a la gente de por aquí, ¿verdad? –un hombre tomó asiento en el taburete que había al lado de Jake. Tenía el cabello blanco en las sienes y llevaba una camisa de franela y pantalones caqui. Debería tener unos sesenta y cinco años, tal vez setenta, y se sentó en la barra con la naturalidad de quien estaba acostumbrado a hacerlo.

–Lo de siempre, Tony.

El camarero asintió, abrió el frigorífico y sacó una cerveza. La destapó y se la pasó con gesto amigable al anciano antes de volverse para seguir limpiando los vasos.

–Y dígame, ¿por qué lo hace? –preguntó.

Jake se giró hacia el otro hombre.

–¿Está usted hablando conmigo?

–¿Hay alguien más en este bar que tenga a toda la ciudad en jaque? –el anciano alzó una ceja y luego le tendió la mano–. Me llamo Zeke Carson, diminutivo de Ezekiel, aunque nadie me llama así. Soy el editor del periódico de la ciudad, aunque nuestra publicación es más que un periódico –se rió–. Ya sabe, la vida de una ciudad pequeña. Le va a encantar.

Jake estrechó la mano de Zeke, Will estaría orgulloso de ver que había hecho un amigo. O un conocido, al menos.

–Jake Lattimore –no tenía sentido seguir ocultando su nombre. Sin duda Mariabella Romano le había lanzado a Zeke como si fuera un perro de presa para que lo echara de la ciudad.

En lugar de sentirse molesto, como le hubiera sucedido en cualquier otro momento y con cualquier otro proyecto, le intrigaba. Estaba dispuesto a asumir cualquier reto que pudiera lanzarle Mariabella.

Hacía mucho que no sentía algo así. Tenía que tratarse del proyecto Harborside, no de la mujer, lo que despertaba sus energías.

A pesar de lo que Will había dicho, Jake no tenía intención de enredarse en otra relación. Y menos en aquel momento del año.

Se quedó mirando su bebida, el helado líquido era un reflejo de su corazón. Aquel mes se cumplían cinco años. Había días en los que parecía que habían pasado cinco minutos.

Zeke le dio un sorbo a su cerveza.

–Se quién es usted. Lo sabía antes de que llegara.

Jake arqueó la frente y dejó a un lado sus otros pensamientos.

–¿Ah, sí?

–Tal vez edite un periódico de provincias, señor Lattimore, pero eso no me convierte en un estúpido. Leo las páginas financieras. Lo sé todo sobre su empresa, y sabía que estaba buscando propiedades costeras que añadir a su cartera –Zeke sonrió.

–Estoy impresionado –reconoció Jake.

Zeke alzó su cerveza en dirección a Jake.

–Yo también. Usted es uno de esos niños prodigio. Propulsado hacia la cima y todo eso.

Jake se encogió de hombros. Odiaba aquella etiqueta. Tal vez debería teñirse el pelo de gris. Eso evitaría que la gente siguiera hablando de su situación en lo más alto de la empresa antes de cumplir los treinta años.

–Su padre debe estar muy orgulloso.

–Algo así –dijo Jake sacando la agenda electrónica del bolsillo de la chaqueta para leer sus correos, con la esperanza de que Zeke captara la indirecta y dejara de hablar.

Pero no lo hizo.

–Leí que su padre había tenido problemas últimamente en la empresa.

–Mi padre está perfectamente –aseguró Jake.

–Y usted… ¿no le ocurrió algo hace unos años? –Zeke se rascó la barbilla–. No recuerdo qué fue. Algún accidente o…

–No he venido aquí para hablar de mi vida personal, señor Carson –las palabras salieron con más aspereza de la que le hubiera gustado.

–Zeke, por favor.

–Zeke.

El otro hombre no dijo nada durante un minuto. Jake tenía la esperanza de que hubiera dado por finalizada la conversación. Zeke se bebió su cerveza y luego volvió a girarse hacia Jake.

–Entonces, ¿por qué Harborside?

Jake pensó en atajar la charla, pero se lo pensó dos veces. Tal vez fuera buena idea hablar con el editor del periódico local.

–Tú lees las páginas financieras. Así que dímelo tú, Zeke.

Zeke se lo pensó durante un segundo, claramente satisfecho de que pusieran a prueba su cerebro.

–Está por descubrir. Y tiene buena ubicación. Cuenta con playa suficiente como para colocar uno de tus hoteles de lujo, pero no es tan grande como para que se llene de nuevos ricos con sus horteras mansiones.

–Muy bien –Jake dejó a un lado la agenda electrónica y agarró su copa, pero no bebió.

–Veamos –Zeke se inclinó hacia delante y clavó la mirada en la de Jake–. A ti te gustan los retos, y Harborside lo es. En esta ciudad somos obstinados, no nos gustan los cambios. Ahí está el gran cambio. ¿Por qué escoger una zona despoblada cuando los gigantes de tu corporación pueden ir tras este sitio y divertirse un rato?

¿Así era como la gente lo veía a él y a su compañía? ¿Como unos acosadores?

–Estoy ofreciendo un precio justo por la tierra y por los edificios. No hay tácticas represivas ocultas.

–Tal vez tú lo veas así –Zeke alzó la cerveza, dio un sorbo y luego volvió a apoyarla–. Deberías leer el periódico más a menudo. A veces te proporciona la parte de la historia que no ves.

Jake encontraba a la mayoría de los reporteros unos intrusos, molestos y poco interesantes. Los llamaba sólo cuando necesitaba a la prensa para un nuevo lanzamiento.

–A mí sólo me interesa la sección económica, Zeke.

Zeke se terminó la cerveza y luego se bajó del taburete. Le puso una mano firme a Jake en el hombro y lo miró a los ojos con los suyos cargados de experiencia en la vida.

–No he venido a opinar si tus planes para esta ciudad son buenos o malos. Hay argumentos a favor y en contra, pero acepta un consejo de este periodista de corazón joven –dijo bajando la voz–. Aquí hay gente para la que Harborside es toda su vida, y lo que tú propones pondrá su vida del revés. He visto la clase de hoteles que tu compañía construye, y puede que no sean los más adecuados para este lugar. Los cambios no son siempre para mejor, y tienes que pensar en lo que va a ocurrir después de que hayas construido eso y regreses a tu oficina acristalada de Nueva York.

–¿Qué quieres decir?

Zeke señaló por la ventana hacia un barco que navegaba por el frío mar.

–¿Ves ese barco? Va avanzando hacia su destino. No piensa en lo que se encuentra en el camino, en lo que el motor provoca en los peces, las algas que viven abajo. Por eso se han colocado marcas, para trazar un canal y que los barcos sigan una línea y evitar así que destrocen la Naturaleza.

–¿Y yo soy el barco grande que destroza las algas a su paso, es eso?

–Puedes escoger serlo, o puedes elegir ser un velero que deja el mar más o menos como lo encontró –Zeke le dio una palmadita en el hombro a Jake–. Piensa en ello.

El anciano se marchó, y Jake regresó a su bebida. Bien, le habían dado una advertencia y una lección de filosofía en una. Al parecer, en aquella ciudad no lo querían por ahí. A Jake no le importaba. Allí había una oportunidad de negocio, una oportunidad que necesitaba, tanto a nivel profesional como personal, y no tenía intención de dejarla escapar.

Por la ventana vio a Mariabella Romano avanzando por la acera en dirección a la Taberna de la Almeja. Cuando la vio, se dio cuenta de algo en lo que no había reparado antes. Había algo en ella que no casaba con aquella ciudad. Se trataba de algo más que el acento y la exótica belleza. Caminaba muy recta, con la espalda completamente estirada, como si llevara un libro en la cabeza, y su manera de andar podía clasificarse casi como…

Regia. Sí, ésa era la palabra.

Tal vez hubiera ido a uno de esos internados o había crecido en una familia rica. En cualquier caso, no encajaba con la imagen de la dueña de la galería de arte de una ciudad pequeña.

Mariabella entró en la taberna y se dirigió al bar con la fiera mirada clavada en él, como si fuera la encarnación del diablo. Jake sonrió.

–Señorita Romano, justo la persona con la que quería hablar. Tengo una oferta que hacerle.

–Y yo tengo otra para usted –ella se cruzó de brazos–. Quiero pagarle para que se vaya de Harborside y busque otra ciudad para su hotel. Dígame su precio, señor Lattimore, y lo pagaré.

Justo cuando Jake pensaba que las cosas no podían ponerse más interesantes… se ponían.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

ERA un riesgo increíble, y Mariabella lo sabía.

Pero si era dinero lo que hacía falta para librar a Harborside de Jake Lattimore, entonces se arriesgaría. Tenía recursos que podía utilizar, aunque no era una piscina si fin, por supuesto. Pero probablemente habría más que suficiente para que aquel hombre cambiara de rumbo.

–Entonces –le dijo–. ¿Cuál es su precio?

Jake se rió.