Ese hombre prohibido - Charlene Sands - E-Book
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Ese hombre prohibido E-Book

Charlene Sands

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Beschreibung

Cuando su novio la dejó plantada en el altar, Jessica Holcomb se refugió en la mansión que el marido de su difunta hermana tenía en una playa de California. Allí descubrió que Zane Williams, una superestrella del country, seguía bajo el peso de la devastadora pérdida de su esposa. La repentina atracción que sintió Jess hacia Zane le pareció algo increíble, aunque más increíble fue que Zane se interesara por ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Charlene Swink

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ese hombre prohibido, n.º 158 - octubre 2018

Título original: Her Forbidden Cowboy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-081-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Se oían los tacones de las botas de Jessica en la terraza bañada por el sol que daba al Pacífico. Zane Williams, protegido por la sombra de la cornisa, se inclinó hacia delante en la tumbona para no perderse ni un movimiento de su invitada. Su cuñada había llegado, pero, ¿todavía podía llamarla así?

La brisa le ondeaba el pelo color caramelo y le deshacía el moño que llevaba casi en la nuca. Unos mechones le taparon los ojos y se los apartó con la mano mientras seguía a Mariah, la secretaria de él. Los vientos soplaban con fuerza a última hora de la tarde en Moonlight Beach y subían desde la playa cuando el sol se ocultaba. A esa hora, los bañistas recogían sus cosas y los lugareños salían. Ese clima era una de las pocas cosas que habían llegado a gustarle de vivir en una playa de California.

Se quitó las gafas de sol para verla mejor. Llevaba una blusa blanca y unos pantalones vaqueros, lavados un millón de veces, con un cinturón ancho de cuero. Las gafas de sol, de concha, no ocultaban el dolor y la angustia de sus ojos. La dulce Jess. Recordaba muchas cosas al verla y se mitigaba un poco la frialdad de su corazón. Parecía que estaba… en casa.

Le dolía pensar en Beckon, Texas, en su rancho y en su vida allí. Le dolía pensar en cómo conoció a Janie, la hermana de Jessica, y en cómo se habían entrelazado sus vidas en ese pequeño pueblo. En un sentido, la tragedia que ocurrió hacía más de dos años le parecía como si hubiese ocurrido hacía toda una vida. En otro sentido, le parecía como si el tiempo se hubiese parado. En cualquier caso, su esposa, Janie, y el hijo que estaba esperando se habían ido y no iban a volver. El dolor le atenazaba las entrañas y lo abrasaba por dentro.

Se fijó en Jessica. Llevaba una maleta grande recubierta con una especie de tapiz de tonos grises, malvas y melocotón. Hacía tres años, les había regalado un equipaje muy parecido a Janie y a Jessica por su cumpleaños. Por casualidad, las dos chicas, las dos únicas descendientes de Mae y Harold Holcomb, habían nacido el mismo día con siete años de diferencia.

Zane agarró las muletas que tenía al lado de la tumbona y se levantó con mucho cuidado para no caerse y romperse el otro pie. Mariah lo mataría si volvía a lesionarse. La muñeca, escayolada, le dolió como un demonio, pero no iba a hacer que su secretaria fuese corriendo cada vez que tenía que levantarse. Se recordó que tenía que decirle al director de su empresa que le diera una bonificación generosa a Mariah.

Ella se detuvo en mitad de la terraza y miró la muñeca rota y las muletas antes de mirarlo con el ceño fruncido.

–Aquí lo tienes, Jessica –a él le pareció que la voz de Mariah era más almibarada que nunca–. Os dejaré solos.

–Gracias, Mariah.

Ella lo miró con los labios arrugados, giró la cabeza y se marchó. Jessica se acercó a él.

–Tan caballeroso como siempre, Zane. Incluso con muletas.

Él se había olvidado de lo mucho que le recordaba a Janie. Se le revolvían las entrañas al oír el tono cálido de su voz, pero eso era casi lo único en lo que se parecían Janie y Jessica. Las dos hermanas eran distintas en todo lo demás. Jess no era tan alta como su hermana y sus ojos eran de un verde claro, no del color esmeralda intenso que tenían los de Janie. Jess era morena y Janie, rubia. Además, sus personalidades eran diametralmente opuestas. Janie había sido una mujer fuerte, que corría riesgos y que no se amilanaba por la fama como cantante de country de Zane. Por lo que recordaba de Jess, era más tranquila y callada, una maestra a la que le encantaba su profesión, un verdadero encanto.

–Siento lo de tu accidente.

–Más que un accidente, fue una estupidez. Me descuidé y me caí del escenario. Me rompí el pie por tres sitios.

Había sucedido en el anfiteatro de Los Ángeles mientras cantaba una canción ridícula sobre unos patos en una granja… y él pensaba en Janie. El vídeo sobre su caída se hizo viral en internet.

–La gira se ha pospuesto, no puedo tocar la guitarra con la muñeca rota.

–Me lo imagino…

Ella dejó la maleta en el suelo y miró hacia la playa por encima de la barandilla. Los rayos del sol se reflejaban en el azul oscuro del mar y la espuma de las olas barría la arena mojada. La marea estaba subiendo.

–Supongo que mi madre te habrá doblegado para que hagas esto.

–Tu madre no doblegaría ni a un cachorrillo.

Ella se dio media vuelta para mirarlo con un brillo en los ojos.

–Ya sabes lo que quiero decir.

Efectivamente, lo sabía. Él no le negaría nada a Mae Holcomb, y ella le había pedido ese favor. Le había dicho que era un favor enorme, pero que Jess estaba pasándolo mal y que necesitaba aclararse, que le pedía que la recibiera durante una semana, o quizá dos, y que, por favor, la cuidara. Él le había dado su palabra. Se ocuparía de Jess y de que tuviera tiempo para reponerse. Mae contaba con él y él haría cualquier cosa por la madre de Janie. Ella se lo merecía.

–Jess, quiero que sepas que puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

–Gra-gracias –a ella empezó a temblarle la boca–. ¿Te has enterado de lo que pasó?

–Sí.

–No… No podía quedarme, tenía que marcharme de Texas y cuanto más lejos, mejor.

–Pues no podías ir más lejos al oeste. Estás a siete kilómetros al norte de Malibú por la autopista del Pacífico.

–Me siento como una tonta –comentó ella con los hombros hundidos.

Él le tomó la barbilla con una mano para obligarle a que lo mirara a los ojos y dejó que la muleta se quedara apoyada en la barandilla.

–No lo hagas.

–No seré una compañía muy buena… –susurró ella.

Él se tambaleó porque no podía seguir de pie sin un apoyo. La soltó y agarró la muleta justo a tiempo para equilibrarse.

–Ya somos dos.

Ella se rio en voz baja y fue la primera vez que algo le hacía gracia desde hacía muchos días. Él sonrió.

–Solo necesito una semana, Zane.

–Como ya te he dicho, quédate todo el tiempo que quieras.

–Gracias –ella parpadeó y le miró las lesiones–. ¿Te… Te molesta mucho?

–Mejor dicho, yo soy la molestia y Mariah está tragándose mi mal humor.

–Ahora podremos repartírnoslo entre las dos –comentó ella con un brillo fugaz en los ojos.

Él se había olvidado de lo que era estar con Jess. Era diez años más joven que él y siempre la había llamado su hermana pequeña. No la había visto mucho desde la muerte de Janie. Dominado por al remordimiento y la angustia, se había alejado voluntariamente de la vida de los Holcomb, ya les había hecho bastante daño.

–Levántame tu equipaje.

Se puso las muletas debajo de los brazos con la mano sana y arqueó los dedos.

–Te lo agradezco, Zane, pero puedo llevarlo. Pesa poco, solo he metido ropa de playa.

–Muy bien. ¿Por qué no te instalas y descansas un rato? Yo estoy ocupando esta planta. Tú tienes un ala para ti sola en la planta de arriba.

La siguió a través de las puertas correderas de roble que llevaban a la sala.

–Puedes mirar todo lo que quieras –siguió él–. También puedo decirle a Mariah que te enseñe la casa.

–No, no hace falta.

Ella miró alrededor, la amplitud del espacio, los techos abovedados, los interiores art decó con muebles contemporáneos… Él captó el desconcierto de ella. ¿Qué hacía Zane Williams, un artista country nacido y criado en Texas, viviendo en una playa de California? Cuando alquiló esa casa, con opción a compra, se dijo que quería un cambio. Estaba construyendo su segundo restaurante en la playa y le habían ofrecido algunos papeles en películas de Hollywood. No sabía si estaba hecho para actuar y las ofertas seguían sobre la mesa.

–Es una casa… preciosa, Zane –comentó ella por encima del hombros.

Él se acercó a ella.

–Solo es una casa, un sitio donde colgar el sombrero.

–Es un palacio junto al mar –replicó ella mirando su cabeza sin sombrero.

Él se rio. Por mucho que quisiera parecer humilde, la casa era una obra maestra.

–De acuerdo, tengo que darte la razón. Mariah encontró la casa y la alquiló. Es el primer verano que paso aquí. Al menos, la humedad es soportable, no llueve nunca y no hay amenazas de tormentas. Además, los vecinos son simpáticos.

–Un buen sitio para descansar.

–Supongo, si eso es lo que estoy haciendo.

–¿Acaso no lo es?

Él se encogió de hombros y le dio miedo haber abierto una lata de lombrices. ¿Por qué estaba contándole a ella sus pensamientos más íntimos? Ya no se trataban, no conocía casi a Jess como persona adulta y, aun así, habían tenido una conexión muy intensa.

–Claro que lo es. ¿Tienes hambre? Puedo decirle a mi empleada que te haga…

–No, no tengo hambre en este momento. Solo estoy un poco cansada por el viaje. Será mejor que suba antes de que me desplome. Gracias por mandar a la limusina para que me recogiera. Bueno, gracias por todo, Zane.

Jess se puso de puntillas y el roce de sus labios en la mejilla hizo que sintiera una opresión en el pecho. Su pelo olía a fresas en verano y ese olor se le quedó en la nariz mientras ella se retiraba.

–Bienvenida. Una sugerencia. El cuarto a la derecha de la escalera y el último del pasillo tienen las mejores vistas. Las puestas de sol son impresionantes.

–Lo tendré en cuenta.

Seguramente, su sonrisa fugaz quiso despistarlo. Podía fingir que no estaba pasándolo mal si quería, pero las ojeras y la palidez de la piel no mentían. Él lo entendía. Él había pasado por eso. Él sabía que el dolor podía asfixiar a una persona hasta dejarla sin aire. Él lo había vivido y seguía viviéndolo, y también sabía algunas cosas sobre el orgullo de la familia Holcomb.

¿Qué majadero dejaría a una mujer Holcomb plantada en el altar? Solo un necio muy grande.

 

 

Jessica aceptó el consejo de Zane y eligió el cuarto de invitados que había al fondo del pasillo. No por las puestas de sol, sino para no incordiarlo. La privacidad era un bien muy valioso. Sintió unas ganas incontenibles de dejarse caer en la cama y llorar como una Magdalena, pero consiguió dominarlas. Ya no sentía lástima de sí misma. No era la primera mujer a la que dejaban plantada en el altar. La había embaucado un hombre al que había amado y en el que había confiado.

Se dedicó a deshacer la única maleta y puso la ropa en una cómoda. Guardó los vaqueros, los pantalones cortos, los trajes de baño y la ropa interior en dos de los nueve cajones. Tomó los vaporosos vestidos con tirantes y se acercó al armario. Las puertas se abrieron suavemente con solo tirar un poco de ellas. El olor a madera se apoderó de ella mientras miraba ese espacio que era casi tan grande como la clase de primaria en el colegio de Beckon. Metió las delicadas perchas debajo de los tirantes de los vestidos y las colgó. Luego, puso las zapatillas deportivas, las chanclas y dos pares de botas en el suelo, debajo de la ropa. Su escaso vestuario casi ni se veía en el armario. Cerró la puerta, se apoyó en ella y miró la vista desde el dormitorio del segundo piso.

–Caray….

Las amplias ventanas permitían ver un mar infinito y un cielo satinado por el sol. Tragó saliva por la impresión, pero, de repente, una sensación estremecedora de pérdida se adueñó de ella.

Había perdido a su prometido y a su hermana con el hijo que esperaba.

–¿Te gustaría salir a la terraza?

Se dio la vuelta y le sorprendió ver a Mariah, la secretaria rubia y de unos cuarenta años de Zane, en la puerta. Llevaba trabajando para él desde antes de que se casara con Janie.

–Hola… Gracias, es posible que salga más tarde.

–Claro, tienes que estar cansada del viaje. ¿Puedo hacer algo por ti?

–No creo… Ya he deshecho el equipaje. Con una ducha y una cabezada estaré como nueva.

–Yo no estaré el resto del día. La señora López sí estará. Si necesitas algo, pídeselo.

–Gracias.

–Zane querrá cenar contigo. Cena justo antes de la puesta del sol –Mariah la miró con detenimiento y un gesto amable–-. Te pareces un poco a Janie.

–No creo, Janie era muy guapa.

–Yo veo un parecido. Si me permites decirlo, tienes los mismos ojos conmovedores y un cutis tan bonito como el de ella.

Tenía la piel blanca como un fantasma y diez pecas en la nariz. Sí, las había contado. Aunque nunca había tenido acné ni una sola espinilla. Efectivamente, su cutis no estaba mal.

–Gracias. Yo… Yo no quiero causaros ningún problema ni a ti ni a Zane. Estoy aquí, sobre todo, porque habría sido dificilísimo convencer a mi madre de lo contrario y tampoco quería preocuparla si me escapaba a algún sitio solitario para encontrarme conmigo misma. Mi madre ya ha tenido bastante y no quiero que se agobie por mí.

–Lo entiendo. En realidad, podrías ser lo que Zane necesita para hacer frente a las cosas.

Le pareció raro y Jess entrecerró los ojos como si quisiera encontrarle sentido.

–Lleva un tiempo… descentrado –le explicó Mariah sin entrar en detalles.

–Me lo imagino. Perdió a su familia, todos la perdimos –añadió ella.

Jess echaba de menos a Janie una barbaridad. La vida podía llegar a ser despiadada.

–Sí –reconoció Mariah–, pero estar cerca de la familia podría veniros bien a los dos.

Ella lo dudaba. Sería un incordio para Zane. Se limitaría a respirar un poco de brisa marina y volvería para hacer frente a la realidad. La humillación y el dolor habían hecho que saliera corriendo de Texas, pero tendría que acabar volviendo.

–Es posible –le concedió a Mariah.

–Bueno, que pases una buena noche.

Cuando se quedó sola, Jessica fue al cuarto de baño. El cuarto de baño tenía televisión, un jacuzzi enorme y una ducha laberíntica con tres alcachofas con mandos digitales. Introdujo algunas órdenes y la ducha cobró vida. Sonrió, se desvistió, abrió la puerta de cristal transparente y entró. Un chorro humeante la alcanzó desde tres sitios. Se enjabonó. Se quedó entre el vapor y los chorros de agua mientras la tensión acumulada le abandonaba los huesos. Salió seguida por el vapor y se secó con una toalla blanca y esponjosa.

Se vistió con unos pantalones cortos beis y una camiseta color chocolate. Esperaba que la cena con Zane no fuese protocolaria porque no había llevado nada mínimamente elegante. Se recogió el pelo en una coleta.

La diferencia horaria le pesaría como una losa más tarde, pero, en ese momento, la playa barrida por el viento la reclamaba. Se puso las chanclas y bajó la escalera.

El olor a una salsa especiada la llevó a una magnífica cocina de piedra y se encontró con una mujer mayor, ancha de caderas, que llevaba un mandil y murmuraba consigo misma.

–Hola, ¿es la señorita Holcomb? –le preguntó la mujer dándose la vuelta.

–Sí, soy Jessica.

–Yo soy la señora López. ¿Te gustan las enchiladas?

–Sí, huele de maravilla.

La señora López bajó la puerta del horno.

–Estarán preparadas dentro de media hora. ¿Quieres beber algo o tomar un aperitivo?

–No, gracias. Esperaré a Zane. Me alegro de conocerla. Volveré dentro de…

–¡Maldito seas mil veces!

La exclamación de Zane retumbó por toda la casa y Jessica se quedó petrificada. La señora López sonrió y sacudió la cabeza.

–Le cuesta vestirse, pero no permite que nadie lo ayude. No es un paciente muy bueno.

La dos sonrieron.

–Había pensado dar un paseo por la playa. Volveré mucho antes de la cena. Hasta luego.

Bajó unos escalones hasta que la arena cálida se le metió en las chanclas.

 

 

Allá, en su tierra, no había lagos o ríos que pudieran compararse con esa brisa que le acariciaba el pelo, con el sabor salado de los labios o con los reflejos dorados del mar. Sus pasos dejaban unas huellas muy ligeras que iban borrando las olas. Aunque el sol estaba bajo en el horizonte, sentía su calidez en la piel mientras paseaba por la playa. A su derecha, se veían las mansiones de la primera línea, y todas eran distintas unas de otras. Estaba tan absorta admirándolas que no vio a un corredor hasta que se paró justo delante de ella.

–Hola –la saludó con la respiración entrecortada.

Se quedó boquiabierta al mirarlo. Era Dylan McKay, uno de los actores más famosos y más guapos del mundo.

Él se agachó con las manos en las rodillas para recuperar el aliento.

–Dame un segundo.

¿Para qué? Quiso preguntarle ella, aunque se quedó clavada en la arena mientras esperaba e intentaba no fijarse en su torso desnudo. Entonces, se incorporó, le sonrió y ella estuvo a punto de desmayarse.

–Gracias.

–¿Por qué? –preguntó ella.

–Por estar aquí, por darme una excusa para dejar de correr.

Él se rio y sus dientes resplandecieron como el sol. Dylan McKay era la idea de hombre perfecto que tenían todas las mujeres con sangre en las venas. Menos ella, que sabía que eso no existía.

–Bueno… podría haber parado por su propia iniciativa, ¿no?

–No. Debería correr quince kilómetros al día. Estoy preparándome para un papel de marine.

Ella no iba a fingir que no sabía quién era ni que su bronceado cuerpo no estaba ya en plena forma.

–Entiendo. ¿Cuántos ha corrido?

–Doce –contestó él con culpabilidad.

–No está mal. No hay mucha gente que pueda correr doce kilómetros.

Él puso un gesto de alivio, como si agradeciera el estímulo de ella.

–Me llamo Dylan, por cierto –comentó él tendiéndole la mano.

–Yo soy Jessica –replicó ella estrechándosela.

–¿Somos vecinos? –preguntó Dylan con el ceño ligeramente fruncido–. Yo vivo allí –añadió señalando a una casa de tres niveles.

–Le verdad es que no. Voy a pasar unos días en casa de Zane Williams.

Ella captó lo que estaba pensando cuando arqueó las cejas con un brillo en los ojos.

–Él es… Es familia… –añadió ella.

–Conozco a Zane. Es un buen tipo.

–Él es… Mi hermana… Bueno, estaba casado con Janie.

Él tardó un instante en atar cabos.

–Siento mucho lo que pasó.

–Gracias.

–Bueno, creo que ya he recuperado el aliento. Solo me quedan cuatro kilómetros. Encantado de conocerte, Jessica. Dale recuerdos a Zane.

Se dio media vuelta y se alejó corriendo por la playa. Ella volvió hacia la casa eufórica y con una sonrisa en los labios. Era posible que, después de todo, haber ido allí no hubiese sido una idea tan mala.

Vio a Zane apoyado en la barandilla de la terraza y lo saludó con la mano. ¿Había estado observándola? Se sintió cohibida. Sus curvas no le permitían ponerse biquini y la blancura de su piel solo podía compararse con la corteza de un abedul.

Mientras subía la escalera, se fijó en la camisa de él, una camisa con un estampado hawaiano lleno de palmeras. Nunca había visto a Zane tan desenfadado y, sin embargo, parecía incómodo y desubicado en ese entorno.

–¿Te ha gustado el paseo? –le preguntó él quitándose las gafas de sol.

–Me gusta más que un paseo al cine Palace de Beckon.

Zane se rio con un brillo elocuente en los ojos.

–Hacía años que no pensaba en el Palace.

Él lo dijo con la voz ronca, como si hubiese vuelto a aquellos días en un abrir y cerrar de ojos. No había gran cosa que hacer en Beckon, Texas, y los sábados por la noche el aparcamiento del Palace era un hervidero de chicos y chicas del instituto que pasaban el rato y se besaban. Allí fue donde ella se dio el primer y torpe beso con Miles Bernardy. Era un bicho raro, pero ella no lo era menos. Allí también fue donde Janie y Zane se enamoraron.

–He conocido a uno de tus vecinos.

–A juzgar por el rubor de tu cara tiene que haber sido Dylan. Sale a correr a esta hora.

–No estoy ruborizada –replicó ella parpadeando.

–No te preocupes, les pasa a todas las mujeres.

–No soy una muj… Quiero decir, no se me cae la baba por una estrella de cine, faltaría más.

Él debería decir algo. Cuñado o no, era una superestrella de la música country, había ganado un Grammy, era moreno, medía algo menos de dos metros, tenía el mentón como cincelado en piedra y tampoco estaba nada mal. La prensa decía que era un viudo disponible que necesitaba amor. Hasta la fecha, habían sido considerados con él, algo raro para una superestrella. Tomó las muletas y levantó una para señalar hacia una mesa.

–Haces bien.

Había dos sitios puestos en una mesa enorme donde podrían caber cómodamente diez personas. Unas velas y un ramillete de flores adornaban los sitios que miraban hacia la puesta del sol.

–Es precioso, Zane. Espero que no te hayas tomado demasiadas molestias. No espero que actúes de anfitrión.

–No me he tomado ninguna molestia, Jess. La verdad es que como aquí casi todos los días. Me espanta sentirme encerrado en la casa. Dentro de una semana, podré abandonar este maldito enclaustramiento –replicó levantando la muñeca enyesada.

–Es una buena noticia. ¿Qué harás entonces?

–Me han dicho que tendré que hacer rehabilitación y seguiré resolviendo detalles sobre el restaurante –frunció el ceño y los ojos se le nublaron un poco–. No retomaré la gira hasta septiembre… si es posible.

Ella no indagaría sobre ese «es posible». Él apoyó una muleta en la mesa y consiguió sacar la silla de ella. Era todo un caballero. Luego, se dejó caer como pudo en su silla. Pobre Zane, esas lesiones lo sacaban por completo de su elemento.

La señora López apareció con unas fuentes.

–He hecho una jarra de margaritas para acompañar la enchilada y el arroz. ¿Prefieren té helado o un refresco?

–¿Jessica…?

–Una margarita me parece fantástico.

–Trae la jarra, por favor –le pidió Zane a la empleada.

Ella asintió con la cabeza y volvió al cabo de un minuto con la jarra y dos vasos.

–Gracias.

Zane se inclinó para tomar la jarra con la mano vendada. Su rostro se crispó cuando intentó sostenerla.

–Te ayudaré.

Jessica puso una mano debajo de la jarra y lo ayudó a verter el líquido en los vasos. Él alargó una mano y el roce de sus dedos sobre los de ella le produjo un hormigueo que le llegó hasta el corazón. Todavía estaban relacionados a través de Janie y ella agradecía su amistad en ese momento.

La comida era deliciosa y Jessica vació el plato en cuestión de minutos.

–Creo que no me había dado cuenta del hambre que tenía… y la sed –comentó ella mientras se servía otra margarita y daba un sorbo–. Mmm…

El sol se había puesto entre un despliegue de colores y media luna resplandecía en la noche. La playa estaba silenciosa y tranquila y solo se oía algún chasquido de vez en cuando. Zane dio un sorbo a su tercera margarita. Ella recordó que aguantaba bien el alcohol.

–¿Y cuáles son tus planes, Jess?

–Ir a la playa, ponerme morena y no cruzarme en tu camino. Debería ser fácil, este sitio es inmenso.

Él se rio y unas arrugas le rodearon los ojos.

–Puedes cruzarte en mi camino, pero, sobre todo, puedes hacer lo que quieras. Hay dos coches a tu disposición. Yo no puedo conducirlos.

–¿Cómo vas a los sitios?

–Normalmente, con Mariah. Me lleva cuando me necesitan en la obra del restaurante o en algún sitio. Si no, alquilo un coche.

–¿Cuántas de esas puedes aguantar? –le preguntó Zane señalando el vaso medio vacío de ella.

–Mmm… No lo sé. ¿Por qué?

–Porque si te caes de bruces, no podré levantarte para llevarte a tu cuarto.