Espejo de historias y otros reflejos - Jorge F. Hernández - E-Book

Espejo de historias y otros reflejos E-Book

Jorge F. Hernández

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Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños. Jorge F. Hernández

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Jorge F. Hernández

Espejo de historias y otros reflejos

E1 Ediciones

 

Para Aura, Santiago, Sebastián y todos los que me ayudaron a confirmar que las sombras amanecen.

 

El mundo es una mancha en el espejo.

 

David Huerta

 

 

Os entrego este librito no como

un lente para ver a los demás,

sino como un espejo.

 

Georg Christoph Lichtenberg

 

 

Pátina

Espejo de historias apareció en forma semanal —y luego, ocasionalmente— en el suplemento cultural El Ángel del periódico Reforma, de noviembre de 1993 a abril de 1996. Durante ese tiempo tuve la oportunidad de convivir y aprender de Christopher Domínguez Michael, Sergio González Rodríguez, Gerardo Kleinburg, Fernando de Ita y Andrés Ruiz, un grupo lúcido, pensante y polifacético. También agradezco la amistad de Rosa María Villarreal, Dinorah Basáñez, Lázaro Ríos, Ramón Alberto Garza y de todo el equipo que diseñaba, armaba y apoyaba los vuelos de El Ángel. En particular, a Alejandro Rosas que con su Relicario de historias ha dado continuidad magnificada al Cajón de historiador que también publiqué en Reforma de 1994 a 1996.

Los otros reflejos son un puñado de artículos que tuve el honor de publicar en el entrañable periódico El País, en su edición mexicana de junio de 1996 a febrero de 1997. Desde que llegaba a México —impreso en finísimos papeles como piel de cebolla—, los años que he vivido en Madrid con un ejemplar diario bajo el brazo, hasta el día de hoy —que llega puntualmente a la puerta de mi casa— El País es un magnífico mirador de los diferentes rostros del mundo y de los diversos paisajes de uno mismo.

Marco

Entre Clío y la loca de la casa, entre el pasado y el deseo, entre lo que soñamos y lo que vivimos, se debate no sólo el oficio de historiar sino también el placer de novelar. Quien contrae el silencioso gusto de la lectura no puede evitar que la historiografía suscite el acompañamiento instantáneo de lo imaginario y que las grandes novelas se vuelvan pasajes inolvidables de nuestra memoria personal. Entre la memoria colectiva —que se puede convertir en civismo institucional o palpitación cultural— y la memoria personal —que puede tener vigencia evidente o convertirse en mitología familiar— está el álgebra secreta de la lectura.

A veces leemos como si recordásemos textualmente a Mesopotamia o como si hubiésemos conocido al Quijote en persona. A veces recordamos párrafos íntegros de novelistas esenciales y creemos recordar puntualmente tramas verídicas o inventadas, de libros de historia o novelas ejemplares. También hay lecturas de paisajes conocidos que recorremos como si viajáramos a un país ignoto y personajes en párrafo que jamás imaginábamos que existían. Igual pasa con las lecturas al paso de los años que nos descubren que el desenlace de una trama no es como lo recordábamos o que las circunstancias de una batalla no fueron las que nos enseñaron en la escuela.

Inoculado con el mal de lectura, uno va conformando una torre de papel. El lector construye una Babel de párrafos, políglota e inacabable, como si fuese un cómodo refugio para escaparse del mundo cuando en realidad es el comprometido mirador para observarlo mejor. Desde su torre, Quevedo conversaba con los difuntos y escuchaba con su mirada a los muertos, pero también poblaba los desiertos, se reía de los serios y despertaba a los sueños de su poético letargo. Desde su torre, Michel de Montaigne abandonaba el bullicio de las plazas públicas para cabalgar por todo el mundo conocido a través de la montura incansable de sus ensayos. Desde su torre morada en San José de Gracia, Michoacán, Luis González nos ha revelado la monumentalidad de lo minúsculo, la trascendencia de lo efímero y que el pasado es impredecible.

Quizá encerrarse en los libros sea en realidad abrirse al mundo y montarse en las nubes de una torre de papel sea en verdad aterrizar cualquier andanza. El lector que profesa la detallada observación de los demás, como si se asomara constantemente a una ventana, en realidad está observándose a sí mismo con el mismo escrutinio con el que se mira al espejo. Quizá la conciencia esté diseñada en la forma de un libro y el paraíso sea de veras una biblioteca, como lo quiso Borges. Cada lector arma con el tiempo y con la lectura su particular refugio y observatorio, como si cualquier espacio destinado a convertirse en biblioteca fuera una forma de cifrar el universo de nuestras ideas y el páramo de nuestra imaginación. Como afirma Fernando Savater, nuestra biblioteca "es como la farmacia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse analgésicos y afrodisiacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desvela lo real".

Lo inabarcable y lo infinito caben sobre el espacio de una página. Sobre un interminable campo blanco una multitud de letras pueblan la mancha tipográfica que se descifra con palabras que son nombres, que señalan lugares y revelan sentimientos. Sobre una cuadrícula vertical que ennoblece a la madera, los libros pueblan los estantes con un juego policromado que los convierte en ventanas de lectura, prolongación de la imaginación, imitación de la vida, o incluso, su superación. Dueño de las páginas que congela en su memoria, el lector se vuelve el capitán Nemo al sumergirse en los inventos de cualquier novela y el Almirante de la Mar Océano a la conquista de todos los mares del pasado.

La literatura hace palpable a la imaginación: a riesgo de correr la suerte de Alonso Quijano, el lector alarga los días con cada noche que acompaña a Scherezade. Quizá porque, como dijo Pessoa, "la realidad no basta". La historiografía hace presente al pasado: a riesgo de no enterarse de alguna vicisitud actual o de alguna de las muchas trivialidades cotidianas, el lector resucita los gritos de la Conquista de México y el bullicio que en algún momento se escuchó sobre los prados de Waterloo. Quizá porque la actualidad no se explica por sí sola o porque también en esto "la realidad no basta". Imaginamos novelas porque queremos transformar al mundo como lo conocemos. Historiamos nuestra memoria porque queremos conocer al mundo como ya no es. Si la literatura es, como afirma Georges Bataille, "la infancia al fin recuperada", la historia sería la posible resurrección de la adolescencia en donde la prolongación de la imaginación infantil e ilimitada se combina con la sed insaciable por conocer y cortejar lo memorable. Enamorar a Clío con el amor incondicional del viajero sin fronteras, sabiendo que Mnemósina es inalcanzable.

Entre el ensueño y la realidad, parecería que el lector se evade en la quietud de sus páginas cuando en realidad está ante el estanque de papel que refleja y refracta su mirada. Más allá de las actas de nacimiento, carnets de identidad, calificaciones escolares, pasaportes de viajero, cuentas hipotecarias, finanzas consuetudinarias, recados secretos, decretos públicos, directorios y currícula... somos de papel. Frágiles como la hoja de un poemario, convencidos como cualquiera de las delgadas páginas de la Biblia, absortos como páginas de una crónica histórica y azorados como los párrafos de algún cuaderno de viajes. Somos lo que nos leyeron, lo que hemos leído y lo que leeremos. Somos leídos a diario como quien se recuerda nítidamente proyectado en un sueño o como si se disipara el vapor que acompaña al agua de todas las mañanas.

Somos de papel al leer leyéndonos, al recordar evocándonos, al resucitar a cada autor y cada personaje como si cada que se leyera La Ilíada parpadeara un ciego ante el Mediterráneo, como si cada que se leyera a Bernal Díaz del Castillo relinchara alguno de los anónimos caballos que llegaron por vez primera a América, como si al leer a Shakespeare reconstruyésemos el instante exacto en que se le ocurrió redactar una mirada de amor imposible. Desde que se inscribieron los Mandamientos en piedra, creemos en tanto esté escrito, creemos en tanto que se lea. También soñamos, y todo imposible se vuelve realizable en tanto queda impreso en papel y en nuestra vida, sobre la geografía de la mancha tipográfica y en el universo de nuestra propia imaginación. Somos de papel en cada libro y en la inevitable propensión a leer y recortar periódicos, en la filiación diaria o semanal que establecemos con escritores admirados y memorables que engrandecen la función de los periódicos, más allá de su finalidad informativa.

Se confirma que la torre es de papel. Antes y después de la invención de la imprenta, la memoria está plasmada en el perfume de los libros .y en la rugosa tersura de un pergamino. Con o sin ram de gigabytes o cd-rom interactivo, proyectada en celuloide o congelada en vhs, la imaginación se expresa en palabras impresas, escritas a mano, dichas en silencio o evocadas en la noche, que se preservan y trascienden en el espacio infinito de un párrafo o entre la selva incontenible de un verso. Si las bibliotecas inmensas o personales son como mares inabarcables formados por los mil y uno estantes de libros y los archivos históricos son los océanos de interminables legajos, oficios, folios, cartas y recados, de un tiempo a estos días los periódicos también se han acuatizado como navegaciones de nuestra memoria y embarcación de nuestros sueños.

Quizá la trascendencia de los autores más entrañables queda cifrada en sus libros y en la conformación de su obra, pero su palpitación —esa suerte de vitalidad visible— se expresa en periódicos. Me refiero sobre todo a los autores contemporáneos o, por lo menos, a quienes han hecho literatura desde que la prensa periódica se volvió parte indispensable del desayuno. Pero también me refiero a escritores de remotos antaños, pues sabemos que más de un gran poeta del pretérito, pensador medieval, novelista ilustrado, cuentista decimonónico o cronista desconocido habrían permanecido perdidos en la noche de la amnesia si no fuera por la valiosa labor de los suplementos culturales o de las furtivas páginas de los periódicos. De las gacetas dieciochescas al folletín decimonónico; de las novelas por entregas a los cuentos dominicales, los lectores hemos sido sorprendidos con las manos en la tinta. Ya presagiaba James Joyce el futuro prometedor de la literatura al redactar a Mr. Bloom entrando al baño con un periódico como confirmación del placer universal de la lectura de sanitario, reflexión en retrete, W. C. Wisdom o como quiera llamársele.

A través de las páginas de los diarios hemos seguido el pulso periódico que conforma un tipo de electrocardiograma literario de autores que, por ende, se nos vuelven más cercanos. Al lado del morboso seguimiento de las noticias, en las mismas páginas donde se nos indican los horarios de los cines y los resultados de cualquier competencia deportiva, está la maravillosa oportunidad de encontrar la novela de esos mismos sucesos, el cuento que se superpone a la realidad y la consuetudinaria tertulia con autores que se nos vuelven queridos. Es el caso de Jorge Ibargüengoitia y el oficio engendrador de las historias de Gabriel García Márquez. Es la ambulancia de adrenalina en prosa de Ernest Hemingway que completa los otros párrafos de su obra narrativa. Es el seguimiento casi homónimo de la lealtad que le concedemos a las letras del New York Times Review of Books. Es la expectación dominical que suscitan los extraordinarios párrafos de Antonio Muñoz Molina en El País Semanal, una bitácora de Nautilus literario, biografía de un auténtico Robinson metropolitano que complementa la perfecta simetría de sus libros.

Antonio Muñoz Molina sabe bien que la prosa de su lúcida pluma se refleja igual en la página de un libro que se lanza a la mar tranquila de la lectura intencional o en las delgadas hojas de un periódico que envuelven los misterios de la lectura accidental. En libro o en artículo recortado, Muñoz Molina sabe "que en alguna parte, muy cerca o al otro lado del mundo, hay un fantasma, un testigo, un cómplice de su soledad y su locura", quizá porque también sepa que reconocemos semejantes a través del papel y que nos leemos en los demás con una forma de camaradería que es también una de las formas más puras de la alegría. Elvira Lindo ha tenido el acierto de explicar que las novelas de Muñoz Molina son caldos de cocción lenta que luego del placer de su lectura enmudecen en los estantes hasta la publicación de otra novela, mientras que "los artículos y los cuentos suponen un alimento mutuo en esos tiempos de silencio, el lector mantiene vivo el contacto con el escritor, y el escritor, a su vez, mantiene un diálogo con el presente". En el dintel del poema “Viento entero”, Octavio Paz afirma que "El presente es perpetuo" y así como las historias verídicas están guardadas en los memoriosos volúmenes de la historiografía, la mirada cotidiana de los periódicos queda como una botella que se lanza hacia el incierto horizonte de los futuros. Dice bien Manuel Rivas que "lo que nunca olvidaremos de los periódicos, o de la radio y la televisión, es lo que tienen de literatura".

En una época en que los políticos se preocupan tanto por su legitimidad, sería encomiable que también se ocuparan de ser legibles. En este mundo tan invadido de comercializaciones y de publicidad, son loables los ejemplos de difusión que recurren a la inventiva por encima de la retórica engañosa. En esta realidad globalizada en que nunca faltan cíclicas confirmaciones del horror, es refrescante confirmar que aún se dan historias contables, azares insólitos y coincidencias inexplicables. Se podría multiplicar la afirmación, a la inversa, si agregamos que hay muchos historiadores sagaces, tenaces, persistentes y expertos gambusinos del dato pretérito, pero que al verter sus hallazgos en papel se vuelven lectura aburridísima, prosa insípida y estadística sin sentido.

Las historias que se reflejan en el espejo de estas páginas fueron escritas como remedio contra el tedio de la realidad repetitiva y alivio ante los incurables y, al mismo tiempo, impredecibles horrores de la colectividad. Estoy de nuevo con Manuel Rivas cuando explica que el periodismo y la literatura, como también podría decir que la historia y los historiadores, tienen valor cuando "sirven para el descubrimiento de la otra verdad, del lado oculto, a partir del hilo de un suceso. Para el escritor periodista o el periodista escritor la imaginación y la voluntad de estilo son las alas que dan vuelo a ese valor. Sea un titular que es un poema, un reportaje que es un cuento, o una columna que es un fulgurante ensayo filosófico". Lo mismo diría de los historiadores que escriben o los escritores que historian: historiadores o novelistas, no pueden sustraerse a los enrevesados equívocos de la ilusión, la fantasía que rodea e impregna todas las tonalidades de nuestra percepción. Entre la soñada realización de los deseos o la recordada impresión de la memoria, uno se pregunta como lo hizo Fernando Pessoa "si no será todo, en este total del mundo, una serie entre-insertada de sueños y novelas, como cajitas dentro de cajitas mayores —unas dentro de otras y éstas en más—, siendo todo una historia con historias, como Las mil y una noches, sucediendo falsa en la noche eterna".

Espejo de historias refleja algunas historias apócrifas de historiadores inexistentes. Son historias que pertenecen al reino de la imaginación aunque están sustentadas en temas, ánimos y circunstancias que tienen que ver con el oficio de la memoria. Son narraciones sonámbulas y no historiografías comprobadas que pretenden ser solaz lectura y no acusación identificable. Durante casi tres años, algunos lectores de este espejo quisieron reconocer en sus párrafos a personajes conocidos, como si mi intención al escribirlos llevara más bilis que tinta. No son cuentas, sino cuentos en donde intenté conjugar una inevitable propensión a la literatura que acompaña a la elegida vocación de historiador. Entre los rigores de la investigación que pretende ser científica, creo que el historiador debe procurar ser artista en la redacción de sus párrafos e intentar desacartonar su erudición con el atrevimiento de acompasar sus búsquedas con imaginación. Incluso, no veo muy descabellada la opinión de José Bergamín cuando afirma que "el historiador, si no es poeta, miente hasta cuando dice la verdad: pero si es poeta —si sabe decir, escribir para que se lea, para hacer legendario lo que pasa— dice la verdad, aunque mienta..."

Esto no debe leerse como una declaración de legitimidad de la mentira, sino como un opúsculo a favor de la imaginación. El pasado es mucho más que el territorio de la mnemotecnia; es un paisaje inmarcesible de emociones, ideas, sentimientos, deseos, sufrimientos y satisfacciones. "No hay otro medio de conocer a los hombres del pasado, escribe Alain Corbin en el prólogo a El territorio del vacío, que el de intentar apoderarse de sus miradas, vivir sus emociones."

En los estantes circulares o verticales de las bibliotecas, la literatura y la historia conviven y congenian. La historiografía de Luis González, no se limita a ser la mejor guía para viajar a los múltiples pasados de México, sino también una deliciosa lectura emparentada con los sueños de Juan José Arreola, los silencios de Juan Rulfo o la sabia comedia de las ironías de Jorge Ibargüengoitia. En la geografía de la imaginación, Macondo y la Mancha tienen coordenadas en la íntima cartografía de nuestras respectivas lecturas; Comala y Cuévano existen igual que la Isla del Tesoro de Stevenson o la Gran Tenochtitlan que conquistó a Cortés y a sus compañeros.

Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños.

Jorge F. Hernández

Enero mm

El globo de Bedoya

Para Aura, quince años en vuelo.

Para Santiago, siete años volando.

Para Sebastián, tres y trasatlánticos.

Epigmenio Bedoya es un fantasma más de los muchos que habitan el corazón de la Ciudad de México. De biografía inconclusa y complexión robusta, Bedoya es un aventurero de las aceras, parroquiano de mil cafés y filósofo pedestre. Para quien lo observe, parecería un habitante de novelas desconocidas, de esos cuya habitación más cómoda es un párrafo entre páginas y para quien los siglos no son más que cuadratines de una mancha tipográfica.

Don Epigmenio Bedoya viste a la discreta usanza de la burocracia enlutada: traje —en ocasiones, levita antigua—, zapatos y corbata negros con una camisa casi inmaculada. Su itinerario cotidiano arranca cada lunes con el cobro aviador en más de dos ventanillas de Palacio Nacional, liquidación de adeudos en la Librería Madero y en la zapatería El Borceguí, desayunos en su Palacio de los Azulejos o tentempié en la churrería del Moro. Don Epi insiste en llamar las calles y las cosas por su nombre: para él, el Eje Central es San Juan de Letrán y "los zapatos deben ser tan cómodos como un buen pretexto". Historiador sin título, las aulas de Bedoya han sido los edificios de tezontle y la Catedral sumergida del Zócalo.

Aunque se le podría ver en cualquiera de las líneas subterráneas que comunican a la inmensa Ciudad de México, Bedoya prefiere deambular por la superficie. En la biografía de Bedoya, los pequeños prados de la Alameda han enmarcado más de un discurso amoroso, los pilares del Palacio de Bellas Artes fueron refugio de una larga espera cuando aquella Inés lo dejó plantado y en los portales de Santo Domingo ha encargado todo tipo de letras: justificaciones de sus cobros sin trabajo de por medio, cartas-poder que le confió un primo adinerado de Colima para el cobro de una renta, y los versos para la mentada Inés.

Sin embargo, la verdadera magia de Bedoya no se encuentra ni en las entrañas del Metro ni en el pavimento de esta ciudad. Epigmenio Bedoya tiene un aeróstato. Se trata de una pequeña nave de madera, con un manubrio oxidado de bicicleta, que carga cuatro antiguos tanques de butano —ahora repletos de lo que él llama "un helio orgánico"— que sólo dejan espacio para dos pasajeros: el propio Bedoya y el rara vez invitado afortunado.

De los cuatro tanques, don Epi sólo confiesa que los llena en el Mercado de Jamaica, que contienen "polvos raros, licuados inconfesables, desperdicios de cualquier basurero y hasta hierbas de jamaica" y que con los cuatro tanques llenos "alcanza vuelos de hasta seis horas o seis siglos, que es lo mesmo". He aquí lo fantástico: el globo de Bedoya no es sólo el pasatiempo de azotea de un fantasma de la Ciudad de México, sino el anhelado invento de H. G. Wells. El globo de Bedoya, a medida que se eleva, viaja en el tiempo.

Como ya dije, Bedoya rara vez lleva invitados en su globo. Sin embargo, me consta que don Epi no sólo es un piloto experimentado, sino un excelente guía por los tiempos que recorre. Desde que despega la aeronave con helio de jamaica —desde la azotea de un edificio de estos finales de siglo xx— se observa la sutil transformación del paisaje urbano. En uno de los recorridos, la Torre Latinoamericana desaparece tras la bruma y el neblumo, cambiando el pavimento por el adoquín, y resucita en todo su esplendor el Convento de San Francisco el Grande. En otro viaje, el pasajero contempla desde la mayor altitud alcanzada por el globo de Bedoya un paisaje lacustre, poblado de taparrabos emplumados, envueltos en enigmáticos aromas de copal y sórdidos ritmos de tambores. Desde esa gran altura, uno observa la verdadera localización y grandeza del Templo Mayor, la opulencia de la casa de Motecuhzoma y, a lo lejos, la llegada de una hueste barbada que cabalga sobre un mundo llamado Conquista.

Según lo quiera el capitán Bedoya, el globo con góndola de madera puede sostenerse en una época por más de cuatro horas. Tiempo suficiente para observar deslices y comercios, diligencias y cortejeos, uniformes y bailables de un México virreinal o para cronometrar la expansión decimonónica de las avenidas y calzadas con el florecimiento de nuevas casas y palacetes. Suspendido en un equilibrio etéreo, el globo de Bedoya ha visto el paso de caballos y la aparición de automóviles, la entrada de Maximiliano y los balazos de Pancho Villa en la ahora calle de Madero. De hecho, según Bedoya, los cañonazos de la Decena Trágica —vistos desde su altura correspondiente— no fueron tal alarde de grandeza militar, como lo supuso el general Mondragón, sino "chiripazos y atinaditas en ese ajetreado revoltijo", como atestigua Bedoya.

Bedoya ha visto la sustitución de banderas en los balcones de las casas acomodadas —del bleu-blanc-rouge al verde-blanco y colorado—, los vítores con bombín en mano del "A'i va Madero" a los viva-vivas con anchos sombreros y calzón de manta zapatistas. Desde el globo de Bedoya se puede observar —a determinada altura— la instalación del Ángel de la Independencia y el renacimiento de la Calzada de la Emperatriz Carlota, rebautizada como Paseo de la Reforma. Pero, desde la fantástica suspensión de este globo y con sólo cambiar de altitud, también se puede observar el vuelo del mismo Ángel cuando la sacudió el terremoto de 1957.

Los vuelos de Bedoya confirman que la distancia ayuda a la óptica y que la observación suspendida confiere serenidad y sosiego. La Ciudad de México ocupa —si bien en expansión— el mismo espacio desde hace casi siete siglos, sus restos arqueológicos se encuentran sumergidos en las distintas capas de un subsuelo abundante en datos, recuerdos y cadáveres que son los recados palpables del pasado. Así como la transparencia del aire de este Anáhuac flota por encima de la inversión térmica, el rico caudal de nuestra historia es un paisaje de muchas alturas, de muchas capas que son épocas en donde se guardan los otros recados, impalpables, del pasado.

El aeróstato de Epigmenio Bedoya es imaginación sin sentido publicitario, creatividad sin afanes científicos y oficio de historiar. Sus viajes hacia el pretérito de nuestras alturas equilibran el inmenso peso de nuestro pasado con una graciosa levitación: la invención que comulga con la memoria, en donde la levedad se entiende como fineza y nunca como venialidad. Bedoya se inventa y recorre las calles de una ciudad siempre cambiante, levita, por sus pasados y conoce sus distintas caras como un raro observador absorto en la maravilla y el azoro de esta irrealidad navegable.

El laboratorio de Rosendo Rebolledo

En un lúgubre sótano del corazón de la ciudad más grande del mundo se oculta el laboratorio fantástico del doctor Rosendo Rebolledo. Aunque pocos pue den acceder a las fantasías que emanan de este amplio centro de experimentación, tengo para mí que se trata de un verdadero patrimonio de nuestra historia, baluarte de nuestra crónica y medidor inigualable de nuestras respectivas cronologías.

El curriculum fantasmal del doctor Rebolledo incluye un trienio de estudios preparatorianos en el Colegio de San Ildefonso y ocho años —literalmente, profesionales, pues reprobó cuatro veces anatomía y sólo con mordidas aprobó neurofisiología— en la Antigua Escuela de Medicina. El verdadero perfil que caracteriza a Rebolledo es que se trata de un auténtico habitante de lo que ahora llaman el Centro Histórico: Rosendo Rebolledo nació, creció, estudió y ha pasado todas sus vidas sin salir del Centro de la Ciudad de México. Salvo algunas escapadas a Tacubaya, un memorable pic-nic en San Ángel en 1942 y el inolvidable paseo a Xochimilco en 1962, Rebolledo no ha salido de ese mágico perímetro que reúne todos los sabores y poderes de México.

Sin embargo, Rebolledo conoce todos los confines del país y, más aún, tiene las suficientes pócimas en su laboratorio para asegurar que también conoce todas nuestras épocas, cualquier pretérito y todo hecho histórico. Su secreto es orgánico y científico, se desenvuelve entre matraces y tubos de ensayo y sólo será perceptible para algún visitante ocasional. A falta de recorridos geográficos, el doctor Rebolledo ha exagerado sus conocimientos geológicos; intercambio de paisajes y de cerros por frascos de creolita y manganeso. Tiene frascos con jugo de magueyes jaliscienses y tunas de San Luis Potosí que, combinadas con sus propias recetas rebollescas, le han permitido no sólo conocer esas comarcas, sino incluso vivir momentos culminantes de su historia.

Me explico: Rebolledo es uno más de los historiadores sin cartera y sin título que considera la aventura de los recorridos por el pasado como una de las formas más sublimes de la experimentación psicotrópica. Aunque discípulo de Hipócrates y poseedor de su título de galeno operario, el gran Rosendo lleva ya más de treinta años combinando peyote con jugos de tuna y cáscaras de guayaba con jarabes de chía, brebajes que le han permitido no sólo presenciar en vivo la entrada de Miguel Hidalgo a Guadalajara, sino incluso conversar con Francisco I. Madero en la cárcel de San Luis Potosí.

La mayoría de los frascos que se encuentran en su laboratorio fantástico son en realidad alimento y combustible para el conocimiento y vivencia de la Ciudad de México. En grandes garrafones color ámbar —que alguna vez fueron recipientes de la afamada marca homeopática Similia— el doctor Rosendo Rebolledo almacena desde limaduras de tezontle hasta raspaduras de cal y concreto —que él mismo ha raspado con su navajita de los afamados muros del centro de la ciudad. En unas inmensas cajas de madera —también homeopática— Rebolledo tiene un buen arsenal de varilla oxidada, aluminio moderno, cristales de colores, pedazos de semáforo (recogidos luego de choques automovilísticos en calles céntricas) y hasta confetis de desfiles célebres.

Las combinaciones de piedras con frutas, hongos con cal, minerales de diccionario con verduras de mercado, son cuidadosamente calculadas por este Doctor de los tiempos, de manera que al invitado se le ofrecen licuados o cocteles según su inquietud histórica: chocolate prehispánico, champurrado virreinal, licores independentistas, aguardientes liberales, infusiones conservadoras, humos imperiales o tequilas revolucionarios. El invitado pasa entonces a ocupar alguno de los espaciosos sillones y, a ojos cerrados y sin desplazarse, literalmente viajar por los pasados de México.

Aunque no se pueden revelar las recetas de Rebolledo, valga mencionar que con una combinación de menta, manzanilla y raspaduras de la fachada de la antigua Cámara de Diputados de la calle Donceles, Rebolledo logró aparecer en una de las fotos de paseo de don Porfirio Díaz. En otro viaje, Rebolledo combinó tezontle raspado del antiguo Palacio de Heras y Soto, de la actual calle de Chile, con hierbas que le trajeron de Guanajuato, y sólo así pudo presenciar la entrada triunfal dé Agustín de Iturbide a la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, aunque para él siguió siendo el 2 de marzo de 1984.

Viajes sin duración fija, con destinos que llegan a precisarse casi al instante deseado, los brebajes de Rosendo Rebolledo son una más de las confirmaciones de las bellezas de la musa Clío. Lejos de la pretensión y el acartonamiento, el oficio de historiar ofrece viajes ilimitados y sus circunstancias, aunque registrables y narrables, son alimento ideal de la imaginación y del ensueño. Ante el laboratorio secreto del doctor Rosendo Rebolledo nos queda la prohibida tentación de rascar los muros de nuestro pasado, confeccionar recetas de viaje al pretérito, combinando historias y biografías, como sólo se encuentra en el paralelo placer de la lectura.

Sueño de un sueco en México

De entre los mágicos libros que se encuentran en el laboratorio del doctor Rosendo Rebolledo, me permito transcribir en forma íntegra una nota insertada entre las páginas 346 y 347 del manoseado volumen "Suecia: sueño de los vikingos". Esta nota manuscrita por el doctor Rebolledo reafirma la universalidad de sus intereses científico-culturales y confirma el inagotable encanto de su laboratorio.

"Conocí a Ingemar Olaf Larsson ante una aromática penca de carne al pastor en una taquería de la calle Motolinía. Me sorprendió su tez transparente y el deslumbrante color rubio-blanco de su larga cabellera, pero despertó mi azoro la mirada devota —y perdida— con la que miraba girar la carne que acariciaba al fogón. Supongo que sintió mi interés y en perfecto castellano me dijo: 'No es que tenga mucha hambre. Sucede que me embelesan todos los tipos de giros, y más, si son ante el fuego...'.

"Sentí que por metiche me esperaba una larga perorata sobre danzas rituales ante fogatas y que el rubio era antropológico. Sin embargo, luego del obligado gesto de pagar la primera ronda de tacos, descubrí una verdadera revelación fantástica. Ingemar Olaf Larsson me contó el giro supremo de su vida: abandonar climas y prosperidades nórdicas por el solo afán de una aventura en México. Su embeleso por estas tierras comenzó con unos cursos de español, unas fotografías de las pirámides y un video que mostraba la historia de las corridas de toros en México.

"Pronto, su inclinación por convertir a México en un sueño o utopía lo llevó a configurar su mítica gira: voló a Nueva York, bajó en autobús a Texas y cruzó la frontera caminando. Llegó a esta antigua Ciudad de los Palacios con un ejemplar de la gira tarahumara de Antonin Artaud, una edición en inglés de Bajo el volcán de Lowry y una postal de Jorge Luis Borges fotografiado en Teotihuacán. A este bagaje hay que agregar dos pantalones, un espejo y el dominio —ya sin acento— de nuestro idioma.

"Habíamos terminado de comer cuando me invitó a caminar hacia la Alameda. Sobre la ya famosa calle de Cinco de Mayo me sorprendió su conocimiento de edificios, estilos y épocas que se alinean sobre esas aceras. Cruzamos la explanada de Bellas Artes y a espaldas del monumento a Beethoven —con el consiguiente rumoreo que suscita el merolico que siempre se encuentra por allí— prosiguió su retahíla de asombros y admiraciones. Lo común sería que dijera que me asombraba su amor por México con el clásico sólo los extranjeros aprecian sus bellezas... Sin embargo, no fue asombro, sino miedo lo que me provocaron sus palabras. Hablaba desde la palidez de un semblante casi inexistente y sus palabras, aunque sin acento, parecían emanar de la boca de un personaje más que de labios de una persona.

"Me contó que recorría diariamente la zona del Templo Mayor, que conocía cada metro de los túneles de la Catedral Metropolitana y que, todas las tardes, visitaba una pirámide sumergida que se encuentra en el patio de una casa de la calle de Argentina. Lo que inicialmente aprecié como devoción turística, me sonaba ya a fanatismo enloquecido.

"Mi gira en México, me dijo, consiste en la continuidad de los giros. Aquí la giro —como dicen ustedes— de girador, constante. Un día me ves de elegante corbata en la terraza del Hotel Majestic y, esa misma noche, me puedes ver perdido en una botella de mezcal entre los pilares de la Plaza de Santo Domingo... México es mi giro total: color y sombras, calores callados y gritos en pleno Zócalo".

"Cuando yo ya preparaba una discreta despedida (pues he de confesar el temor que me provocaban las ideas del sueco), Ingemar Olaf Larsson adivinó mi inquietud. Me dijo entonces que su gira sólo seguía el ejemplo de tantos otros viajeros extranjeros que han quedado atrapados por la fantasmagoría y la fantasía de nuestro México. Enumeró una larga lista de historiadores y novelistas que le han dedicado grandes obras y muchas horas a nuestro pasado y a nuestros entornos. Como si fuera clarividente, agregó lo que fueron las últimas palabras que escuché en esa gira con el sueco: 'Antes de que te alejes, te confieso una magia. Entre los miembros de mi familia hay quienes heredamos ciertas facultades con los giros: una tía podía derretir el hielo con leves movimientos de sus muñecas y un primo se hizo célebre cuando le inyectó movimiento a un muñeco de nieve con el ligero aletear de sus dedos, como si se tratara de un control remoto. Aunque en Suecia nunca logré tales sortilegios —a pesar de que dominaba desde joven las ancestrales consignas silábicas del Libro secreto de los Larsson— he descubierto que en México sí logro mis magias. Te he traído a La Alameda porque aquí hago mis mejores giros. Los hago todas las noches ante la escultura de esta belleza...', y con el índice me señaló la escultura de la muchacha que tiene los brazos amarrados atrás de la espalda y que se encuentra a unos pasos del Hemiciclo al Benemérito.

"Según me dijo el sueco, con la ayuda de unos giros silábicos y con el amparo de la noche, él era capaz de darle vida a la estatua de esa musa indefensa y, una vez que la despertaba, recorrían su romance por cuanto rincón del Centro Histórico se les antojara.

"Lamento informar que nunca más volví a ver a Ingemar Olaf Larsson y que, hace unos días, en una de mis frecuentes giras a las librerías de viejo de la calle Donceles se me informó de su lamentable fallecimiento. Se trata de un verdadero giro del azar: mientras revisaba los estantes sin ningún interés particular, descubrí un bello ejemplar en octavo mayor cuyo título encerraba el nombre Larsson. Mi amigo el librero me platicó que ese libro le fue vendido por la dueña de una vecindad cercana en donde a veces dormía y, finalmente, murió 'un sueco altote, paliducho y güero'.

"Con ayuda de un diccionario sueco-español, que compré junto con el bello ejemplar, logré traducir que se trataba del mismísimo Libro secreto de los Larsson. Aunque lamento no haber cultivado la amistad de Ingemar Olaf, hoy inicié mis clases de sueco en curso intensivo. ¿Será que logre ligarme a alguna estatua?" Firma: Rosendo Rebolledo, médico, abril, 1978.

El taxi de Patrimonio Balvanera

Me habían comentado sobre la posibilidad de viajar a Madrid desde la Ciudad de México sin desplazarse del Centro Histórico de esta ciudad. Se trataba de un enrevesado juego místico y misterioso que estaba estrechamente vinculado tanto con el biorritmo personal del potencial viajero, como de la configuración de las estrellas en el día elegido para el pase trasatlántico. De lograr la combinación esotérica, uno solo tendrá que cruzar de rodillas la calle Madero —del Palacio de los Azulejos al atrio del Templo de San Francisco— para encontrarse de pronto en plena Puerta del Sol. Sobra mencionar que nunca logré el anhelado pase ibérico y que sólo provoqué —en tres diferentes ocasiones y horarios— los embotellamientos más ridículos que ha conocido la antigua calle de San Francisco-Plateros.

Sin embargo, el azar y las circunstancias me jugaron una reivindicación. Aunque no llegué a Madrid, tuve la fortuna de viajar en el taxi de Patrimonio Balvanera, vehículo conocido por algunos como La nave del olvido y mencionado en algunos textos como El carruaje de los tiempos. Su caprichosa carrocería imperceptible y su silencioso deslizamiento por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México han hecho que sólo muy pocos viajeros hayan tenido la oportunidad de viajar en el taxi de Patrimonio, y contar con el privilegio de su conversación.

Para lograr la aventura, se precisa del cumplimiento de ciertos ingredientes: tener afición, o de plano amor, por la historia de la Ciudad de México; comer en algún restaurante del Centro Histórico (de preferencia con dos aperitivos suaves, mariscos de plato fuerte, postre de pura cepa nacional y dos digestivos semi-suaves) y extender la mano, exactamente a las seis de la tarde, en la esquina que hacen las calles de Bolívar y Venustiano Carranza. Exactamente a la seis de la tarde, ni un minuto más, ni uno menos.

Patrimonio Balvanera es moreno, regordete y feliz, a pesar de que ha sufrido los estragos de los siglos. Lleva tres siglos y medio transportando pasajeros ocasionales, víveres en peligro de descomposición y muchas décadas con el acarreo de libros, cuando su taxi era carreta. A mí me tocó en suerte verlo de traje con chaleco, al parecer contemporáneo, pero hay quienes aseguran que puede ir de casaca garigoleada y peluca blanca o de negra levita con chistera alta. Sea de rejoneador colonial o de chofer porfiriano, Patrimonio conjuga sus dotes de manejo con una conversación intermitente.