Esposa en público… y en privado - Maisey Yates - E-Book
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Esposa en público… y en privado E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Si quería seguir adelante con el engaño, tendría que comportarse como una esposa devota… tanto en público como en la intimidad "¡Dante Romani se compromete con su empleada!". Paige Harper no podía creerse que su pequeña mentira hubiera llegado a la prensa. La única manera de poder adoptar a la hija de su mejor amiga era fingir que estaba comprometida con su jefe, pero no había contado con las consecuencias... La prensa se había pasado años alimentando la mala imagen de Dante. Quizá aquel falso compromiso fuera la oportunidad para mejorar su reputación, pero él pondría las condiciones…

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Seitenzahl: 196

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Maisey Yates. Todos los derechos reservados.

ESPOSA EN PÚBLICO... Y EN PRIVADO, N.º 2270 - Noviembre 2013

Título original: Her Little White Lie

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3869-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Explícame esto o ya puedes ir recogiendo tus cosas y largándote de aquí.

Paige Harper levantó la mirada hacia los ojos negros y enfurecidos de su jefe. Tenerlo allí, en su despacho, bastaba para dejarla sin aliento y sin habla. De lejos era muy atractivo, pero de cerca era irresistible.

Le costó un enorme esfuerzo apartar la mirada y fijarse en el periódico que él había arrojado sobre la mesa. Al hacerlo se le formó un nudo en el estómago.

–Eh... –murmuró, agarrando el periódico–. Bueno...

–¿No tienes nada que decir?

–Esto...

–Te he pedido una explicación, señorita Harper. Y tus balbuceos no me están explicando nada –se cruzó de brazos y Paige se sintió diminuta en su asiento.

–Yo... –volvió a mirar el periódico, abierto por la sección de sociedad, y leyó el titular. Dante Romani se compromete con su empleada, y bajo el titular dos fotos, una de Dante, impecablemente vestido con un traje hecho a medida, y otra suya, subida a una escalera de mano, colgando los oropeles del techo para preparar la temporada navideña en las tiendas Colson’s–. Yo... –balbuceó de nuevo mientras leía rápidamente el artículo.

Dante Romani, el chico malo del imperio comercial Colson, quien la semana pasada llenó los titulares por despedir a un alto ejecutivo y hombre de familia y sustituirlo por un joven sin responsabilidades familiares, se ha comprometido con una de sus empleadas. Cabe preguntarse si el pasatiempo favorito de este infame empresario no será jugar a capricho con su personal. O las despide o las desposa.

A Paige se le revolvió el estómago. No se explicaba cómo había llegado el rumor a la prensa. Le había contado una mentira a la trabajadora social, pero confiaba en tener un poco de tiempo para deshacer el entuerto. Nunca, ni en sus peores pesadillas, se imaginó que llegaría a verse en esa situación.

Y sin embargo allí estaba, leyendo la mentira del siglo.

–Estoy esperando –la acució Dante.

–Mentí –confesó ella.

Él miró a su alrededor y Paige siguió su mirada sobre los montones de retazos de telas, cajas llenas de abalorios, aerosoles de pintura y chucherías navideñas desperdigadas por todas partes.

–Pensándolo bien –dijo, mirándola a ella de nuevo–, es mejor que no recojas nada y te marches ahora mismo. Te enviaré tus cosas por correo.

–Espera, no... –perder su empleo era impensable, tanto como que descubrieran su engaño. Lo último que necesitaba era que los servicios sociales descubrieran que le había mentido a Rebecca Addler en la entrevista de adopción.

Siguió leyendo el artículo.

Cuesta creer que alguien capaz de despedir a un empleado por dedicarle más tiempo a su familia que al trabajo pueda sentar la cabeza y convertirse en un hombre de familia. La pregunta es ¿podrá esta mujer del montón reformar al despiadado ejecutivo o será una más en la larga lista de víctimas que Dante Romani deja a su paso?

Una mujer del montón... Sí, así era ella. Incluso al mentir diciendo que estaba comprometida con el multimillonario más sexy de la ciudad se presentaba a sí misma como una mujer del montón.

Tragó saliva y se enfrentó a la airada expresión de su jefe.

–No es más que un rumor de la prensa amarilla. Nada que pueda tomarse en serio.

–¿Qué esperabas conseguir con esto? –espetó él con dureza–. ¿Tan ingenua eras que no pensaste en las consecuencias? ¿O lo has provocado deliberadamente?

Ella se levantó. Las rodillas apenas podían sostenerla.

–No, yo solo...

–Puede que tú no seas digna de aparecer en la prensa, señorita Harper, pero yo sí.

–¡Eh! –protestó ella, aunque su jefe tenía razón. No había más que mirar las fotos para ver las diferencias.

–¿Te he ofendido?

–Un poco.

–Pues imagínate cómo me siento yo al venir a la oficina y descubrir que estoy comprometido con alguien con quien apenas he cruzado cuatro palabras.

–Los dos estamos en la misma situación. No creía que esto pudiera filtrarse a la prensa. No... no esperaba que nadie lo descubriera.

–Pues te equivocaste. Lo he descubierto. Será mejor que te marches por tu propio pie y no me obligues a llamar a seguridad –se giró y se encaminó hacia la puerta, dejando a Paige con un nudo en el pecho.

–Señor Romani –lo llamó, desesperada–. Escúcheme, por favor –no se avergonzaba por tener que suplicarle. Estaba dispuesta a ponerse de rodillas si hacía falta.

–Es inútil. No me interesa nada de lo que tengas que decir.

–Porque no sé por dónde empezar.

–Puedes empezar por el principio.

Paige respiró hondo.

–A Rebecca Addler no le gustan las madres solteras. A ninguna trabajadora social le suelen gustar, pero esta me preguntó por qué Ana estaría mejor conmigo en vez de con una familia normal, con un padre y una madre, y yo le dije que tendría un padre porque iba a casarme. Y entonces se me escapó su nombre porque... bueno, porque trabajo para usted y lo veo todos los días. Fue el primer nombre que se me pasó por la cabeza.

–Ese no es el comienzo.

Paige volvió a tomar aire e intentó calmar sus caóticos pensamientos.

–Estoy intentando adoptar una niña.

Él frunció el ceño.

–No lo sabía.

–Tengo a mi hija en la guardería.

–No suelo ir mucho a la guardería...

–Ana es una niña pequeña. Ha estado conmigo casi desde que nació –al pensar en Shyla se le encogía el corazón. Su mejor amiga, tan hermosa y exuberante. La única persona que había disfrutado con las excentricidades de Paige en vez de limitarse a soportarlas–. Su madre ha muerto y yo me ocupo de ella. No hubo nada oficial antes de que Shyla... En cualquier caso, el estado tiene la última palabra sobre su futuro. Hasta ahora me han permitido cuidar de ella, pero la adopción es otra cosa. Hace dos días me reuní con la trabajadora social encargada del caso. No parecía probable que fueran a concederme la adopción y no me quedó más remedio que mentir. Sobre nosotros y el compromiso, pero no tenía nada que ver contigo, te lo aseguro.

No era del todo cierto. Lo había hecho pasar por su prometido porque era el hombre más atractivo que había visto en su vida y porque, al trabajar en el mismo edificio que él, más de una vez había fantaseado con intimar fuera del ambiente laboral. Su vida amorosa brillaba por su ausencia, y cuando Rebecca Addler insistió en que le diera el nombre de su novio, el único hombre en quien pudo pensar fue Dante. Y el nombre brotó de sus labios en lo que fue una más de sus muchas meteduras de pata. En lo que se refería a dejar con la boca abierta no había nadie que pudiera superarla...

–Me siento halagado –dijo Dante, arqueando las cejas.

Ella se llevó una mano a la frente.

–Es inútil que intente explicarlo, pero ahora no sé qué hacer. Se suponía que esto no aparecería en la prensa, y si ahora se descubre que no estamos comprometidos sabrán que he mentido y...

–Y entonces serás una madre soltera que además es una embustera –el tono de Dante era frío e impersonal.

Paige tragó saliva.

–Exactamente.

Era un riesgo del todo inaceptable. Sobre todo para Ana, su pequeña inocente e indefensa, lo mejor de su vida. Por nadie más sería capaz de rebajarse hasta el punto de hacer lo que estaba a punto de hacer: declararse a su jefe.

El hombre que la dejaba sin aliento cada vez que entraba en la misma habitación donde estuviese ella. El hombre que estaba tan lejos de su alcance que hasta la idea de una simple cita resultaba ridícula.

Pero aquello iba más allá de un enamoramiento pasajero o del temor al rechazo.

–Creo... creo que necesito tu ayuda.

La expresión de Dante permaneció inalterable. Era un hombre que jamás delataba sus emociones. El príncipe oscuro del imperio Colson, el hijo adoptivo de Don y Mary Colson. La prensa especulaba con que lo habían adoptado por la inteligencia que demostró tener a una edad muy temprana.

A Paige esas historias siempre le habían parecido muy tristes e injustas. Pero comenzaba a cuestionarse si Dante Romani no sería tan cruel y desalmado como los demás lo pintaban. Confiaba en que no fuera así, porque iba a necesitar su comprensión para arreglar aquel embrollo.

–No estoy en posición de brindar la ayuda que pides –dijo él.

–¿Por qué? –preguntó ella, levantándose–. No te necesito para siempre. Solo necesito...

–Que me case contigo. ¿No te parece que es pedir demasiado?

–Es por mi hija –declaró ella con una voz alta y cruda que resonó en el despacho. No se arrepentía de haberlo dicho. Haría cualquier cosa por Ana, aunque eso significara su despido inmediato. Por primera vez en su vida, había algo más importante que su propia seguridad y supervivencia. Algo por lo que merecía arriesgarse a otro fracaso. Uno más en su larga lista...

–Ella no es tu hija.

Paige apretó los dientes e intentó contener la ira.

–La sangre no lo es todo. Tú más que nadie deberías entenderlo –quizá no fuese la réplica más apropiada, pero era cierto.

Él la miró unos instantes, con la mandíbula apretada.

–No voy a despedirte... Por ahora. Pero quiero una explicación razonable. ¿Qué tienes en la agenda para hoy?

–Estoy ocupándome de los adornos navideños –dijo ella, señalando los objetos desperdigados por el despacho–. Para Colson’s y para Trinka –estaba preparando una serie de elegantes escaparates para los centros comerciales y algo más moderno para los negocios de ropa juvenil.

–¿Estarás en la oficina?

–Sí.

–Bien. No te vayas hasta que volvamos a hablar –se giró y salió del despacho, y Paige cayó de rodillas al suelo, con las manos temblándole y el cuerpo tan tenso que solo quería enroscarse sobre sí misma.

Era una estúpida, pero eso ya lo sabía. Había hablado sin pensar, como siempre, solo que en esa ocasión se había buscado un serio problema con el hombre que le pagaba el sueldo. Todo estaba en las manos de su jefe. Su futuro, su familia y su dinero.

–Es hora de aprender a pensar antes de hablar –se dijo a sí misma.

Por desgracia, ya era demasiado tarde para ello.

Dante acabó el último asunto pendiente de su agenda, devolvió el documento a su sitio y apoyó los codos en la mesa para mirar el periódico.

Había vuelto a leer la noticia al regresar a su despacho. Una feroz crítica al impostor de la familia Colson que manejaba a las personas como piezas en un tablero de ajedrez. El artículo estaba lleno de detalles sobre Carl Johnson, despedido una semana antes por haberse escaqueado de una importante reunión para asistir a una competición deportiva infantil.

La prensa se había encargado de airear el asunto, pues Carl había denunciado ser objeto de discriminación laboral. Para Dante no había nada discriminatorio en despedir a un empleado por ir al partido de béisbol de su hijo en vez de asistir a una reunión preceptiva. Por desgracia, la prensa lo había utilizado para cargar contra él y su falta de escrúpulos por la decencia humana.

Pero el artículo también decía algo interesante... ¿Podría Paige Harper reformarlo? La idea le hacía gracia. Apenas tenía contacto con ella. Él la dejaba hacer su trabajo, pues lo hacía bien y no había necesidad de implicarse. Por otro lado, era imposible no advertir su presencia cuando se movía por la oficina como un torrente de energía desbordada. Y Dante tenía que admitir que sentía curiosidad. Era una ventana a un mundo de luz y color en el que él nunca se fijaba y en el que nunca habitaría.

Pero, por mucho que lo intrigase, no era el tipo de mujer a la que se le ocurriera abordar.

Al menos hasta ese momento...

¿Podrá esta mujer del montón reformar al despiadado ejecutivo?

Dante no tenía la menor intención de reformarse, pero ¿y si dejaba que la prensa lo hiciera creer? Podría haber exigido una retractación nada más leer la noticia... podría dejarlo correr. Que los medios cambiaran la imagen de violento sociópata que habían creado de él cuando, siendo un chico adoptado de catorce años, salió a la escena pública y todo el mundo dio por hecho que era poco menos que un criminal. Su imagen se vendió antes de que él pudiera hacer nada, y por ello nunca se había molestado en intentar cambiarla.

Pero de repente se le ofrecía una herramienta que tal vez pudiera cambiar las cosas.

Se giró hacia la ventana y contempló la vista del puerto. Aún seguía viendo la expresión de Paige, el profundo temor y desesperación que reflejaban sus ojos. La prensa no mentía en algunas cosas sobre él, y una de ellas era su falta de sensibilidad.

Pero no podía dejar de pensar en ella, ni en la niña pequeña. A Dante no le gustaban los niños y no albergaba el menor deseo de ser padre, pero él también había sido niño y huérfano y se había pasado ocho años pasando de una familia adoptiva a otra, viviendo a merced del Estado o de unas personas que solo le hacían daño.

¿Cómo iba a permitir que la pequeña Ana corriera la misma suerte que él? Aunque recalase en una buena familia, nadie podría quererla tanto como parecía hacerlo Paige.

¿Y a él por qué debería importarle? Era la pregunta del millón de dólares. Nunca se preocupaba por nadie. No estaba en su naturaleza.

La puerta de su despacho se abrió y entró Paige. O mejor dicho, irrumpió con la fuerza de un viento huracanado. Llevaba un bolso dorado colgado del hombro, a juego con las zapatillas que añadían cuatro centímetros a su estatura. También llevaba un rollo de tela bajo el brazo, junto a un gran bloc de dibujo. Se dobló por la cintura para dejarlo todo en la silla que había frente a la mesa, estirando la falda sobre la curva del trasero, y se pasó la mano por su melena castaña oscura, revelando unas mechas rosas ocultas bajo las capas superiores.

Era una mujer que brillaba con luz propia y no había manera de ignorarla. Lucía un maquillaje tan radiante como el resto de su persona: verde lima en los párpados, carmín magenta en los labios y esmalte a juego en las uñas.

–¿Querías verme antes de que me fuera?

–Sí –respondió él, apartando la vista de ella por primera vez desde que entró en el despacho. Paseó la mirada por los objetos que Paige había dejado de cualquier manera en la silla y sintió el impulso de guardarlos o colgarlos de una percha.

–¿Vas a despedirme?

–No lo creo... Cuéntame más de tu situación.

Ella frunció el ceño e hizo una mueca con los labios.

–En pocas palabras, Shyla era mi mejor amiga. Nos mudamos aquí juntas. Ella se echó un novio, se quedó embarazada y él la dejó. Durante un tiempo todo fue bien porque estábamos juntas. Pero al dar a luz a Ana se puso muy enferma, perdió mucha sangre en el parto y... se le formó un coágulo en los pulmones –se detuvo para tomar aire–. Murió y nos quedamos Ana y yo solas.

Dante sofocó la extraña emoción que le traspasó el pecho al pensar en una niña huérfana.

–¿Y los padres de tu amiga?

–La madre de Shyla murió. Su padre aún vive, que yo sepa, pero no podría ni querría ocuparse de una niña pequeña.

–Y tú no puedes adoptarla a menos que estés casada.

Ella dejó escapar una exhalación y se puso a caminar de un lado para otro.

–No es tan sencillo. No hay ninguna ley que lo exija, pero Rebecca Addler, la trabajadora social, no ocultó su disgusto cuando vio mi apartamento.

–¿Qué le pasa a tu apartamento?

–Es pequeño. Es un lugar agradable y está en un buen sitio, pero es pequeño.

–Las viviendas son muy caras en San Diego.

–Sí. Muy caras. Por eso no me puedo permitir una casa más grande y Ana tiene que compartir un cuarto conmigo. Sé que un apartamento en un quinto piso no es el lugar ideal para criar a un niño, pero mucha gente lo hace.

–Entonces ¿por qué no puedes hacerlo tú? –quiso saber Dante, sintiendo como la frustración crecía en su pecho.

–No lo sé. Pero así me lo dio a entender al decirme que Ana estaría mejor con un padre y una madre. Me quedó muy claro que no quería concederme la custodia... y me entró el pánico.

–¿Y cómo acabó mi nombre en la prensa?

Ella se puso colorada.

–No sé cómo pudo ocurrir. Rebecca jamás haría algo así. Tal vez lo hizo quien se ocupó del papeleo, porque ella escribió una nota.

–¿Una nota?

–Sí.

–¿Qué decía?

–Tu nombre. Que estábamos recién comprometidos. Dijo que tal vez fuera útil.

–¿Y no crees que se debe a que soy millonario más que al hecho de que vayas a casarte?

No se hacía ilusiones sobre su encanto. O mejor dicho, sobre su falta de encanto. Lo único de él que atraía a las mujeres era su dinero. Aquella trabajadora social no sería una excepción. Económicamente hablando, podría mantener a uno o varios hijos. Una forma lamentable de decidir el parentesco.

Pero así funcionaba el mundo. Lo había aprendido pasando de la indigencia a tener más de lo que podría gastar.

–Es posible –admitió ella, mordiéndose el labio inferior.

El teléfono empezó a sonar y Dante conectó el altavoz.

–Dante Romani.

La nerviosa voz de su ayudante llenó el despacho.

–Señor Romani, la prensa ha estado llamando toda la tarde para pedir una declaración sobre... sobre su compromiso.

Dante fulminó a Paige con la mirada, pero ella no pareció inmutarse. Tenía la mirada perdida en la ventana que daba al puerto y se enrollaba un mechón en el dedo mientras le temblaban las rodillas. Era, sin lugar a dudas, la criatura más descuidada que había conocido.

–¿Una declaración? –repitió, sin saber cómo iba a manejar aquello.

De cara a la prensa iba a casarse con Paige y adoptar una niña con ella. Desdecirse un día después de haberlo hecho público acabaría con los últimos vestigios de honorabilidad y decencia que aún pudiera tener en la sociedad. Tal vez le faltara tacto y encanto, pero tampoco quería aparecer en los medios como una especie de asesino en serie.

Si las cosas empeoraban, y todo parecía indicar que así iba a ser, los negocios se verían seriamente afectados. Y eso era del todo inaceptable. Don y Mary Colson habían adoptado a un hijo para que heredase su imperio y su fortuna. No podía fracasar.

Y luego estaba Ana. A Dante no le gustaban los niños ni quería tenerlos, pero los recuerdos de su propia infancia como niño huérfano que iba pasando de un hogar adoptivo a otro eran demasiado persistentes.

¿Correría Ana la misma suerte que él? ¿Tendría la suerte de encontrar una familia buena y cariñosa? Lo único que estaba claro era que Paige la quería y se preocupaba por ella.

Para Dante aquella preocupación le resultaba ajena y extraña, pero no podía negar su existencia. Era real y muy intensa. Había que salvar a una niña inocente de los horrores de la vida. Unos horrores que él conocía demasiado bien.

–Quieren detalles –le dijo Trevor.

Dante clavó la mirada en los ojos de Paige.

–Claro... –«y yo también»–. Pero tendrán que esperar. En estos momentos no tengo ningún comunicado –pulsó el botón para desconectar el interfono–. Pero voy a necesitar uno –le dijo a Paige. Un plan empezaba a cobrar forma en su cabeza. Una manera para convertir aquel desastre potencial en algo que pudiera beneficiarlo. Pero antes quería oír una explicación–. ¿Qué sugieres que hagamos?

Paige dejó de mover la pierna.

–¿Casarnos? –dijo con una expresión desesperanzada–. O al menos, mantener el compromiso durante un tiempo...

Nadie se había preocupado nunca tanto por él desde que perdió a su madre biológica. No perdía tiempo en lamentos. Era demasiado tarde para eso.

Pero no era demasiado tarde para Ana.

Bajó la mirada al periódico. No solo sería por Ana, sino también por él. Por fin se le presentaba la oportunidad para cambiar la mala fama que tenía en la prensa. Durante años lo habían presentado como un chico adoptado, arisco y desagradecido que no tenía sitio en la familia Colson. Y al crecer la imagen había cambiado a la de un jefe implacable y un amante sin escrúpulos que seducía a las mujeres con promesas, dinero y mentiras para luego deshacerse de ellas.

¿Cómo sería su vida si la gente lo viera de otro modo? Un matrimonio de verdad era absolutamente impensable, pero ser visto como un ángel en vez de como un demonio... La idea era tentadora. Y le facilitaría considerablemente las negociaciones comerciales.

Hacía tiempo que había dejado de importarle lo que pensaran de él, a menos que esa opinión afectara sus negocios. Y sabía que mucha gente se había negado a hacer tratos con él por culpa de su mala reputación.

Un mujeriego peligroso, cruel y despiadado. Lo habían llamado de todo, la mayoría de veces sin fundamento. ¿Cómo sería dar la imagen de un hombre de familia? Aunque no fuera algo permanente, bastaría para cambiar la opinión que tenían de él.

Sí, la idea era ciertamente tentadora...

¿Podría ella reformarlo?, se preguntaba la prensa. Pero la pregunta era ¿podría él valerse de ella para cambiar su imagen?

Por un breve instante se permitió pensar en las muchas maneras en que podría usar a Paige, en todas las fantasías que había tenido con ella desde que empezó a trabajar para él y que siempre había mantenido encerradas en el fondo de su mente.

Las contempló unos pocos segundos y volvió a encerrarlas. No era el cuerpo de Paige lo que necesitaba.

–Está bien, señorita Harper. Con el fin de mantener las apariencias, acepto tu proposición.

Los azules ojos de Paige se abrieron como platos.

–¿Qué?

–He decidido que me casaré contigo.

Capítulo 2

Paige sintió que el suelo se estremecía bajo sus pies. Pero Dante permanecía imperturbable y todo parecía estable, de modo que el estremecimiento debía de ser interno.

–¿Tú... qué?

–Acepto. Al menos a un nivel superficial, hasta que se calme el revuelo mediático.

–Pero... Está bien –balbuceó, mirando a su jefe. Se había puesto de pie tras la mesa y sus movimientos eran metódicos, seguros y controlados.