Esposo solo de nombre - Barbara Dunlop - E-Book

Esposo solo de nombre E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Todo el mundo decía que eran la pareja perfecta… pero ¿era su acuerdo de boda demasiado bueno para ser verdad? Lo último que la ambiciosa arquitecta Adeline Cambridge deseaba en aquellos momentos era convertirse en una mujer casada. Sin embargo, tras una noche de pasión con el apuesto congresista Joe Breckenridge en la que se quedó embarazada inesperadamente, su familia insistió en que se unieran en matrimonio. Con los posibles escándalos que los amenazaban, aquel acuerdo secreto con Joe era la mejor salida para ambos. ¿Terminaría en lágrimas aquella unión entre dos poderosas familias o acaso habría encontrado Adeline un apasionado compañero de vida?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Barbara Dunlop

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esposo solo de nombre, n.º 2163 - septiembre 2022

Título original: Husband in Name Only

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-865-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Katie Tambour, mi mejor amiga y compañera de estudios en Cal State, estaba de pie sobre una silla de mi minúsculo comedor, deslizando un detector sobre la pared.

–No hay por qué colgarlo –le dije.

–Yo colgué el mío esta mañana –respondió–. Soy una profesional.

Mi flamante título de doctorado, muy lujosamente enmarcado, estaba a sus espaldas, sobre la pequeña mesa de la cocina. En aquellos momentos, me había convertido en doctora oficialmente. Adeline Emily Cambridge, doctora en arquitectura y planeamiento urbano.

–Tú no te vas a mudar –señalé.

A Katie le habían ofrecido un puesto en Sacramento para dar clases de Física y Astronomía en el campus de Cal State. Solo era a tiempo parcial, pero sus padres vivían en la ciudad, con lo que tendría muy pocos gastos mientras engordaba su currículum.

–Tú también te vas a quedar más tiempo –replicó ella.

–Puede…

En realidad, no tenía prisa alguna en marcharme de California. Me había pasado los últimos nueve años de mi vida disfrutando del sol y del templado clima del estado, de un relajado estilo de vida y de una sensación de libertad y de autosuficiencia.

–¡Aquí! –exclamó Katie, encantada

Efectivamente, me sentía cómoda y feliz en mi pequeño apartamento. Estaba cerca del campus y del río y desde el balcón podía disfrutar de una fresca brisa en los cálidos días de verano. A aquellas alturas del mes de mayo, disfrutaba ya de un dorado bronceado por las horas que me pasaba leyendo, estudiando y escribiendo sentada allí, sobre mi hamaca favorita.

–Dame el martillo –dijo Katie mientras extendía la mano hacia atrás, totalmente a tientas.

–No debo hacer agujeros en las paredes sin que me den permiso.

–Es un agujero muy pequeño.

–Ya sabes que tuve que pagar una fianza para cubrir posibles daños.

–No se dará cuenta nadie de que hay uno más –repuso Katie inclinando la cabeza hacia la escultura de cristal que tenía a su izquierda. Era cierto que había necesitado hacer tres agujeros para aquella pieza y que eran mucho más grandes que el que Katie iba a utilizar para mi título.

–Está bien –dije con resignación mientras le entregaba el martillo–. Adelante. Destroza mis paredes.

Katie se echó a reír y me entregó el detector a cambio del martillo.

–Te va a encantar ver esto. Y deberías utilizar el título. Firmar como doctora Cambridge o algo así. Te aseguro que yo voy a firmarlo todo como doctora Tambour durante un tiempo.

–Si lo haces, la gente te pedirá consejo médico.

Katie comenzó a golpear suavemente el clavo contra la pared.

–Les diré que se trata de un doctorado en Física y empezaré a explicar a Planck a todas horas. Eso hará que me dejen de preguntar.

–Ni que lo digas.

Tras haberse asegurado de que el clavo estaba firme, Katie se giró para tomar el título enmarcado. Tras colgarlo, se aseguro de que estaba recto. Entonces, se bajó de la silla se y se colocó a mi lado.

–Perfecto.

Yo no pude evitar preguntarme cuánto tiempo permanecería aquel marco colgado antes de que lo empaquetara en una caja de mudanzas.

–Ayer me hicieron una oferta de trabajo muy rara –dije. Llevaba un tiempo tratando de apartar aquella extraña carta de mi pensamiento, pero sabía que ignorarla no era la respuesta.

–¿Rara en qué sentido?

–Sorprendente… desconcertante… No sé cómo describirla exactamente.

Me dirigí hacia la encimera de la cocina y tomé la carta. Mientras se la entregaba a Katie, me fijé en el elegante membrete de tres colores de Windward, Alaska.

Katie se sentó en una silla junto a la puerta abierta del balcón, cerca de la copa de merlot que había abandonado hacía veinte minutos, y comenzó a leer. Supe perfectamente el momento en el que comprendió lo que estaba leyendo.

–¿En serio?

–Yo no me he presentado al puesto. De hecho, ni siquiera sé cómo saben sobre mí.

–Publicaste tu tesis y la ceremonia de graduación fue retransmitida en directo por internet. No se puede decir que seas una completa desconocida.

Katie leyó la descripción del proyecto. Se trataba de diseñar y construir un complejo artístico y cultural para la educación en las bellas artes, además de un espacio para una galería y zona de recreo y restauración en la tercera ciudad más grande de Alaska.

Me senté en el sofá y tomé mi copa de vino de la mesa que se interponía entre nosotros.

Era mi trabajo soñado. De eso no tenía ninguna duda. Además, no podía engañarme. En circunstancias normales, no conseguiría nada parecido a aquello sin al menos diez años de experiencia. Además, había un detalle que me hacía aún más idónea para el puesto. Yo era originaria de Alaska.

–Pero… –murmuró Katie mirándome con consternación–, dijiste que…

–Que nunca, nunca volvería a casa.

–En ese caso, tendrás que esperar a recibir más ofertas de trabajo –repuso Katie rápidamente, mirando la pared–. Ya tienes la decoración y todo lo demás.

Podía esperar más ofertas.

Debería hacerlo.

Lo haría.

–O podrías reconsiderar lo de Tucson –añadió Katie–. O lo de Reno, pero allí hay serpientes y toda clase de bichitos. Creo que no saldrías viva de allí.

–Bueno, en Alaska hay osos.

–¿De verdad estás considerando lo de Alaska? –le preguntó Katie curiosidad.

Katie se terminó su copa de vino y se levantó. Se volvió a llenar la copa y me indicó si quería más.

–Por favor. Tengo que contestarles en un sentido o en otro.

Podría rechazar todas las ofertas y quedarme un mes más en California esperando que me surgiera algo mejor. El dinero no era problema, pero quería empezar a trabajar. Después de defender mi tesis y haber recibido oficialmente mi título, quería dar los primeros pasos en lo que iba a ser el resto de mi vida.

–El alcohol siempre me ayuda cuando tengo que tomar decisiones importantes –bromeó Katie mientras se me acercaba con la botella–. Me ayuda a pensar y a poner los puntos sobre las íes.

Le ofrecí la copa para que me la llenara.

–En ese caso, brindemos por los puntos sobre las íes. Salud –añadí, con la voz de Katie al unísono.

Volvimos a tomar asiento.

A los pocos instantes, comprendí que había eliminado todas mis posibilidades. Tomé un trago de vino para armarme de valor. Katie pareció intuir mi decisión.

–Me parece que te vas a Alaska.

–Mi padre, un profesional de éxito, está en Alaska. Mi tío, un profesional de éxito, está en Alaska –comenté mientras dejaba escapar un suspiro de desesperación ante los recuerdos de mi infancia en la mansión de los Cambridge–. Todas las expectativas y las presiones familiares están en Alaska.

–Bueno… ¿a qué distancia está Windward de Anchorage?

–No la suficiente.

–Pero no hay carretera, ¿verdad?

–Mis hermanos saben pilotar un avión. Usan los de la empresa.

–Tienes veintisiete años. No te pueden obligar a algo que no quieras hacer.

Me incliné hacia la mesa y volví a tomar la carta. La releí. Katie habló antes de que yo terminara.

–Yo podría ser tu acompañante…

–¿Acompañante por qué? ¿Acaso vamos a salir esta noche?

–Podría irme a Alaska contigo.

Yo la miré sorprendida, segura de que estaba bromeando.

–Hablo en serio –afirmó Katie–. Las clases no empiezan hasta septiembre. Puedo preparar el curso desde cualquier sitio.

–¿Es que piensas protegerme de mi padre y de mi tío?

–O de los osos. No te olvides de los osos.

–No te ofendas, Katie. Me encantaría que me acompañaras a dondequiera que yo vaya. Eres la mejor amiga que he tenido nunca, pero no me serviría de nada. Esos dos son una fuerza de la naturaleza.

–¿Acaso yo no lo soy? No creo que se te haya pasado por alto que soy doctora en Astronomía. Ahora mismo tengo el título colgado en mi pared. Y por si no lo sabes, permíteme que te diga que el lugar en el que la naturaleza es más fuerte es en un agujero negro supermasivo. Yo los he estudiado y sé mucho más que la mayoría sobre el colapso gravitacional, el gas interestelar y los núcleos galácticos activos.

–Absorben la energía de todo lo que pasa a su lado, ¿verdad?

Katie arrugó el rostro al escuchar una explicación tan simplista.

–A nivel astronómico, básicamente sí… sí…

–Pues eso lo hacen también mi padre, Xavier, y mi tío Braxton.

Katie parecía confusa.

–No sé lo que quieres decir con eso. ¿Me voy a Alaska contigo?

 

 

El aire de media tarde era cálido y limpio cuando salimos del avión para pisar el asfalto del aeropuerto de Windward, en Alaska.

–¿Hueles eso? –le preguntó Katie maravillada.

–¿El qué?

–¡Nada! Precisamente. Es limpio y puro, como las burbujas que salen de un carísimo champán. Mis pulmones aún no se lo creen.

–Aquí no hay industrias pesadas –comenté. Al igual que Katie, aspiré profundamente y recordé la pureza de aquel aire–. Al oeste, solo está el océano, más de seis mil kilómetros hasta llegar a China. Al este, está el norte de Canadá, que tampoco es un hervidero de emisiones industriales. Y al norte tenemos tres parques nacionales.

Entramos en el edificio de la terminal a través de unas puertas correderas y dejamos atrás el ruido de las pistas. Todo parecía más moderno desde la última vez que estuve allí, aunque seguía siendo un aeropuerto minúsculo comparado con Anchorage.

Mientras nos dirigíamos a recoger nuestro equipaje en el único carrusel que había en todo el aeropuerto, vi una fotografía en la pared. Resultaba evidente que se trataba de un gesto de homenaje, tal vez por la renovación del aeropuerto.

El congresista Joe Breckenridge me sonreía con condescendencia. Experimenté una sensación de ansiedad en el estómago. Me dije que solo era una fotografía. El verdadero Joe Breckenridge estaba muy lejos, en Washington D.C. Se pasaba gran parte de su vida allí y el resto entre Anchorage y Fairbanks, donde vivían la mayoría de sus votantes y su familia, en un rancho en la península de Kenai. A pesar de todo, no podía evitar la sensación de que los muros de Alaska estaban empezando a encerrarme.

Recogimos rápidamente las maletas y salimos de la terminal para tomar el autobús que nos iba a transportar al hotel. Cuando atravesamos las puertas, el autobús de cortesía del Redrock Hotel ya estaba esperando junto a la acera.

El conductor se nos acercó. No llevaba uniforme, tan solo unos vaqueros negros y un polo dorado con el emblema del hotel bordado en el pecho. Tras comprobar que teníamos reserva en el hotel, se hizo cargo de nuestras maletas mientras nosotras nos subíamos al autobús.

Había una pareja de más edad ya sentada en los asientos delanteros del pequeño autobús. Nos sonrieron y asintieron cuando pasamos a su lado. Nos acomodamos tres filas más atrás.

Instantes después, el conductor subió al autobús y cerró la puerta.

–¡Qué rápido ha sido todo! Ya vamos de camino hacia el hotel. ¡Menudo servicio! –exclamó Katie mirando por la ventana–. Me encantan las montañas. Mira qué montón de árboles.

–Aquí hay bosques hasta en la costa –comenté.

–¡Y hay nieve en lo alto!

Vi que la mujer que iba sentada delante de nosotras se daba la vuelta para mirarla. Probablemente le divertía la reacción de Katie.

–Es un glaciar –le explique–. Las montañas alcanzan más de los cuatro mil metros. La nieve ahí no se deshace nunca.

–Me siento como si estuviera en una aventura.

–Y yo como si estuviera viajando en el tiempo –comenté, mientras pensaba en la foto de Joe Breckenridge en el aeropuerto.

Recordé la última vez que lo vi. Estaba con mi familia en Anchorage. Sus ojos castaños me miraban con afecto, pero parecían estar tratando de leerme sin asustarme. A él no le interesaba averiguar si yo era inteligente o divertida o si compartíamos la misma moralidad y ética. Se estaba preguntando si yo era como mi padre o mi tío, si podía ser elegida para una causa común, siendo esta la del negocio familiar, Kodiak Communications, y la carrera política del propio Joe.

Mi padre, que era amigo desde hacía mucho tiempo del padre de Joe, había apoyado la candidatura política de este desde el inicio. Habían hablado maravillas de él a todos sus contactos, asegurándose apoyos y empujándole hacia la victoria. Después de la elección, Joe se puso a aunar esfuerzos con todos para encontrar dinero federal con el que financiar un cable submarino hacia el norte para abrir la infraestructura de la empresa al tráfico de datos de Europa.

A continuación, se habían fijado en mí. Habían decidido que Joe necesitaba una novia de Alaska de buena familia y los Cambridge un vínculo fuerte con un político en ascenso. Era un beneficio mutuo. Desgraciadamente, la novia, es decir yo, no se mostró dispuesta.

–Tu familia está al otro lado del golfo de Alaska –me dijo Katie para tranquilizarme.

–Kodiak Communications tiene una instalación en Windward.

–¿Trabajan aquí tus hermanos?

–Casi nunca. Y las oficinas están fuera de la ciudad.

–Pues ya está.

En realidad, creía que tenía muchas posibilidades de conseguir que mi presencia en Alaska fuera secreta. Si no lo hubiera creído así, ni siquiera habría considerado el trabajo. Iba a reunirme en persona con William O’Donnell, que era el director del colectivo de arte y cultura de la Cámara de Comercio, y con Nigel Long, de la oficina del gobernador, a primera hora de la mañana para ultimar todos los detalles.

El autobús se detuvo por fin frente al hotel. Un botones se encargó de recoger nuestras maletas y de conducirnos al mostrador de recepción.

–Hola, soy Adeline…

En la pantalla de televisión que había en el vestíbulo vi una imagen de Joe con vaqueros, una camisa de cuadros, botas y un Stetson. No me lo podía creer. Parecía que su imagen me perseguía.

–¿Señora? –me preguntó la recepcionista, que se llamaba Shannon.

–Cambridge –dijo Katie en mi nombre.

–Tienen una reserva para tres noches…

La voz de Shannon parecía resonar en la distancia, muy muy lejos. Yo no podía dejar de observar a Joe Breckenridge en la pantalla de televisión.

Se trataba de unas imágenes de archivo en las que Joe aparecía paseando con el gobernador Harland. En la pantalla, se informaba que el congresista Breckenridge iba a asistir a una reunión en el Ayuntamiento de Windward.

–¿En serio? –musité.

–¿No son tres noches?

Katie me dio un codazo. Regresé al presente.

–¿Se marchan el veintitrés? –preguntó Shannon.

–Sí, así es –dije mientras sacaba la cartera para entregarle mi tarjeta de crédito.

–¿Qué es lo que te pasa? –me susurró Katie.

–¿Hay peluquería en el hotel? –le pregunté a Shannon.

–Por supuesto. Al otro lado del vestíbulo, más allá de los ascensores. Está junto al spa.

–¿Spa? –preguntó Katie con inmediato interés.

Shannon sonrió mientras pasaba mi tarjeta sobre el lector.

–Está abierto entre siete de la mañana y diez de la noche. Se puede ir sin reserva, pero es mejor hacerla antes. El horario de la peluquería es de nueve a seis.

–¿Es que te vas a acicalar para la entrevista? –me preguntó Katie.

–Me lo estoy pensando.

–¿Tiene una entrevista de trabajo? –quiso saber Shannon.

–Sí –respondió Katie–. Para ella.

–Pues muy buena suerte –comentó Shannon mientras me devolvía mi tarjeta–. Espero que terminen quedándose en Windward mucho tiempo.

–Yo aún no estaba decidida. Me sentía muy emocionada por el proyecto, pero estaba empezando a sentir los riesgos. Lo último que necesitaba era encontrarme con Joe o que me reconociera alguien de Kodiak Communications.

 

 

–Pareces una persona totalmente diferente –me dijo Katie mientras me observaba desde el otro lado de la mesa del Steelhead Restaurant, que formaba parte del Redrock Hotel.

Habíamos pedido unas ensaladas de salmón salvaje y cítricos, acompañadas de un delicioso Chardonnay de California. En realidad, yo no estaba del todo convencida de que me gustara mi nuevo peinado, pero tampoco me desagradaba. Nunca me había teñido de rubia. Mi cabello siempre había tenido el mismo tono marrón cobrizo.

–Es muy arriesgado –añadió Katie mirándome con la cabeza ligeramente ladeada.

Giré la cabeza para que me pudiera ver mejor y sentí que los mechones de la parte de atrás ya no me cubrían el cuello. Llevaba la raya al lado y el cabello me caía por la frente y se levantaba ligeramente en las puntas.

–Ya crecerá si cambio de opinión –dije, para tranquilizarme.

–Pues va a tardar un poco. ¿Y lo de las gafas? ¿Has optado por una imagen intelectual para equilibrar lo del rubio?

Quitarme las lentes de contacto era tan solo otra manera más de cambiar mi aspecto.

–Tú eres rubia –señalé.

–A veces creo que debería teñirme de castaño para que la gente me tomara más en serio.

–La gente te toma muy en serio.

Kate era un genio. Todo el mundo en Cal State lo sabía y por eso le habían ofrecido un puesto de profesora tan solo unos minutos después de recibir su título de doctora.

–En Cal State sí –comentó ella riéndose–. Por cierto, las gafas son muy monas.

Era una montura de color rojo oscuro, moteadas y ligeramente redondeadas, con un pequeño adorno de cristal adornando la patilla.

Me las ajusté en la nariz. Estaba convencida de que me costaría acostumbrarme a llevarlas todo el tiempo, dado que había utilizado siempre lentillas desde que era una adolescente.

–Es un disfraz bastante bueno –observó Katie.

–¿Tú crees?

–Me ha resultado difícil reconocerte –dijo antes de tomar un sorbo del vino.

–¿Adeline?

Una voz masculina, profunda, acababa de pronunciar mi nombre. Sentí que un profundo escalofrío me recorría la espalda. Sabía perfectamente de quién se trataba.

–Estás en Windward –dijo Joe innecesariamente. Había dejado a los tres hombres con los que estaba para acercarse a nuestra mesa.

Inmediatamente, lamenté haberme cortado el cabello.

–Hola, Joe.

Estaba vestido con un traje, no con la indumentaria típica de un vaquero. Joe Breckenridge tenía un físico espléndido, con el que podría defender cualquier estilo. Miró a Katie antes de contestarme, educado y cortés como siempre, dado que existía la posibilidad de que mi amiga pudiera convertirse en votante.

–Doctora Katie Tambour, te presento al congresista Joe Breckenridge.

Katie sonrió al escuchar que yo utilizaba su título. Asintió.

–Congresista…

–Encantado de conocerte, Katie. ¿Vives aquí en Alaska?

Pregunta clave.

–California –respondió Katie–. Adeline y yo hemos ido juntas a la universidad.

Joe se volvió a mirarme.

–¿Estáis aquí de vacaciones?

–Nos vamos a alojar aquí en el hotel un par de noches más –respondí, sin entrar en detalles.

–¿Y luego vais a ir a Anchorage?

Me di cuenta de que me estaba tratando de sacar información.

–No se trata de un viaje para ver a la familia. En esta ocasión, es solo para mi amiga Katie y para mí.

Resultó evidente que Joe no se quedaba satisfecho, pero yo no le di más detalles. Él miró a su grupo, que acababan de tomar asiento, y me dijo que no se podía entretener más.

–Por supuesto –dije.

Joe frunció el ceño casi imperceptiblemente.

–Las dos sois más que bienvenidas al ayuntamiento mañana –comentó. Se sacó una tarjeta del bolsillo y la dejó sobre la mesa–. O hazme saber si hay algo más que pueda hacer.

Katie tomó la tarjeta.

–Gracias.

Entonces, Joe asintió y se marchó a su mesa.

Katie se inclinó hacia mí y leyó la tarjeta.

–¿Congresista? –murmuró en voz baja–. ¡Vaya con Adeline, codeándose con la élite en Alaska!

Yo dejé escapar un bufido de intensa frustración. Katie parpadeó.

–¿Qué pasa?

–Es él.

–¿Quién?

–Él.

–¿De quién hablas? –preguntó Katie. Levantó las cejas y miró hacia la mesa de Joe.

–¡No hagas eso!

–¿El qué?

–Te dije que mi padre quería emparejarme con un tío de aquí, de Alaska.

–¿Sí?

–Claro que sí, haz memoria. Aquel día en el parque. El café junto al río. Después de que tú rompieras con Andrew.

–Ah, sí. Bueno, Andrew era un inútil.

–Ya lo sé. Y estábamos hablando de los hombres.

–Pero tú dijiste… ¿Tu padre escogió un tío de Alaska… en concreto?

Asentí.

Katie volvió a mirar a Joe.

–No…