Esquizohistoria - Gonzalo de Amézola - E-Book

Esquizohistoria E-Book

Gonzalo de Amézola

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Beschreibung

¿Pueden niños y jóvenes comprender un pasado remoto? ¿Quiénes son los protagonistas de la Historia y cómo se los puede estudiar en el aula? ¿Podemos enseñar a nuestros alumnos a pensar críticamente? ¿Por qué es tan difícil cambiar la historia escolar? Este libro plantea una discusión sobre estas y otras preguntas, proponiendo una reflexión que tenga en cuenta las formas en que se ha estudiado el pasado en la escuela, la eficacia con la que esa visión se instaló en alumnos, profesores y en toda la sociedad, y los aportes que pueden realizar hoy los historiadores para modificar ese estado de cosas.

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gonzalo de Amézola

Esquizohistoria

La Historia que se enseña en la escuela, la que preocupa a los historiadores y una renovación posible de la historia escolar

Amézola, Gonzalo de

Esquizohistoria : la historia que se enseña en la escuela, la que preocupa a los historiadores y una renovación posible de la historia escolar . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2013.

E-Book.

ISBN 978-987-599-333-4

1. Enseñanza de la Historia. 2. Capacitación Docente. I. Título

CDD 371.7

© Libros del Zorzal, 2008-Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

Esquizohistoria, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Agradecimientos | 6

Presentación

Las dos historias | 7

Primera parte

Una breve historia de la enseñanza de la historia | 10

1. Un campo de estudios renovado |10

2. Los primeros cien años de historia escolar |13

3. La reforma de 1993 y el intento de acercar ambas historias |44

Segunda parte

Entre la historia y la enseñanza | 63

1. Historia, profesores y enseñanza: relaciones peligrosas |63

2. Los conceptos de tiempo y espacio |71

3. Los sujetos históricos |88

4. Saber historia o saber historiar |101

Reflexiones finales

El problema de innovar en la enseñanza de la historia | 116

A la memoria de Pedro Piñeiro y Guillermo Obiols, mis queridos amigos, cuyo tiempo se agotó demasiado pronto.

Agradecimientos

Todo libro que se publica cuenta con una serie de víctimas, que son quienes se han tenido que resignar a leer los originales o han soportado al autor de diferentes formas durante el proceso de escritura. En este caso debo agradecer a Carolina Kaufmann, María Cristina Garriga, Silvia Disegni y Carlos Dicroce por las ideas que aportaron a las versiones previas de este trabajo. Mi gratitud se extiende también a mis compañeras más jóvenes: Virginia Cuesta, Viviana Pappier y Valeria Morras de la UNLP y María Paula González y Emilce Geoghegan de la UNGS, cuyas observaciones me resultaron sumamente valiosas.

También, como es obligatorio en estos casos, debo reconocer la tolerancia –a veces trabajosa– de las integrantes de mi familia: mi esposa Susana y mis hijas Marina y Jimena.

Presentación

Las dos historias

Introducir un pellizco de conciencia en la mentalidad del estudiante. Ésta me parece la gran tarea que puede hacer quien enseña historia.

Josep Fontana, ¿Qué historia enseñar?

El título de este libro refiere a un artículo que escribimos con Ana Barletta hace más de quince años durante nuestras pausas en la redacción de un trabajo que considerábamos entonces de mayor envergadura. En esas circunstancias, intercambiábamos impresiones sobre los alumnos de la carrera de Historia de la Universidad Nacional de La Plata, que ella recibía ni bien ingresaban en su cátedra de Introducción a la Historia y yo veía salir de Planeamiento didáctico y prácticas de la enseñanza, cuando estaban a punto de graduarse como profesores. En ese diálogo nos llamaba la atención la magnitud de las contradicciones entre la visión del pasado que traían los jóvenes de su educación secundaria y la que se les presentaba en la facultad, a la vez que notábamos una dificultad similar cuando los estudiantes estaban por terminar su carrera y debían retornar a la escuela como docentes. Para nosotros, eso no se trataba de un problema de mayor o menor erudición sino de una cuestión relacionada con la incapacidad de nuestra disciplina para enseñar a pensar a los alumnos secundarios por dos motivos: por un lado, porque la historia se había transformado en un conocimiento especializado, lo que dificultaba la definición de una nueva historia escolar y, por otro, porque la escuela obturaba toda innovación con los preceptos que se ocupaba de eternizar en las aulas.

Si vulgarmente se entiende la esquizofrenia como la patología por la cual un individuo presenta una disociación entre sus funciones psíquicas, una falta de concordancia entre sus impresiones sensoriales y las reacciones provocadas por ellas, entre sus ideas y sus emociones, nosotros queríamos graficar con el término “esquizohistoria” una situación análoga que se producía entre la historia que preocupaba a los investigadores y la que se enseñaba en la escuela. Pensábamos que esa fractura era patológica porque para que la historia resultara significativa era necesario que se apartara de la exaltación de las epopeyas patrióticas que habían perdido todo sentido en la formación de los jóvenes y se la reemplazara por una perspectiva que introdujera en alguna medida el potencial que tiene esta disciplina para enseñar a pensar y entender el mundo, aunque sabíamos que concretar ese propósito resultaría difícil.

Aquel artículo1 tuvo una difusión considerable para un trabajo de esas características, lo que nos indicó que el problema que enunciábamos excedía nuestras propias inquietudes personales.

Desde entonces, mucha agua ha corrido bajo el puente. Entre otras cosas, se sancionaron dos leyes de educación que pretendieron mejorar la enseñanza. Sin embargo, la contradicción entre ambas historias sigue existiendo y la incertidumbre acerca del valor formativo de lo que se estudia en la escuela persiste, aunque sus características en parte hayan variado.

En este libro enfocaremos las consecuencias educativas actuales de esa fractura, atendiendo a dos cuestiones. En la primera parte presentaremos una visión panorámica acerca de cómo se reflejó en la escuela la visión del pasado que presentaron los historiadores desde la segunda mitad del siglo XIX, unos ciento cincuenta años en los que se construyeron esas tradiciones resistentes a todo intento de cambio. Esta herencia generó una idea sobre qué es la historia vigente aún hoy tanto en profesores y alumnos como en la sociedad en su conjunto. En la parte final se plantean algunos acercamientos a lo que una historia renovada puede brindar para que su estudio en la escuela media resulte más significativo. Nos ocuparemos en este apartado de ciertas cuestiones básicas para la comprensión histórica que –según creemos– se demuestra en las primeras páginas han sido grandes problemas de la enseñanza: ¿Es conveniente continuar enseñando nuestra asignatura utilizando exclusivamente un tiempo histórico lineal? ¿Pueden los niños y jóvenes comprender un pasado remoto? ¿Quiénes son los protagonistas de la historia y cómo se los puede estudiar en el aula? ¿Qué puede aportarnos trabajar en nuestras clases de una manera análoga a la de los historiadores para enseñar a nuestros alumnos a pensar críticamente? No habrá “recetas” en estos temas, aunque se presentan algunos ejemplos, porque lo que pretendemos es que los docentes a retomen el liderazgo –que les ha sido conculcado por los “especialistas”– en pensar cómo enseñar historia en la escuela para introducir en la mentalidad de sus estudiantes ese “pellizco de conciencia” del que habla Fontana.

Primera parte

Una breve historia de la enseñanza de la historia

1. Un campo de estudios renovado

La preocupación por determinar las vías mediante las cuales se estableció en la escuela una visión de la historia tan resistente a las innovaciones se incrementó en los últimos años. Muchos de los nuevos trabajos presentan perspectivas innovadoras y, en la Argentina, un número considerable de esas contribuciones resultó influido por autores españoles. Uno de ellos es Raimundo Cuesta, quien desde hace unos veinte años se ocupa del problema, con tanto empeño como agudeza en el análisis.

La visión de Cuesta se vincula con la historia social de la cultura. Para él, a diferencia de los estudios tradicionales, la historia escolar presenta una independencia casi total de su ciencia referente:

Más que comprobar (que también ha de hacerse) el grado de adaptación (atraso, desfase, etc.) entre el ritmo de innovación científica y su aplicación didáctica, habría que estudiar la panoplia de agentes sociales intervinientes que filtran y dan nuevo significado y “recontextualizan” las materias de enseñanza. La dinámica de transmutación de significado cultural y social de las disciplinas no podría buscarse exclusivamente en los programas de estudio o, siendo muy importantes, en los libros de texto, o en la evolución de las ideas pedagógicas, sino en el ámbito más inaccesible e invisible de las prácticas de enseñanza.2

Un concepto clave en el análisis de Cuesta es el de código disciplinar, al que define como “el conjunto de ideas, valores, suposiciones, reglamentaciones y rutinas prácticas (de carácter expreso y tácito) que a menudo se traducen en discursos legitimadores y lenguajes públicos sobre el valor educativo de la Historia, y que orientan la práctica profesional de los docentes. En suma, el elenco de ideas, discursos y prácticas dominantes en la enseñanza de la Historia dentro del marco escolar”.3

Pilar Maestro también ha realizado aportes relevantes a estos temas, analizándolos desde una posición más vinculada a la teoría de la historiografía y a su relación con los aspectos psico-cognitivos. Para Maestro, la historia escolar tuvo su punto de partida en las grandes Historias Generales, que se iniciaban con los orígenes remotos que se atribuían a la nación, narraban su evolución a través del tiempo y desembocaban en una justificación de las características que se otorgaban al país en la actualidad. En estas obras clave del nacionalismo historiográfico se definió, entonces, qué eran los “españoles” a partir de la invención y difusión de una conciencia nacional antes inexistente. Estas historias son características del siglo XIX, aunque se registran algunas que las anteceden y otras que resultan sus sucesoras en el siglo XX. La perspectiva definida por estas obras se difundió desde la Academia y las universidades pero también a través de otros medios, entre los que ocuparon un lugar destacado la escuela y los manuales: “Las consecuencias de esta evidente relación entre historia investigada e historia enseñada son [...] mucho más amplias que la sola intención de servir de vía nacionalizadora, aunque sea precisamente esa intención la que facilitará la producción de consecuencias de más largo alcance”.4

Para Maestro, las historias generales tuvieron una gran influencia en la configuración de la enseñanza escolar en España en tres aspectos centrales:

En primer lugar, contribuyeron a estructurar y fijar una forma, un modelo de currículum de Historia en los diversos ámbitos educativos, de larga vida y tenaz resistencia al cambio. [...] Queremos decir con ello que no sólo ejerce su influencia en la redacción de programas, en la selección y determinación de los contenidos, sino que afecta también y de forma sustancial al resto de elementos clave de la docencia, como son la distribución de los contenidos en los diferentes cursos y la secuencia dentro de cada programa, la metodología didáctica, es decir, lo que se espera que ocurra en una clase de Historia y el papel que en ella jugarán el profesor y el alumno, el tipo de capacidades que se estima necesario estimular para su estudio, los materiales escolares a emplear, el tipo de exámenes, o la utilidad y el valor social que se atribuye a su estudio, entre otros muchos aspectos.5

En segundo término, la autora considera que la visión imperante en estas obras contribuyó a establecer una imagen de la historia y de la nación tan fuerte que aún hoy persiste en el “imaginario colectivo”, a pesar de los cambios que presentó en el siglo XX la investigación histórica.

Por último, plantea que estas historias generales produjeron una influencia de máxima importancia al fijar y mantener una concepción acerca de qué es la Historia como forma de conocimiento y cuáles son sus categorías fundamentales. De esa forma se instaló una confusa teoría de la Historia tan resistente como acrítica que todavía se mantiene vigente en el sentido común de la mayoría de la gente y que, sobre todo, contribuyó a aumentar la fuerza del modelo escolar.

La autora no desconoce que otras variables favorecieron la consolidación de esa forma de interpretar el pasado en la escuela pero atribuye a esa historiografía, que resultó en ese momento tan conveniente y oportuna, el papel central en su constitución.

En términos muy generales, para Cuesta, el análisis del pasado en las aulas resulta independiente de la historia académica por la imposición de criterios ad hoc instalados por los sectores dominantes con el propósito de reproducir un orden social injusto; en cambio, para Maestro, una historia académica de fácil transmisión y que coincidía en muchos sentidos con los intereses de esos mismos sectores dominantes se instala en la escuela en el siglo XIX y persiste en ella todavía hoy, aún después de dejar de ser directamente funcional a esos intereses.

En las páginas que siguen, buscaremos pistas para el caso argentino a partir de la misma pregunta que se plantearon estos dos autores: ¿Cómo fue que se instaló el estudio de la historia en la escuela para que cambiarla hoy resulte tan difícil?

2. Los primeros cien años de historia escolar

La imagen que tenemos de otros pueblos, y hasta de nosotros mismos, está asociada a la historia tal como se nos contó cuando éramos niños. Ella deja su huella en nosotros para toda la existencia.

Marc Ferro, Cómo se cuenta la historia a los niños del mundo entero

2.1 La enseñanza de la historia en Argentina hasta 1930: la organización del panteón de los héroes

Una condición necesaria en todos los países en que se organizaron sistemas educativos modernos fue que con anterioridad se consolidaran en ellos formas capitalistas. Por otra parte, para la definición de una asignatura escolar dedicada al estudio del pasado resultaba necesario que la historia se hubiera establecido previamente como una ciencia institucionalizada. En el caso argentino ambos procesos son simultáneos y reconocen un mismo protagonista clave.

Bartolomé Mitre fue el responsable de la unificación del país con el predominio de Buenos Aires sobre el interior, al que sus fuerzas vencieron en el campo de batalla en 1861. Sobre esta base fue elegido presidente y ejerció la primera magistratura entre 1862 y 1868, período en el que comenzaron a establecerse las bases de la organización del Estado y el modelo económico agroexportador. El polifacético presidente, además de político y militar, fue periodista, escritor y traductor del Dante.

En 1859, Mitre fundó también nuestra historia científica con la publicación de la Historia de Belgrano y la independencia Argentina. En 1861, Juana Manso, una educadora, le envió el Compendio de la Historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata que ella había escrito inspirada en la Historia de Belgrano para que en su carácter de amigo, protector e historiador diera el visto bueno al manual y dispusiera su adopción en las escuelas “si lo consideraba digno de llenar tan alta misión”. Mitre le respondió en una carta que se incluye en la publicación del Compendio en 1862, donde dice que es “una obra cuya necesidad se hace sentir”.6 Así, la visión de los vencedores de Caseros comienza a transponerse tempranamente a la escuela primaria.

Durante su presidencia, en 1863, Mitre creó el Colegio Nacional de Buenos Aires, que fue la base de nuestra educación secundaria al ser tomado como modelo para la creación de otros similares en el interior del país. La organización del Estado requería la formación de cuadros para la burocracia que se encargaría de su administración y los colegios nacionales serían los formadores de ese personal. El sucesor de Mitre, Domingo F. Sarmiento, impulsó la educación primaria (de 30.000 niños que cursaban ese nivel cuando comenzó su presidencia en 1868, se pasó a 100.000 cuando terminó su gestión seis años después) y creó en 1871 la Escuela Normal de Paraná, otro modelo que se difundió. En estas escuelas se formaron los maestros argentinos hasta la segunda mitad del siglo XX.

En la década de 1880, la inserción plena del país en el mercado mundial produjo un notable crecimiento económico y requirió un aumento de la mano de obra que se logró mediante una inmigración que, comparada con la cantidad de pobladores ya residentes en el país, fue proporcionalmente la mayor del mundo. Este impacto demográfico produjo una gran complejidad en la sociedad y la cultura. Mientras esto ocurría, el orden político era controlado por la llamada “Generación del 80”, una elite que se había redefinido con una alianza de sectores oligárquicos de Buenos Aires y del interior que se consolidó como clase gobernante. Para estos sectores tradicionales, la incorporación del aluvión inmigratorio, aunque era necesaria para su proyecto económico, resultaba inquietante porque entendían que ese fenómeno perturbaría el “carácter nacional”. A partir de entonces, la “argentinización” de los extranjeros fue una preocupación que no podía solucionarse haciéndolos propietarios, ya que las tierras expropiadas a los aborígenes en la llamada “conquista del desierto” habían sido repartidas rápidamente en beneficio de los terratenientes.

Sin poder absorberlos mediante anclajes materiales, sólo quedaba asimilar a los recién llegados a través de la creación de una representación en el imaginario colectivo, una nación mítica por todos compartida. En ello cumplieron un papel fundamental la Ley 1.420 aprobada en 1884 –que hizo a la escuela primaria obligatoria, laica y gratuita– y la historia, mediante los rituales patrióticos y la exaltación de los héroes.

Una buena síntesis de este propósito la brinda en la época el presidente del Consejo Nacional de Educación, J. M. Ramos Mejía, cuando dice:

“En nuestro país en plena actividad formativa, la primera generación del inmigrante, la más genuina hija de su medio, comienza a ser […] la depositaria del sentimiento futuro de la nacionalidad [...].

[A los niños inmigrantes] sistemáticamente, y con obligada insistencia, se les habla de la patria, de la bandera, de las glorias nacionales y de los episodios heroicos de la historia; oyen el himno y lo cantan y lo recitan con ceño y ardores de cómica epopeya, lo comentan a su modo con hechicera ingenuidad, y en su verba accionada demuestran cómo es de propicia la edad para echar la semilla de tan noble sentimiento.”7

Si bien se las conmemoraba desde poco después de que se produjeran, el 25 de Mayo y el 9 de Julio se afianzaron en esos años como las grandes efemérides patrióticas. La primera se planteó muy pronto como el día en el que se encontraba el punto de partida de nuestra nacionalidad y, a pesar de los cambios de sentido que tuvo la ceremonia a través del tiempo, el 25 de Mayo se consolidó en la memoria popular como la que celebraba la “cuna de la patria”.

También en 1884 se incorporó la historia argentina a los planes de estudio de la enseñanza media. Casi al mismo tiempo, Mitre completaba el “relato fundador” con la publicación en 1887 de Historia de San Martín y la independencia americana, donde aparecen dos argumentos centrales para lo que luego se dará en llamar la “historia oficial”. En primer lugar, la equiparación de la independencia hispanoamericana con las grandes revoluciones de la época como la norteamericana y la francesa. Luego, la contraposición del modelo de Simón Bolívar al de José de San Martín, considerados –en el criterio del autor– monocrático el primero y democrático (por lo tanto, éticamente superior) el segundo.8

En los planes de instrucción media anteriores –los de 1863, 1867, 1870, 1873, 1874, 1876 y 1879– la historia nacional no estaba incluida en el currículo, que establecía cinco cursos dedicados a historia sagrada e historia antigua; historia de Grecia y Roma; historia medieval y moderna; historia americana colonial y, finalmente, uno que sintetizaba los tres primeros. Además de incorporar el estudio del pasado nacional, la reforma de 1884 introdujo en los programas la historia contemporánea desde la Revolución Francesa. Luego de estos cambios, los contenidos se mantuvieron casi iguales por más de cien años.9

En síntesis, la visión mitrista de la Argentina moderna se transmitió a la escuela; su concepto de Nación quedó fijado en la enseñanza y se organizó el panteón de los héroes, que tenía como figura máxima al General San Martín y como excluido, al “tirano” Rosas.

Esto no quiere decir que la perspectiva de Mitre se haya incorporado a las aulas sin polemizar con otras visiones del pasado, especialmente con la de Vicente Fidel López, quien fuera legislador y antes protagonista de la lucha contra Rosas, aunque había militado en un bando enfrentado al del ex presidente. En 1886, Mitre publicó la versión definitiva de su Historia de Belgrano, mientras que López había concluido los tomos iniciales de su historia de la República Argentina, obra que completó entre 1883 y 1893. Ambos autores confrontaron públicamente sus perspectivas acerca de cómo debía estudiarse el pasado: mientras el primero defendía una historia erudita basada en el escrutinio riguroso de los documentos, el segundo argumentaba a favor de las tradiciones orales y la consciente aplicación de recursos literarios para dar fuerza al relato histórico. Esta querella alcanzó directamente el plano de la enseñanza, cuando López dio a conocer su Manual de historia argentina –que era una síntesis de su obra mayor– y entró en disputa con Clemente Fregeiro, autor de Lecciones de historia argentina, un texto dirigido a la enseñanza secundaria que contaba con el aval del ex-presidente.10

A pesar de estas polémicas, la preeminencia de Mitre se consolidó por diversas vías. En primer lugar por el reconocimiento de ser el fundador local de la historia científica, basada en documentos –especialmente en fuentes públicas– cuya argumentación se realizaba desde los hechos mismos. Junto a esto no fue despreciable su influencia desde los organismos que contribuyera a crear como la Junta de Historia y Numismática –que se instituyó en 1892– o del diario La Nación que fundó en 1870, a poco de terminar su presidencia. Pero, como señala F. Devoto, otros dos elementos son todavía más poderosos para explicar su hegemonía. El primero fue su estilo, que aunaba una redacción historiográfica erudita con la creación de efectos dramáticos que facilitaban su utilización escolar. El segundo, que su visión de la historia argentina soldaba el presente con el pasado y el porvenir, en la creación del mito de la irremediable grandeza futura de nuestro país.

¿Cuál era por entonces el papel educativo que se le atribuía a la historia? En una obra de comienzos de siglo ampliamente difundida en Argentina, Ernest Lavisse decía que: “El papel principal [...] es el de contribuir a la educación intelectual y moral de los escolares” y al enumerar los aspectos en que su estudio contribuía a esa formación ubicaba en el primer lugar la ejercitación de la memoria.11

Esta era la finalidad que, como en todas partes, se perseguía en la Argentina y para ello cumplían una función insustituible los libros de texto, como muestra un informe que A. Dellepiane presenta al Ministerio de Instrucción Pública en 1903: