Esta fe es la mía - Simone Weil - E-Book

Esta fe es la mía E-Book

Simone Weil

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Beschreibung

La filósofa, mística y activista política francesa Simone Weil escribió la Carta a un religioso en 1942, pero no se publicó hasta 1951. Dirigida al religioso dominico Marie-Alain Coutourier, la carta presenta una serie de preguntas, objeciones y dudas, como una meditación guiada, sobre la comprensión de la fe. Entre otras cosas, habla de la adhesión de la inteligencia a los «misterios de la fe», el amor, la universalidad de la Iglesia, la presencia universal de Dios en la historia de los pueblos y las religiones, el lugar de los judíos en la historia de la salvación, y la renovación de la Iglesia a través de un nuevo encuentro con Jesús. Una honesta y sincera reflexión personal realizada con libertad y responsabilidad que, sin traicionar ni a la fe ni a la inteligencia, da testimonio de una profunda asimilación a Cristo, revela la profundidad de su pensamiento y las exigencias de su fe e interpela a todos quienes se acercan a este texto.

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Índice

Portada

Esta fe es la mia

Créditos

Prefacio

Carta a un religioso

Nota biográfica

© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Bayard, Montrouge, 2020

Título original: Cett e foi est la mienne. Lett re à un religieux

Traducido por Salvador Peña Martín

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-8-428566-44-5

Composición digital: www.acatia.es

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

www.sanpablo.es

Prefacio

Una vida tan corta, tan plena

Simone Weil nace el 3 de febrero de 1909, tres años después que su hermano André (1906-1998). Muere el 24 de agosto de 1943 en un sanatorio de Kent. Mucho llegó a ser. Estudiante de la Normal1, titulada en filosofía, docente, sindicalista anarquista («virgen roja de la tribu de Leví»), obrera metalúrgica y huelguista (en 1936), combatiente antifranquista en España, encargada en Londres de reflexionar sobre las líneas maestras de la Francia liberada (1942)2. Treinta y cuatro años de una vida de fuego, acompañada de una obra filosófica considerable e inconclusa, publicada esencialmente después de la guerra gracias a la labor, en parte, de Albert Camus y, en parte, del padre Perrin, dominico, a quien ella conoció en Marsella, «hombre animado por una caridad ardiente y pura»3. La edición de sus Œuvres complètes (Obras completas) abarca diecisiete volúmenes, entre ellos los cuatro, bastante gruesos, de sus Cahiers, de seiscientas páginas cada uno, en los que se recogen sus notas e investigaciones4. Su filosofía es una indagación personal al servicio de la humanidad, pero, ante todo, de quienes viven el desarraigo de su humanidad a causa de la miseria social, de lo que ella llama esclavitud y del anonadamiento de la desdicha.

Las indagaciones de la inteligencia son por naturaleza libres, están sujetas al único deber de la «atención», «plegaria natural del espíritu», como decía Malebranche. Tales indagaciones pueden adquirir un día una dimensión religiosa gracias a una visita imprevista. «Soy de origen israelita, pero mis padres me educaron fuera de toda religión»5. «En mis razonamientos sobre lo insoluble del problema de Dios, no había yo previsto la posibilidad de un contacto real de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios». «Cristo mismo descendió y me tomó. [...] sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado»6. Ella, como pocos intelectuales de su generación, percibió hasta qué punto merecía el cristianismo un estudio serio, y ello, a pesar de todos los obstáculos que encontraba en el testimonio que la Iglesia le ofrecía.

Fue durante el verano de 1942, en Nueva York, a donde había llevado a sus padres, cuando escribe a Jacques Maritain para pedirle ayuda en su proyecto de unirse a la Francia libre y le describe su situación espiritual: «Estoy parada en el umbral de la Iglesia, con los ojos vueltos hacia el Santísimo Sacramento, pero sin atreverme a dar el paso»7, y es Maritain quien le recomienda ponerse en contacto con su «querido amigo», fray Marie-Alain Couturier8. Dominico y artista, el padre Couturier es miembro de los Talleres de Arte Sacro y jefe de obra, con el arquitecto Maurice Novarina, de la iglesia de Notre-Dame-de-Toute-Grâce, construida durante esos años para servir de capilla a los numerosos sanatorios de Passy y sus inmediaciones (1937-1946). Fue a fray Marie-Alain Couturier a quien Simone Weil dirigió, el 8 de noviembre de 1942, dos días antes de embarcarse hacia Londres, la Carta a un religioso.

Desde su primera publicación, en 1951, este magnífico texto deja impresionados a los lectores por su claridad y honradez. «Su integridad insobornable rechaza la tolerancia tanto como la intolerancia en la inteligencia de los asuntos de la fe, terreno en el que la autora no ve más que debilidad intelectual»9. Atención y honradez son esfuerzos de la inteligencia sin los que no hay ni ciencia ni fe. Para Simone Weil, el amor de la ciencia no enseña menos que el amor de Dios. Ambos manan de la misma fuente, resuenan en común y se preparan el uno al otro.

«¡Cuánto cambiaría nuestra vida si viéramos que la geometría griega y la fe cristiana han manado de la misma fuente!»

La Carta a un religioso se presenta como una serie de preguntas, problemas, opiniones o dudas dirigidas al padre Couturier –y luego a todos sus lectores– a modo de indagación libre en la inteligencia de la fe. «Voy a darle cuenta de una serie de ideas que habitan en mí desde hace años (al menos algunas de ellas) y constituyen un obstáculo entre la Iglesia y yo»10. El concepto que la autora privilegia para calificar cada una de las rúbricas (numeradas del 1 al 35) es el de la opinión. Opinar, según los diccionarios, viene a ser inclinarse después de reflexionar, asentir, incluso aunque sea con dudas. Se trata, pues, de realizar un ejercicio de «suspensión del juicio»11 para otorgarle a la fe la libertad plena de pensar, sin renunciar a ninguna certidumbre, ni siquiera a las opiniones dudosas, «a no ser que me persuadieran de su falsedad»12. Siempre dispuesta a pensar con «signos de interrogación» –según ella misma explica–, a causa de la humildad de su inteligencia, de la pobreza del lenguaje y de «mi imperfección», Simone Weil busca un lenguaje adaptado a tal indagación: «me haría falta que la conjugación del verbo ofreciera» un modo diferente del indicativo para expresarme «en el dominio de lo santo» con la atención y la piedad que le son debidas, pero sin acelerar mi adhesión13.

La libertad de la fe en el curso de una indagación de la inteligencia es una necesidad y una responsabilidad indispensables. Una necesidad, por la misma estructura de la inteligencia, que solo puede adherirse a lo que la sobrepasa haciendo uso de la libertad, y una responsabilidad ante el misterio de la fe, con el cual no entra el alma en contacto más que por la «facultad del amor sobrenatural», que es superior a la inteligencia (nº 26). «Debemos a las precisiones con que la Iglesia ha creído que debía rodear los misterios de la fe, y aún más a sus condenas (anathema sit14), una actitud permanente e incondicional de atención respetuosa, pero no una adhesión. [...] La adhesión de la inteligencia no se debe nunca a nada, sea lo que sea» (nº 27)15. La adhesión de la inteligencia a los «misterios de la fe», que al mismo tiempo la sobrepasan y la colman de alegría, no puede ser más que un acto de amor consentido en silencio, ya que el objeto del amor, se trate del misterio de la belleza o del misterio de la fe, se halla por encima de la verdad (nº 26). Creer es vivir y pensar el encuentro, la fusión de la atención y de la adhesión como en un abrazo. Exigir a priori la adhesión de la inteligencia, separada de todo trabajo de atención, supone dividir lo que es uno en «la misma fuente». Podemos añadir que lo mismo vale para la actitud inversa, la que consiste en impedir a priori la adhesión al misterio cuya realidad ha sido reconocida por la inteligencia. La verdadera fe «es una forma de adhesión muy distinta de la que consiste en creer tal o cual opinión. Hay que pensar de nuevo la noción de fe» (nº 21). Los hallazgos de Simone Weil en su indagación filosófica y su encuentro con Cristo los ofrece a la Iglesia y esta los espera de ella como testimonio.

El asunto de la libertad de la inteligencia de la fe se topa, en Simone Weil, con el de la universalidad de la Iglesia, su catolicidad (nº 3). La catolicidad es la vocación de la Iglesia porque la universalidad de Cristo la precede. La Iglesia solo es católica si no deja de perfeccionar su condición cristiana. Su misión es acoger lo que el Espíritu de Jesús revela siempre y en cualquier lugar a todo «corazón puro» (nº 8). Dejar cuanto, o a quien, tenga que ver con la revelación de Cristo fuera de la Iglesia significaría que esta deja de ser católica16. Porque católico no es una etiqueta que valga para los miembros de un grupo. Llamada a la universalidad cristiana, la Iglesia no debe practicar nunca la renuncia del espíritu que se contenta con lo ya pensado en un grupo y lo impone a sus miembros (nº 28). Por vocación, está siempre indagando en el otro para conocerlo. «La religión católica contiene de manera explícita verdades que en otras religiones están implícitas. Y al revés: otras religiones contienen explícitamente verdades que solo están implícitas en el cristianismo» (nº 11). La libertad de la inteligencia y la atención a los otros y a sus textos trazan un camino hacia lo universal que la Iglesia debe hacer suyo para dar testimonio de Cristo. Tal es su misión.

Simone Weil examina, a la luz de todo ello, tres grandes cuestiones con el fin de averiguar si sus ideas constituyen un obstáculo para su bautismo: la presencia universal de Dios en la historia de los pueblos y las religiones; el lugar de los judíos en la historia de la salvación, y la renovación de la Iglesia a través de un nuevo encuentro con Jesús. «Lo que le pido es una respuesta tajante –sin fórmulas del estilo de “creo que”, etc.– acerca de la compatibilidad o incompatibilidad de cada una de estas opiniones con la pertenencia a la Iglesia»17. Tras la cuestión personal urgente se dibuja una obra de pensamiento que es a la vez una proposición teológica y un programa de aggiornamento18, según la expresión de Juan XXIII al celebrar el Concilio Vaticano II.

La presencia universal de Dios en la historia de los pueblos y las religiones (nos 1-8, 33-34)

Partiendo siempre de Cristo, que es para ella el centro de todo, Simone Weil se vuelve hacia los «pueblos circundantes»: desde Egipto y Grecia hasta la India y China, pasando por las leyendas nórdicas, indias o druidas. En todos detecta un monoteísmo fundamental unido a la bondad de Dios, a la prevalencia de la dulzura sobre la potencia (nº 1). Dios puede hacerse realmente presente en buen número de ritos, que son quizá verdaderos sacramentos (nº 3). Su influjo los convierte en instrumentos de liberación de la única idolatría verdaderamente condenable a sus ojos: la avaricia. Las Escrituras de los pueblos dan testimonio de que «el contenido del cristianismo existía antes de Cristo» en el espíritu de los profetas y más aún en las encarnaciones anteriores (nos 4-6). «Cristo está presente en esta tierra, salvo que los seres humanos lo expulsen, allá donde haya crimen y sufrimiento» (nº 3). Simone Weil lee en los mitos y los relatos de los pueblos la profecía y la prueba de la acción universal del Verbo-Logos y del Espíritu Santo. «Dioniso, Apolo, Artemisa, Afrodita celeste, Prometeo, el Amor, Proserpina» son «diversas maneras de designar a una sola Persona», el Verbo (nº 7). En ciertas figuras de la Biblia, tales como Abel, Noé, Melquisedec, Job, Daniel, busca igualmente las huellas de una teología de la Sabiduría divina que cuida de todos (nos 6-8) y de la que Israel tuvo conocimiento gracias al exilio, al encontrarse con ciertas tradiciones extranjeras (nº 1).

Algunos misioneros cristianos han querido romper con el paganismo y destruirlo en nombre de la lucha contra la idolatría. Pero «la crueldad es un crimen aún más terrible que la lujuria» (nº 2). Otros han construido, desde la Antigüedad, una apologética que incluye las revelaciones paganas en un inmenso Adviento del cristianismo, que las sucede como la luz a la sombra. Ese no es el objetivo de Simone Weil, comprometida en una indagación acerca de cuanto se haya perdido de la encarnación del cristianismo en esos procesos de destrucción y de sustitución. «La extrema importancia actual de este problema se debe a la urgencia de poner remedio al divorcio que existe, desde hace veinte siglos, pero que no ha dejado de agravarse, entre la civilización profana y la espiritualidad en los países cristianos» (nº 7). Y ¿cómo devolverles a los modernos la capacidad de saborear lo relativo a Cristo? ¿Cómo echar abajo la impenetrable barrera que hay entre vida profana y vida espiritual? «Para que el cristianismo se encarne de verdad, para que la inspiración cristiana impregne toda la vida entera, es menester reconocer de antemano que nuestra inspiración profana procede, en la historia, de una inspiración religiosa que, si bien anterior en el tiempo al cristianismo, era ya cristiana en su esencia» (nº 7). En otros términos, el cristianismo no es una raíz sino un suelo. En una teología de la Sabiduría divina universal, entendida como «la única fuente de iluminación de este mundo, lo que incluye a las tenues luces que permiten distinguir las cosas de aquí abajo» (ib), Cristo no engloba, sino que desciende, no está ausente, sino presente, no es centrífugo ni centrípeto, sino mediador (nº 34). «Cristo es la media proporcional entre Dios y los Santos», la media geométrica que los pone en relación (nº 7).

La belleza desapercibida de la Torá de Israel (nos 1, 18, 31, 34-35)

De Israel, tan solo en los textos y personajes bíblicos posteriores al exilio encuentra Simone Weil «la verdad más esencial referente a Dios (a saber, que Dios es bueno antes de ser poderoso)» (nº 1). En los libros del «Antiguo Testamento», según ella, todo lo anterior al exilio y salvo excepciones es indigerible para un alma cristiana (nº 31). Tratemos de seguir el hilo de esta lectura bíblica antes de preguntarnos por sus fallos y las causas de estos. Nos encontramos enseguida con una paradoja. Los conceptos filosóficos y teológicos, a la luz de los cuales critica nuestra autora los escritos bíblicos con la máxima dureza, son semejantes a los que los padres del primer judaísmo (entre el siglo II a. C. y el VII d. C.) elaboraron respecto a esos mismos textos19. Para Simone Weil, como para los sabios y rabinos de Israel, Dios no se sitúa en el centro, sino que se retira al crear; la ética es más decisiva que la dogmática; la responsabilidad hacia el otro es la medida de la libertad; a Dios corresponde la manera en que acompaña a los otros pueblos y religiones.

La crítica del Antiguo Testamento en la Carta a un religioso toma como punto de partida la «voluntad de potencia nacional» de la religión de los hebreos, que ella compara con la voluntad de potencia de Roma (nº 18). Al hacerlo, Simone Weil retoma, invirtiéndola, una crítica de Nietzsche en El Anticristo20