Está fría la noche - Antonio Rojas Gómez - E-Book

Está fría la noche E-Book

Antonio Rojas Gómez

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Beschreibung

En un volumen de cuentos, el primero debe ser muy bueno, para que el lector se interese en leer los que siguen. Y estos tienen que ser tan atractivos como aquel, aunque distintos, porque a nadie le agrada que le estén repitiendo lo mismo página tras página. Y así hasta llegar al último, que debe no solo ser diferente, sino estremecer… Eso es lo que nos brinda este nuevo libro de Antonio Rojas Gómez, uno de los más aplaudidos cultores del cuento en la narrativa chilena actual. Tenemos la seguridad de que la satisfacción que la lectura provocará en cada lector de estos relatos está garantizada.

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Está fría la nocheAutor: Antonio Rojas Gómez Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Primera edición: octubre, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2023-A-10787 ISBN: 978956338671-4 eISBN: 978-956-338-672-1

Homenaje Cajón de sastre

En el cajón de un sastre se encuentra de todo lo que tenga que ver con su profesión: hilos, tijeras, huinchas de medir, tizas, agujas, alfileres, trozos de tela, en fin, lo que a uno se le ocurra y más. Muchos años atrás, cuando yo era poco más que un chiquillo y empecé a trabajar en la sección deportes del diario Las Noticias de Última Hora, un periodista español, viejo como yo lo soy ahora, escribía una columna que titulaba Cajón de Sastre, en la que incluía notas y comentarios, por lo demás bastante agudos, sobre todos los deportes: fútbol, básquetbol, boxeo, ciclismo, etc. Allí el lector encontraba de todo. Ese antiguo periodista se llamaba Isidro Corbinos Gómez y firmaba su columna como Isidro Gómez. Tenía el respeto de sus colegas y mi admiración. He recordado el título de su antigua columna al revisar este libro, que es una especie de cajón de cuentos en el que hay de todo, animales, niños, amores, añoranzas, alguna risa, crímenes y hasta una historia con los esbirros de la dictadura. Vaya, pues, el homenaje de mi recuerdo a la memoria de Isidro Corbinos Gómez.

A. R. G.

Olivia

Para Mónica y las niñas

I

Esta tarde atropellaron a Olivia. Íbamos a la playa, después del almuerzo prolongado en larga sobremesa, con mi primo Patricio, su esposa y sus tres hijos, que habían venido de Temuco. Avanzábamos, bulliciosos, por Seis Norte. Olivia era la más alegre del grupo. Al llegar a la avenida Libertad nos detuvimos para permitir el paso de los vehículos. Cuando la calzada estuvo despejada, iniciamos el cruce. Entonces Olivia se adelantó y en lugar de detenerse en el bandejón central, continuó corriendo hacia la acera poniente, sin percatarse de que, desde el norte, avanzaba un automóvil a velocidad más que mediana. El conductor presionó el freno, el coche disminuyó la velocidad, pero no se detuvo. Olivia desapareció bajo el auto y el conductor aceleró y escapó. Los niños gritaron. Se produjo un alboroto. Algunos transeúntes que cruzaban se aproximaron desde la calzada, y otros, desde la acera. ¿Le tomó la patente, señor?, ¿le tomó la patente?, ¡hay que denunciarlo! Yo no me había fijado en la patente ni pensaba que había que denunciar a nadie. No pensaba. Solamente sentía. Corrí hacia Olivia, hecha un montoncito de espanto, en el pavimento; adelanté una mano y antes de llegar a tocarla, se levantó; me dio una mirada en la que percibí asombro y miedo, y echó a correr en dirección a casa. Yo corrí tras ella. Esta vez, el menos preocupado por el tráfico era yo. Por fortuna no venían vehículos desde el sur. Yo la llamaba, Olivia… Olivia… Se detuvo, en la acera, ovillada sobre sí misma. Mi corazón latía apresurado, pero el suyo iba a mayor velocidad. La palpé con cuidado, buscando alguna zona que doliera. Pero no reaccionó. Había algo más que tristeza en su mirada; tal vez una interrogación, qué había pasado, por qué. Yo no podía responderle, no podía decirle que había sido imprudente, que no debió adelantarnos sino mantenerse a mi lado, como siempre hacía al cruzar la calle. Ya no había nada que hacer, más que aceptar lo ocurrido, cuyas consecuencias no éramos capaces de apreciar; ella, palpitante de temor; yo, palpitante de angustia.

–Hay que llevarla al doctor –intervino Patricio, que es médico.

–Anda a buscar el auto –me dijo Mónica, arrodillándose a mi lado y poniendo una mano junto a la mía, sobre el cuerpo de Olivia. Ella volvió los ojos hacia Mónica, pero sus ojos se quedaron en mí, para siempre. Todo lo que una mirada puede decir lo decía la de Olivia en esos instantes.

Alcé la vista y encontré la palidez en los rostros de los niños. Sonia se había apegado a Patricio, que la protegía con un brazo. Había más gente, que nos siguió desde la esquina.

–¿Cómo está? –preguntó alguien–. ¿Tiene algo roto?

–Es un milagro que esté viva –dijo una mujer, y se persignó.

–Anda a buscar el auto –insistió Patricio–, tiene que verla un doctor.

Eché a correr hacia la calle Quillota, tomé las llaves del coche y partí. Eran apenas tres cuadras y al recorrerlas me crucé con Sonia, que llevaba a los niños hacia la casa. No habría playa para ellos esa tarde.

Patricio abrió la puerta trasera, cogió a Olivia en brazos y la depositó sobre el asiento; se ubicó a su lado.

–No tiene fracturas –dijo–; ojalá no tenga lesiones internas.

Mónica se sentó a mi lado. Tenía el celular en la mano.

–Hay una clínica cerca –dijo, mirando la pantalla–, en Nueve Norte con Seis Oriente.

–Es mejor que te deje en la casa –le dije a Patricio–, los niños están alterados.

El doctor era un hombre mayor, de aspecto germano, alto, cabello y bigote blancos, ojos verdes y sonrisa fácil. Si hubiese sido más grueso resultaría ideal para personificar al Viejo Pascuero. A Olivia no le agradaban los doctores y era renuente a dejarse examinar, pero esta vez no hizo escándalo y le permitió todo a Papá Noel. Este le aplicó una inyección analgésica y nos dio unas píldoras que debíamos administrarle cada ocho horas, por tres días.

–Solo tiene contusiones –dijo–; debe estar adolorida, pero no hay lesiones mayores. ¿Cómo era el vehículo que la atropelló?

–Uno de esos cuatro por cuatro, estilo jeep, pero no era un jeep; uno de los japoneses o coreanos que están de moda.

–Menos mal; esos son altos y le pasó por encima. Si hubiese sido un coche más bajo, no habría salido tan bien parada. Esta no la cuenta dos veces.

No, no la contaría dos veces. Pero la historia de Olivia merece ser contada.

II

La historia de Olivia comenzó seis o siete años antes, cuando aún éramos santiaguinos y vivir junto al mar no pasaba de ser un sueño. Nos habíamos mudado recién a la calle Pica, en el sector de Colón ocho mil. La casa lindaba con una plaza y el muro era relativamente bajo. Mónica dijo que necesitábamos un perro guardián. Por eso llegó Sadam a nuestras vidas.

A Sadam lo encontramos en la casita del bosque. No propiamente en la casita, sino en sus alrededores. La casita del bosque era una pequeña construcción de madera, situada en un conjunto autoconstruido con fines vacacionales en el balneario El Tabo, dos kilómetros cerro arriba. Era lo más cerca del mar que habíamos podido llegar hasta el momento. Estábamos casados hacía un par de años y constituíamos una familia típica de fines del siglo XX. Ambos éramos profesionales y para ambos, era nuestro segundo matrimonio. Mónica aportó una hija, María José; yo, dos, Carolina y Macarena, pero ellas vivían con su madre y pasaban algunos fines de semana con nosotros. Ya había nacido Paola, nuestra hija común y llenaba la vida de mi mamá, Lita, que tenía más de ochenta años, y era dinámica, perspicaz y trabajadora como si tuviera cincuenta.

La casita del bosque la vimos en oferta en el periódico y Mónica y yo fuimos a conocerla. Nos enamoramos de ella, no porque fuese una gran casa, sino por el entorno. La población consistía en una veintena de viviendas similares, todas bien tenidas, pintadas de colores alegres, con mínimos jardincillos. Las calles eran de tierra, bien apisonada, y había aceras de cemento. Una inmensa copa de agua, situada en un extremo, garantizaba que no pasaríamos sed, y el tendido eléctrico venía del camino troncal que continuaba subiendo algunos metros para luego descender hacia los valles interiores. A lo lejos se divisaba la cordillera y hacia el oeste, el mar. La única familia que vivía en el lugar se encargaba de cuidar el resto de las propiedades, ocupadas solamente en el verano y algunos fines de semana. Después de las últimas casas, comenzaba el bosque de pinos que impregnaba el aire de fragancia. El bosque se prolongaba a la otra vera del camino, por lo que se veía desde la casita. No lo pensamos dos veces y nos hicimos de ella.

Viajábamos con frecuencia, casi todas las semanas. Conocimos a algunos de los vecinos del condominio y también a parceleros y campesinos de la ruralidad que nos rodeaba. Cultivamos, en especial, la amistad de la señora Elba, que vivía más allá del bosque. Cierta vez que subíamos del pueblo con las compras para el fin de semana, la vimos caminar trabajosamente cerro arriba; tenía cinco meses de embarazo. Detuvimos el Citroën y la invitamos a subir. Venía de un control ginecológico y estaba contenta porque su hijo se aferraba bien al útero, lo que presagiaba un buen parto. Era el tercero. La llevamos hasta su casa, a pesar de que sugirió bajar cuando pasamos por la nuestra; dijo que estaba acostumbrada a caminar distancias largas. Vivía seis cuadras más adelante. Su casa era de adobe, plantada junto al camino; cerca de ella, la noria llamaba la atención. Junto a la noria estaba amarrada la perra, un ejemplar de pastor alemán algo raquítica, pero sumamente ladradora y de enorme bravura, nos dijeron. El sitio, de más de una hectárea, se extendía hacia el oeste y el sur. Criaban gallinas y patos y cultivaban chacarería. Todo lo hacían ella y su marido, que la estaba aguardando con los dos niños. La mayor tenía doce años y el hombre, nueve. La criatura por nacer era una sorpresa, pero la aceptaban con alegría.

Tomamos por hábito visitar a la señora Elba, para enterarnos del progreso de su embarazo, que no tuvo contratiempos, y llevarle algunos aportes para ablandar la dureza de su vida. Supimos que habían conocido tiempos mejores. La propiedad era del padre de ella, que vivía en Santiago. Ellos también habían vivido en Santiago hasta un par de años antes. El marido era chofer de la locomoción colectiva y había protagonizado un accidente bastante grave, de lo que no le gustaba hablar y solo lo mencionó una vez. La niña nos dijo, en cierta ocasión que la encontramos sola, que su papá antes ganaba mucha plata y cuando llegaba a la casa le mostraba los billetes que guardaba en el bolsillo. Ahora el dinero escaseaba y vendían cuanto podían, huevos, patos, zanahorias, lechugas, para conseguir las monedas esquivas. La niña nos habló aquello con pena y nostalgia, y dijo que su papá no iba a manejar nunca más, y que nunca más volvería a tener los bolsillos repletos de billetes. No creas, le dije, la vida tiene muchas vueltas. Ella me miró y en sus ojos brillaba la duda. No dijo nada, pero yo escuché Claro, tú dices eso porque no has matado a nadie al volante de tu Citroën. Me estremecí.

Antes de que la señora Elba diera a luz a su tercer vástago, su perra echó al mundo su cuarta camada. Por cierto, los cachorros estaban destinados a la venta, aun cuando el padre no era pastor alemán, pero sí un animal grande, dijeron. Y tuvieron el único gesto de amistad y retribución que podían tener hacia nosotros: El perrito más hermoso, se lo regalamos a ustedes. Fantástico, dijo Mónica, necesitamos un perro guardián para la casa a la que nos acabamos de mudar.

Así nos hicimos de Sadam. Yo lo bauticé. Eran los tiempos de la primera guerra del golfo, la de Bush padre, cuando se satanizaba a Sadam Hussein como la encarnación del mal, el sujeto ante el cual el mundo temblaba, a quien todos temían. Con Sadam cuidando nuestra casa, nadie osará entrar en ella, le dije a Mónica.

Me equivoqué, como se equivocaron los Bush, padre e hijo. Nuestro Sadam, más que la imagen del demonio, ofrecía la de un fraile franciscano, amable, gentil, acogedor. Se acercaba a todo el mundo, lamía cuanta mano se le pusiera por delante, jamás ponía en duda las intenciones de los visitantes, y daba por sentado que la amistad campeaba y que la solidaridad, el respeto y la buena voluntad imperaban en el mundo. ¡Ah, si todos los hombres fueran como ese perro!

La prueba definitiva de su fracaso como guardián la tuvimos el día que mi hija mayor, Carolina, fue a nuestra casa acompañada de una amiga y, como no había nadie, ambas saltaron la reja del antejardín, dejaron un mensaje bajo la puerta, y se retiraron saltando otra vez la reja. ¿Pero cómo pudieron entrar si Sadam estaba cuidando la casa?, yo. ¡Oh, Sadam es un encanto! Nos recibió feliz, nos lamió las manos y movía el rabo de puro contento, Carolina. Pero si él no las conoce, si no las ha visto nunca, yo. Es que es muy bueno, ¡qué perro tan lindo!, Carolina.

Bueno, estaba claro que Sadam no servía como guardián, pero de que era simpático, lo era. Se acostumbró a acompañar a la nana, cuando se retiraba a las seis y media de la tarde; caminaba con ella dos o tres cuadras y luego regresaba. Las primeras veces, ella se dio el trabajo de regresar con él y cerciorarse de que volvía y se quedaba en casa. Pero, luego, el paseo se tornó rutinario y confiamos en que ya estaba habituado. Hasta que una tarde no volvió. Cuando regresamos Mónica y yo, pasadas las ocho, encontramos la preocupación de mi mamá, Lita, y el llanto de María José. Paola, que era parlanchina y hablaba bastante bien para su corta edad, repetía Sadam no volvió y, en hilarante ademán de preocupación, alzaba los hombros y movía los brazos imitando a su abuela, a la que llamaba agolita. Salimos a buscar a Sadam, con María José que pugnaba por contener el llanto. No te preocupes, le dije, lo vamos a encontrar, no puede haber ido muy lejos. Pero no lo encontramos. Pasamos más de una hora caminando, interrogando a los vecinos. María José se había encariñado con el animal y su surtidor de lágrimas parecía inagotable, de manera que nos comprometimos a hacernos de otro perro, y procuraríamos que fuera más bravo y mejor guardián que el amistoso Sadam.

De modo que, el domingo, buscamos en el periódico y encontramos el aviso de una señora que ofrecía tres perritas dóberman. Estaban con nosotros mis hijas mayores y partimos con ellas y María José a la comuna de La Granja, en busca del domicilio indicado. Resultó ser un almacén de barrio, de esos que solo subsisten en los sectores alejados. La propietaria, una mujer joven, querendona de los animales, nos sometió a un interrogatorio pues quería cerciorarse de que sus cachorritas quedarían en buenas manos. La elocuencia de las niñas la convenció. Cuando estuvo segura de que seríamos buenos amos, trajo a la perra madre, para demostrarnos que era efectivamente dóberman. Era un animal corriente, yo diría apático; no ladró y apenas nos dirigió una mirada con la que parecía decirnos que para ella éramos insignificantes. ¡Qué diferencia con la madre de Sadam, que nos habría devorado de no encontrarse encadenada! Y si el hijo de aquella fiera resultó inofensivo, me dije que teníamos pocas esperanzas con los vástagos de esta tranquilina. Pero no había vuelta atrás, las niñas estaban entusiasmadas, en especial María José. La almacenera fue trayendo una a una a las cachorras; las paraba sobre el mostrador de madera, como si fuese la pasarela de un desfile de modas, y procuraba hacerlas caminar, con éxito menos que regular. Las dos primeras se mostraron cohibidas, nos observaban con timidez y no se atrevían a avanzar hacia el lugar en que estábamos, a pesar de los llamados insistentes de las niñas y las órdenes que les daba la almacenera; digámoslo tal como ocurrió: más que órdenes eran ruegos, que las perritas desatendían. Ambas demostraron ser dignas hijas de su madre. Pero cuando le tocó el turno a la tercera, nos llevamos menuda sorpresa. Se paró muy erguida en un extremo del mesón y nos ladró insultante. Avanzaba hacia nosotros y retrocedía, sin dejar de ladrar. ¿Qué hacen ustedes aquí, ¿qué se han imaginado?, parecía gritarnos. Y su ira resultaba tan graciosa, con su tamaño mínimo y su voz aguda, que nos echamos a reír.

–¡Esta! –sentenció Mónica.

Y las niñas corroboraron: “Sí, sí, es la más simpática”. Y pugnaban por acariciarla, aunque ella persistía en su agresividad.

Después de convencer a la almacenera de que solo nos llevaríamos una de las tres cachorras, conseguimos instalarnos en el Citroën y emprender el regreso a casa, donde nos aguardaban Paola y su agolita. En el trayecto el tema fue, por supuesto, como se llamaría la nueva integrante de la familia. Y fuimos lanzando nombres que nos hacían reír y disputar amablemente: Princesa, Orquídea, Calabaza, Bucanera, Caluga, Reina. Hasta que Macarena dijo Olivia. Y todos enmudecimos. Olivia, como la compañera de Popeye, yo. Olivia es un lindo nombre, Carolina. A mí me gusta Olivia, María José. Sí, Olivia, nadie tiene una perra que se llame Olivia, Mónica. Y Olivia quedó, definitivamente, bautizada.

–¡Olivia…!, pero ese es nombre de gente, no de perra –dijo mamá Lita cuando se la presentamos.

–¡Ella también es gente! –retrucó María José.

Y Macarena reforzó:

–Abuelita, los animales son nuestros hermanos menores.

La hermana menor recorría la casa, interesada en conocer sus rincones. Era activa y resuelta, y, como no podía dejar de ocurrir, se inclinó junto a la mesita de centro y exoneró la vejiga.

–¡Eso no se hace! –le gritó mi mamá; la cogió sin miramientos y le restregó la nariz en su propia orina.

–¡Nunca más! –insistió–. Cuando necesites hacer pichí, sales al patio.

Y la dejó sobre el pasto, más allá de la terraza de pastelones. Todos nos quedamos sin habla, incluida Olivia. Alzó la cabeza hacia la abuela, que la observaba con aire severo, y la bajó en señal de aquiescencia. Había encontrado la horma de su zapato y supo desde ese instante que le convenía hacer juicio de los dictámenes de la abuela.

El día giró en torno a Olivia: lo que hacía y dejaba de hacer, para dónde iba, en qué se interesaba, si bebía, si comía, si corría hacia el pasto del jardín posterior para aliviarse, lo que nos asombraba y recibíamos como demostración de su capacidad de aprendizaje. Las niñas, incluida la pequeña Paola, se disputaban el honor de tenerla en brazos y acariciarla, lo que a Olivia no le parecía muy bien. Prefería caminar, corretear, husmear por aquí y por allá, haciéndose una idea del lugar en que habría de vivir.

Cuando llegó la hora de ir a dejar a Carolina y Macarena a casa de su madre, quisieron que Olivia las acompañara, pero Mónica se opuso, sería más conveniente que permaneciera en casa y se habituara a su nuevo entorno; ya había viajado lo suficiente ese primer día.

A mi regreso, María José y Paola discutían sobre cual tendría el honor de dormir con Olivia. Mónica mediaba entre ambas y procuraba hacerlas razonar. En eso apareció mi mamá Lita desde la cocina, donde había estado preparando la cena.