¡Esto es Calcuta! - Ana Mª Briongos Guadayol - E-Book

¡Esto es Calcuta! E-Book

Ana Mª Briongos Guadayol

0,0
11,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Es un libro tremendamente original e informativo acerca de Calcuta y Bengala Occidental donde —además de temas fundamentales como la partición de la India, Cachemira, las diferentes religiones y comunidades, el sistema de castas, la eterna polémica entre lenguas y dialectos, Bollywood, etcétera—, la historia de Nilufar toma forma como metáfora del bello e inescrutable subcontinente indio. Finalista del Premio Grandes Viajeros 2005, este libro fue votado por el jurado debido a "la originalidad de su planteamiento a la hora de combinar una historia personal y un retrato de la gran urbe india".

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Ana M.ª Briongos

¡Esto es Calcuta!

© Ana M.ª Briongos

© de esta edición:

Laertes S.L. de Ediciones, 2017

C./Manso 44, 1º 1ª - o8o15 Barcelona

www.laertes.es

Diseño y composición: JSM

Fotografía de la cubierta: Toni Catany. © Fundació Toni Catany

Ilustraciones: © Ernesto Carratalá

ISBN: 978-84-16783-44-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, <www.cedro.org>) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Agradecimientos

Mis agradecimientos a Javier Fernández de Castro que se entusiasmó con mi versión oral de esta historia cuando era solo un proyecto, me animó ante mis primeras dudas al empezar a escribirla, ha corregido el texto y me ha aconsejado durante todo el período de gestación. A mi marido Toni que me apoya incondicionalmente, me acompaña en mis aventuras viajeras, siempre que su trabajo se lo permite, y lee los manuscritos con ojo crítico; a mi hija Anna que vino a Calcuta y filmó lo que estaba ocurriendo y a mi hijo Quico que la acompañó. A mi madre que con ochenta y seis años se atrevió a viajar conmigo a la India y que me lee, comenta, corrige y aconseja. A Ernesto Carratalá, buen amigo y excelente artista, sin cuya colaboración este libro no existiría. A mi querida Nurkeshan y a sus hijos. Al bueno de Prakash. A Samuel Berthet que me ofreció los primeros contactos en Calcuta y Shantiniketan. A Prasun Chatterjee, el mejor intérprete que podía haber encontrado en Calcuta. Al profesor José Paz por su amistad y su entusiasmo. Al periodista Ashok Kumar Kundu por contarme su historia. A Falguni Bhatt y a Saumen Karr por acogerme, en tiempo de lluvias, en su casa situada en medio de una selva tropical. A Lipi Bishwas y Viddut Roy, mis anfitriones en Shantiniketan. A Bhamdev, mi pequeño compañero de aventuras y a su padre porque gracias a su presencia diaria, discreta y delicada, me sentí siempre arropada. A Raju que resolvía todos los problemas. Al discretísimo Ashok Das. A Ruby Palchoudhuri y a su marido Mono-da que me introdujeron en la sociedad bengalí. A Conchita y Pradip Sarbadhikari por el cariño con que nos recibieron cuando viajé con mi madre. Al escritor y traductor Mukul Guha y al novelista Soharab Hossain. A Akbar Hussein por los ratos que pasamos conversando. A Ranabir Sen por descubrirme el mundo del té y al joven Nikhil Niyogi. A Vanesa García Cazorla, de De Viaje, por leerme y corregirme en asuntos referentes a la trascripción de palabras indias. A mi cuñada Marta Varela por comunicarme su entusiasmo después de leer, por partes, el manuscrito, algo fundamental a la hora de poder seguir escribiendo con buenos ánimos hasta el final. A mi hermano Miguel por leer y opinar. A Dolors Asparó gracias a la cual todo funciona en mi casa cuando me voy de viaje o me encierro a escribir. A los profesores y alumnos del Centro Cervantes de Calcuta y en especial a Tarun Kumar Ghatak. A las profesoras y alumnas de la Vydiasagar University for Women y en especial a su rectora Sutapa Deb. A Cyrus y Trista Madan, y a Basant y Sarala Birla, por recibirme en sus respectivos hogares. A Casa Asia que me concedió una beca Clavijo para llevar a cabo este proyecto. A Óscar Pujol y Mercè Escrich, de Casa Asia, por apoyarme desde el principio. A mi vecina en Lake Place, K. Sengupta, y a sus hijas. A Jonny Dasani, a su madre y a su tía y a las profesoras de la Chowringhee Kindergarten & High School. Y a todas las personas que he ido encontrando por el camino, cuyo nombre en muchos casos no recuerdo o no he sabido nunca y que compartieron conmigo momentos entrañables.

PRIMERA PARTE

Por fin Calcuta

Supieron que era él en cuanto lo vieron. Y la voz corrió por el barrio como un reguero de pólvora encendido.

El taxi que nos traía desde Dum Dum, el aeropuerto de Calcuta, había parado frente al Hotel Fairlawn, en Sudder Street. Y aunque Andrés no se dio cuenta, en cuanto puso el pie en tierra todos parecieron reconocerle y saber quien era. Él estaba seguro de que el tiempo habría cambiado tanto su aspecto que le permitiría entrar en el barrio de incógnito y, además, pensaba que después de diez años también sus gentes habrían cambiado, no serían siquiera las que había conocido, en un país donde todo parece precario, donde la vida misma pende de un hilo. Sacó con cachaza su cuerpo largo y delgado del caparazón del Ambassador negro y amarillo que nos había acercado a la ciudad, y lo desplegó lentamente hasta quedar erguido como un palo. Miró al cielo, apenas rasgado por las primeras luces del amanecer, y vio una hilera de cuervos que lo observaban impasibles desde lo alto de un cable de teléfonos; al bajar la vista vio una perra sarnosa rodeada de perrillos que intentaban enredarse entre sus piernas. «¡Esto es Calcuta!» dijo, y una sonrisa de muchacho travieso apareció medio escondida entre su barba gris y su enorme bigote. Vestía un traje de gabardina de algodón verde oliva y se tocaba con un turbante pequeño, blanco, perfectamente enrollado y prieto que, recuperando sin esfuerzo aparente su antigua habilidad, se había colocado en cuanto el avión despegó de Londres rumbo a la capital de Bengala Occidental.

¿Esto era Calcuta?

Se puso a caminar por Sudder Street lleno de excitación. Empezaba a reconocer los lugares, la entrada verde del famoso y pintoresco Hotel Fairlawn, situado al fondo de un frondoso y abigarrado jardín; la acera de enfrente, llena de mujeres y niños con sus toldos de plástico y sus fogones en marcha; la fachada del albergue de la Salvation Army, donde todavía alquilaban a buen precio unas habitaciones humildes y limpias; la lassi shop en la que tantas veces había tomado deliciosos lassis y mango shakes en otros tiempos mientras conversaba con su dueño, Akbar Hussein... Pero seguía estando tan seguro de su incógnito que se sorprendió al verse a su vez reconocido: el hombre que estaba sentado en el tenderete de la esquina donde acostumbraba a comprar tabaco le saludó con una sonrisa franca, como si ayer le hubiera vendido el último paquete de bidis. Y también Ibrahim el conductor del rickshaw, vestido como todos los de su oficio con un lungui a cuadros atado a la cintura; nada más ver a Andrés echó a correr hacia él y cuando llegó a su lado le tendió la mano para saludarlo al estilo europeo como solían hacer desde que uno era un golfillo de la calle y el otro un joven artista extranjero; una vez oficiado el saludo le cogió la bolsa, la cargó en el rickshaw y se fueron andando los dos por una calle estrecha conversando ya con la familiaridad de dos viejos conocidos.

Aunque era evidente que Andrés se había olvidado absolutamente de mí desde que bajó del taxi, para cuando terminé de pagar y me quise dar cuenta, él y su acompañante no eran más que dos pequeñas figuras a punto de desaparecer al final de la calle. Eché a correr en su persecución dando traspiés y sorteando los obstáculos que frenaban mi avance mientras arrastraba la maleta por la calzada. Los perros me seguían, unos niños me tendían la mano pidiendo una rupia y el conductor de un taxi, un sij con un turbante turquesa, me ofrecía sus servicios al tiempo que un hombre cargado de periódicos estaba empeñado en venderme el Telegraph y el Asian Times. Pero tuve que desembarazarme de todos ellos sin demasiados miramientos porque lo último que quería era quedarme sola en medio de semejante algarabía y en un lugar para mí totalmente desconocido. Al fin y al cabo veníamos juntos desde Barcelona y, por más que ahora no lo pareciese, en cierto modo éramos una especie de compañeros de viaje.

Cuando los alcancé acababan de despedirse frente al Time Star Hotel. Ibrahim dio media vuelta con su rickshaw para regresar a Sudder Street y apostarse en el lugar donde solía esperar a sus clientes. Según me había contado el propio Andrés, ese era el hotel en el que se alojaba años atrás cuando recalaba en Calcuta. En principio, y hasta que yo dispusiese de mi propio acomodo, habíamos acordado que yo también buscaría una habitación allí. Entramos casi al mismo tiempo y, por lo que pude ver, él fue recibido como quien vuelve a casa. Incluso, según me dijo ya con la llave en la mano, sin pedirlo siquiera acababan de darle la misma habitación del primer piso que había ocupado con Nilufar después de la boda. Estaba visiblemente emocionado por la sensibilidad de aquellos hombres de pocas palabras. Pero estaba también visiblemente distante, ensimismado, absorto, como si a medida que se iba adentrando en Calcuta, y esta se adentraba en él, la fusión o superposición de presente y pasado estuviesen conformando una realidad demasiado compleja (¿dolorosa?) para ser aceptada y mucho menos aún compartida. Es decir, que de pronto tuve muy claro que en esa especie de viaje interior en el que Andrés se iba sumiendo yo era más un problema que una compañía, y que lo mejor para todos era que me quitase de en medio, al menos hasta mañana. Por eso, pese al cansancio y al peso creciente de la maleta que arrastraba, decidí despedirme de él (creo que con cierto alivio por parte de ambos) y desandar el callejón donde se encuentra el Time Star Hotel, volver a entrar en Sudder Street y pasar esa primera noche en el Fairlawn, un «hotel con encanto» como se dice, del cual había oído hablar mucho y leído más. Mañana, me decía mientras sorteaba de nuevo a los mismos niños, perros, taxistas y vendedores de poco antes, tendré tiempo y ánimos de sobra para localizar la casa que ya tenía apalabrada.

Gracias a Samuel, un amigo francés, había conseguido ponerme de acuerdo desde Barcelona, vía Internet, con una mujer de Calcuta que me alquilaría el apartamento de su hermana residente entonces en Inglaterra. Calcuta es una ciudad enorme y caótica y la dirección de la casa de Paro-di, mi futura casera, no figuraba en ninguno de los mapas que pude consultar. Por suerte Samuel me mandó poco antes de salir un correo electrónico informándome de que la casa estaba a cincuenta metros del Menoka Cinema; de paso, y para futuras informaciones, añadía que las referencias más eficaces a la hora de buscar una dirección en cualquier ciudad de la India son los cines pues todo el mundo sabe donde están, especialmente los taxistas.

El Fairlawn es probablemente el hotel más caro de Sudder Street, donde casi cada edificio acoge una pensión o un hotelito. Un arco que se abre en un muro paralelo a la calle da entrada a un jardín, cuyos árboles cubren casi por completo el cielo y dan cobijo en un ambiente recogido y agradable al que quiere huir del ajetreo y del ruido de la calle mientras toma, fresquita, una cerveza de medio litro elaborada en la India. Todo es verde en el Fairlawn, desde el jardín a las paredes del edificio de dos plantas que se alza al fondo, antiguo y con carácter, y regentado por una familia inglesa desde hace varias generaciones. La escalera que da acceso a la planta superior está jalonada de fotografías de la familia y de personajes famosos que se han alojado allí; su decoración entre elegante y kitsch, hace que en Calcuta este sea el hotel de culto para un tipo especial de viajero con posibles. Una vez instalada en la habitación, y cuando me disponía a realizar las sencillas operaciones que lleva a cabo todo viajero experimentado para hacer algo más habitable el entorno (poner a mano el cepillo de dientes, girar de espaldas un grabado de fealdad particularmente ofensiva, echar un chal de gasa sobre la pantalla de una lámpara que proyecta una luz descarnada, o lo que haga falta) de pronto se me vino encima todo el cansancio acumulado después de muchas horas de viaje en un avión de la British Airways que, por si fuera poco, salió de Londres con seis horas de retraso. Así que decidí tenderme en la cama y olvidarme de Andrés y de su búsqueda de Nilufar, o de lo que ocurriría una vez que diera con ella, porque esa era la segunda parte del problema y no dejaba de tener su aquel. ¿Cómo reaccionaría al ver aparecer de pronto en Calcuta a ese marido al que ella había abandonado hacía más de quince años dejando atrás, además, a los dos hijos que les nacieron durante su convivencia en Barcelona?

No, me dije con toda firmeza. Ahora, no. Sin embargo, y probablemente debido al cansancio provocado por la excitación del viaje y el cambio horario, no conseguía dormirme. Y aunque mantenía los ojos tenazmente cerrados sentía demasiado despiertos la mente y los sentidos. Y puesto que no lograba dominarlos y que me dejaran descansar no pude por menos que preguntarme, una vez más, qué estaba haciendo yo en Calcuta en compañía de un tipo como Andrés, tan peculiar como la propia aventura en la que, cada cual a su manera, ambos estábamos embarcados.

Recordaba a Andrés preparando su bolsa de viaje con un esmero impropio de quien está siendo apremiado por una persona que tiene esperando un taxi en la calle y esgrime impaciente los billetes para un avión cuya hora de salida está peligrosamente cercana. Como quien tiene por delante todo el tiempo del mundo iba colocando su ropa en el fondo mientras decía «no necesito llevar mucha cosa para mí porque en Calcuta me compraré algún lungui». Y según hablaba metía en la bolsa un shalvar kurta, el pantalón bombacho con camisa de largos faldones que, por su aspecto, todavía conservaba de entonces. «Me vestiré como lo hacía cuando era Nur Islam, el marido de Nilufar», insistía mientras iba añadiendo unas latas de atún y de sardinas, «porque a ella le gustan mucho», y también un litro de aceite de oliva. Después les tocó el turno a unas bolsitas repletas de colonias y perfumes, cosméticos, jabones, laca de uñas y lápices de labios, «todo para ella», decía, porque también le gustaban mucho ese tipo de cosas; encima, a fin de que no se arrugara mucho, dispuso un pequeño vestido de flores nuevo de mi sobrina Diana a la que siempre le había ido pequeño y que yo le había dado hacía unos días, y una muñeca Barbie (negra). Deduje que lo último era para la hija que Nilufar había tenido hacía nueve o diez años, una vez separada de Andrés y ya de regreso a la India, y cuya tez (a juzgar por el color de la muñeca) debía de ser tan oscura como la de su madre. En el departamento lateral de cremallera puso los papeles, un álbum con las fotos de los hijos de ambos (una niña y un niño que ahora tendrían unos veinte años y que ella no había vuelto a ver desde que abandonó Barcelona); un pasaporte antiguo de Nilufar, el certificado de matrimonio y el documento que acreditaba su conversión al islam, trámite previo a la boda, y en el que figuraba su nombre de musulmán: Nur Islam, la luz del Islam. «Bueno», dijo con su cachaza habitual mientras se metía por los bolsillos varios cuadernos y un puñado de plumas para dibujar, «¿ya estás lista?».

Antes de que empezara nuestra amistad solamente lo había visto en una ocasión. Fue en la librería Antropos de Barcelona, con motivo de la presentación de algún libro subversivo o underground (que ya no recuerdo) y a la que debimos asistir un buen número de amigos y conocidos. Serían los años setenta, principios de los setenta, en cualquier caso antes de que Franco se pusiera enfermo y empezara su agonía. Eran tiempos, para nosotros, de estudios compartidos con jolgorios, filosofadas, quimeras e ideales, en medio de humos cannabíticos y efluvios lisérgicos. Renegábamos de todo lo que nos habían enseñado y queríamos ensayar una nueva sociedad en la que la relación entre las personas fuera mejor y, ya puestos, pretendíamos borrar ingenuamente de un plumazo todo lo que la humanidad en un proceso de miles de años había decidido que era lo más conveniente. Aquel día Andrés iba elegantemente vestido al estilo barroco oriental y tanto su planta como sus ropas y sus maneras eran la admiración de todos los que nos montábamos como podíamos unas indumentarias discretitas dentro de la estética del momento. Iba acompañado de su hermana y del novio de esta, un filipino riquísimo, decían, que estudiaba en nuestra ciudad. Los tres parecían aristócratas de las «mil y una noches». Andrés era entonces un alumno brillante de Bellas Artes y, según tengo entendido, salió de allí con un título avalado por unas notas excelentes. Con ese bagaje empezó su carrera de artista. El resto lo puso su futuro cuñado, que lo introdujo en lo más opulento de la sociedad filipina. Entre Barcelona (donde pintaba sus obras) y Manila (donde las vendía con extraordinario provecho) había muchísimos kilómetros de lugares exóticos que Andrés recorría por tierra cada vez que iba o venía, sin prisas, deteniéndose aquí y allá, empapándose de otros paisajes y de otras vidas. Siempre elegante como un personaje salido de los exóticos cuadros de Fortuny o Delacroix.

No supe más de él hasta casi una década después cuando apareció un buen día en mi casa en calidad de amigo de mi marido. Nuestro piso era pequeño pero tenía las puertas abiertas para los amigos y los amigos de los amigos e incluso para los que se hacían pasar por amigos y se habían enterado en el metro o en la calle de que había una fiesta. En esta ocasión celebrábamos la fiesta de cumpleaños de Toni, mi marido. Andrés llegó cuando la casa, es decir, la cocina, las zonas comunes, las habitaciones y hasta el cuarto de baño estaban hasta los topes y parecía que ya apenas quedase sitio para la música y las palabras que se atropellaban unas a otras. Iba acompañado por una joven de tez oscura que vestía un sari azul tornasolado. Y que era hermosísima. Su trenza gruesa y negra le llegaba a la cintura y en sus muñecas tintineaban decenas de pulseras de colores. Intercambié unas palabras con Andrés entre empujones y ruido y solo recibí como respuesta, cuando me dirigí a ella, una sonrisa tímida de animalillo desorientado; pero vi enseguida que era una sonrisa brillante, blanquísima, como si la luz entrara en su cara y la reflejara por doquier. Cuando Andrés pronunció su nombre, Nilufar, creí recordar que en persa significa «nenúfar» e inmediatamente pensé que había acertado quien le puso ese nombre. Por desgracia, y en medio del lío en que nos encontrábamos, fue imposible plantearle algunas de las preguntas que me venían a la mente, la más obvia de las cuales era, justamente, su nombre: ¿por qué una mujer que venía de Bengala tenía un nombre persa? Paralelamente no podía dejar de preguntarme a mí misma si el persa iba a regresar a mi vida a través de esa mujer cuando yo había regresado de Irán dando por finalizada esa etapa vital. Durante mis viajes de aquellos años nunca llegué a la India y mi conocimiento del subcontinente era mínimo. Pero no la curiosidad. Ni el propósito (más bien deseo) de conocer algún día ese país cuya presencia, por lejana que fuera, se repetía año tras año cuando regresaban nuestros amigos de Goa, donde pasaban largas temporadas y contaban sus extrañas aventuras, o bien a través de libros que descubríamos en librerías de París o Londres y nos pasábamos como si de tesoros se tratara.

Cuando se extinguió su sonrisa el rostro de Nilufar volvió a ser el de una niña muy oscura, casi negra, y ya solo brillaban su sari tornasolado y sus abalorios. Durante la noche pasé varias veces por el recibidor y siempre los vi allí, callados y circunspectos, de espaldas a una pared blanca y como formando parte de un extraño decorado mientras los invitados entraban y salían con toda naturalidad acentuando su aspecto de decorado. El domingo siguiente vinieron a casa a pasar el día con nosotros. Nuestros hijos eran muy pequeños y el suyo (la niña aún tardaría en nacer) era todavía un bebé. Ese día empezamos a conocernos. Mientras tomábamos el aperitivo Andrés y yo hablamos de viajes y de los lugares que ambos conocíamos mientras Nilufar, que no nos entendía, se entretenía jugando con su bebé. Según pude comprobar durante la comida ella y su marido se hablaban en un idioma particular que con el tiempo habían inventado, mitad bengalí y mitad inglés. Después del almuerzo pasamos de la mesa al sofá para seguir conversando entre café y café. Sobre la mesa quedó un «brazo de gitano» de considerables dimensiones y prácticamente intacto porque después de un plato de pasta y unas albóndigas con sepia, parecía que a nadie le habían quedado fuerzas suficientes para atacar el postre. Pero no mucho después vi que Nilufar regresaba a la mesa y que, tras tomar asiento de nuevo, arrastraba hacia sí la fuente con el enorme pastel al tiempo que con aire absorto empuñaba una cuchara sopera. Empezó a comerse el postre cucharada a cucharada, inmersa en el sabor del caramelo y la nata, perdida en un mundo muy dulce; pero no me daba la sensación de que sintiera placer. Comía deprisa, como si tuviera miedo de que alguien fuera a quitárselo antes de poder terminarlo. El resto del mundo no existía para ella. Andrés debió caer en la cuenta de que yo la miraba con asombro y dijo sin darle mayor importancia: «La conocí en la calle y procede de una familia muy pobre de Calcuta». Y añadió, como si ello contribuyera a redondear la explicación de su conducta: «En realidad es analfabeta».

Un sari rosa de tela liviana le envolvía el cuerpo, un brillantito lanzaba destellos desde la aleta de su nariz y el pelo repeinado y trenzado devolvía reflejos azul marino. Comió sin interrupción hasta que terminó con el dulce. Pensé que se iba a poner enferma. Pero no fue así.

Durante los años anteriores a ese reencuentro había leído ocasionalmente las colaboraciones de Andrés en el Vibora, la revista underground de cómics que se editaba en un pueblo cercano a Barcelona llamado La Floresta y en el que entonces se cocían muchas cosas. En sus historietas, las de Andrés, aparecían casi exclusivamente estrafalarios personajes de la India inmersos en su abigarrado mundo. Hindúes y musulmanes se distinguían por su indumentaria y por lo que decían. Había tuertos, cojos, contrahechos, listillos, rufianes, tontos, también había mulás, sadhus, comerciantes, campesinos, terroristas, sijs y mujeres, muchas mujeres, siempre atareadas trasegando cacharros, cocinando, yendo a por agua, cargando niños, habitualmente garbosas con sus saris estampados y sus pendientes y pulseras. A veces parecían gitanas andaluzas vestidas de «faralaes» con sus chavos en la frente y sus flores en el pelo. Las viñetas, a plumilla y siempre en blanco y negro, eran un reflejo fidedigno de la vida social de la India, sobre todo de ciertos barrios de Calcuta y de los pueblos arroceros cercanos a esa ciudad.

Con Andrés no solo me unía la vida viajera, haber recorrido los mismos lugares en Irán y Afganistán y haber conocido gentes parecidas, sino también el mundo de la historieta. Entre mis idas y venidas de aquellos países seguía de cerca el trabajo de los amigos de El rollo enmascarado, un grupo de jóvenes aficionados a las viñetas que había empezado a publicar una revista underground con este nombre y al que pertenecieron Nazario, los hermanos Farriol, Pepichek y Miguel «el jefe», Mariscal y Montesol. Me dejaba caer por su piso de la calle Comercio y allí estaban todos en sus respectivas mesas de dibujo, iluminados con luces de flexo y rodeados de plumas y lápices, en medio de un desorden total. El día que desmontaron el piso me quedé con una mesa que a juzgar por el tamaño y por el agujero para el tintero debía de ser un pupitre de escuela primaria, y un par de viejas sillas a juego. Y nos seguimos viendo cuando, unos en Ibiza y otros en la plaza de San José Oriol, en el barrio viejo de Barcelona, estaban empezando a desmelenarse mientras esperaban a que cayera la breva de la Transición. Publicaban en el Víbora y en Rock Comix. El cómic americano empezaba a tener seguidores en nuestro país y el Víbora fue de los primeros en publicar a Crump y a Gilbert Shelton con sus fantásticos Freak Brothers. Shelton, ya famoso y casi un mito entre los aficionados a la historieta, había dejado su casa de San Francisco para instalarse durante un tiempo con su mujer en La Floresta, donde José María Berenguer, el editor de la revista, se había hecho construir una casa con forma de cúpula y de ahí el nombre de su editorial: Ediciones La Cúpula. Por allí pasaban todos los que eran y los que querían ser en el mundo del cómic. Entre ellos Andrés Vieyra Makintosh, bien que este lo hiciera de forma algo peculiar porque seguía viajando por Oriente, generalmente embarcado en una u otra aventura. Andrés mandaba sus historietas y Berenguer se las publicaba y le giraba el dinero correspondiente donde hiciera falta. Todos los meses llegaban puntualmente los dibujos y todos los meses le eran enviados los dineros allí donde estuviese. Y un día, de pronto, Andrés Vieyra Makintosh reapareció en compañía de una muchacha india y un bebé. Según dijo, ella se llamaba Nilufar, se habían casado en Calcuta y pensaban instalarse en Barcelona.

Pero no tardó en descubrir que no había sido una decisión afortunada. Los dineros ganados con las historietas, y que tanto cundían en Calcuta, en Barcelona no daban ni con mucho para mantener a una familia. Además, y debido a las responsabilidades familiares y a la necesidad de producir más dibujos, se vio obligado a interrumpir aquellas visitas a Manila donde tan buenos y ricos clientes le proporcionaba su cuñado. Durante los siguientes dos o tres años nos visitaban de vez en cuando y siempre que eso ocurría Andrés intentaba vendernos algún dibujo. Sus visitas eran caóticas. Anunciaban su llegada por la mañana y los cuatro (porque para entonces ya eran cuatro, contando a la niña recién nacida) se presentaban cuando ya estábamos acostando a nuestros niños y lo único que nos apetecía era desconectar de todo, pero fundamentalmente desconectar del universo infantil. Tras el nacimiento de su hija, Nilufar había cambiado el sari tornasolado por unos vaqueros y una camiseta y le gustaba aislarse del mundo con la ayuda de unos walkmans. La existencia de ambos en Barcelona era tan desalentadora para él —que solo deseaba seguir inmerso en su mundo de colores—, como para ella, obligada a llevar una clase de vida que no era ni por asomo la que había imaginado cuando decidió abandonar Calcuta.

Un día alguien nos dijo que habían dejado a los niños en Barcelona con los abuelos y que estaban en la India. Al parecer, el padre de Nilufar estaba gravemente enfermo y ella quería verlo y, llegado el caso, despedirse de él. Así que decidieron viajar los dos a Calcuta, y una vez allí, Andrés creyó conveniente irse hasta Manila para visitar a sus antiguos clientes y tratar de venderles nuevos dibujos.

Fue lo más parecido a que se los hubiese tragado la tierra. No volvimos a saber nada más de ellos y su pintoresca imagen se fue difuminando en nuestra memoria hasta quedar prácticamente olvidada.

Andrés regresó varios años después a Barcelona, solo. Como su amistad con nosotros tampoco era lo que podríamos llamar muy estrecha, o profunda, tardó bastante en establecer contacto de nuevo, y cuando lo hizo explicó de forma tan vaga e imprecisa la ausencia de Nilufar que yo, ahora mismo, ni siquiera la recuerdo. «Ella está bien», vino a decir, «son cosas que pasan».

Los abuelos siguieron ocupándose de criar a los nietos como si nada hubiese cambiado tras el solitario regreso del padre. El cual, por su parte, vivía en un pisito del barrio viejo de Barcelona llevando una vida de artista bohemio. Pero reanudó la costumbre de visitarnos de vez en cuando y su presencia era siempre bien recibida pues a pesar de su aspecto excéntrico es persona discreta y de pocas palabras, aparte de que sus ocurrencias, a veces geniales, nos proporcionaban momentos muy gratos. En una ocasión fuimos a visitar a los abuelos y estos nos devolvieron la visita algún tiempo después. Los hijos de Andrés estaban creciendo, igual que los nuestros, y en contra de lo que cabría esperar, dadas las circunstancias, las veces en que nos vimos también pasamos ratos muy agradables con ellos. Pero nadie, nunca, nombraba a Nilufar. Ni siquiera sus hijos.

Fue más o menos por aquellas fechas cuando Andrés empezó a tener problemas psiquiátricos serios. Esos problemas venían de lejos, y él mismo los había comentado con creciente preocupación más de una vez, pero ahora se le habían agravado hasta el punto de que los médicos le daban una incapacidad del 50 por ciento. El diagnóstico aseguraba también que una medicación adecuada le permitía llevar una vida independiente y pacífica si bien no eficiente, y aunque vete a saber qué podría querer decir eso en términos prácticos lo cierto era que dibujaba poco, cada vez menos. Los últimos cuadros realizados con ganas los hizo a raíz del asesinato de Indira Gandhi: por las calles de sus cartulinas atestadas de coches, autobuses, rickshaws y mezquitas corrían centenares de sijs airados y blandiendo puñales mientras turbas de moribundos, mendigos, vacas, perros y cuervos eran testigos mudos de lo que estaba ocurriendo. Siempre he pensado que Andrés Vieyra Makintosh es un gran artista y que durante treinta años sus dibujos han sido una crónica extraordinaria de la vida diaria en la India, Nepal y Filipinas, pero pienso también que una existencia sin ilusión en Barcelona, marcada además por los estragos irreversibles de la enfermedad, fueron apagando la llama que había dentro de él. La guerra de Afganistán pareció despertarle viejos recuerdos y se puso a dibujar afganos con Kalashnikov, apuntes sencillos que si bien conservaban su sello personal poco tenían que ver con aquellos barrocos dibujos a plumilla de otros tiempos. Mientras tanto, sus visitas a nuestra casa se hicieron más frecuentes y a medida que aumentaba la confianza entre nosotros empezó a hablar con progresiva franqueza de la India y de Nilufar. Seguía pensando en ella sin cesar y según íbamos escuchándolo descubríamos que su soledad se sustentaba en la memoria de la que fuera su mujer y madre de sus hijos, siempre inmersa en el paisaje bengalí, un fondo tropical de árboles frondosos y de arrozales que él consideraba su paraíso perdido. Nos decía que alguna vez hablaban por teléfono desde un locutorio de Barcelona a un locutorio de Calcuta, cosa que le obligaba a efectuar dos llamadas: una para pedir que avisaran a Nilufar y una segunda para hablar con ella.

Tras incontables trámites y gestiones llevados a cabo por la asistenta social del barrio no solo le concedieron una pequeña pensión por discapacidad fundamentada en su largo tratamiento psiquiátrico sino que se la pagaron con efecto retroactivo, por lo que de pronto se encontró siendo beneficiario de una considerable suma de dinero. Y lo primero que hizo fue llamar a Nilufar para decirle que iría a verla. Por desgracia, antes incluso de que llegara a comprar el billete un amigo, más bien un crápula compañero de barra y de cervezas, le pidió prestado ese dinero. Durante una semana. Eso fue lo acordado. Pero el crápula y el dinero se esfumaron al instante y con ellos se esfumó la única posibilidad que tenía de volver a la India y recuperar, quizá, a su mujer.

Nunca le oímos quejarse. Asumió esa pequeña catástrofe como una fatalidad, o como un eslabón más en la cadena de grandes y pequeñas catástrofes que conformaban su vida. De hecho, según le conocías a él también conocías mejor a los personajes que poblaban sus abigarradas historietas. Nunca un grito, ni un lamento o un lloro. Eran personajes estáticos. De ojos negros e inmensos, agrandados aún más por las líneas negras que los perfilaban como para mirar de frente, sin una queja, a la fatalidad que los prefiguraba confiriéndoles el hieratismo de quien ya ha vivido eso mismo una infinidad de veces. Él y sus personajes. Otra vez. La desgracia. La vida.

Por nuestra parte, tampoco le preguntamos nunca qué había pasado de verdad entre ellos porque era evidente que se trataba de una historia triste, dolorosa y, por encima de todo, muy complicada. Sin embargo, y según hablaba con él, cada vez se me iba haciendo más presente aquella mujer india tan joven y tan hermosa cuya imagen comiendo un «brazo de gitano» todavía me inquietaba y conmovía. Una imagen a la que se iban añadiendo otras más recientes y aún más conmovedoras, pues qué otro sentimiento cabe al imaginarla junto a una cabina situada en algún rincón de una apartada calle de Calcuta aguardando a que suene el teléfono. Y tales imágenes, inevitablemente, suscitaban preguntas que yo era incapaz de resolver porque me costaba incluso llegar a formularlas con claridad, más que nada porque me faltaban datos elementales acerca del marco físico en el que insertarlas. ¿Cómo sería esa calle de Calcuta en la que ella hablaba por teléfono con Andrés? Y ya puestos, ¿cómo eran el barrio y la gente que ahora conformaban su vida? ¿Por qué no había regresado? ¿Cómo pudo dejar a sus hijos en Barcelona? No lograba imaginar cómo había podido sobrevivir en la India una mujer casada y que después de haber efectuado una boda allí vista como de gran fortuna (piensa, un marido extranjero, y por ende rico, que se la lleva a un país considerado fabuloso por el imaginario social) regresa años después sola, sin su marido y sus hijos. Recordaba las palabras de Andrés («La saqué de la calle», «es analfabeta») y se me aparecía de nuevo su imagen de animalillo acorralado cuando, en aquella fiesta en mi casa, me saludó por primera vez. No podía olvidar que ella pertenecía a un entorno musulmán, minoría entre hindúes, en el que un fracaso matrimonial se considera un estigma y es por lo tanto causa de rechazo social. A pesar de lo cual, ese animalillo acorralado y excluido de una comunidad, en un medio hostil, no solo había logrado sobrevivir sino que, por lo que Andrés decía, incluso se había reproducido de nuevo.

Andrés nunca se había vuelto a casar ni tenido otra compañera. Y aunque apenas nada de todo ello salía al exterior, durante todos esos años de separación la imagen de su mujer no había dejado de dar vueltas en su mente cada vez más perturbada. En casa de los abuelos el nombre de Nilufar era tabú y nunca se hablaba de ella, hasta el extremo de que sus hijos, ahora ya crecidos, la habían olvidado. Extraña situación, pensaba yo cuando, cada vez con menor convicción, Andrés hablaba de ir a verla. Sin embargo, puesta a ser reflexiva y sincera, en el fondo me admiraba tanto la capacidad de supervivencia de Nilufar como la del propio Andrés, un hombre cuya incapacidad para moverse con eficacia en este mundo nuestro te obligaba a preguntarte cómo se las había arreglado hasta ahora para no ser tragado por alguno de los muchos sumideros (asilo, manicomio, secta, terapia de grupo, acupuntura, granjas para la recuperación de adictos, llámalo como quieras) que la sociedad tiene dispuestos para deshacerse de sus detritos. Porque, encima, era un enfermo al que su perturbación incluso le había ido despojando paulatinamente de su habilidad para comunicarse con el mundo por medio de una humilde plumilla.

En el curso de nuestras conversaciones en las tardes de los domingos contó cómo había conocido a Nilufar cuando era todavía una niña, cómo acabó casándose con ella al cabo de unos años y los tiempos de felicidad que siguieron a la boda. Vivían a caballo entre Calcuta, en invierno, y Katmandú, cuando el calor se hacía insoportable en la capital de Bengala Occidental, con ocasionales estancias en Manila para vender sus dibujos. Yo entendí, a raíz de sus conversaciones telefónicas, que Nilufar vivía ahora con otro hombre y que había tenido con él una niña que ahora contaba nueve o diez años. En realidad la historia de su separación era muy similar a la de tantas parejas mixtas, que además de afrontar las dificultades que habitualmente se les plantean a las parejas jóvenes para salir adelante deben resolver problemas con los que probablemente no contaban cuando decidieron unirse, antes que nada la diferencia de culturas, pero sobre todo el rechazo social del país de acogida: uno de los dos, el desplazado, acaba siendo un elemento extraño y sin raíces, y la fuerza del extrañamiento acaba resultando más fuerte que el amor más grande.

En aquella época yo acababa de publicar La cueva de Alí Babá, mi segundo libro sobre Irán. Antes había escrito otro contando mis experiencias en Afganistán y los tres, cada uno a su modo, estaban recibiendo una acogida razonablemente esperanzadora (cosa que siempre estimula de cara al siguiente intento). Nunca llegué a la India, sin embargo, durante mis estancias en ambos países siempre di por hecho que la India era la continuación natural de mi interés por aquella zona del mundo, y quien se haya movido el tiempo suficiente por ella sabrá de qué hablo. No la ves. Nadie te habla de ella. Pero al otro lado de la North West Frontier que decían los ingleses del Imperio, o sea al otro lado del Khyber, la India irradia una suerte de halo que acaba convirtiéndose en una fascinación no demasiado lejana de la obsesión. Le pasó a Alejandro, que aún tenía por conquistar la otra mitad del mundo y fue rendido por los fabulosos relatos que llegaron a sus oídos. Les pasó a los emperadores mogoles, que incluso renegaron de su pasado estepario y se reinventaron a sí mismos en sueños tan delirantemente bellos como el Taj Mahal, el Fuerte Rojo o la ciudad abandonada de Fatehpur Sikri. Y les ha pasado a centenares de miles de viajeros, ilustres o anónimos, que luego han dejado testimonio escrito de una experiencia que al principio solo parece un viaje iniciático y acaba demostrando ser un destino. O una fatalidad.

Y cuando me ocurrió a mí no llegué a planteármelo siquiera porque estaba demasiado ocupada en sacar adelante otros proyectos (probablemente un libro, acabar de encarrilar a mis hijos, echar una mano en esto o aquello, qué más dá). Pero ahora sé que los dos viajes que por aquel entonces hice a Delhi iban más allá del mero deseo de visitar a unos amigos. Y por la misma razón también sé ahora que mis conversaciones con Andrés estaban dictadas por un interés sincero y sin el menor asomo de doblez. Pero tanto en ambas visitas a mis amigos de Delhi como durante las tardes de domingo en compañía de Andrés era consciente de que se estaba despertando en mí la vieja atracción por la India. Como si dijéramos, que una vez solventadas las cuestiones pendientes con Irán y Afganistán, estuviese sintiendo la imperiosa necesidad de reanudar el camino, y apelo de nuevo al viajero que hay en el fondo de todos para hacerme entender: no hay una ley escrita ni se trata de un imperativo interior o exterior, pero así como el ave migratoria sabe con toda certeza cuándo ha llegado el momento de emprender el vuelo también el viajero, quizá sin tanta alharaca, sabe llegada la hora de volver al camino.

En mi caso, desde luego, no hubo la menor alharaca ni despliegue de heroísmo. Más bien lo contrario. Tantas veces habíamos sido testigos de los preparativos de Andrés para ir a ver a Nilufar que ya no le creíamos ni le hacíamos caso, pues a partir de un momento determinado vimos muy claro que ese viaje se había convertido en el clásico sueño al que se aferra el iluso para no caer definitivamente en la impotencia, el desánimo y el fracaso más absolutos. Hasta que un domingo, mientras escuchábamos a Andrés trazar por enésima vez sus planes de viaje, dije de pronto: «¿Qué te parece si te acompaño?».

Fue curioso porque, antes incluso de completar la frase, ambos supimos con toda certeza que nos habíamos convertido en causa y efecto mutuos, en cazador y cazado, o en esa curiosa simbiosis formada por el ciego robusto y atlético que carga sobre sus hombros al tullido dotado de una vista de lince. Puesto que desde ese mismo instante yo formaba parte de la aventura, Andrés no podía permitirse a sí mismo volver a fallar. Y puesto que yo sabía que él iba a hacer lo imposible para no fracasar, cómo podría decirle ahora que no, que todo era una broma, que en qué cabeza cabe que una mujer como yo se iba a embarcar en una aventura tan peculiar y encima en compañía de un hombre tan peculiar como él. Imposible. Estaba echada la suerte. Calcuta. Ahora sí. Y de incógnito, porque ya nadie me conocerá allí. Ya lo verás.

Miré a mi alrededor y vi a mis hijos veinteañeros y a mi marido, que participan con ilusión de mi vida viajera, con gestos de aprobación.

La noche de los cuchillos vivientes

La decisión de viajar a Calcuta con Andrés pudo parecer —incluso para mí misma— una decisión impulsiva, o un gesto instintivo y no premeditado. Pero qué va. Por lo general pocas veces trabajo centrada en una sola cosa porque, tomando como referencia un horizonte relativamente cercano, lo normal es que tenga en perspectiva algún curso o ciclo de conferencias, artículos y reseñas de encargo, actos de presentación e incluso viajes para promocionar uno de mis libros, todo lo cual me exige invertir bastante tiempo en la documentación y preparación de cada uno de tales compromisos. A lo que suelen unirse la propia curiosidad y el azar, unas veces porque ha aparecido en las librerías algún texto de lectura inexcusable, otras porque de pronto cae en mis manos un libro que llevaba años buscando, o porque alguien me habla de uno de esos relatos de viaje tan absolutamente fundamentales que hasta te da vergüenza no haberlo leído todavía y crees necesario dejar todo lo que estabas haciendo y reparar en el acto tamaño fallo en tu formación. Es decir, que el material acumulado en la mesa de trabajo, los libros que van atestando la mesita de noche o los periódicos y revistas que se amontonan en esa sección que da fatiga solo de ver y que recibe el nombre genérico de «Cosas a leer cuando tenga un momento», raras veces corresponden a un solo tema ni transmiten la idea de que detrás de todo ello hay una mente sistemática, coherente y tenaz. Más bien lo contrario: un caos.

Y sin embargo, una vez aceptado que Calcuta pasaba a tener prioridad absoluta, después de haberlo comentado con Toni que por tener un trabajo convencional no podía añadirse a la expedición pero que aseguraba que iría en cuanto pudiera, resultó que casi todos los libros de preparación, lectura obligada y consulta no solo estaban perfectamente a mano sino que tenía ya gran cantidad de notas acumuladas en diversos cuadernos y carpetas, aparte de tener perfectamente registrada toda la bibliografía que podría necesitar más adelante. O sea que nada de un impulso instintivo y no premeditado. Servir de pretexto para que el pobre Andrés se decidiese a poner un poco de orden en el desbarajuste que era su vida fue, a qué darle más vueltas, la excusa perfecta que yo necesitaba para dejarlo todo y llevar a cabo de una vez ese viaje que tantos años llevaba sabiendo que haría.

Fueron varios meses de lectura sistemática y, esta vez sí, tenaz, sobre historia, religión, cultura y costumbres de la India, pero especialmente centrada en Bengala Occidental y su capital, Calcuta. Volví a leer a Mircea Eliade, volví a renegar de él cuando hablaba, mintiendo, de sus amores con Maitreyi, la joven hija de su profesor que le había acogido en su casa en Calcuta y lo había adoptado como si fuera su hijo. Releí la respuesta de Maitreyi Devi, la misma mujer ya con sesenta años, casada, que responde serena y dignamente a tanta mezquindad. Leí el clásico sobre Calcuta del británico Moorhouse, escrito en los años setenta, unas veces farragoso pero otras divertido y lleno de anécdotas, siempre, sin embargo, conservando una actitud muy británica del que está por encima de todo. Tuve la excusa para retomar el libro «India» del cascarrabias V. S. Naipaul, y para volver a lo que escribía Octavio Paz después de haber sido embajador de México en la India.

Puesto que Nilufar pertenecía a la comunidad musulmana bengalí, suponía que entrar en contacto con sus gentes me daría algunas claves sobre aquella comunidad y su relación con las otras comunidades, fundamentalmente hindúes y cristianos, todos mezclados y a la vez separados en una ciudad en la que, como ya sabía, todavía ondean banderas con la hoz y el martillo en casi todas las esquinas. Al mismo tiempo, ese nombre persa que ella llevaba me devolvía a Irán y me daría pie para observar lo que quedaba de la cultura que llegó desde aquel país hasta lugares tan remotos a través de los emperadores mogoles, originarios de las estepas de Transoxiana, soberanos musulmanes de Persia donde se habían instalado y refinado, y conquistadores al fin de la India, en cuyos palacios sus visires, escribientes y funcionarios redactaron leyes y documentos en persa hasta finales del siglo xix. Aunque debía recordar que anteriormente otros persas muy distintos llegaron también a la India por mar, unas gentes que viajaban sin ejércitos, ni emperadores, y que venían huyendo de unos invasores, los árabes, que los querían convertir al islam. Eran los zoroastrianos, a quienes en la India se les conoce con el nombre de parsis.

Ante la inminencia del viaje, Andrés pareció resucitar de repente y recobrar las ganas de vivir, cosa que repercutió de forma favorable en su economía porque, después de tanto tiempo, dispuso de energía para vender aquí y allá el material antiguo que todavía conservaba dentro de sus carpetas. Y paralelamente comenzó a hablar con más detalle de su vida con Nilufar y empezaron a salir historias que no habían sido verbalizadas, en parte por ser tabú y en parte por la suma discreción que le caracteriza. Volver a la India significaba para él, y por lo tanto también para su familia, airear y poner nuevamente en cuestión determinadas situaciones que eran consecuencia de unas decisiones tomadas en el pasado y que en su momento fueron muy dolorosas. Y, como es lógico, significaba crear situaciones nuevas pero no menos dolorosas, o conflictivas, sin ir más lejos para Nilufar, pero también para los hijos de ambos. Pero ese viaje le ofrecía la oportunidad (tantas veces anunciada, siempre fallida) de volver a ver a su esposa y, sobre todo, abría la puerta para que sus hijos empezaran a relacionarse de nuevo con la que era su madre. Todo ello, según yo intuía por alguna insinuación de Andrés, con la reticencia comprensible de unos abuelos que a una edad avanzada se habían visto obligados a hacerse cargo de sus nietos debido a la incapacidad de unos padres inmersos en una circunstancia que acabó demostrándose más fuerte que su voluntad de seguir juntos y formar una familia.

Los alrededores de New Market.

Andrés llegó a Calcuta por primera vez en el año 1971, con apenas veintiún años. Sin embargo, y como luego se vería, él no era un viajero de paso y todavía hoy ni él mismo sabe por qué, a partir de aquella primera vez, en el curso de sus viajes a Filipinas tomó por costumbre recalar largos meses en Calcuta. Cada viajero tiene sus preferencias, razones misteriosas le hacen parar en el camino y echar raíces en algún lugar escogido inconscientemente, sin ton ni son, aunque deben de ser cuestiones de empatía difíciles de comprender racionalmente y que nada tienen que ver con la fealdad, la suciedad o la pobreza. Daba largos paseos por el barrio entreteniéndose en cada esquina para hablar con los que vivían en la acera, los comerciantes, los porteros de hotel, los conductores de rickshaws, los taxistas o los tenderos del New Market, el motor comercial de ese barrio heterogéneo, ruidoso, agobiante y congestionado, pero también fantástico mercado donde se vendía de todo, desde frutas y verduras, carne, pescado o cereales hasta tejidos, ropa confeccionada, cacharros de cocina, chucherías, flores y abalorios. Allí era donde el padre de Nilufar cargaba y descargaba los sacos de arroz que llegaban de su pueblo, cercano a Diamond Harbour, en la desembocadura del Hogli, un brazo del Ganges en el gran delta que, como una enorme mano abierta con innumerables dedos, conduce las aguas de los retoños del Bramaputra y del Ganges hasta el golfo de Bengala. El catalán era bien aceptado y respetado, como un inmigrante más en un lugar donde casi todos sus habitantes habían llegado de otros lugares y pocos eran calcuteños de nacimiento. Pero sobre todo parecían tratarlo como uno más porque se habían acostumbrado a verlo deambular por allí durante años vestido como ellos, con un lungui atado a la cintura, una gamja anudada a modo de cinturón y un turbante. Él conocía las costumbres de cuantos le rodeaban, ya fueran hindúes, musulmanes o cristianos, pues las tres comunidades convivían en el barrio, aunque era con los musulmanes, los más numerosos en su calle, con los que acostumbraba a alternar. Andrés se entretenía a menudo con los niños y niñas del barrio bromeando, repartiéndoles galletas y caramelos, o enseñándoles cómo dibujaba.

Fue así como conoció a Nilufar, entonces todavía una niña que correteaba por Sudder Street con los demás niños de la calle. Sin embargo, solía precisar Andrés con gran seriedad cada vez que recordaba el encuentro, ella no era una pordiosera sino que hacía de criadita de una familia del barrio, como hacen tantos niños y niñas en la India. Limpiaba, cocinaba y hacía recados, raros momentos de libertad que ella aprovechaba para jugar con los demás niños de la calle. Y los había a docenas. Por ejemplo Ibrahim, futuro tirador de rickshaw, un niño escuálido y listo que vivía con su familia en la acera junto a la pared lateral del Museo de la India. Sus padres procedían de un villorrio perdido en los Sunderbans, una frondosa selva situada en el delta del Ganges y en la que todavía viven en libertad algunos de los últimos ejemplares de tigres de Bengala, uno de los cuales se comió a un hermano de su padre cuando, yendo en busca de un panal reventón de miel que colgaba de las ramas de un árbol altísimo, se alejó del pueblo sin tomar las debidas precauciones.

Como tantas otras familias campesinas, la de Ibrahim había tenido que trasladarse a Calcuta para buscarse una vida que la tierra les negaba. Y una vez allí, por esas cosas que pasan, los abuelos primero y una vez muertos ellos los padres, habían terminado erigiéndose en los líderes de la comunidad de pordioseros que vivían y trabajaban como ellos en Sudder Street. Puesto en términos calcuteños ese liderazgo significaba que eran ellos quienes controlaban la cola de desgraciados que se formaba los domingos por la mañana cuando la gente del Guru Nanak, los sijs de una gurdwara (el templo sij) del norte de la ciudad, aparecían por Sudder Street con unas grandes cacerolas llenas de comida para repartirla entre los pobres. En su papel de jefes del cotarro los padres (en este caso más bien la madre) de Ibrahim eran los encargados de limpiar las cacerolas una vez repartido su contenido. Pero sobre todo se ocupaban de acompañar todas las mañanas hasta Chowringhee Road o Park Street a los ciegos y tullidos del barrio para distribuirlos ordenadamente por las esquinas más estratégicas. Una vez terminada la jornada laboral eran ellos quienes los recogían de nuevo, recolectaban y contaban el dinero obtenido en limosnas y lo repartían como mejor les parecía, procurando siempre que todos pudieran comer al menos una vez al día. Andrés no sabía quién los había escogido para llevar a cabo aquellas funciones ni por qué su liderazgo era hereditario. Quizá el abuelo no solo era un hombre despabilado, decía, sino que estaba en mejores condiciones físicas que los otros cuando llegó a Calcuta con su familia y demostró poseer las suficientes dotes de mando como para organizar de alguna manera aquella turba de desheredados que llenaban las aceras. Lo cierto es que todos acataron sus órdenes y que, muerto él, aceptaron las órdenes de los herederos por él designados.

Pero no todos los niños del barrio eran pordioseros o carentes de otra educación que la que imparten las calles. Samir y sus hermanas asistían a la Saint Thomas School, una escuela situada en la acera de enfrente a la ocupada como vivienda por Ibrahim y su familia. De hecho esa escuela era el anexo de una iglesia protestante de estilo neogótico donde se impartía enseñanza en inglés y en hindi a niños angloindios y de otras comunidades del barrio. Samir y sus hermanas salían de casa cada mañana perfectamente limpios, aseados y uniformados, como todos los demás alumnos de esa escuela. De regreso a casa una vez terminadas las clases procuraban, teniendo buen cuidando de que no se enteraran sus padres, darle unas patadas al balón de trapo con el que se entretenían los de la acera de enfrente, que evidentemente no iban a la escuela y hablaban bengalí. La familia de Samir vivía en la extensa azotea en forma de herradura que unía tres edificios de cuatro plantas y en el que otras familias, numerosas como ellos, disponían de una única habitación y de una cocina. Los servicios eran comunitarios y se hacía vida de puertas abiertas, con solo una cortina en la entrada para guardar la privacidad. Por esa azotea correteaban casi tantos niños como en la propia la calle, solo que los de allí arriba podían entretenerse haciendo volar cometas. Los que vivían en la calle, como Ibrahim, esperaban que cayera alguna cometa de las que sucumbían en las batallas que se organizaban de azotea a azotea. Una vez en su poder le ataban el hilo de un rollo que se habían agenciado mediante alguna astucia de las suyas y con solo cruzar Chowringhee Road podían hacerla volar a su vez en el Maidán, una enorme extensión de prados, caminos, bosques y lagunas que es el pulmón de una Calcuta medio asfixiada debido a la polución y el hacinamiento.

El padre de Samir tenía dos esposas y tenía por tanto dos familias a las que atender, procurando repartir equitativamente su tiempo entre ambas. La segunda familia vivía en un barrio alejado y cuando se iba con ella pasaban varios días sin que los miembros de la primera lo vieran, aunque todo ello era más bien formal porque el cabeza de ambas familias se dedicaba a comprar pollos a los mayoristas del New Market para repartirlos por los restaurantes, pensiones y hoteles de las calles en torno a Sudder Street. La poligamia es una situación normal entre los musulmanes del barrio porque todavía hoy la permiten tanto la Personal Law, que regula el derecho civil de las diferentes comunidades religiosas de la India, como el Corán, este con la sola condición de que el marido tenga los medios suficientes para mantener equitativamente a todos los suyos. Nilufar hacía de criadita en casa de Samir y tenía su misma edad, aunque de hecho debía ocuparse de él y de sus hermanas, que eran algo mayores. Cuando su padre y su hermano estaban en Calcuta, Nilufar dormía con ellos sobre la tarima de alguna trastienda del New Market donde las noches eran casi tan animadas como los días, salvo que estaban envueltas en el misterio de la oscuridad. Pero si el padre se iba al pueblo y se llevaba a su hermano, ella se quedaba a dormir en casa de Samir, donde debía acostarse sobre el suelo de la cocina por ser la criada. De todas formas en la habitación, donde los niños también dormían en el suelo como era costumbre, no cabía ni una aguja.

Si durante el día la azotea estaba muy concurrida, las noches no eran menos movidas, con tanto lloro de niños, maridos llegando o partiendo hacia el New Market a horas intempestivas, partidas de cartas a la luz de la luna, rezos y abluciones de cara a La Meca antes del amanecer, a los cuales se unían el toque de campana de quienes acudían a orar ante el templete adosado a una pared y dedicado a la diosa Kali, la sanguinaria patrona de Calcuta que luce un collar de cabezas cortadas y saca la lengua ensangrentada. Pero allí todos estaban acostumbrados a vivir entre multitudes y los había que incluso subían a dormir buscando el relativo frescor de la noche.

El silencio sí que daba miedo, para unos, el silencio vacío de la selva cuando el tigre merodea por los alrededores, para otros, el silencio vacío de la ciudad cuando se afilan los cuchillos antes de una matanza entre vecinos. Ruido, multitudes, vida; silencio, miedo, soledad, muerte. Si una de esas noches Samir tenía miedo o sentía frío se tendía en la cocina al lado de Nilufar y ella lo acunaba como si fuera su madre porque aun siendo de hecho tan niña como él, las circunstancias de su vida habían hecho de ella una mujer antes de tiempo.

Con Nilufar.

Una vez que me hube instalado en Calcuta, y cuando Nilufar y yo nos conocimos mejor y llegó a establecerse entre nosotras una cierta corriente de amistad y confianza, ella misma me contó la causa de su extraña situación familiar, pues en contra de lo que yo pensaba su madre no solo no estaba muerta como su padre, sino que regentaba una pequeña tienda en el propio barrio, concretamente en el New Market. Pero vivía con otro hombre. Por lo que pude entender, que a lo mejor no fue mucho debido su precario castellano, la madre de Nilufar trabajaba para el propietario de un tenderete de espaguetis de arroz del mismo mercado cuando Nilufar y su hermano eran pequeños. Aunque no ganaba mucho, el hecho de que la familia dispusiera de dos sueldos les permitía subsistir en el pueblo, a treinta kilómetros de Calcuta, donde compartían dos chozas con sus abuelos, tíos, tías y primos, y a veces incluso alquilar una habitación en Calcuta. Hasta que un día ocurrió una doble desgracia: la primera, que al saltar al suelo desde la tarima de la tienda el dueño sufrió una torcedura de tobillo tan dolorosa que ella, la madre de Nilufar, se ofreció a efectuarle un masaje; y la segunda, que justo en ese momento acertó a pasar por allí su marido cargado con el saco de arroz de costumbre, quien al ver a su esposa llevando a cabo un acto tan íntimo la repudió al instante. Y para siempre. Puesto que era una mujer sana y trabajadora, y además mucho más joven que su propia esposa, el comerciante se la quedó en calidad de segunda esposa, calculando que además de trabajar en la tienda podría echar una mano en el cuidado de la casa y los hijos que él tenía con la primera, mujer de escasa salud. Pero el nuevo marido quería una esposa y no más hijos, por lo que los niños de esta quedaron al cuidado del padre. El cual, privado de la aportación económica que hasta entonces hacía la repudiada, no pudo seguir pagando la habitación y los tres acabaron viviendo en la calle o en las trastiendas del mercado.

De todos los niños de la calle, Nilufar era la más simpática, la más hermosa y la más lista, pero también la de piel más oscura, oscura como un carbón, cosa que el día de mañana le dificultaría hacer un buen matrimonio. Andrés la veía crecer año tras año junto a los demás niños que corrían por la calle. Un día, mientras hacía de modelo para el dibujo que él estaba realizando, ella le dijo con desparpajo: «Si no te casas conmigo me encontrarán pronto un marido feo y viejo, que quizá ya esté casado y tenga muchos hijos».