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En la víspera de una importante carrera, Estrella de Plata, un famoso purasangre propiedad del coronel Ross, desaparece mientras el cuerpo sin vida de su entrenador, John Straker, es descubierto en un páramo a pocas millas de las cuadras. Un nuevo y fascinante caso que el detective más famoso de todos los tiempos deberá resolver.
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Seitenzahl: 253
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Estrella de Plata.
La caja de cartón.
El rostro amarillo.
El oficinista del corredor de bolsa.
La corbeta Gloria Scott.
El Ritual de los Musgrave.
Títulos originales: Te Adventure of Silver Blaze, 1982;Te Adventure of the Cardboard Box;Te Adventure of the Yellow Face;Te Adventure of the Stockbroker’s Clerk;Te Adventure of the Gloria Scott;Te Adventure of the Musgrave Ritual, 1893
Traducción: Amando Lázaro Ros y Esteban Riambau Saurí
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: julio de 2025
REF.: OBDO514
ISBN: 978-84-1098-376-2
Composición digital: www.acatia.es
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“ME PARECIÓ IMPOSIBLE QUE EL CABALLO MÁS CONOCIDO EN INGLATERRA PUDIERA PERMANECER OCULTO MUCHO TIEMPO”.
DE A. CONAN DOYLE
STOY VIENDO, Watson, que no tendré más remedio que ir —me dijo Holmes cierta mañana, cuando estábamos desayunando juntos.
—¡Ir! ¿Adónde?
—A Dartmoor..., a King’s Pyland.
No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía el tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra. Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada. Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Solo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador. Por eso, su anuncio repentino de que iba a dirigirse al escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.
—Me sería muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo —le dije.
—Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.
Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Holmes, con su cara angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca.
—Llevamos buena marcha —dijo, mirando por la ventanilla y fijándose en su reloj—. En este momento marchamos a ochenta y cinco kilómetros por hora.
—No me he fijado en los postes que hay cada quinientos metros —le contesté.
—Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados sesenta metros el uno del otro, de modo que el cálculo es sencillo. ¿Habrá leído ya usted algo, me imagino, sobre ese asunto del asesinato de John Straker y la desaparición de Estrella de Plata?
—He leído lo que dicen el Te l e g r a p h y el Chronicle.
—Es este uno de los casos en que el razonador debe ejercitar su destreza en tamizar los hechos conocidos en busca de detalles, más bien que en descubrir hechos nuevos. Ha sido esta una tragedia tan fuera de lo corriente, tan completa y de tanta importancia personal para muchísima gente, que nos vemos sufriendo de plétoras de inferencias, conjeturas e hipótesis. Lo difícil aquí es desprender el esqueleto de los hechos..., de los hechos ciertos e indiscutibles..., de todo lo que no son sino suposiciones de teorizantes y de reporteros. Acto seguido, bien afirmados sobre esta sólida base, nuestra obligación consiste en ver qué consecuencias se pueden sacar y cuáles son los puntos especiales que constituyen el eje de todo el misterio. El martes por la tarde recibí sendos telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector Gregory, que está investigando el caso. En ambos se solicitaba mi colaboración.
—¡El martes por la tarde! —exclamé—. Y estamos a jueves por la mañana... ¿Por qué no fue usted ayer?
—Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson..., y me temo que esto me ocurre con mucha mayor frecuencia de lo que creerán quienes solo me conocen por las memorias que usted ha escrito. La verdad es que me pareció imposible que el caballo más conocido en Inglaterra pudiera permanecer oculto mucho tiempo, especialmente en una región tan escasamente poblada como esta del norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando de una hora a otra la noticia de que había sido encontrado, y de que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, al amanecer otro día y encontrarme con que nada se había hecho, fuera de la detención del joven Fitzroy Simpson, comprendí que era hora de que yo entrase en actividad. Pero tengo la sensación de que, en ciertos aspectos, no se ha perdido el día de ayer.
—¿Tiene usted, según eso, formada ya su teoría?
—Tengo por lo menos dentro del puño los hechos esenciales de este asunto. Voy a enumerárselos. No hay nada que aclare tanto un caso como exponérselo a otra persona, y si tengo que contar con la cooperación de usted, debo por fuerza señalarle qué posición nos sirve de punto de partida.
Me arrellané sobre los cojines del asiento, dando chupadas a mi cigarro, mientras Holmes, con el busto adelantado y marcando con su largo y delgado dedo índice sobre la palma de la mano los puntos que me detallaba, me esbozó con concisas palabras los hechos que habían motivado nuestro viaje.
—Estrella de Plata —me dijo— lleva sangre de Isonomy, y su historial en las pistas es tan lúcido como el de su famoso antepasado. Está en sus cinco años de edad, y ha ido ganando sucesivamente todos los premios de carreras para su afortunado propietario, el coronel Ross. Hasta el momento de la catástrofe era el favorito de la Copa Wessex, estándo las apuestas tres contra uno a su favor. Es preciso tener en cuenta que este caballo fue siempre el archifavorito de los aficionados a las carreras, sin que nunca los haya defraudado; por eso se han apostado siempre sumas enormes a su favor, aun dando primas. De ello se deduce que muchísima gente estaba altamente interesada en evitar que Estrella de Plata se halle presente el martes próximo cuando se dé la salida.
“HOLMES ME ESBOZÓ CON CONCISAS PALABRAS LOS HECHOS
QUE HABÍAN MOTIVADO NUESTRO VIAJE”.
»Como es de suponer, en King’s Pyland, lugar donde se hallan las cuadras de entrenamiento del coronel, se tenía en cuenta este hecho. Se tomaron toda clase de precauciones para guardar al favorito. John Straker, el entrenador, era un yóquey retirado, que había corrido con los colores del coronel Ross antes de que el excesivo peso le impidiese subir a la báscula. Cinco años sirvió al coronel como yóquey, y siete de entrenador, mostrándose siempre un servidor leal y celoso. Tenía a sus órdenes a tres hombres, porque se trata de unas cuadras pequeñas, en las que solo se cuidaban en total cuatro caballos. Todas las noches montaba guardia en la cuadra uno de los hombres, mientras los otros dos dormían en el altillo. De los tres hay los mejores informes. John Straker, que estaba casado, vivía en un pequeño chalet situado a unos doscientos metros de las cuadras. No tenía hijos, tenía un buen pasar y una criada. Las tierras circundantes no están habitadas; pero a cosa de ochocientos metros hacia el norte se alza un pequeño grupo de chalets que han sido edificados por un contratista de Tavistock para cuantos, enfermos o no, deseen disfrutar de los aires puros de Dartmoor. El pueblo mismo de Tavistock se halla situado a unos tres kilómetros al oeste; también a una distancia similar, pero cruzando los marjales, está la finca de entrenamiento de caballos de Capleton, propiedad de lord Backwater, regentada por Silas Brown. En todas las demás direcciones, la región de marjales está completamente deshabitada, y solo la frecuentan algunos gitanos trashumantes. Ahí tiene cuál era la situación el pasado lunes al ocurrir la catástrofe.
»Esa tarde, después de someter los caballos a ejercicios y de abrevarlos, como de costumbre, se cerraron las cuadras con llave, a las nueve. Dos de los peones se dirigieron entonces a la casa del entrenador, y allí cenaron en la cocina, mientras que el tercero, llamado Ned Hunter, se quedaba de guardia. Pocos minutos después de las nueve, la criada, Edith Baxter, le llevó a la cuadra su cena, que consistía en un plato de cordero con salsa fuerte. No le llevó líquido alguno para beber, porque en los establos había agua corriente y le estaba prohibido al hombre de guardia tomar ninguna otra bebida. La muchacha se alumbró con una linterna, porque la noche era muy oscura y tenía que cruzar por campo abierto.
»Ya estaba Edith Baxter a menos de treinta metros de las cuadras, cuando surgió de entre la oscuridad un hombre, que le dijo que se detuviese. Cuando este quedó enfocado por el círculo de la luz amarilla de la linterna, la muchacha vio que se trataba de una persona de aspecto distinguido, y que vestía terno de mezclilla gris con gorra de paño. Llevaba polainas y un pesado bastón con empuñadura de bola. Pero lo que impresionó mucho a Edith Baxter fue la extraordinaria palidez de su cara y lo nervioso de sus maneras. Su edad andaría por encima de los treinta, más bien que por debajo.
“SURGIÓ DE ENTRE LA OSCURIDAD UN HOMBRE,
QUE LE DIJO QUE SE DETUVIESE”.
»—¿Puede usted decirme dónde me encuentro? —preguntó él—. Estaba ya casi resuelto a dormir en el páramo, cuando distinguí la luz de su linterna.
»—Se encuentra usted próximo a las cuadras de entrenamiento de King’s Pyland —le contestó ella.
»—¿De veras? ¡Qué suerte la mía! —exclamó—. Me han informado de que en ellas duerme solo todas las noches uno de los mozos. ¿Es que acaso le lleva usted la cena? Dígame, ¿será usted tan orgullosa que desdeñe el ganarse lo que vale un vestido nuevo? —Sacó del bolsillo del chaleco un papel blanco, doblado, y agregó—: Haga usted que ese mozo reciba esto esta noche, y le regalaré el vestido más bonito que se puede comprar con dinero.
»La mujer se asustó viendo la ansiedad que mostraba en sus maneras, y se alejó a toda prisa, dejándolo atrás, hasta la ventana por la que tenía la costumbre de entregar las comidas. Estaba ya abierta, y Hunter se hallaba sentado a la mesita que había dentro. Empezó a contarle lo que le había ocurrido, y en ese instante se presentó otra vez el desconocido.
»—Buenas noches —dijo este, asomándose a la ventana—. Deseo hablar con usted unas palabras.
»La muchacha ha jurado que, mientras el hombre hablaba, vio que de su mano cerrada salía una esquina del papelito que pretendía darle.
»—¿A qué viene usted aquí? —le preguntó el mozo.
»—A un negocio que le puede llenar con algo el bolsillo —le contestó el otro—. Usted tiene dos caballos que figuran en la Copa Wessex... Estrella de Plata y Bayard. Deme datos exactos acerca de ellos, y nada perderá con hacerlo. ¿Es cierto que, a igualdad de peso, Bayard podría darle al otro cien metros de ventaja en los mil doscientos, y que la gente de estas cuadras ha apostado su dinero a su favor?
»—De modo que es usted uno de esos condenados individuos que venden informes para las carreras —exclamó el mozo de cuadra—. Le voy a enseñar de qué manera les servimos en King’s Pyland. —Se puso en pie y echó a correr hacia donde estaba el perro, para soltarlo.
»La muchacha escapó a la casa; pero durante su carrera se volvió para mirar, y vio que el desconocido estaba apoyado en la ventana. Sin embargo, un instante después, cuando Hunter salió corriendo con el perro sabueso, el desconocido ya no estaba allí y, aunque el mozo de cuadra corrió alrededor de los edificios, no logró descubrir rastro alguno del mismo.
—¡Un momento! —dije yo—. ¿No dejaría el mozo de cuadra la puerta abierta cuando salió corriendo con el perro?
—¡Muy bien preguntado, Watson, muy bien preguntado! —murmuró mi compañero—. Ese detalle me pareció de una importancia tal, que ayer envié un telegrama a Dartmoor con el exclusivo objeto de ponerlo en claro. El mozo cerró la puerta con llave antes de alejarse. Y puedo agregar que la ventana no tiene anchura suficiente para que pase por ella un hombre.
»Hunter esperó a que volviesen los otros mozos de cuadra, y entonces envió un mensaje al entrenador, enterándole de lo ocurrido. Straker se sobresaltó al escuchar el relato, aunque, por lo visto, no se dio cuenta exacta de su verdadero alcance. Sin embargo, quedó vagamente impresionado, y cuando la señora Straker se despertó, a la una de la madrugada, vio que su marido se estaba vistiendo. Contestando a las preguntas de la mujer, le dijo que no podía dormir, porque se sentía intranquilo acerca de los caballos, y que tenía el propósito de ir hasta las cuadras para ver si todo seguía bien. Ella le suplicó que no saliese de casa, porque estaba oyendo el tamborileo de la lluvia en las ventanas; pero no obstante las súplicas de la mujer, el marido se echó encima su amplio impermeable y abandonó la casa.
»La señora Straker se despertó a las siete de la mañana, y se encontró con que aún no había vuelto su marido. Se vistió a toda prisa, llamó a la criada y marchó a los establos. La puerta de estos se hallaba abierta: en el interior, hecho un ovillo, se hallaba Hunter en su sillón, sumido en un estado de absoluto atontamiento. El establo del caballo favorito se hallaba vacío, y no había rastro alguno del entrenador.
»Los dos mozos de cuadra que dormían en el altillo de la paja, encima del cuarto de los atalajes, se levantaron rápidamente. Nada habían oído durante la noche, porque ambos tienen el sueño profundo. Era evidente que Hunter sufría los efectos de algún estupefaciente enérgico. Y como no se logró que razonase, le dejaron dormir hasta que la droga perdiese fuerza, mientras los dos mozos y las dos mujeres salían corriendo a la busca de los que faltaban. Aún les quedaban esperanzas de que, por una razón o por otra, el entrenador hubiera sacado el caballo para un entrenamiento de primera hora. Pero al subir a una pequeña colina próxima a la casa, desde la que se abarcaba con la vista los páramos próximos, no solamente no distinguieron por parte alguna al caballo favorito, sino que vieron algo que fue para ellos como una advertencia de que se hallaban en presencia de una tragedia.
»A cosa de cuatrocientos metros de las cuadras, el impermeable de John Straker aleteaba encima de una mata de aliagas. Al otro lado de las aliagas, el páramo formaba una depresión a modo de cuenco, y en el fondo de ella fue encontrado el cadáver del desdichado entrenador. Tenía la cabeza destrozada por un golpe salvaje asestado con algún instrumento pesado, y presentaba además una herida en el muslo, herida cuyo corte, largo y limpio, había sido evidentemente infligida con algún instrumento muy cortante. Sin embargo, se veía con claridad que Straker se había defendido vigorosamente contra sus asaltantes, porque tenía en su mano derecha un cuchillo manchado de sangre hasta la empuñadura, mientras que su mano izquierda aferraba una corbata de seda roja y negra, que la doncella de la casa reconoció como la que llevaba la noche anterior el desconocido que había visitado los establos.
“FUE ENCONTRADO EL CADÁVER DEL
DESDICHADO ENTRENADOR”.
»Al volver en sí de su atontamiento, Hunter se expresó también de manera terminante a cuanto a quién era el propietario de la corbata. Con la misma certidumbre aseguró que había sido el mismo desconocido quien, mientras se apoyaba en la ventana, había echado alguna droga en su plato de cordero en salsa fuerte, privando de ese modo a las cuadras de su guardián.
»Por lo que se refiere al caballo desaparecido, se veían en el barro del fondo del cuenco fatal pruebas abundantes de que el animal estaba allí cuando tuvo lugar la pelea. Pero desde aquella mañana no se ha visto al caballo; y aunque se ha ofrecido una gran recompensa, y todos los gitanos de Dartmoor andan buscándolo, nada se ha sabido del mismo. Por último, el análisis de los restos de la cena del mozo de cuadras ha demostrado que contenían una cantidad notable de opio en polvo, dándose el caso de que los demás habitantes de la casa, que comieron ese guiso aquella misma noche, no experimentaron ningún trastorno.
»Esos son los hechos principales del caso, una vez despojado de toda clase de suposiciones, y expuestos de la mejor manera posible. Voy a recapitular ahora las actuaciones de la policía en el asunto.
»El inspector Gregory, a quien le ha sido encomendado el caso, es un funcionario extremadamente competente. Si estuviera dotado de imaginación, llegaría a grandes alturas en su profesión. Llegado al lugar del suceso, identificó pronto, y detuvo, al hombre sobre quien recaían, naturalmente, las sospechas. Poca dificultad hubo en dar con él, porque es muy conocido en aquellos alrededores. Se llama, según parece, Fitzroy Simpson. Es un hombre de excelente familia y muy bien educado, que dilapidó una fortuna en las carreras, y vive ahora realizando un negocio discreto y elegante de apuestas en los clubes deportivos de Londres. El examen de su cuaderno de apuestas demuestra que él las había aceptado hasta la suma de cinco mil libras en contra del caballo favorito.
»Al ser detenido, hizo espontáneamente la declaración de que había venido a Dartmoor con la esperanza de conseguir algunos informes acerca de los caballos de la cuadra de King’s Pyland, y también acerca de Desborough, segundo favorito, que está al cuidado de Silas Brown, en las cuadras de Capleton. No intentó negar que había actuado la noche anterior en la forma que se ha descrito, pero afirmó que no llevaba ningún propósito siniestro, y que su único deseo era obtener datos de primera mano. Al mostrársele la corbata se puso muy pálido, y no pudo, en manera alguna, explicar cómo era posible que estuviese en la mano del hombre asesinado. Sus ropas húmedas demostraban que la noche anterior había estado a la intemperie durante la tormenta, y su bastón, que es de los que llaman abogado de Penang, relleno de plomo, era arma que bien podía, descargando con el mismo repetidos golpes, haber causado las heridas terribles a que había sucumbido el entrenador.
»Por otro lado, no mostraba el detenido en todo su cuerpo herida alguna, siendo así que el estado del cuchillo de Straker podía indicar que uno por lo menos de sus atacantes debía llevar encima la señal del arma. Ahí tiene usted el caso, expuesto concisamente, Watson, y le quedaré sumamente agradecido si puede usted proporcionarme alguna luz.
Yo había escuchado la exposición que Holmes me había hecho con la claridad que es en él característica. Aunque muchos de los hechos me eran familiares, yo no había apreciado lo bastante su influencia relativa ni su mutua conexión.
—¿Y no será posible —le dije— que el tajo que tiene Straker se lo haya producido con su propio cuchillo en los forcejeos convulsivos que suelen seguirse a las heridas en el cerebro?
—Más que posible, es probable —dijo Holmes—. En tal caso, desaparece uno de los puntos principales que favorecen al acusado.
—Pero, aun con todo eso, no llego a comprender cuál puede ser la teoría que sostiene la policía.
—Mucho me temo que cualquier hipótesis que hagamos se encuentra expuesta a objeciones graves —me contestó mi compañero—. Lo que la policía supone, según yo me imagino, es que Fitzroy Simpson, después de suministrar la droga al mozo de cuadras, y de haber conseguido de un modo u otro una llave duplicada, abrió la puerta del establo y sacó fuera el caballo con intención, en apariencia, de mantenerlo secuestrado. Falta la brida del animal, de modo que Simpson debió de ponérsela. Hecho esto, y dejando abierta la puerta, se alejaba con el caballo por la paramera, cuando se tropezó con el entrenador o fue alcanzado por él. Se trabaron, como es natural, en pelea, y Simpson le saltó la tapa de los sesos con su bastón, sin recibir la menor herida producida por el cuchillo que Straker utilizó en defensa propia; y luego o bien el ladrón condujo el animal a algún escondite que tenía preparado, o bien aquel se escapó durante la pelea, y anda ahora vagando por los páramos. Así es como ve el caso la policía, y por improbable que pueda parecer, lo son aún más todas las demás explicaciones. Sin embargo, yo pondré a prueba su veracidad así que me encuentre en el lugar de la acción. Hasta entonces, no veo que podamos adelantar mucho más de la posición en que estamos.
Iba ya vencida la tarde cuando llegamos a la pequeña población de Tavistock, situada, como la protuberancia de un escudo, en el centro de la amplia circunferencia de Dartmoor. Dos caballeros nos esperaban en la estación: era el uno un hombre alto y rubio, de pelo y barba leonados y ojos de un azul claro, de una rara viveza; el otro, un hombre pequeño y despierto, muy pulcro y activo, de levita y botines, patillas bien cuidadas y monóculo. Este último era el coronel Ross, sportman muy conocido, y el otro, el inspector Gregory, un apellido que se estaba haciendo rápidamente famoso en el seno de la organización detectivesca inglesa.
—Me encanta que haya venido, señor Holmes —dijo el coronel—. El inspector aquí presente ha hecho todo lo imaginable; pero yo no quiero dejar piedra sin remover en el intento de vengar al pobre Straker y de recuperar mi caballo.
—¿No ha surgido ninguna circunstancia nueva? —preguntó Holmes.
—Siento tener que decirle que es muy poco lo que hemos adelantado —dijo el inspector—. Tenemos ahí fuera un coche descubierto, y como usted querrá, sin duda, examinar el terreno antes de que oscurezca, podemos hablar mientras vamos hacia allí.
Un minutos después nos hallábamos todos sentados en un cómodo landó y rodábamos por la curiosa y vieja población de Devonshire. El inspector Gregory estaba pletórico de datos, y fue soltando un chorro de observaciones, que Holmes interrumpía de cuando en cuando con una pregunta o con una exclamación. El coronel Ross iba recostado en su asiento, con el sombrero echado hacia adelante, y yo escuchaba con interés el diálogo de los dos detectives. Gregory formulaba su teoría, que coincidía casi exactamente con la que Holmes había predicho en el tren.
—La red se va cerrando fuertemente en torno a Fitzroy Simpson —dijo a modo de comentario—, y yo creo que él es nuestro hombre. No dejo por eso de reconocer que se trata de pruebas puramente circunstanciales, y que puede surgir cualquier nuevo descubrimiento que eche todo por tierra.
—¿Y qué me dice del cuchillo de Straker?
“ME ENCANTA QUE HAYA VENIDO, SEÑOR HOLMES”.
—Hemos llegado a la conclusión de que se hirió él mismo al caer.
—Eso me sugirió mi amigo, el doctor Watson, cuando veníamos. De no ser así, el asunto del cuchillo influiría en contra de Simpson.
—Sin duda alguna. A él no se le ha encontrado ni cuchillo ni herida alguna. Las pruebas de su culpabilidad son, sin duda, muy fuertes: tenía gran interés en la desaparición del favorito; recae sobre él la sospecha de haber narcotizado al mozo de cuadra; no hay duda de que anduvo a la intemperie durante la tormenta; iba armado de un pesado bastón, y se encontró su corbata en las manos del muerto. La verdad es que creo que disponemos de material suficiente para presentarnos ante el jurado.
Holmes movió negativamente la cabeza y dijo:
—Un defensor hábil lo haría todo pedazos. ¿Para qué iba a sacar el caballo del establo? Si pretendía causarle algún daño, ¿por qué no lo iba a hacer allí mismo? ¿Se le ha encontrado una llave duplicada? ¿Qué farmacéutico le vendió el opio en polvo? Sobre todo, ¿en qué sitio pudo esconder un caballo como ese, él, forastero en esta región? ¿Qué explicación ha dado acerca del papel que deseaba que la doncella hiciese llegar al mozo de cuadra?
—Asegura que se trataba de un billete de diez libras. Se le encontró en el billetero uno de esa cuantía. Pero las demás objeciones que usted hace no son tan formidables como parecen. Ese hombre no es ajeno a la región. Se ha hospedado en dos ocasiones en Tavistock durante el verano. El opio se lo trajo probablemente de Londres. La llave, una vez que le sirvió para sus propósitos, la tiraría lejos. Quizá se encuentre el caballo en el fondo de alguno de los antiguos pozos de mina que hay en el páramo.
—¿Y qué me dice a propósito de la corbata?
—Confiesa que es suya, y afirma que la perdió. Pero ha surgido en el caso un factor nuevo, que quizás explique el que sacara el caballo del establo.
Holmes aguzó los oídos.
—Hemos encontrado huellas que demuestran que la noche del lunes acampó una cuadrilla de gitanos a un kilómetro y medio del sitio en donde tuvo lugar el asesinato. Los gitanos habían desaparecido el martes. Ahora bien: partiendo del supuesto de que entre los gitanos y Simpson existía alguna clase de concierto, ¿no podría ser que cuando fue alcanzado llevase el caballo a los gitanos, y no podría ser que lo tuvieran estos?
—Desde luego que cabe en lo posible.
—Se está explorando el páramo en busca de los gitanos. He hecho revisar también todas las cuadras y edificios aislados en Tavistock, en un radio de quince kilómetros.
—Tengo entendido que muy cerca de allí hay otras cuadras de entrenamiento.
—Sí, y es un factor que no debemos menospreciar en modo alguno. Como su caballo Desborough es el segundo en las apuestas, tenían interés en la desaparición del favorito. Se sabe que Silas Brown, el entrenador, lleva apostadas grandes cantidades en la prueba, y no era, ni mucho menos, amigo del pobre Straker. Sin embargo, hemos registrado las cuadras, sin encontrar nada que pueda relacionarlo con los sucesos.
—¿Tampoco se ha descubierto nada que relacione a este Simpson con los intereses de las cuadras Capleton?
—Absolutamente nada.
Holmes se recostó en el respaldo, y la conversación cesó. Unos minutos después nuestro cochero hizo alto junto a un chalet de ladrillo rojo, de aleros salientes, que se alzaba junto a la carretera. A cierta distancia, después de cruzar un prado, se veía un largo edificio anexo de tejas grises. En todas las demás direcciones, el páramo, de suaves ondulaciones y bronceado por los helechos a punto de mustiarse, se dilataba hasta la línea del horizonte, sin más interrupción que los campanarios de Tavistock y un racimo de casas, allá hacia el oeste, que señalaba la situación de las cuadras de Capleton. Saltamos todos fuera del coche, a excepción de Holmes, que siguió recostado, con la mirada fija en el cielo que tenía delante, absorto en sus pensamientos. Solo cuando yo le toqué en el brazo dio un respingo y se apeó.
—Perdone —dijo, volviéndose hacia el coronel Ross, que se había quedado mirándole, algo sorprendido—. Estaba soñando despierto.
Había en sus ojos un brillo y en sus maneras una contenida excitación que me convencieron, acostumbrado como estaba a su forma de ser, de que estaba sobre alguna pista, aunque no podía imaginar de dónde la había sacado.
—Quizá prefiera usted, señor Holmes, seguir directamente hasta la escena del crimen —dijo Gregory.
—Opto por quedarme unos momentos más aquí mismo y abordar una o dos cuestiones de detalle. Supongo que traerían aquí a Straker, ¿verdad?
—Sí; su cadáver está en el piso de arriba. Mañana tendrá lugar la investigación judicial.
—Llevaba algunos años a su servicio, ¿no es cierto, coronel Ross?
—Siempre vi en él a un excelente servidor.
—Dígame, inspector: harían ustedes, me imagino, un inventario de todo cuanto tenía en los bolsillos al morir, ¿verdad?
—Si desea usted ver lo que se le encontró, tengo los objetos en el cuarto de estar.
—Me gustaría mucho.
Entramos en fila en la habitación delantera, y tomamos asiento alrededor de una mesa central, redonda, mientras el inspector abría con una llave un cofre cuadrado de metal y colocaba delante de nosotros un montoncito de objetos. Había una caja de cerillas, un cabo de vela de sebo, una pipa A. D. P. de raíz de eglantina, una tabaquera de piel de foca que contenía media onza de Cavendish de hebra larga, un reloj de plata con cadena de oro, un lapicero de aluminio, algunos papeles y un cuchillo de mango de marfil y hoja finísima, recta, con la marca «Weiss & Co. Londres».
—Es un cuchillo muy curioso —dijo Holmes, cogiéndolo y examinándolo cuidadosamente—. Como advierto en él manchas de sangre, supongo que se trata del que se encontró en la mano del difunto. Watson, con seguridad que este cuchillo es de los de su profesión.
—Es lo que llamamos un cuchillo de cataratas —le contesté.
—Eso me parecía. Una hoja muy fina destinada a un trabajo muy delicado. Un artefacto raro para ser llevado por un hombre que había salido a una expedición peligrosa, especialmente porque no se lo podía meter cerrado en el bolsillo.
—La punta estaba defendida por un disco de corcho, que fue hallado junto al cadáver —dijo el inspector—. La viuda nos dijo que el cuchillo llevaba ya varios días encima de la mesa de tocador y que lo cogió al salir de la habitación. Como arma, valía poca cosa; pero fue quizá lo mejor de que pudo echar mano en ese momento.
—Es muy posible. ¿Y qué papeles son esos?
—Tres de ellos son cuentas de vendedores de heno, con su recibí. Otro es una carta con instrucciones del coronel Ross. Y este otro es una factura de modista por valor de treinta y siete libras y quince chelines, extendida por madame Lesurier, de Bond Street, a nombre de William Darbyshire. La señora Straker nos ha informado de que el tal Darbyshire era un amigo de su marido, y que a veces le dirigían aquí las cartas.
