Estudio en escarlata - Arthur Conan Doyle - E-Book

Estudio en escarlata E-Book

Arthur Conan Doyle

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Primera aparición en la literatura de Sherlock Holmes, y primer volumen de la serie. El Dr. Watson, a su regreso de la guerra de Afganistán conoce, a través de un viejo amigo, a Sherlock Holmes, que busca con quien compartir piso en alquiler. Pronto descubre el doctor Watson que su compañero no es un presumido detective aficionado, si no un verdadero genio de la deducción. Un día les llega un mensaje de Scotland Yard sobre un reciente asesinato. Holmes y Watson se proponen investigarlo. La segunda parte de la novela tiene como trasfondo la historia de los orígenes de la iglesia mormona que se enlazan con una historia de amor. Tras una serie de investigaciones y situaciones, Holmes llega al sorprendente desenlace. Esta serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, "Estudio en escarlata" (1887) y "El signo de los cuatro" (1890), las dos novelas con que Doyle muestra en público a su célebre personaje. El volumen III, más extenso que los anteriores, recoge "Las aventuras de Sherlock Holmes" (1892) compuestas por un conjunto de doce relatos breves. El volumen IV reúne otras tantas narraciones que el mismo Doyle agrupó bajo el título "Las memorias de Sherlock Holmes" en 1893. Por último, el volumen V presenta al lector "El sabueso de los Baskerville", que -como las narraciones anteriores- fue originalmente publicado por entregas en The Strand Magazine de Londres y posteriormente editado como libro en 1902.

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Estudio en escarlata
Arthur Conan Doyle
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Carroggio
Todos los derechos reservadosTraducción: Amando Lázaro Ros.Introducción: Juan Leita.Foto de portada: Londres, Baker Street núm. 221b, vivienda del detective Holmes.
Índice
Introducción a la seriey al volumen
PRIMERA PARTE
I. El señor Sherlock Holmes
II. La ciencia de la deducción
III. El misterio de los Jardines de Lauriston
IV. Lo que John Rance tenía que decir
V. Nuestro anuncio nos trae una visita
VI. Tobías Gregson da una prueba de lo que es capaz
VII. Una luz en la oscuridad
SEGUNDA PARTE
I. La gran llanura de Álcali
II. La flor de Utah
III. John Ferrier con el profeta
IV. Una fuga para salvar la vida
V. Los ángeles vengadores
VI. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en medicina
VII. Final
Introducción a la serie y al volumen
La presente serie de Century Carroggio incluye los principales títulos de Arthur Conan Doyle sobre Sherlock Holmes, el más famoso detective de la literatura universal. En los volúmenes I y II se ofrecen, respectivamente, Estudio enEscarlata (1887) y El signo de los cuatro (1890),las dos novelas con que Doylemuestra en público a su célebre personaje. El volumen III, más extenso que los anteriores, recoge Las aventuras de SherlockHolmes,un conjunto de relatos publicado en Inglaterra por entregas, entre julio de 1891 y junio de 1892, en la revista literaria mensual The Strand Magazine. El volumen IV reúne otras doce narraciones que el mismo Doyle agrupó bajo el título Las memorias de Sherlock Holmes en1893. Por último, el volumen Vpresenta al lector El sabueso de los Baskerville, que también fue originalmente publicado por entregas en The Strand entre agosto de 1901 y abril de 1902.
Estudio en Escarlata
La novela que el lector tienen entre sus manos es, pues, el exordio de Sherlock Holmes. Estudio en Escarlata (A Study in Scarlet) fue publicada por partes en la revista Beeton’s Christmas Annual de 1887. Un año después, aparece como libro. Resulta fascinante, a distancia de más de un siglo, tratar de enfrenarse a la sencillez de estas páginas con el sentido de novedad con que lo haría el lector de fines del siglo XIX. Se trata de una abstracción compleja, pues el detective Holmes ha sido objeto de una cantidad de producciones cinematográficas y series televisivas difícilmente comparable con otros personajes de la literatura. Muchos de sus dichos han pasado al lenguaje popular. La cultura pop ha producido gadgets, juegos y una variada gama de subproductos. Ha nacido un turismo holmesiano. Pero ahora, dejamos todo eso de lado, y nos adentramos en la construcción de un personaje y del mundo que le rodea.
La primera parte de esta obra arranca con las palabras «Reimpresión de las memorias del doctor John H. Watson, antiguo miembro del cuerpo médico del ejército», en la que venimos a conocer inmediatamente la razón funcional del contacto entre este médico y Sherlock Holmes, que acabarán compartiendo un piso de alquiler en el número 221 B de la calle Baker de Londres. Entre esas cuatro paredes Watson irá descubriendo que su compañero no un vanidoso aficionado a las artes detectivescas, sino un verdadero genio de la deducción. Mientras se encuentran en ese piso, llega un mensaje de Scotland Yard sobre un reciente asesinato. Holmes y Watson deciden investigarlo. Hay sangre en la habitación, pero no hay heridas en el cuerpo. Además, en la pared, aparece una palabra alemana escrita con sangre. Y así empieza la serie de deducciones. La segunda parte de la novela tiene como trasfondo la historia de la Iglesia mormona, que se entrelaza con una historia de amor y de venganza que, finalmente, converge con el hilo principal de la narración.
Del detective Sherlock Holmes al arquetipo de un ser contemporáneo
Juan Leita
Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, constituye el máximo exponente histórico dentro del género policiaco y detectivesco. La valoración de su personaje, sin embargo, oscila entre un entusiasmo exacerbado y una dura desmitificación de su figura. Hay quien ve en él el prototipo del detective, el sabueso por excelencia. Hay quien solо ve una burda manifestación de una personalidad frustrada. Dentro de esta gama de valoraciones existen también, naturalmente, diversos intentos por explicar su creación a partir de inveteradas manifestaciones y tendencias del espíritu humano.
Hay quien solo encuentra en las historias de Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación del hombre. Como se echa de ver claramente en ellas, la novela policiaca no hace más que sustituir la verdadera tensión humana, la que va unida a la lucha real por la existencia, por una falsa tensión de orden puramente externo: el deseo de saber quién es el misterioso criminal y cómo lo descubrirá el inteligente detective. Hay quien se remonta en su entusiasmo a los antiguos caballeros medievales: Sherlock Holmes no es más que la reencarnación moderna de los antiguos paladines del honor y de la justicia. Como Rolando, como el Cid, como don Quijote, su tarea consiste en deshacer entuertos y pelear en pro de los afligidos con la afilada espada de su inteligencia. Entre estas valoraciones y criticas extremas, sin embargo, existe la posibilidad de proceder de un modo más ajustado a la creación de sir Arthur Conan Doyle.
Sin dejarnos llevar por entusiastas exagerados ni por detracciones de carácter apriorístico, nuestra labor tendría que estribar en intentar discernir lo que verdaderamente hay en el fondo de este personaje que ha logrado arrastrar en la actualidad a millones de lectores, haciendo de su autor el máximo exponente de un género literario privativo de la última modernidad.
En realidad, si analizamos las peculiaridades esenciales de Sherlock Holmes, nos encontraremos con la imagen del hombre que, con sus cualidades y defectos, con su fuerza y su drama, se ha convertido en el paradigma y en la resultante final de las tensiones humanas del siglo veinte.
En primer lugar, Sherlock Holmes es el prototipo de la soledad y del hermetismo. Encerrado en su casa de Baker Street, aislado de la estructura “normal” y del orden social imperante, únicamente un amigo tiene la posibilidad de acercarse y sondear un poco la vida interior de este personaje. Como Auguste Dupin, la figura creada por Edgar Allan Poe y antecesor directo de Sherlock Holmes, se trata de un hombre que vive a su antojo, retirado durante el tiempo vigente para la normalidad social en el breve espacio de una habitación desordenada y llena de humo, acompañado solamente de un amigo que sabe callar durante largas horas. Sherlock Holmes vive su vida, concentrado y hasta obsesionado por la sola actividad que le absorbe y le aísla del contexto determinado por su sociedad. Sabemos, no obstante, que no se trata de un misántropo. Su soledad y su hermetismo son más bien el retrato de una protesta contra una sociedad que no piensa y que quiere obligar a sus individuos a no pensar. Porque en esto consiste precisamente su actividad absorbente y exclusivista.
En efecto, la segunda peculiaridad esencial que se pone de manifiesto en Sherlock Holmes es la confianza absoluta en el proceso lógico y la entrega total al ejercicio deductivo de la razón. Su interés y su propósito no estriba en último término en descubrir quién es el misterioso criminal por motivos de justicia o de orden cívico, sino más bien en desarrollar un proceso de relaciones intelectuales que avance y llegue a feliz término. No se trata de que le interese únicamente el enigma criminal; en el fondo, le interesa racionalmente cualquier enigma. También como Auguste Dupin, ocupado en desentrañar las cavilaciones puramente mentales de un amigo silencioso, Sherlock Holmes se dedica a hacer deducciones sobre su amigo Watson o a deducir por las particularidades de un bastón cómo será su propietario. Sherlock Holmes es sobre todo cerebro y razón, una poderosa inteligencia que se sirve de un cuerpo como apéndice accesorio. Desengañado finalmente de los sentimientos y demás actividades vitales, surge un ser puramente pensante que se entrega de lleno a la fría razonabilidad como único camino para una reconstrucción coherente de la realidad humana. Contrariamente a lo que nos dice uno de los personajes de Esperando a Godot, Sherlock Holmes viene a decirnos: «El mal es no haber pensado».
A estas dos peculiaridades primordiales del personaje creado por sir Arthur Conan Doyle, se unen varios rasgos que acaban de perfilar aquella imagen del hombre, paradigma y resultante final de las tensiones vividas en el último siglo. Sherlock Holmes no cree ni espera nada del matrimonio como institución. Siendo esta actitud otro aspecto de su soledad y de su cerebralismo, constituye a la vez una posición de protesta del individuo. No se trata de un misógino. No se trata de un científico abstraído ni de un místico. A Sherlock Holmes le gusta la mujer. Es precisa mente una mujer quien protagoniza uno de los pocos fracasos del famoso investigador. Pero, en eterna contraposición con su amigo Watson, en su figura se pone de manifiesto que la relación matrimonial, determinada por mil condicionamientos externos e internos, resultaría un impedimento insalvable para el desarrollo de la propia personalidad.
Sherlock Holmes es desordenado, desaliñado. Sherlock Holmes es altanero, presuntuoso. Sherlock Holmes es drogadicto.
Si atendemos a todas estas particularidades reales de su carácter, nos daremos cuenta ante todo de que en realidad estamos muy lejos de poder afirmar aquella reencarnación moderna del caballero medieval y de los antiguos defensores del honor y de la justicia. Lo que se insinúa y se dibuja más bien en Sherlock Holmes, sorprendentemente, es la imagen del homo novus, de aquellas tendencias espontáneas y anárquicamente desorganizadas, existentes todavía hoy en nuestra sociedad, que anuncian la ruptura total con las necesidades que dominan en la sociedad represiva, de aquellos grupos característicos de un estado de desintegración lenta dentro del sistema. De hecho, Sherlock Holmes nо aparece como unа encarnación del pasado, sino todo lo contrario: un raro preanuncio del futuro que aún hoy día resulta vigente. Quizás en esto reside, en el fondo, el secreto de su actualidad.
Desde este mismo punto de vista, sin embargo, hay que corregir también aquel proceso de desmitificación critica que solo encuentra en Sherlock Holmes un motivo para hablar de la alienación humana. El juicio de Georg Lukács en su obra Significado presente del realismo crítico nos resulta del todo adecuado, hablando de la creación de sir Arthur Conan Doyle: «Así fue como aparecieron las obras en las que la verdadera tensión política, la que está ligada a la lucha real por el socialismo, era sustituida por una falsa tensión, de orden puramente externo, la que se encuentra en las novelas policíacas, el deseo de saber quién es el misterioso criminal, cómo y quién lo descubrirá, etc. Así, basadas en unas tensiones puramente superficiales, estas obras no podían aprehender la realidad de una manera auténtica». En realidad, un lector inteligente de las narraciones de Sherlock Holmes descubrirá en ellas muchas de las tensiones modernas provocadas por el antagonismo todavía no solventado entre individuo y sociedad.
Un pensamiento lineal y estructurado a base de principios predefinidos desechará con facilidad todo aquello que no se ajusta al rígido planteamiento de su sistema. Pero sociólogos adogmáticos han reconocido que, dentro del proceso revolucionario, las tendencias anárquicas y espontáneamente desorganizadas pueden desempeñar a la larga una importante función. Fue Fourier quien puso de manifiesto por primera vez la diferencia cualitativa entre una sociedad libre y una sociedad no-libre, sin asustarse ya.
Allí donde Marx todavía se asustó, en parte, de poder hablar de una posible sociedad en la que el trabajo se convierta en juego, una sociedad en la que el trabajo, incluso el trabajo socialmente necesario, se pueda organizar de acuerdo con las necesidades instintivas y las inclinaciones personales de cada uno de los hombres. Sherlock Holmes constituye un ejemplo paradigmático de esta diferencia cualitativa y un exponente tendencial de esta posible transformación. Aquellos que quemarían muchas obras literarias con el fin de evitar la alienación, como en Fahrenheit 451 de François Truffaut, se encuentran de repente con una tierra de hombres-libros y de hombres-libres en la que, sin duda alguna, habría alguien también que exclamaría al ser preguntado por su nombre: Las aventuras deSherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle.
Dentro de una valoración más serena y equilibrada, el juicio genérico de Bernard Frank sobre la novela policiaca aparece como un elemento mucho más útil para ponderar en concreto la obra de Conan Doyle. Según él, una novela policiaca no se debería leer nunca hasta el final. «En efecto, nuestro placer se va disgregando en el momento en que la verdad empieza a abrirse paso por entre mil emboscadas y trampas, para desaparecer completamente cuando en las últimas páginas nos es revelada. Contrariamente a lo que se suele pensar, una novela policiaca no se lee para conocer la verdad, sino para darle la espalda durante el mayor tiempo posible por amor a lo fantástico, a lo extraordinario, y para saborear mejor la banalidad cotidiana, el desayuno, el crepúsculo, la cafetería.» En verdad, cuando leemos cualquier narración de Sherlock Holmes, se dan de una manera especial estos elementos descritos con tanto acierto por Bernard Frank. Al leer El sabueso de los Baskerville, por ejemplo, el lector observará por sí mismo que su deseo es que se mantenga el enigma, que sigan las sorpresas en el páramo y que los extraños aullidos se prolonguen durante el mayor tiempo posible, sin importar demasiado la resolución del enigma. La vista vuelve con nostalgia al intrigante planteamiento y a la serie de acontecimientos que giran alrededor del perro fantástico.
Otro elemento no menos importante contenido en el juicio de Bernard Frank es, sin duda, el que se refiere al extraño poder de transformar y de dar interés a la banalidad cotidiana. Con Sherlock Holmes, el lector no solamente disfruta de una potente capacidad deductiva, sino que se sumerge también en la vida «normal» del detective y de su compañero Watson. En realidad, sin que uno lo advierta siquiera, resulta ya emocionante entrar simplemente en el pequeño piso del 221 bis de Baker Street, asistir a los desayunos ingleses preparados por la señora Hudson, andar por las calles londinenses y atravesar el campo británico. Cualquier detalle adquiere un interés insospechado: un bastón abandonado, unos zapatos sucios, un periódico que se abre a primeras horas de la mañana, una taza de té que nadie ha probado todavía. A este respecto, resulta curioso constatar que el proceso seguido por Alfred Hitchcock en sus 52 films guarda una estrecha relación con este fenómeno conсreto. En su última película, por ejemplo, se hace patente una pérdida de interés por lo que podríamos llamar peripecia anecdótica o trama argumental. Lo que se pone más bien de relieve es esta transformación extraordinaria de la banalidad cotidiana. Lo que se admira son estas cenas caseras impregnadas de un interés extraño, estos desayunos en la comisaría, estas charlas en una cafetería de lujo o en un bar de dudosa reputación. Lo único que hace el «frenesí» del protagonista es interesar al espectador por una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de impulso frenético.
La cultura digital en que nos encontramos inmersos ha transformado completamente el arte de los viejos detectives. ¿Cómo es posible que, en este nuevo contexto, la figura de Sherlock Holmes siga cosechando tanto éxito e interés entre los lectores?
Desde el punto de vista de la «originalidad» actual de la obra de sir Arthur Conan Doyle, es justamente ese aspecto de la cotidianidad del personaje la que adquiere relevancia, pues las tramas y los trucos de «suspense» resultarían hoy día ingenuos o banales si son considerados como ingrediente principal. El lector actual está avezado ya a toda clase de recursos. En su momento, las genialidades de Sherlock Holmes pudieron asombrar a miles de seguidores. El proceso argumental de sus narraciones pudo parecer fascinadoramente nuevo. Sin embargo, la repetición, el plagio, la semejanza y el inevitable progreso en la creación de nuevas situaciones han hecho que hoy día la lectura de las obras de Conan Doyle no sea precisamente interesante por razón de su «originalidad» argumental.
Prescindiendo del interés que pueda tener desde el punto de vista histórico, en el sentido de ser el origen creador de todas las tramas y de todos los trucos policiacos, lo que verdaderamente sigue siendo original es la situación inimitable de la vida y de los sucesos banales del gran detective y de su compañero Watson. El sabueso de los Baskerville vuelve a ser aquí un ejemplo concluyente. Los trucos e intentos por asombrar al lector podrán parecer actualmente ingenuos en su mayor parte. Es posible que el desenlace resulte pobre e incluso decepcionante. Pero nadie puede sustraerse a la situación ambiental de la trama y a la fascinación que ejercen los personajes que en ella se mueven. Los sucesos concretos que se desarrollan en Baker Street y en el páramo poseen tal fuerza de singularidad y originalidad que bastan por sí solos para atraer la atención del lector actual.
Es este último punto también el único que puede explicar la inusitada popularidad alcanzada por Sherlock Holmes. La reproducción exacta en un museo de Londres de su casa en Baker Street, de su sillón, de su tabaquera, de su pipa, de su jeringuilla... obedece más a la fascinación del detalle que revela su carácter y su personalidad que al intento de recordar unas tramas policiacas ingeniosas y originales. Lo que se pretende es dar vida al mismo Sherlock Holmes, a su figura concreta e inimitable, al «irregular» de Baker Street. Lo que fascina es la incomunicabilidad de su persona, la singularidad de su naturaleza individual. El lector acaba por desear simplemente poder contemplar a Sherlock Holmes y a su amigo Watson, pasear por unas calles londinenses, comprar un periódico, detenerse en un café. Poco importa ya la anécdota. Lo que se ha transformado es una cotidianidad aparentemente exenta de interés y de atracción personal.
Como se señalaba al inicio, la serie que el lector tiene en sus manos incluye los siguientes títulos sobre Sherlock Holmes: Estudio enEscarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), Las aventuras de SherlockHolmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1893) y El sabueso de los Baskerville (1902).
Esta selección de novelas y narraciones responde al juicio crítico más estricto referente a la obra policiaca de Doyle. En primer lugar destaca, naturalmente, Las aventuras de SherlockHolmes, consideradas por todos como lo mejor de Conan Doyle. Gilbert K. Chesterton y Ellery Queen, entre los críticos más agudos y exigentes, le han dedicado los elogios más encomiables. Según ellos, nunca se han escrito narraciones policiacas semejantes. De hecho, es en la brevedad y en la concisión donde Conan Doyle alcanza sus mayores éxitos. Las memorias de Sherlock Holmes deben considerarse en segundo lugar, pero casi a su misma categoría. Por lo que atañe a las novelas, es evidente que tanto Estudio enEscarlata como El signo de los cuatro tienen el valor y el mérito de haber sido las primeras creaciones de Doyle en el género policiaco y la presentación en público de su célebre personaje.
Como es sabido, sir Arthur Conan Doyle llegó a cansarse de Sherlock Holmes e incluso a aborrecerle, hasta el punto de que en la narración titulada El problema final (que forma parte del volumen de Las Memorias de Sherlock Holmes) le dio muerte junto con su eterno enemigo el maléfico Dr. Moriarty. Acuciado, sin embargo, por lectores y editores, su autor no tuvo más remedio que resucitarle, ideando un complicado proceso de salvación del abismo en que le había sepultado. Toda la crítica, no obstante, coincide en que las narraciones de este segundo periodo ya no están a la misma altura de las del primero. Tampoco aquí la segunda parte fue buena. Por esto han sido excluidas en su totalidad de la presente serie. A pesar de todo, dentro del orden cronológico en que se escribieron las obras referentes a Sherlock Holmes, hay que hacer notar una excepción: El sabueso de los Baskerville. Conan Doyle ideó, en realidad, esta novela una vez hubo dado ya muerte a su personaje, concibiéndola independientemente de Sherlock Holmes y de su compañero Watson. Pero fue quizá un razonable sentimiento de aprovechar su propia creación o simplemente la atracción fascinante que ejercían aún en él tales personajes lo que le movió a convertirlos en sus protagonistas, suponiendo que el hecho había ocurrido antes de la tragedia acaecida en El problema final. La mayoría de los críticos opina que El sabueso de los Baskerville es una de las mejores obras de sir Arthur Conan Doyle, así como una de las mejores novelas policiacas.
Únicamente John Dickson Carr objeta ciertos reparos de carácter puramente subjetivo. Para él, el hecho de que Holmes tenga más bien un papel secundario resta calidad detectivesca a la novela. Con todo, para un lector avezado y exento de extraños prejuicios clasistas es evidente que en El sabueso de los Baskerville Sherlock Holmes alcanza casi, por decirlo así, una presencia metafísica. Por esto, siguiendo la opinión de la mayoría de los críticos y la misma intención del autor, la hemos incluido en la selección como formando parte del gran periodo holmesiano, antes de El problema final, con el que se concluye este periodo.
Al presentar pues aquí lo mejor de sir Arthur Conan Doyle, pensamos contribuir también a una revalorización actual de su obra. Sin dejarnos llevar por un intento de retorno idealista a una época ya fenecida ni por un propósito apriorístico de critica dogmática, nuestra mirada se vuelve a Sherlock Holmes contemplándole como la sorprendente muestra paradigmática de las tensiones humanas vividas en la última y penúltima modernidad. El doloroso choque entre individuo y comunidad social, todavía no solventado por ninguna teoría ni por ninguna praxis, se hace patente en su inconfundible e inimitable figura. El «irregular» de Baker Street se nos aparece como una atrayente manifestación y una rara denuncia de las irregularidades del siglo pasado. Desde el problema de la soledad personal hasta la excesiva decantación hacia el racionalismo, desde la contestación teórica y práctica de las instituciones más consagradas hasta el problema de la droga, Sherlock Holmes va perfilando una imagen humana que se va haciendo cada vez más nuestra. Ya no es la consabida «elementalidad» de sus deducciones ni la histórica originalidad de sus aventuras lo que propiamente se nos impone, sino la progresiva y casi inevitable apropiación de su figura como algo íntimo y actualísimo. Sir Arthur Conan Doyle no solo es el máximo exponente histórico del género policiaco, sino también el descubridor de un tipo humano que sintetiza las más secretas tensiones y los más vivos resortes de la modernidad.
PRIMERA PARTE
Reimpreso de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina que perteneció al cuerpo de médicos del ejército
I. El señor Sherlock Holmes
El año 1878 me gradué de doctor en Medicina por la Universidad de Londres, y a continuación pasé a Netley con objeto de cumplir el curso que es obligatorio para ser médico cirujano en el ejército. Una vez realizados esos estudios, fui a su debido tiempo agregado, en calidad de médico-cirujano ayudante, al regimiento número 5 de Fusileros de Northumberland. Se hallaba en aquel entonces de guarnición en la India y, antes que pudiera incorporarme al mismo, estalló la segunda guerra del Afganistán. Al desembarcar en Bombay me enteré de que mi unidad había cruzado los desfiladeros de la frontera y se había adentrado profundamente en el país enemigo. Yo, sin embargo, junto con otros muchos oficiales que se encontraban en situación idéntica a la mía, seguí el viaje, logrando llegar sin percances a Kandahar, donde encontré a mi regimiento y donde me incorporé en el acto a mi nuevo servicio
Aquella campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí solo me acarreó desgracias e infortunios. Fui separado de mi brigada para agregarme a las tropas del Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando la batalla desdichada de Maiwand. Fui herido allí por una bala explosiva que me destrozó el hueso, rozando la arteria del subclavio. Habría caído en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el valor y la lealtad de Murray, mi ordenanza, que me atravesó, lo mismo que un bulto, encima de un caballo de los de la impedimenta y consiguió llevarme sin otro percance hasta las líneas británicas.
Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas soportadas, me trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawur. Me restablecí en ese lugar hasta el punto de que ya podía pasear por las salas, e incluso salir a tomar un poco el sol en la terraza, cuando caí enfermo de ese flagelo de nuestras posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando, por fin, reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin perder un solo día. En consecuencia, fui embarcado en el transporte militar Orontes, y un mes después tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, convertido en una irremediable ruina física, pero disponiendo de un permiso otorgado por un gobierno paternal para que me esforzase por reponerme durante el período de nueve meses que se me otorgaba.
Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis peniques. Como es natural en una situación como esa, gravité hacia Londres, gran sumidero al que se ven arrastrados de manera irresistible todos cuantos atraviesan una época de descanso y ociosidad.
Me alojé durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida cómoda y falta de finalidad, y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad y de llevar una vida rústica en el campo, me era preciso alterar por completo mi género de vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e instalarme en habitación de menores pretensiones y más barata.
Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, de pie en el bar Criterion, cuando me dieron unos golpecitos en el hombro; me volví, encontrándome con que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Barts (abreviatura del San Bartolomé, hospital de practicantes para los nuevos graduados) como practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta por demás grato ver una cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquel entonces, Stamford no fue precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció encantado de verme. Llevado de mi júbilo exuberante, le invité a que almorzase conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de los de un caballo.
—¿Y qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa, mientras el coche avanzaba, traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está delgado como un listón y moreno como una nuez.
Le relaté a grandes rasgos mis aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando llegamos a nuestro destino.
—¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?
—Estoy buscando habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la posibilidad de encontrar habitaciones confortables a un precio puesto en razón.
—Es curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted el segundo hombre que hoy me habla en esos mismos términos.
—¿Quién fue el primero? —le pregunté.
—Un señor que trabaja en el laboratorio de química del hospital. Esta mañana se lamentaba de no dar con nadie que quisiese tomar a medias con él un lindo departamento que había encontrado y que resulta demasiado gravoso para su bolsillo.
— ¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de veras busca a alguien con quien compartir las habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Preferiría tener un compañero a vivir solo.
El joven Stamford me miró de un modo bastante raro, por encima de un vaso de vino, y dijo: —No conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerle constantemente de compañero.
—¿Por qué? ¿Hay algo en contra suya?
—Yo no he dicho que haya algo en contra suya. Es hombre de ideas raras. Le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es persona bastante aceptable.
— ¿Estudia quizá medicina? —le pregunté.
—No... Yo no creo que se proponga seguir esa carrera. En mi opinión, domina la anatomía y es un químico de primera clase; sin embargo, nunca asistió de manera sistemática, que yo sepa, a clases de medicina. Es voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes, que asombrarían a sus profesores.
—¿Le ha preguntado usted alguna vez cuáles son sus propósitos? —pregunté yo.
—Nunca; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque suele ser bastante comunicativo cuando está en vena.
—Me gustaría conocerlo —dije—. De tener que vivir con alguien, prefiero que sea con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido o el barullo. Los que tuve que aguantar en el Afganistán me bastan para todo lo que me resta de vida normal. ¿Hay modo de que yo conozca a ese amigo suyo?
—De fijo que está ahora mismo en el laboratorio —contestó mi compañero—. Hay ocasiones en que no aparece por allí durante semanas, y otras en que no se mueve del laboratorio desde la mañana hasta la noche. Podemos acercarnos los dos en coche después del almuerzo, si usted lo desea.
—Claro que sí —le contesté.
Y la conversación se desvió por otros derroteros.
* * *
Mientras nos dirigíamos al hospital, después de abandonar el Holborn, me fue dando Stamford unos pocos detalles más acerca del caballero al que yo tenía el propósito de tomar por compañero de habitaciones.