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Edición especial ilustrada por Vincent Mallié de la primera novela de Sherlock Holmes. "Estudio en Escarlata" es la primera novela que presenta al icónico detective Sherlock Holmes y su fiel amigo, el Dr. John Watson. La historia comienza cuando Watson, un médico militar retirado, busca un compañero de piso y conoce a Holmes, un detective consultor con habilidades deductivas extraordinarias. Juntos, se embarcan en la investigación de un misterioso asesinato en Londres. La víctima, Enoch Drebber, es encontrada en una casa deshabitada con la palabra "RACHE" escrita en la pared con sangre. A medida que Holmes y Watson desentrañan las pistas, descubren una historia de venganza que se remonta a años atrás en Estados Unidos, involucrando a una secta religiosa y un juramento de justicia. (Edición íntegra con notas a pie de página, traducción directa del inglés)
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2023
Edición en formato digital: octubre de 2023
Publicado por acuerdo con Daniela Bonerba and Sylvain Coissard Agency
Ilustrado por Vincent Mallié
La première aventure de Sherlock Holmes - Une étude en rouge © Editions Margot, 2022
© De la traducción: Vicente Muñoz Puelles, 2023
© Grupo Anaya, S. A., 2023
Valentín Beato, 21. 28037 Madrid
www.anayainfantilyjuvenil.com
ISBN ebook: 978-84-143-3441-6
Conversión a formato digital: REGA
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El Señor
Sherlock
Holmes
En el año 1878 me gradué como doctor en Medicina por la Universidad de Londres, y después marché a Netley1, donde asistí al cursillo obligatorio para ingresar como médico cirujano en el ejército. Tras haber acabado mis estudios, fui destinado de inmediato al 5.º de Fusileros de Northumberland, como médico cirujano ayudante. El regimiento se hallaba por entonces de guarnición en la India, y antes de que pudiera unir-me a él estalló la segunda guerra de Afganistán2. Al desembarcar en Bombay, me llegó la noticia de que mi unidad había atravesado los desfiladeros de la frontera y se había aden-trado profundamente en territorio enemigo. Sin embargo, decidí seguir viaje, como otros muchos oficiales en la misma situación. Llegué a Kandahar 3sano y salvo, y allí encontré por fin a mi regimiento y me incorporé en el acto a mi nuevo servicio.
Aquella campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero yo solo coseché des-gracias y calamidades. Fui separado de mi brigada y agregado a las tropas de Berkshire4, con las que me encontraba sirviendo cuando la desastrosa batalla de Maiwand5. Allí, una bala explosiva me alcanzó en el hombro, hizo añicos el hueso y rozó la arteria subclavia. Habría caído en manos de los despiadados ghazis 6de no ser por el valor y la lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras colocarme de través sobre un caballo de tiro, consiguió alcanzar felizmente las líneas británicas.
1Sede de un hospital militar, cerca de la costa inglesa.
2La segunda guerra afgana se desarrolló entre 1878 y 1880.
3La tercera mayor ciudad de Afganistán.
4Condado inglés.
5Batalla en la que las tropas afganas derrotaron al ejército anglo-indio.
6Nombre que designa a los musulmanes que luchan contra los infieles.
PRIMERA parte
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Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas su-fridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar 7. Allí me había recuperado tanto como para pasear por las salas, y salía a tomar el sol en la terraza, cuando caí víctima del tifus, azote de nuestras posesiones en la India. Durante meses se temió por mi vida. Cuando por fin pude reac-cionar y me convertí en convaleciente, había quedado en tal estado, y me encontraba tan débil, que el consejo médico ordenó mi inmediato retorno a Inglaterra. En consecuencia, fui trasladado al transporte militar Orontes, y al mes de travesía desembarqué en Ports-mouth, con la salud deteriorada para siempre y nueve meses por delante, sufragados por un Gobierno paternal, para intentar restablecerme.
En Inglaterra carecía de parientes y de amigos. Era, por tanto, libre como el aire; es de-cir, todo lo libre que se puede ser con un ingreso diario de once chelines y medio8. Como es natural en dicha situación, me dirigí a Londres, gran sumidero al que van a parar todos los desocupados y haraganes del Imperio.
Durante algún tiempo me alojé en un buen hotel del Strand. Llevaba una vida desorde-nada y sin ningún objetivo a la vista, y gastaba mi dinero con mayor generosidad de la que podía permitirme. El estado de mis finanzas se hizo tan alarmante que pronto comprendí que, si no quería verme obligado a dejar la gran ciudad y a llevar una vida rústica en el campo, tendría que cambiar mi modo de vida por completo. Escogí el cambio, y empecé por hacerme a la idea de abandonar el hotel e instalarme en un lugar menos caro y pre-tencioso.
7Ciudad en el actual Pakistán.
⁸ El chelín, que era la vigésima parte de la libra esterlina, está fuera de circulación desde 1971.
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—No. No es hombre que haga fácilmente confidencias, aunque puede resultar comu-nicativo cuando está en vena.
—Me gustaría conocerlo —dije—. Si he de vivir con alguien, prefiero que sea una per-sona estudiosa y de costumbres tranquilas. Aún no me siento lo bastante fuerte como para soportar mucho ruido o agitación. Ya tuve bastante de todo eso en Afganistán, y espero no tener más en lo que me resta de vida. ¿Cómo podría conocer a ese amigo suyo?
—Seguro que ahora mismo está en el laboratorio —contestó mi acompañante—. Unas veces no aparece por allí durante semanas, y otras se queda desde la mañana hasta la no-che. Si quiere, podemos acercarnos los dos en coche, después del almuerzo.
—De acuerdo —contesté.
Y la conversación tomó otros derroteros.
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Mientras nos dirigíamos al hospital, después de dejar el Holborn, Stamford añadió de-talles acerca del caballero que parecía estar a punto de ser mi compañero de alojamiento.
—No debe culparme si no se llevan bien —me dijo—. Mi relación con Holmes se re-duce a unos encuentros casuales en el laboratorio. Es usted quien ha propuesto el asunto. Así que no me haga responsable.
—Si nos llevamos mal, bastará que cada cual siga su camino —comenté—. Tengo la sensación, Stamford, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio —añadí, mirándole fijamente—. ¿Acaso es un hombre tremendamente irritable, o qué? Le agradecería que no se andara con rodeos.
—Es difícil expresar lo inexpresable —me contestó, riendo—. Holmes tiene una ac-titud ante la vida demasiado científica para mi gusto. Casi raya en la insensibilidad. Me lo imagino ofreciendo a un amigo una pizca de un novedoso alcaloide vegetal, y no con mala intención, compréndame, sino porque, como investigador, necesita tener una idea
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Mientras hablaba, dejó caer en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de un líquido transparente. Al instante, la mezcla tomó un apagado color caoba, y un precipitado de polvo parduzco apareció en el fondo del recipiente de vidrio.
—¡Ajá! —exclamó alborozado, dando palmadas como un niño con un juguete nue-vo—. ¿Qué dice usted de eso?
—Un experimento muy sutil —contesté.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco12resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir de la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre, que es inútil cuando las manchas datan de algunas horas. Pues bien: mi procedimiento pa-rece actuar con la misma eficacia tanto si la sangre es vieja como si es reciente. De haberlo descubierto antes, cientos de personas que ahora se pasean por las calles habrían pagado hace tiempo las penas que merecen por sus crímenes.
—¿De veras? —murmuré.
—Las causas criminales dependen siempre de este punto. A veces, las sospechas recaen sobre un hombre cuando ya han pasado meses desde que se cometió un crimen. Se exa-minan sus trajes y su ropa interior, y se descubren unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de suciedad, de fruta o de qué? Esa es la pregunta que ha sumido en la confusión a más de un experto. ¿Y sabe usted por qué? Porque no se disponía de una prueba segura. Pero de hoy en adelante disponemos de la prueba de Sherlock Holmes, y ya no habrá ninguna dificultad para resolver el misterio.
Mientras hablaba le brillaban los ojos. Se llevó la mano al corazón e hizo una reveren-cia, como si correspondiese a los aplausos de una multitud imaginaria.
—Merece usted que se le felicite —dije, muy sorprendido ante su entusiasmo.
—¿Recuerda el caso de Von Bischoff, en Frankfurt, el año pasado? De haber existido esta prueba, le habrían ahorcado con toda seguridad. ¿Y qué decir del caso de Mason, en Bradford, o el del célebre Muller, o el de Lefévre, en Montpellier, o el de Samson, en Nue-va Orleans? Podría citar una veintena de asuntos en los que la prueba habría sido decisiva.
—Habla usted como si fuera un almanaque viviente de hechos criminales —comentó Stamford, con una carcajada—. Podría publicar algo en esa línea, y titularlo Noticiario po-liciaco de antaño.
—No sería ningún disparate —replicó Holmes, al tiempo que cubría con un parche adhesivo el pinchazo del dedo—. He de tomar todas las precauciones posibles —prosiguió mientras se volvía hacia mí, sonriente—, porque manipulo venenos con mucha frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y pude ver que la tenía descolorida por el efecto de ácidos fuertes y cubierta de parches parecidos.
—Hemos venido por un asunto de negocios —dijo Stamford, tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—. Este amigo mío anda buscando cobijo y, como usted se quejaba de no encontrar a nadie que quisiera al-quilar algo a medias, he pensado que sería buena idea reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes pareció agradarle la perspectiva de compartir conmigo el alquiler.
—Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street —dijo—, que nos vendrían de perlas. Espero que no le moleste el olor a tabaco fuerte.
—También yo lo fumo —confesé.
—Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo tener a mano sustancias químicas, y de vez en cuando realizo experimentos. ¿Le importa?
—¡De ningún modo!
12Árbol del cual se extrae una resina, que se usa para la detección de la hemoglobina.
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—Veamos... ¿Qué otras desventajas tengo? En ocasiones me vuelvo melancólico y no despego los labios durante días. Cuando eso me ocurra, no debe tomarlo como una mues-tra de mal humor o resentimiento. Déjeme a solas conmigo mismo y verá qué pronto se me pasa. Y ahora, ¿tiene usted algo de qué acusarse? Cuando dos personas van a vivir jun-tas, conviene que cada una sepa lo peor de la otra.
Aquel interrogatorio me hizo reír.
—Tengo un cachorro de bulldog—dije—. Los ruidos fuertes y repentinos me molestan porque mi sistema nervioso está destrozado. Me levanto de la cama a las horas más absur-das, y soy de lo más perezoso. Cuando gozo de buena salud tengo otros defectos, pero en mi estado actual los que acabo de indicarle son los principales.
—¿Incluye usted tocar el violín en la categoría de los ruidos fuertes y repentinos? —me preguntó Holmes con cierta ansiedad.
—Depende del intérprete —contesté—. Un violín bien tocado es un regalo de los dio-ses. Pero cuando se toca mal...
—Entonces no hay inconveniente —concluyó con una risa alegre—. Creo que pode-mos dar por cerrado el trato, siempre y cuando le agraden las habitaciones.
—¿Cuándo podemos visitarlas?
—Venga a recogerme mañana al mediodía. Iremos juntos y lo arreglaremos todo.
—De acuerdo. A las doce en punto —le contesté, y le estreché la mano.
Lo dejamos trabajando en sus experimentos y fuimos caminando hacia mi hotel.
—Por cierto —pregunté de pronto, deteniéndome y mirando a Stamford—, ¿cómo diablos se enteró de que yo había venido de Afganistán?
Una sonrisa enigmática se dibujó en el rostro de mi acompañante.
—Ahí tiene usted precisamente uno de esos detalles singulares que caracterizan a nues-tro hombre —dijo—. Mucha gente se pregunta cómo se las arregla para adivinar las cosas.
—¡Vaya! ¿Entonces se trata de un misterio? —exclamé, frotándome las manos—. Esto empieza a ponerse interesante. Le quedo muy agradecido por habernos presentado. Como reza el dicho: «No hay estudio más apropiado para la Humanidad que el hombre mismo»13.
—Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo —me advirtió Stamford, a modo de despedida—. Aunque le va a costar, me temo. Verá como él acaba sabiendo mucho más de usted que usted de él. Adiós.
—Adiós —le contesté.
Seguí caminando sin prisas hacia el hotel, muy intrigado por las peculiaridades del hombre al que acababa de conocer.
13La cita es de Alexander Pope (1688-1744), poeta y ensayista inglés.
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La
CIENCIA de la
dEducCiÓn
os vimos al día siguiente, como habíamos
acordado, para inspeccionar las habita-
ciones del 221 B de Baker Street de las
que me había hablado en nuestro encuen-
tro. Consistían en dos confortables dor-
mitorios y una única sala de estar,
amplia y muy ventilada, amue-
blada de modo agradable y
con dos ventanales por los
que entraba la luz.
Tan satisfactorio resul-
taba el apartamento en
todos los aspectos y tan acce-
sible nos parecía su precio, una vez dividido entre los dos, que cerramos el trato de in-mediato y tomamos posesión en el acto. Esa misma tarde trasladé todas mis pertenencias desde el hotel, y a la mañana siguiente llegó Sherlock Holmes con varias maletas y cajas. Pasamos uno o dos días desempaquetando las cosas y distribuyéndolas de la mejor manera posible. Hecho esto, ya solo nos quedaba acomodarnos y echar nuevas raíces.
Ciertamente, vivir con Holmes no resultaba difícil. Sus maneras eran apacibles, y sus costumbres, regulares. Rara vez se acostaba después de las diez de la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana él ya había desayunado y se encontraba en la calle. Con frecuencia pasaba el día entero en el laboratorio de química o en la sala de disección, o emprendía largos paseos que parecían llevarle a los barrios más bajos de la ciudad. Cuan-do le acometía un acceso de trabajo, era capaz de desplegar una energía sin límites. Pero
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de vez en cuando e inevitablemente caía en un extraño sopor, y entonces permanecía tendido durante días en el sofá de la sala de estar, sin apenas pronunciar palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. En esas ocasiones sus ojos adquirían una expresión perdida y como ausente que, de no ser por la sobriedad y la integridad que le caracterizaban, yo habría atribuido al consumo de algún estupefaciente.
Mi interés por él y la curiosidad que sentía por conocer sus proyectos y aspiraciones fueron haciéndose más intensos a medida que pasaban las semanas. Su persona misma y su aspecto ya bastaban para llamar la atención del observador más distraído. Sobrepasaba los seis pies14de estatura, pero como era extremadamente delgado parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante, salvo en esos períodos de sopor a los que he aludido, y su nariz, fina y aguileña, daba a sus facciones un aire de viveza y determinación. También la barbilla, prominente y cuadrada, delataba a un hombre de firmes resoluciones. Aunque sus manos siempre estaban manchadas de tinta y de distintos productos químicos, las mo-vía con una delicadeza extraordinaria, como pude apreciar innumerables veces, al verle manipular sus frágiles instrumentos de química.
Quizá el lector me considerará un entrometido si confieso lo mucho que aquel hom-bre excitaba mi curiosidad, y las numerosas ocasiones en que intenté vencer la reserva con la que se expresaba cuando se refería a él mismo. Pero conviene recordar, antes de juzgar-me, hasta qué punto mi vida de entonces carecía de objeto, y qué pocas cosas había que pudieran atraer mi atención. Mi salud solo me permitía salir a la calle cuando el tiempo era extraordinariamente benigno, y carecía de amigos que vinieran a visitarme y fuesen capaces de romper la monotonía de mi vida diaria. En esas circunstancias, acogí casi con
14El pie es una medida de longitud, que en Inglaterra equivale a 30,5 centímetros.
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entusiasmo el pequeño misterio que envolvía a mi compañero, y dediqué buena parte de mi tiempo a intentar resolverlo.
Ciertamente, no era Medicina lo que estudiaba. Sobre ese punto, y en respuesta a una pregunta mía, él mismo había confirmado la opinión de Stamford. Sus lecturas no suge-rían una intención concreta que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia precisa o para traspasar las puertas del mundo académico. Pese a todo, era admirable su interés en ciertas materias, y sus conocimientos, aunque limitados a unos campos más bien insóli-tos, eran tan amplios y minuciosos que sus observaciones me asombraban con frecuencia.
Estaba yo convencido de que nadie trabaja con tanto afán ni busca unos datos tan exac-tos si no persigue un fin preciso. Las personas que leen de manera poco sistemática no suelen distinguirse por el rigor de sus conocimientos. Nadie malgasta su inteligencia con pequeñeces, a menos que tenga una razón fundada para hacerlo.
Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política eran casi nulos. En cierta ocasión en que me referí a Thomas Carlyle15me preguntó, con la mayor ingenuidad, quién era y qué había hecho. Sin embargo, mi estupefacción llegó al límite cuando descubrí por casualidad que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me pareció tan in-creíble que en nuestro siglo xixhubiera una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira en torno al Sol que me costó admitirlo.
15Escritor e historiador inglés (1795-1881).
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—Parece usted sorprendido —me dijo, sonriendo ante mi expresión de asombro—. Pues bien, ahora que usted me ha puesto al corriente, haré todo lo posible por olvidarlo.
—¡Olvidarlo!
—Entiéndame —me pidió—. Yo considero que el cerebro de cada uno es como un pe-queño ático vacío que vamos decorando con los muebles de nuestra elección. Los necios amontonan en ese ático todo lo que encuentran a mano, de modo que no dejan espacio a los conocimientos que pudieran serles útiles o, en el mejor de los casos, esos conocimien-tos se encuentran tan revueltos con las demás cosas que resulta difícil encontrarlos. En cambio, el artesano hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese ático que es su cerebro. Solo admite en él las herramientas que pueden servirle para realizar su tarea, pero de estas sí tiene una gran variedad y las dispone en un orden perfecto. Constituye un grave error la creencia de que las paredes de esa pequeña habitación son elásticas o pueden ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada nuevo dato que se añade supone el olvido de otro que ya teníamos. Por tanto, es de la mayor importancia evitar que los datos inútiles desplacen a los útiles.
—Pero ¡lo del sistema solar! —protesté.
—¿Y qué diablos supone el sistema solar para mí? —me interrumpió, impaciente—. Dice usted que giramos en torno al Sol. Si lo hiciéramos alrededor de la Luna, eso no representaría ningún cambio ni para mí ni para mi trabajo.
Estaba a punto de preguntarle qué trabajo era ese, pero algo en su actitud me dio a entender que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, seguí pensando en nuestra breve conversación y me esforcé por hacer algunas deducciones. Había mencionado su propósito de no adquirir conocimiento alguno que no fuese relevante en su trabajo. Por tanto, todos los datos que ya tenía debían resultarle de cierta utilidad. Enumeré mental-mente todos aquellos temas sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los puse por escrito. No pude contener una sonrisa al terminar la lista. Decía así:
SHERLOCK HOLMES
Conocimientos:
1. Literatura: ninguno.
2. Filosofía: ninguno.
3. Astronomía: ninguno.
4. Política: escasos.
5. Botánica: desiguales. Al día en lo que se refiere a la belladona, el opio y los vene-nos en general. Ignora todo lo referente a la jardinería.
6. Geología: conocimientos prácticos, pero limitados. Le basta una ojeada para dis-tinguir una tierra de otra. Después de sus paseos me ha enseñado las manchas de barro que había en sus pantalones y me ha explicado, por la consistencia y el color, a qué parte de Londres correspondían.
7. Química: profundos.
8. Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9. Literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer con detalle todos los críme-nes acontecidos en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12. Está familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.
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