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Ally Blake

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Beschreibung

Había vuelto para huir… no para enamorarse. James Dillon llevaba años dedicándose en cuerpo y alma al hijo que criaba solo. Pero cuando apareció en su vida aquella bella y elegante desconocida, no pudo ignorar la atracción instantánea que surgió entre ellos... ni la felicidad que se reflejaba en los ojos de su hijo cada vez que ella estaba cerca. Siena Capuletti no tenía intención de enamorarse. Pero cuanto más tiempo pasaba con el guapísimo James y con su adorable hijo, más cuenta se daba de que estaba a punto de entregarles su corazón. El problema era que los errores del pasado seguían obsesionándola…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Ally Blake

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Exclusivamente tuya, n.º 2106 - febrero 2018

Título original: Meant-To-Be Mother

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-767-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SIENA Capuletti volvía a casa, pero lo que para la mayoría de la gente era un motivo de alegría, a ella le causaba un profundo malestar. Y a su estado de ánimo se unía la incomodidad de tener el traje manchado por el refresco que su vecino de cinco años le había tirado encima.

Al tiempo que se separaba del cuerpo la húmeda falda, miró hacia atrás buscando a la azafata de vuelo. Al no verla, se dijo que se trataba de una señal. Era un error ir a Cairns como pasajera en lugar de vestida de uniforme, en su condición de jefa de cabina de MaxAir, la cosmopolita y vanguardista línea aérea para la que trabajaba.

Maximillian Sned, el excéntrico septuagenario dueño de las aerolíneas, la había convocado a una reunión en su mansión del norte de Cairns para proponerle, según él, «un fantástico salto en su carrera». Y Siena no había podido negarse a acudir, a pesar de que temía que el «fantástico salto» significara tener que mudarse a Cairns

Una dolorosa patada en la espinilla la devolvió al presente. Tomó aire, cerró los ojos y trató de ignorar al inquieto pequeño que tenía a su izquierda invocando imágenes agradables: una playa en Hawai, una pista de esquí en Suiza, la zapatería de Madison Avenue en la que se gastaba parte de su salario… Pero no lo consiguió. Sólo podía imaginar el avión en el que se encontraba.

–Siento haber tardado tanto. En la última fila hay un chico que sabe hacer malabares con latas de refrescos y me ha estado enseñando. Casi lo consigo.

Siena abrió los ojos y vio a una atractiva azafata cuyo nombre, según indicaba la tarjeta que llevaba en el pecho, era Jessica. Con una encantadora sonrisa, la joven le dio un paquete de toallitas húmedas y otro refresco a su vecino de asiento.

Siena supo entonces que su día no iba a mejorar. Siete años como azafata le habían servido para adivinar la personalidad de la gente a primera vista. Sabía qué pasajero intentaría fumar a escondidas en los lavabos, cuál necesitaría una copa para superar el miedo a volar, o cuál tendría que ser desplazado a un asiento de ventanilla para evitar que pellizcara a las azafatas.

Jessica acababa de darle al niño otro refresco. De haber sido ella, Siena habría optado por un vaso de leche y unos lápices de colores. Era evidente que Jessica era encantadora, pero incompetente, y por un instante Siena se preguntó si debía decírselo a Maximillian. Pero le bastó pensar en su hermano, doce años mayor que ella, siempre dispuesto a darle consejos que ni siquiera le había pedido, para descartar esa posibilidad.

–A ver, Freddy –dijo Jessica con dulzura–, te he traído una pajita para que bebas con cuidado y no salpiques.

En cuanto el niño se puso a beber, Jessica se dirigió a Siena con su dulce sonrisa.

–Me resultas familiar. ¿Nos hemos visto antes? –preguntó.

«Ya empezamos…» Siena estaba acostumbrada a que la reconocieran. Durante el último año, su rostro aparecía por todo el país, sonriendo desde las vallas publicitarias de las aerolíneas MaxAir.

De hecho, sospechaba que Max la había llamado para proponerle que se convirtiera en la imagen de la compañía, lo que significaría mudarse permanentemente a Cairns. Y si los rumores se confirmaban, no estaba segura de cómo reaccionaría. Su identidad y sus amistades estaban tan vinculadas a su trabajo que pensar en dejar la compañía le resultaba inimaginable, pero la idea de mudarse a Cairns era aún más inconcebible.

–Puede que hayamos coincidido en una fiesta de Navidad –Siena optó por decir una verdad a medias–. Soy azafata de vuelos internacionales con Max.

–Será de eso –dijo Jessica, animada–. ¿Estás de año sabático o vas a pasar el fin de semana a la playa?

Siena mantuvo la misma estrategia.

–Mi hermano y su familia viven en Cairns. Acaba de tener un hijo –no dijo que ni siquiera conocía a los gemelos de cuatro años.

–¡Caramba! –exclamó Jessica–. ¡Qué maravilla!

Pero Siena sabía que no estaba escuchando. Por el bien de la compañía confió en que fuera una novata.

–Bueno, ¡feliz estela! –añadió la azafata mientras buscaba con la mirada al malabarista.

–¡Feliz estela! –Siena repitió el slogan de la compañía mecánicamente y vio cómo Jessica se alejaba en sus altos tacones, asiéndose a los respaldos de los asientos para no perder el equilibrio. Hacía años que ella había superado esa fase. Estaba hecha para volar…

Tenía que conseguir que Max se diera cuenta de que podía representar mucho más para la compañía que una cara sonriente. Quizá el rumor de que Max le ofrecería Roma como destino no fuera tan descabellado. Siena suspiró y se acomodó en su asiento. Roma era uno de los principales destinos de MaxAir, la joya de la corona de la compañía. ¡Ése sí sería un gran salto en su carrera!

El ruido que hacía el motor cambió y Siena dedujo que empezaban a descender. Miró por la ventanilla y vio la tierra ondulante y verde, las playas blancas y el mar azul oscuro. Cairns. El paraíso. Su hogar… Tuvo que respirar hondo y tratar de distraer su mente con pensamientos felices

Se encendieron las señales que indicaban a los pasajeros que se pusieran el cinturón de seguridad. Por el rabillo del ojo vio que el pequeño Freddy intentaba ponérselo mientras sujetaba en un precario equilibrio la lata de refresco entre las rodillas. Siena no lograba comprender qué tipo de padres podían considerar a un niño de cinco años lo bastante independiente como para volar solo. Lo había visto innumerables veces a lo largo de su carrera y seguía sin comprenderlo. Ella sabía por propia experiencia el efecto que podía tener en un niño ese tipo de actitud: convertirlo en un ser errático y agresivo, capaz de cualquier cosa para llamar la atención, para que alguien le impusiera disciplina y le marcara límites.

–¿Quieres que te ayude? –se oyó decir.

–Sí, por favor –dijo él con una sonrisa angelical. Alzó los brazos y Siena le abrochó el cinturón. Al alzar la vista vio dos lágrimas rodar por sus mejillas y no pudo evitar compadecerse de él. Así que, durante los siguientes quince minutos, se esforzó por distraerlo y animarlo. Para cuando aterrizaron y Jessica fue a recogerlo, se había transformado en un niño tranquilo y amable.

Como no tenía prisa, Siena esperó sentada a que el avión se vaciara. Luego, tomó su bolsa y la funda con el uniforme que llevaría en el viaje de vuelta a Melbourne el sábado por la noche, y desembarcó. El húmedo calor del norte de Queensland le golpeó el rostro. En el aire flotaba el olor a salitre del mar. Siena notó cómo el cabello se le rizaba al instante y le sudaban las manos.

En la terminal, un hombre con bigote, vestido con un traje y un sombrero del color azul característico de MaxAir, completamente inapropiados para aquel calor, esperaba con un cartel en el que se leía: «CAPULETTI».

Mandando un chófer, Max mostraba que le estaba dando un trato especial y aunque Siena se sintió halagada, también notó que se le encogía el corazón.

–Soy Siena Capuletti –dijo, acercándose a él.

El hombre asintió.

–Rufus –dijo con voz de barítono–. Maximillian me ha pedido que esté a su disposición todo el fin de semana, señorita Capuletti.

–Muy bien. Excelente –Siena se incorporó a la corriente de gente que abandonaba la terminal internacional. Podía ver a Rufus, con su equipaje, por el rabillo del ojo. Estaba segura de que si le señalaba a alguien y le daba la orden de matarlo, la cumpliría sin titubear.

–Tengo que hacer una llamada –dijo, justo antes de que salieran del aeropuerto. Rufus se detuvo de inmediato.

Siena buscó un rincón tranquilo para hacer la llamada que llevaba días angustiándola.

–Hola –respondió su hermano Rick.

Por un instante, Siena tuvo la tentación de colgar. ¿Por qué tenía que anunciarle su presencia? No era más que un viaje de trabajo. Rick ni siquiera tenía su móvil, así que no podría identificar la llamada.

–¿Hola? –insistió él.

–Rick. Soy Siena.

–Vaya, vaya, Piccolo –dijo él, tras una pausa–. Hacía tiempo que no oía tu preciosa voz –su tono sarcástico despertó en Siena el deseo de colgar–. Una momento –exclamó Rick. Y Siena oyó un ruido seguido de gritos de niños–. ¡Michael! ¡Leo! Sentaos a la mesa. Mamá os traerá los cereales en seguida. Perdona, Piccolo, el desayuno puede ser una batalla. ¿Dónde estás? ¿En París, en Londres?

Había llegado el tan temido momento.

–En el aeropuerto de Cairns.

Se produjo un profundo silencio y Siena se dio cuenta de que Rick estaba tan desconcertado como ella de que hubiera vuelto después de tantos años.

–Pero… Vaya… Nuestro pajarito ha vuelto al nido. ¿Quieres decir que voy a poder ver tu bonito rostro en persona y no sólo en las vallas publicitarias?

Siena cerró los ojos y apoyó la frente en la mano.

–Claro. Estoy aquí hasta el sábado por la noche. Mañana por la tarde tengo una cita con Maximillian, pero, aparte de eso, este pajarito está libre.

–Genial. Dime en qué terminal estás y pasaré a recogerte.

–No es necesario. Tengo chófer –Siena sintió una mezcla de vergüenza y orgullo al decirlo, y esperó en tensión una de las características risas forzadas de Rick, pero no llegó.

–Tienes que quedarte en nuestra casa –afirmó él vehementemente–. Tina preparará el cuarto de invitados.

Siena pensó en la lujosa suite que Maximillian había reservado para ella en el Novotel en la magnífica playa de Palm Cove, y la comparó con la camita y las recriminaciones que, con toda seguridad, la esperaban en la casa de los Capuletti. Era una difícil decisión.

–Vamos –insistió Rick–. Quédate con nosotros. Por favor. Ya es hora de que conozcas a tus sobrinos y a tu sobrina.

Siena se pasó la mano por la frente. Era la primera vez que oía pedir a su hermano algo por favor. La primera. La tenía más acostumbrada a expresiones del tipo: «Haz esto. Sé de tal manera. Uno de estos días vas a hacer que papá sufra un ataque al corazón…»

–Está bien –dijo con un nudo de emoción en la garganta–, pero sólo por un par de días. La reunión que tengo es muy importante…

–Piccolo, poco, será mejor que nada –Siena asintió a pesar de que Rick no podía verla–. ¿Tienes nuestras nuevas señas?

A Siena le avergonzó darse cuenta de que no tenía ni idea de dónde vivía su hermano. Sabía que habían vendido la casa familiar hacía unos años. La mitad que le correspondía seguía depositada en el banco. No la había tocado ni tenía intención de hacerlo. Lo cierto era que no sabía adónde se habían mudado Rick y su familia.

–Será mejor que me las des –dijo, al tiempo que sacaba del bolso su agenda electrónica.

Rick le dictó una dirección en una zona que a Siena ni siquiera le sonaba. Claro que, dado que hacía siete años que no vivía en la ciudad, tampoco era de extrañar.

–Tina y yo vamos a llevar a los niños a pasar el día a casa de sus padres y luego tenemos que ir a trabajar, pero te dejaremos una llave debajo del felpudo. Siéntete como en tu propia casa.

Su propia casa. Aquellas palabras volvieron a hacer que Siena sintiera una opresión en el pecho al mismo tiempo que su mente invocaba imágenes de la vieja casa familiar.

–¿Nos vemos esta noche? –preguntó Rick.

–Hasta la noche –Siena colgó y vio que Rufus, que la había estado observando a cierta distancia, se aproximaba a ella al instante.

–¿Vamos directos a Palm Cove, señorita Capuletti?

–No, Rufus, cambio de planes. No vamos a Palm Cove.

–Pero Maximillian…

–Si es un inconveniente, puedo tomar un taxi –dijo Siena, mirándolo fijamente. Estaba segura de que Rufus guardaba secretos que prefería no conocer, pero tenía la certeza de que una de sus prioridades era satisfacer los deseos de los invitados de Max.

Rufus alzó una de sus grises cejas como si se cuestionara hasta qué punto Siena podía llegar a ser testaruda. Ella le sonrió.

Siena no sabía ser de otra manera.

 

 

Una hora más tarde, Siena y Rufus quedaban para el día siguiente. Luego, Rufus se marchó no sin antes entregarle su tarjeta por si requería sus servicios.

La casa de Rick era, tal y como Siena la había imaginado, una casa nueva con las paredes recién pintadas, y una peculiar mezcla de muebles antiguos procedentes de la casa familiar y modernas piezas de Ikea. En al aire flotaba un aroma a salsa de tomate y pasta. El viejo piano, con sus teclas amarilleadas por el paso del tiempo le hizo recordar los tiempos en los que Rick la obligaba a practicar cada noche mientras sus amigas iban al centro comercial o al cine.

Subió lentamente las escaleras y entró con su maleta en la que dedujo era la habitación de invitados. Allí encontró un juego de llaves y una nota: Éstas son las llaves del coche verde. La cena es a las siete.

Se puso una camiseta negra sin mangas y unos vaqueros, y buscó una tintorería en las Páginas Amarillas. A continuación, tomó el traje manchado de refresco y las llaves del coche. No quería molestar a Rufus para ir a hacer un recado, menos cuando ni siquiera tenía claro si el chófer le caía bien o le daba miedo.

El inocuo «coche verde» de la nota resultó ser un magnífico vehículo familiar en perfecto estado, tan limpio e inmaculado que Siena pensó que apenas debían haberlo usado.

Hacía un día espléndido, como lo eran todos los días en Cairns, un prestigioso destino turístico situado al borde del magnífico arrecife Great Barrier, una de las siete maravillas del mundo natural. Un paraíso. Al menos para algunos. Para otros, el aire caliente y húmedo resultaba asfixiante.

Siena encendió el aire acondicionado y respiró con alivio al notar que el coche olía menos a pasado y más como el interior de un avión.

Al cabo de unos cinco minutos, llegó a una intersección con una tienda de antigüedades en una esquina y una heladería en la otra, que le produjo una peculiar sensación de familiaridad. Ignorando las indicaciones del GPS, tomó una calle a la derecha bordeada de grandes árboles. La quietud del lugar fue adueñándose de ella según avanzaba por las sinuosas calles con encantadoras casas de tejado a dos aguas, contraventanas de madera, porches delanteros y jardines de césped inmaculado.

Súbitamente, la sensación de familiaridad se convirtió en un aguijón en su conciencia. Aquélla era su calle. La casa en la que había vivido los primeros dieciocho años de su vida. El hogar en el que había crecido como la pequeña de la familia, con un hermano autoritario y un padre ausente…

Recorrió la calle lentamente. Desde una de las casas le llegó el sonido de un piano y sintió que la cabeza le daba vueltas. Para distraerse, se concentró en leer los números de las casas en los buzones. Y de pronto, la encontró: el número catorce de Apple Tree Drive. Hasta el nombre invocaba una imagen de perfección. Pero ella sabía bien que las vidas que se ocultaban tras aquellas fachadas distaban mucho de ser perfectas.

Siena creyó percibir un movimiento y, alzando la vista, vio a un niño entrar en la calle en bicicleta. Dejó escapar una maldición y pisó el freno a fondo. El coche reculó. Ella se asió al volante con todas sus fuerzas, pero no logró dominarlo. Las ruedas se bloquearon y el vehículo se deslizó lateralmente hasta que se montó sobre la acera. En medio de un ensordecedor ruido de metal y goma, se detuvo al chocar con un árbol centenario. El aire olía a rueda quemada.

Siena tenía la respiración entrecortada y el corazón le latía en los oídos.

De pronto recordó al niño en bicicleta. Miró por el parabrisas.

Nada.

Miró por la ventanilla, luego giró la cabeza.

No consiguió ver ni al niño ni a la bicicleta.

Capítulo 2

 

JAMES estaba seguro de haber oído un chirrido de ruedas. Apagó la lijadora eléctrica y se quitó las gafas protectoras para escuchar con atención, pero sólo le llegaron los ruidos característicos de un barrio residencial: la ropa tendida sacudida por la brisa tropical, los pájaros peleando por algunas migajas, un alumno de piano practicando escalas…

Debía haberlo imaginado.

Iba a colocarse las gafas cuando oyó la puerta de un coche delante de su casa y salió a toda velocidad.

Lo primero que vio fue un coche montado sobre la acera, con la puerta del conductor abierta, el guardabarros delantero empotrado en un árbol y un hilo de humo formando una espiral sobre el capó.

Lo segundo, fue la bicicleta de Kane en el suelo, detrás del coche. Y la imagen lo atravesó como un puñal. Si a Kane le había pasado algo… Avanzó precipitadamente hasta que vio lo bastante como para tranquilizarse: Kane estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la parte delantera del coche hablando animadamente con una mujer que, agachada delante de él, le recorría las piernas y los brazos con manos nerviosas.

Se trataba de una mujer joven y delgada, con una corta melena rizada. Al inclinarse hacia delante, la camiseta que llevaba dejaba al descubierto una franja amplia de piel cetrina que James no pudo evitar observar con una curiosidad que le desconcertó. Se paró en seco y sus botas crujieron sobre la gravilla. Kane volvió la cabeza y lo miró con sus grandes ojos castaños. Como si sólo al tener a James de testigo se diera cuenta de lo que acababa de sucederle, se echó a llorar.

–¡Papá! –lo llamó con voz quebradiza.

–Ya estoy aquí –dijo James, avanzando hacia él mientras se repetía: «Paso a paso», un mantra que le había proporcionado alguno de los muchos terapeutas que había visitado y que parecía adecuado para aquella ocasión. Llegó hasta su hijo con aprensión, consciente de que no sabría cómo reaccionaría si estaba sangrando o si se había roto algún hueso–. ¿Estás bien, compañero?

Kane asintió con la cabeza y se puso en pie.

–Perfectamente. Me he raspado el brazo pero, como le he dicho a Siena, casi no me duele.

James se volvió hacia la mujer que a su vez lo miraba con unos inmensos ojos verdes y expresión angustiada. También ella se incorporó, al tiempo que se frotaba las manos en unos vaqueros ceñidos y de cintura baja, y recuperaba el equilibrio sobre unos altísimos tacones que James consideró completamente inapropiados para conducir. Y aunque estuvo tentado de decírselo y convertir el miedo que acababa de pasar en ira hacia ella, la expresión de vergüenza y mortificación que vio en su rostro le hizo cambiar de idea.

–Soy Siena Capuletti –dijo con voz cantarina, al tiempo que le tendía la mano.

–James Dillon –dijo él, estrechándosela. Tenía una mano suave y delicada, y por primera vez en su vida James se avergonzó de sus manos ásperas y toscas.

Ambos retiraron la mano rápidamente. Ella llevó la suya al bolsillo trasero del pantalón y James se fijó en una franja de vientre plano y moreno que quedó al descubierto. Instintivamente alzó la mirada y se encontró con sus impactantes ojos verdes. No era fácil decidir dónde mirar.

–Éste es mi coche –dijo la mujer. Tras una pausa añadió–: Bueno, es de mi hermano. Gracias a Dios, iba muy despacio, pero no he visto a Kane hasta que se me ha echado encima y, al frenar bruscamente, el coche se ha deslizado. Menos mal que no le he dado –se volvió hacia Kane con cara de preocupación–. ¿Estás seguro de que ni te he tocado?

El niño la miró y movió la cabeza afirmativamente y James se dio cuenta de que estaba tan fascinado con ella como él.

–¡Menos mal! –dijo ella, aliviada–. Como es lógico, pagaré cualquier reparación que tengas que hacer.

James miró a Kane y vio que había dejado de llorar, aunque seguía sujetándose el codo con fuerza. Aun así, de los dos implicados en el accidente, parecía evidente que ella estaba más conmocionada que el niño.

Sonrió a la mujer como muestra de que aceptaba sus disculpas y cuando ella le devolvió la sonrisa, pensó que sus ojos tenían el color esmeralda de las aguas de Green Island. Desconcertado por sus propios pensamientos, tomó la bicicleta y se la apoyó en la cadera para erigir una barrera entre él y aquella encantadora desconocida..

–Si Kane dice que no le has dado es que no le has dado –dijo–. Además, no debía haber salido a la carretera.

Ella sacudió la cabeza.

–Y yo debería haber sido más cuidadosa.