Exquisita seducción - Charlene Sands - E-Book
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Exquisita seducción E-Book

Charlene Sands

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Beschreibung

¡Vendido al sexy vaquero! Para la actriz de Hollywood Macy Tarlington, lo único que tuvo de bueno subastar los bienes de su madre fue disfrutar viendo a Carter McCay, el alto texano que había comprado uno de los anillos. Y, todavía mejor, que este la rescatase de los paparazzi cual caballero andante. Carter se la llevó a su rancho, donde ocultó su identidad por el día y la deseó por la noche. Se había cerrado al amor, pero no podía dejar de fantasear con ella. Macy era demasiada tentación, incluso para un vaquero con el corazón de piedra.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

EXQUISITA SEDUCCIÓN, N.º 96 - Agosto 2013

Título original: Exquisite Acquisitions

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3500-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Rancho Río Salvaje, Texas

Golpeó una cerilla contra la suela de su bota y guio la llama hasta el cigarrillo que tenía entre los labios. Carter McCay aspiró hondo y cerró los ojos mientras las imágenes de soldados caídos contra las que llevaba mucho tiempo luchando le inundaban la mente. Era un ritual que hacían todos los que habían tenido la suerte de volver a casa muchos años atrás. El primer día de cada mes, veintitrés antiguos marines se encendían un cigarrillo y recordaban Afganistán.

El ronroneo del río lo sacó de aquellos pensamientos. Se apoyó en un viejo roble y observó las rítmicas ondas del río Salvaje, que ya no eran tan salvaje como antaño. En aquella parte era tranquilo y estaba protegido del abrasador sol de Texas.

El perro se tumbó a sus pies y gimoteó al olfatear el humo.

Carter se levantó el sombrero Stetson y lo miró a los ojos. Era normal que al animal no le gustase el humo. Aquel perro había visto demasiado, sabía demasiado.

–Has sido tú quien me ha seguido hasta aquí, amigo.

Tiró el cigarrillo y lo aplastó contra el suelo con la bota antes de agacharse al lado del golden retriever y darle una palmada en la cabeza. El perro metió esta entre las patas y suspiró profundamente.

–Sí, ya lo sé. Lo pasaste muy mal –le dijo Carter, contento de haber podido sacarlo de casa de su padre.

La casa en la que él había crecido no estaba hecha para un perro.

El teléfono móvil sonó. Carter se lo sacó del bolsillo trasero y miró la pantalla. Era un mensaje de texto de Roark Waverly. No había tenido noticias de su compañero desde hacía meses, pero no le extrañó recibir su mensaje precisamente ese día.

–Es probable que acabe de encender también un cigarrillo –murmuró.

Pero el contenido del mensaje de Roark lo sorprendió y tuvo que leerlo dos veces:

C., me he metido en un lío. Ponte en contacto con Ann Richardson, de Waverly’s. Dile que la estatua del Corazón Dorado no es robada. No puedo fiarme de los canales de Waverly’s.

R.B.

Carter frunció el ceño. ¿De qué demonios iba aquello?

Tras cumplir con el servicio, Roark se había dedicado a recorrer el mundo en busca de objetos de gran valor que después se vendían en la casa de subastas Waverly’s, con sede en Nueva York. A lo largo de los años, Roark había estado en apuros varias veces y siempre había solucionado sus problemas solo. De hecho, le había salvado la vida en Afganistán evitando que le explotase un coche bomba.

–Vamos, Rocky –dijo, dirigiéndose al todoterreno sin mirar atrás. Sabía que el perro de su padre lo seguiría. No podía ser más leal–, tengo que hacer unas averiguaciones.

Dos horas más tarde su primo Brady llamó a la puerta y Carter lo hizo pasar al salón. Era una de las habitaciones que había arreglado cuando heredó el rancho Río Salvaje de su tío Dale. Con el paso de los años, con un poco de suerte y mucho trabajo, Carter había convertido el pequeño rancho de su tío en uno de los más grandes e importantes de Texas.

Le tendió a Brady una copa de brandy.

–Toma, primo.

Este sonrió.

–Son alrededor de las cinco, ¿puedes decirme por qué estamos bebiendo tan pronto?

–Porque, gracias a ti, me marcho a Nueva York mañana.

–¿Gracias a mí, qué tengo yo que ver con Nueva York?

Carter no podía contarle el contenido del mensaje de Roark por mucho que confiase en él, pero sí podía compartir el otro motivo de su viaje. Al informarse acerca de la casa de subastas para la que Roark trabajaba en Nueva York, se había enterado de que ese fin de semana iban a subastar los anillos de diamantes de la legendaria estrella de Hollywood Tina Tarlington, recientemente fallecida. Carter tenía planeado adquirir uno de ellos y, al mismo tiempo, transmitir a la directora ejecutiva de Waverly’s el mensaje de Roark.

–Fuiste tú quien me presentó a Jocelyn, ¿no? –le preguntó Carter.

–Eso no puedo negarlo. Fui yo.

–Pues en estos momentos está en Nueva York, visitando a una amiga.

–No te sigo.

–Pretendo reunirme con ella allí y pedirle que se case conmigo.

Brady lo miró sorprendido.

–¿Pretendes casarte con Jocelyn Grayson? No sabía que lo vuestro fuese tan en serio.

–Pues sí. Y llevo varias semanas buscando el anillo de compromiso adecuado. Si todo sale tal y como lo tengo planeado, pronto será mi prometida.

–¿De verdad estás enamorado de Jocelyn? –preguntó Brady con cierta incredulidad.

Carter tenía que admitir que estaba yendo un poco rápido, pero se había enamorado nada más conocer a la nieta del vecino de Brady. Por eso, menos de un año después, estaba dispuesto a comprometerse. Y sabía que la impresionaría con un anillo de Tina Tarlington aunque Jocelyn procediese de una buena familia de Texas.

–Está hecha para mí, Brady.

–En ese caso, enhorabuena –le respondió su primo.

Carter levantó su copa. Había tomado una decisión y estaba deseando ver la cara que pondría Jocelyn cuando le pidiese que se casase con él con el anillo de diamantes en la mano.

–Por Jocelyn.

Brady dudó un instante y miró a Carter a los ojos antes de levantar su copa también.

–Por Jocelyn –repitió.

Se bebieron el licor, pero Carter no vio en el rostro de su primo la sonrisa que había esperado.

Capítulo Uno

Macy Tarlington nunca sabía si sus disfraces iban a funcionar o no. Ese día se había tapado el pelo rizado y moreno con un pañuelo beis y llevaba unas gafas de sol que le ocultaban los ojos violetas, al parecer, con éxito. No la habían seguido, afortunadamente. Se parecía demasiado a su madre, cosa que, en general, no era mala. Su madre había sido famosa por su belleza, pero parecerse a la adorada reina del cine había hecho que muchos paparazzi se sintiesen atraídos por ella, como moscas a la miel. Creían tener derecho a violar su intimidad solo por ser quien era, en especial, después del fallecimiento de su madre.

A pesar de que Tina Tarlington había sido famosa en el mundo entero, en realidad nadie la había conocido como ella.

Macy fue poniéndose cada vez más nerviosa al aproximarse a la casa de subastas que había en Madison Avenue acompañada de su buena amiga Avery Cullen, que no se parecía en nada a las típicas niñas ricas estadounidenses.

–Siento ir tan pegada a ti –le susurró–, pero no puedo evitarlo.

Avery le sonrió de manera cariñosa y la agarró del brazo, tranquilizándola.

–No te preocupes, Macy. He venido a apoyarte.

Con los ojos ocultos tras las gafas de sol, Macy estudió todo lo que la rodeaba. Entró en la sala, grande y elegante, en la que iba a tener lugar la subasta.

–No sabes lo mucho que te agradezco que me acompañes –le dijo a su amiga.

Avery había ido desde Londres, donde vivía, para estar allí con ella.

–Sé lo duro que es para ti.

–Duro y, por desgracia, necesario. Se me encoje el estómago solo de pensarlo.

Avery le apretó la mano.

–Esas dos sillas de atrás, las que están junto al pasillo, son nuestras –susurró Macy.

Mientras iban hacia ellas, Macy se dio cuenta de que eran las dos únicas que estaban libres. Incluso muerta, Tina Tarlington seguía atrayendo a las masas.

Una azafata se acercó inmediatamente a darles un catálogo de los objetos que se iban a subastar y, después de una breve conversación, Macy le dio las gracias con un movimiento de cabeza a la mujer que había de pie al frente de la sala. Ann Richardson, directora ejecutiva de Waverly’s, con la que había negociado Macy, la saludó en silencio antes de dar la mano a las personas que había en la primera fila. Para la señorita Richardson era importante que la subasta se desarrollase sin problemas, ya que Waverly’s se llevaría una buena comisión.

Macy abrió el catálogo y lo hojeó. Vio los objetos que habían pertenecido a su madre, con una descripción y el valor aproximado de los mismos. El primero hizo que se le saltasen las lágrimas.

El día de su décimo cumpleaños, justo cuando la fiesta iba a empezar, su madre había llegado directamente de un rodaje. A Macy no le había importado que llegase tarde ni maquillada y vestida para la película en la que estaba trabajando, se había lanzado a sus brazos y la había abrazado con tanta fuerza que Tina no había podido parar de reír. Había sido mágico, uno de los mejores cumpleaños de su vida.

La descripción que se hacía en el catálogo del vestido de seda rosa que su madre llevaba ese día era: «Vestido de Tina Tarlington en la aclamada película Sed de venganza, de 1996».

Toda la vida de su madre parecía reducirse a una frase y unos números. El dolor de estómago de Macy se agravó.

Recorrió la sala con la mirada mientras esperaba a que empezase la subasta y encontró la distracción que necesitaba en un hombre muy guapo que llevaba un sombrero Stetson y estaba sentado al otro lado del pasillo. Tenía la cabeza agachada y parecía concentrado en el catálogo. Vestía camisa blanca y un traje de chaqueta que le acentuaba la solidez de los hombros. El broche de la corbata de cordón brillaba bajo la luz de las lámparas de araña. Tenía un perfil fuerte, la mandíbula cuadrada e iba bien afeitado. Giró la cabeza y la miró un instante, como si se hubiese dado cuenta de que lo estaba observando. Macy contuvo la respiración. Por suerte, el hombre siguió estudiando la habitación.

Cuando la había mirado le había parecido todavía más guapo y atractivo. Había sentido calor por todo el cuerpo y aquella era una sensación desconocida para Macy.

En vez de dolor, sintió un cosquilleo en el estómago. Qué extraño.

Siguió observándolo, contenta de ir disfrazada.

El vaquero miró a su alrededor y hacia el podio varias veces, parecía impaciente.

Un minuto después, Ann Richardson subió al estrado y dio la bienvenida a todo el mundo antes de entregarle el micrófono al subastador. La subasta empezó y Macy fue testigo de cómo, uno por uno, los postores iban levantando sus palas para pujar por el primer vestido.

La dulce Avery siguió callada a su lado y le apretó la mano cuando terminó la primera subasta.

–Recuerda que tu madre querría que lo hicieras –le susurró entonces a Macy.

Esta asintió y cerró los ojos un instante. Era cierto. Su madre había adorado sus posesiones, pero no había administrado bien el dinero. No obstante, siempre le había dejado claro a Macy que ella, y no su profesión ni sus joyas, era lo más importante, lo que más quería en la vida. A pesar de los errores que Tina había cometido, Macy siempre se había sentido querida. Cuando su padre, Clyde Tarlington, había fallecido diez años antes, Tina no se había venido abajo y había demostrado que siempre había que luchar contra las adversidades.

Macy volvió a mirar al vaquero que había al otro lado del pasillo. Se había quitado el sombrero al empezar la subasta; imaginaba que por respeto a las personas que estaban sentadas detrás de él. Tenía el pelo rubio oscuro grueso y rizado. El sombrero descansaba en su pierna y Macy deseó ocupar su lugar.

Sonrió solo de pensarlo y se le aceleró el corazón.

Estaba empezando a aprenderse su rostro. Era una buena diversión, una distracción de la que no podía deshacerse. Se sentía atraída por él y no sabía por qué. Macy vivía en Hollywood y estaba acostumbrada a ver hombres guapos.

No, no era el físico lo que la atraída de él. Era otra cosa. Era la seguridad que desprendía a pesar de parecer incómodo en aquella subasta.

Eso era lo que le gustaba de él.

Tenía la sensación de que habría estado mucho más cómodo pujando por un buey de grandes cuernos.

Eso también le gustaba de él.

Rio en silencio. Tenía que dejar de soñar despierta. Volvió a fijar su atención en la subasta, agradecida de poder pensar en el vaquero mientras se malvendía toda la vida de su madre.

Pronto saldrían a subasta los anillos de diamantes de su madre.

Sintió pena por las personas que fuesen a comprarlos.

Tres anillos de diamantes. Tres matrimonios fracasados.

–Los anillos están malditos –le susurró a Avery.

Esta asintió suavemente.

–Entonces, te alegrarás de deshacerte de ellos.

Eso era cierto. Se alegraba y mucho. Aquellos tres anillos representaban el dolor de los tres horribles matrimonios de su madre. No obstante, no se lo había dicho a la prensa. Necesitaba demasiado el dinero. Los tres diamantes tenían su historia y, por desgracia, Macy la conocía demasiado bien.

En primer lugar se iba a subastar el diamante de tres quilates que Clyde Tarlington le había regalado a su madre. Era una pieza única, preciosa, sin duda la más exquisita de las tres.

Avery la empujó con el hombro.

–Mira –le dijo–. El guapo vaquero al que no le has quitado ojo en toda la tarde se está preparando. Apuesto a que quiere uno de los diamantes.

Carter deseaba tanto aquel anillo que estaba dispuesto a gastarse una pequeña fortuna en él si era necesario. Gimió de impaciencia.

La elegante señora que estaba sentada a su lado lo miró con desaprobación.

Al parecer, la había ofendido.

Pero como él estaba de muy buen humor porque estaba a punto de comprometerse todo, se disculpó con una sonrisa.

La mujer agarró su bolso con fuerza y se apartó sin devolverle la sonrisa. Era evidente que pensaba que Carter no encajaba allí y que no aprobaba su presencia.

Y él estaba de acuerdo. No le gustaban las multitudes, los espacios pequeños ni el ruido del tráfico de Nueva York, pero tenía dos buenas razones para asistir a aquella subasta.

El anillo de compromiso que estaba decidido a comprar y el amigo al que estaba decidido a ayudar. Ambos eran importantes y podían cambiarle la vida.

Le vino a la cabeza el artículo que había leído esa mañana en el New York Times acerca de una posible confrontación entre Waverly’s y su rival, Rothchild’s. El artículo dejaba en mal lugar a Waverly’s y le había hecho dudar acerca de si debía asistir a la subasta.

Él siempre tomaba buenas decisiones desde el punto de vista económico y si se hubiese tratado de otra casa de subastas, no habría ido, pero su amigo Roark era una apuesta segura. Si Roark confiaba en Ann Richardson y en Waverly’s era porque eran de fiar.

La directora ejecutiva estaba sentada a un lado de la sala, supervisando la subasta. Carter no la había perdido de vista porque no había podido hablar con ella antes de que comenzase la subasta y no podía marcharse de allí sin darle el mensaje de Roark.

Estaba nervioso porque, después de treinta y un años de soltería, estaba preparado para comprometerse y casarse con una mujer.

El subastador anunció por fin la famosa joya.

–El diamante de talla esmeralda es de tres quilates, pureza VS1 y color D, y está rodeado de tres diamantes de talla baguette cuyo peso total es de uno coma cuatro quilates. El precio de salida es de cincuenta mil dólares.

Carter levantó su pala para pujar.

Otras tres personas lo siguieron.

Cuando quiso volver a pujar, el anillo iba por los setenta mil dólares. Toda la sala estaba en silencio. Carter tuvo la sensación de que había cuatro personas interesadas por la joya, y todas volvieron a levantar su pala.

Carter pujó de nuevo.

Dos de los otros postores se rindieron y Carter tuvo que enfrentarse solo al tercero.

La cosa estaba entre él y una persona sentada en las primeras filas a la que no veía, pero que, al parecer, no quería ceder.

Cuando vio que el precio del anillo se doblaba por segunda vez, desistió. Era evidente que su oponente tenía unos medios ilimitados y que quería la joya a toda costa. Él, por su parte, era demasiado sensato como para pagar más del doble de lo que valía el anillo. Cuando el subastador bajó el martillo para zanjar la subasta, Carter se incorporó ligeramente y giró el cuello para ver quién se había llevado la joya. Era una mujer joven vestida con un austero traje de chaqueta y que sonreía con satisfacción.

Carter frunció el ceño. Odiaba perder.

El siguiente anillo tenía un valor menor que el primero, pero el diamante era de dos quilates y muy bonito. Había sido un regalo de Joseph Madigan, tercer marido de Tina Tarlington. Carter pensó que tenía que ser suyo.

–A la una. A las dos. Les advierto que estamos a punto de cerrar el lote.

Se hizo un breve silencio y entonces el martillo golpeó el podio.

–¡Vendido!

Carter se sintió satisfecho. El anillo era suyo. Había atravesado el continente para comprar un anillo de compromiso con el que impresionar a Jocelyn y a la noche siguiente se lo serviría en bandeja de plata.

Cuando la subasta hubo concluido, Carter fue a recoger el anillo y el certificado de compra. Alcanzó a Ann Richardson cuando ya estaba saliendo de la habitación.

–¿Señorita Richardson?

La mujer, que era alta y rubia, se giró, y a Carter le sorprendió que fuese tan joven.

–¿Sí?

–Discúlpeme, pero necesito hablar con usted en privado.

–¿Hay algún problema con su compra? Ha conseguido un anillo precioso.

–No, estoy contento con el anillo.

–Me alegro. Espero que lo disfrute –comentó Ann con cautela.

–Seguro que sí –respondió él sonriendo–. Pretendo utilizarlo para pedirle a mi novia que se case conmigo mañana.

La expresión de cautela de Ann se suavizó.

–Ah, bueno, enhorabuena, ¿señor...?

–Carter McCay.

Ella le dio la mano.

–¿Podemos hablar en privado en alguna parte? Se trata de Roark Black –añadió él.

Ann arqueó las perfectas cejas como si aquello fuese lo último que hubiese esperado oír. Carter vio curiosidad mezclada con preocupación en su expresión.

–Sígame.

Lo condujo hacia un pequeño despacho y cerró la puerta. La habitación no tenía ventanas y estaba a oscuras. Ann encendió una luz, se apoyó en un enorme escritorio de cristal y se cruzó de brazos.

–¿Qué pasa con Roark? ¿Está bien?

–Eso espero. Somos amigos desde hace tiempo, nos conocimos en Afganistán. Hace un par de días me envió un mensaje al teléfono móvil en el que aparecía su nombre.

–¿Mi nombre? –preguntó Ann sorprendida–. ¿Dónde está ese mensaje?

Carter sacó su teléfono y buscó el mensaje. Ella lo leyó varias veces.

–Dice que no confía en nadie, salvo en mí. Y que está escondido en alguna parte –comentó Ann, mirándolo a los ojos–. ¿En qué se ha metido?

–No tengo ni idea. También habla de una estatua. ¿Sabe a qué se refiere? –le preguntó Carter.

Ella asintió despacio y volvió a leer el mensaje.

–La estatua del Corazón Dorado. Solo hay tres. Tal vez haya tropezado con lo que no debía –dijo Ann–. Podría estar realmente en peligro.

Carter la miró a los ojos.

–Podría ser.

Ann suspiró y le devolvió el teléfono.

–Es un buen hombre.

Carter asintió.

–Mire, conozco a Roark. Ha estado en otras situaciones difíciles y siempre ha salido airoso.

–¿Quiere decirme que no me preocupe? –le preguntó ella en un mero susurro.

A Carter le preocupaba que su amigo tuviese problemas, pero no podía hacer nada por el momento.

–No tiene sentido preocuparse. Yo confío en él. Roark sabe lo que hace. En cualquier caso, quería que este mensaje le llegase sin pasar por los cauces habituales. No sabe en quién puede confiar y en quién no.

–Lo comprendo. Gracias por haberse tomado la molestia de venir. ¿Me promete que me informará si vuelve a tener noticias suyas?

–Por supuesto –le respondió Carter.

–Gracias –dijo Ann, acompañándolo a la puerta–. Y enhorabuena por su compromiso. Creo que a cualquier mujer le encantaría tener ese anillo.

Carter sonrió.

–Eso pienso yo también.

Ella le dedicó una seductora sonrisa.

–Creo que su novia es muy afortunada.

Carter le dio las gracias y se marchó de Waverly’s con un anillo de diamantes en el bolsillo y el corazón contento. Había cumplido sus dos objetivos.

Al día siguiente, su vida cambiaría para siempre.

En pijama, Macy se miró en el espejo del hotel con el teléfono pegado a la oreja y las piernas estiradas en la enorme cama. Nunca le gustaba reservar habitaciones con la cama tan grande.Ella era delgada y quedaba demasiado colchón vacío, pero si había dos camas pequeñas se sentía sola, tenía la sensación de que faltaba alguien en la otra cama. Macy le había ofrecido a Avery compartir con ella la habitación, pero esta había preferido un hotel más pequeño y apartado. Y ella había respetado su intimidad.

–¿Todavía estás pensando en el vaquero de la subasta? –le preguntó Avery.

Ella sonrió. ¿El vaquero? Con él no se desperdiciaría la mitad de la cama.

–Sí, pero es normal, ¿no te parece? Mi vida amorosa no es tan interesante como dicen. Hace ocho meses que no salgo con nadie. Podría presentarme a alguno de esos programas de televisión para buscar pareja.

–Oh, Macy. Es solo que has estado centrada en la enfermedad y en la muerte de tu madre. Cuando llegue el momento adecuado para salir con alguien, lo sabrás.