Extraños en el altar - Maisey Yates - E-Book
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Extraños en el altar E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

El deber le obligaba a no ceder a los dictados de su corazón La princesa Isabella estaba convencida de tres cosas: Por nada del mundo quería casarse con el jeque al que la habían prometido. El hombre que debía escoltarla hasta el altar ocultaba algo más de lo que mostraba su duro aspecto. Después de besar a ese hombre, no volvería a ser la misma.

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Maisey Yates. Todos los derechos reservados.

EXTRAÑOS EN EL ALTAR, N.º 2116 - noviembre 2011

Título original: The Inherited Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-050-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

AQUEL hombre no era del servicio de habitaciones, de eso no había duda alguna. La princesa Isabella Rossi miró al desconocido alto e imponente que estaba en la puerta de la habitación. Un traje negro a medida realzaba su poderosa figura, pero su impecable atuendo era el único vestigio civilizado que ofrecía su persona. Su expresión era inescrutable, con unos ojos oscuros e impenetrables, unos labios firmemente cerrados, una mandíbula recia y apretada y una tensión que se reflejaba en su rígida postura. Profundas cicatrices marcaban la piel visible de las mejillas y las muñecas.

Isabella tragó saliva e intentó adoptar un tono firme.

–A menos que me traiga la cena, me temo que no puedo permitirle pasar.

Él descruzó los brazos y sostuvo las manos en alto, como para demostrarle que estaban vacías.

–Lo siento.

–Estoy esperando al servicio de habitaciones.

El hombre le dio un golpecito a la puerta con la mano abierta.

–Las mirillas se instalan en las puertas con una buena razón. Conviene mirar siempre antes de abrir.

–Gracias. Lo tendré en cuenta –se dispuso a cerrar la puerta, pero él se lo impidió con el hombro. Isabella ejerció un poco más de fuerza, sin conseguir que la puerta ni el hombre se movieran lo más mínimo.

–Les ha causado graves problemas a unas cuantas personas, incluido su personal de seguridad, que se han quedado sin trabajo.

A Isabella se le cayó el alma a los pies. Aquel hombre sabía quién era. Sintió cierto alivio al saber que su intención no era hacerle daño, pero aun así… Estaba allí para llevarla de vuelta, ya fuera a Umarah o a Turan, y Isabella no quería regresar a ninguno de los dos países. No después de haber saboreado la libertad por una sola noche y haber atisbado ese mundo hasta entonces desconocido.

–¿Trabaja para mi padre?

–No.

–Entonces trabaja para Hassan –debería haberlo imaginado desde el principio. El acento de aquel hombre sugería que el árabe debía de ser su lengua nativa. Seguramente estaba confabulado con su prometido.

–Ha incumplido un trato, amira. Y debería saber que el jeque no puede tolerar tal cosa.

–Sabía que no le haría mucha gracia, pero…

–Ha cometido una estupidez, Isabella. Sus padres temieron que hubiese sido secuestrada.

El sentimiento de culpa que llevaba reprimiendo durante veinticuatro horas se desató dolorosamente en su estómago. Pero al mismo tiempo sintió una extraña emoción al mirar los insondables ojos de aquel hombre. Rápidamente bajó la mirada.

–No quería asustar a nadie.

–¿Y qué creía que pasaría cuando advirtieran su desaparición? ¿Que todo el mundo seguiría con sus vidas como si nada hubiera pasado? ¿No se le ocurrió pensar que sus padres se llevarían un susto de muerte?

Ella sacudió la cabeza en silencio. Sabía que su familia se enfadaría mucho por su desaparición, pero no que se preocuparan realmente por ella. El mayor temor de sus padres sería que el jeque se echara para atrás en el trato si descubría que Isabella se estaba corrompiendo por ahí fuera.

–No… No imaginé que se preocuparían por mí.

El hombre desvió la mirada hacia el pasillo, donde una joven pareja se besaba apasionadamente unas puertas más allá.

–No voy a continuar esta discusión en el pasillo.

Ella miró también a la pareja y sintió cómo le ardían las mejillas.

–¡Pero no puedo dejarlo entrar!

Él miró por encima de ella a la habitación.

–¿Qué es, una pocilga o algo así?

–Claro que no. Es un hotel decente.

–El personal del hotel la habrá reconocido y se habrá extrañado de verla aquí.

Ella asintió en silencio.

–Voy a entrar con su permiso o sin él. Una cosa que tendrá que aprender sobre mí, princesa, es que no acato órdenes de nadie.

–Faltan dos meses y diez días para la boda –dijo ella en tono desesperado–. Necesito este tiempo para… Para…

–Eso debería haberlo pensado antes de huir.

–Yo no hui. No soy una chica mala ni rebelde.

–¿Entonces qué es? –volvió a mirar a la pareja, cuyas actividades amatorias habían subido de intensidad en el último minuto– . Estoy esperando, y se me está agotando la paciencia.

Isabella supo por el brillo de determinación de sus ojos que entraría por la fuerza si ella no le permitía el acceso. Y la tensión que irradiaban sus músculos le advirtió que sólo estaba a unos escasos segundos de hacerlo.

Un gemido orgásmico llegó de la pareja e Isabella dio un respingo hacia atrás, soltando la puerta.

–Sabia decisión –dijo él, entrando en la pequeña habitación.

Permaneció erguido y rígido con el rostro inescrutable. Isabella se dio cuenta de que era un hombre muy atractivo. Se había quedado tan sobrecogida por la energía que irradiaba que no había tenido tiempo de apreciar su aspecto.

Sus labios eran carnosos y bien definidos, a pesar de la pequeña cicatriz que discurría por la comisura de la boca. Tenía los ojos más negros que Isabella había visto en su vida, tan penetrantes que parecían mirar a través de ella. Era el tipo de hombre que despertaba una reacción visceral a la que era imposible resistirse, ignorar e incluso comprender.

–No era mi intención dejarlo pasar –arguyó, confiando en dar una imagen cuanto menos autoritaria. Era una princesa y tenía que mostrarse altiva e imperiosa–. Me he asustado, eso es todo.

–Ya le dije que iba a entrar con o sin su permiso.

Isabella carraspeó incómodamente y apartó la mirada. Todo parecía ralentizarse a su alrededor. Incluso el aire parecía cargado. Aquel hombre era tan… Era una fuerza arrolladora e incontenible.

–Sí, bueno… ¿Y ahora que ya ha entrado, qué?

–Ahora nos iremos los dos.

Ella dio un paso hacia atrás.

–No voy a ir a ninguna parte con usted.

Él arqueó una de sus negras cejas.

–¿Está segura?

–¿Piensa sacarme a rastras?

–Si es necesario…

La idea de que aquel desconocido la tocara era tan turbadora que Isabella dio otro paso atrás.

–No creo que fuera capaz de hacerlo.

–No se confunda, princesa. Claro que sería capaz de hacerlo. Usted tiene un acuerdo vinculante con su alteza el jeque de Umarah y yo tengo la misión de llevarla con él. Eso significa que va a venir conmigo de un modo u otro, aunque sea gritando y pataleando por las calles de París.

Isabella se puso muy rígida e intentó ocultar los nervios.

–Sigo creyendo que no sería capaz de hacerlo.

Él le clavó la intensa mirada de sus ojos negros.

–Siga provocándome y usted misma comprobará lo que soy capaz de hacer.

La recorrió lentamente con la mirada, observando sus curvas. El brillo de sus ojos en la penumbra la hizo sentirse inquietantemente vulnerable, como si estuviera desnuda.

El corazón se le aceleró y la sangre empezó a hervirle en las venas, algo que nunca le ocurría. Sus latidos eran tan fuertes que estaba segura de que él podía oírlos. Respiró hondo para intentar calmarse y apartó la mirada mientras intentaba aferrarse a los restos de cordura que aún pudieran quedarle. Entonces posó la mirada en la cama y pensó automáticamente en los amantes del pasillo. Las palpitaciones se hicieron más fuertes y sintió cómo un rubor ardiente le cubría las mejillas.

«¡Concéntrate!».

Tenía que conservar la cabeza fría y averiguar la manera de librarse de aquel hombre para seguir disfrutando de la vida antes de sacrificarse en nombre del deber. El diamante que llevaba en el dedo, entregado por correo seis meses antes, le recordaba constantemente que el tiempo corría en su contra. Y aquel hombre que había ido a buscarla estaba acabando con su única esperanza de libertad.

Había pedido que le permitieran vivir su propia vida durante dos cortos meses, nada más, pero el rechazo de su padre fue tan rotundo, incluso desdeñoso, que a Isabella no le quedó más remedio que actuar por su cuenta. Por eso no podía volver todavía a casa. No cuando estaba tan cerca de alcanzar su ansiado objetivo.

Tenía que haber algún modo de ganarse a aquel hombre para su causa, pero no se le ocurría ninguno. No sabía prácticamente nada sobre los hombres, aunque sí había visto a su cuñada apaciguando a su hermano mayor, Max, algo que nadie más podía hacer.

Por desgracia, aquel hombre no parecía tener la menor sensibilidad.

Pero tenía que hacer algo, de modo que tomó aire y dio un paso adelante para ponerle una mano en el brazo. Sus miradas se encontraron y una descarga de sensaciones se desató en su estómago. Retrocedió rápidamente, sintiendo el calor de su piel en la punta de los dedos.

–Todavía no estoy lista para regresar. Aún quedan dos meses para la boda y quiero aprovechar este tiempo para… Para mí.

Adham al bin Sudar intentó sofocar la irritación. Aquella joven intentaba seducirlo para salirse con la suya. El suave roce en la manga no había sido un acto inocente, sino un movimiento calculado para avivar las bajas pasiones. ¿Y qué hombre podría resistirse a una mujer como Isabella Rossi?

Volvió a pensar que su hermano era un hombre con suerte al tenerla como futura novia. Aunque Adham se habría conformado con tenerla como amante temporal, más que como esposa.

Era una mujer realmente hermosa, con exuberantes curvas y un rostro perfecto de incuestionable belleza. Sus pómulos marcados, su nariz respingona y sus labios exquisitamente definidos la convertirían en el centro de todas las miradas en cualquier lugar del mundo. Ni siquiera le hacía falta maquillarse para rivalizar con las modelos más famosas.

En realidad no tenía la elegancia estilizada de una supermodelo, pero Adham siempre había preferido una belleza más voluptuosa y natural. E Isabella Rossi no carecía en absoluto de esas dos cualidades. Adham bajó la mirada y la detuvo en aquellos pechos generosos y tentadores que harían perder la cabeza a cualquier hombre.

Sintió asco de sí mismo al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Aquella mujer era la prometida de su hermano. Ni siquiera le estaba permitido mirarla. Y mucho menos desearla.

Su hermano le había pedido, suplicado, que la llevara de vuelta para la boda y evitar así que su honor se viera comprometido. Y eso era lo que iba a hacer, llevarla de vuelta, aunque empezaba a dudar de que una chiquilla mimada y egoísta sin el menor sentido del deber pudiera ser una princesa adecuada para su país. Pero Isabella Rossi representaba la alianza comercial y militar con un país entero, y eso la convertía en una novia esencial e irreemplazable.

–Irse por su cuenta fue una auténtica estupidez –le espetó, valiéndose de toda su fuerza de voluntad para sofocar el deseo que crecía en su interior–. Le podría haber pasado cualquier cosa.

–No corría ningún peligro –se defendió ella–. Y seguiré estando a salvo si…

–Lo único que va a hacer es venir conmigo, amira. ¿De verdad piensa que la dejaría en paz sólo porque me lo pida con una bonita sonrisa?

Los labios de la princesa se entreabrieron en una mueca.

–Tenía… Tenía la esperanza de que…

–¿De que no tendría que cumplir su palabra? Si el pueblo de Umarah descubriera que la novia del jeque lo ha abandonado, su honor se vería gravemente comprometido y con él la alianza. ¿Tiene idea de cuántos trabajos y beneficios se perderían para nuestros respectivos pueblos?

Ella se mordió el labio y un destello apareció en sus ojos azules. Un agradecido arrebato de disgusto reemplazó la repentina atracción física que lo había invadido nada más verla. No tenía paciencia para tratar con mujeres sentimentales, y tenía el presentimiento de que Isabella intentaba hacerle un chantaje emocional. Muy pronto descubriría que las lágrimas no servían con él.

–No iba a rehuir la boda. Solo quería un poco de tiempo.

Adham se fijó en la manera en que giraba el anillo de diamante alrededor de su esbelto dedo. Era la alianza que le había enviado Hassan. Tal vez estuviera diciendo la verdad.

–Me temo que ese tiempo se ha acabado.

La expresión de sus ojos habría conmovido a la mayoría de la gente, pero Adham no sintió nada. Nada salvo un profundo desprecio. Había visto demasiadas cosas como para que lo afectaran las lágrimas de una pobre niña rica que no quería casarse con un poderoso miembro de la realeza.

–Todavía no he estado en la torre Eiffel –dijo ella en voz baja.

–¿Qué?

–Todavía no he estado en la torre Eiffel. Vine en tren desde Italia… He llegado esta tarde y no iba a salir sola por la noche. No he visto nada de París.

–¿Nunca ha visto la torre Eiffel?

Las mejillas ligeramente bronceadas de Isabella se cubrieron de un intenso rubor.

–La he visto desde lejos, pero no es lo mismo.

–Esto no son unas vacaciones, y yo no soy su guía turístico. Voy a llevarla de vuelta a Umarah inmediatamente.

–Por favor… Déjeme ir a la torre Eiffel.

No le estaba pidiendo gran cosa, y Adham no era un hombre cruel aunque no se dejara conmover por su situación. Si accedía a aquel pequeño ruego, sería mucho más fácil sacarla del hotel que si tuviera que hacerlo en contra de su voluntad. Adham estaba dispuesto a sacarla por la fuerza si fuera necesario, pero preferiría no tener que hacerlo.

–Le doy mi palabra de que mañana por la mañana le permitiré visitar la torre Eiffel de camino al aeropuerto. Pero ahora tendrá que venir conmigo, sin gritos ni patadas.

–¿Y mantendrá su palabra?

–Otra cosa que debe saber de mí, princesa, es que, aunque no soy una compañía muy agradable, siempre cumplo con mi palabra. Es una cuestión de honor.

–¿Tan importante es el honor para usted?

–Es lo único que nadie puede arrebatarle.

–Lo tomaré como un sí –dijo ella–. ¿Y si no voy con usted…?

–Va a venir conmigo. Los gritos y patadas son opcionales… Como los paseos turísticos.

–Parece que mis opciones son limitadas –murmuró ella, mordiéndose de nuevo el labio.

–Sólo tiene una opción. La forma de llevarla a cabo, sin embargo, depende de usted.

Ella parpadeó unas cuantas veces y apartó la mirada, como si no quisiera mostrarle su desesperación, aunque Adham sospechaba que en realidad eso era exactamente lo que quería.

–Tengo que hacer las maletas… Acabo de sacar todas mis cosas –no hizo ademán de ponerse manos a la obra, sino que permaneció donde estaba, ofreciendo una imagen muy triste y muy joven.

–No voy a hacerlo yo por usted –dijo él con sarcasmo.

Los ojos de la princesa se abrieron como platos y sus mejillas volvieron a ruborizarse.

–Lo siento. Como trabaja para el jeque Hassan pensé que…

–¿Que era un criado?

Ella murmuró algo que muy bien podría ser una maldición en italiano y fue hacia el armario.

–No sé cómo piensa sobrevivir en el mundo real si espera que los demás se lo den todo hecho, princesa.

–No vuelva a llamarme eso –dijo ella sin volverse, con los hombros y la espalda muy rígidos.

–Es lo que es usted, Isabella.

Una seca carcajada escapó de sus labios.

–¿Quién sabe quién soy? Yo no.

Adham dejó pasar el comentario. Su trabajo no era psicoanalizar a la futura mujer de su hermano, sino llevarla de vuelta sana y salva. Y eso iba a hacer lo más pronto posible, porque tenía otros asuntos urgentes que atender. Su equipo de geoquímicos se afanaba por abrir nuevos pozos de petróleo en mitad del desierto de Umarah, y aunque siempre contrataba a los mejores, a Adham le gustaba estar presente en las operaciones importantes por si surgía algún problema.

Pero mejorar la creciente economía de Umarah era sólo la mitad de su trabajo. La otra mitad, y mucho más importante, era proteger a su hermano y a su gente. Por su hermano daría la vida sin dudarlo. Por eso, cuando Hassan le comunicó que su prometida había desaparecido, Adham le aseguró que no se detendría hasta encontrarla.

Una promesa de la que empezaba a arrepentirse…

Isabella se giró para encararlo con un montón de corpa en los brazos.

–Podría ayudarme, al menos.

Él negó ligeramente con la cabeza y vio cómo empezaba a doblar torpemente la ropa y a meterla en la bolsa. Tras meter tres o cuatro prendas pareció desarrollar una especie de método, aunque no muy ortodoxo.

–¿Quién le preparó la maleta?

Ella se encogió de hombros.

–Una de las criadas de mi hermano. Se suponía que iba a marcharme de su casa esta mañana, pero me fui unas horas antes.

–¿Y se dirigió a un paradero desconocido?

Ella entornó los ojos y frunció los labios.

–¿Cómo ha dicho que se llamaba?

–Según el informe que he leído, es usted una mujer muy inteligente. Creo que sabe perfectamente que no le he dicho mi nombre.

La delicada frente de la princesa se llenó de arrugas.

–Creo que, teniendo en cuenta que usted lo sabe todo de mí, sería justo que yo al menos supiera su nombre.

–Adham –respondió él. No dijo su apellido para no revelar su parentesco con Hassan.

–Encantada de conocerlo –dijo ella mientras doblaba una blusa de seda y la metía en el fondo de una maleta rosa–. No, en realidad no estoy encantada. No sé por qué lo he dicho. Supongo que será la fuerza de la costumbre y los buenos modales que me han… Inculcado –acompañó sus palabras con un suspiro de frustración.

–¿Le molesta?

–Sí –admitió ella con convicción–. Me molesta –respiró hondo– . No estoy encantada de conocerlo, Adham. Me gustaría que se marchara.

–No siempre se consigue lo que se quiere.

–Algunos no lo conseguimos nunca.

–Podrá ir a la torre Eiffel. Eso debería bastarle.

Capítulo 2

EL ÁTICO de Adham en París no era lo que Isabella se había esperado de un hombre que trabajaba para el jeque Hassan. Resultaba evidente que tenía mucho dinero y clase social. Seguramente pertenecía también a la realeza, por lo que no era de extrañar que la hubiese mirado como si estuviera loca cuando le pidió que le hiciera la maleta.

Isabella se moría de vergüenza al recordarlo. No tenía intención de ser grosera, pero estaba acostumbrada a que le brindaran todas las facilidades imaginables y eso le había permitido dedicar su tiempo al estudio, la lectura y otras habilidades que sus padres estimaban necesarias para una joven de su estatus social. Ninguna de esas habilidades incluía doblar su propia ropa ni ningún otro tipo de labor doméstica.

Siempre se había considerado una persona inteligente, y todos sus profesores y calificaciones habían reforzado esa creencia. Pero el descubrimiento de aquella laguna en su formación como persona la hacía sentirse… Como si no supiera nada que mereciera la pena saber. ¿A quién le importaba que conociera la profundidad del Támesis si no sabía ni doblar sus vestidos?

El ático no le ofrecía más pistas del hombre que, en el fondo, era como su secuestrador. A menos que fuera tan austero e impersonal como la decoración. Frío como el acero, duro como el granito y como el desierto de su país natal.

Paseó la mirada por la habitación en busca de alguna marca personal. No había fotos de familia y los cuadros que colgaban de las paredes eran del tipo de arte moderno que podría encontrarse en una habitación de hotel. No había ningún toque de personalidad, ninguna pista de sus gustos o aficiones.

–¿Tienes hambre? –le preguntó él sin ni siquiera mirarla.

–¿Puedo tomar algo que no sea pan y agua?

–¿Crees que eres mi prisionera, Isabella?

Ella tragó saliva para intentar deshacer el nudo de la garganta.

–¿No lo soy?

¿Acaso no era la prisionera de todo el mundo? Una marioneta creada por sus padres para responder a quienquiera que tirase de los hilos.

–Eso depende de cómo lo mires. Si intentas salir por la puerta, no te lo permitiré. Pero si no intentas volver a escapar, podemos convivir amigablemente.

–¿Y eso no me convierte en una prisionera?

Sus palabras no parecieron alterarlo lo más mínimo. Era como si se dedicara a tomar rehenes todos los días de la semana. El único cambio que experimentó su expresión fue la compresión de sus labios. La cicatriz que discurría por el labio superior palideció ligeramente al estirarse la piel, lo que reforzó aún más la imagen de fiero guerrero que ella se había creado.

–Prisionera o no, me pregunto si te apetecería cenar algo. Creo que te saqué del hotel sin darte oportunidad a comer nada.

A Isabella le rugió el estómago, recordándole el hambre que tenía desde hacía varias horas.

–Sí, me gustaría cenar algo.

–Hay un restaurante cerca de aquí al que siempre encargo comida. ¿Te parece bien?

–Yo… –«ahora o nunca»– . La verdad es que me gustaría tomar una hamburguesa.

Él la miró con las cejas arqueadas.

–Una hamburguesa.

–Nunca he tomado ninguna. Y también me gustarían unas patatas fritas, o como se llamen. Y un refresco.

–No parece gran cosa para una última comida. Creo que podré complacer a mi prisionera –a Isabella le pareció detectar un atisbo de humor en su voz, pero no era probable.

Adham sacó el móvil del bolsillo, marcó un número y se puso a hablar en un francés impecable.

–¿Hablas francés?

–Me resulta útil, teniendo una casa en París.

–¿Italiano? –se acercó a un elegante sofá negro que parecía tan suave como si estuviera hecho de mármol y se sentó en el borde.

–Sólo un poco. Hablo árabe, francés, inglés y chino mandarín.

–¿Mandarín?

Los labios de Adham se curvaron ligeramente hacia arriba mientras se sentaba en un sillón frente a ella.

–Es una larga historia.

–Yo hablo italiano, latín, francés, árabe y, naturalmente, inglés.

–Parece que has estudiado mucho.

–He tenido tiempo de sobra para ello –los libros habían sido su compañía constante, ya fuera en casa o en los años que pasó en un internado de Suiza. La imaginación había sido el único desahogo de todas las expectativas que ponían sus padres en ella.

Pero últimamente necesitaba algo más que fantasías para ser libre. Necesitaba una escapada. Una realidad ajena a la vida que había llevado tras los muros de palacios, especialmente si su futuro iba a estar confinado entre más muros, aislada para siempre del resto del mundo.

Se estremeció sólo de pensarlo.

–Está muy bien saber esos idiomas cuando te mueves en los círculos de mi familia. He podido practicar mucho con embajadores y líderes mundiales.

Durante sus frecuentes viajes a Italia siempre se reunían con políticos y millonarios famosos. Siempre la misma clase de personalidades, el mismo tipo de conversación… Todo controlado y supervisado hasta el último detalle.

Isabella apretó los puños.

–¿Y tú, qué uso les has dado a tus habilidades lingüísticas?

«Seducir a mujeres por todo el mundo, seguramen te».

–Para mí ha sido básicamente una cuestión de supervivencia. En mi trabajo, comprender lo que dice el enemigo puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

Un escalofrío recorrió a Isabella.

–¿Te ha pasado?

Él la miró con dureza, dándole a entender que no disfrutaba mucho con aquella conversación.

–Sí. Soy miembro de las Fuerzas Armadas de mi país. Mi trabajo es proteger a mi rey, como ahora es protegerte a ti.

La inquebrantable lealtad que transmitían sus palabras sobrecogió a Isabella. No sabía si había algo en el mundo por lo que ella sintiera una pasión semejante. Toda su vida se había regido por unas reglas por las que no sentía un apego especial. Simplemente las seguía y punto.

–¿Por eso estás aquí? ¿Para protegerme?

–El jeque confía en mí. No enviaría a cualquiera en busca de su novia. Estaba muy preocupado por tu seguridad, y es mi misión protegerte y llevarte de vuelta con él.

–¿Por qué todo el mundo piensa que no puedo ir de una habitación a otra si no es de la mano de alguien?

–Porque tu forma de proceder hace que no se pueda pensar otra cosa.

–No es justo –protestó ella– . Nunca he tenido la oportunidad de tomar mis propias decisiones. Todo el mundo da por hecho que soy incapaz y ya está.

–Si te empeñas en escapar de tu deber, es normal que piensen así.