Extraños en las dunas - Cautiva y prohibida - Lynn Raye Harris - E-Book

Extraños en las dunas - Cautiva y prohibida E-Book

Lynn Raye Harris

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Extraños en las dunas Todos creían que Isabella, la esposa del jeque Adan, había muerto. Pero reapareció cuando él estaba a punto de contraer matrimonio con otra mujer y de convertirse en rey de su país. Isabella tendría que ser su reina y compartir su trono del desierto y su cama real. Pero ya no era la joven pura y consciente de sus deberes de antaño, sino una mujer desafiante y seductora que excitaba a Adan; una mujer que no recordaba haber sido su esposa. Cautiva y prohibida La noticia de que Veronica St. Germaine, la popular y frívola diva del mundo del corazón, se había regenerado y estaba dispuesta a convertirse en soberana de un principado del Mediterráneo había revolucionado a todos los medios de comunicación. El cargo exigía que el guardaespaldas Rajesh Vala la protegiese a toda costa. Pero Veronica no había sido nunca muy amiga de aceptar órdenes de nadie. Él había decidido llevarla a su casa de la playa para que estuviera más segura, pero ella se sentía prisionera allí. Ambos habían comprendido desde el primer momento que la atracción mutua que había surgido entre ellos podría ser un problema…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 383

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 491 - enero 2025

© 2011 Lynn Raye Harris

Extraños en las dunas

Título original: Strangers in the Desert

© 2011 Lynn Raye Harris

Cautiva y prohibida

Título original: Captive but Forbidden

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-478-3

Índice

Créditos

Extraños en las dunas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Cautiva y prohibida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro...

Capítulo 1

EXISTE la posibilidad de que siga con vida. Adan apartó la mirada de los documentos que su secretaria le había dado a firmar. Hasta ese momento, apenas había prestado atención a las palabras del funcionario que estaba hablando. Sólo había transcurrido una semana desde el fallecimiento de su tío y tenía tantas cosas que hacer para preparar su propia coronación que intentaba resolver tantas como pudiera al mismo tiempo.

–Repita eso –ordenó, súbitamente interesado.

El hombre, que estaba junto a la puerta, se estremeció bajo la mirada intensa de Adan.

–Discúlpeme, Excelencia. Decía que, si piensa seguir adelante con su boda con Jasmine Shadi, deberíamos investigar todos los informes que nos lleguen sobre su difunta esposa. Como bien sabe, el cadáver no se llegó a encontrar.

Adan habló con voz tranquila, aunque el comentario del hombre lo había irritado.

–No se recuperó porque desapareció en el desierto, Hakim. Isabella está enterrada bajo un mar de arena.

Como siempre, Adan sintió una punzada de dolor por su hijo. Él había perdido a su esposa, pero le dolía más que Rafiq hubiera perdido a su madre. No en vano, el suyo había sido un matrimonio de conveniencia, no de amor. Aunque esperaba que Isabella no hubiera sufrido, su pérdida le preocupaba poco.

Isabella Maro había sido una mujer bella, pero nada excepcional por otra parte. Sosegada, encantadora y perfectamente formada para asumir las responsabilidades de su estatus, había sido lo que su esposa debía ser. Y Adan no era por entonces el heredero al trono, estaba seguro de que también habría sido una buena reina. Una reina bonita y sin carácter.

Pero de eso no la podía culpar.

A pesar de ser medio estadounidense, Isabella había crecido con su padre y había recibido una educación tan tradicional y conservadora como la de la mayoría de las mujeres de Jahfar. Adan no había olvidado que, cuando se conocieron, él le preguntó qué esperaba de la vida y ella respondió que sólo quería lo que él quisiera.

–Existe un informe en el que se afirma que la han visto con vida, Excelencia.

Adan apretó el bolígrafo con el que estaba firmando y puso la mano libre en la mesa. Necesitaba apoyarse en algo sólido, en algo que le recordara que no estaba en mitad de una pesadilla.

Para acceder al trono, necesitaba una esposa. Justine Shadi iba a ser aquella esposa. Y se iba a casar con ella en dos semanas.

En su mundo no había lugar para fantasmas.

–¿Quién la ha visto con vida, Hakim?

Hakim tragó saliva. Su piel cetrina brillaba por el sudor, aunque el palacio se había reformado y el aire acondicionado parecía funcionar bien.

–Sharif Al Omar, un competidor empresarial de Hassan Maro, señor –respondió Hakim–. Al parecer, estuvo hace poco en la isla de Maui. Afirma que vio a una mujer en un club, una cantante que se hacía llamar Bella Tyler… y que se parece mucho a su difunta esposa, Excelencia.

–¿Una cantante de club?

Adan miró a Hakim durante casi un minuto antes de estallar en carcajadas. La idea de que Isabella hubiera sobrevivido al desierto y se dedicara a cantar en un club de Hawai le parecía absolutamente demencial. Además, nadie sobrevivía al desierto de Jahfar sin la preparación y el equipo adecuados.

E Isabela no estaba preparada cuando desapareció. Se internó en el desierto sola, de noche. Al día siguiente se levantó una tormenta de arena que borró totalmente sus huellas, hasta el punto de que la buscaron durante varias semanas y no encontraron el menor rastro.

–Hakim, creo que el señor Al Omar debería ir al médico. Es evidente que el sol de Hawai es aún más brutal que el de nuestro país –bromeó.

–Pero hizo una fotografía, Excelencia.

Adam se quedó rígido.

–¿La tienes contigo?

–Sí, la tengo.

Hakim le ofreció un sobre. Mahmoud, el secretario de Adan, se adelantó, alcanzó el sobre y lo dejó en la mesa.

Adan dudó un momento antes de abrirlo. Y miró la fotografía durante tanto tiempo que, al final, la vista se le nubló.

No era posible. No podía ser ella. Pero efectivamente, cabía la posibilidad de que lo fuera.

–Mahmoud, cancela todos mis compromisos de los tres próximos días –ordenó–. Y llama al aeropuerto para que preparen mi avión.

El club estaba abarrotado de gente. Los turistas y los residentes llenaban el interior y el exterior del local, hasta la playa cercana. El sol se empezaba a ocultar en el horizonte, pero el cielo aún estaba claro cuando Isabella subió al escenario y ocupó su sitio detrás del micrófono.

Las puestas de sol eran tan rápidas en la isla que, un momento después, la claridad desapareció y las nubes se tiñeron con tonos morados y rojos.

Era una vista preciosa, una vista que siempre la había enamorado y que siempre despertaba su melancolía, aunque no estaba segura del origen de aquella sensación. Era como si hubiera perdido algo que no podía recordar.

De repente, la música llenó el vacío de sus recuerdos.

Isabella se giró hacia la multitud. La estaban esperando. Estaban allí por ella.

Cerró los ojos y empezó a cantar, perdiéndose en el ritmo de la melodía. Cuando subía a un escenario, se convertía en Bella Tyler. Y Bella Tyler era una mujer segura, que controlaba todos los aspectos de su vida.

A diferencia de Isabella Maro.

Cuando terminó la canción, empezó con la siguiente. Las luces del escenario daban mucho calor, pero estaba acostumbrada. Llevaba un bikini y un sarong para estar a tono con la isla, aunque no cantaba muchas canciones de Hawai. Se había puesto un collar de conchas blancas y una tobillera a juego.

Su largo y suelto cabello se había vuelto más rubio y más rizado por el efecto del sol y del agua del mar. Isabella sonrió al pensar, brevemente, que su padre se habría horrorizado por su pelo y por el atrevimiento de su indumentaria. Al ver su sonrisa, uno de los espectadores malinterpretó el gesto y se la devolvió, pensando que le sonreía a él. A ella no le importó. Formaba parte del juego, parte de la personalidad de Bella Tyler.

Pero Bella no terminaría la noche con aquel hombre. Ni con ningún otro.

Tenía la sensación de que no habría sido adecuado. La tenía desde que llegó a los Estados Unidos y se liberó de las expectativas y de las responsabilidades que su padre le había impuesto desde niña. Ahora era una mujer libre, pero una mujer libre con la impresión de que se debía a alguien.

–Un aplauso para Bella Tyler –dijo el guitarrista cuando ella interpretó la última canción.

La gente rompió en aplausos.

–Gracias –dijo Isabella–. Ahora nos vamos a tomar un descanso. Volveremos con ustedes dentro de quince minutos.

Isabella bajó del escenario y aceptó el vaso de agua que le ofreció Grant, el dueño del club. Después se dirigió al camerino, que estaba en la parte trasera del local, y se sentó en una silla, apoyando los pies en el arcón de bambú que hacía las veces de mesita.

Las risas y las voces de la playa le llegaban con claridad a través de las paredes, muy finas. Sabía que los músicos de su banda llegarían de un momento a otro, a no ser que hubieran optado por salir a fumarse un cigarrillo.

Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y apretó el vaso de agua helada contra su cuello. Una gota se perdió entre sus senos y le provocó un escalofrío de placer.

Entonces oyó un ruido en el pasillo. Un momento después, supo que alguien acababa de entrar en el camerino. Lo supo porque era una habitación pequeña y podía notar su presencia. Pero no abrió los ojos. Al fin y al cabo, la gente siempre estaba entrando y saliendo del Ka Nui.

Sin embargo, Isabella se extrañó cuando los segundos pasaron y el recién llegado se mantuvo en silencio. Evidentemente, no se trataba de ninguna de las camareras del local, que a veces entraban a buscar algo, ni de ninguno de los músicos.

Abrió los ojos y vio a un hombre alto, de aspecto amenazador, que se encontraba de pie junto a la puerta. Isabella sintió tanto pánico que no fue capaz de emitir ningún sonido. Al principio, sólo notó su gran altura y su anchura de hombros, pero poco a poco empezó a distinguir sus facciones.

Se estremeció al comprender que era un hombre de Jahfar. De cabello y ojos oscuros, su piel mostraba el tono inconfundiblemente moreno de una piel sometida a los rigores del desierto. Aunque llevaba una camiseta de color azul marino y unos pantalones caqui en lugar del dishdasha tradicional, tenía la mirada de un hombre del desierto, con la intensidad de los que vivían en el límite de la civilización.

El temor la dominó hasta el extremo de no poder mover un solo músculo.

–Dímelo. Dime por qué –declaró el desconocido.

Ella parpadeó sin entender nada.

–¿Por qué? –repitió.

El hombre era tan alto que tuvo que mantener la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos. Y los latidos de su corazón se aceleraron cuando comprendió que, por algún motivo, estaba muy enfadado con ella.

–Mírate. Pareces una prostituta –la acusó.

El terror de Isabella se empezó a difuminar bajo el peso de la rabia. Le pareció un comentario muy típico de los hombres de Jahfar, hombres que se creían con derecho a juzgarla simplemente porque era una mujer.

Se levantó de la silla, apoyó las manos en las caderas y le lanzó una mirada desafiante y llena de frialdad.

–No sé quién diablos es usted, pero será mejor que se largue ahora mismo de mi camerino y que se guarde sus opiniones.

La expresión de hombre se volvió más tensa.

–No juegues conmigo, Isabella –le advirtió.

Ella dio un paso atrás. Sorprendentemente, la había llamado por su nombre. Eso sólo podía significar que era amigo de su padre o que se habían conocido en algún sitio, quizás en una fiesta o en una cena.

Pero no se acordaba de él. Y estaba segura de que no habría sido capaz de olvidar a ese hombre si se hubieran encontrado antes. Era demasiado alto, demasiado magnífico, demasiado seguro, demasiado atractivo.

–¿Jugar con usted? ¡Si ni siquiera lo conozco! –se defendió.

Él entrecerró los ojos.

–Quiero saber cómo has terminado aquí. Y quiero saberlo ahora.

Isabella respiró hondo.

–¿Quiere saberlo? Adivínelo –se burló.

Él dio un paso adelante. Isabella deseó retroceder, pero el camerino era tan pequeño que no habría podido. Además, no quería dejarse acobardar por aquel hombre. No supo por qué, pero supo que habría sido un error.

–No pudiste escapar sola. No es posible –dijo él–. ¿Quién te ayudó?

Isabella tragó saliva.

–Yo…

–¿Estás bien, Bella?

Los ojos de Isabella se clavaron en Grant, que acababa de entrar en el camerino. El desconocido se giró hacia el dueño del establecimiento, cuyos ojos azules adquirieron una expresión mortalmente dura.

Isabella pensó que Grant se podía haber ahorrado el truco de mirarlo de esa forma, porque no funcionaría; de hecho, el desconocido lo miró del mismo modo, sin titubear. Y lo último que ella quería era una pelea. Sabía que Grant se sentiría obligado a defenderla y sabía que terminaría mal.

En aquel hombre había algo frío, feroz, salvaje.

–Estoy bien, Grant –afirmó–. Este caballero estaba a punto de irse.

–No me voy a ninguna parte.

El desconocido habló con un acento inglés tan perfecto que Isabella supo que era un miembro de la élite de Jahfar. Las familias importantes tenían la costumbre de enviar a sus hijos a colegios del Reino Unido.

–Será mejor que se vaya –intervino Grant–. Bella tiene que descansar un poco para volver al escenario.

–¿Ah, sí? Pues es una pena, porque Isabella no va a volver al escenario.

–¿Cómo que no voy a volver a… ?

El desconocido dio otro paso adelante y la agarró del brazo.

Isabella se estremeció. Pero no se estremeció de terror ni de aversión por él, sino de una sensación que no esperaba.

Familiaridad.

Fue como si se conocieran, como si ya hubiera sentido antes su contacto. Fue una sensación cálida y sensual, pero también triste.

Y no supo qué hacer.

–¡Eh! ¡Suéltela! –bramó Grant.

Isabella miró al desconocido con confusión y preguntó:

–¿Quién es usted?

Él le dedicó una mirada intensa.

–¿Pretendes que crea que no me conoces?

Ella sintió rabia y desesperación al mismo tiempo. Aquel hombre la odiaba y ni siquiera sabía por qué. Pero sacó fuerzas de flaqueza y se soltó.

Cuando miró de nuevo hacia la puerta, vio que Grant había desaparecido. Evidentemente, había ido a buscar ayuda para sacar a aquel hombre del club y darle una buena lección.

Isabella pensó que lo iba a disfrutar.

–¡Por supuesto que no lo conozco!

–¿Que no me conoces? Yo diría que me conoces muy bien.

Su voz sonó tan segura que el corazón de Isabella se aceleró. Aquel hombre debía de estar loco. No había otra explicación.

–Sinceramente, no sé por qué dice eso.

–Porque eres mi esposa, Isabella.

Capítulo 2

ISABELLA se quedó boquiabierta como un pez. Adan la miró y torció el gesto. Si no la hubiera conocido bien, habría pensado que su asombro era sincero. Como la conocía bien, le sorprendió que Isabella Maro hubiera resultado ser una actriz consumada.

Jamás lo habría imaginado. Por lo visto, lo había engañado a él y había engañado a todo el mundo con su supuesta ingenuidad.

Pero iba a descubrir el motivo.

Porque estaba convencido de que Isabella no había actuado sola, de que había huido con ayuda de alguien. Quizás, de un amante.

La idea de que su esposa lo hubiera traicionado con otro le pareció tan inadmisible que sintió un vacío en el estómago. Además, debía de ser una mujer tan fría como cruel; porque sólo una mujer fría y cruel habría sido capaz de abandonar a su hijo y dejarlo sin madre, de preocuparse más por ella que por el pobre Rafiq.

Adan la odió con toda su alma.

Y odió la emoción que subyacía bajo su odio. Odió el deseo que sintió al verla medio desnuda, con aquel bikini rojo bajo el que se veían claramente sus pezones, endurecidos.

Sin poder evitarlo, recordó la clara belleza de sus senos, de areolas grandes. Se acordó de la timidez que demostró la primera vez que hicieron el amor y de lo rápidamente que se adaptó a él, hasta el punto de que estuvieron un mes entero sin casi salir de la cama.

Pero sus noches de amor terminaron poco después de que se quedara encinta. Y no terminaron porque Adan lo deseara, sino porque Isabella no se encontraba bien.

–¿Su esposa? –preguntó ella al fin–. No puede ser… tiene que haber un error.

Adan oyó pasos a su espalda. Unos momentos más tarde, reapareció el hombre al que ella había llamado Grant. Y no estaba solo. Lo acompañaba un samoano gigantesco.

–Le he pedido que se marche de aquí y no se lo voy a repetir –declaró Grant–. Makuna lo acompañará a la salida.

Adan le dedicó su mirada más disuasiva. Seis hombres de su equipo de seguridad esperaban en el exterior del local. No porque esperara tener problemas, sino porque era un Jefe de Estado y nunca viajaba sin sus guardaespaldas.

Una orden suya y entrarían en el club armados hasta los dientes.

No deseaba dar esa orden, pero no se iría sin Isabella, sin su esposa.

–No te preocupes, Grant –dijo ella en ese momento–. Me gustaría hablar con él unos minutos.

Grant pareció confundido, pero asintió y se marchó con Makuna.

–Una decisión sabia –dijo Adan cuando se quedaron a solas.

Ella se volvió a sentar en la silla donde estaba cuando Adan entró en el camerino. Después, se apartó el cabello de la cara y lo miró a los ojos.

–¿Por qué cree que soy su esposa? No he estado nunca casada.

–Niégalo tanto como quieras –dijo él, irritado– , pero no cambiará nada.

Ella frunció el ceño.

–No sé por qué me dice eso ni por qué cree que soy su esposa. No lo conozco. Ni siquiera sé cómo se llama.

Él seguía sin creer a Isabella, pero le dijo su nombre de todas formas.

–Adan.

–Adan –repitió ella–. Mire… me marché de Jahfar hace mucho tiempo. Sin embargo, creo que recordaría a mi esposo si hubiera estado casada.

–Estoy harto de este juego, Isabella. ¿Esperas que crea que no te acuerdas? ¿Lo esperas de verdad? ¿Es que me has tomado por un idiota?

–Yo no he dicho que me parezca un idiota; sólo he dicho que no lo conozco. Es evidente que me confunde con otra persona. En mi trabajo es relativamente habitual que los hombres intenten acercarse a mí con intenciones amorosas. Me ven en el escenario, cantando, y creen que soy fácil. Pero no lo soy.

Adan sintió deseos de agarrarla de los brazos y sacudirla.

–Tú eres Isabella Maro, hija de Hassan Maro y de Beth Tyler, una ciudadana estadounidense. Tú y yo nos casamos hace tres años… pero hace dos, te internaste en el desierto y no volvimos a saber nada de ti.

Adan prefirió no mencionar a Rafiq. Seguía convencido de que se estaba burlando de él y lo encontró demasiado doloroso.

–No, no –dijo ella, sacudiendo la cabeza–. Yo no…

–¿No qué? –la urgió.

–Es verdad que sufrí un accidente, pero me he recuperado –declaró con debilidad–. Hay cosas que todavía no recuerdo, pero… No, no es posible. Si lo que afirma fuera cierto, alguien me lo habría dicho.

–¿Alguien? ¿Quién te lo habría dicho, Isabella? ¿Quién sabe que estás aquí? –preguntó él, atónito.

–Mis padres, por supuesto. Mi padre quiso que me fuera a vivir con mi madre para que me recuperara del accidente. El médico dijo que necesitaba alejarme de Jahfar, de todo aquel calor y todo aquel estrés.

Adan sintió furia e incredulidad a partes iguales. No podía creer que sus padres supieran que estaba viva.

Pero, por otra parte, casi no había visto a Hassan Maro desde la desaparición de Isabella. De hecho, Hassan pasaba más tiempo fuera del país que en él. Adan se había convencido de que sus ausencias se debían a los negocios y al dolor por la pérdida de su hija, pero quizá se había equivocado. Quizá le ocultara algo.

Sacudió la cabeza y pensó que Hassan no era capaz de hacer una cosa así. No tenía sentido; se había alegrado mucho al saber que su hija se iba a casar con él. Isabella tenía que estar mintiendo.

Sin embargo, alguien la había ayudado a huir de Jahfar.

–Si fuera cierto que tienes amnesia, la tuya sería una amnesia verdaderamente selectiva, Isabella –ironizó Adan–. ¿Cómo es posible que te acuerdes de Jahfar y de tus padres y no te acuerdes de mí?

–¡Yo no he dicho que tenga amnesia! ¡Eso lo ha dicho usted!

–Y si no es amnesia, ¿cómo lo llamarías? ¿Cómo definirías el hecho de que recuerdes quién eres y de dónde vienes pero no recuerdes a tu marido?

–¿Mi marido? ¡Yo no estoy casada!

Adan notó que, a pesar de la vehemencia de Isabella, su labio inferior había temblado un poco. Lo tomó como un signo de debilidad y decidió presionarla un poco más. No escaparía de allí sin responder a sus preguntas, sin darle una explicación.

Justo entonces, ella juntó las manos por delante de su cuerpo. Al hacerlo, sus brazos le apretaron el pecho y enfatizaron las suaves y redondeadas curvas.

Adan se excitó a su pesar. No quería sentirse atraído por una mujer que lo había traicionado, por una mujer a quien debía despreciar.

–Veámoslo desde el punto de vista contrario –continuó ella–. Si lo que dice fuera verdad, si fuera cierto que estamos casados… ¿dónde ha estado todo este tiempo? ¿Por qué no ha venido a buscarme?

–Porque estaba en Jahfar y, como bien sabes, te creía muerta.

Ella palideció.

–¿Muerta?

Adan empezaba a estar cansado de aquel juego. Llevaba muchas horas sin dormir y había cruzado medio mundo para ver si la mujer de aquella fotografía, la mujer medio desnuda que cantaba en un local de las islas Hawai, era verdaderamente su esposa.

A decir verdad, nunca había creído que lo fuera. Pero cuando entró en el club y la vio en el escenario, su opinión cambió.

Era ella.

–Te internaste en el desierto, Isabella. Nadie sabe lo que hiciste después. Sólo sabemos que te buscamos durante semanas y que no apareciste.

Isabella sacudió la cabeza.

–Eso es imposible. Es una locura…

–¿En serio?

Adan le puso una mano bajo el codo, instándola a levantarse de la silla. Ella se levantó con una facilidad asombrosa, como si actuara de forma inconsciente. Él sintió una descarga de electricidad.

–No me acuerdo de nada… –dijo ella.

Él no se dejó ablandar por la emoción de sus ojos.

–Recoge tus cosas. Nos vamos.

Casada.

Isabella no lo podía creer. Era imposible. Incluso siendo consciente de que su memoria tenía lagunas, le parecía absurdo que aquel hombre pudiera formar parte de su pasado; casi tan absurdo como que pudiera ser su esposo.

No tenía ni pies ni cabeza. Además, estaba segura de que sus padres jamás le habrían ocultado un detalle tan trascendental.

A no ser que lo hubieran creído necesario. A no ser que intentaran evitarle algún tipo de dolor.

Como sólo tenía una forma de comprobarlo, alcanzó el bolso y empezó a buscar su teléfono móvil.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó él.

Ella sacó el teléfono con expresión triunfante. Tenía el pelo revuelto y le caía sobre los ojos, dándole cierto aspecto de locura.

Pero no le importó. Al fin y al cabo, todo aquello era una locura.

El desconocido afirmaba que en Jahfar la creían muerta. Y sin embargo, su padre no le había dicho nada al respecto.

Cuando le preguntó sobre el accidente, él dijo que era mejor que desconociera los detalles. Le contó que había estado en coma y que su confusión mental era normal, un simple efecto de la medicación; pero añadió que se recuperaría y que no tenía motivos para preocuparse.

En cuanto a su madre, no sabía gran cosa sobre su vida en Jahfar. Beth Tyler llevaba diez años fuera del país y, aunque se alegró cuando Isabella apareció en su casa y se quedó a vivir temporalmente con ella, las dos se sintieron aliviadas cuando se separaron más tarde.

Aun así, Isabella no podía creer que Beth no supiera nada de su matrimonio. Si efectivamente se había casado, tenía que saberlo. Incluso era posible que hubiera asistido a la boda.

Alzó la cabeza y miró al alto y atractivo hombre que la observaba con detenimiento. No tenía ningún recuerdo de él. Ninguno en absoluto.

–Voy a llamar a mi padre –respondió–. Él me dirá la verdad.

Adan se puso tan tenso como si le hubiera dado una bofetada.

–¿Insinúas que tu padre sabe que estás aquí?

Isabella frunció el ceño.

–Por supuesto. Ya se lo he dicho antes.

Él soltó una maldición en árabe que la impresionó. Isabella llevaba mucho tiempo en los Estados Unidos y estaba acostumbrada al lenguaje subido de tono en inglés, pero no en árabe. A fin de cuentas, en Jahfar la habían mimado y protegido de la realidad para convertirla en una dama que algún día se casaría con un jeque poderoso.

Luego, el accidente lo había cambiado todo.

–No llamarás a tu padre.

De repente, Adan le quitó el móvil y se apartó. Ella se cruzó de brazos y le lanzó una mirada desafiante.

–Ah, así que no quiere que llame a mi padre… eso demuestra que todo lo que ha dicho es mentira. Tiene miedo de que mi padre lo deje por mentiroso.

–Por mí, puedes pensar lo que quieras.

Él apretó el teléfono contra el pecho y ella admiró la fuerza de sus músculos, visibles bajo la camiseta que llevaba. Si se hubiera cruzado con él en la playa, habría pensado que tenía un cuerpo maravilloso.

Pero no se había cruzado con él en la playa. Era un hombre frío y duro que, además, afirmaba ser su esposo.

–Si no le preocupa que mi padre lo deje por mentiroso, ¿por qué no permite que lo llame? –preguntó.

–Porque quiero hablar con él personalmente, cuando volvamos a Jahfar.

A Isabella se le heló la sangre en las venas.

Jahfar. El desierto. El duro, primitivo y terrible paisaje del país de su padre, que también era el suyo. La idea de volver le daba pánico.

–No pienso volver a Jahfar. No con usted.

–¿Y cómo me lo vas a impedir? –la retó.

–Gritaré –amenazó ella.

–¿Ah, sí? ¿Gritarás? –se burló Adan.

–Mis amigos no permitirán que me saque de aquí. Vendrán a ayudarme –declaró con tanta valentía como pudo.

Él soltó una carcajada sin humor.

–Pueden intentarlo, por supuesto; pero debes saber que he venido con un equipo de seguridad. Si alguien se atreve a ponerme las manos encima, darán por sentado que quieren asesinarme y actuarán en consecuencia.

Isabella se estremeció.

–Ahora comprendo que no me acuerde de usted… Es un maldito tirano. Puestos a elegir, cualquier mujer preferiría internarse en el desierto y morir de sed antes que seguir a su lado –dijo ella con amargura.

–Es una pena que no murieras de sed en ese desierto que tanto te agrada –bramó Adan–. Si hubieras muerto, me habrías ahorrado este disgusto.

Ella sintió una punzada de dolor por el comentario. Y ni siquiera supo por qué. No conocía a aquel hombre. Ni siquiera le caía bien.

–Si estamos realmente cansados, ¿por qué no se ahorra el problema y se divorcia de mí? Usted es un hombre. Y en su país, los hombres pueden hacer lo que quieran.

–En otras circunstancias, lo haría. Pero las cosas se han complicado y debemos volver juntos a Jahfar.

–No esperará que me marche con usted sin tener prueba alguna de lo que afirma… Hasta donde yo sé, estoy hablando con un desconocido. No lo conozco de nada y no me voy a ir con usted a ninguna parte.

Él la miró con dureza.

–¿Qué pruebas quieres que te dé? ¿Debo recordarte que nos conocimos apenas una semana antes de que nos casáramos y que estabas tan asustada como un corderito? ¿Que nuestra boda duró tres días y que costó el equivalente a medio millón de dólares? ¿Que tu padre estaba encantado de que te casaras con un príncipe?

Isabella se llevó una sorpresa enorme.

–¿Un príncipe? ¿Usted es príncipe?

–Lo era.

A Isabella le pareció una respuesta enormemente críptica, pero prefirió no preguntar.

Se secó el sudor de las manos en el sarong y, una vez más, pensó que aquello no podía ser posible.

En Jahfar, el estatus social lo era todo. Si su padre había conseguido que se casara con un miembro de la Familia Real, habría estado orgulloso. No se lo habría ocultado ni le habría mentido al respecto.

–Dígame algo sobre mí. Algo que nadie más sepa.

–Que eras virgen cuando te casaste conmigo.

Isabella se ruborizó. Pero desgraciadamente, tampoco recordaba cuándo había perdido la virginidad.

–Seguro que eso no era un secreto. Dígame algo que yo le contara… algo personal –insistió.

Él hizo un gesto de desesperación.

–¿Algo personal? Me temo que no eras muy habladora, Isabella. En cierta ocasión me dijiste que tu único objetivo en la vida era satisfacerme.

–Eso es ridículo… –declaró en voz baja.

A pesar de su afirmación, Isabella no las tuvo todas consigo. Efectivamente, su padre la había educado para satisfacer a los hombres, para convertirse algún día en la esposa perfecta. Pero le parecía asombroso que ella hubiera dicho algo así. Y sobre todo, que se lo hubiera dicho a ese hombre.

–Ya basta. Nos tenemos que ir –dijo él.

Adan sacó un teléfono móvil del bolsillo. Isabella se acercó y lo agarró de la muñeca.

–Maldita sea… ¡Espere un momento! –protestó, enfadada.

Él la miró con toda la intensidad de sus ojos oscuros.

Isabella admiró su boca sensual, que en aquel momento tenía una expresión dura, y se preguntó cómo sería cuando sonriera.

Durante unos segundos, sintió el impulso de acercar una mano a su cara y acariciarle la mejilla. Entonces, él contempló sus labios y ella tuvo el recuerdo fugaz de haberlo besado en algún momento.

Fue una imagen desconcertante. Pero no podía estar segura de que realmente fuera un recuerdo y no un simple deseo.

Él volvió a soltar una maldición en árabe. Después, llevó las manos a su cabello y se lo acarició.

Algo cayó al suelo y rebotó en la alfombra.

Adan se acercó un poco más y el corazón de Isabella se aceleró de inmediato. Siempre había odiado a los hombres dominantes, pero fue incapaz de rebelarse. Quiso apartarse y, sin embargo, no pudo.

Él le apartó el cabello y se inclinó sobre su cuello desnudo.

–Veamos si recuerdas esto –dijo.

Ella cerró los ojos y tuvo la seguridad absoluta de que la iba a besar. Pero eso no le sorprendió tanto como el hecho de que deseaba que la besara.

Aquello era absurdo; no tenía el menor sentido.

Deseaba que la besara un hombre que ni siquiera le caía bien.

Y lo deseaba con todas sus fuerzas.

Cuando sintió que su boca se acercaba, pensó que la besaría en los labios y de forma brusca. Pero en lugar de eso, sintió su contacto en el cuello y fue tan dulce y erótico que se estremeció de placer.

La lengua de Adan la acarició. Luego, le echó la cabeza hacia atrás de tal modo que ella no tuvo más remedio que arquearse y apretar los senos contra su duro pecho. Los pezones se le pusieron duros al instante.

Le besó el cuello un poco más, mientras ella se aferraba a él con deseo. Y entonces, reclamó su boca.

Isabella respondió a su pasión con una pasión equivalente. Se sentía dominada por un anhelo que le parecía nuevo y viejo a la vez, como si ya lo hubiera vivido antes y sencillamente no pudiera recordarlo.

Por su forma de besarla, cualquiera habría pensado que ella era la única mujer del mundo. Isabella sentía un calor tan intenso que, de repente, sintió la necesidad de despojarse de sus escasas prendas, liberarlo de las suyas, y fundirse con él para saciar su hambre y el fuego que ardía en su interior.

Se preguntó cuántas veces se habrían besado y cuántas habrían hecho el amor si lo que aquel hombre decía era cierto.

La mente de Isabella no recordaba haber estado con él. Pero su cuerpo lo recordaba. Lo recordaba perfectamente.

Adan apartó una mano de su cabello y la llevó a sus pechos. Ella dejó escapar un gemido cuando él introdujo la mano por debajo del sostén del bikini y le acarició un pezón. La descarga eléctrica, tan familiar y tan extraña al mismo tiempo, bastó para que el sexo de Isabella se humedeciera.

Entonces, fue consciente de algo más; de algo ancho y duro que se apretaba contra su abdomen y que causó su primera reacción de inquietud.

No debía seguir adelante.

Había cometido un error al tocarlo.

Y él debió de pensar algo parecido, porque en ese momento dio un paso atrás y rompió el contacto, confuso.

Isabella casi sintió dolor al verse alejado de su boca. Quiso alcanzarlo, instarlo a seguir, pero permaneció inmóvil.

Adan se inclinó y recogió el teléfono que se le había caído.

–¿Por qué ha hecho eso? –preguntó Isabella.

Él la miró y ella se preguntó cuántas mujeres se habrían derretido bajo la fuerza de aquella mirada, cuántas habrían admirado aquel rostro y habrían ardido de deseo y de necesidad.

Seguramente, cientos. O quizás, miles.

Incluida ella.

–Porque tú lo querías –respondió.

Ella empezó a sacudir la cabeza, pero detuvo el movimiento en seco porque tenía razón. Efectivamente, había deseado que la besara.

–Pues ya tiene lo que quería. Por favor, márchese de una vez.

–Los dos sabemos que no me voy a ir sin ti.

Isabella respiró hondo.

–No me puede obligar a volver a Jahfar. Soy ciudadana de los Estados Unidos y las leyes de este país impiden ese tipo de cosas.

–Lo sé, pero vendrás de todos modos.

–Eso es absurdo. No hay ningún motivo para…

–¡Hay montones de motivos! –la interrumpió–. Deja de ser tan egoísta, Isabella. Si no vuelves por mí, vuelve al menos por Rafiq.

Isabella sintió un escalofrío, pero no supo por qué.

–Siento parecerle egoísta, pero he dicho la verdad. No lo conozco de nada. Y no sé quién es ese Rafiq.

Adan la miró con una frialdad inmensa, llena de desprecio.

Las palabras que pronunció a continuación surgieron de su boca lentamente y golpearon a Isabella con tanta fuerza como una tormenta de arena en el desierto de Jahfar.

–Rafiq es nuestro hijo.

Capítulo 3

EL INTERIOR del avión privado de Adan era lujoso, pero Isabella no le prestó atención. Había estado aturdida desde que él le contó que tenían un hijo. Fue como si le hubieran atravesado el corazón con un cuchillo oxidado. Le parecía imperdonable que hubiera dado a luz a un niño y no lo recordara.

Era surrealista.

Pero por mucho que su mente se empeñara en negarlo, su corazón albergaba dudas; le decía que en su recuerdo del pasado faltaba algo importante, que un simple accidente de coche no explicaba lo sucedido.

Al final, decidió marcharse con él y dejar que la acompañara a su piso, donde hizo la maleta y llamó al casero para informarle de que estaría fuera durante un par de semanas. Adan se limitó a esperar y no dijo una sola palabra. Miró el pequeño piso como si le pareciera espantoso que viviera en aquel lugar.

Y a Isabella no le sorprendió. A fin de cuentas era un príncipe. Los príncipes no vivían en pisos no mucho mayores que una caja de zapatos.

Viajaron al aeropuerto en silencio y subieron al avión privado, que despegó poco después. Ahora estaban en algún lugar sobre el Pacífico, con Isabella sentada en un enorme sillón de cuero y contemplando la oscuridad de la noche a través de la ventanilla.

Frente a ella, en una mesita, descansaba un vaso de zumo de papaya que ni siquiera había probado. Se había puesto unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta de verano; pero aun así, tenía frío.

–¿Quiere que le traiga una manta, señora? –preguntó una de las auxiliares de vuelo.

–Sí, gracias –respondió.

Su voz sonó distante y rasgada, como si no estuviera acostumbrada a utilizarla. La auxiliar de vuelo regresó poco después con un cojín y una manta, que Isabella se puso sobre el cuerpo. No era una de esas mantas baratas que prestaban en los vuelos regulares; era grande, suave y olía bien.

Momentos después, Adan reapareció y se sentó frente a ella.

Isabella no lo había visto desde que el avión despegó. Adan dijo que tenía negocios que atender y desapareció en el interior de su despacho privado.

Su mirada le pareció inquietante, pero no supo si era por el beso que se habían dado en el Ka Nui, por el hecho de que se estremecía de deseo cada vez que le veía o porque, evidentemente, la despreciaba.

–No has tocado tu zumo.

–Es que no tengo sed.

Isabella bajó la cabeza, repentinamente consciente de que no se había quitado el maquillaje que usaba para cantar en el club. Podía haberse lavado la cara cuando fueron a recoger sus cosas, pero sabía que él tenía prisa y no se atrevió.

–He pensado que te gustaría ver esto –dijo Adan.

Ella alcanzó las hojas que él le dio. No estaba segura de querer verlas, pero tenía que hacerlo. Por su propia salud mental. Porque necesitaba saber.

Su corazón se aceleró cuando echó un vistazo a la primera. Era una fotocopia de un artículo del periódico Al Arab Jahfar. Hablaba de su matrimonio y, como cobertura gráfica, mostraba una fotografía en la que Adan aparecía con un traje de gala de estilo tradicional y ella, con un vestido de novia de color azafrán.

Alzó la mirada un momento y vio que Adan la observaba con detenimiento, mientras se pasaba el índice por el labio superior.

Isabella apartó el artículo del diario y pasó a la hoja siguiente, que la dejó sin aire.

Era un certificado de nacimiento. El certificado de Rafiq Ibn Adan Al Dhakir, con fecha de cuatro de abril.

Los ojos de Isabella se llenaron de lágrimas, pero se mordió el labio en un intento por refrenarse. Quiso arrojarle los papeles a la cara y gritarle que se marchara y que la dejara en paz, pero mantuvo la calma y siguió leyendo.

Todo en lo que había creído hasta entonces, se derrumbaba.

Ya no sabía quién era.

Sólo sabía que era aquella mujer, la princesa Isabella Al Dhakir, casada y con un hijo. Una mujer que debería haber tenido una vida perfecta y que, sin embargo, estaba destrozada y confusa.

El tercer documento era una columna periodística sobre su desaparición. Al parecer, había ido a visitar a su padre tras el nacimiento de Rafiq y había desaparecido poco después en el desierto. El periodista añadía que una tormenta de arena había dificultado las tareas de rescate y que las autoridades dejaron de buscar tres días después.

Isabella pensó en la casa de su padre, situada en pleno desierto de Jahfar. Hassan Maro adoraba aquel sitio. Tenía fuentes, una piscina y jardines llenos de plantas en mitad de uno de los lugares más áridos de la Tierra.

Se preguntó si sería verdad que se había internado en el desierto, si habría sido capaz de hacer una cosa así.

Pero las dos últimas hojas la dejaron sumida en un vacío profundo. La primera de ellas era una nota de prensa donde se afirmaba que se la había declarado oficialmente muerta. La segunda era su contrato matrimonial, que no quiso leer.

Cerró los ojos, dejó los papeles en la mesa y juntó las manos sobre el regazo para disimular su temblor.

Era la esposa de Adan; la madre de su hijo.

De un hijo del que ni siquiera tenía un recuerdo.

–¿Aún te empeñas en negar la verdad? –preguntó él.

Ella sacudió la cabeza en silencio.

–¿Por qué lo hiciste, Isabella? ¿Por qué abandonaste a nuestro hijo? ¿Es que no has pensado en él ni una sola vez?

Isabella tardó unos segundos en hablar.

–No recuerdo nada… no me acuerdo de nada –declaró en un susurro–. Y desde luego, no recuerdo haberme internado en el desierto.

Él suspiró.

–Entonces, dime lo que recuerdas. Dime cómo llegaste a Hawai.

Isabella quiso sonar desafiante, pero estaba tan mentalmente agotada que no encontró las fuerzas necesarias.

–Sólo sé que estaba en Jahfar y que de repente me encontré en la casa de mi madre, en Carolina del Sur –dijo ella, arropándose un poco más con la manta–. No recuerdo cuándo me marché ni cómo llegué a los Estados Unidos.

–¿Que no lo recuerdas? ¿Cómo es posible?

–Mi padre dice que es por el accidente… porque me di un golpe en la cabeza y estuve cinco semanas en coma. El médico afirma que es relativamente habitual en esos casos.

–Comprendo.

–Luego, pasé una temporada en casa de mi madre y me marché a Hawai.

–¿No sentiste el deseo de volver a Jahfar?

–No. Pensaba en Jahfar de vez en cuando, pero mi padre me pidió que me quedara en los Estados Unidos. Dijo que él había empezado a viajar con mucha frecuencia y que, como pasaba poco tiempo en Jahfar, no tenía sentido que volviera.

–¿Y por qué Hawai? Está muy lejos de Carolina del Sur…

–Porque echaba de menos el mar y las palmeras. Fui con intención de tomarme unas vacaciones, pero al final me quedé.

Adan asintió.

–¿Por qué te cambiaste el nombre?

–No me lo cambié. Bella Tyler sólo es mi nombre artístico –puntualizó ella.

Isabella no quiso confesar que era algo más que su nombre artístico. En realidad, se lo había puesto porque le ofrecía la posibilidad de creerse distinta, de sentirse una mujer más segura y menos sola.

–¿Y por qué cantabas en un club? ¿Es que necesitabas dinero?

Ella sacudió la cabeza.

–No, no necesito dinero; mi padre me da más del que puedo gastar… un día me puse a cantar en un karaoke por pura diversión y al día siguiente me encontré en un escenario. Ni siquiera sabía que tuviera talento como cantante.

Adan frunció el ceño y dijo, con tono de recriminación:

–Como cantante de club nocturno.

–¿Y qué? Me gusta cantar. Siempre me ha gustado –se defendió.

–Qué curioso. Hasta esta noche, nunca te había oído cantar –ironizó él.

–He cantado toda la vida, pero en la intimidad. Si no canté para usted, sería porque tenía miedo. Miedo de que lo desaprobara.

–Quizás me habría gustado…

–Quizás, pero supongo que no lo creí posible.

–No, supongo que no.

Isabella agarró la manta con fuerza. Aquella conversación era absurda. Estaba casada con él y, sin embargo, le parecía un absoluto desconocido.

–Puede que no estuviéramos mucho tiempo juntos… –se aventuró a decir.

–Pasamos el tiempo suficiente –declaró él con mirada intensa.

Ella bajó la cabeza, deseando no haberse ruborizado. No recordaba haber perdido la virginidad con él. No recordaba haber mantenido ninguna relación sexual con él.

–¿Cuánto tiempo estuvimos casados antes de que… antes de que naciera el niño?

–Te quedaste embarazada durante el primer mes de nuestro matrimonio. Y desapareciste un mes después de que Rafiq naciera.

Isabella se llevó una mano al estómago. Le resultaba difícil de creer que hubiera estado embarazada.

–Entonces, no estuvimos juntos ni un año…

Él sacudió la cabeza.

–No, no llegamos a un año.

La situación resultaba extremadamente difícil para ella. Ahora sabía que estaban casados. Los artículos de prensa y los documentos que le había mostrado unos minutos antes no parecían falsificaciones.

Pero eso significaba que sus padres le habían mentido.

Y era muy duro.

Lo pensó durante unos segundos y llegó a la conclusión de que su madre debía de ser inocente. No la creía con la capacidad necesaria para inventarse una historia y vivir después con ella. Seguro que había sido cosa de su padre.

Se preguntó por qué.

Cabía la posibilidad de que Adan fuera un maltratador y de que Hassan le hubiera mentido para mantenerla alejada de él y protegerla.

Sin embargo, no lo creyó posible. Adan se había enfadado mucho con ella y se había portado de forma arrogante y presuntuosa; pero a pesar de las circunstancias, a pesar de que evidentemente la consideraba una mentirosa, no se había sentido amenazada por él en ningún momento.

Si la hubiera amenazado físicamente, no se habría marchado con él; al menos, por voluntad propia.

Se llevó una mano a la frente, confusa, y él preguntó:

–¿Te duele la cabeza?

–Sí.

Isabella se sorprendió con su propia respuesta. Estaba tan concentrada en la conversación que no había notado el dolor. Pero lo que empezó como una simple punzada en la sien se transformó enseguida en una migraña. Y se había dejado la medicina para las migrañas en la encimera de la cocina.

Adan pulsó un botón de su asiento y pidió un vaso de agua y un analgésico a la auxiliar de vuelo que apareció a continuación.

Isabella se tomó la pastilla de inmediato, aunque pensó que no serviría de nada. No tenía migrañas con frecuencia; pero cuando las sufría, eran terribles.

–Tal vez deberías dormir. En la parte trasera del avión hay un dormitorio con una cama y cuarto de baño donde te puedes refrescar.

Ella pensó que tenía razón. Debía dormir un poco. Pero más tarde.

–¿Tienes una fotografía de él?

–¿De Rafiq?

–Sí.

Adan sacó su teléfono móvil, pulsó un par de botones y se lo pasó.

Isabella se quedó sin aliento.

El niño de la imagen era sencillamente adorable. Pero era algo más que adorable. De su padre había heredado el cabello y los ojos oscuros; de ella, la barbilla y la forma de la nariz.

Ya no había ninguna duda. Rafiq era hijo suyo.

Una lágrima solitaria descendió por su mejilla.

–¿Ya tiene dos años?