Falsas identidades - Barbara Hannay - E-Book
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Falsas identidades E-Book

Barbara Hannay

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Beschreibung

Jazmín Identidad Secreta 1 Ambos ocultaban su verdadera personalidad… Jen Summers se había quedado al cargo de una empresa de relaciones públicas durante dos semanas. No parecía muy difícil… ¡hasta que un guapísimo desconocido llegó a la oficina con la pequeña sobrina de Jen! Jen no tenía ni idea de cómo alternar su nuevo trabajo con ser una madre temporal… así que decidió pedirle ayuda al apuesto desconocido. Harry Ryder estaba acostumbrado a llevarse a las mujeres a la cama, no a ayudarlas con niños pequeños. Pero Jen era tan tímida y delicada que Harry no pudo resistirse. Y cuanto más insistía Jen en que eran incompatibles, más seguro estaba él de que ya no quería seguir siendo un playboy… ¡Quería una esposa!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2003 Barbara Hannay

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Falsas identidades, n.º 1 - Febrero 2023

Título original: Her Playboy Challenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788411414036

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑORITA Summers.

Una grave voz masculina llamó a Jen desde algún lugar a sus espaldas. Cálida y melodiosa, era una voz que exigía su atención inmediata, pero tuvo que ignorarla. No podía permitir que nada la distrajera.

Aquél era un momento fundamental para ella, pues era la primera vez que se responsabilizaba de una conferencia de prensa. Los periodistas ya habían empezado a hacer preguntas y las cámaras estaban rodando.

–Necesito hablar con usted, señorita Summers –la impaciencia de la voz fue evidente cuando su dueño dijo aquello.

¡Cielo santo! ¿Quién en su sano juicio interrumpiría una conferencia de prensa en pleno apogeo? Los tipos del sonido ya estaban poniendo mala cara a causa de la intrusión. Sin volverse, Jen alzó la mano e hizo un gesto para que quien fuera esperara mientras mantenía la mirada fija en un locutor de radio que estaba colocando el micrófono demasiado cerca de la cara de su cliente.

Se le encogió el estómago. Su cliente, Maurice, era famoso por los berrinches que solían darle con la prensa, y la actitud agresiva del locutor podía ser la chispa que lo pusiera en marcha. El peligro era inminente. Aunque el hombre de voz sexy quisiera decirle que acababa de ganar la lotería, tendría que esperar.

–Se ha hecho famoso peinando a celebridades, Maurice, a mujeres que ya son bellas –dijo el locutor–. Pero hoy inaugura una cadena de peluquerías en Brisbane. ¿De verdad tiene algo que ofrecer a la mujer normal? ¿Cuándo fue la última vez que cortó personalmente el pelo a una mujer normal?

Maurice se ruborizó.

–Siempre he sido un hombre del pueblo –protestó–. ¡Y voy a llevar mi arte a los barrios periféricos!

El brillo de sus ojos asustó a Jen. ¿Iba a montar el numerito? Lamentó no tener más experiencia. Aquella mañana, su jefa se había ido a Tailandia a pasar dos semanas de vacaciones y sólo había dejado unas notas muy vagas respecto a la conferencia de prensa. Aquél era el bautismo de fuego de Jen.

Horrorizada, vio que Maurice se lanzaba hacia el locutor, tomaba su bloc de notas y, mientras las cámaras zumbaban, lo desgarraba y arrojaba las hojas al aire.

–¡Allá vamos! –dijo un periodista a la vez que sonreía y daba un codazo a su vecino.

–¡Puedo cortar el pelo de cualquier mujer y hacer que parezca una estrella! –dijo Maurice–. ¡Puedo enfrentarme a cualquier reto!

Una risita sofocada resonó entre los asistentes. El corazón de Jen latió con fuerza. Su labor consistía en controlar los daños, pero, sin darle tiempo a pensar en cómo abordar el asunto, Maurice se volvió hacia ella y la tomó por un brazo.

–¡Miren esto! –exclamó a la vez que hundía los dedos en el pelo de Jen–. Este pelo es la auténtica definición de lo corriente y común.

Jen se sintió abochornada. Todos los periodistas que había en el salón la miraron con gesto sonriente. Ella era una asesora de relaciones públicas, no una modelo de peluquería.

–No pare. Siga grabando –instruyó alguien a un cámara.

Maurice se animó al oír aquello.

–El pelo de esta mujer carece de calidad de color. Es ralo y mustio.

Jen gimió interiormente. Aquello era injusto. Había tenido intención de hacer algo con su pelo, pero durante el pasado mes había estado muy ocupada viajando de Sydney a Brisbane y adaptándose a su nuevo trabajo.

–Las mujeres de hoy en día necesitan un pelo actual, no esta antigualla de peinado –Maurice dedicó a Jen una mueca supuestamente compasiva–. El pelo liso está muy pasado de moda, cariño.

Jen se preguntó si sería posible morir de vergüenza. En una ocasión se le ocurrió pedir que le rizaran el pelo y se sintió como si fuera Medusa con la cabeza llena de serpientes. Seguro que lo siguiente que iba a hacer Maurice era exponer sus puntas ante las cámaras para que todo el mundo pudiera ver que las tenía rotas. Y si se resistía, sabía que la cosa podía acabar realmente mal. Por mucho que le costara, sabía que tenía que aguantar estoicamente hasta que aquello llegara a su fin.

–Toda oficinista, vendedora, ama de casa, o lo que sea, tiene derecho a parecer una mujer fabulosa, y yo soy quien puede conseguirlo –dijo Maurice mientras deslizaba sus largos dedos por el pelo de Jen–. ¡Denme material de derribo como éste y crearé una obra de arte en un instante!

A continuación tomó a Jen por el codo y la condujo hasta una silla que había frente a un espejo. Todas las cámaras se volvieron hacia ellos.

Con una floritura de la mano, Maurice seleccionó un peine y unas tijeras. Con la otra mano procedió a alborotar el pelo de Jen hasta que cayó en una fina capa sobre su rostro.

–¡Un momento! ¿Cuánto van a tardar con eso? ¡Tengo que hablar con la señorita Summers ahora mismo!

Jen había olvidado por completo al extraño de la voz agradable, pero ahí estaba de nuevo. Y parecía que se le estaba agotando la paciencia.

Aquello resultaba bochornoso. ¿Tan cerril era el tipo como para no darse cuenta de que no podía interrumpir un momento como aquél?

–¡Silencio! –exclamó Maurice–. Nunca he tolerado intrusiones mientras ejerzo mi arte.

–Pues ya va siendo hora de que mejore sus modales, amigo –replicó el hombre–. Hay cosas más importantes que un corte de pelo.

Maurice se quedó boquiabierto y Jen volvió la cabeza. Todo el mundo estaba volviendo la mirada hacia el intruso, de manera que no le costó localizarlo.

Al fondo de la sala había un hombre de uniforme. Un tipo de hombros anchos, grande y atlético. Debía de tener unos treinta y cinco años. Su pelo era negro y rizado y sus ojos grises. Se mantenía orgullosamente erguido con las piernas ligeramente separadas.

Parecía un toreador en medio de la plaza.

O un guerrero.

Pero, a pesar de su señorial actitud, había algo incongruente en él. El uniforme le sentaba como un guante, pero no parecía militar. Era de color gris con hombreras marrones y llevaba el nombre de una empresa bordado en el bolsillo de la chaqueta. Parecía más bien el uniforme de un botones que el de un militar.

–¿Cuánto tiempo va a llevar esto? –preguntó, haciendo caso omiso de las cámaras y de los boquiabiertos periodistas–. Tengo que hacer una entrega urgente a la señorita Summers y no puedo pasarme aquí toda la mañana.

Jen frunció el ceño.

–¿Una entrega?

No tenía idea de quién era aquel tipo ni de cómo la había localizado. ¿Qué le daba derecho a entrar allí de aquel modo?

Con un seco asentimiento de cabeza, el hombre se volvió a medias hacia la salida.

Jen apartó el pelo de su rostro y vio una enorme maleta y, junto a ésta, a una niña pequeña que se aferraba a una pequeña funda de violín.

Parpadeó y miró más atentamente a la niña.

–¿Millie?

La conmoción la hizo ponerse en pie de un salto. Volvió la mirada hacia el intruso y luego hacia Maurice, que tenía el ceño fruncido. Alzando las manos en un gesto de impotencia, murmuró:

–Lo siento mucho. Si me disculpa un momento… –sin mirar a derecha o izquierda, avanzó entre la multitud–. ¿Se puede saber qué está pasando?

El desconocido se encogió de hombros.

–Tengo que dejar a esta niña en manos de un miembro de su familia y, según me han dicho, ese miembro es usted.

–¿Y quién es usted?

–Un chófer.

–¿Y le han dicho que traiga a mi sobrina aquí? ¿Quién lo ha contratado? Espero que no le haya pasado nada a mi hermana Lisa…

Tras lanzar una mirada de pocos amigos a los periodistas que los rodeaban, el hombre dio un paso hacia ella y susurró:

–Su hermana está bien. Ha llamado a nuestra compañía de limusinas desde Perth. Al parecer le ha surgido un problema de trabajo y la niñera que cuida a la niña ha renunciado a su puesto sin previo aviso.

Enterarse de que Lisa estaba en Perth no sorprendió a Jen. Su hermana era modelo y siempre estaba viajando de un lado a otro.

–¿La niñera ha renunciado? ¿Por qué?

El hombre masculló una maldición.

–¿Qué más da? Creo que tenía que ver con una emergencia familiar. Mi trabajo consistía exclusivamente en traerle a la niña.

–Pero es un momento muy inoportuno.

El hombre miró en dirección a Maurice con evidente desprecio.

–Algunas personas considerarían más importante el bienestar de una niña que lo que está pasando aquí –alargó hacia Jen un cuaderno con una cubierta de cuero–. Ésta es su agenda.

–¿Su agenda?

–Clases de baile, gimnasia, clases de música, clases de natación –el hombre alzó una ceja con expresión cínica–. Supongo que también la habrán matriculado en bordado y dicción.

Jen se llevó una mano a la frente. Sabía que su hermana trataba de compensar sus frecuentes ausencias a base de mantener a su hija ocupada. Miró a Millicent. La pobre niña sólo tenía cinco años y parecía totalmente perdida en aquel salón lleno de adultos.

Se agachó junto a ella, la besó y le dio un abrazo.

–Qué sorpresa tan encantadora –dijo con tanta calidez como pudo.

Millicent no respondió. Era una niña muy normal, con el pelo liso y castaño, como el de Jen, y unos ojos grandes y serios que siempre hacían pensar a ésta en los botones del rostro de una muñeca de trapo. La niña no se parecía en nada a la famosa Lisa Summers, su preciosa madre modelo, y Jen siempre había sentido debilidad por ella. Millicent y ella eran los miembros de aspecto más normal de la familia Summers.

Suspiró. No era de extrañar que su hermana le hubiera enviado la niña a ella. Todo el mundo se volvía hacia Jen cuando surgía una crisis. Era lo que le sucedía a la gente agradable y complaciente. Sus familiares y amigos contaban con su hombro para llorar como primer puerto en cualquier tormenta. Habían llegado a esperar que dejara a un lado sus propias necesidades para echar una mano, algo que nunca le había importado en el pasado.

Pero precisamente aquel día era el peor que podía haber elegido su hermana para dejarle a Millicent. Con su jefa de viaje y una oficina entera de relaciones públicas a su cargo, necesitaba centrarse en su trabajo más que nunca.

Volvió la mirada hacia Maurice y los periodistas, que empezaban a inquietarse. El impulso que había tomado la conferencia de prensa podría irse al traste si ella se entretenía.

Como para remarcárselo, Maurice exclamó con su penetrante voz:

–¡Por si lo has olvidado, tenemos asuntos pendientes, Jen!

–Enseguida voy –dijo ella. Luego se volvió hacia el conductor de la limusina–. No sé que hacer. Como verá, estoy… muy ocupada.

Los ojos grises del hombre se detuvieron un momento en su pelo y Jen creyó percibir en su expresión algo parecido a la diversión. Sin duda, debía estar de acuerdo con Maurice en que su pelo tenía un aspecto deleznable.

–No puedo hacer nada al respecto –añadió–. Tendrá que llevar a Millie a casa de mi madre, Caro Summers. Vive en el número cuarenta y siete de Victoria Terrace…

El hombre negó con la cabeza.

–Imposible. Se supone que tengo que…

–¡Por favor! –interrumpió Jen. Se suponía que aquel hombre era un chófer, pero por su actitud parecía más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas–. Tiene que llevarla allí. Mi madre es su madrina y es la única solución –dedicó una sonrisa se aliento a Millicent. La pobre niña debía de sentirse como un paquete que no quisiera recoger nadie–. Querida, este hombre tan… agradable… –miró rápidamente al conductor y preguntó–: ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

–No lo he dicho. Me llamo Harry. Harry Ryder.

Sin previa advertencia, la cadencia de su voz y la claridad de sus penetrantes ojos grises hicieron que un agradable cosquilleo recorriera el cuerpo de Jen de arriba abajo, que volvió a mirar rápidamente a Millicent.

–Harry te llevará a casa de la abuela. Ella te cuidará hasta que yo vaya a recogerte.

–No he aceptado hacerlo –dijo el chófer.

Jen lo miró a los ojos.

–Pero va a hacerlo, ¿verdad?

Hubo un momento de incómodo silencio entre ellos mientras se miraban. Fue interrumpido por Millicent, que se acercó a Harry y lo tomó de la mano. Él la miró, sorprendido.

–¿Le he oído decir que es la hija de Lisa Summers? –preguntó un periodista tras Jen, que se puso pálida.

Lo último que quería era distraer la atención de la inauguración de los salones de belleza de Maurice mientras los asuntos privados de su hermana eran aireados en todos los periódicos de la tarde.

–Gracias –dijo rápidamente a Harry, y volvió de inmediato junto a Maurice sin responder al periodista.

 

 

Harry miró por el retrovisor y sintió una punzada de enfado al ver a la niña sentada en el asiento trasero con la remilgada actitud de una adulta.

Su quietud y apacible aceptación de los acontecimientos de aquella mañana lo desconcertaban. ¿Estaría acostumbrada a que la arrastraran de un lado a otro? No había hablado desde que la había recogido y habría dado cualquier cosa por saber lo que pensaba.

Aunque no era asunto suyo preocuparse. Había tomado aquel trabajo de chófer porque quería observar el estilo de vida de los súper ricos y ostentosos. Quería verlos en su salsa, meterse en sus cabezas, bajo su piel. No había esperado que le gustaran. Y no debería sentir lástima por uno de sus hijos sólo porque tuviera cinco años y todos los adultos de su vida parecieran haberla abandonado.

Habían tratado de librarse de ella tres mujeres: la madre, la niñera, y hacía un momento, la relaciones públicas con el traje de diseño. Todas estaban demasiado ocupadas con sus propios asuntos.

Frunció el ceño al recordar su reacción cuando Millicent lo había tomado de la mano y lo había mirado con completa confianza. Había sentido un inesperado, y no precisamente bienvenido, impulso de protegerla.

Se preguntó dónde estarían los hombres en la vida de Millicent.

 

 

Jen se miró en el espejo de los servicios. Maurice tenía razón. Su pelo era aburrido. Era una pena que no hubiera seguido adelante con su amenaza aquella mañana y que no la hubiera transformado en una mujer glamurosa y atractiva. Pero después de la intrusión del chófer, Maurice había perdido interés en ella. Había estado demasiado ocupado siendo grosero con la prensa.

Pero Jen agradecía que se hubiera ocupado de rescatar la rueda de prensa por su cuenta. Insultando y admirando los peinados de la mayoría de los presentes había vuelto a atraer el interés de los periodistas. Las cámaras se habían puesto en marcha de nuevo, Maurice había lanzado coloridos insultos a diestra y siniestra y el estado del pelo de Jen había sido rápidamente olvidado.

Lo cual estaba muy bien, excepto porque después de aquella humillación pública se había quedado preocupada por su pelo lacio y ralo. Tomó una punta y la alzó a la luz. Las tenía abiertas.

Suspiró. Ser la hermana de Lisa Summers había supuesto vivir a la sombra de una belleza divina. Lisa lo tenía todo: altura, un exuberante pelo castaño rojizo, una piel pálida y traslúcida, unos ojos verdes intensos en forma de almendra y unos pómulos altos marcados.

Jen era una chica del montón comparada con ella. Tenía el pelo castaño, ojos marrones, piel morena y unos pómulos que apenas merecía la pena mencionar. Aunque a lo largo de los años había logrado llegar a aceptarse a sí misma y el aspecto que tenía, Maurice acababa de hacer mella en la confianza que sentía en sí misma.

«Supéralo», se dijo a la vez que se apartaba del espejo, decidida a mantener el optimismo. Estaba en un proceso de plena transformación de su vida. Se había trasladado de Sydney a Brisbane; había dejado atrás sus tres años malgastados con Dominic y había dejado la revista Girl Talk para empezar a trabajar en Public Persona.

Y con tanta responsabilidad a sus espaldas, debía concentrarse en preparar conferencias de prensa brillantes y en escribir maravillosos discursos para sus clientes. Aquello era mucho más importante que el estado de su pelo.

A pesar de todo, pensó mientras volvía a su escritorio, una nueva imagen sería la guinda del pastel. Tener buen aspecto era el primer paso para…

De pronto se detuvo en seco y se quedó boquiabierta.

Harry Ryder se hallaba en medio del despacho, ocupando demasiado espacio. Sostenía en una mano la de Millicent y parecía a punto de amotinarse.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

NO hay nadie en casa de su madre –dijo Harry mientras Jen se acercaba a ellos.

–Oh –murmuró ella al recordar que los viernes su madre solía jugar al bridge. Miró su reloj. Aún faltaban dos horas antes de que pudiera irse para ocuparse de Millicent. De lo contrario, su trabajo corría peligro.

Con las manos en las caderas, Harry hizo un gesto hacia la niña.

–Tenía hambre y le he comprado un perrito caliente. Espero que no le importe.

–Gracias –dijo Jen a la vez que le dedicaba una cautelosa sonrisa–. Voy a pagárselo –añadió a la vez que tomaba su bolso.

–No se moleste. La compañía lo cargará en la cuenta –Harry hizo una pausa y luego, como si se sintiera impulsado a ofrecerle un consejo, añadió–: Parece que va a tener que buscar alguna agencia de canguros. Seguro que en el listín telefónico salen muchas.

–No estoy segura de eso –dijo Jen altivamente. Aunque aquel tipo hubiera sido muy servicial, ¿desde cuándo recibía ella consejos de chóferes? Especialmente de uno que ni parecía un chófer ni se comportaba como tal–. Si Lisa hubiera querido que una agencia se ocupara de la niña ya la habría buscado. Mi familia se ocupará de ella.

Le pareció prudente no añadir que toda su familia en Brisbane consistía en su madre, Lisa y ella. Cuando alargó una mano hacia Millicent, la niña acudió obedientemente a su lado y le dedicó una mirada tan inocente y esperanzada que sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

Apretó cariñosamente la mano de su sobrina.

–No te preocupes, Mills. Estoy segura de que la abuela podrá cuidar de ti en cuanto vuelva a casa de su partida de bridge.

–En ese caso, me voy –dijo Harry–. Buena suerte. Adiós, Millicent –se volvió hacia la puerta, obviamente ansioso por irse.

De pronto, Jen se dio cuenta de que no quería que se fuera. Tal vez no quisiera sus consejos pero, ¿cómo iba a arreglárselas sin él? Tenía mucho trabajo entre manos.

Harry estaba ya en la puerta cuando Millicent dijo en voz alta:

–Siempre voy a clase de ballet los miércoles.

–¿Ballet? –repitió Jen.

Harry se detuvo con la mano en el pomo mientras la niña miraba de uno a otro con una expresión que decía claramente que confiaba en que uno de los dos adultos presentes resolviera el nuevo dilema.

Jen alargó una mano hacia Harry.

–¿Tiene aún la… agenda de Millicent?

–Oh, sí. Casi lo olvido –Harry sacó el cuaderno del bolsillo trasero de su pantalón y se lo entregó–. Y su maleta y el violín están fuera, junto a la puerta.

Jen echó un rápido vistazo al cuaderno.

–Veamos. Miércoles. Ballet a las tres en punto en el estudio de la señorita Zoe. Segunda planta de Shopping Town.

Reprimió un gemido y miró a Harry con expresión de súplica.

–¿Podría…?

–No –Harry negó con la cabeza a la vez que señalaba su reloj–. Tengo otros clientes.

En aquel momento sonó el teléfono que había sobre el escritorio.

–Quédese un momento, por favor –dijo Jen.

–Tienes una llamada de la oficina central en Sydney en la línea dos –dijo Cleo desde su despacho–. ¿Puedes tomarla ahora?

¡Cielos! ¡Una llamada de la oficina central era como si la citara el mismísimo Dios!