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Ómnibus Jazmín 561 La mejor esposa Susan Fox La novia había tenido que huir de su propia boda. La última vez que Lainey había visto a Gabe Patton había sido hacía cinco años... ¡mientras intercambiaban los votos matrimoniales! Aquella había sido una boda de ensueño hasta que Lainey descubrió que Gabe solo se casaba con ella por conveniencia. No le había quedado otra alternativa que huir. Recientemente Lainey había desvelado un secreto que le había hecho darse cuenta de que quizá había juzgado mal a su marido. Ella seguía amando a Gabe y tenía la esperanza de poder retomar su relación donde la habían dejado... ¡en la noche de bodas! Pero ¿cómo reaccionaría él cuando la esposa pródiga regresara? Boda a la vista Barbara Hannay ¡Una boda relámpago! Cuando Stella Lassiter se enteró de que estaba embarazada, decidió marcharse de Sidney e ir en busca de su ex novio a la zona más despoblada de Australia. Pero a quien encontró fue al hermano de este, Callum Roper, precisamente el hombre al que trataba de evitar. La misión perfecta Cathie Linz Había llegado la hora de que aquel seductor empedernido pagara sus deudas... La periodista Cassandra Jones, después de su cambio de imagen, era la mujer perfecta para aquella misión. Aunque también era cierto que pasar toda una semana pegada a aquel guapo y encantador héroe no iba a ser ninguna delicia para ella. Estaba claro que el sexy Sam Wilder no perdería un minuto con Cassie, una apocada morenita con gafas... Sin embargo, se convirtió en todo un caballero para la explosiva rubia Cassandra. El problema era que, cuanto más se acercaba Sam, más lo deseaba Cassie y menos fuerzas tenía para contenerse.
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Seitenzahl: 469
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 561 - mayo 2023
© 2002 Susan Fox
La mejor esposa
Título original: The Prodigal Wife
© 2002 Barbara Hannay
Boda a la vista
Título original: A Bride At Birralee
© 2003 Cathie L. Baumgardner
La misión perfecta
Título original: Sleeping Beauty & The Marine
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta
edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
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los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-562-0
Créditos
La mejor esposa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Boda a la vista
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
La misión perfecta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
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Gabe Patton y Lainey Talbot llevaban casados casi cinco años, pero, desde entonces, solo habían estado juntos dos veces en la misma habitación. La primera, cuando un juez los declaró marido y mujer. Una vez firmado el certificado de matrimonio, ella salió de la sala, indiferente, sin decirle ni una palabra a Gabe, y dejando sobre el papel la preciosa alianza que él le acababa de poner en el dedo.
La segunda vez había sido en el funeral de su madre, seis meses atrás. Lainey había escuchado indiferente las condolencias de Gabe y había aguantado con estoicismo respirar el mismo aire que él durante la hora que duró la ceremonia.
También esa vez se había marchado sin decir nada, con calma y con frialdad. Aunque todavía bajo la conmoción de la muerte de su madre, seguía furiosa por lo que su difunto padre y Lainey le habían hecho.
Durante los cinco años que había pasado lejos de Texas y de Gabe Patton, había rechazado todas sus llamadas telefónicas y le había devuelto, sin abrir, todas las cartas y regalos que él le había enviado.
Nunca había reconocido a Gabe como su marido legítimo, ni había aceptado su nombre, y desde luego, en esos cinco años, no había dicho una sola palabra buena sobre él.
Había conseguido olvidar lo enamorada que había estado de él a sus dieciocho años, y las razones de su amor de entonces. Su orgullo femenino le había hecho ocultar sus sentimientos sobre todo después de conocer que la única razón por la que había accedido a casarse con ella era para conseguir el control total del Rancho Talbot.
Su enamoramiento de adolescente se había convertido en odio, y ella se había jurado a sí misma no mostrarle nunca a Gabe Patton ningún afecto. Nunca.
Pero lo había entendido todo mal.
Gabe Patton no era el oportunista avaricioso que ella creía. Su padre había concertado el matrimonio en secreto, y Lainey solo lo supo cuando, al morir él repentinamente, su testamento revelaba los terribles términos.
Quizá su idolatrado padre la había querido castigar por haber permanecido neutral cuando se divorció de su madre. Pero John Talbot nunca había dado muestras de estar enfadado con ella y ni siquiera se había opuesto a su decisión de dejar el rancho para ir a vivir con su madre en Chicago. Sin embargo, poner su herencia bajo el control del hombre que él había escogido para casarse con ella solo podía interpretarse como una venganza secreta.
Cuando Lainey conoció los términos del testamento, su adorado padre solo llevaba muerto cuatro días. El dolor de su pérdida no le permitió enfadarse con él y solo pudo sentirse herida y confusa por lo que le había hecho. Toda la rabia que sentía por la injusticia de su padre la volcó sobre Gabe, despreciando y traicionando el matrimonio que le había sido impuesto.
Y así fue hasta que, a la muerte de su madre, pudo leer la verdad en el montón de papeles y documentos que ella le había ocultado. Todo lo que Lainey había hecho, todos sus actos, se habían basado en las mentiras y el dolor que sentía. Las intrigas de su madre tenían la culpa de que ella hubiera deshonrado a su marido, a su matrimonio y a la memoria de su padre que había tratado de protegerla de la codicia de su madre, pero que había muerto antes de poder explicarle sus motivos.
Saber la verdad la había traumatizado y se sentía culpable por todas las preguntas que tenía. Poco a poco su alma se había envenenado.
«¿Habría alguna manera de compensar a Gabe Patton por esos cinco años?», se preguntaba. ¿Podía hacer algo para mitigar el dolor y las ofensas que le había causado? Esperar que él la perdonara era mucho esperar. Y si él le pagaba con la misma moneda, lo tendría más que merecido.
Él había soportado su veneno durante años sin mostrar ningún afán de venganza, por lo que merecía oír las disculpas de ella, oírla reconocer que era un hombre honesto y demasiado bueno para ella en lugar del advenedizo que ella había creído.
Sentía terror de volverlo a ver y de escuchar las cosas horribles que él pudiera decirle, pero sabía que debería oírlas sin emitir ni una queja.
El trayecto en avión entre Chicago y Patton Ranch le pareció una eternidad. Iba elegante, con una blusa blanca y pantalones color caqui. El pelo, recogido, negro y largo, le daba un aspecto quizá demasiado de ciudad. Se preguntaba si debía haberse vestido más informal.
El corazón de Lainey dio un vuelco al divisar la casa tras la última cuesta del camino. Volvió a sentirse temerosa y culpable.
El rancho era de una sola planta con paredes de adobe pintadas de blanco y el techo de tejas rojas. En el frente tenía una terraza con arcadas de las que colgaban macetas con flores azules y púrpura.
Lainey estaba azorada por la vergüenza cuando bajó del coche de alquiler con su bolso y su pesado maletín de cuero lleno de documentos que exculpaban a Gabe.
También llevaba los documentos que su madre había falsificado. Se le revolvía el estómago al pensar en la maldad de su madre. Aún se preguntaba cómo había podido hacerle algo así. Sus sentimientos hacia ella eran aún confusos y estaba preocupada por si sería una deslealtad hacia su madre enseñárselos a Gabe. Pero, por otra parte, se preguntaba si, después de lo que había hecho, Sondra merecía su lealtad.
Lainey tenía la esperanza de que Gabe, al ver los documentos, lo entendería todo y la perdonaría por la forma en que lo había tratado.
No sabía lo que ocurriría después. Posiblemente, el divorcio. No quedaba ninguna razón por la que Gabe pudiera quererla después de lo mala esposa que había sido.
Pensaba que también era posible que él no quisiera ver los documentos. Que le pagara con la misma moneda y no le diera la oportunidad de darle explicaciones. Que la echara del rancho junto con su maletín. En tal caso, iniciaría las gestiones para el divorcio. No tenía sentido seguir pesándole como una losa.
Cuando llegó a la gran puerta roja, sintió náuseas. Antes de que tocara el timbre, el ama de llaves abrió la puerta.
Lainey no reconoció a la mujer. Sin duda era hispana y la saludó en castellano.
—Buenos días, señora. Soy Lainey Talbot y quisiera ver al señor Patton.
El ama de llaves reconoció el nombre y la miró con un gesto discreto de suspicacia y reprobación, pero le sonrió con cortesía.
—Buenos días. El señor Gabe está fuera con los hombres. Tal vez usted podría volver esta noche.
—¿Habría alguna manera de ir a donde él está? Necesito hablar con él —dijo Lainey, inquieta por si no tenía otra oportunidad de verlo. No lo había avisado a propósito de su llegada por miedo a que rechazara verla.
Aunque dudando, la mujer tomó una decisión que sorprendió y tranquilizó a Lainey.
—Puedo intentar localizarlo.
—Sería muy amable por su parte. Puedo esperar aquí afuera.
Lainey quería que la mujer se diera cuenta de que entendía que la estaba poniendo en una situación incómoda. Los empleados de Gabriel Patton eran leales y ella no quería causar ninguna molestia.
Al decir que esperaría fuera, quería darle a entender al ama de llaves que no se sentía con derecho a entrar en los dominios privados de Gabe. Una esposa como ella no se merecía esa familiaridad.
La mujer asintió con una sonrisa educada y entró en la casa, cerrando la puerta tras de sí.
Lainey volvió a sentir náuseas. Eran las dos de la tarde de un día de junio en Texas y el calor era sofocante. Al vivir en Chicago, su cuerpo se había acostumbrado al aire acondicionado. Se volvió a mirar hacia el campo. La imagen de los pastos era tranquilizante y se preguntó cómo había podido apartarse de la vida del rancho y vivir tanto tiempo entre el cemento de una ciudad.
«Ojalá pudiera volver a esto...», pensó.
La puerta se abrió de nuevo y ella se giró disimulando la poca esperanza que le quedaba. El ama de llaves le sonrió con frialdad.
—El señor Gabe está llevando unos caballos al corral. Dice que está demasiado ocupado para venir, pero que si quiere, puede encontrarse con él allí.
Lainey intentó consolarse. Le pareció que aunque solo fuera eso, era buena señal que Gabe le permitiera acercarse. La única vez que ella lo había tolerado en su proximidad había sido seis meses atrás durante el funeral y solo le había mostrado la cortesía imprescindible. Quizá eso era una justa correspondencia y él se comportaría igual que había hecho ella.
—Gracias, señora —dijo, y se apresuró a meter en el coche su bolso y su maletín. Luego, se dirigió alrededor de la casa hacia los corrales.
Durante la larga caminata, la cabeza le daba vueltas pensando lo que iba a decir. Tenía las sandalias sucias de polvo y pensó en volver al coche por sus botas. Pero al mirar a lo lejos vio el polvo que levantaba un pequeño grupo de caballos que se acercaba en dirección hacia ella. Se apoyó junto al portón abierto de uno de los corrales y trató de localizar a Gabe entre los tres hombres que cabalgaban conduciendo a los caballos.
Comenzó a temblarle el corazón en una mezcla de miedo y agitación. Miedo, porque no sabía lo que Gabe iba a hacer o decir, y agitación, porque la imagen de un encierro de caballos jóvenes le era familiar. Hacía mucho tiempo desde que había montado a caballo y, de repente, se emocionó. ¡Era tanto lo que había dejado de disfrutar!
Lainey siguió mirando a los tres hombres pero no pudo distinguir entre ellos a Gabe. «¿Habrá cambiado de opinión?», pensó alarmada.
Volvió a mirar y se quedó conmocionada. Gabe Patton estaba montado sobre un gran caballo negro y la estaba mirando fijamente con ojos de acero.
Después de cinco años, el aspecto de Gabe parecía más duro y rudo. Seis meses antes, durante los funerales, vestía un traje oscuro y su rostro no era frío sino sombrío. Gabe nunca había sido demasiado atractivo, pero tenía el aspecto de alguien que trabajaba duro, y había logrado un aura masculina devastadora que había conseguido que ella nunca quedara impresionada por otros hombres más convencionales.
Su cuerpo, grande, también parecía más fuerte y más recio. Era alto como un gigante, una imagen potente que había quedado grabada en la mente de Lainey desde el funeral. Entonces ella solo lo había mirado durante unos pocos segundos y había percibido en su rostro un sentimiento de compasión. Pero en ese momento parecía de piedra, inescrutable, y sin un ápice de comprensión.
Al aire libre, Gabe estaba en su elemento y la intimidaba. Sus oscuros ojos brillaban bajo la sombra de su sombrero Stetson, mientras la miraban de arriba abajo, como si estuvieran evaluando un caballo que iba a comprar. Ella pudo percibir un ligero gesto burlón en su boca al pasar su mirada desde las sucias sandalias a sus ojos.
Ira, suspicacia y frialdad era lo que se reflejaba en su cara antes de que aflojara las riendas y el caballo se acercara hacia ella. Parecía un caballero con armadura a punto de entrar en batalla. Detuvo el caballo junto a ella y se miraron.
Gabe la miraba con dureza y ella no podía apartar la mirada. Sentía que los ojos de él la penetraban hasta el cerebro en busca de algo que valiera la pena en un lugar donde no esperaba encontrar nada.
Temerosa de que se marchara, ella consiguió articular:
—Lo siento —balbuceó, pero él la oyó.
—¿Qué es lo que sientes? —dijo él por fin—. ¿Sientes tener que haber venido hasta aquí y ensuciarte los pies?
Su tono era amargo y Lainey comprendió que pensaba cobrarse todas las injusticias que había sufrido. Pero ella había ido en plan de penitencia y no esperaba nada más que rudeza y amargura de él. Intentó tomárselo con tanta calma como Gabe se había tomado todas sus ofensas y maltrato.
—¿Podemos ir a alguna parte para hablar? —preguntó con voz temblorosa.
—No hay ningún motivo hasta que contestes a mi pregunta. ¿Qué es lo que sientes?
Lainey no podía resistir el frío cortante de sus ojos y apartó la mirada. Había esperado esa oportunidad durante semanas mientras intentaba reunir fuerzas y valentía para verlo, pero Gabe era duro y desconfiado, y ella deseó esfumarse.
Pero no podía permitir que la echara porque tal vez no tendría otra oportunidad de hablar con él.
—He venido a pedirte disculpas —tenía la boca seca y casi no podía hablar—. A implorarte, incluso, si hace falta —hizo un enorme esfuerzo para mirarlo a la cara—. Y para decirte que lo siento profundamente.
El brillo acerado de los ojos de Gabe se convirtió en fuego y furia.
—Así que quieres el divorcio.
Ella reaccionó conmocionada.
—No —contestó, pero inmediatamente corrigió—. Sí, porque no querrás permanecer casado conmigo.
—¿No es eso lo que tú quieres hacer? —se inclinó hacia ella y Lainey quiso retroceder—. Tú no tienes ni idea de lo que yo quiero hacer.
«¿Pegarme? ¿Estrangularme?», pensó ella. La forma de decirlo lo sugería.
—¿No podríamos hablar?
Gabe no se inmutó, pero bajó la voz.
—¿Acaso no has sido tú quién siempre lo ha decidido?
Lainey intentó sonreír, conciliadora, pero no lo consiguió.
—También siento haberlo hecho —el corazón le latía acelerado—. Ahora es tu turno —no sabía si había hablado con suficiente claridad y repitió—: Ahora es solo tu turno, Gabe. Solo tuyo. ¿Podríamos hablar? —sonaba como un niño pidiendo algo. Él gruñó más bajo.
—¿Cuánto deseas hablar conmigo?
Parecía como si la hubiera hipnotizado y ella fuera a contestar cualquier pregunta.
—Mucho.
Gabe se incorporó sin dejar de mirarla con ira. El caballo se movió y ella pensó que él iba a marcharse y dejarla. Pero él contestó.
—Entonces, traslada tus cosas a mi casa. Si aún estás allí para la cena, cenaré contigo y pensaré en hablar contigo. Si es que has aprendido suficiente educación para resistir toda la cena... —espoleó a su caballo y se marchó. Lainey se quedó mirándolo a él y a la treintena de caballos que trotaron delante de ella camino del corral.
«Entonces traslada tus cosas a mi casa... y pensaré en hablar contigo si es que has aprendido suficiente educación...».
Duro, sin comprometerse. Era tanto una advertencia como la oportunidad que ella había deseado. Gabe Patton no estaba dispuesto a tolerar ningún paso en falso ni ninguna palabra equivocada y, ciertamente, ningún desaire por parte de ella. Lo peor de todo era que Lainey no lo conocía lo suficiente para saber qué era lo que podía provocarlo y estaba segura de que el más mínimo error haría que la echara sin que ella supiera lo que había pasado.
Se apresuró hacia la casa para demostrar que estaba dispuesta a cumplir todas sus órdenes al margen de lo exigentes que fueran.
Y al margen de lo difíciles que pudieran ser.
Gabe Patton había adivinado la verdad en cuanto recibió la llamada de su ama de llaves y oyó el nombre de Lainey. Su esposa estaba allí para pedir el divorcio.
Lainey Talbot Patton era la única adquisición que tenía sin haber tenido que luchar para adquirirla ni para conservarla. En parte porque, mientras permanecieran casados, ella era suya lo creyera o no. En parte, porque él sabía que la muerte de su padre la había conmocionado y que la bruja de su madre la había manipulado toda la vida.
Durante las primeras semanas después de la breve ceremonia en el juzgado, a Gabe le hizo gracia la testarudez de Lainey y su absoluto rechazo a que se acercara a ella. Pero cuando las semanas se habían convertido en meses ya no le pareció tan gracioso.
Gabe quería creer que la aparición de Lainey allí era debida a la muerte de su madre y a que había averiguado la verdad. Su actitud de arrepentimiento parecía auténtica, pero el hecho de que ambos supieran el contenido del testamento del padre, y de que ella hubiera esperado seis meses para acudir, hacían que sus disculpas parecieran falsas.
Según las cláusulas del testamento, Lainey debía permanecer casada con él durante cinco años antes de poder recibir el pleno control de la herencia. Los cinco años estaban a punto de concluir y el control del rancho Talbot recaería en ella en pocas semanas. Pero había un único obstáculo: el matrimonio al que nunca le había dado una oportunidad.
Al margen de la relación que él había deseado cultivar con ella tiempo atrás, Gabe no tenía la menor intención de entregarle el Rancho Talbot a esa mujer desagradecida que lo había pisoteado. Él lo había recibido en bancarrota y había arriesgado todos sus ahorros para sacarlo a flote. Después de los riesgos que había corrido y los esfuerzos que había invertido, no pensaba entregárselo y recibir a cambio unas escuetas palabras de agradecimiento.
Él había accedido a la petición de John y pensaba cumplir a rajatabla con el acuerdo, pero no entraba en sus planes salir con las manos vacías.
Echó una mirada hacia la casa, pero no vio a Lainey. A menos que su madre hubiera conseguido hacer de ella una flor de invernadero, no podría permanecer dentro de la casa toda la tarde. Seguramente habría ido hasta el Rancho Talbot para echar un vistazo. Pensó que no importaba lo que ella estuviera haciendo en ese momento. Lo que estaba claro era que para librarse de él no bastaban unas palabras de disculpa y un viaje hasta el juzgado.
Elisa, el ama de llaves de Gabe, dejó las dos maletas, la bolsa y el maletín dentro del armario de la entrada. Lainey estaba incómoda y demasiado nerviosa para esperar más de tres horas hasta la cena, sentada en el salón, así que escribió una breve nota para Gabe, la dejó sobre la mesa de café y salió de la casa.
Su padre estaba enterrado en el pequeño cementerio familiar del rancho y Lainey condujo hacia allí. Pasó delante de la casa de estilo victoriano y de los demás edificios del rancho hasta llegar al camino lleno de surcos que, atravesando tres enormes pastizales, llevaba hasta el cementerio.
La zona estaba rodeada por una valla blanca y Lainey estacionó junto a ella debajo de un frondoso árbol. Sacó del maletero una ramo de flores que había comprado en San Antonio y caminó hacia una tumba cuya lápida tenía grabado el nombre de John Talbot.
Mientras miraba la lápida, se le agolparon numerosos y abrumadores recuerdos. La conmoción al oír que su padre había muerto; el viaje apresurado hasta Texas agobiada por un dolor al que creía que no podría sobrevivir; y luego, la agonía del funeral.
¿Cómo había podido pensar que su padre podía haber hecho algo para herirla o desairarla? Había pasado semanas mirando sus fotos e implorándole que la perdonara por dudar de su cariño y de sus buenas intenciones.
Era una tontería, una niñería. Pero ella tenía la esperanza de que su padre la hubiera oído. Quizá no había sentido ningún alivio porque se sentía culpable por lo que le había hecho a Gabe. Pensaba que tal vez se sentiría culpable y se reprocharía por ello toda la vida, fuera cual fuera la respuesta de Gabe esa noche.
Se arrodilló y puso los pensamientos y nomeolvides en el pequeño jarrón al pie de la lápida.
—Por fin he vuelto a casa, papá.
Su dolor y tristeza eran tan grandes que prorrumpió en llanto. Se sentía desfallecer y se sentó en un banco de hierro forjado que había cerca de allí, hundiendo el rostro entre las manos.
Estuvo así mucho tiempo hasta que se calmó. Soplaba una brisa ligera a través de los árboles y, al notarla sobre su ropa y su pelo, sintió un poco de paz por primera vez en años. Recordó las palabras de su padre: «No quiero a nadie en este mundo más que a mi niñita».
Su padre solía decírselo a menudo. Unas veces alegre y sonriente, y otras, en momentos de melancolía.
Lainey susurró la respuesta que siempre le daba:
—Y no hay nadie en este mundo a quien tu niñita quiera más que a su papá.
Lainey permaneció allí sentada recreándose en esa sensación de calma que por fin había logrado. Hacía calor y se adormeció hasta que la despertó algo que parecía un susurro.
—Enséñale de qué estás hecha...
Medio despierta, aferrándose a las palabras que con seguridad había soñado, Lainey alzó la cabeza y pudo ver sobre la copa de los árboles que el sol estaba declinando. Sobresaltada, se puso en pie y corrió hacia el coche. Temía ir demasiado deprisa por el camino lleno de surcos y cada instante del trayecto le pareció eterno.
Lainey detuvo el coche frente a la casa de los Patton, apagó el motor y se apresuró hacia la puerta roja. Apretó el timbre y se movió nerviosa hasta que abrieron.
—Siento llegar tarde, señora. ¿Puedo... —la mujer ya se había hecho a un lado para dejarla pasar—. ¿Me da tiempo a refrescarme un poco?
—La segunda puerta del vestíbulo.
Lainey sonrió aunque su corazón estaba por los suelos. El recibimiento de Elisa indicaba que no tenía tiempo, pero que entendía que necesitaba estar más presentable.
En el pequeño cuarto de baño, Lainey se cepilló el pelo y se quitó el rímel que se le había corrido con el llanto, pero seguía dando un aspecto marchito y desaliñado. Le temblaban las manos, pero consiguió aplicarse un poco de maquillaje y ponerse algunas horquillas en el pelo que mejoraron su apariencia. Al menos tenía el consuelo de que Gabe le había permitido entrar en la casa.
No tenía la menor duda de que Elisa lo habría informado de su aspecto desordenado y se estremeció. Lo último que deseaba era que Gabe pensara que estaba apelando a su compasión para que fuera amable con ella y considerara perdonarla.
Cuando terminó de arreglarse, fue hacia el comedor. Aunque, años atrás, había estado algunas veces en casa de Gabe, nunca había visitado las zonas privadas. Cuando llegó ante la doble puerta, se detuvo.
Gabe estaba sentado a la cabecera de una mesa larga y brillante. El pelo, demasiado largo, estaba aún algo mojado después de la reciente ducha. Vestía vaqueros corrientes y una camisa azul a rayas. No era de los que se preocupaban por la ropa, pero siempre daba un aspecto limpio y cuidado, tanto en ropa de trabajo como en traje y corbata.
Gabriel Patton era un hombre que, partiendo de casi nada, había conseguido labrarse un nivel de ingresos considerable. Lo había logrado a base de trabajar duro y administrarse con cuidado. No tenía estudios universitarios, pero sí una voluntad de acero; se había arriesgado y nunca había aceptado un fracaso. El apretón de manos con que cerraba un trato hacía que el resultado fuera absolutamente favorable.
Era un hombre íntegro y por eso las falsas ideas que Lainey tenía de él lo habían insultado tan profundamente. Había luchado mucho para superar su falta de estudios y triunfar. La insinuación de que se había casado con ella por codicia, o para conseguir algo a cambio, era equivocada.
Cuando Lainey entró en el comedor, los ojos oscuros de Gabe, tan perceptivos, y su mirada, indiferente y dura, hicieron que ella se sintiera muy incómoda. Él la miró de arriba abajo con frialdad.
—Te pido disculpas —dijo ella—. El tiempo se me pasó sin darme cuenta.
Gabe no contestó, pero llamó al ama de llaves. Cuando Elisa entró le hizo un gesto y ella regresó a la cocina. Volvió a mirar a Lainey.
—Será mejor que nos sentemos.
Lainey se dirigió al sitio que estaba servido a la derecha de él y Gabe se levantó para acercarle la silla, pero ella percibió que solo lo hacía porque ella era una mujer y era su huésped. El que no prescindiera de la cortesía le dio alguna esperanza.
Elisa apareció con una bandeja llena de comida y les sirvió. Luego, se retiró a la cocina. Gabe desplegó su servilleta y Lainey hizo lo mismo.
Él no decía nada y ella no se atrevía a hablar, ni tampoco podía sacar conclusiones sobre lo que él estaba pensando. Ante su mutismo, Lainey optó por empezar a comer. El silencio se hacía cada vez más pesado y buscó algo neutral para decir.
—Elisa es una cocinera excelente.
Su comentario pareció recordar a Gabe que ella estaba sentada en la misma mesa que él, y la miró. Lainey no pudo resistir su mirada y pinchó un trozo de la carne con el tenedor.
—Pues comes como si la comida estuviera envenenada.
—No. Lo siento. No tengo apetito, pero no es porque la comida no sea excelente —balbuceó, y no pudo evitar mirarlo para ver su reacción.
Él la estaba observando con curiosidad y escepticismo.
—¿Qué hiciste? ¿Te has vuelto religiosa? —preguntó hoscamente.
El comentario era hiriente, pero Lainey intentó no desalentarse.
—Averigüé lo que debía haber sabido desde el prin...
—Ahórratelo.
«Asunto zanjado», pensó ella y terminó de quitársele el apetito. Pinchó otro trozo de carne e intentó masticarlo. Se le hizo difícil, y también tragarlo, por lo que agarró el vaso de agua y dio un sorbo. Estaba tan nerviosa que se atragantó. Se tapó la boca con la servilleta hasta que dejó de toser y se sintió aliviada al ver que Gabe no parecía haberse dado cuenta y no la miraba. El hecho de que él la ignorara tenía sus ventajas.
El obstinado silencio de Gabe y su desinterés por la conversación mostraban el poco interés que tenía por escuchar las disculpas de Lainey. Era como si solo estuviera dejando pasar el tiempo. Pero ¿por qué? ¿Por qué aguantarla si no estaba interesado en sus motivos para estar allí?
Lainey hizo otro intento de comer, pero se dio por vencida y se quedó en silencio con las manos cruzadas sobre el regazo. Oía el tictac del reloj que había en el otro lado del comedor y cada segundo le parecía eterno. Cientos de segundos, miles de segundos...
Entonces entró Elisa con el postre. Retiró los platos y les sirvió unas copas llenas de mousse de chocolate adornado con nata montada. Era uno de los postres preferidos de Lainey, pero tampoco le apetecía. Como no podía rechazarlo, tomó un par de cucharadas y, de pronto, se le abrió el apetito y se lo comió todo. Concentrada en el postre no había mirado a Gabe, pero oyó un ligero ruido y alzó la vista a tiempo para ver que él le acercaba su propia copa, que no había tocado.
—Llena esos espacios vacíos —dijo en un tono grave y con una cierta dulzura masculina que la hizo estremecer.
—Pero ¿no lo quieres?
—Es tu postre favorito, pero no el mío.
La escrutaba con la mirada, pero con menos fuerza que antes. Lainey pensó que posiblemente le había pedido a Elisa que preparara ese postre especialmente para ella. Si así era, ¿por qué había sido tan duro durante la cena? ¿Tal vez su repentina generosidad era una manera de disculparse?
No podía despreciarlo y murmuró las gracias. Se lo comería aunque reventara.
—Elisa nos ha servido el café en el cuarto de estar.
Lainey volvió a sentirse angustiada. Al parecer, Gabe mostraba intención de dejarla decir lo que tenía que decir, pero estaba preocupada de que rechazara sus argumentos.
—Necesito tener mi maletín.
Él la miró fijamente.
—Si se trata de papeles, no me interesan —dejó de mirarla mientras le cedía el paso para salir del comedor. Entonces se dio cuenta de que ella no sabía por dónde ir y la guio hacia el cuarto de estar.
Era una estancia que daba por un lado a un patio rodeado de árboles. Las otras paredes estaban forradas con estanterías llenas de libros y de objetos de arte de los indios norteamericanos. Los muebles eran pesados y masculinos, y el suelo estaba adornado con varias alfombras mexicanas de colores muy vivos.
Lainey se habría sentido cómoda en la habitación y habría examinado los objetos si el propietario no fuera Gabe. Se sentó en una de las sillas que él le señaló frente al enorme escritorio.
—Sírvenos a los dos, si quieres —dijo él, y se acomodó en su silla.
Ella le pasó la primera taza y luego se sirvió la suya. La apuró rápidamente y la dejó sobre la mesa. Estaba tan angustiada y nerviosa que decidió lanzarse.
—No sé por dónde empezar, pero hay varias cosas que mereces saber —se atrevió a mirarlo y vio que la estaba observando.
—Empieza por decir cuáles son tus planes para el mes de julio.
La petición la pilló desprevenida. El le había dado un tono de petición, pero la frase era una exigencia. Julio era el mes en que se habían casado cinco años antes. Según el testamento de su padre, era en julio cuando la propiedad del Rancho Talbot pasaría a ella si había permanecido cinco años casada con Gabe.
—No he venido aquí por el control del rancho ni para ver qué pasa con nuestro matrimonio. He venido para pedir disculpas y, si te interesa, para explicarte por qué he actuado como lo he hecho.
—No me interesan tus bonitas disculpas. Lo que me interesa son tus planes para el mes de julio. ¿Vas a solicitar el divorcio?
Lainey podía percibir la voluntad de hierro que había detrás de sus palabras y la ira reprimida que contenían. Pero ¿por qué dudaba sobre la cuestión del divorcio después de lo que ella le había hecho durante esos cinco años?
En cuanto a ella, estaba dispuesta a divorciarse. Lo que Gabe no sabía era que ella estaba al corriente de lo que él había hecho a favor del Rancho Talbot, y pensaba recompensarlo.
—Hace poco me he enterado de que el rancho estaba prácticamente en bancarrota cuando tú te hiciste cargo —comenzó a decir—. Y parece ser que lo salvaste tú solo a pesar de lo que yo te hice. Yo creía que habías pagado los impuestos de mi herencia con el dinero de las inversiones de mi padre, pero ahora sospecho que los pagaste de tu propio bolsillo —él seguía impertérrito—. También estoy segura de que los cheques trimestrales, que yo creía que eran los beneficios que me correspondían por el rancho, también salían de tu bolsillo. Por lo tanto te debo una suma de dinero considerable, además de mis disculpas. En cuanto a julio, estoy segura de que no querrás permanecer casado conmigo ni un minuto más de lo que conviniste.
—¿Y eso por qué?
Era una respuesta inesperada y ella se quedó algo confundida hasta que creyó comprender que era el momento para las «bonitas disculpas», como él decía.
—Como ya te dije...
—Yo hice una promesa —dijo él cortándola— «hasta que la muerte nos separe».
Esas palabras fueron un duro golpe para Lainey y se quedó sin aliento. Estaba anonadada. De pronto se dio cuenta del significado de lo que él acababa de decir.
«Yo hice una promesa...».
Una promesa hecha por un hombre cuyo apretón de manos al cerrar un trato nunca fallaba; una promesa hecha por un hombre cuyas palabras podían esculpirse sobre granito.
«Hasta que la muerte nos separe».
—No lo dirás en serio... —exclamó Lainey con un hilo de voz—. No hay ninguna razón para que te sacrifiques... —no le salían las palabras apropiadas y, mientras ella estaba confusa y azorada, él la observaba tranquilo esperando a que terminara de balbucear—. Sí, fue una boda, pero no un matrimonio real. ¿No fue solo un acuerdo de negocios para proteger mi herencia y no un matrimonio de verdad? —el subconsciente le había hecho formularlo como pregunta, aunque ella no quería preguntar eso.
Gabe se dio cuenta de lo nerviosa que se había puesto y deliberadamente tardó en contestar. Su respuesta fue demoledora.
—Ningún acuerdo de negocios de los que he hecho en mi vida llevaba la promesa «hasta que la muerte nos separe» pronunciada delante de un juez, ni tampoco una alianza. Ni la firma de una mujer junto a la mía en una licencia de matrimonio.
Lainey se sintió estremecer desde la cabeza hasta los pies e intentó pensar algo para contestarle.
—No lo dirás en serio. No puede ser cierto que me quieras. ¿Estás tratando de vengarte de mí por lo que te he hecho durante todos estos años?
Se quedó mirándolo fijamente, tratando de asimilar que Gabe Patton tenía la intención de permanecer casado con ella. No era un error, y se podía constatar en la expresión decidida de su rostro.
—¿Qué creías que yo iba a conseguir? —preguntó él y ella se sintió estremecer. Se le ocurría contestar: «una esposa», pero apretó los labios para no decirlo—. Durante cinco años me negaste los beneficios y privilegios del matrimonio que se había acordado. El trato no ha sido satisfecho.
El corazón de Lainey comenzó a latir cada vez más fuerte y más deprisa. Lo que él estaba diciendo era una pesadilla peor que enfrentarse a él para pedirle disculpas.
—Lo siento mucho —dijo con aspereza—, pero no es lógico pensar que permanecer casados otros cinco años va a satisfacer nada.
—¿Has hecho planes con otro hombre?
—Claro que no —respondió Lainey sonrojándose.
—¿Así que el hombre que tu madre había pensado para ti no logró pasar de la cena?
Ya no solo estaba sonrojada. La cara le ardía y se sintió aún más culpable.
—Si sabes lo de ese hombre, también sabrás que no hubo nada más que una cena. Nada. Y había otras dos parejas con nosotros.
No podía soportar la mirada dura y fija de Gabe tratando de descifrar sus pensamientos y averiguar la verdad, pero no se atrevía a mirar hacia otro lado. Podía enfadarse con él por haber contratado a un detective para que la espiara, pero, después de lo que le había hecho, no podía censurarlo.
No había hecho nada que pudiera considerarse una traición, pero se sentía avergonzada porque Gabe lo sabía. No se había sentido atraída por el hombre con quien su madre la había persuadido a salir, y se sentía tan culpable que nunca más había dejado que Sondra le concertara otras citas con nadie.
—No debería haber salido con nadie por ningún motivo —reconoció—. Te pido disculpas por eso también.
—¿Para no tener ninguna distracción mientras cumples con tus promesas?
Lainey lo miró indefensa. A pesar de haber estado muy enamorada de Gabe, era como un extraño para ella. Pero un extraño que la detestaba. Había sido tonta al darle la oportunidad de que la destrozara como lo estaba haciendo.
—No creo que ninguno de nosotros desee eso —respondió temblorosa.
—No me refiero a «nosotros». Solo a ti.
La forma en que pronunció «a ti» subrayaba lo que no decía: ella había recibido todos los beneficios del testamento de su padre, unos cuantos millones de dólares, sin darle nada a cambio a Gabe excepto disgustos y vergüenza. Era obvio que él no consideraba que la compensación económica que ella le ofrecía fuera suficiente para satisfacerlo.
Recordó que todo el mundo en esa parte de Texas sabía que se habían casado y que, por lo tanto, habrían notado que no había vivido con Gabe como esposa ni un instante. Y puesto que ninguno de los dos había vivido como ermitaño, las habladurías habrían sido muy intensas.
Ella se había apartado de sus antiguas amistades para protegerse y no oírlas, pero Gabe, que vivía allí, las habría sufrido, aunque nadie se habría atrevido a decirle nada a la cara.
El sentimiento de culpa que había tenido durante las últimas semanas no era nada comparado con el que sentía en ese momento. Se sentía atrapada y le remordía la conciencia.
Había privado a Gabe del matrimonio que habían acordado y él insistía en que cumpliera sus promesas y continuaran casados. Pero era una idea aterradora. No era posible mantener una relación normal con él después de cinco años de odiosa separación.
—Por favor, Gabe —masculló, pero él no la dejó terminar.
—Quiero herederos.
H...».
Al oírlo Lainey sintió que la habitación daba vueltas y se agarró a la silla para sujetarse. Eso quería decir niños. Más de uno.
Un niño era algo incomprensible, pero más de uno era pura locura. Lainey estaba mirando a Gabe, pero no se había fijado en su expresión glacial ni en el brillo decidido de sus ojos porque estaba distraída imaginando unos niños hermosos, de pelo oscuro, con intervalos de edad de uno o dos años.
La voz ronca de Gabe hizo que la imagen desapareciera.
—Si te hubieras quedado, habrías cumplido con tu parte del trato Talbot y ahora estaríamos jugando con nuestros bebés.
La fría expresión del rostro de Gabe se suavizó momentáneamente al pronunciar «nuestros bebés», pero cambió de inmediato.
Después de vivir toda la vida con su madre, Lainey reconocía la manipulación emocional, pero eso no era manipulación. Era la pura verdad. Estaba segura de que si se hubiera quedado, todo habría terminado por funcionar.
Después de todo, aunque sus fantasías de adolescente sobre Gabe eran tales que ningún hombre las habría podido cumplir, ella había estado verdaderamente enamorada de él y había llegado a creer que era el único hombre que podría amar. Si no se hubiera conmocionado tanto por la muerte de su padre y lastimado al conocer el testamento, conseguir a Gabe Patton con tanta facilidad habría sido la realización de todos sus sueños románticos.
Así que era cierto que habrían podido estar jugando con sus hijos esa noche. Y cuestiones como lo que pasaría en julio o el estado de su matrimonio estarían más que resueltas.
Su padre habría esperado que ella hubiera participado en salvar el Rancho Talbot y el matrimonio. Si no lo había estipulado en el testamento era porque daba por sentado que ella respetaría sus deseos y su propia integridad y no quería ofenderla dejándolo por escrito.
Sus remordimientos se hicieron aún mayores y más grande su pesar. La expresión de Gabe al mencionar a los posibles bebés la había afectado.
Claro que Gabe Patton querría tener una familia. Él no la tenía desde que era adolescente. Tenía veintitantos años cuando se casó con ella, así que ahora tendría unos treinta y dos o treinta y tres. Lainey se avergonzaba de no recordar su fecha de nacimiento, pero lo que realmente la afectaba era recordar que había esperado mucho para compartir su vida con alguien, y que estar casado con ella lo había privado de encontrar a otra persona mejor.
Lainey no podía dejar de mirar a ese hombre autosuficiente, y a veces arrogante, que era tan duro y tan hosco. Al mirarlo, nadie se podía imaginar que algo pudiera herirlo o que tuviera algún punto débil o vulnerable. Pero ella lo había detectado.
Su padre respetaba a Gabe y admiraba sus logros, y Gabe consideraba a su vecino como un amigo de confianza. Ninguno de los dos creía que el testamento fuera necesario. Pero John Talbot lo había hecho como precaución para salvaguardar los intereses de Lainey frente a las manipulaciones de su madre hasta que consiguiera independizarse de las exigencias de Sondra y regresara al Rancho Talbot. Lainey estaba segura de que habría revocado todas las condiciones en cuanto ella se hubiera liberado.
Entretanto, John probablemente esperaba recobrar él mismo la riqueza del Rancho Talbot. Pero su muerte repentina había hecho caer ese reto sobre los hombros de Gabe, junto con una esposa rebelde.
Y, por supuesto, la esposa rebelde lo había abandonado todo.
Lainey consiguió reunir fuerzas para preguntar:
—Si sabías que el Rancho Talbot estaba en bancarrota cuando celebramos la boda, ¿por qué no te negaste a casarte conmigo? Seguro que entonces ya sabías que yo no me merecía nada y, mucho menos, que perdieras un solo minuto de tu vida —se arrepintió de sus palabras al recordar que Gabe Patton no actuaba así. Su palabra era sagrada para él. Si ella se merecía algo o no, no era la cuestión. Él había dado su palabra. No era su intención ofenderlo y trató de rectificar—. La pregunta no pretendía ofenderte.
—Tu padre me pidió que velara por ti si él no podía —dijo Gabe con voz triste, tras un largo silencio. No parecía haberse ofendido—. Un hombre trabaja toda su vida para dejar, con orgullo, algo para sus hijos y los hijos de sus hijos. John quería que fueran para ti cada hectárea y cada centavo de Talbot.
Lainey se emocionó al oírlo. Igual que John Talbot había querido transmitirle a ella el fruto del trabajo de su vida, Gabriel Patton querría pasárselo a sus hijos. La única herencia que él había recibido había sido una vieja silla de montar y una caja de ropa.
Él había hecho un trato para obtener a cambio una esposa y unos hijos y ella se lo había desbaratado. Le había frustrado toda posible oportunidad de felicidad y lo correcto era dejarlo libre. Había multitud de mujeres que lo merecían más que ella.
—Ya has visto cómo puedo ser —intentó ella de nuevo—. Estoy segura de que lo que menos te conviene es tener hijos con una mujer que se ha comportado como yo lo he hecho.
Lainey se sintió algo aliviada porque había presentado un buen argumento para demostrar que el matrimonio no podía funcionar. Pero Gabe habló de nuevo y sus palabras no dejaban escapatoria.
—Hoy dijiste que lo sentías mucho, y que me implorarías si fuera necesario —su expresión seguía con la misma dureza—. Es fácil decirlo.
Entonces se puso en pie, rodeó el escritorio y agarró su sombrero negro que estaba en un anaquel. Luego, puso la mano sobre el picaporte de una de las puertas.
—Estaré fuera hasta la noche. Supongo que averiguaremos muy pronto si te pareces a John o a Sondra.
Abrió la puerta y miró a Lainey. Sus ojos brillaban intensamente con el frío del acero.
Solo la miró unos segundos, pero hizo que la piel de Lainey ardiera. Era una mirada descaradamente posesiva. Fuera lo que fuera lo que quería decir con «si te pareces», Lainey intuyó que para él nada había terminado. Eso quedaba perfectamente claro.
—Habríamos compartido la misma cama en nuestra noche de bodas —añadió él en un tono grave y tranquilo—. Si tu palabra tiene algún valor, dile a Elisa que ponga tus cosas en mi cuarto.
Por fortuna Lainey estaba sentada y no de pie, porque se quedó anonadada. Se quedó mirándolo fijamente y sin poder reaccionar mientras él salía y cerraba la puerta tras de sí en dirección a los establos.
Lainey no podía casi respirar y se sentía como si le hubiera caído encima una avalancha de piedras.
«Si tu palabra tiene algún valor...».
Era la última oportunidad de cumplir con los últimos deseos de su padre y con su obligación hacia Gabe. Percatarse de ello era como precipitarse directamente al desastre y al vacío.
Durante semanas Lainey había estado pensando en cómo resarcirlo por lo que le había hecho. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para demostrarle a Gabe que lamentaba lo ocurrido.
Había hecho planes para contratar un equipo contable que investigara cada centavo que Gabe había gastado para remontar el Rancho Talbot y poder así hacerle una oferta económica justa. Había pensado en resarcirlo con tierras y con dinero, pero nunca había imaginado que él quisiera lo que le había pedido.
«Dile a Elisa que ponga tus cosas en mi cuarto».
Algo muy femenino comenzó a palpitar dentro de ella. Era una mezcla sensual de excitación, miedo y emoción. Todas la fantasías que había tenido sobre Gabe desde que tenía dieciocho años hasta que, a los veinte, había muerto su padre brotaron de nuevo con fuerza.
La mirada oscura y posesiva que Gabe le había dedicado la había hecho pensar en lo que ocurriría si consumaran el matrimonio, si durmiera en su cama esa noche. ¿Cuáles eran las expectativas que él sin duda tenía sobre lo que ocurriera allí?
Pero esas eran expectativas que Lainey no podía cumplir. No se conocían apenas y ella no estaba segura de Gabe, al margen de lo fiable que fuera su palabra. No era posible que él la amara. No era posible que nunca la amara después de lo que ella le había hecho.
Fue entonces cuando se dio cuenta del desgaste producido por todos los temores y remordimientos que la habían atormentado durante tantas semanas y que, en ese momento alcanzaban un punto inimaginable.
Por unos instantes consideró rechazar la propuesta de Gabe, pero se puso en pie y, con desgana, fue hacia la puerta que daba al vestíbulo.
Él tenía razón. Una cosa era pronunciar unas palabras creyendo ser sincera y otra muy distinta que alguien esperara que se cumplieran. ¿Acaso ella no sabía que acabaría cumpliendo con lo que él esperaba?
Antes de que se le evaporara toda la valentía, buscó a Elisa. Luego, iría a buscar a Gabe. Al margen de lo que él hubiera dispuesto para esa noche, tenía que encontrar alguna manera de hacerle prometer que no habría ninguna intimidad entre ellos antes de que llegaran a conocerse mejor. Quizá, si ella lograba hacerle entender que estaba dispuesta a seguir adelante con el matrimonio, él se retractaría de su exigencia de compartir la cama desde la primera noche.
Faltaba aún una hora para el crepúsculo cuando Lainey se lavó los pies y se puso las botas para la caminata hasta los establos. Encontró a Gabe en uno de los prados rodeado de una docena de potros recién destetados.
Verlo allí acariciando a cada uno de los animales le recordó algo que siempre había admirado en él. A Gabe se le daban muy bien todos los animales y, en especial, los caballos. Tenía mucha paciencia y lograba que confiaran en él.
Nunca había tolerado que los maltrataran. Lainey y su padre estaban en el Rancho Patton el día que un mozo de cuadra nuevo le había pegado a un caballo con una cadena porque se había asustado al oír el motor de un tractor. Gabe había despedido al mozo de inmediato y apenas había logrado contenerse para no utilizar la cadena contra él.
Un hombre que se indignaba por el maltrato a un animal, pero que podía suprimir una reacción violenta era, sin duda, un hombre que podía controlar sus emociones y sus instintos pasionales. Darse cuenta de eso le sirvió a Lainey de consuelo.
Gabe debió de darse cuenta de que ella había llegado al prado porque la atención de los potros se centró en ella, pero aparentó no verla hasta que se aproximó.
Los potros se arremolinaron junto a ella y sus narices aterciopeladas la inspeccionaron. Lainey acarició a algunos de ellos y cuando miró a Gabe se percató de que él la estaba mirando.
—Me preguntaba si podrías considerar ir un poco más despacio en este asunto —comenzó a decir logrando que no le temblara la voz. Él apretó ligeramente los labios y ella continuó—. Le dije a Elisa exactamente lo que tú me dijiste para demostrarte mi buena voluntad. Pero esperaba que me dejaras usar el dormitorio que se conecta con el tuyo hasta que nos sintamos un poco más... cómodos el uno con el otro.
Gabe la estaba mirando en silencio y cuando ella acabó de hablar contestó:
—Nunca he forzado a una mujer y no voy a empezar a hacerlo con mi esposa.
Sus palabras conmovieron a Lainey. Bajo esa apariencia dura, ella podía percibir una cierta ternura masculina que denotaba carencias afectivas y vulnerabilidad. Pero, probablemente, estaba imaginando en él las cosas que habría deseado en un marido.
—Somos casi extraños —dijo con dulzura— y esta es la primera noche que vamos a pasar bajo el mismo techo.
La ternura que había imaginado se desvaneció y sus ojos volvieron a brillar implacables.
—Hay que marcar el rumbo desde el principio. Funciona muy bien con el ganado y con los empleados, y debería funcionar también con una esposa.
Eran palabras muy burdas y Lainey se puso nerviosa. Intentó rebatirlas.
—Quizá —concedió, cuidando de no ser desafiante—. Pero no estás poniéndoles una silla de montar a los potros. Aunque son jóvenes, tú sabes que necesitan un tiempo para acostumbrarse a ti, y para que puedas ganarte su afecto y su confianza.
Gabe no se inmutó.
—¿Lo que quieres es que te acaricie, examine tus pies y te frote por todas partes como hago con los potros?
Ella se sonrojó.
—Eso no es lo primero que haces. Te estuve observando. Primero los dejas acercarse moviéndote despacio, muy despacio. Nunca los agobias. Solo esperas y los persuades lentamente. Cuando por fin se acercan a ti están contentos de hacerlo.
La expresión en el rostro de Gabe se suavizó un poco.
—Ya no eres una niña, Lainey —dijo en voz baja—. Lo eras cuando tenías veinte años, pero ya han pasado cinco —Lainey se quedó sin aliento, intuyendo lo que iba a seguir—. Cuando llega un caballo crecido que no ha sido domado, lo mejor es empezar cuanto antes. Hay que recuperar muchos años de entrenamiento y, como un caballo adulto puede resistir una silla antes de media hora, no hay razón para retrasar el poder utilizarlo. No hay que darle la oportunidad de que esté ocioso entre las personas, ni hay que consentirlo —era sorprendente cómo se había apropiado de su analogía y se la había devuelto. Pero había aún más—. He pasado mucho tiempo sin sexo, señora Patton —dijo bruscamente—. Años —una confesión tan sincera la conmocionó y un extraño calor recorrió todo su cuerpo. Se sintió débil y mareada. Los ojos de Gabe brillaban con más intensidad y ella se dio cuenta de que la expresión de su cara lo había ofendido. Él continuó con un gruñido—. Supongo que aún me puedo dominar, ahora que la sequía está a punto de acabar.
—No pretendía sugerir que eres una especie de...
—Los días comienzan antes aquí que en la gran ciudad —la interrumpió Gabe señalando hacia la casa con la cabeza—. Será mejor que te prepares para acostarte pronto antes de que yo vuelva.
Lainey lo miró alejarse, incrédula, pensando que había empeorado las cosas, y se apresuró a seguirlo.
—Lo siento, Gabe. Al parecer no hago más que decir lo que no debo —pero él siguió andando, seguido de algunos potros y sin mostrar ningún signo de ablandarse. Lainey lo intentó de nuevo—. Estoy tratando de decir que somos dos extraños. No me opongo a compartir tu habitación, pero comprenderás que me sienta incómoda tan pronto. ¿No te pasa lo mismo? Tú tampoco me conoces, y lo poco que sabes de mí no ha sido bueno. No puede ser que te sientas cómodo al pensar en dormir junto a mí.
—¿Eres peligrosa? —gruñó él sin mirarla siquiera.
—No, claro que no. Pero aun así somos dos desconocidos.
—Eso cambiará esta noche. Y mañana, y pasado mañana y todos los días y noches siguientes —llegaron a la puerta de la cerca. Lainey estaba tan frustrada e intimidada que no sabía si gritar o llorar. Gabe abrió la puerta lo suficiente para que ella pasara y luego pasó él. Tras poner el pasador, él la miró inflexible—. Será mejor que vayas a la casa.
Su tono era más suave, pero igual de contundente, y Lainey percibió que el asunto de dónde él esperaba que ella durmiera esa noche estaba zanjado. Solo le quedaba decidir qué era lo que iba a hacer. Pero, si era sincera en cuanto a cumplir con sus obligaciones hacia su padre y hacia él, estaba claro que no tenía elección.
Lainey retrocedió un paso con la esperanza de que él cambiara de opinión antes de dirigirse hacia la casa. Era consciente de que estaba pagando por lo que le había hecho a Gabe, pero ¿llegaría algún día a saldar su cuenta?
«Muéstrale de qué estás hecha...».
El sonido de la voz de su padre, lo hubiera soñado o no, hizo que Lainey se percatara de que la única forma de saldarla era cumplir sus promesas hacia Gabe según las condiciones que él le imponía.
Lainey vio las ventajas de ducharse y prepararse para la cama antes de que Gabe regresara a la casa. Habría sentido aún más timidez sabiendo que él la esperaba fuera del baño, en el dormitorio, mientras ella efectuaba todas sus rutinas nocturnas.
Había estado reflexionando sobre todo lo que Gabe había dicho y hecho esa tarde. Aunque parecía absolutamente decidido a que ella cumpliera con las promesas del matrimonio, cabía suponer que no fuera más que una simple venganza antes de divorciarse.
Se preguntaba por qué un hombre autosuficiente como Gabe, que alegaba tomar muy en serio la parte de «hasta que la muerte...» de las promesas del matrimonio, fuera capaz de comprometerse con una mujer que no amaba y de la que no podía estar seguro de que llegara a amarlo. Sobre todo cuando podía escoger a la mujer que se le antojara.
Le pareció que la respuesta estaba en que su adolescencia, y la manera obsesionada con que había conseguido hacer algo de sí mismo, no le habían dejado tiempo para los rituales suaves y civilizadores que otros hombres realizaban durante los primeros años de madurez.
A ella misma el matrimonio con Gabe le había supuesto un freno porque había tenido que dejar de salir con chicos. Pero, al menos, antes de casarse había pasado algunas veces por el ritual social de que un joven la invitara a salir, le llevara flores y aguantara las cuatro palabras en privado de su padre antes de permitirle salir con él.
Trató de recordar si Gabe había salido con alguien. Antes de que comprara el rancho, se rumoreaba que había salido con algunas mujeres con suficiente sentido común para saber que él no podía permitirse llevarlas a buenos restaurantes, pero que se habían fijado en Gabe porque era muy atractivo y masculino.
Mujeres que, al parecer, se sentían atraídas sexualmente y a quien no les preocupaba que no fuera rico o que sudara y se ensuciara las manos para ganarse la vida, pero que lo habían dejado en cuanto había aparecido un hombre más rico.
Quizá la oportunidad de conseguir una esposa apropiada sin pasar por las delicias sociales del cortejo le había parecido una forma más práctica y menos arriesgada que exponerse a las cazafortunas.
Gabe se había vuelto mucho más duro y directo y, posiblemente, prefería la eficacia y falta de emociones de un matrimonio concertado.
Lainey esperaba que Gabe hubiera cortejado a alguna mujer honesta con sinceridad y formalidad. Si lo único que había hecho era salir con chicas a quienes no les importaba nada más que el sexo o el dinero, su concepto de llegar a conocerse mejor sería puramente carnal.