2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Rompiendo las reglas del compromiso El exitoso magnate y playboy Thomas Waverly no era un hombre fácil de manejar. Pero ¿qué podía hacer cuando su "frágil" abuela lo miraba con ojos melancólicos y le pedía que se casara "antes de que muera"? El chantaje emocional era el más efectivo. Thomas tenía que encontrar una falsa prometida… ¡y rápido! Elizabeth Morris estaba buscando la forma de salvar su organización benéfica, así que aceptó cuando le ofrecieron una generosa suma a cambio de fingir un compromiso. Pero cuando el novio era tan atractivo, la línea entre fingir y enamorarse de verdad era muy fina…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Jackie Braun Fridline. Todos los derechos reservados.
FALSO AMOR, N.º 2470 - julio 2012
Título original: The Pretend Proposal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0675-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
THOMAS Waverly necesitaba una novia.
Y no tenía mucho tiempo, así que no podía ser demasiado exigente. Y aunque estuviera repasando su agenda mentalmente, sabía que ninguna de las mujeres con las que había salido en el pasado serviría. Todas interpretarían algo equivocado respecto a esa situación. Todas esperarían que su propuesta fuera de verdad. Pero el anillo de compromiso y todas las conversaciones acerca de una boda futura solo servirían para hacer feliz a su abuela.
Nana Jo se estaba muriendo.
Al menos, eso decía ella.
El médico le aseguró a Thomas que Josephine O’- Keefe gozaba de buena salud, teniendo en cuenta que era una mujer que estaba a punto de cumplir ochenta y un años, a la que le habían puesto una prótesis de cadera el año anterior y que veinte años antes había tenido un principio de cáncer de mama. A veces tenía alteraciones del ritmo cardíaco, pero le habían prescrito una medicación y, según el médico, estaba haciéndole efecto. Sin embargo, Nana Jo opinaba algo muy distinto.
Estaba muriéndose.
Durante el último año, soñaba cada noche con su difunto marido y con su hija, la madre de Thomas y Nana Jo estaba segura de que esos sueños eran el presagio de su propia muerte, y nada de lo que Thomas dijera podría convencerla de otra cosa.
Las navidades anteriores, cuando él viajó hasta Michigan para pasar las vacaciones con Nana Jo en su apartamento de Charlevoix, ella le dijo que el único regalo que quería era que su único nieto se hubiera casado antes de que ella muriera.
La mujer lo había criado después de que su madre falleciera en un accidente de coche y de que su padre se hubiera dado a la bebida. Thomas tenía ocho años y prácticamente había perdido también a su padre. Nana Jo no lo dudó un instante y, en lugar de disfrutar de su jubilación, se dedicó a criar a su nieto a tiempo completo. E hizo un trabajo excepcional.
¿Cómo podía él negarle su deseo? ¿Cómo podía permitírselo? Estaba en una situación sin salida. Así que, decidió mentir.
Pero no se sentía orgulloso por ello. A Thomas no le gustaba tergiversar la verdad, ni en sus relaciones personales ni en las laborales, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por aliviar la preocupación que veía en los ojos de su abuela.
Así que aunque en esos momentos no mantuviera ninguna relación con una mujer, le había dicho a su abuela.
–Llevo saliendo con alguien especial desde hace unos meses.
Sus palabras mejoraron el estado de ánimo de Nana Jo considerablemente. Y con razón. Él nunca había salido más de tres meses con una mujer. Tras ese tiempo, ellas siempre esperaban que pasara algo más, como por ejemplo, que se intercambiaran las llaves de casa, poder dejar un cepillo de dientes en su baño y, quizá, incluso que les cediera un cajón de su cómoda.
A los tres meses, se volvían dependientes. Y Thomas sabía que no tardarían en pedirle que les dijera «Te quiero ».
No, gracias.
Él había visto cómo el amor había afectado a su padre. Habían pasado veintisiete años desde la muerte de la madre de Thomas, pero Hoyt Waverly todavía no podía enfrentarse a la viudedad sin tomarse una copa de whisky. Durante los años, las marcas habían abaratado su precio al mismo tiempo que la capacidad económica de Hoyt había ido disminuyendo. También se había deteriorado su salud. Y Thomas solo lo veía de vez en cuando, cuando aparecía en su casa porque se le había acabado el dinero.
Thomas no quería acabar como su padre, así que había tomado la decisión de terminar todas sus relaciones antes de que pasaran tres meses, incluso a veces antes, si la mujer se enamoraba demasiado rápido.
No era que Thomas no tuviera un don para las mujeres. Se consideraba un hombre atractivo y se ganaba bien la vida. No era millonario, ya que había invertido mucho dinero en empezar su propio negocio, pero llevaba una vida confortable gracias a que trabajaba mucho y algunas inversiones. Aun así, por lo que realmente les resultaba atractivo a las mujeres era por su manera de comportarse.
Al parecer, de pequeño prestó mucha atención a los consejos de Nana Jo. Ella insistió mucho en que fuera educado, caballeroso, atento y mostrara interés por las opiniones y las aficiones de los demás, aunque en realidad no le interesaran. Como resultado muchas mujeres le habían expresado el deseo de convertirse en la señora de Thomas Waverly. Pero él no estaba dispuesto a contraer matrimonio. Ni entonces, ni nunca.
Durante los últimos meses, Nana Jo había estado convencida de lo contrario. Para ella, tener una relación con alguien especial implicaba acabar en el altar.
Thomas debería habérselo aclarado. Pero ella estaba tan emocionada que solo hablaba de eso cada vez que se llamaban por teléfono, así que, Thomas no encontró valor para hacerlo. Cada vez que salía el tema, respondía brevemente y se ponía a hablar de otra cosa. Aun así, su abuela estaba convencida de que iba a casarse con una tal Beth.
Él no estaba seguro de dónde había sacado el nombre. Solo que le parecía un buen apodo para la encantadora mujer que su abuela creía que le había robado el corazón.
Nana Jo insistía en que quería conocer a su prometida, y no estaba dispuesta a aceptar un no como respuesta.
Si Thomas no llevaba a su prometida a casa de Nana Jo para el fin de semana del Cuatro de Julio, su abuela amenazaba con subirse al coche y conducir un largo trayecto para conocer a Beth.
A él no le gustaba la idea de que su abuela se metiera con el coche en la autopista, donde el resto de vehículos circularían a mucha más velocidad que ella. Pero si él le contaba la verdad, ella volvería a empezar con la historia de que estaba a punto de morir. Y Thomas no podía soportar esa idea.
La única solución que se le ocurría era buscarse una novia y, después de un tiempo razonable, terminar la relación con ella. Si él parecía destrozado, quizá Nana Jo dejara de presionarlo y continuara viviendo su vida.
De pronto, llamaron a la puerta.
–Perdona, Thomas.
Él levantó la vista y se encontró con que su secretaria lo miraba desde la puerta con cara de preocupación. Annette era veinte años mayor que Thomas y, al igual que su abuela, se preocupaba por él. Ella también pensaba que a su edad ya debería haberse casado o, al menos, tener una relación seria con una mujer.
–¿Va todo bien? –preguntó ella.
–Me duele la cabeza –murmuró él. Y, en cierto modo, era verdad. Era lunes y tenía hasta el jueves para solucionar su problema. Retiró la silla un poco y se puso en pie–. Creo que me iré a casa temprano.
–Ah –Annette frunció los labios.
–¿Algún problema?
–No. En realidad no. Solo que la directora de Literacy Liaisons quiere verte.
–¿Ahora?
Ella asintió.
Él agarró su agenda y dijo:
–No recuerdo haberle dado cita.
–Porque no la ha pedido. Ha venido sin avisar, confiando en que pudieras dedicarle algunos minutos de tu tiempo –Annette negó con la cabeza–. Está bien. Le diré que tiene que pedir cita. ¿Quizá un día de la próxima semana?
Thomas levantó una mano.
–No. No es necesario. La recibiré ahora. Será mejor que termine con esto cuanto antes –se frotó las sienes–. Supongo que viene buscando un donativo.
–Imagino que así es –dijo la secretaria.
Cuando la mujer entró en el despacho, a Thomas le llamaron la atención tres cosas. La primera, su pequeña estatura, a pesar de que llevaba unos zapatos de tacón alto del mismo color gris que su pantalón no debía de superar el metro sesenta y cinco.
La segunda, su boca. Tenía los labios carnosos y su sonrisa iluminaba la mirada de sus ojos oscuros. Además, su nariz ligeramente respingona y salpicada de pecas y su corta melena rubia, la hacían más atractiva que bella.
Y la tercera, que no llevaba alianza. De hecho, aparte de un par de pendientes de perlas, no llevaba ninguna otra joya.
Él la miró medio avergonzado e intrigado por la dirección que habían tomado sus pensamientos. «¿Y sí…? No».
–Buenas tardes, señor Waverly. Soy Elizabeth Morris –le tendió la mano para saludarlo–. Gracias por recibirme a pesar de que no lo haya avisado con antelación.
Él le estrechó la mano. Una mano pequeña y suave, pero de las que estrechan con fuerza y decisión. Eso le gustaba. No había nada peor que estrechar la mano de manera delicada, incluso aunque lo hiciera una mujer menuda que apenas parecía lo bastante mayor como para pedir una copa.
–Siéntese –le dijo.
–Estoy segura de que ya sabe que he venido para pedirle dinero –sonrió.
Thomas comenzó a sentir que disminuía su dolor de cabeza.
–En Waverly Enterprises siempre estamos interesados en ayudar a las obras benéficas de nuestra comunidad.
¿Por qué no me cuenta un poco más acerca de la suya?
Ella suspiró, como si se sintiera aliviada de ver que Thomas no la iba echar por la puerta.
–Literacy Liaisons se dedica a ayudar a las personas adultas de nuestra comunidad a aprender a leer.
–¿Realmente hay mucho analfabetismo en Ann Arbor?
–¿Le sorprende?
–Un poco –en la ciudad estaba la Universidad de Michigan y también uno de los mejores servicios médicos de Norteamérica.
–A pesar de que vivimos en una ciudad donde hay una universidad y en la que muchos residentes han recibido educación superior, hay personas de las comunidades de la periferia que son analfabetos o analfabetos funcionales. Eso significa que quizá pueden leer lo bastante bien como para defenderse en el supermercado, pero no como para mantener un empleo. Muchas terminan viviendo bajo el umbral de la pobreza o incluso en la calle. No presentan un bajo cociente intelectual, pero a algunos sí les han diagnosticado problemas de aprendizaje, como la dislexia. De niños, se vieron afectados por los fallos del sistema educativo y, de adultos, siguen en la misma situación. Nuestro objetivo es cambiar eso.
Cuando terminó de hablar, se acomodó en el asiento.
–Pero para eso hace falta dinero.
–Así es. Aunque tenemos muchos voluntarios para dar las clases, hay que proporcionarles material y, a veces, incluso cubrir los gastos de transporte hasta el local si el cliente es indigente. Tratamos con gente de muy pocos ingresos que, de otro modo, no podría permitirse esos servicios.
–¿Y cuánto tiempo lleva funcionando Literacy Liaisons?
–Casi diez años.
–¿Y cuánto tiempo lleva usted trabajando allí?
–Lo fundé yo, señor Waverly.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó sin pensárselo dos veces. Al instante, le pidió disculpas–. Lo siento. Es solo que…
–Parezco muy joven. Lo sé –tiró de las solapas de la chaqueta y añadió–. A pesar del traje.
Su sentido del humor lo pilló desprevenido. Thomas estaba seguro de que la había ofendido con su comentario. Puesto que no sabía qué decir, se disculpó por segunda vez.
Ella aceptó la disculpa y continuó.
–Se me ocurrió la idea de fundar Literacy Liaisons cuando estaba en la Facultad de Magisterio.
–¿En la Universidad de Michigan? –preguntó él, buscando a ver si tenían algo en común.
–Lo siento. Espero que esto no haga que disminuya su interés en mi programa, pero soy una Spartan, estudié en Michigan State.
–Una buena universidad.
–Buena respuesta –se rio ella–. Deduzco que usted es un Wolverine –dijo ella, refiriéndose a los estudiantes de la Universidad de Michigan.
–Así es –admitió.
–Una buena universidad –dijo ella, imitando su respuesta. Ambos se rieron antes de que ella continuara–. Resumiendo, cuando me gradué, decidí abrir el centro en lugar de ponerme a enseñar en un colegio.
–¿Por qué?
Ella se humedeció los labios.
–Me di cuenta de que había carencias.
«No solo por eso», pensó Thomas, al ver la expresión de su rostro. Mostraba determinación y ¿tristeza, quizá?
–Nuestra principal fuente de financiación han sido las subvenciones del Estado, pero ahora no hay mucho dinero en general. Puesto que las rentas públicas están disminuyendo, se han hecho muchos recortes. Por desgracia, aunque sea muy importante la educación de la población para la prosperidad económica, nos han reducido la financiación significativamente durante los dos últimos años fiscales.
–Así que está buscando financiación a partir de la comunidad empresarial.
–De hecho, estoy haciendo más que eso. Intento crear un fondo de beneficencia para asegurar la viabilidad del centro tanto en tiempos de bonanza económica como de escasez. No es fácil ir a pedir dinero, por muy buena que sea la causa. Preferiría no tener que hacerlo todos los años –sonrió.
–Entonces, tiene sentido crear un fondo de beneficencia.
Cuanto más hablaba, más impresionado se quedaba él con su determinación. No conocía a ninguna otra mujer que hubiese creado una organización sin ánimo de lucro nada más salir de la universidad y que, diez años más tarde, estuviera recorriendo las calles para asegurarse de que continuara siendo viable.
Por supuesto, las mujeres con las que él salía solían ser más egocéntricas que filantrópicas. Muchas de ellas ni siquiera necesitaban un trabajo habitual, gracias a que tenían un fondo fiduciario o un padre muy indulgente. Físicamente también eran muy diferentes a Elizabeth Morris. Ninguna era tan bajita como ella. Más bien todas parecían modelos, altas y con piernas esbeltas. Muy guapas y modernas. Ninguna se pondría un traje como el de Elizabeth Morris. Y eso hacía que ella fuera todavía más adecuada.
¿Y si…?
Por mucho que intentara obviar aquella inapropiada pregunta, no paraba de aparecer en su cabeza.
Ella se aclaró la garganta y él se percató de que se había quedado mirándola. Era la segunda vez que se comportaba de manera maleducada con ella. Antes de que pudiera disculparse, ella se puso en pie.
–Creo que ya lo he molestado bastante. Le dejaré información adicional sobre nuestra organización y nuestra campaña para recogida de fondos. La información de contacto está en el folleto, por si tuviera alguna pregunta.
Sacó una carpeta de su cartera y la dejó sobre la mesa sin sonreír. No parecía enfadada, pero sí un poco desanimada. ¿Quién podía culparla? Thomas suponía que, probablemente, se encontrara con muchas puertas cerradas y respuestas negativas durante la búsqueda de fondos.
–Por favor. Siéntese. Ahora mismo le echaré un vistazo –dijo él.
Dentro de la carpeta encontró varias hojas explicativas acerca del proyecto y también la situación económica del fondo benéfico. Estaba a punto de alcanzar los dos tercios de su objetivo.
–Veo que ha estado muy ocupada.
–Llevo casi nueve meses dedicada a esto. Por desgracia, últimamente va más despacio –se encogió de hombros–. Por la economía.
Sí. La economía también había causado estragos en el balance de Waverly Enterprises, provocando que Thomas y los directores de diferentes departamentos estudiaran detenidamente el presupuesto de la empresa para ahorrar. La fiesta de Navidad se había reducido a una simple comida, los salarios se habían congelado y algunos puestos de baja categoría se habían quedado vacantes.
Aun así, él había intentado no recortar demasiado en los donativos benéficos, no solo porque ofrecían la posibilidad de desgravación fiscal, sino también por que él creía firmemente en la responsabilidad social.
Enseñar a la gente a leer era algo fundamental. Y a Thomas le gustaba apoyar proyectos como el que tenía delante, en los que los donativos se destinarían a programas que ya estaban en funcionamiento.
De pronto, percibió un sutil aroma a manzana y la idea que rondaba su cabeza desde que aquella mujer entró en su despacho, se hizo más potente.
«¿Y si…?»
La pregunta ya no le parecía tan descabellada. Y pedírselo tampoco le parecía un gesto tan interesado. Después de todo, un donativo generoso podía asegurar la viabilidad del proyecto de Literacy Liaisons. Se ayudarían el uno al otro.
Además, Elizabeth Morris parecía una mujer práctica, de las que vería su propuesta como lo que era: un acuerdo económico que beneficiaría a ambos.
–¿Tiene alguna pregunta? –preguntó ella, sonriendo otra vez.
La tenía, pero Thomas le preguntó algo muy diferente:
–¿Hay alguien que la llame Beth?
ELIZABETH se quedó boquiabierta. Esa pregunta no figuraba entre todas las que imaginaba que podía haberle hecho Thomas Waverly. ¿Que le preguntara sobre su pasado o su negocio? Sí. ¿Sobre su apodo? No. Pero puesto que sería de mala educación cuestionar por qué preguntaba tal cosa, casi de tan mala educación como aparecer en su oficina sin cita previa, hizo lo posible por disimular su sorpresa y contestarle con sinceridad.
–Nunca me han llamado Beth.
Lizzie había sido su nombre original. Y se lo había cambiado al cumplir la mayoría de edad. Elizabeth le gustaba porque sonaba más formal y le parecía que suscitaba más respeto.
Él respiró hondo, como si se preparara para anunciar algo muy importante. Pero lo único que dijo fue:
–Le pega el nombre de Beth.
–Quizá me confunda con otra persona –sugirió ella, sin saber qué decir.
La conversación había dado un giro extraño y, aunque no podía decir que fuera una experta en el tema de los hombres, la mirada de aquel resultaba inquietante. Y también un poco halagadora. Los hombres tan atractivos como Thomas Waverly no solían dedicarle tiempo a Elizabeth, independientemente de que hubiera concertado una cita con ellos. Desde luego no la miraban como él la estaba mirando. Como si estuviera más interesado en una relación personal que en entregarle un donativo benéfico.
–Quizá –dijo él, antes de mirar hacia otro lado.
Elizabeth empezó a ponerse en pie.
–Será mejor que me vaya. Gracias otra vez por su atención –se mordió el labio inferior antes de añadir–. Espero que podamos contar con Waverly Enterprises entre nuestros colaboradores.
Él sacó la tarjeta de visita de la carpeta que ella le había entregado y la miró.
–Me pondré en contacto con usted. Lo prometo.
–Magnífico –debería sentirse aliviada y contenta. Sin embargo, se preguntaba por qué estaba tan nerviosa y por qué tenía esa extraña sensación con respecto a ese hombre. Thomas Waverly no era un hombre, era un potencial colaborador con mucho dinero.
Thomas se levantó de la silla y ella se fijó en su cuerpo musculoso y en sus anchas espaldas. Era un hombre del que emanaba pura testosterona.
A Elizabeth se le cayó la cartera de las manos y aterrizó en el suelo. Al ver que Thomas rodeaba el escritorio, apretó los labios. Él se agachó para recoger la carpeta antes de que ella pudiera moverse. Y eso que confiaba en poder marcharse de allí antes de quedar como una idiota.
–Esto pesa bastante –dijo él con una sonrisa.
–Gracias.
Al intercambiarse la carpeta, sus dedos se rozaron y ella sintió ganas de suspirar. Había llegado el momento de marcharse. Durante el mes pasado había conseguido algunos donativos de los negocios locales de la comunidad. Poco a poco iba consiguiendo dinero, pero el fondo benéfico de Literacy Liaisons necesitaba desesperadamente el apoyo de Waverly Enterprises.
Así que, sin dudarlo ni un instante más, Elizabeth se marchó de allí.
Howie la recibió con entusiasmo en la puerta de su pequeño bungalow. Siempre que regresaba a casa, su golden retriever se alegraba de verla.
–Yo también te he echado de menos –le dijo ella.
Elizabeth se agachó para recoger las cartas del suelo que habían metido por el buzón de la puerta.
Facturas, publicidad y un recordatorio de que la suscripción de una revista estaba a punto de caducar. Internet había hecho que comunicarse con otras personas fuera rápido y sencillo, pero Elizabeth echaba de menos recibir las cartas de siempre, aunque la única persona de la que esperaba recibir noticias fuera una persona que nunca le escribiría. Una persona que no podía escribir. Ni leer.
Su hermano. No lo había visto desde hacía más de diez años, aunque de vez en cuando llamaba a sus padres.
A todos los efectos, Ross había desaparecido.
Los ladridos de Howie la hicieron volver a la realidad, recordándola que deseaba salir para hacer sus necesidades.
Cuando abrió la puerta, el perro salió corriendo y se detuvo justo antes de llegar a la acera. Elizabeth había instalado una valla electrónica para mantenerlo dentro de su jardín. Mientras observaba cómo perseguía a una ardilla, oyó que sonaba su teléfono móvil.
–¿Diga? –contestó nada más sacarlo de la cartera.
–¿Señorita Morris?
–Sí.
–Soy Thomas Waverly.
Elizabeth se llevó tal sorpresa que el teléfono estuvo a punto de caerse al suelo. Cuando consiguió ponérselo de nuevo en la oreja, Thomas le decía:
–¿Está ahí?
–Sí, lo siento. Es que no esperaba recibir una llamada suya. Tan pronto, quiero decir.
–Me preguntaba si podríamos quedar para hablar de… De un donativo.