Feria de fenómenos - Betina González - E-Book

Feria de fenómenos E-Book

Betina González

0,0

Beschreibung

Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordinarios despliega una galería de niños particulares en sus dones —extraordinarios— y también en su padecimiento. Los personajes, piezas únicas, rarezas creadas como un experimento alquímico, nos llegan modelados por familias peculiares y siempre imperfectas. Niña Poeta, Niño Melancólico, Niña Colérica, Niño de Barro, entre otros, entran y salen del teatro familiar, dejando entrever lo siniestro de lo cotidiano. Con una pluma cautivante, Betina González nos ofrece ocho historias fantásticas, inciertas, inclasificables. En ellas, reflexiona acerca de lo animado-inanimado, el ser, la nada, lo vital, lo heredado, el lugar en el mundo y en la familia, la singularidad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 52

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordinarios despliega una galería de niños particulares en sus dones —extraordinarios— y también en su padecimiento. Los personajes, piezas únicas, rarezas creadas como un experimento alquímico, nos llegan modelados por familias peculiares y siempre imperfectas. Niña Poeta, Niño Melancólico, Niña Colérica, Niño de Barro, entre otros, entran y salen del teatro familiar, dejando entrever lo siniestro de lo cotidiano.

Con una pluma cautivante, Betina González nos ofrece ocho historias fantásticas, inciertas, inclasificables. En ellas, reflexiona acerca de lo animado-inanimado, el ser, la nada, lo vital, lo heredado, el lugar en el mundo y en la familia, la singularidad.

BETINA GONZÁLEZ

Nació en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires. Estudió comunicación social en la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja como profesora e investigadora. Obtuvo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Texas y un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh.

Su primera novela, Arte menor, ganó el Premio Clarín en 2006, con gran repercusión entre la crítica y los lectores. El reconocimiento internacional le llegó en 2012 con el Premio Tusquets por su novela Las poseídas. También es autora, entre otros libros, de la colección de ensayos sobre lectura y escritura La obligación de ser genial y del volumen de cuentos El amor es una catástrofe natural.

Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordinarios es su primer libro en Fondo de Cultura Económica.

ÍNDICE

CubiertaPortadaSobre este libroSobre la autoraDedicatoriaNiño de BarroFuego y la niñaReceta para obtener un niño melancólicoHermelinaNiño SalvajeReceta para obtener una niña verdaderamente libreLa torre y la niñaLa cárcel y la muñecaCréditos

Para Luis, hermano

NIÑO DE BARRO

TODOS los días hago un niño de barro. Le pienso bien los ojos, la boca, la nariz apenas respingada, el pelo sencillo. Nunca es muy alto. No pasa de mis rodillas. Las manos y los pies son lo más difícil. Un niño necesita pies firmes, me digo. Y manos que puedan ser puños. Me concentro, después, en el pecho. Pongo la mano en su piel fría y respiro. Uno, dos, tres. El niño abre los ojos y dice:

—Vamos al jardín.

Y también:

—¿Por qué no tomamos sol, un helado o, por lo menos, el toro por sus astas? (El niño siempre tiene buenas ideas.)

Nunca me dice “mamá” o “papá” y eso es un alivio. Porque no hay nada familiar en mi relación con él. No es mío ni yo soy de él. Ni siquiera nos conocemos porque acabo de crearlo. No tengo idea de quién es y eso me maravilla.

Cuando ya hemos jugado un poco y pienso que está listo, lo mando al mundo y espero.

Casi siempre vuelve roto. Una rajadura en la espalda, tres dedos menos, un agujero en la mejilla. Entonces me cuenta: el agujero en la cara es el recuerdo de una niña. Cuando doblaba una esquina, se encontró con una chica de pelo rubio y piel de porcelana que se prendó de él. Él siguió su camino, que era el del río, y —por lo que sé— el favorito de todos los niños de barro, que parecen oír el llamado del agua que bordea la ciudad. A la rubia no le gustó nada ser ignorada y, como iba de la mano de un hombre que fumaba un cigarrillo, se lo quitó de los dedos y, muy diestra, lo apagó sobre la mejilla del niño, que volvió a la casa sin bajar al río y con un agujero negro como un susto en su mejilla.

Yo suspiro. Sé que otros niños antes que él han tenido ese tipo de encuentros. Pero no tengo nada que decirle, excepto que ahí afuera hay gente que ama y que no se puede hacer nada al respecto.

El niño se toca con precaución la mejilla, palpa el agujero con su índice de yema plana como si tratara de no despertarlo. Asiente. Abre y cierra los párpados. Toma un sorbo de agua —todos los niños de barro aman el agua, siempre la buscan y la encuentran—, se pasa la lengua por los labios y sigue.

Los dedos los perdió en una disputa, me dice. Había tres hombres discutiendo sentados sobre el puente. Uno de ellos decía que Dios vivía en el río; otro, que en el cielo, y el tercero, que no existía. Cuando vieron venir al niño lo detuvieron. Nunca antes se habían cruzado con alguien así. Les pareció una señal, una criatura de otra especie, tan rara y ajena que seguro calificaba para dirimir la cuestión que discutían (también puede ser que fueran de esos que creen que los locos y los niños siempre dicen la verdad). Le preguntaron entonces al niño si el creador de todas las cosas vivía en el agua, en el cielo o en la nada misma. Él los miró con sus ojos negros pintados al carbón y tuvo miedo, porque sabía la respuesta a esa pregunta.

—Las cosas se hicieron a sí mismas, así que todas son dioses —contestó.

(El niño es inteligente. Siempre tiene buenas respuestas a cuestiones filosóficas. No confunde un mero soplo de aire con la respiración de una divinidad.)

Los hombres se enfurecieron. Lo agarraron de los brazos e intentaron arrojarlo al río, donde seguramente se hubiera deshecho en ondas de suave lodo. Pero el niño luchó con sus manos como puños y siguió gritando su verdad.

—¡Nadie me hizo, nadie me hizo! —decía en su intento de protegerme.

Así fue como perdió sus tres dedos y volvió a casa sin haber podido bajar al río. Yo lo miro y trato de no mostrar ninguna emoción. En general, eso me sale. Las emociones son ciertas solo cuando son invisibles. Así que pongo mi mejor cara cuando suspiro y le digo que ahí afuera hay gente que cree y que no se puede hacer nada al respecto.

El niño sonríe sin mostrar los dientes. No está satisfecho, pero acepta lo que digo.