Francis Plug: Cómo ser un autor público - Paul Ewen - E-Book

Francis Plug: Cómo ser un autor público E-Book

Paul Ewen

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Beschreibung

Una obra a la vez hilarante y reflexiva que hará́ las delicias de todos los amantes de la literatura y del humor británicos. Una desopilante representación del circo literario en la que Paul Ewen desdibuja la línea entre realidad y ficción. Francis Plug es un inadaptado entrañable, un alcohólico empedernido, un jardinero desequilibrado, un tipo desastroso, caradura, una caricatura de sí mismo. Lo que lo diferencia del resto de hombres de estas características es su obsesión por los autores contemporáneos. Concretamente, por los ganadores del Premio Booker, cuyos autógrafos e inestimables consejos se ha propuesto conseguir a toda costa. Irrumpe sin reparo en una presentación tras otra y hace pasar vergüenza a escritores de la talla de Salman Rushdie, Hilary Mantel, Kazuo Ishiguro o V. S. Naipaul. Y es que él también está escribiendo un libro: un manual de autoayuda para escritores noveles. En una deslumbrante sátira al más puro estilo inglés, Paul Ewen reflexiona sobre la soledad, el ansia de encajar y los escabrosos entramados de la industria editorial. Esta novela es un retrato despiadado de lo que significa ser un autor en el siglo XXI. CRÍTICA «No me reía tanto desde Dinero, de Martin Amis.» —Christopher Hart, The Sunday Times «La novela más divertida que he leído en mucho tiempo.» —Kate Saunders, The Times «Estamos, sin duda, ante una obra maestra de la comedia moderna.» —Ben Myers «Paul Ewen es un genio de la literatura de humor. Francis Plug es la novela más divertida de los últimos años.» —The New Statesman «Una historia tan punzante como un buen gin tonic.» —The Listener «Un estudio maravilloso del extraño mundo de los autores famosos. Sin duda una parábola de nuestros tiempos.» —Jane Housham, The Guardian «Para aquellos con gusto por la comedia oscura, impredecible y, a veces, surrealista, este es un libro de vigorizante originalidad.» —Charlotte Heathcote Daily Express

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Para Linda

INTRODUCCIÓN

La tribu literata ya no es lo que era. Gente introvertida, reservada, estudiosa. Hubo un tiempo en que estos ratones de biblioteca rehuían los bares de moda, las veladas y los encuentros literarios. Evitaban a toda costa cualquier reunión social o pública porque estas actividades eran muy poco librescas. La gente de libros prefería quedarse en casa, o sentarse a solas en un discreto pub para leer un buen libro o aprovechar y sacar unas líneas de escritura. De hecho, era en los escritores, quizá, donde se manifestaban de manera más aguda estos rasgos librescos. O, al menos, así era en el pasado.

Hoy en día, a la gente libresca como los escritores es habitual encontrarla sobre un escenario, encabezando el cartel de un festival u ofreciendo una entrevista en la televisión. Los eventos y presentaciones con autores han proliferado y pasado a formar parte intrínseca del rol del escritor. Y no es que los autores se hayan vuelto más extrovertidos de repente, no; es más bien su trabajo el que ha cambiado.

Por supuesto, no todos los escritores son ratones de biblioteca. Al menos no en el sentido tradicional de la expresión. Algunos están capacitados para la vida pública, en particular aquellos procedentes de determinados ámbitos académicos donde se fomenta hablar en público y donde se enseña y esculpe la confianza que requieren las situaciones sociales. A estos escritores se les puede calificar incluso de «gregarios» y, como tales, aceptan con gusto que se les proponga participar en charlas, debates y firmas de libros. Bravo por ellos. Pero a los otros —los autores tímidos, huraños y cohibidos— se los está arrojando también bajo los focos. Ese es mi equipo. Los negados sociales. Sin formación ni recursos para plantar cara a nuestros lectores. Lo más preocupante es que nadie nos ofrece ni orientación ni consejos. Se espera que saltemos al ruedo por las buenas, con confianza y destreza, armados de bromas, respuestas y ocurrencias. Un cataclismo en potencia, vamos.

Por eso he decidido estudiar los usos y maneras del evento literario. La pericia que se necesita para sobrevivir como autor público. Este libro es la culminación de esa investigación. Su planteamiento sigue la elegante tradición de la serie «Writers at Work» de The Paris Review: sonsacar métodos y trucos de los más insignes nombres de la literatura. Pero, a diferencia del formato de entrevista de aquella, esta colección se basa en experiencias y observaciones realizadas y vividas de primera mano en encuentros reales con autores. Al asistir a dichos eventos en persona y documentar hasta el más ínfimo detalle del auténtico estilo del escritor, he conseguido excavar una rica mina de información relativa a las habilidades públicas de nuestros escritores más notables. Etiqueta escénica, preguntas del público, firmas de libros, vestuario, actuación. Una sabiduría de valor incalculable para quienes nos veamos forzados a convertirnos también en autores públicos.

Los escritores en los que he decidido centrarme específicamente son los ganadores del Premio Booker. Autores que se encuentran en la primera línea de interacción pública, bajo el más intenso escrutinio público y relumbre de los focos. Si se busca un modelo a seguir en el mundo del autor público, este es sin duda el grupo donde encontrarlo. Con suerte todos podremos beneficiarnos de su valiosa desenvoltura y sabiduría.

FRANCIS PLUG

El agua forma ondas en el vaso de Salman Rushdie. El vaso en sí está perfectamente inmóvil; reposa muy quieto sobre la superficie lisa de la mesa, pero hay ondas en el agua. Es agua mansa, pero se mueve. Sé que es agua mansa porque alcanzo a leer la etiqueta de la botella. Agua mansa de manantial. Estoy sentado en primera fila. Puedo verla con mis propios ojos.

Salman Rushdie apenas ha tocado su agua, como es lógico. El agua la colocaron sobre la mesa poco antes de las 18:30, y él no tomó asiento hasta las 19:07. Así que ha estado ahí servida, calentándose, durante casi cuarenta minutos. Imagínense cómo sabrá ahora, sobre todo bajo todos esos focos tan potentes. Yo a veces bebo agua caliente de la ducha mientras me lavo la cara, pero no me la trago porque tiene el regusto de la que sale de la rana ornamental de un estanque de jardín un día de mucho calor. Así que escupo el agua y dejo que se deslice sobre mi vientre. Y luego le doy a mi tripa una buena enjabonada.

Las bacterias proliferan en el agua tibia. Se multiplican a sus anchas en los colchones de agua. Sé de una pareja que nunca limpió su colchón de agua, ni una sola vez. Se supone que hay que añadir productos químicos para mantener libre de bichos el agua recalentada. Pero esta pareja no lo hizo. Quizá ellos no sabían que tuvieran que hacerlo, o puede que se les olvidara. El caso es que un día, antes de una mudanza, vaciaron el contenido del colchón en la bañera. En el agua que empezó a salir a borbotones por la válvula había docenas de seres escamosos con patas y sin ojos. Un montón de ácaros peludos diminutos que se pusieron a patear en la reluciente bañera blanca. La pareja se quedó horrorizada. Pero faltaba el remate final. Tras una expectoración flemosa, se escurrió del interior un gigantesco gusano viscoso de dos metros, o quizá más, de largo y más gordo que un pulgar. Habían estado durmiendo encima de eso. Durmiendo en una cama de lombriz.

Conclusión: no beban el agua de cortesía que les sirvan en los eventos a los que los inviten como autores porque podrían pillar lombrices.

Existen otros peligros, además. Su botella de agua podría haber sido manipulada mientras aguarda su llegada, sin supervisión, en el desierto salón de actos. Basta fijarse en lo que hemos aprendido de Agatha Christie. A los personajes de sus libros los envenenan todo el tiempo. La escritora hasta se molesta en revelar qué tipo de veneno se emplea y cómo se les administra. En sus bebidas. Los organizadores de este evento seguro que se conocen la obra de Agatha Christie de pe a pa, y sabrán de la existencia de la brugmansia, otrora conocida como datura, un arbusto nativo de Sudamérica, con flores en forma de péndulo y perteneciente a la familia de las solanáceas, cuyo célebre perfume nocturno es utilizado por las tribus amazónicas en forma de veneno destilado para impregnar las puntas de sus flechas. No hace falta ser un cerebrito para sacar conclusiones.

Estaba programado que el evento de esta tarde comenzara a las siete, pero el profesor John Mullan, que es el que hará todas las preguntas, y su invitado, el novelista Salman Rushdie, no han tomado asiento a la mesa de pino claro hasta unos siete minutos después. Me he dado cuenta de que los autores siempre van con retraso. Esa es la razón por la que, a diferencia de lo que sucede con otras celebridades, no les pagan cantidades ingentes de dinero por publicitar relojes caros. Yo, sin embargo, he entrado en el Shaw Theatre a las seis y veinte minutos y por eso he podido hacerme con este exclusivo asiento en el mismísimo centro de la primera fila. Si estuviera viendo a Salman Rushdie por la tele, entonces tendría que colocarme más atrás para no dañarme la vista.

Antes, una vez reservado mi asiento con mi abrigo, he estado correteando por el auditorio vacío jugando a polis y cacos. Tras asignarme el papel de caco, he recorrido a toda velocidad una fila, entre las butacas plegadas, con la mano derecha metida en la manga sosteniendo una pistola. Al alcanzar la pared del fondo y darme cuenta de que no tenía escapatoria, he dado media vuelta, sacado el arma y empezado a disparar a discreción, mientras gritaba ¡¡AAARRGHH!! Un poli me ha disparado a la cara, y he caído de espaldas sobre la hilera de asientos, pateando el aire con las piernas. Ha sido bastante realista, con una leve conmoción y todo, así que he dado por concluido el juego antes de tiempo y he regresado renqueando entre las butacas, abriendo todos los asientos a mi paso con gran estrépito. Otra cosa que puede usted hacer antes de que dé comienzo el evento literario de turno es dar buena cuenta del vino de cortesía.

Mujer de la mesa de bebidas: ¿Otra vez por aquí?

F . P. : Sí, estaba delicioso, gracias.

Mujer de la mesa de bebidas: ¿Y quiere otra copa?

F . P. : Sí, por favor.

Mujer de la mesa de bebidas: [Levanta una botella.] ¿Blanco?

F . P.: Hum, sí, blanco y tinto, gracias.

Mujer de la mesa de bebidas: ¿Blanco y tinto?

F . P. : ¡Por qué no! [Con risa nerviosa.]

Mujer de la mesa de bebidas: ¿Una de cada?

F . P. : ¡De acuerdo! [Con risa nerviosa.]

Mujer de la mesa de bebidas: Llega usted un poco pronto, ¿no le parece? Todavía falta media hora…

F . P. : Sí. ¿No tendrá licor de Cachemira?

Mujer de la mesa de bebidas: ¿Licor de Cachemira? No…

F . P. : ¿Y mercurocromo? ¿Tiene?

Mujer de la mesa de bebidas: No, solo vino.

F . P. : Ya. ¿Y alguno de los vinos contiene serpientes de agua encurtidas? Para la virilidad, digo.

Mujer de la mesa de bebidas: No, son todos vinos normales y corrientes. De uva.

F . P. : De acuerdo. Quizá podría llevarme una botella. Para ahorrarme… Para ahorrarle a usted la molestia de tener que estar sirviéndome todo el rato… [Con risa nerviosa.]

Mujer de la mesa de bebidas: ¿Quiere usted llevarse una botella?

F . P. : Ja, ja. Sí.

Mujer de la mesa de bebidas: Estooo… Se supone que solo puedo servir una copa por persona. Y usted ya lleva tres. Tres copas más una botella entera vendrían a ser como… siete copas hasta los bordes…

F . P. : Soy como un campo de césped, ¿eh? Un campo de césped.

La botella vacía reposa ahora de pie junto a mi zapato mientras Salman Rushdie comenta Hijos de la medianoche, su novela premiada con el Booker. En este preciso momento habla sobre el empleo de temas de actualidad.

Salman Rushdie: … tratar de incorporar en una novela contemporánea material histórico o político contemporáneo, en particular, da mucho miedo porque, ya sabe, los temas cambian de continuo, ya sea esta semana o el año que viene o en el transcurso de cinco años…

El sauvignon blanc conservó su frescura mucho mejor que el agua de Salman Rushdie. ¿Por qué el Shaw Theatre no le ofreció una jarra de agua con hielo? Quizá creyeron que le impresionarían con la bonita botella y el hecho de que el agua fuera de manantial. Madre mía. Si hasta un memo como yo puede darse cuenta de esa ridícula pretensión, me temo que Salman Rushdie debe de estar horrorizado. Otros invitados tienen a gente correteando desde bastidores con bebidas frescas, pero a Salman Rushdie le han endosado un agua que probablemente huela como un guante de lana puesto a secar sobre un radiador. ¿Y si le da un buen sorbo y tiene que escupirla? ¿Dónde lo hará? ¿En la mano? ¿Y luego qué va a hacer con ella? ¿Vaciársela en el bolsillo? Pero ¿y si hay demasiada agua y no le cabe en el cuenco de la mano? Entonces ¿qué? ¿Se la dejará en la boca y se pondrá a hacer gárgaras? ¿O permitirá que rezume de su boca y discurra por su barba? No, no hará cosa semejante. Esto es un evento literario, y Salman Rushdie tiene una reputación que salvaguardar como distinguido hombre de letras. Se verá obligado, en contra de su voluntad, a tragarse el agua calentorra y resignarse al hecho de que no debe beber más, a pesar de que tiene la garganta seca de tanto hablar, cosa a la que obviamente no está acostumbrado porque es escritor, y los escritores no hablan, reposan en silencio.

Solo a modo de reiteración, NO BEBAN del agua de cortesía en los eventos a los que asistan como autores invitados.

Las ondas en el agua de Salman Rushdie, si no me equivoco, las están produciendo una serie de profundos suspiros. Suspiros que se le escapan por la nariz. Procedo a describir la nariz de Salman Rushdie del mismo modo que otros, llegado el momento, puede que describan, a su vez, la nariz de usted mismo. No es un órgano monumental, pero parece tener mucho que decir. De puente a proa tiene la longitud aproximada de un teléfono móvil moderno, y se asemeja a un ramillete de florecillas que le hubiesen plantado a Salman Rushdie en la cara boca abajo, sin una mísera nota. Los orificios tienen forma de relojes blandos, y su generosa holgura hace posible que por ambos senos circulen, como por sendas cañerías, importantes volúmenes de aire tanto hacia afuera como hacia dentro. Prendidas a la nariz lleva unas estilosas gafas —no estoy seguro de qué marca o de qué óptica, pero quizá un examen más de cerca en alguna imagen de internet podría confirmar este particular—. Es importante resaltar que la perilla y el bigote, que empiezan a sucumbir a las canas, están cuidadosamente recortados.

El acto se está celebrando con público en directo en el teatro, pero también lo están grabando para que sea de uso público en el futuro. Sobre la superficie de la mesa, junto con el agua de manantial, hay una grabadora y algunos micrófonos. Un joven los conectó poco antes de las siete, y ahora está sentado detrás de una mesita lateral, con unos auriculares en la cabeza y de frente al público cual taquígrafo de un juzgado, registrando los hechos. El propósito de este aparataje electrónico es grabar la voz del autor en forma de «podcast» de audio, al que se podrá acceder de manera gratuita en la web. Esto debe de someter al autor a una presión todavía mayor, porque cada palabra que dice se inmortaliza para que el mundo entero la pueda escuchar. Y no solo las palabras sino otros sonidos también, como risas, ronquidos y estornudos. Mi tos de fumador seguramente quede registrada en el archivo de hoy. Una vez se me cayó una botella de whisky en un evento similar, y esta emitió un potente golpe sordo contra el suelo, y yo solté algún que otro improperio. Sospecho que también se me podría oír reírme solo y, en esa ocasión, llorar.

Estas grabaciones, sin embargo, no describen a los autores en persona. Sus gestos, su lenguaje corporal, sus pantalones. Con suerte, el libro que ahora mismo está usted leyendo contribuirá a cubrir estos aspectos, al igual que lo harán cualesquiera eventos a los que asista como parte del público (recomendado).

Salman Rushdie y el profesor comparten micrófono sobre la mesa. Pero si usted habla bajito y no proyecta su voz adecuadamente, es posible que necesite uno propio, prendido de la solapa. Con todo y con esto, cabe que sea necesario retirarle este último si lo que está bebiendo es vino y no agua, porque es muy probable que acabe hablando cada vez más alto. Que le dé por chillar, incluso.

F . P. : [A gritos.] ¿Por qué me han dado solo una botella? Deberían haber sido dos.

He conocido a Salman Rushdie hace un rato, porque resulta que me estaba encendiendo un cigarrillo Gold Fake fuera del teatro justo en el momento en que ha llegado. Iba, y va, elegantemente vestido con un traje oscuro y lustrosos zapatos negros, camisa blanca y una corbata dorada con topos color fresa. Digo yo que la editorial se habrá hecho cargo de la factura de su carísimo atuendo, porque no hay escritor que se precie de serlo que vaya a tener un traje en propiedad. Ni hablar. Cuando yo me arreglo para salir, es para salir al jardín de alguien. Pero merece la pena contar con algún padre/abuelo en la recámara por si acaso la editorial no se muestra por la labor en este respecto, o en el caso de que sea usted un escritor autopublicado de éxito.

Salman Rushdie es un hombre bajito, lo que es un consuelo, porque yo también lo soy. Los escritores no tienen que ser guaperas de póster. Una constitución atlética no es un prerrequisito y, lo que es más, muchos escritores están empezando sus carreras justo cuando los futbolistas profesionales están terminando las suyas. Quizá sea esta la razón por la cual uno no ve a escritores de renombre anunciando lo último en maquinillas de afeitar de alta tecnología. Tienen la cara demasiado arrugada.

A medida que Salman Rushdie se aproximaba al Shaw Theatre, le dirigí una serie de gesticulaciones nerviosas, como si el hombre fuera una aeronave en proceso de estacionamiento.

Salman Rushdie: Hola. ¿Quiere que le firme el libro?

F . P. : Sí, por favor. Para Francis Plug. Francis con i latina. Plug con ge.

Salman Rushdie: Francis Plug. ¿Es usted?

F . P. : Sí.

Salman Rushdie: Qué nombre tan interesante. Suena a personaje de ficción… Señor Tapón.

F . P. : Sí, pero yo soy real.

Salman Rushdie: Desde luego.

F . P. : No soy una mula parlante, por ejemplo. En una casa encantada.

Salman Rushdie: No. [Hace una pausa.] Pero como dice Saleem Sinai: «Lo real y lo verdadero no son necesariamente la misma cosa».

F . P. : Ya, claro. Pero también llama a su pene «pi-pi». [Se ríe.]

Salman Rushdie: Vale, gracias.

F . P. : [Sigue riéndose.]

Saleem Sinai es el nombre del protagonista de Hijos de la medianoche. Francis Plug es mi nombre. En lo que a nombres se refiere, supongo que es de lo más memorable. La gente olvida mi cara, pero no olvida mi nombre. Esto me ha ayudado a permanecer invisible y pasar desapercibido (exceptuando el desafortunado periodo de popularización del plug anal). Ahora bien, como escritores se pueden olvidar del anonimato. Uno se convierte en un nombre y en una cara. De ahí que tenga sentido prepararse. Tiene todo el sentido del mundo.

La novela de Salman Rushdie está ambientada en la India y contiene complejos convencionalismos narrativos. Al profesor lo tiene entusiasmado. Daría palmas si pudiera. John Mullan, un caballero de tez rosada, es profesor de literatura inglesa y esta tarde viste un ajustado jersey negro. Parece el mismo jersey que llevaba en un acto anterior. Quizá sea su jersey de la suerte. Me recuerda a esos jerséis ajustados que tanto cuesta quitarse. Si uno intenta sacárselos por la cabeza, con frecuencia se quedan ahí atascados, y uno no ve ni torta. Así que entra un poco en pánico, temiendo asfixiarse o que alguien pueda acercarse y asestarle un puñetazo en el estómago. El profesor es de constitución enjuta, así que su ajustado jersey negro le sienta bien, pero imagino que esta noche las pasará canutas cuando vaya a quitárselo antes de acostarse.

Las preguntas del público son una parte muy popular de la mayoría de los encuentros con autores, y yo quiero preguntarle a Salman Rushdie por sus calcetines, porque puedo verlos ahí, asomándose. Pero entonces me fijo en mis manos y cambio de idea. Parecen las manos de un gusano, todo embarradas y sucias, con pequeños jardincitos debajo de las uñas. Nadie va a escoger una mano como esa, ni siquiera si, estando como estoy aquí en primera fila, me pongo a agitarla en el aire como una enorme polilla mugrienta. No, me las voy a tener que lavar y cepillar a conciencia, tan pronto como vaya al servicio. Es más, van a necesitar un buen repaso antes de ese pis porque no estoy por la labor de tocarme las partes nobles con semejantes monstruos asquerosos.

Salman Rushdie: … Por ejemplo la escupidera, pues es eso, una escupidera y nada más; de por sí no tiene, intrínsecamente, ningún sentido metafórico…

Salman Rushdie se encuentra en medio de una explicación importante, así que me escabullo por delante del escenario de puntillas, con mis sucias manos recogidas contra el pecho como las patitas de un silencioso ratoncillo.

Una vez desaguadas mis aguas y lavadas primorosamente mis manos, hago una escapadita al exterior para echarme un piti State Express 555 a toda velocidad. Mi entrada de ocho libras equivale a dos generosas copas y media de vino. Hasta ahora he consumido siete copas, así que puedo darme con un canto en los dientes. Con todo y con esto, uno puede ir a un concierto de un grupo de música medio decente por ocho libras. Y los grupos cuentan con iluminación especial en el escenario. En 2044 probablemente costará mil ciento once libras asistir a una charla con un escritor, y nosotros, los autores, hablaremos desde el interior de urnas cerradas a prueba de balas. Quizá estemos viviendo la era dorada de la interacción autor/lector, pero sospecho que para la mayoría de los escritores contemporáneos esto es una puta pesadilla.

En el exterior del teatro no parece haber nada con lo que atraer a las masas al evento de esta tarde. Un Salman Rushdie inflable con largas piernas bailarinas, por ejemplo. Ni siquiera una pancarta con la inscripción: ¡PRÓXIMAMENTE! ¡SALMAN RUSHDIE! ¡HABLANDO! ¡CON TODOS USTEDES! ¡EN VIVO Y EN DIRECTO!

Es solo cuestión de tiempo, supongo.

La mesa de los vinos está desatendida, así que me agencio otra botella antes de regresar al auditorio. Salman Rushdie se vuelve para mirarme mientras correteo encogido hacia mi asiento, y los ojos del profesor se ven distraídos por mi reentrada también. Debe de desconcentrar bastante tener a alguien moviéndose por ahí como un lagarto con volantes mientras estás intentando hablar. Pero al menos no los he dejado tirados. He regresado. Y mis manos relucientes huelen maravillosamente bien a jabón líquido de tocador.

F . P. : [En voz alta.] Mmm… Leche y miel.

La condensación de la botella de vino deja cercos de humedad en mis pantalones. También me empiezo a notar muy borracho. Hay dos Salman Rushdies ahora, así que trato de mirarlos a través del cristal de mi copa de vino, llevándomela a la altura de los ojos.

F . P. : [En voz alta.] ¡Se ha cuadriplicado! ¡Ya no hay uno, hay cuatro, tres Rushdies! ¡CUATRO! ¡TRES! ¡CUATRO! ¡DOS! ¡NUEVE!

Mujer sentada a mi lado: ¡¡Ssshhhh!!

En mi estómago, el vino se agita y chapotea. Salman Rushdie trata de responder a una pregunta del público acerca de los personajes que han escapado de su control. Pero la serenidad de su suave voz se ve quebrada por mi ataque de hipo. Levanto la mano.

Profesor Mullan: Sí, el joven de ahí, en la primera fila.

F . P. : PERDÓN. Hip.

Profesor Mullan: Hum…

F . P. : ESTOY MUY… hip… BORRACHO.

Profesor Mullan: Comprendo.

El profesor se apresura a escoger a otra persona, y Salman Rushdie contesta con una sesuda respuesta. Yo me desplomo sobre el respaldo sintiéndome un poco capullo.

Más tarde, cargado con mi pesada bandolera de cuero, salgo a trompicones del auditorio, posiblemente aferrando una botella de vino.

En la novela El camino hambriento, de Ben Okri, premiada con el Booker, el camino se traga a la gente y alimenta con ella su estómago. Me recuerda a los resaltos que tengo que sobrepasar con mi furgoneta del trabajo. A diferencia de las tan populares furgonetas blancas, la mía es gris, un tono ajustado a su edad.

Para sortear a la policía, circulo con mi furgoneta por las calles laterales de Londres, donde no me queda otro remedio que enfrentar vías infestadas de estos malditos resaltos reductores de velocidad. Pasar por encima de ellos es como intentar afeitar una cara llena de granos. Es como conducir hace unos cien años, sobre todo en mi furgoneta, que es una mierda pinchada en un palo, sinceramente.

Desde luego, no se pueden utilizar expresiones como «una mierda pinchada en un palo» cuando uno es autor y figura entre los invitados al Hay Festival, por poner un ejemplo. D. H. Lawrence usaba la palabra «coño» allá por la década de 1920, pero creo que el mundo ha madurado mucho desde entonces. Los ganadores del Premio Booker no suelen blasfemar en sus actos porque probablemente dan por hecho, y con acierto, que a su público no le haría mucha gracia.

Esto no impide, por supuesto, que dichos autores empleen tacos en sus libros. La novela de James Kelman premiada con el Booker está cargada de improperios, incluido «putos mamonazos follacerdos». Y Hilary Mantel emplea la expresión «se la refanfinfla» y hace referencia a una «furcia comepuerros» en solo uno de sus libros galardonados. No recuerdo ninguna grosería semejante en la novela de Ben Okri, aunque sí que los árboles tenían nombres rarísimos, como iroko, baobab y acebuche.

Esta tarde he venido a escuchar a Ben Okri hablar educadamente en una tienda Oxfam. Está cerca del Museo Británico, en Bloomsbury, no muy lejos de donde vivía D. H. Lawrence. No quedan sillas libres, así que estoy de pie al fondo, que de hecho es la parte delantera de la tienda, de cara a los ventanales que dan a Bloomsbury Street. Tras rascarme del bolsillo el donativo sugerido de seis libras y depositarlo en una pecera vacía, cojo una copa de vino tinto a modo de recibo. Aunque me acabo el vino muy deprisa, solo vuelvo a por una copa más, porque Oxfam es una organización benéfica y no sería muy caritativo beberme todo su vino o intentar cobrarme mi donativo, después de donado, con el vino en cuestión. Así que me dedico a tantear bajo las patas de las sillas de los que están sentados delante de mí, y me las apaño para ir echando rápidos tragos de las copas que han dejado en el suelo, como quien recauda una suerte de tasa de asentamiento.

Es el propio Ben Okri quien escribió en El camino hambriento lo siguiente:

Aprende a beber, hijo mío. Un hombre tiene que saber beber, porque en esta vida tan dura a veces es necesario emborracharse.

Por eso siempre llevo una petaca de whisky encima. Con suerte, exploraremos el terreno de la «autoconfianza» del autor más adelante, con todo detalle.

Ben Okri acaba de entrar por la puerta principal de la tienda ataviado con un traje negro y una camisa color crema sin corbata. Es todo un poco chocante, porque esperábamos verlo aparecer por los laterales. En cambio, como digo, ha entrado por la puerta principal sin más. Así que una representante de Oxfam lo ha hecho desaparecer de allí en un abrir y cerrar de ojos, no fuera a ponerse la gente a hablar con él antes del acto. Va vestido que ni pintado para la ocasión, con ese traje suyo. Pero, por desgracia, ha olvidado sus gafas de cerca; la representante de Oxfam acaba de preguntar si alguien tiene unas que le pueda prestar. Tras palparme todos los bolsillos, desesperado por ayudar, acabo agitando un bolígrafo en el aire.

Mujer de Oxfam: ¿Sí?

F . P. : Yo tengo esto.

Mujer de Oxfam: ¿Un bolígrafo?

F . P. : Sí.

Mujer de Oxfam: Eran unas gafas de cerca lo que buscábamos…

F . P. : Gracias.

En una ocasión anterior, Ben Okri se encontraba ojeando las estanterías de libros de la tienda Oxfam de Bloomsbury en la que nos encontramos, cuando una dependienta lo reconoció y lo invitó a que regresara para dar una charla. Reconocido en un lugar público, identificado simple y llanamente por su apariencia. Su rostro ya era familiar, como el Honey Monster ese de los cereales, por ejemplo. Como autor público esta es una consecuencia muy real para la que debe usted estar preparado.

Hasta su muerte, el escritor estadounidense J. D. Salinger se mantuvo bien lejos de las miradas indiscretas, consumiendo una gran cantidad de energía en salvaguardar su célebre obra El guardián entre el centeno. Thomas Pynchon, otro estadounidense, ha optado también por llevar una vida recluida y ermitaña, y solo se sabe de la existencia de una o dos fotografías suyas. Estos son ejemplos de autores que han evitado con éxito la implacable mirada pública. Con el fin de que pueda usted combatir la indiscreción de ciertos reporteros, haga un esfuerzo y absténgase de sentarse despatarrado en la acera o de caerse redondo delante de la puerta de los pubs del barrio. Hacer estas cosas puede ganarle una reputación que de verdad no le hace falta.

Aunque parezca mentira, Ben Okri no anda muy fino esta tarde, pero se ha presentado a pesar de todo, echando el resto. En vez de estar acurrucado en la cama con el Vicks sobre la almohada está aquí en Bloomsbury, hecho un pincel, con un traje elegante y las gafas de un desconocido. Son muchas las lecciones que se pueden extraer de esto, pero la más evidente es la abnegación que ha exhibido Ben Okri esta tarde, y de la que nosotros, el público, sin duda nos hemos beneficiado. Oxfam es una entidad benéfica, así que Ben Okri está prestando su tiempo gratis esta noche. La representante de Oxfam ha comentado que habían dado una batida por muchas sucursales de la zona y reunido todos los títulos de Ben Okri de los que disponían gracias a entregas y donativos. Así pues, Ben Okri no obtendrá nuevas ventas de un solo libro esta noche, porque todos los libros ya fueron adquiridos en su día.

Además está enfermo, así que de hecho también está sacrificando su salud personal esta noche. Cuando estás enfermo no puedes escribir, por lo que intentas recuperarte lo antes posible. Pero Ben Okri ha escogido no dejar tirados a sus anfitriones y al numeroso público que ha acudido para escucharlo leer y hablar. Y, a diferencia de otros grandes escritores que se apresuran a batirse en retirada tan pronto como acaba su tiempo en escena, Ben Okri ha aceptado quedarse un rato más para conocer a sus lectores cara a cara y firmar sus libros de segunda mano.

Suda con profusión, lo que me lleva a pensar que de hecho está muy cerca de la muerte.

F . P. : ¿Se encuentra usted bien?

Ben Okri: Sobreviviré, estoy seguro. Gracias.

F . P. : Es usted toda una honra para el espíritu pionero del autor público.

Ben Okri: Vaya, es usted muy amable. [Hace una pausa.]¿Francis Plug? ¿Es usted?

F . P. : Sí. ¿Había oído hablar de mí?

Ben Okri: No.

F . P. : Ah. Lo digo porque lo cierto es que me he hecho todo un nombre en el ámbito de la jardinería residencial.

Ben Okri: Ah, es usted jardinero.

F . P. : Sí…, pero soy autor también.

Ben Okri: ¿No me diga? ¿Qué libros ha escrito?

F . P. : No he escrito ninguno todavía.

Ben Okri: Ah.

F . P. : Pero… estoy escribiendo uno en este momento. Justo ahora. Y sale usted en él.

Ben Okri: ¿Yo? ¿Salgo yo en su libro?

F . P. : Sí. Va a ser increíble.

Ben Okri: ¿De qué trata?

F . P. : Esto…, bueno, no se lo puedo contar. Si lo hiciera, tendría que matarle. Si es que no se muere antes usted solito. De su enfermedad.

Ben Okri: Ya. Entonces supongo que tendré que esperar y leerlo cuando esté acabado.

F . P. : Sí. [Hace una pausa.] Gracias por no soltar tacos esta noche.

Ben Okri: ¿Acaso esperaba que soltara alguno?

F . P. : No, ni se me ha pasado por la cabeza que fuera a rebajarse de esa manera. [Hace una pausa.] Me gustó esa parte de El camino hambriento en la que madame Koto está moviendo una mesa en su bar y se tira un pedo.

Ben Okri: Le gustó eso, ¿eh?

F . P. : Ajá. [Se ríe.] Me hizo gracia.

Ben Okri: Mmm.

F . P. : Me alegra que no la haya diñado antes de firmar mi libro.

Ben Okri: Sí, menos mal…

Cuidar jardines no es mal empleo porque me permite trabajar a solas, y esto encaja a la perfección con mis credenciales de autor introvertido y solitario. Yo antes creía que la escritura sería una profesión igual de silenciosa y apacible, pero todo eso ha cambiado, claro. En la actualidad uno tiene que trabajarse a una multitud. Lo de Ben Okri esta tarde es ejemplo de ello. Para más inri, se espera que los autores, además de acudir a todos estos actos, interactúen con sus lectores por internet. Ahora se les anima a «conectar» con su público y a «hacer amigos» en las redes sociales y demás. Es posible que algunos escritores se sientan en su salsa haciendo «ciberamigos», pero yo prefiero dedicar mi tiempo libre a escribir un libro antes que a escribir sobre lo que he comido hoy. Los escritores no hacen amigos, los pierden. Sobre todo, los escritores borrachos.

Yo traspaso todos los límites…

Mientras leía Hambre sagrada, la novela de Barry Unsworth ganadora del Booker, me vi transportado a las vertiginosas alturas de un barco semejante al Liverpool Merchant que aparece en el libro. Claro que no era un barco, desde luego, sino un viejo roble, y yo estaba encaramado muy arriba, entre el follaje, recién huido de mi cliente, el señor Stapleton, que era el dueño del árbol y del jardín y de la propiedad circundantes. El hombre había llegado a casa de improviso y me había sorprendido tumbado bocarriba sobre el césped tratando de accionar los pedales de una «bicicleta aérea». A escasa distancia de donde descansaba mi ebria cabeza había un fresco montoncito de vómito.

F . P. : Yo no he sido, señor Stapleton. Habrá sido otro.

Señor Stapleton: CONQUE OTRO, ¿EH? NO ME DIGA. SE HABRÁ SALTADO OTRO MI VALLA DE TRES METROS DE ALTURA Y ECHADO HASTA LA PRIMERA PAPILLA JUSTO A SU LADO, ¡QUÉ COSAS!

F . P. : A lo mejor… ha sido un tejón…

Estaba enfadadísimo, el señor Stapleton; se tiraba del cuello de la camisa y estiraba la cabeza hacia arriba, tratando de abrir hueco para su cuello hinchado y enrojecido. Menuda escandalera, grita que te grita, espantando de Londres a los pájaros, a los gorrioncillos, espantándolos muy lejos, hacia el campo. Y a los herrerillos.

Paré de pedalear y me incorporé, transformado en gorila.

F . P. : ¡UH, UH! ¡AH, AH! ¡UH, UH! ¡AH, AH!

Cerré los puños y me golpeé el pecho con fiereza, rugiendo. El señor Stapleton enmudeció y se quedó muy quieto. Su rostro se tensó por completo, parecía una cara dibujada con rotulador en un globo inflado. Plantándome en el suelo como un gorila, me dirigí rápidamente a cuatro patas hasta el roble que hay en la esquina del jardín, curvando ante mí los brazos, arremangado el mono de trabajo. Tras trepar por el tronco con dedos fuertes y ágiles, continué mi ascenso hasta hallarme muy arriba entre el follaje, oculto a la vista. Una vez a resguardo del peligro inminente, comencé a sacudir las ramas superiores como un mono desquiciado, desquiciadísimo. Con ello pretendía crear confusión, rechazar cualquier ataque por parte de un grupo de monos forasteros y así proteger a mi propio grupo de amigos monos.

Tras mucho rugir y batir y sacudir de ramas, me metí la mano en el bolsillo y saqué un paquete de tabaco de liar Cutter’s Choice, unos papeles y una cajita de cerillas. En el césped, allá tan abajo, se amontonaban un buen número de hojas amarillas. Tendría que rastrillarlas más tarde.

El señor Stapleton es banquero, pero no lo parece. Forma parte de la nueva generación de «cracks». A diferencia de sus predecesores, no es rarito ni estirado. Es más, antes parece salido de un episodio de Los vigilantes de la playa que de un número del Financial Times. Es un tipo alto, corpulento y blanco, de piel bronceada, muy probablemente por rayos uva. Criado en una urbanización de lujo, puede que de treinta y bastantes años, con los ojos claros, el pelo castaño tirando a rubio (oscurecido con gel o «gomina») y una nariz fina y respingona con una cicatriz en el tabique, como de habérsela fracturado y recolocado en el momento. Guapo, sí, pero de una belleza ruin e infame.

No es de extrañar que tengamos nuestros roces. Al fin y al cabo estamos hechos de diferente pasta. Él es del tipo duro y echado para adelante, de los que mueven los hilos. Mientras que yo tiro más a ser manso y blandengue, sin una pizca de ese arrojo implacable o fervor capitalista. Vamos, que podríamos proceder de planetas distintos. Me asombra haber durado tanto como su encargado de mantenimiento. Pero vine recomendado por los Hargreaves, un matrimonio de ancianos de cuyo jardín me ocupo en Highgate. Según ellos, al señor Stapleton lo convenció el hecho de que yo fuera escritor. Pero, vamos, eso tiene que ser una especie de broma de mal gusto.

Me quedé sentado como Hughes en la cofa. Hughes es un personaje secundario de Hambre sagrada, pero es el que mejor recuerdo. La novela histórica de Barry Unsworth sigue la derrota de un barco de esclavos desde Liverpool hasta el Caribe y de ahí hasta África y las Américas. Hughes forma parte de la tripulación inglesa que realiza la travesía. El barco es un hervidero de humanidad, hasta el punto de resultar insoportable, salvo en un único y diminuto rincón, en lo alto de las jarcias. Es allí, en la cofa, donde mora Hughes, apartado de los demás en su oscilante mundo de las alturas.

Al final pasé sentado dos horas y media en las ramas del roble del señor Stapleton. Hay peores formas de pasar el rato que encaramado a la copa de un árbol. Tenía mi tabaco, y una cuquísima botellita de whisky. Además, al soplar entre las hojas, el viento sonaba como el entrechocar de las piedras en una batea, y disfruté contemplando cómo las nubes se amasaban en diversas contorsiones de masa, se diría que por obra de unos nudillos invisibles que las trabajaban sobre una tabla de cielo enharinada. Aun así, había cosas más importantes de las que me podría haber estado ocupando. Y ahí reside precisamente el problema al que se enfrenta el autor de hoy en día; ese exceso de preocupaciones añadidas que de hecho le impiden a uno escribir. Cosas como el dinero, el tener que trabajar para ganar dinero, las personas enfadadas, el convertirse en gorila, el ocultarse como un gorila en un árbol para escapar de las personas enfadadas. Cuando uno podría estar escribiendo.

Según las indagaciones de Barry Unsworth, se necesitaban mil robles para construir un barco de esclavos. (Su libro es un tocho, posiblemente su producción también haya requerido talar un montón de robles.) En el proceso también se empleaban abetos, que formaban el cuerpo del mástil, y olmos, que eran tallados de manera intrincada para cumplir su función decorativa en el mascarón de proa. Cuando conocí a Barry Unsworth no había leído su novela aún, de manera que no pude preguntarle si Hughes estaba basado en su persona. Pero, como escritor habituado a la soledad, Hughes me resultó un personaje muy familiar, así que supongo que lo mismo le pasaría a Barry Unsworth.

La charla de Barry Unsworth se celebraba en la Universidad de Londres, en Holloway Road. Las entradas, sin embargo, eran bastante caras, de modo que, en lugar de adquirir una, me quedé esperándolo en el vestíbulo.

Una de las señoras de la taquilla fue muy amable y, sabedora de que yo no podía permitirme asistir, se ofreció a ayudarme a conocer a Barry Unsworth cuando llegase.

Señora amable: ¿Estudia en la universidad?

F . P. : En la Universidad de la Vida.

Los miembros más serios del público empezaron a llegar, así que aguardé sentado pacientemente en el vestíbulo, apretando las manos hasta que palidecieron por completo, quizá porque había bombeado la sangre brazos arriba.

A medida que pasaban los minutos, me dio la impresión de que Barry Unsworth estaba apurando al máximo la llegada a su propia presentación. Merece la pena tomar en consideración cómo debería uno medir los tiempos de llegada a sus apariciones en público. Sería espantoso, por ejemplo, llegar demasiado pronto y andar esperando por ahí con todo el mundo mirándolo. Puede que hasta se pongan a hacerle preguntas antes de que haya tenido oportunidad de meterse unos cuantos tragos entre pecho y espalda. En los auditorios más grandes, es muy probable que exista una entrada de artistas trasera donde un portero de guante blanco le estreche la mano, se dirija a usted por su nombre y le diga que lo estaban esperando. Quizá otro miembro del personal le conduzca hasta su propio camerino, donde le aguarde un perchero de ropa, murmulle una nevera bien provista y zumben algunas bombillas de espejo. A medida que el auditorio se llena y crece la expectación, puede esperar entre bastidores, cabeceando al ritmo de algún temazo, antes de saltar al escenario y recibir una calurosa bienvenida. Pero uno no puede hacer eso en los auditorios pequeños. En el Teatro de Holloway Road de la Universidad de Londres es posible que lo mejor sea llegar justo cuando suena el silbato del tren, por así decirlo.

Barry Unsworth sabía a la perfección lo que hacía. Llegó justo a tiempo e iba acompañado por su esposa, creo, y por otra pareja, como si acabaran de disfrutar de una deliciosa cena en un pub, puede que en el vecino Lord Nelson. Yo mismo me había pasado por allí antes, aunque no se me ocurrió buscar a Barry Unsworth. Tonto de mí. Solo podía estar allí antes de un bolo. En el pub. Tenía todo el sentido del mundo.

La amable señora de la taquilla tuvo que ponerse de puntillas para apoyar su mano sobre el hombro de Barry Unsworth, dado que es un hombre de estatura portentosa, y con la otra mano señaló hacia donde yo me encontraba, encogido junto a las puertas de entrada, como si acabase de recibir un patadón en los testículos. La altura de Barry Unsworth sumada a su estatus literario como ganador del Booker hacían de él una figura imponente, desde luego, especialmente para alguien que le estaba negando una parte de sus beneficios por la venta de entradas. Pero el hecho es que resultó ser un hombre tranquilo y gentil, y mi temor inicial a que me agarrara con sus manazas y me derribara contra el suelo del vestíbulo resultó ser infundado. Mientras todos los que habían pagado entrada se encontraban en algún lugar del interior, aguardando, Barry Unsworth estaba sentado a mi lado, de charla.

Barry Unsworth: ¿Le gustaría que le firme un libro?

F . P. : Sí, por favor. Este.

Barry Unsworth: Ajá, veo que lo tiene todo preparado.

A tenor de los diversos malentendidos que había experimentado antes con autores que no lograron entender mis confusos balidos de borrego, había escrito mi nombre y mi apellido en un trozo de papel, proporcionando una guía diáfana de su correcta ortografía. Como autor público, en las firmas de libros es crucial que escuche con atención a la gente, incluso a los que farfullan.

Al observar con fijeza cada movimiento de Barry Unsworth, reparé en que seguía hablando mientras escribía, sirviéndose del antebrazo izquierdo para mantener las páginas del título abiertas e impedir que estorbasen a su bolígrafo.

F . P. : ¿Le inquieta lo de esta noche?

Barry Unsworth: ¿En qué sentido?

F . P. : Tener que plantarse delante de toda esa gente, hablarles…

Barry Unsworth: Bueno, un poco. Hace tiempo que no lo hago. Aunque me apetece el debate, eso sí. Creo que será interesante.

F. P: Pero se ha tomado unas cuantas copas, ¿verdad que sí?

Barry Unsworth: ¿Usted cree?

F . P. : Para los nervios. En el Lord Nelson.

Barry Unsworth: ¿El Lord Nelson?

F . P. : Con su deliciosa cena de pub, claro.

Barry Unsworth: Pues… no. Hemos cenado en un restaurante. Y solo me he permitido tomar una copita de vino…

F . P. : Creo que debería pedir algo más de vino ahí dentro. Yo de usted pediría un par de botellas.

Barry Unsworth: ¿Un par de botellas de vino?

F . P. : Pregunte a los de la universidad. ¿A esa señorita, quizá? Y pase lo que pase, no se beba el agua, porque está repleta de largos gusanos retorcidos.

Barry Unsworth: ¿En serio?

F . P. : Ajá. Así de largos. [Extiende los brazos hacia afuera, con las manos en sendos extremos de dichos brazos.]

Barry Unsworth me tendió mi bolígrafo, así que lo tomé, junto con mi ejemplar de su novela, y sonriendo con calidez se levantó. Iba vestido muy elegante también, mientras que yo iba con ropa de faena y aliento a brandy barato.

Barry Unsworth: Gracias por el consejo, Francis. Un placer conocerle.

F . P. : Gracias, Barry Unsworth. Buena suerte.

Me quedé sentado en el vestíbulo analizando la firma de Barry Unsworth. La r de Francis, combinada con la F, se asemejaban un poco a un extintor de incendios. Esto era increíble porque siento auténtica devoción por los extintores de incendios, y anhelo descargar uno algún día. Son como pistolas, pero pistolas para bien. De hecho, si William Burroughs, el novelista estadounidense, hubiese apuntado un extintor de incendios al vaso colocado sobre la cabeza de su mujer, es muy posible que ella todavía estuviera viva.

Era un buen tipo, Barry Unsworth, y me entristeció un poco verlo alejarse hacia la multitud. Deseé que cuidaran de él y que le dieran vino gratis a espuertas. En cuanto a mí, decidí marcharme y gastarme el precio de la entrada y más en whiskies varios, y puede que algo de vodka también. No todo el mundo tiene que emborracharse hasta las cejas todo el rato, pero algunos de nosotros sí.