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Despreciada por su propio autor, olvidada por la crítica y desconocida para la mayoría de los lectores, «Franklin Evans» es la única novela que Whitman escribió en toda su vida. La obra es un compendio de las preocupaciones y gustos del entonces joven periodista y popular autor Walter Whitman, quien una década más tarde se convertiría en Walt Whitman, la voz poética representativa de los Estados Unidos del siglo XIX. De «Franklin Evans» llegaron a venderse unos veinte mil ejemplares, una cifra que, sin embargo, jamás alcanzó ninguna edición de «Hojas de hierba» en vida del autor. La novela pertenece a un género que durante el siglo xix inundó el mercado literario y la vida de los norteamericanos: la ficción antialcohólica, un fenómeno integrado en las corrientes reformistas que barrieron los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XIX. En ese sentido, además del tema antialcohólico otro más general recorre la novela: la educación y formación del joven norteamericano en una sociedad crispada por los cambios y la crisis económica.
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Seitenzahl: 643
Veröffentlichungsjahr: 2012
Walt Whitman
Franklin Evans, el borracho
Traducción de Sergio Saiz
Índice
Cubierta
INTRODUCCIÓN
BIBLIOGRAFÍA
FRANKLIN EVANS, EL BORRACHO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV CONCLUSIÓN
Notas
Créditos
A Dani
A Nina
Más vale caníbal sobrio que cristiano borracho
para acostarse en una misma cama.
HERMAN MELVILLE
DESPRECIADA por su propio autor, obviada por la crítica, olvidada por los más apasionados whitmanianos y desconocida por la mayoría de lectores, Franklin Evans es, sin embargo, la única novela que Whitman escribió durante toda su vida. Contrariamente a las opiniones que le niegan cualquier atisbo de interés, la obra es un compendio enciclopédico de las preocupaciones y gustos del entonces joven periodista y popular autor Walter Whitman, quien una década más tarde se convertiría en el famoso Walt Whitman. Es en esta summa americanensis de la cultura popular de la época donde el futuro e inmortal bardo exhibe sin tapujos una rabiosa norteamericaneidad que le acredita para erigirse años más tarde en la voz poética representativa de los Estados Unidos del siglo XIX.
De Franklin Evans llegaron a venderse unos veinte mil ejemplares, una cifra que jamás alcanzó ninguna edición de Hojas de hierba durante la vida de su autor. La obra pertenece a un género hoy en día denostado, pero que durante el siglo XIX inundó literalmente el mercado literario y la vida de los norteamericanos: la ficción antialcohólica. Y esto fue así porque el sentimiento antialcohólico ha de entenderse como un fenómeno integrado dentro de las corrientes reformistas que barrieron los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XIX, cuyo impacto sobre la literatura norteamericana fue el más extraordinario de los producidos por estas manifestaciones de cambio social. Ralph Waldo Emerson en «Man the Reformer», la conferencia pronunciada el 25 de enero de 1841, casi un año y medio antes de la publicación de la novela, declararía que «en la historia del mundo, la doctrina de la reforma nunca ha gozado de tanta amplitud como la que tiene en estos tiempos». De ahí que no extrañe que con anterioridad a Franklin Evans hubieran aparecido ya en el mercado unas setenta novelas antialcohólicas de las que por lo menos ocho habían sido publicadas en Nueva York.
El hecho de que el primer poeta de los Estados Unidos, y para muchos del Nuevo Mundo, sea también el autor de una novela popular y exitosa que condena la bebida es motivo suficiente para invitar a la reflexión sobre el tema que trata. Lejos de calificar la obra como mero ejercicio narrativo o como simple mecanismo de supervivencia económica, es más sensato intentar dilucidar las razones que posibilitaron su composición, las características de la misma en relación a la ficción antialcohólica de la época y a la propia producción de su autor, y su integración dentro de la maquinaria cultural que desarrolló las ideologías de clase y género que sustentaron los movimientos de reforma de la primera mitad del siglo XIX norteamericano. Como advierte Félix Martín, uno de nuestros estudiosos whitmanianos más destacados, Franklin Evans es «una respuesta novelada, muy alerta al clima reformista en el que se movía Whitman, pone sobre todo de manifiesto su proximidad al pueblo y a la juventud neoyorquina, por más que el sensacionalismo gratuito y la moralina alejen al lector actual» (22).
Hacia la década de 1840 los esfuerzos por refrenar la plaga de la intemperancia estaban presentes en cualquier espacio de la sociedad y cultura norteamericanas: en la ficción, poesía, obras de teatro, periódicos, alegatos propagandísticos, pero también en las óperas, en las casas de comidas, en las de huéspedes, en las tabernas, etcétera. En un principio fueron los clérigos y reformistas los que hicieron uso de discursos que se aproximaban a la condena total del alcohol en cualquiera de sus manifestaciones; sin embargo, a partir de esa década, el debate tomó un giro inesperado, pues sería el mismo borracho el que se apropiaría de su historia de degradación en un momento en que iban surgiendo formas de comunicación nuevas que, si bien con anterioridad habían sido espacio exclusivos de las élites, ahora pasarían a ser dominadas por las clases populares.
Pero antes de adentrarnos en la historia del movimiento antialcohólico en los Estados Unidos y en el análisis de Franklin Evans, conviene recorrer la biografía de su autor cuando todavía se llamaba a sí mismo Walter Whitman y lejos quedaban los años que verían el crecimiento de sus Hojas de hierba.
El 5 de marzo de 1842, unos seis meses antes de que Franklin Evans se publicara, el entonces Walter Whitman escuchó, en calidad de periodista del Aurora de Nueva York, una conferencia de Ralph W. Emerson que aparecería publicada en 1844 en Essays: Second Series, titulada «The Poet». En ella el intelectual de Concord declaraba: «América se despliega toda como un poema ante nuestros ojos; su vasta geografía deslumbra la imaginación, y no esperará mucho tiempo hasta que alguien la exalte con versos. No he hallado todavía a nadie entre mis compatriotas que encarne esa combinación sublime de dones que busco». Tendría que transcurrir poco más de una década para que Emerson descubriera a ese poeta en la figura de Walt Whitman (1819-1892), cuando en 1855 apareció la primera de las que llegarían a ser seis ediciones de Hojas de hierba (Leaves of Grass). Whitman convirtió en realidad las esperanzas que Emerson había albergado con respecto a lo que debía ser el nuevo poeta, al crear las bases de una poesía asentada en lo más genuinamente norteamericano. La controvertida recepción de la obra —calificada por Rufus Griswold, un crítico literario de gran reputación en la época, de «atajo de insensata inmundicia» (cit. Reynolds, 2000: 3), debido a su explícito erotismo homosexual— llevaría incluso a que se prohibiera su impresión en el Boston de 1882.
El año 1855 marca, de esta manera, un hito en la biografía whitmaniana desde el que interpretar la figura del que acabaría siendo venerado como el Good Gray Poet de Norteamérica. De hecho, su carrera anterior a la publicación de Hojas de hierba ha pasado casi de soslayo para la mayoría de lectores y sólo en las últimas décadas los especialistas han empezado a prestarle una atención más pormenorizada. Esto ha sido así porque siempre se ha considerado que la producción poética, narrativa y periodística de Whitman anterior a 1855 carece de atractivo y se empequeñece hasta casi desvanecerse ante la extraordinaria magnitud de Hojas de hierba. Sin embargo, no hay nada más lejos de la realidad porque, por mucho que su poesía transcienda su tiempo, como explican estudiosos de la talla de David S. Reynolds, «no se puede entender a Whitman en toda su complejidad a menos que se le emplace en el momento histórico en que vivió», ya que su literatura «refleja prácticamente todos los aspectos vitales del siglo XIX» (2000: 5).
La cuestión es cómo entender e incluso cómo aceptar de buen grado que el provocador por excelencia de la cultura norteamericana sea al mismo tiempo el autor confeso de una novela, en principio, insulsa y empapada de amarillismo antialcohólico. Franklin Evans es, por encima de todo, una obra impulsada por el espíritu de reforma norteamericano de las primeras décadas del siglo XIX. De hecho, como señala Reynolds, Whitman «nunca abandonó el espíritu agitador que compartió con los reformistas de preguerra» (2000: 6), si bien esta actitud de instigación no pasó por la adscripción a ningún grupo radical que pudiera poner en jaque los pilares fundamentales de la sociedad. Whitman nunca se unió a los abolicionistas, ni a los grupos que lucharon por los derechos de las mujeres, ni a los correligionarios del movimiento por el amor libre, ni a ningún movimiento laboral radical, porque «por mucho espíritu aventurero que tuviera, su carácter tiraba sin duda hacia el conservadurismo, una actitud que le llevó a evitar los extremos y tomar una posición política intermedia» (Reynolds, 2000: 7). Es desde esta interpretación desde la que ha de leerse y comprenderse Franklin Evans, una novela de compromiso político, si bien con tintes marcadamente conservadores, pero que comparte paradójicamente con su producción lírica la actitud mesiánica del Whitman poeta en su afán por erigirse, no en «artista marginal distanciado de los acontecimientos sociales de su época», sino en «agente social vitalmente necesario», dedicado a la rehabilitación nacional (Reynolds, 2000: 9).
* * *
La infancia de Whitman transcurrió en Brooklyn y en Long Island, en el seno de una familia de padres semianalfabetos que le proporcionaron un ambiente en el que se respetaba el liberalismo político y una fe de tintes deístas moldeada según las enseñanzas del cuaquerismo. El poeta era hijo de Walter y Louisa Van Velson Whitman, y nació el 31 de mayo de 1819 en el pueblo de West Hills en Long Island, a unas cincuenta millas al este de Manhattan. Era el segundo hijo de ocho vástagos, algunos con nombres que dejan claramente traslucir las simpatías republicanas del padre: el mayor Jesse, las hermanas Mary y Hannah, y los tres siguientes con los nombres patrióticos de George Washington, Thomas Jefferson y Andrew Jackson, más el pequeño Edward. Whitman nunca se sintió cercano a su padre, aunque la admiración que éste sentía por algunas figuras del libre pensamiento y de la religión marcaron ineludiblemente el desarrollo del hijo. Por lo que respecta a su madre, a pesar de que ésta nunca apreció su poesía, Whitman la idealizaría y la consideraría como una de sus influencias principales. Hacia sus hermanos sintió siempre una preocupación especial que le llevó a interesarse por su bienestar a lo largo de toda su vida. En 1823, el padre, carpintero, trasladó a la familia a Brooklyn con la esperanza de encontrar fortuna en un momento de apogeo inmobiliario, lo que acabaría conllevando unos cambios continuos de domicilio. Por aquel entonces Brooklyn era un pueblo de poco más de cinco mil habitantes, aunque con visibles signos de expansión y crecimiento, en el que el autor pasaría veintiocho años de su vida.
Entre los primeros acontecimientos de su infancia de los que guardó memoria se encuentra la celebración del 4 de julio de 1825, en la que contempló desfilar al marqués de La Fayette. Este militar y político francés había luchado en la Revolución americana con el grado de general mayor al mando de George Washington, y se encontraba de visita en Norteamérica invitado por el presidente James Monroe. Los recuerdos de Whitman reconstruyeron la ocasión como una especie de momento iniciático puesto que, según él, este personaje emblemático —el primero galardonado con la ciudadanía honorífica norteamericana, que visitaría los veinticuatro estados norteamericanos de aquel momento y cuyo su nombre perduraría en incontables ciudades y monumentos— cogió en brazos al pequeño Walter de seis años, lo levantó en el aire y le depositó un cariñoso beso en la mejilla en un acto que simboliza el reconocimiento de la futura grandeza del crío.
De 1825 a 1830, el niño asistió a la única escuela pública de Brooklyn, la District School Number 1, cuyo maestro lo recordaría años tarde como «un mozalbete grandullón y de buen carácter, torpón y de aspecto desaliñado» (cit. Reynolds, 2000: 18). Los rudimentos educativos que el colegio le proporcionó se vieron acompañados por una educación familiar que giraba en torno a dos corrientes de talante liberal: el deísmo y el cuaquerismo. El padre estaba suscrito al Free Enquirer, un periódico publicado bajo la dirección de Frances Wright y Robert Dale Owen, dos socialistas utópicos que se oponían a la religión evangélica y defendían el liberalismo y el librepensamiento. Wright (1795-1852) —una librepensadora, feminista y abolicionista, escocesa de origen pero ciudadana norteamericana desde 1825—, participó junto a Owen (1801-1877) en el movimiento social dirigido por éste. Su novela A Few Days in Athens—Being the Translation of a Greek Manuscript Discovered in Herculeaneum (1822), un alegato en defensa de la tolerancia y de las doctrinas epicúreas, dedicado al utilitarista Jeremy Bentham, fue una de las obras preferidas de Whitman durante su infancia (Reynolds, 2000: 18). Por lo que a la fe cuáquera se refiere, sus padres eran acérrimos seguidores de las proclamas de Elias Hicks y llevaron al hijo a escucharle cuando contaba diez años. Hicks era un cuáquero radical quien, convencido de la necesidad de drásticos cambios sociales, se había separado de la congregación a finales de la década de 1820 y se declaraba contrario a los cambios teológicos proclamados por el Segundo Gran Despertar. Su creencia en la doctrina de la luz interior hacía conectar al individuo directamente con Dios y depositaba una confianza total en el yo interno (Hamm, 557), doctrina que influiría decisivamente en el futuro poeta. En realidad, para algunos críticos como Glenn N. Cummings, Hicks se convirtió para Whitman en el ideal espiritual y secular, además de «ejemplo representativo de las ideas democráticas» (70, 71).
Por lo que parece, Whitman abandonó la escuela a los once años para emprender una serie de oficios con los que contribuir económicamente a la supervivencia de la familia. En primer lugar trabajó como recadero para dos abogados de Brooklyn, los Clarke, padre e hijo, quienes se interesaron por su educación y le enseñaron a redactar y mejorar la caligrafía, además de suscribirlo a una biblioteca ambulante de la que Whitman leyó muchas novelas de Walter Scott. Durante el verano de 1831 fue aprendiz de Samuel E. Clements, el director del semanal Long Island Patriot, y, más tarde, del venerable William Hartshorne, impresor de este periódico y, según Vivian R. Pollak, «figura paterna ideal» (23), a quien Whitman inmortalizaría en sus ensayos titulados Brooklyniana (1861-1862). Fue aquí donde, según Gay Wilson Allen, «empezó a interesarse por el periodismo que a su vez le despertó las ambiciones literarias» (17). Es muy posible que durante este tiempo publicara en este rotativo algunas colaboraciones.
Durante el verano de 1832 y con el estallido de la epidemia de cólera —la segunda pandemia mundial del siglo XIX, iniciada en la India y que se fue extendiendo hacia Occidente hasta llegar a las Américas—, la familia regresó a West Hills en Long Island, si bien el joven Whitman se quedó en Brooklyn trabajando de cajista en la redacción del Long Island Star, el semanal más importante de la ciudad, de talante whig y dirigido por Alden Spooner. Con Spooner trabajaría tres años, para tiempo después continuar con el oficio de cajista en otras publicaciones. Según Reynolds, «estas primeras ocupaciones dentro del mundo de la imprenta lo llevaron a conocer de cerca el trabajo artesanal de la composición, una labor que desaparecería con la llegada de la tecnología». De esta manera, el conocimiento que adquirió de primera mano a la hora de encararse con la tipografía hace entender «la actitud controladora de Whitman en el momento de la publicación de su poesía» (2000: 19).
En 1834 apareció su primer artículo firmado, «The Olden Time», un texto sobre el crecimiento de Nueva York, en el Mirror, el periódico de moda fundado por George P. Morris. Tenía entonces unos quince años, edad a la que, según Allen, era ya todo un hombre y en la que estaba empezando a adquirir una serie de gustos y hábitos que conservaría el resto de su vida (23). También empezó a aficionarse a los espectáculos teatrales y a frecuentar el teatro Bowery de la ciudad. Allí disfrutaría de los melodramas de la época como Jonathan Bradford, or The Murder at the Roadside Inn, y de muchas adaptaciones shakesperianas, tan celebradas y aplaudidas por los norteamericanos del siglo XIX.
En 1835 se sucedieron dos desastres que, en opinión de Allen, obligarían a Whitman a abandonar la metrópolis. El 12 de agosto Nueva York se vio envuelta en el peor incendio de los últimos cuarenta años de su historia, y el 16 de diciembre estalló otro que arrasó con la parte comercial de Wall Street y llegó a los barrios que acogían un gran número de imprentas y editoriales. El fuego acabó destruyendo muchos edificios de esta zona de Manhattan. En 1836, debido a estos devastadores siniestros y a la crisis económica que se conocería como el Pánico de 1837, Whitman tuvo dificultades para procurarse un nuevo trabajo y se vio obligado a regresar a Long Island. Allí inició una etapa laboral como maestro que duraría unos seis años. Sus primeros empleos fueron en los pueblos de East Norwich y West Babylon, donde vivió durante aquel año de 1836 con su familia, para pasar a continuación por varias escuelas de la isla al tiempo que se alojaba en las casas de algunos de sus alumnos, como era costumbre.
Sus ambiciones literarias, sin embargo, no cesaron y con el fin de alcanzar el sueño de la fama se inscribió, según Vivian R. Pollak, en el otoño de 1837, en la Debating Society de Smithtown, de la que fue elegido secretario (23). En la primavera de 1838, con diecinueve años, dejó el trabajo de maestro y en el pueblo de Huntington fundó un semanal llamado The Long Islander, del que pasó a ser único responsable tanto por lo que respecta a la dirección, impresión, redacción y distribución, tarea esta última que realizó recorriendo unos cuarenta y cinco kilómetros por los alrededores de la comarca con la ayuda de su yegua Nina. A los diez meses, abrumado por la ingente tarea, vendió la publicación, buscó sin éxito un empleo en las imprentas de Manhattan, y regresó a Long Island en agosto de 1839, ahora a la población de Jamaica, para trabajar como cajista en el Long Island Democrat, un periódico dirigido por el demócrata James J. Brenton. Con anterioridad Brenton le había publicado algunas piezas en prosa, además de su primer poema conocido, «Our Future Lot», que revisado y con el título «Time to Come» aparecería de nuevo en 1842 en el periódico Aurora.
Tras un año de trabajar aquí, volvió a emprender su trayectoria como maestro, una carrera por la que no siempre recibió elogios. Como los innovadores pedagógicos de la época —Horace Mann, Amos Bronson Alcott y Elizabeth Peabody, entre otros—, Whitman era reacio al castigo corporal y a las férreas disciplinas metodológicas, y prefería enseñar con divertidas historias que provocaran el debate más que con sesudas explicaciones1.
Las actividades de Whitman durante el verano de 1840 se pueden adivinar gracias a las nueve cartas que escribió a Abraham Paul Leech —su entonces amigo y confidente de Jamaica que contaba unos veinticinco años— desde el pueblo de Woodbury, Long Island, y que éste conservó. Adquiridas por la Biblioteca del Congreso en 1985, están escritas entre julio de 1840 (cuando Whitman daba clases en Woodbury) y finales de 1841 (cuando ya se había trasladado a Nueva York). Estas epístolas integran, junto con otras dos breves a la familia durante su viaje a Nueva Orleans de 1848, la única correspondencia personal de la que se tiene testimonio antes de 1857 (Pollak, 34). Estos escritos son tanto «diatribas contra la estupidez, las toscas costumbres y el execrable gusto de los aldeanos» con los que el maestro tuvo que vivir y relacionarse (Pollak, 30), como documentos «de primera mano sobre la actitud y la vida diaria de Whitman durante aquel periodo formativo» de su vida (Golden, 346).
La primera que se conserva, fechada el 30 de julio de 1840, expone ya el tono desesperado del joven:
Creo que cuando el Todopoderoso creó el mundo utilizó todo lo bueno que tenía y para cuando le tocó el turno a Woodbury y a sus vecinos no tuvo más remedio que recurrir a las colillas, las inmundicias y la basura. No creo que, por mucho que viajes, encuentres ninguna otra raza de gente con tan poca sofisticación. Se levantan por la mañana, trabajan de sol a sol, sin descanso para la diversión ni la alegría, a no ser el desayuno y la cena. Se alimentan de cerdo salado y pepinos, y como gran manjar, sacan a sus invitados bizcocho de centeno y leche agria. [...] Si Chesterfield tuviera que vivir aquí diez horas acabaría deseando la muerte. Desde que he llegado a este «purgatorio terrenal» sólo he oído una vez la palabra «gracias» (cit. Golden, 347).
El tedio, el erial intelectual, cultural y social que es la vida pueblerina, le lanza a una serie de vituperios contra los aldeanos:
Te agradezco mucho el periódico que me has enviado. Escríbeme pronto. Envíame algo gracioso porque siento que me estoy convirtiendo en un perro miserable. Estoy harto de irme consumiendo poco a poco, de pasar los mejores años de lo que es una corta vida en esta guarida de osos, en este rincón perdido de la creación divina, entre mequetrefes y paletos de pueblo, zoquetes y rústicas mozas de cara requemada, criaturas sucias y poco agraciadas que sólo saben chillar y que carecen de modales, ignorantes que vagan por los pantanos con todo el engreimiento deleznable de la incultura y la vulgaridad (cit. Golden, 348).
La carta siguiente, fechada el 11 de agosto, está redactada desde «La caverna del Demonio», y Whitman continúa expresando su desmoralización en términos similares:
¡Ay, cómo me gustaría estar contigo unas cuantas horas! ¡Qué cansado y harto estoy de este maldito, maldito agujero! Voy de un lado a otro cual espíritu maligno, atravesando montañas y valles, adentrándome en espesuras, recorriendo campos y ciénagas. Estoy seguro de que, en la fábrica de la Naturaleza, le tocó a algún novato construir a estos descerebrados que habitan Woodbury, porque no me explico cómo alguien con idea haya podido darles la forma que tienen. Y así son estos odiosos simplones con los que me toca ahora vivir.
A los veintiún años, pletórico de ambición literaria, el joven frustrado exclama entonces: «¡Oh, maldición, maldición! El otro nombre que tienes es Docencia y vives en Woodbury» (cit. Golden, 350).
La tercera carta está escrita el 19 de agosto desde lo que ahora denomina «Los campos del Purgatorio» y, antes de quejarse amargamente por la primitiva dieta de patatas hervidas, queso maloliente y algo parecido al pan que se ve obligado a seguir, declara:
Que esta morada terrenal es un lugar de tormento para mi miserable alma se ve clara y dolorosamente todos los días que pasan. El destino no ha creado otro lugar donde el tedio se balancee en todas las ramas de los árboles, donde la estupidez florezca en todas las colinas y donde la desesperación anide en cualquier recoveco más que este maldito Woodbury (cit. Golden, 351).
El traslado al pueblo de Whitestone no le depararía ninguna mejora como muestran sus palabras en la misiva a Leech del 25 de marzo de 1841: «El principal aliciente que tienen aquí es el dinero» (cit. Golden, 356). Hacia principios de septiembre de 1840, la enseñanza perdió el poco atractivo que desde siempre había ejercido en Whitman. Como explica Reynolds, poco tienen que ver estas opiniones sobre la gente de pueblo con aquellas con las que el poeta la elogiaría años más tarde. En realidad, seis años después, cambiaría radicalmente. Según Arthur Golden, este viraje se debe muy posiblemente a su orientación política o al simple hecho de que ya no vivía en las casas de sus alumnos ni les daba clase. De esta manera, fue capaz de describir a los granjeros del condado de Suffolk, situado a unas cuantas millas de Woodbury, en los siguientes términos:
En ninguna otra parte de nuestra franja atlántica existen personas más inteligentes que estos granjeros de Suffolk. Es cierto que no tienen mucho relumbrón social... pero en general están informados de lo que ocurre en el mundo y poseen unas ideas claras por lo que respecta a la política. Por otra parte, son muy hospitalarios y todo el mundo sabe lo democráticos que son... (17 de junio de 1846, Brooklyn Daily Eagle, cit. Golden, 355).
Sin embargo, «la actitud condescendiente de Whitman en sus cartas desde Woodbury corresponde con la apariencia que exhibe en el daguerrotipo más antiguo que existe de él, en el que se le ve como un dandi, vestido con una casaca oscura, un sombrero moderno negro, un bastón bien pulido y una mirada ligeramente de desdeñosa sofisticación» (Reynolds, 2000: 21). Por otra parte, el recuerdo de alguno de sus antiguos alumnos corrobora la acogida poco entusiasta que recibió como docente: «Aquello no era lo suyo. Estaba siempre pensando y escribiendo en vez de atender a sus obligaciones» (cit. Golden, 344). Whitman aparece, pues, en este epistolario al amigo como un urbanita espantado por el primitivismo rural que exagera hasta extremos absurdos la barbarie de los aldeanos con el fin de destacar con afectación las diferencias que le separan de este mundo en el que se encuentra atrapado.
No hay noticias ciertas sobre las actividades de Whitman tras dejar Woodbury a principios de septiembre de 1840, aunque por lo que parece, continuó trabajando para el Long Island Democrat hasta noviembre. El hecho es que se produjo un vacío en su producción escrita que duró desde el 28 de noviembre de 1840 hasta el 22 de junio de 1841 (Reynolds, 1996: 73). Lo único que destaca en este intervalo de tiempo es la historia, primero narrada por Katherine Molinoff (Walt Whitman at Southold, n. p., 1966) y luego recogida por David S. Reynolds (1996: 70-71), que cuenta cómo el maestro fue obligado a abandonar el pueblo de Southold donde trabajó durante el invierno de 1841, tras ser acusado desde el púlpito de abusar sexualmente de algunos de sus alumnos varones. Según Reynolds, no existe documentación que legitime la veracidad de la historia, por lo que lo mejor es seguir la opinión de los biógrafos más reputados y acatar que, durante este tiempo, estaba empleado en el colegio de Whitestone, una población al norte de Brooklyn. En mayo de 1841 escribió a su amigo Leech diciéndole que se quedaría en este pueblo un poco más de tiempo. Sin embargo, antes de finales de aquel mismo mes, Whitman abandonó la carrera docente para siempre y se adentró en el mundo del periodismo de Manhattan. Teniendo en cuenta el misterio que rodeó estas circunstancias, Reynolds opina que, a pesar de que Whitman es el poeta de la alegría, en la prosa y poesía que pasaría a componer a partir de 1841, aunque ha sido despreciada por su escasa originalidad, sí destaca porque se encuentra «marcada por las cicatrices del sufrimiento» (1996: 53).
Durante este mismo periodo, Whitman escribió una serie de artículos llamados «The Sun-Down Papers from the Desk of a Schoolmaster», que, a pesar del título, no trataban de educación sino que denunciaban los males del momento. A partir de la primavera de 1841 y hasta 1845, Whitman se decantó por el periodismo, profesión en la que mostró poseer un talento innato y en la que llegó a ser impresor y director de varios periódicos, además de colaborador literario. De hecho, entre agosto de 1841 y junio de 1848, Whitman publicó un total de veinticuatro narraciones y una novela antialcohólica. Para Reynolds, a pesar de que entre estas primeras obras no hay ninguna que merezca la pena señalar, muestran que Whitman «estaba experimentando con una variedad de temas e imágenes que luego reciclaría en sus mejores poemas» (2000: 22).
La llegada de Whitman a Nueva York en marzo de 1841 tiene lugar un año después de que la ciudad se viera convulsionada por «una de las batallas periodísticas más feroces de la historia del periodismo norteamericano» (Allen, 41). El establecimiento de lo que se llamó la «penny press», es decir, la prensa popular que costaba un centavo, había incrementado el número de lectores. Entre los muchos nuevos títulos que habían alcanzado una importante circulación destacaban el Herald, fundado por James Gordon Bennett en 1835, y el Evening Signal, creado por Park Benjamin en 1840, quien también había fundado el semanal literario New World, que se singularizaba por piratear impunemente y con enorme éxito a los escritores ingleses más célebres de la época.
A las pocas semanas de poner pie en la gran urbe, Whitman vendió su primer relato, que aparecería publicado en agosto, en Democratic Review, la mejor revista literaria de la época y en la que publicaban Edgar A. Poe, William Cullen Bryant, Nathaniel Hawthorne y otras eminencias de la literatura nacional. Había sido fundada por John L. O’Sullivan, un ardiente demócrata, con el título de United States Magazine and Democratic Review, con el objetivo de consolidar el desarrollo de unas letras nacionales propias exentas de las influencias foráneas. Además de «voz del nacionalismo cultural» (Kaplan, 98), O’Sullivan era asimismo uno de los promotores del movimiento mesiánico de la «Young America», un grupo entre cuyas ideas destacaba la de extender la democracia por todo el mundo. A este primer relato publicado en la revista, «Death in the Schoolroom», seguirían otros muchos más.
En el otoño de 1841, Whitman empezó a trabajar como cajista en el New World de Park Benjamin. En enero de 1842 publicó algunas colaboraciones en la revista de John Neal Brother Jonathan, que se anunciaba como «la más barata del mundo entero». Asimismo, en febrero de 1842 empezó a escribir para el Aurora, otro periódico de simpatías demócratas, cuyos responsables lo contrataron, un mes después, como director por ser «un escritor osado, enérgico y original» (New York Aurora, 28 de marzo de 1842, cit. Allen, 47). En opinión de Reynolds, Whitman empezaría aquí a mostrar unas actitudes contradictorias con respecto a la población inmigrante, puntos de vista que caracterizarían sus colaboraciones periodísticas y su poesía. Sucedió que, como consecuencia de la petición de fondos públicos para las escuelas católicas realizada por el obispo de Manhattan John Hughes, se produjo en el seno de los demócratas una escisión entre aquellos que se oponían a los extranjeros y los que intentaban atraerlos para ganarse el voto católico irlandés. Whitman condenó la actuación de Hughes y defendió a los agitadores procedentes de la clase trabajadora que lanzaron piedras contra la casa del prelado. Sin embargo, si por una parte atacaba e insultaba a la canalla irlandesa sirviéndose de las imágenes estereotipadas del momento, por otra, parecía que veía con buenos ojos la llegada de nuevas oleadas de europeos a tierras americanas (Reynolds, 99). No cabe duda de que Whitman participó de pleno en el cruel mundo del periodismo sensacionalista de la época que no escatimaba esfuerzos para atacar instituciones y personas. Buena prueba de ello es el artículo, del 24 de marzo de 1842, titulado «Bamboozle and Benjamin», en el que se encarnizaba contra su otro patrón, Park Benjamin, y en el que le llamaba «farsante literario» y se mofaba de sus pretensiones poéticas.
Su estancia en el Aurora fue breve porque a mediados de mayo fue despedido, según los propietarios, por su vagancia2. Whitman encontró pocos días después empleo en otra publicación, el Evening Tattler, cuyas oficinas se encontraban justo enfrente de las del New World y para el que escribió sobre los asesinatos que se cometían en la ciudad. Poco tiempo después colaboró en el Daily Plebeian; dirigió el Statesman, un periódico bisemanal demócrata; y participó en el Sun. A principios de 1844 escribió una temporada para el New York Mirror, dirigido por el escritor Nathaniel Parker Willis y por George Pope Morris; dirigió el Democrat; y en la primavera de 1845 colaboró con algunos relatos en The Aristidean, la recién fundada revista de Thomas Dunn English, el conocido enemigo de Poe.
En agosto de 1845 su familia regresó a Brooklyn y Whitman abandonó Manhattan para reunirse con sus parientes. Entre 1846 y 1848 ocupó el cargo de director de diversos diarios y periódicos, entre ellos el influyente órgano demócrata conservador, Daily Eagle de Brooklyn, en el que publicaría más de cincuenta artículos. De esta publicación fue despedido muy posiblemente a raíz de sus elogios desmedidos al partido de la Tierra Libre, la coalición política que en 1854 sería absorbida por el partido republicano, cuando el partido demócrata se dividió a causa de la guerra de México y apoyó el compromiso con los demócratas sureños. Implicado en los debates políticos y sociales de su tiempo, Whitman se opuso siempre a los abolicionistas, a quienes tachaba de extremistas, pero apoyó, por sus simpatías con las aspiraciones de los granjeros y colonos blancos, la propuesta de David Wilmot. En 1846, Wilmot, un demócrata de Pensilvania, propuso que la esclavitud no se extendiera a los territorios que se adquirían de México. Los demócratas aceptaron esta provisión Wilmot, no por sentimientos antiesclavistas, sino porque no querían que sus intereses se sacrificaran a favor de los del Sur. El Oeste agrícola abandonó entonces la antigua alianza con el Sur esclavista de la plantación y estableció nuevos vínculos con el Norte industrial. Por lo que a Whitman respecta, es muy posible que su defensa de la provisión Wilmot lo enemistara con Isaac Van Anden, el demócrata conservador propietario del Daily Eagle, y que a mediados de enero de 1845 se quedara sin trabajo por esta razón.
Como explica Reynolds, durante estos pocos años Whitman completó su carrera como prosista porque, después de 1846 y hasta la aparición de Hojas de hierba en 1855, prácticamente sólo compuso una narración y cinco poemas, si bien continuó produciendo artículos periodísticos que muestran cómo su poemario de 1855, «lejos de ser un milagro inexplicable, es el producto de una mente completamente inmersa en la escena cultural y social de la época» (1996: 98).
En febrero de 1848, tras su despido del Daily Eagle, viajó a Nueva Orleans con su hermano Jeff, que entonces contaba quince años. Llegaron a la ciudad el 26 de febrero y Whitman empezó a colaborar en el Crescent, que acabaría convirtiéndose en tercer periódico de la ciudad y en el que duró tres meses. El trabajo de Whitman consistía principalmente en seleccionar noticias de otros periódicos para volverlas a sacar en el Crescent y escribir algunos artículos. El primer número apareció el 5 de marzo, y en él Whitman participó con un poema («Sailing the Mississippi at Midnight») y un relato («Crossing the Alleghenies»). La estancia en Nueva Orleans parece ser que acrecentó sus simpatías por el Sur. El 25 de mayo abandonó la ciudad, sin que se conozcan con certeza los motivos, y volvió a Nueva York.
En el viaje de regreso pasó por varios lugares, entre ellos Chicago y la parte norte del estado de Nueva York, lo que le permitió observar con sus propios ojos las zonas de frontera que tanto influenciarían su filosofía, como muestran poemas como «Pioneers! O Pioneers!». Parece ser que este viaje también contribuyó a cambiar la imagen que tenía de sí mismo. Hasta el momento había sido un escritor y periodista prolífico, convencional y retórico; ahora veía que su papel tendría que ser otro: el de profeta, el de poeta de una América ideal.
A la vuelta a Nueva York, Whitman se interesó de nuevo por la política y, como opositor a que la esclavitud se extendiera por los territorios del Oeste, fue elegido delegado, junto con otros catorce más, para representar a Brooklyn en la convención del nuevo partido de Tierra Libre, celebrada en Buffalo. Tras esta convención fundó un semanal, el Brooklyn Freeman, desde cuyas páginas apoyó al candidato presidencial de este partido, Martin Van Buren, que fue derrotado en las elecciones de noviembre. En 1849, forzado por la penosa situación económica que atravesaba, Whitman abrió una especie de colmado que pronto convirtió en imprenta y que regentó junto con su hermano Jeff durante tres años. Al mismo tiempo, a finales de 1849, trabajó como director del periódico New York Daily News.
Mientras tanto, los acontecimientos políticos que iban sucediéndose en el país se fueron haciendo eco tanto en sus artículos periodísticos como en su poesía. Como explica Reynolds, el fracaso de las revoluciones burguesas en Europa le inspiró el poema «Resurgemus», que más tarde incluiría en Hojas de hierba, y la aprobación de la Ley del Esclavo Fugitivo en 1850 desencadenó su rechazo en poemas como «DoughFace Song» y «Blood Money» (2000: 24). Durante estos años continuó colaborando en periódicos tales como el Evening Post, dirigido por William Cullen Bryant, y desempeñó variados oficios, como el de carpintero.
El Whitman de la década de 1840 no es una figura excepcional, sino un periodista y autor profundamente arraigado a las corrientes populares literarias y culturales de la época, desde las que, una década más tarde, será capaz de evolucionar hacia caminos antes inexplorados. Los críticos, sin embargo, se manifiestan claramente divididos ante la cuestión de la influencia de esta primera etapa de su trayectoria en su carrera posterior como gran poeta. De hecho, respecto a la poesía anterior a la aparición de Hojas de hierba, es decir, la publicada entre 1838 y 1850, Thomas Brasher declara que «el comentario más generoso que se puede realizar sobre la primera poesía de Whitman es que era convencional. No desentonaba con la que se publicaba en cientos de revistas y periódicos de la época. Sus poemas era didácticos siguiendo la moda que marcaba la escuela norteamericana de la poesía romántica establecida por William Cullen Bryant, imitadora de un sentimentalismo a la manera del quejumbroso Shelley y del frustrado Keats. En estos primeros versos se encuentran ecos no sólo de estos autores celebrados (a los que se unen Longfellow, Emerson, Milton), sino de toda una horda de versificadores rabiosamente convencionales y de cuarta fila que por entonces gozaban de gran reputación, tales como Lydia Sigourney». Como explica Brasher, a pesar de que luego Whitman reclamara a Shakespeare y Homero como padres literarios, lo cierto es que en estos poemas lo que destaca es un esfuerzo por atraer la atención y el gusto del público en general (xv). Los críticos que defienden estas primeras producciones poéticas del mitificado autor «han insistido en que muestran la destreza con que maneja la versificación convencional» (xvi). Sin embargo, Brasher opina que más bien todo lo contrario: revelan su poca maña e inexperiencia poética. A partir de 1850 abandonaría los temas sentimentales y empezaría a prestar atención a los temas políticos, dando un giro extraordinario a su quehacer poético.
Es a principios de la década de 1850 cuando Whitman madura y se inicia su transformación poética que culmina el 4 de julio de 1855, fecha en la que apareció la primera edición de Hojas de hierba, «la inaudita revelación de un hombre genio», según opinión de Jorge Luis Borges. Hasta aquel momento había escrito veinticuatro relatos, diecinueve poemas e innumerables piezas periodísticas que no hacían vislumbrar la magnitud que encerraba aquel libro que ahora salía a la luz. No obstante, críticos como Shelley F. Fishkin opinan, contrariamente a estudiosos anteriores que «su éxito como poeta llegó sólo cuando dejó de intentar ser “artístico” y volvió a los temas, estilo, actitud y estrategias que había desarrollado y utilizado como director del Aurora de Nueva York» (15). Para esta investigadora, «la experiencia de Whitman como periodista le obligó a ser consciente de cómo las convenciones aceptadas sin cuestionamiento, las perspectivas de estrechas miras, las apariencias engañosas y todos los tipos de simulacros y falsificaciones podían interferir en la percepción e interpretación correctas del mundo que le rodeaba» (23).
Hojas de hierba aparecía bajo la forma de un pequeño volumen de noventa y cuatro páginas en cuarto, sufragado por el propio autor. Contenía únicamente doce composiciones, entre las cuales destacaba el extenso Song of Myself (Canto a mí mismo) —un poema de exaltación del individuo y de su naturaleza física— y un prefacio, a manera de manifiesto poético, que no volvió a aparecer en las ediciones sucesivas. El volumen no iba firmado y la única identificación autorial era un daguerrotipo del joven poeta vestido con ropas de trabajador, que aparecía en la portada. En el prefacio, Whitman declara:
De entre todos los pueblos de la tierra de todos los tiempos, los norteamericanos son quizá los que poseen la naturaleza poética más excelsa. Los Estados Unidos son en sí mismos el más extraordinario de los poemas. En la historia del mundo hasta nuestros días, las naciones más inmensas e inquietas se contienen y ponen firmes ante su majestuosa amplitud y vitalidad. Las acciones de los hombres se revisten aquí de algo similar a los vastos movimientos del día y de la noche. No es una única nación, sino una bulliciosa nación de naciones. Existe aquí el impulso de obrar libre de todo vínculo, necesariamente ciego ante los detalles y las nimiedades, en movimiento en el conjunto de sus masas... Es manifiesto que un país así ha de poseer las riquezas del verano y del invierno, y que nunca se encontrará en dificultades mientras el trigo germine de la tierra, los huertos estén cargados de manzanas, las bahías tengan peces, o los hombres engendren hijos de las mujeres. Otras naciones se distinguen por sus diputados... pero la genialidad de los Estados Unidos... se manifiesta en su gente... Los poetas americanos deberán contener en sí tanto lo viejo como lo nuevo, pues América es raza de razas. El poeta que surja de ellas ha de ser equivalente al pueblo... Su espíritu corresponde al espíritu del país... es encarnación de su geografía, de su naturaleza, de sus ríos y lagos... Un individuo es tan imponente como una nación, cuando posee las cualidades que hacen imponente a esa nación. El alma de la más grande, rica y orgullosa de las naciones, bien es capaz de descender para encontrarse a mitad de camino con el alma de sus poetas.
El tono de estas observaciones, escritas en 1855, se identifica con el ambiente de búsqueda de una independencia cultural que existía en ese periodo y está directamente relacionado con las proclamas lanzadas por Emerson en los manifiestos transcendentalistas, «The American Scholar» y «The Poet», unos años antes. El prefacio de Whitman se convierte, de esta manera, en una declaración en la que coexisten una serie de apelaciones hechas en nombre de la nación norteamericana, sus valores democráticos y su gente. Su optimismo al cantar sin reservas y con orgullo el continente de la democracia no es otra cosa que una reivindicación de la integridad de los hombres y mujeres corrientes que lo componen y una exaltación de la cotidianeidad de sus vidas. La vitalidad estadounidense pasa a ser la clave fundamental para entender el surgimiento de este nuevo poeta, vástago de una nación en la que naturaleza e historia estaban esperando su llegada. Whitman desarrolló aquí el tema de una literatura nacional expresada en una lengua única, que recogiera la inconmensurable riqueza de experiencias de sus gentes. El poeta se había apropiado de las doctrinas emersonianas y, tras enviar a Emerson un ejemplar de la primera edición de su libro, el maestro le transmitió su admiración en una carta de cinco páginas que Whitman incluyó, sin su permiso, en la edición siguiente. Emerson le manifestaba: «No estoy ciego ante el valor de este maravilloso regalo de Hojas de hierba. Creo que es el ejemplo más extraordinario de ingenio y sabiduría que América haya podido destilar nunca... Le saludo al comienzo de una gran carrera, para la que, sin duda, a juzgar por cómo la ha iniciado, debe haber estado preparándose desde hace mucho tiempo en alguna parte».
Ahora bien, no todo el mundo reaccionó como Emerson. John Greenleaf Whittier tachó el libro de «impío» y luego tiró el ejemplar de regalo al fuego. La manera de versificar de Whitman, totalmente distanciada de las convenciones poéticas decimonónicas, en unos poemas en apariencia sin ritmo ni versificación, sus claras alusiones a la sexualidad, o el lenguaje vulgar y obsceno con el que se expresaba, llevaron a los críticos acostumbrados a unos versos de salón a condenar el volumen, porque su contenido era «poesía de la barbarie», y a advertir a los lectores que aquello no podía ser leído en voz alta a un público en el que se encontrasen señoras.
Efectivamente, es el propio poeta quien insiste en que su poesía no ha de leerse como si de una representación literaria se tratase. Por mucho que sus versos, por su apariencia de espontaneidad, den la impresión de estar abiertos a la interpretación fácil, esa apariencia no deja de ser engañosa. Detrás de esa sorprendente inmediatez se esconde un férreo intento de ocultación que intenta derrocar el sentido tradicional que el lector posee de sí mismo como lector. En «Whoever You Are Holding Me Now in Hand» («Quienquiera que seas tú el que ahora me sostiene en la mano», incluido en Calamus), Whitman advierte al lector:
Pero estas hojas al esquivarte esquivan el peligro,
porque tú no me comprenderás ni a mí ni a estas hojas,
te eludirán al principio y después todavía más, yo, desde luego, te eludiré,
incluso cuando tú pienses que no cabe duda de que me has cogido, ¡atención!
Ya verás que he logrado escaparme de ti.
Whitman exige al lector que participe. Su apóstrofe directo, su «tú», apela a la presencia de un interlocutor que ha de experimentar por sí mismo. En Democratic Vistas (1871) manifiesta que la lectura es un ejercicio de gimnasia y que el lector ha de colaborar y estar alerta para construir él mismo el poema, del que sólo posee indicios, claves, el principio... He aquí una de sus innovaciones más radicales: su concepción del lector como un agente activo en igualdad con el poeta. De esta manera, el poema whitmaniano no es un todo cabalmente acabado, sino que únicamente llega a completarse tras la lectura, para quien la composición será iniciación a un mundo nuevo y profundo. El poema no es portador de un significado abstracto, sino una oportunidad para la liberación personal del lector, para su transformación. Como Emerson había anunciado, el poema es una traducción de la experiencia a la verdad. Whitman abre, así, la función y sentido de la poesía, al incluir al receptor en un acto poético democrático. Esa transformación, no hay que olvidarlo, conlleva una nueva forma de ver la realidad. No cabe duda de que Emerson había encontrado finalmente en Whitman al autor que encajaba perfectamente con su ideal de poeta. Años antes había lamentado que no existiese en América ningún genio con «ojo dominador» que fuese capaz de captar el valor de los incomparables materiales a su alcance y de percatarse de que, en medio de la misma barbarie y materialismo de aquellos tiempos, latía un carnaval en el que participaban los mismos dioses que poblaban las páginas de Homero. Whitman, al igual que el poeta emersoniano, confiere a los hechos un «poder» y «a cada objeto mudo e inanimado le da ojos y lengua», es decir, al dar vida a la realidad rompe con el encorsetamiento decimonónico e incorpora el presente en toda su vulgar grandeza, convirtiéndolo en arte. Esa libertad de elección poética está también anunciada en el ritmo y estructura de sus poemas, es decir, en el verso libre que le permitió emanciparse de la métrica tradicional.
La segunda edición de Hojas de hierba, de 1856, constaba de treinta y tres poemas. Y a la tercera, de 1860, le agregó más de cien composiciones nuevas, entre las cuales se incluían la serie Calamus y Children of Adam (de claras resonancias homosexuales) y el poema autobiográfico sobre su infancia en Long Island, «Out of the Cradle Endlessly Rocking» («De la cuna meciéndose interminablemente»), en el que Whitman expresaba su intención de encontrar los orígenes del poema y de la propia poesía. Estos poemas de 1860 introducen ya un sentimiento de pérdida y desesperación, y una serie de reflexiones sobre cómo la poesía puede transcender la muerte.
Sus quehaceres periodísticos y poéticos se vieron interrumpidos al estallar la Guerra de Secesión, durante la que se mostró ardiente partidario de Abraham Lincoln y en la que participó como enfermero en Washington. La contienda precipitó otra crisis existencial en el poeta. Fue entonces cuando escribió los poemas que aparecieron recogidos en el volumen Drum-Taps (Redobles de tambor) (1865). Finalizada la contienda, pasó a ser funcionario del gobierno para el Bureau of Indian Affairs, cargo que ocupó sólo seis meses al ser destituido por culpa de la escandalosa reputación de sus poemas. Su amigo William Douglas O’Connor escribió un panfleto incendiario en defensa de su poesía, titulado The Good Gray Poet (1866), y Whitman pasó a ser empleado en la fiscalía general del estado hasta 1874. En 1867 apareció la cuarta edición de Hojas de hierba, en la que se incluían Drum-Taps y Sequel to Drum-Taps (posterior al asesinato de Lincoln), que comprendían los poemas «When Lilas Last in the Dooryard Bloomed» («Cuando las lilas perduran en flor en el patio») —una elegía a Lincoln, en la que nunca se le nombra al convertir su muerte en representativa de todas las víctimas de guerra—, «O Captain! My Captain!» —también a propósito del asesinato del presidente—, y «Pioneers! O Pioneers!». Los poemas laudatorios a Lincoln han de entenderse teniendo en cuenta lo que Whitman pensaba de la Unión como experimento maravilloso de libertad humana, donde el presidente representaba la encarnación suprema de los valores y aspiraciones del hombre común, el héroe que culminaba el ideal democrático norteamericano.
Ante la aparición de una obra tan audazmente innovadora la opinión crítica se vio dividida. Si por una parte se le elogiaba, por otra se le acusaba de exaltar de una manera demasiado explícita el sexo en general, y la homosexualidad en particular, y de regodearse en detalles considerados indecentes y de mal gusto, con el uso de un lenguaje prosaico y obsceno. En 1871 apareció su nueva composición, Passage to India, primero en volumen separado, e inmediatamente después incluida en la quinta edición de Hojas de hierba. Esta composición es expresión del universalismo whitmaniano y fue inspirada por la inauguración del telégrafo trasatlántico en 1861, por la apertura del Canal de Suez y por la finalización de las obras del ferrocarril trascontinental en el país, ambos en 1869. En estos años, el poeta empieza a recibir cada vez más el reconocimiento de la crítica inglesa y norteamericana. Para entonces, Whitman había ya pasado a considerar que toda su poesía formaba un único poema que tenía que someter a revisión y corrección hasta su muerte. De hecho, en sus diarios se refiere a este proceso de escritura y revisión como «la gran construcción de una Nueva Biblia». De 1871 data la ya mencionada composición en prosa titulada Democratic Vistas, un ensayo en el que Whitman analiza las paradojas principales de la experiencia estadounidense.
Después de sufrir un ataque de parálisis en 1873, se retiró a Camden, Nueva Jersey, donde permanecería hasta su fallecimiento. En sus últimas obras se hace más notorio el tono místico de identificación del poeta con el resto de la humanidad. En 1875 escribe sus memorias de la guerra, Memoranda During the War, reimpresas en 1882 con el título de Specimen Days and Collect. En 1876 aparece la sexta edición de Hojas de hierba, que, por haber sido preparada en conmemoración del centenario de la Declaración de Independencia, pasó a ser conocida con el nombre de «Centennial Edition». En 1876 apareció el volumen de versos y prosas Two Rivulets. La historia de la séptima (1881) y octava (1882) edición de Hojas de hierba es complicada y algunos críticos ponen en tela de juicio que se pueda hablar de dos ediciones separadas, puesto que los volúmenes impresos en 1881 fueron retirados —ante la posibilidad de sanciones judiciales por razones de moralidad pública con las que se amenazó al editor— y puestos en circulación unos meses después. En 1889 apareció una edición de bolsillo, en la que se incluyó la prosa autobiográfica «A Backward Glance O’er Travelled Roads», donde advertía que nadie que viese sus versos como mera literatura los llegaría a entender. Desarrolla aquí claramente la noción emersoniana de la correspondencia entre el yo y el no yo. Como profeta, el poeta puede indicar el camino entre la realidad y las almas de la gente. Al hablar de sí mismo, entonces, Whitman está expresando la identidad de la nación. En 1891 apareció la edición en dos volúmenes, llamada «del lecho de muerte», que contiene la serie «Good-bye, My Fancy». La obra completa de Whitman, tanto poemas como prosas, fue publicada en 1902, en diez volúmenes, por sus albaceas literarios, Richard M. Bucke, Thomas B. Harned y Horace Traubel.
Las sucesivas reediciones de Hojas de hierba revelan un hecho fundamental: que el libro, como el propio Whitman, fue creciendo con el paso de los años y con la experiencia del autor, pero también se fue ampliando a medida que la nación se iba expandiendo, de manera que la obra ha llegado a convertirse en una verdadera epopeya de la democracia norteamericana, en la que Whitman propone una nueva mitología y una nueva manera de hacer poesía. Hojas de hierba es la obra de una vida entera, en la que se despliega el ideal de una cultura norteamericana autónoma, con raíces en un ideal democrático que exalta las fuerzas de la naturaleza. Las nueve ediciones que Whitman publicó en vida de su Hojas de hierba recogen más de cuatrocientos poemas, que forman un conjunto extraordinario de inspiración poética materializada en una serie de «barbaric yawps», en los que se funden observaciones sobre el hombre, la naturaleza y lo divino. La percepción poética de Whitman lucha por abarcarlo todo, por ser «oceánica», e insufla un ardiente deseo por incorporar cualquier tipo de experiencia norteamericana. En su anhelo constante por ser uno con América, Whitman aspira a convertirse en una conciencia cósmica que glorifique a toda la humanidad y todas las cualidades humanas: «sexo, feminidad, maternidad, impulsos lascivos, órganos, actos». Como predicaba la doctrina emersoniana, Whitman quiso convertirse en un «dios liberador» gracias a su capacidad como «hacedor del lenguaje». Su ambición era ser el «bardo de la democracia», es decir, un poeta público que fuese apreciado por todos los ciudadanos, aunque mientras vivió su poesía apenas escapó de los círculos más restringidos de la intelectualidad. Sólo en sus últimos años se convirtió en una figura nacional, al tiempo que sus seguidores más devotos pasaron a llamarle «The Good Gray Poet». La poesía moderna norteamericana empieza con Whitman, un poeta radicalmente nuevo que transforma la prosaica realidad en poesía gracias a su ritmo poético y a su propio mundo mítico. Como manifestó Ezra Pound en 1909: «Él es América».
Ahora, cuando toca en Cádiz barco de ingleses, llegan en manada, con un guía al frente; prueban de todo porque se da gratis y, si compran algo, se contentan con botellas de a tres pesetas. No saben emborracharse con señorío: gritan, arman camorra y se van por la calle haciendo eses para que rían los zagales. Yo creía antes que todos los ingleses eran ricos, y resulta que estos que viajan en cuadrilla son cualquier cosa; zapateros o tenderos de Londres que salen a tomar el aire con los ahorros del año...
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ, La bodega (1905)3
El 2 de diciembre de 1841, un año antes de que Whitman publicara Franklin Evans —su «novelucha didáctica», en palabras de uno de sus máximos estudiosos (Reynolds, 2000: 22)—, Emerson pronunció una conferencia en el templo Masónico de Boston, titulada «Lecture on the Times», en la que, entre otras cosas, expresaba su conformidad con los deseos sociales contemporáneos de poner orden a los apetitos del cuerpo y de seguir una vida de temperancia. El pensador de Concord, sin embargo, destacaba que la consideración exagerada hacia estos temas podía desviar la atención pública de cuestiones más relevantes:
El tema del antialcoholismo, que monopoliza las conversaciones de tantos círculos y que es recordado de una manera tácita a la hora de comer tanto en casa como fuera, y que arrastra consigo toda la curiosa ética del compromiso, el debate sobre el vino en la Biblia, los derechos del fabricante y del comerciante, es un ejercicio gimnástico preparatorio para la filosofía engañosa (casuística) y conciencia de estos tiempos4.
¿Cómo entender desde nuestra cultura la feroz y sistemática persecución contra el alcohol que se llevó a cabo en los Estados Unidos durante el siglo XIX y principios del XX? En «Temperance Cultures: Alcohol as a Problem in Nordic and English-Speaking Cultures», Harry G. Levine explica que las actividades antialcohólicas en los diversos países corrieron paralelas a dos factores predominantes. En primer lugar, las culturas de la temperancia, concretamente las nórdicas y las anglohablantes (Gran Bretaña y Estados Unidos), bebían alcohol en forma de licores destilados (vodka, ginebra, ron y whisky). En ellas no contaba tanto el alto nivel de consumo, sino el tipo de alcohol que se consumía y el patrón que se seguía, que relaciona directamente el consumo con la embriaguez. En segundo lugar, eran sociedades de base religiosa predominantemente protestante. En las culturas de base no protestante las campañas antialcohólicas fueron esporádicas y no generaron nunca un movimiento duradero. La única excepción es el caso de la cruzada del padre Mathew en la Irlanda católica de la década de 1840, inspirada en la reforma evangélica norteamericana, la evangélica del Ulster y la cuáquera dublinesa5. Esto es así porque las sociedades de base católica (Italia, Francia, España, Portugal, Grecia, Rumania, Austria, etc.) eran consumidoras de vino y no existía en ellas una actitud negativa arraigada hacia el alcohol, aunque el consumo per capita fuera dos a cuatro veces mayor que en los otros países de base protestante. Por otra parte, en estas culturas del vino este líquido llevaba consigo una serie de símbolos positivos y se consideraba que el alcohol formaba parte de la dieta alimentaria, y raras veces se le aislaba como el origen de problemas sociales o económicos.
Por lo que respecta a la lucha antialcohólica en España, en concreto, Ricardo Campos Marín en Alcoholismo, medicina y sociedad en España (1876-1923) explica que el alcoholismo fue una construcción médico-social que se originó más por los peligros potenciales que podía generar como elemento de caos social que como enfermedad. De esta manera, el tema empezó a preocupar desde mediados del siglo XIX porque se le vinculó a las transformaciones socioeconómicas que surgieron ligadas al proceso de construcción del Estado liberal. Este estudioso resalta, además, la asociación del alcoholismo a la clase obrera; insiste en el papel de la taberna como espacio de disipación y en la preponderancia de la imagen del obrero borracho, resultado del desprecio que se tenía hacia las clases populares por parte de la burguesía con el fin de controlar mejor al proletariado. Campos Marín argumenta cómo el socialismo europeo y el PSOE crearon también un discurso antialcohólico diferente, en apariencia, del de la propaganda burguesa, que dio lugar a una cruzada moral contra la bebida que llevaría a la revolución social a lo largo de las dos últimas décadas del siglo XIX; y explica las diversas legislaciones puestas en marcha por el gobierno con el fin de reprimir el alcoholismo por medio del control de la producción, venta y consumo de alcohol. Entre estas medidas represivas destaca el cierre de las tabernas los domingos, la llamada Ley del Descanso Dominical, que tuvo en los vocales socialistas del Instituto de Reformas Sociales sus principales defensores; las medidas terapéuticas encaminadas a la rehabilitación del alcohólico; las encaminadas a educar las necesidades del obrero con el fin de inculcarle unos principios morales de trabajo y honradez y apartarle del vicio de la bebida; y, por último, la creación de algunas sociedades de temperancia: La Sociedad de Temperancia Española (1888), La Sociedad de Mujeres Temperantes (1890), La Sociedad Española, contra el Alcoholismo, perteneciente a la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores, fundada en 1911, y La Liga Antialcohólica Española, fundada el 21 de marzo de ese mismo año por Alfred Ecroyd Russell y Miguel Callart Traver, ambos doctores, en Castellón (1994: 114-116). Como explica Juan Carlos Usó, entre 1909 y 1910, Ecroyd y Callart editaron tres folletos: Concepto médico del alcohol, Opiniones de hombres eminentes sobre el vino y La Iglesia contra el alcohol, que se distribuyeron gratuitamente con el propósito de recabar adeptos a la causa temperante, y que como anexo llevaban un compromiso antialcohólico, resultado de la influencia anglosajona de que era portador el inglés Ecroyd: «Prometo abstenerme absolutamente de toda clase de bebidas que contengan alcohol (salvo prescripción facultativa) y fomentar por cuantos medios estén a mi alcance la práctica de esta sana costumbre». A raíz del éxito de los folletos, la pareja de médicos fundó El Abstemio: Periódico Antialcohólico, cuyo primer número salió a la calle el 1 de octubre de 1910 y cuya publicación cesó a finales de 1915. Con todo, como manifiestan los estudios sobre el tema, el antialcoholismo no llegó a convertirse en España en un fenómeno social de las mismas proporciones que había adquirido en Gran Bretaña o Estados Unidos.
Las diferencias entre estas culturas sólo se pueden explicar, además, si se tienen en cuenta las características del protestantismo como variable social y cultural, unos rasgos que arrojan luz sobre áreas fundamentales de la vida social e individual del sujeto. Como indica Henry G. Levine, si se consideran las perspectivas de estudiosos como Max Weber, Emile Durkheim o Clifford Geertz, el protestantismo, además de ser un conjunto de creencias teológicas, aparece como un sistema de símbolos seculares y sagrados, bajo un modelo que regula las relaciones y expectativas sociales e institucionales, y también las del propio individuo. El ascetismo terrenal que genera el protestantismo, según Weber, estimula al individuo hacia la autorregulación y el autocontrol. De la misma manera, Levine explica que los movimientos antialcohólicos surgieron gracias a esta base ideológica en la que prevalece el concepto de la autodisciplina. De ahí que el alcohol pase a definirse como problema y a considerarse origen de corrupción personal y social por su capacidad para destruir el autocontrol del individuo, es decir, las facultades que le permiten regular su propio comportamiento dentro de la maquinaria social. El alcohol se convierte así en una adicción, en una enfermedad que ataca a la voluntad.
La historia del movimiento antialcohólico en Estados Unidos ha merecido distintas explicaciones. Como argumenta Judith N. McArthur, los historiadores de las décadas de mitad del siglo XX ahondaron en la idea de que en realidad este movimiento escondía las ambiciones que la elite protestante albergaba de ejercer un férreo control social y una estricta guardia moral sobre el resto de la población. Otros estudiosos destacaron sus orígenes dentro del movimiento evangélico y el papel que había ejercido como motor de cambio hacia una sociedad urbana e industrial. Sin embargo, en los últimos años los investigadores han aportado una nueva visión desde el punto de vista de género, clase y raza (517), y lo han comparado con fenómenos contemporáneos como las campañas antidroga o antitabaco.
Desde el punto de vista de su desarrollo histórico, es necesario distinguir varias etapas que van desde finales del siglo XVIII hasta las primeras décadas del XX. En un principio, los puritanos que llegaron Norteamérica trajeron consigo las costumbres de su tierra de origen y hasta finales del siglo XVIII
