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Una nueva y poderosa voz proveniente del Oeste americano. «En Fría venganza Craig Johnson da vida al vasto paisaje de Wyoming, a su gente y a un personaje extraordinario, el sheriff Walt Longmire.»The New York Times Tras veinticuatro años como sheriff del condado de Absaroka, Wyoming, las esperanzas de Walt Longmire de terminar en paz sus días como agente de la ley se ven frustradas cuando Cody Pritchard aparece muerto cerca de la reserva cheyene junto a una pista muy simbólica: una pluma de águila. Dos años antes, Cody había sido uno de los cuatro chicos de instituto que fueron puestos en libertad provisional tras violar a una chica cheyene. Se diría que alguien va buscando venganza y que Longmire es lo único que separa a los tres chicos restantes de un rifle Sharps del calibre 45-70. Junto a Henry Oso en Pie –su viejo amigo cheyene–, su ayudante –la joven y guapa Victoria Moretti– y un catálogo de personajes que pueblan el paisaje desierto de las altas llanuras, Walt Longmire intentará que la venganza, un plato que se sirve frío, no se lleve a cabo.
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Seitenzahl: 652
Veröffentlichungsjahr: 2012
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Índice
Cubierta
Fría venganza
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
Para la princesa de granja del condado de Wayne y el mejor tirador de Cabell…
La venganza es un plato que se sirve frío.
Pierre-Ambroise-François Choderlos de Laclos,
Las amistades peligrosas
–Rob Barnes dice que han encontrado un cadáver en los terrenos públicos. Lo tienes por la línea uno.
Quizá Ruby hubiera llamado a la puerta, pero no la oí porque estaba mirando los gansos. En otoño, cuando los días se hacen más cortos y el hielo bordea las orillas rocosas de Clear Creek, suelo pasar mucho tiempo contemplando los gansos. La oficina del sheriff de nuestro condado es un viejo edificio Carnegie que mi departamento heredó cuando la biblioteca del condado de Absaroka acumuló tantos libros que tuvo que trasladarse a otro sitio. Todavía tenemos un cuadro de Andy en el descansillo de la entrada. Cada vez que el sheriff anterior abandonaba el edificio, solía hacerle un saludo militar al viejo barón ladrón. Tengo el despacho en una gran sala situada en el saliente del lado sur, lo que me permite ver sin ningún obstáculo las montañas Big Horn a mi derecha y el valle del río Powder a mi izquierda. Los gansos vuelan valle abajo, hacia el sur, de espaldas a mí y, normalmente, me siento de espaldas a la ventana, pero a veces me pillan con la silla girada del revés. Parece que, últimamente, me pasa cada vez más a menudo.
La miré. Mirar es una de mis técnicas más eficaces para hacer cumplir la ley. Ruby es una mujer alta, delgada, de actitud directa y unos ojos azul claro que tienden a poner a la gente nerviosa. Y eso me gusta en una recepcionista: mantiene a la chusma alejada del despacho. Se apoyó en el quicio de la puerta y optó por el modo telégrafo:
–Bob Barnes, cadáver, línea uno.
Miré la luz roja que parpadeaba en mi escritorio y me pregunté vagamente si habría alguna forma de librarse de aquello.
–¿Sonaba como si estuviera borracho?
–No recuerdo ninguna ocasión en que haya sonado sobrio.
Me apoyé el expediente y las fotos que había estado examinando en el pecho y apreté el botón de la línea uno y el altavoz.
–Eh, Bob, ¿qué pasa?
–Eh, Walt. No te vas a creer esto… –no sonaba especialmente borracho, pero Bob era todo un profesional, así que nunca se sabe. Se quedó un momento callado–. Eh, no es coña, tenemos un fiambre aquí mismo.
Le guiñé un ojo a Ruby.
–Sólo uno, ¿eh?
–Eh, que no me estoy quedando contigo. Billy estaba trasladando algunas ovejas de Tom Chatham de los terrenos públicos a los pastos de invierno, cuando las muy jodidas se arremolinaron alrededor de algo en uno de los terraplenes… Era un fiambre.
–¿No lo has visto?
–Yo no, pero Billy sí.
–Que se ponga.
Hubo un breve forcejeo con el teléfono y una versión más joven de la voz de Bob respondió.
–Eh, sheeeriff.
Tenía la voz pastosa. Genial.
–Billy, ¿dices que has visto un muerto?
–Pues sí.
–¿Qué pinta tenía?
Silencio durante un instante.
–Pinta de estar muerto.
Me entraron ganas de darme con la cabeza contra el escritorio.
–¿Es alguien que conozcamos?
–Oh, no me he acercado tanto.
En lugar de golpearme, me subí el sombrero y suspiré.
–¿Cuánto te has acercado?
–Unos doscientos metros. Hay mucha pendiente en los terraplenes por donde la corriente de agua atraviesa la vaguada. Las ovejas se quedaron a su alrededor. No quería bajar con la camioneta hasta allí porque acababa de limpiarla.
Me quedé estudiando la lucecita roja del teléfono hasta que caí en la cuenta de que Billy no iba a continuar hablando.
–¿Hay alguna posibilidad de que se trate de una oveja o un cordero? –si el rebaño estaba alrededor, seguro que un coyote no era–. ¿Dónde estáis, muchachos?
–En la 137, a menos de un kilómetro pasado el viejo puente Hudson.
–De acuerdo, quédate donde estás. Enviaré a un agente y estará ahí en una media hora.
–Sí, señor… Oiga, sheeeriff –yo permanecí a la espera–. Mi padre dice que traiga cerveza, ya casi no nos queda.
–Faltaría más –pulsé el botón y miré a Ruby–. ¿Dónde está Vic?
–Seguro que no está sentada en su despacho mirando antiguos expedientes.
–¿Dónde está, por favor? –fue su turno de suspirar y, sin mirarme directamente, dio un paso al frente, cogió la carpeta gastada que tenía sobre el pecho y volvió a ponerla en el archivador, donde siempre la dejaba cada vez que me pillaba examinándola.
–¿No crees que deberías salir de la oficina en algún momento del día? –Ruby continuaba con la mirada puesta en las ventanas.
Me lo pensé.
–No voy a ir hasta la 137 para ver una oveja muerta.
–Vic está al final de la calle, dirigiendo el tráfico.
–No tenemos más que una calle. ¿Para qué está haciendo eso?
–Las luces de Navidad.
–Ni siquiera estamos en Acción de Gracias.
–Es cosa del ayuntamiento.
Yo mismo se lo había encargado el día anterior, pero se me había olvidado al segundo. Tenía dos opciones: ir hasta la 137, beber cerveza y mirar ovejas muertas con el borracho de Bob Barnes y el imbécil de su hijo o marcharme a dirigir el tráfico y dejar que Vic me echara en cara lo descontenta que estaba conmigo.
–¿Tenemos cerveza en la nevera?
–No.
Me ajusté el sombrero y le dije a Ruby que, si alguien más llamaba para hablar de cadáveres, le dijera que ya teníamos cubierto el cupo del viernes y que llamara la semana próxima. Cuando mencionó el nombre de mi hija, me detuve: ella es mi rayo de sol particular.
–Saluda a Cady de mi parte y dile que me llame.
Eso era bastante sospechoso.
–¿Por qué? –Ruby me despachó con un gesto de la mano. Mi sofisticado instinto detectivesco me decía que había gato encerrado, pero no tenía ni tiempo ni energía para averiguarlo.
Me monté de un salto en mi Silver Bullet y conduje hasta la ventanilla de autoservicio de la licorería de Durant para comprar un pack de seis cervezas Rainier. No tenía sentido subvencionar los vicios de Rob Barnes con un pack entero, así que destapé una de las botellas y eché un trago. Ah, el frescor de la montaña. Iba a tener que pasar por delante de Vic y que me contara lo muy jodida que estaba, así que enfilé Main Street y me sumé a un atasco que se componía de tres coches para contemplar la palma de la mano extendida de la ayudante del sheriff Victoria Moretti.
Vic era una agente de la ley que pertenecía a una familia del sur de Filadelfia que contaba con un buen número de agentes de la ley. Su padre era poli, sus tíos eran polis y sus hermanos eran polis. El problema era que su marido no era poli. Trabajaba como ingeniero de minas en la compañía Consolitated Coal, que lo había trasladado a Wyoming para ocuparse de una mina que estaba a medio camino entre nosotros y la frontera de Montana. Hacía dos años que había aceptado el nuevo puesto y que Vic lo había dejado todo para venirse con él. Escuchó el viento soplar, jugó a ser ama de casa unas dos semanas y luego se presentó en la oficina para pedir trabajo.
No tenía pinta de poli, al menos no la pinta que nuestros polis solían tener. Supuse que se trataba de una de esas artistas becadas por la Fundación Crossroads, de las que recorren las carreteras del estado de arriba abajo con sus zapatillas de deporte de ciento cincuenta dólares y sus gorras de béisbol de los Yankees de Nueva York. Uno de mis ayudantes fijos, Lenny Rowell, acababa de dejarme para unirse a la Patrulla de Carreteras. Podría haberme traído a Turco de Powder Junction, pero eso me apetecía tanto como hacer gárgaras con cuchillas de afeitar. Y no porque Turco fuera mal ayudante, sino porque yo no era capaz de soportar todo su rollo de cowboy de rodeo y tampoco me gustaba su carácter de niñato. Nadie más en el condado se había interesado por el trabajo, así que le hice un favor a la chica y la dejé rellenar la solicitud.
Estuve leyendo el Durant Courant mientras estuvo sentada en la recepción, emborronando el dichoso formulario por delante y por detrás durante media hora. Le empezó a temblar la mano con la que sostenía el bolígrafo y, cuando terminó, su cara había adquirido el color del granito. Tiró el papel encima del escritorio de Ruby, murmuró «Que le den a esta mierda» y se marchó. Comprobamos todas sus referencias, llamamos tanto a los investigadores de campo en balística como al jefe de policía de Filadelfia. Sus credenciales no dejaban lugar a dudas: estaba entre el cinco por ciento de los mejores de la academia, titulada en orden público por la Universidad de Temple, le faltaban diecinueve créditos para acabar el máster, tenía una especialidad en balística, dos distinciones y cuatro años de servicio de patrulla. La chica iba a por todas: en un año la habrían ascendido a detective. Yo también estaría jodido si fuera ella.
Conduje hasta la dirección que ella me había dado, una caravana pequeña cerca del cruce de las dos autopistas, sin más que polvo y matojos de salvia alrededor. Había un Subaru con matrícula de Pennsylvania y una pegatina en el parachoques donde se leía «Vamos, Búhos», así que supuse que me encontraba en el lugar correcto. Cuando subí los escalones, ella ya estaba en el umbral y me miraba tras la puerta mosquitera.
–¿Sí?
Estuve casado durante un cuarto de siglo y tengo una hija que es abogada, así que sé cómo actuar en estas situaciones: quédate en lo básico y ve directo al grano con la señora. Me crucé de brazos y me apoyé en una verja que chirrió cuando los finos tornillos intentaron zafarse de su piel prefabricada de aluminio.
–¿Quieres el trabajo?
–No.
Ella miraba por encima de mí, en dirección a la carretera. No llevaba zapatos puestos y arañaba la moqueta raída con los dedos de los pies, como haría un gato con sus zarpas, como si tuviera que aferrarse al suelo para no salir disparada. Estaba un poco por debajo de la media en cuanto a estatura y peso, tenía la piel aceitunada y el pelo negro y corto, de ese que se queda de punta de pura indignación. Había estado llorando, tenía los ojos del color del oro bruñido y lo único que se me ocurría era abrir la mosquitera y abrazarla. Yo mismo había tenido bastantes problemas últimamente, así que pensé que los dos podríamos quedarnos así y llorar un rato.
Me miré las botas marrones y contemplé cómo el polvo se deslizaba dibujando surcos sobre la superficie del porche.
–Estamos teniendo un viento estupendo –ella no pronunció ni una sola palabra–. Oye, ¿quieres mi trabajo?
Ella se rió.
–Puede.
Los dos sonreímos.
–Bueno, podrás quedártelo dentro de unos cuatro años, pero justo ahora necesito un ayudante –Vic volvió a levantar la vista hacia la carretera–. Pero necesito un ayudante que no salga corriendo a Pittsburgh dentro de dos semanas –eso atrajo su atención.
–Filadelfia.
–Qué más da –con ese comentario, me gané todo el oro bruñido que podía soportar.
–¿Tendré que ponerme uno de esos estúpidos sombreros de cowboy como el que tú llevas?
Levanté los ojos al ala de mi sombrero y luego la miré a ella, para mayor efecto.
–No, a no ser que quieras.
Ladeó la cabeza y la apuntó hacia mi coche.
–¿Podré conducir un Batmóvil igual que el tuyo?
–Cuenta con ello.
Esa fue la primera mentirijilla de las muchas que vendrían después.
Di un trago largo y me acabé la primera botella de Rainier, luego la volví a meter en la caja. Podía ver los músculos de su mandíbula hincharse como bíceps. Hice que llamara a la ventanilla antes de bajarla.
–¿Algún problema, agente?
Vic inspeccionó su reloj.
–Son las 16:47, ¿se puede saber adónde mierda vas?
Me relajé en el amplio asiento del conductor.
–Casi aciertas, me marcho a casa –permaneció inmóvil, a la espera. Aquel era uno de sus grandes talentos, hacer preguntas y quedarse quieta, esperando una respuesta–. Ah, Bob Barnes ha llamado, dice que han encontrado un cadáver entre las tierras de Jim Keller y los terrenos públicos.
Echó la cabeza hacia atrás y me enseñó uno de sus colmillos.
–Esos dos han visto un cadáver. Seguro. Y yo soy un puto piloto de combate chino.
–Ajá. Al parecer se trata del gran ovejicidio que todos estábamos esperando –no era más que mediatarde y bastaba una única cerveza para mejorarme el humor. El cielo todavía era de un azul tecnicolor, pero había una masa nubosa al noroeste que estaba empezando a oscurecer las montañas. Las nubes más cercanas eran blancas y esponjosas, pero las de atrás eran de un color más oscuro, casi amoratado, y presagiaban nieves dispersas a elevada altitud.
–Estás hecho unos zorros.
La miré por el rabillo del ojo.
–¿Quieres ir hasta allí?
–Te pilla de camino a casa.
–No, está más lejos, en la 137.
–De todas formas te coge mucho más cerca y, teniendo en cuenta que te vas a casa temprano…
El viento estaba empezando a coger fuerza. Me la iba a tener que jugar.
–Bueno, si no quieres ir…
Me lanzó otra mirada.
–No has hecho nada en todo el día salvo estar sentadito sobre tu culo.
–No me encuentro muy bien, creo que debo de haber pillado la gripe o algo.
–Quizá deberías salir y hacer ejercicio. ¿Cuánto pesas ahora? ¿Ciento veinte kilos?
–Calculas con mala leche –continuó mirándome fijamente–. Ciento catorce –y es que sonaba mejor que ciento quince.
Se quedó mirándome el hombro izquierdo con cara de concentración, sopesando la velada que tendría prevista.
–Glen no volverá a casa hasta tarde –se miró en el espejo retrovisor y apartó la mirada de inmediato–. ¿Dónde están?
–En la 137, como a un kilómetro y medio pasado el viejo puente Hudson –la cosa iba bastante bien–. Están en la camioneta de Billy –se dio media vuelta para irse. Querían que les llevaras unas cervezas cuando fueras para allá.
Se giró y tamborileó con los dedos sobre la puerta del acompañante.
–Si fuera a llevarles cerveza, incautaría ese pack de seis abierto que tiene en el asiento de al lado, caballero. Por si no lo sabía, en este estado hay una la ley acerca de llevar envases abiertos de bebidas alcohólicas.
Observé sus andares masculinos, la pistola automática de dieciséis balas se balanceaba sobre su cadera.
–Eh, intento cumplirla, siempre llevo uno abierto conmigo, pase lo que pase –Vic sonreía cuando cerró la puerta de la unidad de cinco años de antigüedad que conducía. Era estupendo tener a los compañeros de trabajo más felices que perdices. Acerté a ver que la camioneta salía del pueblo en dirección oeste, Vic debía de ir a más de ciento veinte con la sirena y las luces puestas y, al pasar, me hizo un gesto obsceno con el dedo.
No me quedaba otra que sonreír: ya era viernes, tenía cinco cervezas aguardándome y mi hija iba a llamarme esa noche. Conduje hasta Wolf Valley e ignoré los coches dispersos de fuera del estado que había mal aparcados a lo largo de la carretera. Hacia el final de la temporada de caza, la zona de las altas llanuras se convierte en Disneylandia para cualquier chaval con un juguete de gran calibre. Entonces contemplé cómo las nubes se dirigían lentamente a las montañas Big Horn. En la cima había algunas nieves tempranas y el sol poniente teñía su color azul hielo de una sutil tonalidad púrpura. Había vivido allí toda mi vida, con la excepción de una estancia en la Universidad de California y el periodo en los marines destinado a Vietnam. Todo el tiempo que pasé lejos de ellas, había pensado en esas montañas y me juré que, cuando volviera, no pasaría ni un solo día sin contemplarlas. La mayor parte del tiempo, me acordaba de hacerlo.
Cuando llegué a Crossroads, se había formado sobre la carretera una fina capa de nieve inmaculada que brillaba y cubría la hierba y las matas de salvia. Las sombras se alargaban cuando me detuve junto al buzón: nada, salvo el catálogo de productos sanitarios de la marca Doctor Leonard’s, y lo encontré tan interesante que me asusté. Sorteé la acequia y conduje hasta la casa.
Martha se había criado en el rancho de su familia, dos mil acres y pico cerca de Powder Junction, y como siempre había odiado vivir en el pueblo, tres años atrás, le compramos una pequeña parcela a la Fundación y una partida de troncos, cavamos un pozo e instalamos una fosa séptica. Martha tenía tantas ganas de marcharse que vendimos la casa en el pueblo y estuvimos viviendo en una caravana que me prestó Henry Oso en Pie, el dueño de El Poni Rojo y mi mejor amigo. Cuando llegó el otoño, habíamos construido la estructura y la calefacción estaba instalada. Entonces Martha murió.
Aparqué la camioneta sobre la grava, cogí la cerveza y caminé sobre los tablones colocados encima del barro que conducían a la entrada de la casa. Tenía intención de comprar semillas para plantar césped, pero la nieve siempre acababa por zanjar el asunto. Empujé la puerta de la entrada y pasé de los bloques desnudos a los paneles de contrachapado. La casa todavía necesitaba algunos remates. Había algunas paredes interiores construidas, pero de la mayoría sólo estaba montada la estructura. Cuando encendías las bombillas desnudas, la luz se colaba por las tablas de madera y dibujaba sombras en el suelo. La instalación eléctrica no estaba hecha, así que tenía dos interruptores enganchados a un generador y todo se enchufaba en él. Las tuberías estaban instaladas, pero usaba una cortina de ducha a modo de puerta del baño. Y, claro, no tenía demasiadas visitas. Había un piano colín Henry F. Miller de antes de la guerra que había pertenecido a mi suegra. Antaño había logrado arrancarle unas notas de boogie-woogie, pero no lo había tocado desde la muerte de Martha. Tenía todos mis libros metidos en cajas de cerveza junto a la pared de atrás. Hacía un par de Navidades, en un arranque de optimismo, Cady y yo habíamos ido a comprar una lámpara de pie, un sillón y una tele en color Sony Trinitron. La lámpara y el sillón funcionaban estupendamente, pero la tele no. Sin la antena, lo único que se pillaba era el canal 12. No se veía más que nieve y sólo se escuchaba un tranquilizador zumbido. La veía religiosamente.
Tenía el teléfono encima de una caja de cartón junto al sillón, así no necesitaba levantarme para cogerlo, y una nevera al otro lado para la cerveza. Tiré el abrigo y el sombrero sobre las cajas, encendí la lámpara y me senté en el sillón con el Doctor Leonard en el regazo. Abrí el folleto por la página 3 y estuve valorando una auténtica funda de piel de borrego falsa, válida para todos los asientos reclinables. Eché un vistazo a las paredes hechas de troncos de madera colocados unos encima de otros e intenté decidirme entre los colores disponibles: marfil o castaño cobrizo. En realidad, daba igual. Después de cuatro años, todavía tenía que dar los pasos más decisivos en materia de decoración de interiores. Quizá el vellón acrílico de poliéster –completamente lavable– del Doctor Leonard fuera mi Ilíada. Semejante razonamiento resultaba lo bastante inquietante como para llevarme a la cuarta cerveza, apenas un poco más tibia que las tres anteriores. Le quité la chapa usando el pulgar y el índice, y la lancé al bote de pintura que hacía las veces de cubo de basura. Pensé en llamar al número de información del Doctor, pero temía que Cady llamase precisamente entonces. Mi hija había intentado convencerme de que pusiera la llamada en espera, pero ya me interrumpían bastante a lo largo del día como para pagar por ese mismo privilegio en mi domicilio. Pulsé el mando a distancia y navegué desde el canal 4 hasta que di con el 12: la tele fantasma. Era mi programa favorito: aparecían unos manchurrones de tamaños variados que se desplazaban en medio de una tormenta de nieve sin hacer demasiado ruido. Me daba todo el tiempo del mundo para reflexionar.
Volví sobre el hilo de mis pensamientos hasta el informe que había tenido encima del pecho hasta que Ruby entrara en el despacho. No es que necesitara el expediente en sí. Había memorizado hasta el último trozo de papel que contenía. Hay una foto en blanco y negro que había recortado yo, una de esas fotos que se asocian con alguien que ha sufrido alguna desgracia. «Su foto aquí.» El fondo es blanco por completo, con la excepción de la sombra de algún circuito eléctrico, un entorno poco apropiado para el tipo de intimidades que muestra. En cualquier otro contexto, el retrato podría haber pasado por un Curtis o un Remington.
Melissa es una india cheyene. En la fotografía, unos mechones de cabello negro y brillante le caen sobre los hombros, pero en ellos y en el cuello se perciben pequeñas decoloraciones y se le nota una contusión en la mandíbula. Al evocar esas heridas, oigo ruidos. Bajo una mirada atenta, sus rasgos podrían aparecer ligeramente más pequeños de lo habitual, como los pétalos de una flor que todavía no se ha abierto. Los ojos almendrados son inescrutables. Continúo recordando esos ojos y los pliegues que forman la brida en el ángulo interior. No hay lágrimas. Podría haber sido una modelo de ascendencia asiática sacada de una de esas revistas de moda ridículamente perfumadas, pero se trataba de una chica Pájaro Pequeño que fue conducida a un sótano y violada repetidamente por cuatro adolescentes a los que no les importó que padeciera el síndrome alcohólico fetal.
Habían pasado tres años. Después de abrir y cerrar diligencias, de archivar y desarchivar, el caso fue llevado a juicio en mayo. Me acuerdo porque la salvia estaba en flor y su olor me hacía daño en la nariz. La chica de la foto se revolvía en la silla, suspiraba, se tapaba los ojos con las manos y se mesaba el cabello. Se cruzó de piernas e inclinó el cuerpo a un lado y a otro. Por fin, apoyó la cabeza, boca abajo, en el asiento de los testigos.
–Es confuso… –eso fue todo lo que dijo–. Confuso…
Hay más fotografías en el archivo, instantáneas en color que yo mismo saqué del anuario del instituto de Durant. En un arranque de humor, dejé intactos los pies de foto al recortarlas: Cody Pritchard, equipo de fútbol americano y atletismo; Jacob y George Esper, idénticos hasta para pertenecer al equipo de fútbol americano, al club de pesca con mosca y a los Futuros Granjeros de América, y Brian Keller, equipo de fútbol americano, golf y debate, miembro del consejo estudiantil y del cuadro de honor.
Le introdujeron a Melissa el palo de una escoba, una botella y un bate de béisbol.
Yo fui el reacio investigador del caso. Conocía a Mary Roebling desde que éramos niños. Mary enseñaba Lengua en el instituto de Durant y era la entrenadora de baloncesto femenino. Me contó que le había preguntado a Melissa Pájaro Pequeño por las marcas en la cara y en los brazos pero que no había conseguido sacar nada en claro. Después, Melissa se quejó de dolores abdominales y de sangre en la orina. Cuando Mary le exigió que le contara lo que había sucedido, Melissa le explicó que había jurado no decir nada. Le preocupaba herir los sentimientos de los chicos.
Ruby dice que, desde que se celebró el juicio, miro el expediente una vez a la semana. Dice que no es sano.
A petición de Mary Roebling, una tarde fui al instituto durante el entrenamiento de baloncesto. Mientras las chicas corrían alrededor de la pista, me quité la placa, las esposas y la pistola y dejé todo dentro del sombrero, encima de su escritorio. Me senté en el despacho y estuve jugueteando con los lápices hasta que las vi junto a la puerta. Mary medía no menos de metro ochenta y una vez se sinceró y me contó que la única razón por la que asistió al baile de fin de curso conmigo fue porque yo era uno de los pocos chavales de la clase más altos que ella. Su figura destacaba sobre Melissa Pájaro Pequeño y le bloqueaba a la chica la retirada colocándole las manos sobre los hombros. La pequeña india estaba cubierta por una capa de sudor reciente y, de no haber sido por las marcas en la cara y los efectos del síndrome alcohólico fetal, cualquiera habría dicho que era un primor. Sostuve un lápiz marca American del número 2 en la mano y dije:
–¿Cómo serán capaces de meter la mina dentro? –para mi sorpresa, su semblante se ensombreció para analizar la cuestión–. Supongo que tienen árboles que ya vienen con la mina incorporada –su cara se relajó, aliviada por haber resuelto el enigma.
–Eres el sheriff –su voz era aniñada y confiada. De repente, había vuelto atrás veinticinco años y estaba con Cady, viendo el episodio «Los policías son nuestros amigos» de Barrio Sésamo en la tele un sábado por la mañana.
–Sí, ese soy yo –me recorrió de arriba abajo con la mirada, desde las botas de punta redondeada hasta la mata de pelo plateado de la que, seguramente, sobresalían mechones de punta.
–Pantalones vaqueros.
Habíamos sido el tercer condado de Wyoming en adoptar los vaqueros como uniforme de servicio. Y la verdad es que era una lástima que casi siempre hiciéramos cumplir la ley desde nuestros coches patrulla y los ciudadanos de a pie casi nunca nos pudieran ver de cintura para abajo.
–Sí, son tan grandes a lo ancho como a lo largo –Mary trató de contener una carcajada y la chica se giró para luego volver a mirarme. Rara vez se tiene la oportunidad de observar esos atisbos de amor puro y, si eres espabilado, te los guardas para tus días más negros. Hice amago de ponerme de pie, pero me lo pensé mejor–. Melissa, ¿tu tío no es Henry Oso en Pie? –consideré que la mejor forma de comenzar sería estableciendo algún vínculo emocional.
–¡Tío Oso! –me dedicó una sonrisa enorme. Henry era uno de los profetas más infravalorados y uno de los individuos más interesantes que había conocido en toda mi vida.
Le hice un gesto para que se sentara al otro lado de la mesa y enrollé la manga izquierda de mi camisa para mostrarle las cicatrices de unos rasguños que nacían en mi mano izquierda.
–Una vez, en Jimtown, me hice daño jugando al billar con tu tío Oso –la chica abrió los ojos como platos mientras se sentaba en la silla situada frente a la mía. Instintivamente, extendió el índice para tocar la carne veteada de mi brazo. Tenía los dedos fríos y, detalle curioso, carecía de líneas en la palma de la mano, como si su vida todavía estuviese por escribir. Alargué el brazo despacio por encima del escritorio y la sujeté por la barbilla con suavidad, de modo que se viera claramente la fea contusión que tenía en la mandíbula–. La tuya tampoco está mal –la chica asintió con un movimiento leve que la liberó de mi mano y dejó caer la mirada sobre el escritorio, donde se informaba sobre lo estupendo que era el premio que concedía el director a una buena forma física–. ¿Cómo te hiciste eso? –la chica volvió el rostro rápidamente para ocultar el lado afectado de la mandíbula y le lanzó a Mary una mirada asesina.
–Melissa, yo no estoy aquí para hacer daño a nadie, pero quiero asegurarme de que nadie te hace daño a ti –ella asintió y comenzó a balancearse hacia atrás y hacia delante, con las manos fuertemente asidas a las piernas–. ¿Alguien te ha hecho daño? –la chica continuó observando con atención la superficie de cristal que cubría el escritorio de Mary.
–No.
Estudié el reflejo de Melissa y traté de imaginármela como podría haber sido. Pertenecía a una familia cheyene fuerte y de ojos claros, de la reserva norte, con algo de cuervo por parte de madre. Traté de imaginarme cómo habría sido si su madre no le hubiera robado esa chispa de curiosidad por haberse atracado durante el embarazo de cócteles I-90 –desinfectante y alcohol de farmacia–. Melissa habría sido una hermosa doncella india en las colinas verdes y onduladas de Little Big Horn, dispuesta a afrontar un futuro que ofreciera promesas, seguridad y libertad. Cuando levanté la vista, sentí que ella me había leído la mente y habíamos compartido una visión. Había dejado de balancearse y tenía la mirada puesta en los botones en forma de rombo de mi camisa.
–Fue romántico –dijo en un tono monocorde, como si la emoción pudiese limitar el impacto que causara su declaración. Y volvió a posar los ojos sobre el escritorio.
Me eché hacia atrás en el sillón, apoyando únicamente la punta de los dedos sobre el cristal biselado.
–¿Qué es lo que fue romántico, Melissa?
–El paseo –contestó al escritorio.
Me había quedado sin cerveza, Cady todavía no había llamado y había abandonado la idea de que la salvación de la decoración de mi hogar pasaba por una funda de vellón sintético. Necesitaba una Rainier y algo de compañía, así que me calé el sombrero hasta el fondo, me abroché el abrigo de piel de borrego hasta arriba y me dispuse a enfrentarme a la nieve que caía en rachas laterales, azotando la esquina de mi casa. Pensé que tendría que coger el coche para recorrer los ochocientos metros escasos que separaban mi casa de El Poni Rojo. Me quedé parado sobre las tablas un momento, escuchando un rumor por encima del viento, a unos diez metros del suelo, el aleteo de los gansos que, en su intento de volar hacia el sur, se llamaban mediante graznidos unos a otros. Quizá hubieran tardado demasiado en marcharse. Y quizá yo también.
A lo lejos, se distinguía el poni de neón galopando en la oscuridad, además de un pequeño número de camionetas modestas estacionadas en el aparcamiento de grava adyacente al bar. Cuando me acerqué, pude ver que las luces del interior no estaban encendidas y me entró pánico sólo de pensar en que tendría que ir hasta el pueblo a por una cerveza. Aparqué la camioneta y divisé unas figuras en movimiento tras la ventanilla de pedidos ensombrecida. No podía ser un apagón, el poni rojo de neón se reflejaba sobre el capó y el parabrisas de mi coche. Luché contra el viento para abrir la puerta de cristal del bar y estuve a punto de tropezarme con el dueño y encargado del local, Henry Oso en Pie.
Henry y yo nos conocimos en primaria, una vez que nos peleamos en la fuente y Henry me dejó dos dientes colgando con un gancho de izquierda que pareció venir directamente de las Colinas Negras. Nos habíamos visto las caras en la línea defensiva del campo de rugby desde benjamines hasta el último año de instituto. Yo acabé en la Universidad de California del Sur, agoté la prórroga, fui llamado a filas por los marines y me planté en Vietnam. Henry había probado sin mucho entusiasmo el sistema educativo del hombre blanco en Berkeley y aprendió lo necesario para ponerse a protestar contra él. Sus esfuerzos fueron recompensados con unas vacaciones con los gastos pagados en el Grupo de Operaciones Especiales de las Fuerzas Armadas, en An Khe. Dice Henry que allí fue consciente por primera vez del objetivo y de la auténtica dimensión del poder del hombre blanco, así como de su capacidad para matar el mayor número de personas de la forma más eficiente posible.
A su regreso a Estados Unidos, Henry volvió a probar suerte en la universidad, pero pronto cayó en la cuenta de que su capacidad para que lo sermoneasen había disminuido sensiblemente. Retomó la actividad política en los setenta y fue miembro fundador de todos los movimientos de nativos americanos que nacieron a lo largo de los diez años siguientes. No obstante, cuando entendió que la revolución es cosa de jóvenes, regresó al condado de Absaroka para el funeral de su abuela, que lo había criado y que le dejó en herencia lo suficiente para financiar un negocio con la Fundación y, así, la antigua estación Sinclair, el único edificio público de Crossroads, se transformó en una especie de tugurio que Henry llamaba El Poni Rojo. Henry era conocido por su faceta de lector empedernido de Steinbeck. A la Fundación le convenía el trato que había hecho con el bar, aunque no fuera más que para mantener alejados a los lugareños y sus botas de goma cuajadas de mierda de sus salas de reuniones llenas de alfombras orientales.
Nos miramos el uno al otro. Esa expresión irónica suya también solía esconder algún significado.
–¿Cerveza, Tonto? –me preguntó mientras me pasaba una Rainier abierta y seguía su camino con lo que parecía una llave de tuerca en la otra mano. Me asomé a la sala del billar y a la barra y distinguí, a la luz del resplandor fluorescente de las neveras de cerveza, a unas ocho personas sentadas en los taburetes. Menuda noche. Tomé un trago y seguí a Henry hasta el fondo de la estancia; parecía dispuesto a echar el muro abajo, se apoyó en la condenada estructura e introdujo el extremo plano de la llave detrás de un panelucho de madera que decoraba el interior de la barra.
–¿Te has vuelto a olvidar de pagar la factura de la luz? –Henry se detuvo un instante para mirarme con cara de pocos amigos y, a continuación, dejó caer sus cien kilos de peso sobre la llave. Arrancó de cuajo el panel de metro y medio por metro y medio y lo arrojó a nuestros pies con los clavos todavía puestos. Me agaché desde mi posición privilegiada para mirar los agujeros que habían dejado los clavos anillados sobre la superficie de yeso que había aparecido bajo el panel. El rostro de Henry era, como siempre, impasible.
–Maldición –y sin mediar otra palabra, introdujo la llave debajo del recién descubierto panel de yeso y lo tiró al suelo con el mismo resultado–. Maldición.
Pensé que ya era hora de preguntar.
–¿Estamos redecorando o estamos buscando alguna cosa en concreto? –Henry le hizo un gesto a la pared que parecía una súplica al mismo tiempo que una amenaza.
–La caja de los fusibles.
–¿La tapaste con paneles?
Otra cara de pocos amigos.
–Yo al menos tengo paredes, tú.
Henry era uno de los pocos elegidos que habían pisado mi morada. Su afirmación era difícil de rebatir.
–He estado pensando en comprarme una funda de piel de borrego de imitación para mi sillón –conseguí que me mirara detenidamente.
–¿Estás borracho?
Me pensé la respuesta detenidamente.
–No, pero estoy en ello –se rió con un gruñido y extrajo un panel más, que fue a sumarse a la creciente pila que se acumulaba a nuestros pies.
–Maldición –introdujo la llave en el siguiente panel–. ¿Te ha llamado a ti Cady?
–No, la muy malcriada.
–Hummm… A mí me ha llamado –dijo, extrayendo un último panel que dejaba al descubierto la tapa gris de una viejísima caja de fusibles–. Sí.
Me giré para mirarlo.
–¿Qué?
Dio unos golpecitos sobre la tapa metálica y me miró.
–Caja de fusibles, tú.
–¿Te ha llamado Cady? –sus ojos eran claroscuros, separados por una nariz recia que me constaba se había roto al menos tres veces. Yo había sido el responsable de una de ellas.
–Sí.
Intenté contenerme y parecer despreocupado, pero me tenía pillado y lo sabía.
–¿Cuándo te ha llamado?
–Oh, hace un rato… –su tono despreocupado era mucho más convincente que el mío.
Abrió la caja metálica con el dedo índice y reveló cuatro fusibles con pinta de no haber sido cambiados desde los tiempos en que Edison era un crío. La caja tenía el fondo oxidado, víctima de alguna antigua gotera. Los conductos que la rodeaban, podridos y pelados, dejaban al descubierto unos cables verdes y negros corroídos y desgastados. Los cuatro fusibles estaban cubiertos de una espesa capa de polvo y flanqueados por dos tomas de corriente con una extraña pátina de cristales verdes y blanquecinos. Parecían un par de ojos enfadados empotrados en la pared, dispuestos a descargar 220 voltios sobre cualquier cosa que se les acercara.
Henry puso una mano sobre la superficie irregular del yeso, en el punto donde se había desprendido la mayor parte de la pared y dejó caer todo su peso en ella. Con la otra mano se echó atrás el pelo. Negro azabache, salpicado de briznas plateadas, le caía por los hombros hasta alcanzarle el final de la espalda.
–Uno entre cuatro, me gusta cómo van las apuestas.
–¿Comentó que me llamaría?
–No. Oye, tú… –Henry puso cara de falsa indignación e hizo un gesto en dirección a la caja de fusibles–. Aquí tengo un problema.
Intenté ser de ayuda.
–Tienen una especie de ventanitas para que puedas comprobar cuál está fundido –agachó la cabeza y estudió el interior de la caja.
–No es que no me fíe de tus habilidades como manitas, simplemente sé que no tienes ninguna –sacudió cuidadosamente el polvo que cubría los cuatro fusibles–. Y están todos negros, tú.
–¿Tienes repuestos?
–Por supuesto que no –me mostró un paquete de peniques que tenía guardado en el bolsillo superior de su camisa–. Pero tengo esto –y sonrió con su sonrisa de coyote, la misma que había hecho temblar a la ofensiva del equipo contrario, la misma que había provocado un sudor frío a los oficiales de las Fuerzas Armadas de Vietnam y hacía que mujeres, mujeres inteligentes, se sentaran junto a él en la barra del bar. Si Henry fuera perro, no sería de los que se quedan tumbados en el porche.
Yo estuve contemplando con aprensión cómo desenroscaba uno de los fusibles fundidos de la toma de corriente verduzca y corroída. Los músculos de su antebrazo se retorcían como serpientes bajo la tierra quemada por el sol. Por lo que yo sabía, Henry no había hecho pesas en su vida, pero aún tenía la apariencia de un guerrero, tan sólo mermada por algo de grasa de más en el abdomen. Cuando comenzó a surtir efecto la presión directa, el fusible cedió y el resto del edificio quedó a oscuras.
–Maldición.
La oscuridad nos respondió con risotadas y nosotros nos quedamos allí parados intentando vernos las caras.
–No creo que fuera ese –lo escuché suspirar y reemplazar el fusible: las luces de las neveras de cerveza volvieron a encenderse en la sala del fondo. Los parroquianos respondieron con un aplauso tibio.
–Cady no mencionó nada de llamarte –Henry continuó mirando la caja de los fusibles con una media sonrisa que me daba a entender que no se tomaba demasiado en serio ni la crisis eléctrica ni mi vida familiar. Cady y Henry mantenían una relación simbiótica tío-sobrina: él era el responsable de que mi hija hubiera llevado un estilo de vida cuasi bohemio. Cady era toda una profesional jugando al billar y a los dardos, se había graduado en Estudios Nativo-Americanos en Berkeley, la que casi fuera el alma máter de Henry, para después continuar sus estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Washington. Ahora trabajaba de abogada en Filadelfia. Cuando estaban juntos, pasaban la mayor parte del tiempo cuchicheando, señalándome con el dedo y riéndose. Sólo de pensar que los dos estaban conspirando a larga distancia ya era para preocuparse, pero si encima Ruby estaba implicada, sin duda alguna allí se cocía algo.
Tras decidirse por el fusible diagonalmente opuesto al del primer intento, Henry fue a por él y lo retorció con decisión. Los caballos de neón que correteaban entre los vehículos aparcados en el exterior se desvanecieron entre las risas del gallinero. Como Henry no reaccionó, no sabía si se habría dado cuenta.
–El poni…
–Maldición.
Henry volvió a enroscar el fusible en su sitio. El ruano de neón se detuvo y luego saltó por encima de la capota del Bullet. Los copos de nieve iban en aumento: el mal tiempo había decidido recorrer la ruta Bozeman hasta su cabecera. En el bar se respiraba una especie de ambiente cálido y conspiratorio por la luz tenue de los frigoríficos filtrándose por las rendijas de la pared divisoria. El suave murmullo de las voces hacía de barrera frente a un paisaje dominado por la nieve.
–Entonces, ¿qué hay de lo mío?
Henry señaló un tercer fusible con un índice acusador.
–A tu hija le preocupa que todavía estés deprimido, tú.
–¿Deprimido por qué? –se quedó mirándome, se lo pensó mejor y volvió a la caja de los plomos. Me aparté de la pared y pisé con cuidado los paneles repletos de clavos que cubrían el suelo–. Necesito otra cerveza.
–Ya sabes dónde están –iba a darme la vuelta, cuando los golpecitos de Henry sobre uno de los dos últimos fusibles atrajeron mi atención–. El suspense te está matando, ¿verdad? –le hice una mueca, dejé la botella vacía de cerveza en el borde de la mesa de billar y me agaché para coger uno de los tablones. Me situé en una buena posición y me llevé al hombro con las dos manos el tablón recubierto de corteza. Así conseguí que se fijara en mí–. Si me electrocuto, ¿vas a pegarme con eso?
Me encogí de hombros.
–Para qué están los amigos. Además, quiero saber si hay alguien en este condado con peor suerte que yo.
–Aún no –Henry giró el siguiente fusible y, para sorpresa nuestra, no sucedió nada en absoluto. Buscamos la falta de alguna luz, escuchamos con atención para ver si fallaba el ronroneo de los frigoríficos, los calentadores o los ventiladores. Henry escrutó el techo con cara de concentración.
–Bueno, al menos no he tenido que pegarte con el tablón.
–Sí, pero ahora tendremos que hacer lo del penique –sacó una de las monedas del rollo de papel y la sostuvo en alto para que la viera.
–¿A qué viene esa mierda de «nosotros», Kemosabe?
–¿Es que nunca habías hecho esto antes, tú?
Bajé el tablón, con cuidado para no clavarme las puntas.
–No –habíamos alcanzado la parte teórica del proyecto, así que Henry se vino conmigo y se apoyó en la mesa de billar–. ¿Y tú? –Henry se cruzó de brazos y contempló la moneda de curso legal más pequeña que se despachaba.
–No, pero he oído que puede hacerse.
–¿Y quién te lo ha contado?
–Algún viejo como tú.
–Te llevo menos de un año.
Se encogió de hombros y leyó la inscripción.
–«Confiamos en Dios.» Iba a usar una moneda de cinco centavos, de las que tienen la cabeza de bisonte, pero tiene que ser de cobre para conducir la electricidad, eso lo sé hasta yo.
Dejé caer el tablón, que cayó al suelo con estrépito.
–Bueno, todo lo que sé sobre esta mierda basta para acojonarme. ¿Hay algún motivo por el que tengas que hacerlo precisamente esta noche? –me regaló una mueca–. Lo que quiero decir es que los frigoríficos están en marcha y la calefacción está puesta, incluso el caballo de la entrada funciona…
–El poni, tú.
–Lo que tú digas.
Henry suspiró y miró a su alrededor.
–El problema es si alguien quiere jugar al billar.
Le di un pequeño empujón con el hombro.
–¿Vale la pena arriesgar la vida por una partida de billar? –Henry se lo pensó un momento.
–Hace tiempo lo hice –se colocó el penique sobre el pulgar–. Cara: lo hacemos; cruz: nos sentamos en la oscuridad con todos los demás –asentí y Henry me lanzó la moneda, que yo fui incapaz de atrapar y, por tanto, acabó cayendo sobre la pila de tablones. Nos miramos el uno al otro.
–No sabía que se suponía que tenía que cogerla –Henry sacó otro penique del rollo de papel.
–Tú no te preocupes, que quedan cuarenta y nueve peniques más. Creo que serás capaz de coger alguno de ellos –Henry lanzó el segundo penique, lo atrapé al vuelo y me lo llevé al dorso de la mano. Dejé el penique cubierto con la palma de la otra mano unos segundos: yo también sabía crear tensión.
–¿El suspense te está matando?
–La verdad es que no. La próxima vez nos podemos jugar quién mete el penique en el fusible, tú –descubrí la moneda y le agradecí al Dios en el que confiamos que fuese cruz.
–Venga, te invito a una coca-cola.
*
Seguí a Henry a paso tranquilo para unirnos a los demás tipos de la barra. En las paredes estaba expuesto el trabajo de distintos artistas locales que habían sido becados por la Fundación. Se trataba de una mezcla variopinta, pero cada cuadro me recordaba a la persona que había ido ocupando el taburete contiguo al mío: los artistas son gente dotada para la conversación, siempre y cuando hables de su arte.
Los clientes estaban agrupados en una esquina de la barra, apenas iluminados por el resplandor mortecino de la poca luz disponible. Había dos cazadores extraviados, todavía vestidos con ropas de camuflaje y chalecos reflectantes color naranja. Quizá este año, entre los ciervos, el color de moda fuera el azul. Distinguí a Buck Morris, uno de los vaqueros locales que cuidaba del ganado de la Fundación. Y era fácil distinguirlo por el sombrero: un Resistol muy ajado por el que un ejecutivo del petróleo le había ofrecido doscientos cincuenta dólares. Todo el mundo opinaba que Buck había dejado pasar su oportunidad. A su lado se sentaba un hombre joven con una cazadora vaquera raída y los rasgos marcados de un cheyene. No debía de ser del condado, porque yo no lo conocía.
A su lado estaba Roger Russell, un electricista de Powder Junction que trabajaba al sur del condado y que se había trasladado a nuestra zona para ampliar el negocio. Turco decía que era tan amable como la oveja negra de la familia y que tenía hijitos bastardos esparcidos por toda la cuenca del río, como dice la canción: «Río Powder, vamos allá, de ancho dos kilómetros y de hondo dos centímetros». Me pregunté vagamente por qué Henry y yo nos habíamos estado jugando el pellejo mientras un especialista en el tema se pimplaba una cerveza en la sala adyacente.
Posiblemente, la razón de su presencia estuviera sentada a su lado. Vonnie Hayes era una mujer de Wyoming de pura cepa. Su abuelo había adquirido una extensión de doce mil hectáreas de tierra fértil. Vonnie y yo nos conocíamos desde que éramos niños, pero, después de que su padre se suicidara, la enviaron a un internado y, luego, su vida artística la retuvo en el este durante muchos años, donde se convirtió en una escultora reputada hasta que regresó para hacerse cargo de su anciana madre. Vonnie y Martha habían trabajado codo con codo en la junta directiva de la biblioteca y en otros proyectos comunitarios del condado y mi hija había trabajado de ama de llaves en la casa de Vonnie un verano. Tras la muerte de Martha, Cady había intentado emparejarnos. A Vonnie y a mí aquello nos pareció tan divertido que nos permitimos coquetear abiertamente. A pesar de la escasa iluminación, podía distinguir los marcados rasgos de Vonnie, sus ojos rasgados, un tanto lupinos, y su pelo castaño dorado, recogido en un moño informal.
Me acodé en la barra a su lado, chocando contra Roger y ofreciéndole mi considerable trasero.
–Joder, Rog –me di la vuelta en la oscuridad–. ¿Es que no te has dado cuenta de que tenemos una emergencia eléctrica entre manos?
Colocó con cuidado la botella en la barra y la acarició con los dedos.
–Estoy… jubilado.
Henry apareció en el otro extremo de la barra, me pasó una Rainier y se dirigió a Roger.
–¿Qué pasa con lo del penique?
Roger se quedó mirándolo mientras trataba de dar con alguna respuesta. Por mi parte, me volví hacia Vonnie.
–¡Hay que ver las cosas que se encuentran en la oscuridad!
Vonnie tomó un sorbo de su chenin blanc. Henry siempre tenía preparada en el frigorífico una botella de ese vino blanco para ella. Yo siempre había querido pedirle que me dejara probarlo, pero nunca me había atrevido. Sus ojos brillaron con dulzura y sus labios se curvaron en una sonrisa cálida y triste.
–Hola, Walter.
A Henry las conversaciones con borrachos no le intimidaban, así que continuó.
–Los fusibles viejos, los grandes, ¿puedo meterles un penique para que funcionen?
Roger se echó a reír.
–Sí, por poder, se puede, pero también puedes cargarte toda la instalación eléctrica de este tugurio de mierda y freírnos a todos.
Sujeté a Roger a la barra para detener el vaivén que había comenzado en cuanto había abierto la boca. Luego fui a buscar un taburete al otro extremo de la barra, para colocarlo –y colocarme– entre él y Vonnie.
–Vonnie… –sus ojos se abrían más de lo habitual cuando te dirigías a ella, para luego cerrarse levemente, como si quisieran capturar lo que habías dicho y retenerlo. Y como estaba empezando a recordar por qué me gustaba tanto, continué–: ¿Ves a ese malvado pagano piel roja al otro lado de la barra? –sus ojos se detuvieron en Henry durante un instante, para luego volver a posarse en los míos–. Cady y él están maquinando algo contra mí.
Sus ojos volvieron a abrirse y después se giró para mirar a Henry.
–¿Es eso cierto, Oso? –me irritaba comprobar que todas las mujeres que conocía tuteaban a Henry tiernamente.
Henry hizo un gesto en mi dirección.
–Hombre blanco decir tonterías.
Ahora estábamos en una cinta en tecnicolor. Yo era Randolph Scott y él era… No sé, uno de esos indios inmensos que al final del tercer rollo estaban muertos o habían recibido una buena paliza.
–Es cierto, está entrenado por el gobierno para participar en este tipo de operaciones encubiertas –y señalé al mapa chamuscado de Vietnam del Sur y del Norte, Laos y Camboya, que había enmarcado en la pared. Sobre el mapa estaban clavados la insignia de Henry de las Fuerzas Especiales, el Corazón Púrpura, la Medalla por Servicio Distinguido del Ejército, la Cruz al Mérito en Vietnam y todo tipo de condecoraciones. También había algunas fotografías en blanco y negro de Henry con los oficiales de la sección de infantería y otra con Lo Chi, su amigo y compañero de equipo, a quien se trajo a Estados Unidos para instalarlo en Los Ángeles. Incluso había una foto donde salíamos Henry y yo con las dos camisas hawaianas más feas de Saigón, durante un permiso de tres días en 1968–. ¿Ves todo lo de la pared? Fue entrenado para ser el mayor de los males de la gente que lo rodea. No hay forma de que un soldado corriente como yo pueda competir contra un capullo endurecido en combate como él –poca gente conocía la oscura historia del Grupo de Operaciones Especiales destinado en Laos, pero las cifras lo decían todo: por cada soldado de las Fuerzas Especiales Americanas caído, los norvietnamitas perdieron entre cien y ciento cincuenta hombres. Oso había formado parte de una de las máquinas de matar más efectivas a ambos lados de la contienda.
Henry levantó la vista y dejó caer la cabeza en la palma de la mano.
–¿Soldado corriente? Lo más cerca que estuvo él de una verdadera batalla fue cuando decidió venirse conmigo a Saigón de permiso –continuó hablando en voz tan queda que apenas yo pude oírlo–. Excepto por Tet…
Dejé a Henry sonsacándole a Roger información gratuita sobre la instalación eléctrica y centré toda mi atención en Vonnie. Ahora miraba fijamente los ojos de cristal de uno de los berrendos disecados que había colgados detrás de la barra.
–Hermosos animales –sus ojos continuaban fijos en el berrendo–. ¿Crees que sienten el dolor de la misma forma que nosotros?
–No.
Se giró para mirarme, parecía un tanto irritada.
–¿De verdad?
–De verdad.
Se quedó mirándome un segundo más y luego, visiblemente decepcionada, se concentró en su copa de vino.
–Entonces, ¿no crees que sientan dolor?
–No, he dicho que no sienten el dolor como nosotros.
–Oh –la sonrisa regresó lentamente–. Por un instante creí que te habías convertido en un gilipollas.
–No, sólo en el hijo de un herrero.
Vonnie continuaba sonriendo y luego asintió.
–Solías venir a nuestra casa con tu padre… Lloyd.
La miré.
–Nadie recuerda su nombre.
–Creo que mi madre estaba un poco enamorada de él.
–Sólo otro Longmire más y sus malas artes. Cuando era muy pequeño, solía acompañarlo cuando iba a herrar caballos. Yo creía que eso tenía que doler, así que se lo pregunté.
–¿Qué te respondió?
–Papá solía hablar usando referencias bíblicas, pero en esa ocasión lo que dijo fue que las bestias del campo no sienten el dolor como los seres humanos. Ese es el precio que tenemos que pagar por tener raciocinio.
Vonnie tomó otro sorbo de vino.
–Es reconfortante saber que somos la especie que más dolor siente.
Entrecerré un ojo y la miré por un segundo.
–¿Eso que oigo es el famoso sarcasmo de la Costa Este?
–No, es la autocompasión de la Costa Este.
–Oh –aquello me sobrepasaba. Puedo hacerme el macho como el que más, pero las conversaciones tensas me cansan en un abrir y cerrar de ojos. Intento mantener el ritmo, pero después de un rato me resultan pesadas.
Puso una mano encima de la mía. Creo que era la mano más caliente que nunca he tocado.
–Walter, ¿estás bien?
Siempre comenzaba así, con un roce y una palabra amable. Antes solía sentir un escozor en los ojos y me faltaba el aliento, pero entonces simplemente me sentí vacío. Los fusibles del deseo se habían fundido y me había quedado sin peniques para salvarme.
–Ah, ¿entonces es que quieres hablar de verdad?
Así que me incliné hacia ella y le conté la verdad.
–Lo único que pasa es que… me siento como anestesiado la mayor parte del tiempo.
Vonnie parpadeó.
–Yo también.
Me sentí como uno de esos tipos de las pelis de guerra, en la trinchera, cuando le preguntan al compañero cuánta munición le queda. «Tengo dos cargadores más, ¿y tú?»
–Sé que se supone que he de hacer cosas, pero es como si me faltase la energía para hacerlas. Me refiero a que llevo tres semanas pensando si le doy la vuelta a la almohada o no.
–Ya sé… –apartó la mirada–. ¿Cómo está Cady?
En ese momento estaba flotando en la blanca superficie del océano de la autocompasión, pero Vonnie acababa de lanzarme un salvavidas para evitar que siguiera avergonzándome a mí mismo. Y llénelo hasta arriba, camarero.
–Está muy bien –miré a Vonnie para comprobar si de verdad le interesaba. Parecía que sí–. Le va estupendamente en Filadelfia.
–Siempre fue una chica especial.
–Sí que lo es –continuamos sentados un momento, dejando que mi orgullo de padre se desinflase para dejar paso a una conversación tranquila y amistosa. Vonnie todavía tenía la mano en mi brazo cuando sonó el teléfono.
–Parece que te ha localizado –y apartó la mano.
Vi que Henry lo dejaba sonar una segunda vez, como tenía costumbre de hacer, para luego levantar el auricular.
–Aquí El Poni Rojo, donde las veladas son largas y maravillosas, ¿en qué puedo ayudarle? –su cara se movió hacia un lado, como si el auricular acabase de golpearle–. Sí, está aquí –estiró el cable por encima de la barra del bar y me pasó el teléfono. Me miró fijamente a los ojos.
Me coloqué el auricular entre la barbilla y el hombro con una mano y con la otra le pegué un trago a la cerveza.
–Hola, palomita mía...
–Hola, caraculo –dijo la voz al otro lado de la línea–. No es una oveja muerta.
Me quedé allí quieto, dejando que el mundo girase unos cuantos grados, después caí en la cuenta y bajé la voz.
–¿Qué tenemos? –todas las miradas del bar estaban puestas en mí.
Bajo su tono de aburrimiento habitual se intuía un entusiasmo que hasta entonces jamás le había escuchado.
–Varón, blanco, de aproximadamente veintiún años de edad... Tiene un orificio de bala, posiblemente perteneciente al calibre 30-06.
Al frotarme los ojos me di cuenta de que me temblaba la mano, así que me la metí en el bolsillo.
–De acuerdo… Llama a la Tienda y diles que envíen a Pequeña Dama.
Se hizo una breve pausa y oí las interferencias de su radio en la 137 al acoplarse con la línea fija de Durant.
–¿Quieres que llame a los Cajeros?
–No, llama a los Chicos de las Bolsas, son de total confianza.
Vic se rió.
–Te esperaré hasta que llegues. Las putas ovejas han estado pisoteando todo. Creo que las muy cabronas se comieron su ropa y también le han cagado encima.
–Genial… Pasado el puente Hudson. ¿Tienes las luces encendidas?
–Sí –hizo una pausa y me quedé oyendo las interferencias–. ¿Walt?
Estaba a punto de colgar el teléfono.
–¿Sí?
–Será mejor que les traigas unas cervezas a Bob y a Billy.
Eso sí que era poco corriente.
–Pues claro –y me dispuse a colgar de nuevo.
–¿Walt?
–¿Sí?
–Es Cody Pritchard.
No hay nada como un muerto para hacerte sentir… distante. Me imagino que los chicos de la gran ciudad, que suelen registrar cuarenta o cincuenta homicidios al año, acaban por acostumbrarse, pero yo no soy así. Siempre he estado rodeado de animales de caza y de ganado, por lo que no soy ajeno a los mecanismos de la muerte. Como rito de paso es digno de cualquier religión: el último escalón, pasar de ser una criatura vertical a una horizontal. Ayer no eras nadie, hoy eres un muerto respetable con bolsas de plástico en las manos atadas con cinta aislante. Yo intento proteger lo que queda de mi humanidad con la falsa seguridad de los vivos y el engañoso ingenio del que mide dos metros y pico y lleva chaleco antibalas. Sí, claro, aunque camine por el valle de las sombras, viviré para siempre, pero si no es así, me apuesto cualquier cosa a que no acabo muriendo solo y recubierto de mierda de oveja en el estado de Wyoming.
Casi habíamos terminado de hacer nuestro trabajo. Ya habíamos asegurado la zona, la habíamos iluminado y estábamos sacando las últimas fotos. Cuando hay un muerto presente, uno desarrolla una actitud chulesca y ve las cosas desde la perspectiva de tú-estás-muerto-y-yo-no-lo-estoy. El cadáver de un animal idéntico a uno mismo tiene algo, me arrastra a una espiral sin escapatoria que saca lo peor de mí y es entonces cuando empiezo a creerme que soy gracioso.
–He estado pensando en organizar un escuadrón ovino de Búsqueda y Rescate –me quité un poco de mierda seca de los pantalones y me la sacudí de las uñas–. Si no me equivoco, trabajarán como esclavas y nunca se quejarán de las condiciones laborales. Y de paso nos desharemos de estos matojos –miré a mi alrededor y vi que los arbustos amarillo lechoso estaban cubiertos de escarcha y mordisqueados por los lanudos testigos que se habían arremolinado al pie de la colina. Llevaba allí nueve horas y el sol empezaba a desplazar los nubarrones grises que se acumulaban al este. La escena del crimen era una pequeña hondonada en mitad de una cresta en forma de corona–. ¿Qué te parece?
T. J. enarcó una ceja sin dejar de mirar su portapapeles.
–Cody Allen Pritchard –la ceja volvió a su sitio y T. J. se centró en el permiso de caza y la cartera adjuntos a los formularios oficiales–. Fecha de nacimiento: 8 del 1 del 81. Es pegadizo.
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