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Iraida se acaba de mudar junto a sus padres a una nueva ciudad en la que no conoce a nadie. Para ganar algo de dinero, empieza a trabajar en una tienda de moda de marcas lujosas, pero pronto se da cuenta de que el ambiente en la tienda es muy competitivo y el resto de trabajadores la ven como a una rival en lugar de una compañera. Sin amigos, cada vez se va sintiendo más sola, pasando los fines de semana encerrada en su habitación. Un día, por casualidad, encuentra un anuncio de una web llamada OnlyFriends que ofrece hacer amigos a cambio de una cuota mensual. Iraida se lo piensa mucho, pero finalmente decide inscribirse. La web promete que personas aparecerán de manera aleatoria e inesperada en la vida de los suscriptores, los cuales no tienen que hacer nada en particular más allá de dejarse llevar por las situaciones. Solo hay una condición: no está permitido preguntarle a nadie si trabajan para OnlyFriends.
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Seitenzahl: 238
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Arturo Padilla de Juan
Saga
Fuera de guión
Copyright © 2017, 2022 Arturo Padilla de Juan and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726959307
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A Dama N. Prayton,
mi musa inspiradora
He pasado de un frío gélido a un calor sofocante.
He pasado del terror más profundo a la felicidad absoluta.
He pasado de querer pisar tierra a querer quedarme suspendida en las alturas.
De repente, un golpe de ventisca nos arrolla con rabia y ruge furioso en mis oídos. Me agarro a la barra con todas mis fuerzas y agacho la cabeza para que los dardos lanzados por el viento no me desgarren la piel.
El telesilla se detiene, estamos rodeados de una masa huracanada de hielo, frío y nieve. Nos balanceamos frenéticamente como un barco en medio de un mar embravecido. A nuestro alrededor resuenan ruidos, chirridos y crujidos metálicos, haciéndose eco del sonido atronador de mi corazón. Un terror mortífero se apodera de mí y se me expande como un gas letal por los pulmones.
¡Vamos a morir! Se me nubla la vista, las uñas me traspasan los guantes, la nieve me lacera la cara, me entran ganas de vomitar, todo me da vueltas. ¡Socorro! Quiero gritar, la nieve me ahoga. ¡Vamos a morir!
—Siempre que tengas dudas, pregunta a tus compañeros. —El jefe me abre la puerta y salgo otra vez a la tienda—. Para cualquier cosa, estoy en el despacho.
Se va y me deja sola ante el peligro. Estoy colapsada con tanta información. Es como si me hubieran inflado un globo dentro del cerebro. ¡No me acuerdo de nada! Me tengo que aprender enseguida las colecciones, las tallas y las referencias. Y yo que pensaba que una tienda tan pija como Leandro Galasso solo tendría cuatro trajes y cuatro corbatas, pero no, tiene de todo, ¡hasta paraguas! A mi madre le encantaría trabajar aquí, estaría en su salsa rodeada de tanta ropa de marca, pero a mí no me llama nada de esto. Soy más feliz con unos tejanos y una camiseta básica.
¡Qué vacía está la tienda! Solo hay una señora mirando vestidos, un hombre probándose un reloj y un matrimonio pagando en caja. No tienen pinta de necesitar ayuda. A ver, ¿qué hago? Todo está perfecto. Más que una tienda, parece que esté en un museo. Entre los maniquís que parecen esculturas y los relojes expuestos en las vitrinas… la tienda está de mírame y no me toques.
Me acerco a los tejanos de mujer. Están alineados en pilas de seis. Cojo unos que me parecen monos. Los despliego. Son bastante normalitos, demasiado estrechos para mi gusto. No sé si me los pondría. ¿Cuánto deben costar? ¡Ciento nueve euros! No pagaría eso ni loca por unos tejanos.
—¿Qué? Alucinando con los precios, ¿no?
Me giro y me encuentro con un compañero de unos veintipocos; alto, moreno y estilizado. Lo he visto al entrar, cuando el jefe me acompañaba a la trastienda, pero solo nos hemos saludado con un hola rápido.
—Me tendré que acostumbrar.
—Tranquila, cuando veas que la gente paga con billetes de quinientos, te acostumbrarás rápido. Y tú acabarás haciendo lo mismo.
Se empieza a reír, supongo que le ha hecho gracia mi reacción. ¡Qué horror de boca! Tiene los dientes torcidos y separados. Con la boca cerrada tenía su qué, pero cuando la abre… Noto en su risa un cierto deje amanerado, es demasiado exagerada y escandalosa.
—Me llamo Dani.
—Iraida.
Nos damos dos besos.
—¿De dónde eres?
—Vivo en Granollers, pero soy de Madrid.
—Espera, ponte aquí. —Me coge de la cintura y me hace dar unos pasos hacia una esquina—. ¡Perfecto! Aquí no se nos ve.
Me señala la cámara que tenemos justo encima. Ni siquiera me había fijado en las cámaras. Es verdad, parece que no se nos ve desde aquí.
—Lo tengo todo controlado. Ahora mismo no aparecemos en ninguna cámara de la tienda. Así Raúl no nos ve sin hacer nada desde su despacho.
—¿Y no puede sospechar?
—Ya, pero no hay pruebas… —Eso lo dice con un tono más grave—. Entonces, ¿eres de Madrid?
—Sí.
—¿Y cuánto llevas por aquí?
—Un mes. Vivo en Granollers porque acaban de trasladar la empresa de mi padre.
—No me gustan los madrileños. Sois muy chulos.
Lo dice con un tono burlón. ¿Quiere provocarme o qué?
—Y los catalanes, unos agarrados. —Es lo primero que se me ocurre.
—Pues yo precisamente no. Cada vez que cobro, me lo gasto todo en ropa y en salir de fiesta. ¿A que sí, Aina?
Otra compañera, bajita y delgada, se acerca a nosotros.
—Eres un vividor. Y después me vienes a pedir dinero.
—Oye, qué mala persona, me estás dejando por los suelos. —Se pone la mano en el pecho haciéndose el ofendido. Ahora se le nota más la pluma—. ¿A ver qué se va a pensar la nueva de mí?
Aprovecho la situación para presentarme a la otra compañera.
—Hola, soy Iraida.
Ella me dirige la mirada por primera vez.
—Aina.
—Encantada.
Nos damos dos besos y se queda callada. Es un poco seca. Yo me esfuerzo por ser simpática.
—Me gusta el colgante que llevas.
Es un colgante plateado que tiene una A. No es que me encante, pero me parece bonito. Quizás sea la manera de entrarle con buen pie.
—¿En serio? —Se lo mira con cara de fastidio—. A mí no me gusta nada. Me lo regalaron mis padres hace un año y solo me lo he puesto tres veces.
Sus palabras de alambre me dejan cortada en pedazos.
—¡Aina, hija, qué rancia eres! ¿No ves que Omaima está intentado ser simpática?
—Se llama Iraida, imbécil.
—¡Uy, es verdad!
Dani suelta una risa exagerada y vuelve a enseñar esos dientes de hiena. A Aina también se le escapa una risilla. Cierro los puños y me clavo las uñas en la palma de las manos. No me gusta la situación que se ha creado. ¿Se están burlando de mí?
—Perdona si te ha molestado —se disculpa Dani juntando las manos en señal de perdón—. Ha sido sin querer.
No quiero malos rollos el primer día, prefiero quitarle hierro al asunto.
—No pasa nada, mi nombre cuesta de recordar.
—Seguro que ahora mismo te estarás cagando en mí.
¿Tanto se me nota? Me siento acorralada por Dani y Aina en esta esquina, ojalá pudiera desaparecer de en medio y aparecer en la otra punta de la tienda. Por suerte, se nos acerca una mujer rusa con un vestido de terciopelo negro y nos pregunta si tenemos una talla más.
—Se lo busco —se ofrece Dani cogiendo el vestido—. Iraida, acompáñame y así vas cogiendo práctica.
El almacén es tan grande como la mitad de la tienda. Me recuerda a un bosque encantado. Todo es gris y sombrío. Las estanterías metálicas parecen enredaderas de hierro que se retuercen sobre murallas en ruinas y las cajas amontonadas en el suelo son troncos de árboles centenarios.
Dani se detiene en el último pasillo. Me da el vestido y me explica cómo van las referencias de la etiqueta. Parece majo y todo. ¡Qué cambios de personalidad!
Coge una escalera y sube los peldaños hasta encontrar más vestidos como el que tenemos. Descuelga uno y baja las escaleras con la habilidad de un niño.
—La rusa necesita una cuarenta y dos, pero como no tenemos su talla, le encasquetamos una más, a ver si cuela.
Se dirige a la puerta, pero se detiene ante una estantería y abre un cajón metálico. Dentro hay alarmas y pinchos.
—Supongo que ya te lo habrá explicado Raúl: siempre hay que alarmar la prenda antes de salir. Ten cuidado a la hora de clavar el pincho, hay que buscar primero las costuras para no cargarse la tela. —Dobla el vestido del revés y clava el pincho en una costura.
—¿Roban mucho en la tienda? —se me ocurre decir.
Dani me mira fijamente. Sus ojos negros me intimidan.
—¿A qué viene esa pregunta?
Me habla con desconfianza. No sé por qué, pero se ha puesto a la defensiva. ¿Qué le ha molestado? La pregunta iba sin segundas. No lo entiendo. Tiene unos cambios de humor muy bruscos, nunca sabes cómo le pueden sentar las cosas.
—Solo es curiosidad.
—Si cada uno hace su trabajo, no tiene por qué pasar nada.
Salimos del almacén. La rusa nos está esperando con impaciencia, pero sonríe cuando coge el vestido.
—Esta es su talla. —¡Qué falso que es Dani! Le está dando una talla de más—. Si necesita cualquier cosa, no dude en avisarme.
La acompaña al probador y le cierra la cortina. Da la imagen de un chico encantador cuando se lo propone, pero es pura apariencia. Hay algo en él que no me transmite confianza, algo oscuro que no me acaba de convencer.
Tengo en la mano el vestido que no le valía a la rusa. ¿Qué hago? A ver si consigo encontrar dónde va. Recorro la tienda con el vestido doblado bajo el brazo. Por más vueltas que doy, no hay manera de encontrar su sitio. Veo vestidos de todos los colores menos en negro. ¿Se puede saber dónde va? Me sudan las manos. Dani y Aina seguro que me están observando y se están riendo de mí. No los quiero ni mirar. ¡Qué vergüenza! Debo parecer imbécil paseando un vestido por toda la tienda. Voy corriendo vestidos en los colgadores cada vez con más fuerza. Lo que parece un vestido es una blusa, lo que parece terciopelo es algodón y lo que parece negro es azul marino.
Me doy por vencida.
—¿Necesitas ayuda? —me dice una voz con acento extranjero.
Me giro y me encuentro con la compañera de caja, una rubia alta, esbelta y de ojos azules. Tiene un tipazo estupendo. ¡Qué envidia!, parece una modelo.
—Estoy buscando dónde colgar este vestido.
—¡Ah, es fácil! Va aquí.
Me lo coge y me lo cuelga en el mueble que tengo enfrente. ¡Enfrente! Ahí, junto con los otros vestidos negros de terciopelo. Un calambre me requema las terminaciones nerviosas. ¡Más tonta no puedo ser!
—He pasado veinte veces por delante.
Ella sonríe mientras se apoya en un mueble y se cruza de piernas. ¡Hasta le sienta bien el uniforme de camareros que llevamos!
—Los primeros días es normal. —Me sonríe—. Por cierto, soy Katia.
—Iraida.
—¿Irradia?
—No, Iraida.
—En ruso tenemos un nombre parecido, Irinushka.
No quiero seguir hablando de mi nombre. Ya he tenido suficiente por hoy.
—¿Eres rusa? Nunca había conocido a ninguna. ¿Cuánto tiempo llevas en Barcelona?
—No mucho, seis meses. Vine por trabajo. Cuando cumplí los dieciocho, mis padres me dejaron venir sola para Barcelona.
—Has sido valiente.
—Lo sé.
—Yo no me imagino haciendo lo que tú has hecho. Y mira que somos de la misma edad. Yo también tengo dieciocho.
Dani nos interrumpe y avisa a Katia de que una señora está esperando en caja para pagar. Es la mujer rusa del vestido de terciopelo negro. Al final Dani se lo ha encasquetado.
—Bueno, encantada —me dice.
—Igualmente.
Me ha caído bien Katia. Es una chica que podría ir de creída, pero lo poco que he hablado con ella me ha parecido bastante simpática.
Me pongo a ordenar guantes, pañuelos y un revoltijo de complementos que hay en un mueble del centro de la tienda. Me doy cuenta de que unos guantes no están alarmados.
Los cojo y voy al almacén.
Abro el cajón donde están las alarmas y los pinchos. Espero no liarla. Clavo el pincho con cuidado y le pongo la alarma como me ha enseñado Dani. Salgo con los guantes alarmados y los coloco donde tienen que ir. Al menos he hecho algo bien.
Veo que Aina se me acerca con cara de estreñida. Se me pone delante y coge los guantes que acabo de alarmar. Se los mira una y otra vez. ¡Uy! ¿Qué he hecho mal? A ver si me los he cargado sin querer…
—Aina, ¿están bien?
Tarda unos segundos en responderme. Alza una ceja y me mira con cara de palo.
—¿Nadie te ha explicado cómo se pone una alarma?
—Sí, Dani.
Me estrujo la falda nerviosa.
—¿Y no te ha quedado claro que el pincho se clava en la costura? —me dice muy cortante.
—¡Uy! Es verdad...
Me enseña los guantes soltando un bufido.
—¿Y dónde ves el pincho?
¡Vaya cagada! La alarma está justo en la palma de los guantes. Noto cómo el color se me escapa de la cara.
—Lo siento.
—Con decir lo siento no vale. Estos guantes van directos a la basura. ¿Quién se los va a comprar con un agujero en medio? —Me los da—. Ya los puedes llevar al almacén y dejarlos en la caja de taras.
Me da la espalda y se va. Se cruza con Dani, que acaba de aparecer de la nada.
—La nueva se ha cargado unos guantes —oigo que le dice bajito—. Esta no dura ni dos días.
Dani me mira de reojo con esa sonrisilla de rata.
Me arde la cara, seguro que me ha vuelto el color de golpe.
Entro en el lavabo de la trastienda y me siento en la taza del váter. Me invaden las lágrimas. ¡Qué mal, qué mal, qué mal! Soy lo peor. ¡Me quiero ir! Aquí no pinto nada. Aunque si me largo, mi madre se lleva un buen disgusto.
Me quedo unos segundos recomponiéndome. Me vienen a la memoria la sonrisilla hipócrita de Dani y la mirada despectiva de Aina. No, no puedo darles la satisfacción de rendirme.
Me levanto y me miro en el espejo. Tengo las cuencas ensombrecidas y los ojos vidriosos. Me refresco la cara en el lavamanos. Me equivoco mucho, demasiado…, pero puedo aprender.
Espero no cagarla de nuevo.
Raúl, el jefe, me llama a la trastienda cuando se acercan las seis. ¿Qué querrá? Me tiemblan las piernas. ¿Y si me dice algo de los guantes? ¿Y si me quiere echar? Entro en el pequeño descansillo donde tenemos la máquina del café. Por ahí pasamos todos para ir al almacén, al vestidor o al lavabo. Raúl está serio. Las piernas me tiemblan como un tractor en arranque.
Me señala los horarios que ha colgado en la pared del resto de semana y de la que viene. Si aparezco, significa que no me echa… Me explica que mañana me tocará cierre junto con Dani, Aina y Katia. Voy a coincidir muchas horas con ellos en los próximos días.
—¿Cómo ha ido hoy?
Su pregunta me pilla desprevenida. ¿No tiene trampa?
—Eh… bien. Ha sido una tarde tranquila.
—Estos días serán tranquilos, pero ya verás cómo cambian las cosas el fin de semana. —Mira la hora, son las seis en punto—. Ya puedes cambiarte.
Suspiro aliviada. Y yo pensando que me despediría… He sobrevivido al primer día. Las piernas se me relajan. Entro en el vestidor. Apenas hay espacio para moverse entre los monitores de las cámaras y las taquillas para cambiarnos. Me quito la camisa y la falda de camarera, los cuelgo en mi taquilla y me pongo los tejanos, el jersey y el abrigo. Cojo el bolso y me aseguro de que esté todo en su sitio. ¡Ya estoy lista!
Salgo del vestidor.
—Iraida.
Otra vez el jefe.
¡Ay, ay, ay! Seguro que ahora viene la bronca.
—Enséñame el bolso, por favor.
Me quedo petrificada. ¿Es que no se fía de mí? El corazón me late deprisa. ¿Se piensa que me he llevado algo? Le abro el bolso y se lo enseño temblequeando. Los Tampax, el pintalabios, los pañuelos… todo está desparramado. ¡Qué vergüenza!
—Bien —dice después de echar un vistazo rápido—. Esto es una norma de Galasso. Siempre me tendréis que enseñar el bolso antes de salir. Si yo no estuviera, os lo tenéis que enseñar entre vosotros.
¡Estoy sofocada! Necesito salir y que me dé el aire. Cuando el jefe acaba, me despido de él y abro la puerta. Dani, Aina y Katia todavía no se van porque trabajan de jornada completa. Me gustaría pasar desapercibida, pero tengo que ser educada. Digo adiós con la mano. Katia y Dani también me dicen adiós, pero Aina se hace la despistada. ¡Qué borde!
Son las seis y prácticamente ha oscurecido. Se nota que se acerca el invierno y que los días son cada vez más cortos. No tengo prisa por llegar a casa, necesito desconectar un rato. Paseo por la calle principal de La Roca Village.
¿Se puede saber qué le he hecho a Aina? Me gustaría preguntarle si tiene algún problema conmigo, pero prefiero no dar que hablar. Ellos pasan muchas horas juntos y me pondrían de vuelta y media. ¿Y si no vuelvo? No, no puedo. Entonces mi padre tendría razón cuando dice que nunca acabo lo que empiezo. Y me volvería a recordar que no aguanté ni dos meses en la carrera de Administración y dirección de empresas. La empecé porque él me insistió. Sé que me quería colocar en la compañía de seguros, pero las finanzas no son lo mío, así que ahora no puedo dejar la tienda, tengo que demostrar a mis padres que no soy la típica niña de papá.
Camino dejándome llevar por la marea de gente. La Roca Village es un centro comercial diferente a los demás. Es como un pueblo ficticio donde cada casa es una tienda. Lo encuentro muy currado, la verdad, todas las casas tienen balcones de hierro, farolas antiguas y macetas de flores. También hay plazas y fuentes. Algunas tiendas ya han colocado la decoración navideña en los escaparates. Gucci, Loewe, Dior, Versace, Burberry… ¡Qué precios, por favor! Aunque sea un centro comercial outlet, los precios siguen estando por las nubes. Está claro que este lugar está hecho para turistas…
—¿Cómo te ha ido?
Mi madre está expectante. ¿Qué le contesto? ¿Que no me he enterado de la mitad de las explicaciones del jefe? ¿Que se me han hecho las horas eternas? ¿Qué una compañera no me puede ni ver?
—Bien —respondo sin ganas de entrar en detalles—. Un poco cansada.
Sé que mi madre todavía quiere saber más. Me sigue preguntando qué ropa hay, cuánto cuesta y cosas por el estilo. Aunque no me apetece hablar del trabajo, le doy unas mínimas explicaciones para que no intuya que me gustaría dejarlo. ¡Después de haberme convencido para que echara currículums en La Roca Village! Cuando ya no sé qué más explicarle, me voy a la habitación y me tumbo en la cama.
Tengo ganas de llorar. No sé exactamente por qué, pero me siento triste. Tenía tanta ilusión de conocer gente nueva…, pensaba que podría hacer amigos y empezar de cero, pero no ha sido así. Katia ha sido la única simpática, aunque creo que es simpática con todo el mundo. Dani, una de cal y otra de arena; se ha estado cachondeando de mí, pero después ha tenido el detalle de enseñarme cómo buscar un vestido; pero no me acaba de gustar. Y con Aina no sé qué pasa. Todavía no la conozco bien, quizás le cueste coger confianza con la gente.
Me levanto de la cama y miro el móvil. Ningún mensaje nuevo en todo el día. Me recorre una tímida lágrima por la mejilla. Quiero llamar a alguien, pero ¿a quién? Deslizo el dedo por la pantalla táctil y voy bajando la lista de contactos. Todos son familia y conocidos. Llego a María. Hace años que no hablamos. Era mi mejor amiga del cole, pero cambió tanto en el instituto... Estaba demasiado pendiente de los chicos y yo dejé de interesarla, éramos demasiado diferentes y nos acabamos convirtiendo en unas desconocidas. ¿Qué sentido tendría que la llamara ahora?
Deslizo el dedo por los nombres de Paula y Sandra. Me llevaba bien con ellas en bachillerato, pero después he perdido el contacto. En realidad, nos juntábamos porque estábamos solas, no porque fuéramos amigas, y no tengo las confianzas como para llamarlas después de un año. No sé nada de ellas… Lo último, que se echaron novio. Quizás eso necesitaría yo, un novio que me entendiera, aunque lo veo tan imposible... ¿Cómo se va a fijar alguien en mí?
Necesito distraerme. Una película me irá bien.
Enciendo el portátil, lo pongo en la almohada y busco en Google las películas más taquilleras del año. Me aparece una web que las ordena en un ranking de veinte. Clico ahí. En cuanto visualizo la página, me asaltan varios anuncios emergentes. ¡Qué rabia! Eso me pasa por no tener el antivirus actualizado. Voy cerrando los anuncios uno a uno. Reducir peso, apuestas por internet, conocer nuevos amigos… Un escalofrío me sacude la columna. Releo el anuncio: “¿Quieres conocer nuevos amigos? Encuéntralos en OnlyFriends”. Y aparece la foto de tres chicas sonrientes tumbadas en el césped. Sitúo el ratón encima de la foto. Se las ve tan felices… ¡Qué tonta que soy! Seguro que esas tres chicas ni siquiera se conocen, solo son tres caras bonitas que sirven de gancho para el anuncio. Seguro que se trata de una web para conocer amigos a través de internet. Siempre he criticado a las personas que tienen muchos amigos en las redes sociales y que después no saben relacionarse en persona. Yo no quiero que eso me pase a mí. Yo quiero amigos reales.
Sitúo la flecha en la pestaña de la X.
Los amigos no se consiguen con un clic.
Cierro el anuncio. Las tres caras sonrientes desaparecen.
Me quedo ante el ranking de películas. Clico la primera de la lista sin prestar atención al título. Tiene pinta de ser de miedo. Quiero distraerme con lo que sea. Elijo la opción de ver la película online, me tumbo en la cama y apoyo la cara sobre las manos cerradas en puños. Como la película sea mala, me voy a quedar dormida. Por si acaso, mejor me desmaquillo primero.
Me levanto y enciendo la luz del lavabo. El espejo me devuelve el reflejo de una chica de piel morena y ojos verdes con una expresión triste, unos labios que hace mucho tiempo que dejaron de sonreír. Cojo una toallita y me desmaquillo la línea de ojos.
Mi imagen se desdibuja en el espejo.
Me doy cuenta de que estoy llorando.
Aparco enfrente de la estación de bus.
Un tropel de chinos baja de un autocar y se va amontonando alrededor de un guía. ¡Qué contentos se les ve! Casi todos llevan cámaras de fotos. No entiendo cómo les puede hacer ilusión pasar un día de compras en La Roca Village. Las agencias de viajes se lo venden como una excursión organizada, pero van a comprar.
Camino por la plaza de la entrada. Hoy está más transitada que ayer. Dos trabajadores montan una escultura gigante con láminas de hierro: parece una especie de búho, más que nada, por las orejas puntiagudas y los ojos redondos. ¿Qué pinta un búho en el centro comercial? Supongo que debe formar parte de la decoración navideña.
Me tropiezo con un chico.
Me disculpo casi sin mirarle y sigo caminando. ¡Mira que soy torpe!
—Ten, se te ha caído esto —escucho a mis espaldas.
El chico ha venido hasta mí y me entrega el monedero. Me palpo los bolsillos sorprendida. ¡Qué tonta!
—Gracias.
El chico me sonríe. Es guapo. Tiene una sonrisa perfecta que contrasta con su piel bronceada.
—Ve con cuidado —me advierte guiñándome un ojo.
Y se va. ¡Qué majo! Ya quedan pocos chicos así. Ya podría trabajar en mi tienda.
Me detengo ante la entrada de Leandro Galasso. Cierro los puños e inspiro fuerte. Va, Iraida, tú puedes. Sé simpática con Aina y Dani, pero búscate algo que hacer en donde sea. Solo van a ser cuatro horas.
¡Cuatro horas!
Entro.
La tienda está bastante animada. Se nota que es viernes. Katia está cobrando en caja y los otros dos están atendiendo. Mejor, así no tengo que forzar un saludo. Me cambio en el vestidor y abro la puerta.
—¡Iraida!
Raúl me llama desde el almacén. Su voz me paraliza. ¿Qué he hecho? Cuando me acerco, me presenta a Roger, el responsable del almacén, y a Elena, la encargada. ¡Menos mal que solo era eso! Después se despide de nosotros, se pone el abrigo y se marcha.
Me quedo con Roger y Elena.
Roger me dice que le pregunte si tengo dudas, pero le digo que lo tengo todo más o menos claro. Como mínimo, este chico cumple el protocolo. Enseguida nos deja y se pone de espaldas para abrir cajas. No está mal. Tiene los hombros y la espalda anchos, pero el culo le falla un poco. Demasiado estrecho. No me gustan los chicos tan desproporcionados. La encargada, una mujer de unos cuarenta años, se queda conmigo y me explica el género nuevo que ha llegado a la tienda, básicamente guantes, bufandas y gorros. Me habla mecánicamente, como una muñeca que siempre repite las mismas frases cuando le aprietas un botón. Me va enseñando las estanterías del almacén con lo nuevo que han traído. Tiene la manicura francesa. ¿Cómo podrá doblar ropa con esas uñas? No me la veo.
—Si necesitas ayuda, ya sabes dónde estoy —me dice.
¡No quiero salir! Preferiría que me repitiera mil veces lo mismo antes que salir. Abro la puerta que da a la tienda temblando. Ahora apenas hay gente. Dani, Aina y Katia han formado un corrillo en la esquina de los tejanos de mujer. El ángulo muerto de las cámaras. ¡Peligro! Espero que no se den cuenta de mi presencia.
—¡Ey, Iraida, ven!
¡Oh no! Dani no ha tardado ni un segundo en verme. ¿Para qué me necesitáis? No tengo más remedio que ir. A ver con qué me sale ahora.
—¿Te vienes esta noche de fiesta? Hemos pensado ir al Bora Bora.
¿Al Bora Bora? Debe ser una discoteca, pero no sé dónde está. Mejor no lo pregunto, no quiero quedar como la cateta. No me gustan las discotecas y no me apetece salir con ellos, pero les tengo que poner alguna excusa… ¡Qué presión! Todas las miradas están centradas en mí. ¿Y ahora qué digo?
—No tenía pensado salir esta noche.
—¡Ah! Tú eres de las que se quedan en casa los findes, ¿a que sí?
Dani quiere provocarme. ¿Cómo puedo dejarles claro que no me apetece salir con ellos?
—Va, tía, anímate —me insiste Katia—. Vamos todos después del trabajo. Lo pasaremos bien.
Katia me lo está poniendo aún más difícil. Ella es la única con quien me sentiría cómoda. Pero, ¿qué pinto con Dani y Aina de fiesta? Absolutamente nada. Si voy, sería porque va Katia. ¡Ay, no sé! No me apetece, pero si digo que no, voy a ser la rara del grupo.
—Si no te quieres venir, no lo hagas por compromiso, ¡eh! —presiona Dani.
Estoy tardando demasiado en contestar.
—De acuerdo.
—¡Así me gusta! —Dani me rodea con un brazo la cintura. ¿Y esas confianzas?—. Tenemos que enseñarle a la madrileña cómo la liamos los catalanes.
¿Qué he hecho? Ahora ya no me puedo echar atrás. La que me espera…
—Tú no le hagas caso. —Katia lo aparta de mí—. Ya verás, lo pasaremos bien.
—Esta noche, triunfamos todos. Quedamos a las once en el aparcamiento de afuera, ¿vale? Somos cinco con Roger, podemos ir todos en mi coche.
—Ni hablar, Dani, lo llevo yo. —Aina es la primera vez que se pronuncia desde que he llegado—. No me fío de ti borracho.
—Habló la santita —replica con retintín—, pero como quieras. —Nos mira a los demás y nos da varias palmadas—. ¡Vamos! Ahora a trabajar, que aquí el único que curra soy yo.
Nos dispersamos por la tienda. ¿Por qué habré dicho que sí? Esta noche puede pasar de todo.
La tienda está llena de gente. No paran de entrar y salir turistas que lo revuelven todo, sobre todo, chinos. Me quedo en la zona de zapatos y los empiezo a ordenar por modelos.
Aina no me ha dirigido la palabra en toda la conversación. Es súper incómodo estar en un grupo con una persona que te evita por completo… ¿Qué le habré hecho?