Gente que baila - Norberto Soares - E-Book

Gente que baila E-Book

Norberto Soares

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"Gente que baila es un libro único en el sentido más preciso de la palabra: no se parece a nada (aunque fue hecho con todas las lecturas); está a la altura de las altísimas exigencias que Soares solía imponer a los demás cuando leía sus libros (o imaginaba los propios) y tiene una cualidad epifánica que se percibe al leer cualquiera de sus páginas. A diferencia de las rígidas reglas del género, en estos cuentos lo central son los personajes y no las situaciones; son relatos de pocas páginas pero tienden a expandirse y han sido escritos como si fueran novelas. Los protagonistas se multiplican y se entreveran, sus biografías están narradas con gracia y fuerte densidad histórica; sin embargo, la situación narrativa básica es siempre la misma: un narrador, enconado y romántico, recuerda a la mujer que ha amado y que ha perdido" (Del prólogo de Ricardo Piglia).

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Norberto Soares

Gente que baila

“Gente que baila es un libro único en el sentido más preciso de la palabra: no se parece a nada (aunque fue hecho con todas las lecturas); está a la altura de las altísimas exigencias que Soares solía imponer a los demás cuando leía sus libros (o imaginaba los propios) y tiene una cualidad epifánica que se percibe al leer cualquiera de sus páginas.

A diferencia de las rígidas reglas del género, en estos cuentos lo central son los personajes y no las situaciones; son relatos de pocas páginas pero tienden a expandirse y han sido escritos como si fueran novelas. Los protagonistas se multiplican y se entreveran, sus biografías están narradas con gracia y fuerte densidad histórica; sin embargo, la situación narrativa básica es siempre la misma: un narrador, enconado y romántico, recuerda a la mujer que ha amado y que ha perdido.”

Del prólogo de Ricardo Piglia

NORBERTO SOARES (Buenos Aires, 1944-1999)

Fue escritor y periodista. Escribió sobre cultura en los diarios La Opinión, El Cronista y Página/12; en las revistas Primera Plana, Cinégrafo y El Periodista de Buenos Aires; y en el periódico cooperativo Acción. Publicó además artículos críticos y relatos en diversos diarios y revistas argentinos y del extranjero. Su libro de cuentos Gente que baila apareció en 1993 y es el único publicado.

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorPrólogoDedicatoriaUna historia de amorLas mujeres son distintasEl 17 de marzoEva Fischer se dirige hacia la felicidadClausenCaseteLuna Cassorla, naranjo en florCréditos

Serie del Recienvenido

dirigida por

RICARDO PIGLIA

La Serie del Recienvenido propone al lector grandes obras de la literatura argentina de las últimas décadas del siglo XX, seleccionadas y prologadas por Ricardo Piglia. Los libros que conforman la serie han sido elegidos de acuerdo a la presencia —y la actualidad— que estas obras tienen en la literatura del presente. En un sentido estos libros han anticipado —o promovido— temas y formas que tienen un lugar destacado en la narrativa contemporánea. Siempre recién venidos, los títulos de la colección están en diálogo y en sincronía con las propuestas más novedosas de la literatura actual.

Prólogo

A veces, pienso en Norberto Soares; puede ser una música en la ciudad o los tonos de la prosa del libro que estoy leyendo o la figura vacilante de alguien que se aleja en la noche, y entonces, pienso en Norberto Soares. Nos veíamos con cierta frecuencia en los años setenta, a veces iba a comer a su departamento de Rivadavia y José María Moreno o nos encontrábamos en los restaurantes del centro y siempre estábamos discutiendo de literatura. Soares ayudó a muchos escritores en aquel tiempo y escribió asiduamente sobre ellos en las páginas culturales de los diarios y las revistas de la época. Osvaldo Lamborghini, Antonio Dal Masetto, Osvaldo Soriano, Luis Gusmán, entre otros, le deben mucho a su entusiasmo, y sus amigos más cercanos —María Moreno, Jorge Di Paola, Miguel Briante— disfrutaban de su ironía ácida y de su resentida —o vengativa— generosidad.

Estaba siempre anunciando libros que nunca escribía; los contaba a la perfección —y recitaba sus mejores páginas— en los bares, donde bebía hasta la madrugada, o en las caminatas nocturnas por las calles vacías. También era capaz de comentar con lucidez criminal los relatos que sus amigos todavía no habían escrito pero le resumían o le anticipaban con entusiasmo; Soares tomaba en serio esos textos virtuales, los analizaba, los corregía, los mejoraba, les hacía un minucioso editing oral: todo sucedía en el territorio de lo que monsieur Teste llamaba “la literatura no empírica”.

Norberto Soares parecía destinado a convertirse en nuestro Roberto Bazlen, el mítico y legendario lector de Trieste, extraordinario escritor sin obra, que fue inmortalizado por Roberto Calasso y narrado con fervor por Daniele Del Giudice en su novela El estadio de Wimbledon. María Moreno, por su parte, describió a Soares con amor e ironía en algunas de las mejores páginas de su autobiografía La pasarela del alcohol. (Tuvimos en Buenos Aires varios héroes que podían haber figurado en el libro de Vila-Matas sobre los herederos de Bartleby: el luminoso Enrique Pezzoni, el profesor Raúl Sciarretta, el maestro de Hegel, Raúl Pannunzio, sabios secretos, genios orales, conversadores inimitables, autores sin obra, locuaces y lúcidos; Soares parecía —o quería— ser uno de ellos.)

Sin embargo, contra toda esperanza, en 1993, al filo de los 50 años, Soares publicó un extraordinario libro de cuentos y su Calasso fue Luis Chitarroni (un Calasso menos afectado, menos deliberadamente “fino” y más generoso). Gente que baila es un libro único en el sentido más preciso de la palabra: no se parece a nada (aunque fue hecho con todas las lecturas); está a la altura de las altísimas exigencias que Soares solía imponer a los demás cuando leía sus libros (o imaginaba los propios) y tiene una cualidad epifánica que se percibe al leer cualquiera de sus páginas. El destino quiso que Soares muriera pocos años después: su primer libro fue su último libro.

 

Las óperas primas son un género en sí mismo, quien las escribe no es todavía un escritor, aunque juegue a serlo en todos los cafés de la ciudad. Está por ser admitido —o no— en la cautiva serie incierta de los nuevos escritores. “Siempre hay un renacuajo nuevo en la charca literaria”, se mofaba Louis-Ferdinand Céline. Pero al escribir estos cuentos, Norberto Soares ya era un viejo sapo experimentado que croaba, sabiamente, en la orilla de los lagos de Palermo.

A diferencia de las rígidas reglas del género, en estos cuentos lo central son los personajes y no las situaciones; son relatos de pocas páginas pero tienden a expandirse y han sido escritos como si fueran novelas. Los protagonistas se multiplican y se entreveran, sus biografías están narradas con gracia y fuerte densidad histórica; sin embargo, la situación narrativa básica es siempre la misma: un narrador, enconado y romántico, recuerda a la mujer que ha amado y que ha perdido. De hecho, todos los cuentos del libro empiezan igual (con el nombre de una mujer que es convocada e interpelada por el relato): a partir de esa escena inicial la narración se fragmenta como un caleidoscopio y se abre en todas direcciones, con el esplendor de una estrella fugaz. El humor de la prosa de Soares es explosivo, con toques de un costumbrismo sangriento: es eficaz, nunca es autocomplaciente; por momentos parece reproducir el tono sorprendido de un suicida que fracasa una y otra vez en su intento de matarse y vive atado a la idea fija de la muerte que no lo deja vivir.

He recordado al autor de estos cuentos sencillamente porque los que lean este prólogo tendrán el libro en sus manos: en una época en la que solo se habla de los escritores (pero no de su obra) y son los escritores los que viajan (pero no los libros) he querido recordar a un autor que durante años anunció a sus incrédulos amigos literatos su decisión de escribir el mejor libro posible y que al final —hecho heroico— logró escribir un libro mejor que el que había imaginado para ellos.

 

Ricardo Piglia

Agosto de 2013

Para Beatriz Morales Delgado,

Lucas y Eva Soares

y Gerardo Maeso

Una historia de amor

Toni Pollack llegó desde la guerra.

No vino desde este o aquel país; no bajó de un barco preciso en el puerto de Buenos Aires; no preguntó con señas, agitando un papelito garabateado, cuál era el colectivo que podía acercarla a Villa Crespo. “Vengo de la guerra”, decía, suavizando la dureza de las erres con una ge estirada.

Para ella no hubo países en guerra. La misma guerra había sido un vasto país sin fronteras, móvil y turbulento, por el que se desplazaban millones de hombres desenfrenados, armados hasta los dientes, movidos por el simple y enigmático proyecto de hacerle a Toni la vida imposible. (Estaba convencida. Debe seguir estándolo.) Más aún. No solo la geografía había desaparecido para Toni en su versión de la guerra, sino que su propio cuerpo había sido obligado a ocupar el lugar vacante de los campos cenicientos, las ciudades en llamas, los ghettos pavorosos, los frentes y las retaguardias de las nieves de Europa y las arenas de África.

Todo su cuerpo era una figura abstracta dibujada con marcas, cicatrices y números. Cada uno tenía lugar, fecha y nombre. Era como si la guerra hubiese arrasado con pueblos, ciudades, hombres, animales, puentes y monumentos, para fundar con los despojos de esa tarea fúnebre una nueva tierra llamada Toni.

Era un mapa parlante con historia y voz propias, la réplica humana de un país desdichado. Y yo le creí. Si no lo hubiera hecho tendrían que condenarme por alta traición. Toni era mi patria.

Toni llegó a Polonia desde Alemania, con su traje de novia en la maleta, aquel día fatídico del año 39, cuando Hitler ordenó la invasión. Pasó una tarde maravillosa con el banquero de Varsovia con quien iba a casarse y comieron juntos en el hotel, acompañados por la hermana menor de Toni —nueve años—, una sordomuda que quedó a su cargo cuando el resto de la familia se desbandó en la Noche de los Cristales.

Toni era una judía alemana grande y blanca, de pelo corto y colorado como su boca y el armazón gatuno de sus anteojos. (Empiezo a recordarla por esas cosas pero será inolvidable por sus ojos, dos círculos claros que se movían sin pausa.) Era atropelladora y autoritaria. Esa noche dijo no y salió a despedir al hombre hasta la puerta del hotel. En ese minuto, la división más avanzada del ejército invasor, la que había reclutado a los hombres más crapulosos, avanzaba hacia ellos a través de la niebla. Al banquero lo mataron a culatazos. A ella la violaron y la dejaron idiotizada junto al cadáver.

Juntó fuerzas, entró al hotel, amontonó ropa en dos valijas y se fue con la chica, sin destino fijo. Vagabundearon un par de meses durmiendo y comiendo donde podían. Una mañana gélida, las dos mujeres esperaban en una estación desierta un tren con destino norte. En el andén paralelo, un soldado alemán esperaba otro tren con destino sur. Toni era una confusa suma de necesidades: tenía hambre, un miedo feroz y sed de amor. En un gesto del soldado alemán descifró una promesa, un remanso y un porvenir. Dejó a la hermana sentada en un banco (no la vio más), cruzó el andén y subió al tren con destino sur.

Lloró durante el viaje. Se tranquilizó cuando llegaron a la pieza de un hotel. Creyó en la felicidad hasta esa larga hora durante la cual él le pegó salvajemente, acusándola, borracho, de cosas incomprensibles en un idioma también incomprensible. El dueño del hotel —un judío astuto y duro— la curó y la protegió. Le dio trabajo, plata, ropas nuevas, documentos falsos, y le despejó la ruta a Vichy. Toni se instaló en un hotel barato de Vichy, con su nombre nuevo, un suave idioma y un trabajo turbio.

El viejo Josef Spatz se embarcaba en ese momento rumbo a Buenos Aires irreversiblemente loco, ya sin deseos ni esperanzas. Una joven tejedora italiana de la calle Aguirre al seiscientos, en Villa Crespo, se negaba, sin convicción, en la pieza alta de un taller textil, debatiéndose entre el chasquido seco de las lanzaderas y las manos hábiles de su cuñado.

Toni salió del hotel entregada a su nuevo destino cuando caía París. Le cosieron en sus ropas una estrella amarilla y la obligaron a ir cada mañana, junto a una muchedumbre desamparada, a un edificio gris donde burócratas de uniforme la interrogaban acerca de cosas incomprensibles en un idioma conocido.

Una noche llegó tarde al hotel. Abrió la puerta, manoteó la luz y pegó un alarido. El hombre dormido en la cama saltó como un gato y se puso a gritar con ella hasta que se reconocieron. Volvió a darle plata, ropas, documentos falsos y París como destino.

En un departamento austero, de cuartos amplios, muebles antiguos, largas y pesadas arañas, platería reluciente y pinturas renacentistas, la recibió una mujer alta, el pelo blanco corto y tirante, que compensaba su leve renguera con un bastón de caña oscura. Dos noches después, los muebles estaban hechos pedazos, la platería embalada desordenadamente y la mujer de pelo blanco derrumbada en un sillón, la cara deshecha a golpes, rodeada de hombres de gris que la apuntaban con armas largas y un redondel de otros hombres que apuntaban también, desde la baranda de madera de la planta alta. Volvieron a interrogarla, la recluyeron en una pieza estrecha, fría y oscura, sin agua y sin comida. Esperó confiada la llegada del hombre providencial, juró ser más hábil de ahí en adelante y terminó en un campo de concentración oculto en una selva, que parecía trasplantado de algún país tropical, con sus días ardientes y sus noches azules.

Fue un respiro. La disciplina del campo tenía una curiosa relación simétrica con el clima. Era desganada, promiscua y permisiva. En el campo, Toni conoció a otro prisionero compatriota suyo, un excomerciante tímido, de rasgos bondadosos, que creía en el perdón universal y olía a Chanel número cinco. Se enamoró de Toni más allá de lo previsible. Le confesó que lo único que había podido llevarse de su casa antes de que lo metieran a patadas en un vagón de tren fue el frasquito de Chanel. Lo conservó a lo largo del complicado itinerario de su martirio. Era su única pertenencia y el insospechado puntal de su voluntad. Se amaron seguido en las noches del campo y él le regaló el frasquito. (Toni jamás usó otro perfume; con el frasquito se hizo un pendiente que no dejó de llevar un solo día.)

La paz duró poco. Se acabó una noche cerrada, cuando una jauría de hombres oscuros y metálicos, lanzados desde la maleza, pasó a cuchillo a toda cosa viva que andaba por el campo. Cubierta por un montón de cadáveres, apenas rasguñada, Toni contuvo la respiración por varios minutos interminables. Cuando la turba volvió a perderse en la maleza, se sacó de encima los cadáveres y corrió fuera de los límites del campo.

Frenó la carrera al borde de un arroyo rodeado por árboles y un pasto alto y fresco. Se sentía libre después de muchos años, extrañamente alegre, con hambre y con sueño. Antes de dormirse, con la mirada fija en el círculo brillante que ondulaba en el agua, Toni pidió, con una oración improvisada y personal, que se le concediera un solo deseo. Quería vivir —lo quería rabiosamente— en un país próspero y pacífico, desprovisto de odio contra su pasado, capaz de mirar al futuro de frente, sin miedo y con grandeza, poblado por gente despreocupada y alegre. Un país donde el poder estuviera en manos de hombres sensatos, instruidos, desinteresados, amplios, piadosos, templados y justos.

Entre su deseo y la Argentina no había más que un paso.

 

Ya loco, sin deseos, sueños ni esperanza, Josef Spatz llegó al puerto de Buenos Aires con el primer chaparrón de una popular primavera. Desde una oficina de Inmigraciones, alguien ordenó a un pariente lejano, vociferando por teléfono, que fuera a retirarlo. Posiblemente un amigo —compasivo o harto— lo depositó en un carguero en algún puerto alemán, con las ropas que llevaba y una bolsa marinera llena de cacharros. Debe haber sido el mismo amigo el que redactó en un papel resistente el mensaje que Spatz sacó del bolsillo de su gastado capote militar para colocarlo, con gesto imperativo, ante la mirada del hombre del teléfono. Cuando llegó el pariente, el hombrecito sentado en un banco de madera seguía dando órdenes, con voz firme, la mirada vigilante, sin destino, y el aspecto total de un sonámbulo enojado.

El pariente lo alojó en una piecita alta de su taller textil de Aguirre al seiscientos. Le cedió una radio ovalada de madera y le presentó al gato atigrado del taller. Fue el primer encuentro feliz. Apenas lo vio, Spatz, mudo hasta entonces, alzó al gato con sus manos como a un bebé y empezó a hacerle preguntas en alemán.

Bajito, pelado, la barba impecablemente afeitada y un bigote negro de pelos en punta, parecía el boceto de un dibujo animado. No habló nunca con nadie y no aprendió jamás una palabra en castellano. Durante los veranos iba vestido con el pantalón celeste de un piyama, una camiseta blanca sin mangas y un par de borceguíes chirriantes. En invierno, se colocaba sobre la misma ropa el capote militar. Salía poco. Cuando se aventuraba de día fuera del taller, caminaba pegado a la pared casi de espaldas, con grandes pasos, en puntas de pie, mirando sigilosamente hacia atrás, al costado y adelante. Pero no era lo habitual.

Generalmente, dormía el día entero y se despertaba al atardecer. Por las noches (todas las noches), deambulaba por las azoteas de la manzana del taller con movimientos extraños. Se agachaba de golpe, corría unos metros, caía de rodillas, gateaba hasta el borde de alguna terraza y terminaba siempre en el mismo lugar, arqueado hacia atrás, tenso como un arco, el pecho salido y en la mano derecha un palo de escoba que proyectaba amenazador hacia arriba, como si quisiera perforar el cielo, y a los gritos. Salvo el gato, todo lo enfurecía. Lo sacaban de quicio el canto de los vendedores, el traqueteo de los carros, los pelotazos contra la ventana del taller, el sonido dominante de una música.

¿Qué más puede decirse de Spatz? Nada. Su historia, tal vez ya ignorada por él, quedó grabada, indescifrable, en las órdenes inútiles que impartía ladrando; en la cómica y solitaria batalla que libraba en los techos; en el dolor petrificado que le arrebató su pasado, su presente y su futuro.

Esa historia solo la conocen Toni, el gato dócil y atigrado y ese cielo culpable de sus noches sin sueño.

 

 

Deben haberlo bautizado con el nombre del santo del día y el apellido de su madre. Pero para todos era Pipo Trespiernas.

Fue el único hijo de una italianita joven y flaquísima, que espantaba a los hombres con el luto eterno de sus ropas, la pelusa tupida del labio superior y un pañuelo negro con el que fajaba su cabeza desde el borde de las cejas. Por supuesto, la usaron y la abandonaron. Ella disimuló el embarazo con ropas amplias hasta el día en que empezó a revolcarse, aullando, por el suelo del taller, catapultada desde el banquito donde cosía botones.

Pipo creció al lado de su madre, entre oraciones, sopas y guisos mortíferos. Pero resistió. A los trece años, en un club del barrio, mientras se enjabonaba con entusiasmo la entrepierna, descubrió la dimensión privilegiada de su única virtud. Quedó encandilado y nunca más pudo pensar en otra cosa.

Los maridos lo odiaban, los solteros lo envidiaban, para los más chicos era un ejemplo y una meta. Lo veneraban las viudas melancólicas, las esposas irascibles y las muchachas impacientes. Eran prometedoras en los manoseos preparatorios, decididas a todo cuando palpaban la erección a media asta, pero cuando el asunto tomaba entre sus manos la dimensión exacta, se negaban despavoridas y escapaban, furiosas por no haberse animado, melancólicas por un porvenir ya sin sorpresas y con un dolor de cabeza definitivamente incurable.

Ese era el drama de Pipo. Superdotado y virgen. Era previsible en todos sus gestos, palabras, gustos, actitudes, y no vale la pena interesarse por él un segundo más. Si alcanzó cierta dimensión trágica, digamos, fue, sencillamente, porque Toni se cruzó en su camino.

 

 

A los pocos días de su llegada, Toni se había convertido en el centro de una pelea general. Aparecieron leyendas insultantes pintadas en el frente de su casa pero no se molestó en borrarlas. En las noches de verano se sentaba en el umbral después de echar baldazos de agua en la vereda, encendía un cigarrillo y miraba, horas, el cielo. Creo que ese era el único punto de anclaje de su vida.

De día, las mujeres de la casa —adolescentes y maduras, de rasgos aindiados— salían a hacer compras, pintadas y provocadoras, indiferentes a la hostilidad que flotaba en el aire como una densa capa de aceite. De noche, las únicas señales de vida en el lugar eran la figura sentada de Toni y la luz rojiza que se filtraba por la persiana de metal del único balcón.

Una de esas noches, Pipo llegó a la casa por primera vez. Como un contrapunto a dos voces, su ardor fue desvaneciéndose a medida que crecía su virtud, ante los ojos alarmados de la mujer que lo tanteó y lo echó de la pieza, las súplicas desgarradoras de la que se animó un poco más y el desmayo fulminante de una empecinada.

En ese momento, Toni dejó el umbral y entró. Vio, midió, curvó los labios hacia un costado y arriba, apretó, suave, una nalga de Pipo, y con una palmada le indicó el camino de su dormitorio. Cuando salió, al mediodía siguiente, era otro hombre. Había ido a casa de Toni apremiado por una necesidad oscura, y ahora caminaba, lento y feliz, por la perspectiva profunda y transparente del amor. No le creyeron.

Volvió al otro día. Le pidió a Toni que se casara con él y ella dijo sí. Su vida cambió totalmente. Se negó a vivir del negocio de Toni, aprendió un oficio (tornero) y empezó a trabajar en el taller metalúrgico de un catalán en la calle Velazco. Se mudó a lo de Toni. Salía de la casa apenas despuntaba el día, volvía a las doce, se iba nuevamente a la una y retornaba a las seis. Su madre lo esperó varios días, durante horas, en la puerta del taller, implorante. Pipo no cedió. Una de esas veces, la última, la zamarreó sin piedad largo rato y terminó confesándole que era él quien le había robado la única joya que la italiana tenía, un camafeo de Verona. Entonces, todos le creyeron.