Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
La filosofía de la ciencia no es sólo epistemología, pero la forma en que una filosofía de la ciencia plantea la relación entre ciencia y epistemología es crucial para entender el tipo de proyecto de que se trata. En las últimas décadas, la filosofía de la ciencia ha tendido a entender esa relación de una manera que conduce a la polarización entre proyectos centrados en una concepción de la ciencia como conocimiento, y proyectos que entienden la ciencia como una empresa social. Buena parte de la filosofía de la ciencia reciente es una toma de posición respecto de esa polarización, aunque hay que admitir que pocas veces se analizan los factores de fondo que la ocasionan. Este libro intenta examinar, desde diferentes perspectivas, algunos de esos factores; no pretende ocuparse de todos los que son importantes, ni tratar de manera sistemática aquellos que sí se abordan. Más bien se propone mostrar cómo una actitud crítica con respecto a los supuestos que subyacen en tal polarización abre nuevas formas de ver algunos problemas de fondo, y sobre todo sugerir un replanteamiento de la relación entre ciencia y epistemología.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 386
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICASDirector: DRA. PAULETTE DIETERLENSecretario Académico: DR. EFRAÍN LAZOS
Colección: FILOSOFÍA DE LA CIENCIA
Índice
Prefacio
Introducción: el camino que ha de recorrer una filosofía de las prácticas científicas
1. Filosofía de la ciencia y epistemología
2. Las normas en los estudios sobre la ciencia
3. Epistemología y prácticas científicas
4. La crítica de Turner al concepto de práctica
5. Qué se entiende por conocimiento
6. Virtudes epistémicas y prácticas
1. El papel de la estructura social de la cognición en un proyecto de epistemología social
1. Epistemología individualista y epistemología social
2. La mano invisible de la racionalidad
3. Hacia una epistemología naturalizada y social
4. Elementos cognitivos de una epistemología social
5. Psicología cognitiva y epistemología social
2. La geografía de la racionalidad científica
1. Introducción: el problema de la racionalidad
2. Historicismo y racionalidad
3. El reduccionismo cientificista y la racionalidad
4. La teoría estándar de la decisión racional
5. El modelo satisfaccionista de Simon
3. El concepto de heurística: de las ciencias naturales a la epistemología
1. Introducción
2. Algoritmos y heurística en matemáticas
3. El concepto de heurística en las ciencias naturales
4. El principio de la mínima acción en la física, los métodos heurísticos y la explicación
5. Sobre el desarrollo de la heurística en biología
6. Heurísticas en la economía y la inteligencia artificial: el concepto de satisfacción
7. Conclusión
4. La autonomía de las tradiciones científicas
1. Introducción
2. La tesis de las diferentes tradiciones
3. Dos presupuestos de la tesis de la unidad de la razón
4. El presupuesto laplaciano y el argumento en favor de la autonomía
5. Las implicaciones del abandono de la presuposición laplaciana
6. Conclusión
5. La evolución de los métodos experimentales en la ciencia
1. Introducción
2. El desafío de Campbell
3. La evolución de las tradiciones experimentales
4. Las implicaciones para un proyecto de naturalización de la filosofía de la ciencia
5. Conclusión
6. El papel de las razones externas en una teoría de la racionalidad no instrumental
1. Introducción
2. La teoría de la decisión como una generalización de la teoría subjetivista de la acción
3. Los problemas de la teoría estándar de la decisión con la relación entre experiencia, valor e identidad de los sucesos considerados en una elección racional
4. La teoría estándar en la filosofía y el concepto de razón externa
5. Conclusión
Bibliografía
Notas al pie
Aviso legal
La epistemología se desarrolló durante el siglo XX a través de dos tradiciones que han tendido a ignorarse mutuamente: la teoría del conocimiento y la filosofía de la ciencia. La teoría del conocimiento se preocupa sobre todo de ofrecer una explicación del origen de la normatividad epistémica desde una perspectiva en la que el conocimiento es un logro generalizado de los seres humanos: por su parte, la filosofía de la ciencia se preocupa más bien de formular un modelo descriptivamente apropiado de la estructura y dinámica de la ciencia que sirva de marco para dar una respuesta filosóficamente satisfactoria a toda una serie de preguntas planteadas en el desarrollo de la ciencia y que, en particular, permita explicar el origen y la estructura de las normas metodológicas. Los esfuerzos en ambas direcciones llevaron a planteamientos muy diferentes que fomentaron el mutuo y creciente desconocimiento de ambas tradiciones filosóficas. La separación entre teoría del conocimiento y filosofía de la ciencia se ahondó progresivamente a medida que, en el caso de la primera, el interés se fue centrando en el problema de la justificación de las creencias, mientras que en la segunda cobró fuerza una perspectiva metodológica de la ciencia que permitía pensar la filosofía de la ciencia como “una teoría del conocimiento sin sujeto cognoscente” (para decirlo usando la famosa frase de Popper). Está claro, pues, que un proyecto como el que me propongo aquí, que pretende tomar en serio las motivaciones de ambas tradiciones, tiene que cuestionar la concepción usual de qué es conocimiento, tanto en teoría del conocimiento como en filosofía de la ciencia.
Existe un supuesto compartido tanto por las teorías del conocimiento como por las filosofías de la ciencia que ha sido decisivo para generar esta separación en la epistemología. Se trata del supuesto de que la epistemología puede y debe estudiarse de manera independiente respecto de la psicología en particular, y de las ciencias empíricas en general. El cuestionamiento de este supuesto ha estado en el centro de la atención de los proyectos de naturalización de la epistemología. A lo largo de este libro veremos cómo este supuesto puede y debe ser puesto en tela de juicio de diferentes maneras.
La separación tajante entre epistemología y ciencia muchas veces se formula a través de caracterizaciones de las normas epistémicas que presuponen tal separación. Así, en la filosofía de la ciencia lógico-positivista, las normas epistémicas se caracterizaban como normas lógicas. El rechazo al positivismo lógico en el último tercio del siglo XX se asocia con un rechazo a este tipo de caracterización de las normas, y más bien se tiende a pensar en ellas como la expresión de una búsqueda eficiente de fines en relación con ciertos medios. Desde esta perspectiva, la epistemología tiene poco que ver con una teoría de la racionalidad. La epistemología se distingue de otras actividades simplemente por los fines o valores que busca alcanzar. Pero en la medida en que las normas son algo más que esa racionalidad puramente instrumental que se plantea en términos de la relación entre medios y fines, por ejemplo, en la medida en que lo que se considera un medio no es independiente de los fines y valores implícitos en las prácticas, el tema de la racionalidad se va haciendo más complejo. Sobre esto hablaremos en los últimos capítulos; por ahora baste decir que puesto que vamos a considerar que el objeto de estudio de la epistemología es cualquier tipo de indagación racional, lo que se tome como una norma epistémica estará en una relación recursiva con nuestros recursos racionales: un cambio en lo que para nosotros es conocimiento tendrá implicaciones con respecto a lo que consideramos racional, y viceversa.
En este libro, buena parte de lo que voy a decir sobre la racionalidad se formula a través del concepto de estructura heurística. Una estructura heurística es el andamiaje sobre el cual se construyen muchos de los contextos en los que podemos generar inferencias confiables (de cierto tipo), tomando en cuenta el horizonte normativo propio de una situación compleja de dependencia epistémica. Dicha dependencia se da con respecto a (lo que consideran conocimiento) otros agentes, con respecto a los medios materiales (instrumentos por ejemplo), así como con respecto a las limitaciones de tiempo y capacidad de procesamiento de información que tenemos en una situación dada. Esta es, pues, una dependencia que se articula precisamente en estructuras heurísticas. Como se plantea a lo largo del libro, las estructuras heurísticas se articulan en prácticas, y éstas a su vez conforman tradiciones. Es posible entender este proceso de constitución de diversas maneras, pero lo importante es reconocer que muchos problemas filosóficos tradicionales pueden formularse de un modo más adecuado una vez que se reconoce la presencia de las diferentes prácticas y tradiciones. Por ejemplo, como se expondrá más adelante, las diferentes tradiciones científicas tienen una manera distintiva de caracterizar fines epistémicos y, en particular, lo que se entiende por progreso y por objetividad.
Como veremos, este reconocimiento debe considerarse parte crucial de una filosofía de la ciencia que puede abandonar, por lo menos en ciertas direcciones, el individualismo metodológico que sigue siendo el eje de las propuestas más sistemáticas en epistemología (tanto en filosofía de la ciencia como en teoría del conocimiento).
No pretendo sugerir que el enfoque de la filosofía de las prácticas científicas que se expone aquí sea la única manera de hacer este estudio, mucho menos que sea la más importante de todas las que son posibles. La preeminencia de los modelos sobre las teorías, manifiesta en Wimsatt y otros autores a partir de los años setenta, y más recientemente en los trabajos recogidos en la compilación hecha por Morgan y Morrison (1999), puede verse como otra forma de estudiar la autonomía de las tradiciones científicas desde una perspectiva distinta pero relacionada con la que aquí se propone. A diferencia de la tendencia predominante todavía en filosofía de la ciencia a entender los modelos como “modelos de teorías”, Wimsatt ha recalcado la conveniencia de entender la construcción de modelos como una suma de prácticas epistémicas que generan problemas y soluciones desde la perspectiva de los recursos limitados que las constituyen. Wimsatt en particular ha sugerido que esto pone de manifiesto la importancia del razonamiento heurístico en los procesos de decisión científica. Tanto para Wimsatt como para muchos de los colaboradores de la antología de 1999 compilada por Morgan y Morrison, los modelos deben entenderse como instrumentos mediadores entre la teoría y el mundo, y su autonomía puede explicarse por ese papel que cumplen como instrumentos mediadores. La construcción de modelos, como la construcción de experimentos, no puede reducirse a algunas reglas: involucra toda una serie de habilidades aprendidas a través de prácticas. Los modelos, al igual que las normas y los estándares, se construyen escogiendo e integrando conjuntos de partes disponibles considerados relevantes para una tarea particular, y estos dos rasgos, la disponibilidad y la relevancia locales, dan pie a la explicación evolucionista de la dinámica de estándares y normas de la que hablaremos sobre todo en el capítulo 4.
En este libro pongo el énfasis, sobre todo, en la descripción del tipo de estructuras heurísticas que desempeñan un papel normativo en la generación de conocimiento en las tradiciones experimentales, aunque reconozco que ésta es sólo una de las maneras en las que las estructuras heurísticas inciden en la generación y estabilización de las prácticas científicas.
La publicación de esta obra recibió el apoyo del proyecto 30966H del CONACYT y del proyecto 403999 de la DGAPA. Agradezco a Vivette García Deixter y a Cario Almeyra Cataneo su ayuda en la preparación del manuscrito para su edición, y a Huang Xiang y a dos árbitros anónimos sus comentarios a una primera versión del texto. Finalmente, agradezco al Departamento de Publicaciones del IIF su trabajo en el cuidado de la edición de este libro.
S.F.M.Octubre de 2003
La principal tarea a la que debemos abocarnos es la de formar nuestro juicio para hacerlo lo más preciso posible, y he aquí el tema de nuestro estudio. Nos servimos de la razón como un instrumento para aprender las ciencias, y deberíamos servirnos de las ciencias para perfeccionar la razón.
ARNAULD y NICOLE, Logic or the Art of Thinking
La filosofía de la ciencia no es sólo epistemología, pero la forma en que una filosofía de la ciencia plantea la relación entre ciencia y epistemología es crucial para entender el tipo de proyecto de que se trata. En las últimas décadas, la filosofía de la ciencia ha tendido a entender esa relación de una manera que conduce a la polarización entre proyectos centrados en una concepción de la ciencia como conocimiento, y proyectos que entienden la ciencia como una empresa social. Buena parte de la filosofía de la ciencia reciente es una toma de posición respecto de esa polarización, aunque hay que admitir que pocas veces se analizan los factores de fondo que la ocasionan. Este libro intenta examinar, desde diferentes perspectivas, algunos de esos factores; no pretende ocuparse de todos los que son importantes, ni tratar de manera sistemática aquellos que sí se abordan. Más bien se propone mostrar cómo una actitud crítica con respecto a los supuestos que subyacen en tal polarización abre nuevas formas de ver algunos problemas de fondo, y sobre todo sugerir un replanteamiento de la relación entre ciencia y epistemología.
No es éste un replanteamiento que pueda resumirse en una o dos tesis simples; pero, a grandes rasgos, la idea es que resulta indispensable repensar el tema de la racionalidad en la ciencia y en particular desligarlo de caracterizaciones que toman como punto de arranque versiones del individualismo metodológico. Considero que a través de una reflexión sobre la manera como se establecen los contornos normativos de la indagación racional, esto es, a través de su articulación en prácticas, puede replantearse la relación entre ciencia y epistemología como eje de una filosofía de la ciencia no reduccionista. A lo largo del libro trato de mostrar cómo es posible elaborar una epistemología que tome muy en serio la relación entre ciencia y epistemología, sin caer en el naturalismo fácil que muchas veces se asocia con proyectos de epistemología naturalizada, un naturalismo según el cual las normas epistémicas son normas en disciplinas particulares, y nada más.
En este proyecto resultará importante hacer una crítica de la manera en que se suele plantear la oposición entre lo que llamamos una epistemología social radical y una epistemología individualista. Para una epistemología social radical, el objeto de estudio de la epistemología es una formación social de cierto tipo, y, por lo tanto, no hay una normatividad propiamente epistémica; en última instancia, toda norma puede expresarse y justificarse en términos de normas accesibles para el estudio sociológico. Por su parte, para una epistemología individualista, la epistemología debe empezar por identificar las categorías cognitivas relevantes de los individuos, las cuales permitirán explicar el origen de la normatividad epistémica; dicho de otro modo, una epistemología individualista considera que la “fuerza” de las normas puede explicarse a partir de un análisis de la estructura cognitiva y axiológica de los individuos. Como veremos, es posible elaborar sentidos en los cuales la epistemología es social, sentidos en los cuales se reconoce que existen mecanismos cognitivos fundamentales que no pueden analizarse en términos de categorías cognitivas de los individuos, sin que esto nos obligue a abrazar una epistemología social radical.
En la filosofía de la ciencia han sobresalido dos maneras en que se ha intentado entender la racionalidad en la ciencia. Por un lado están aquellos que piensan que hay principios últimos de la racionalidad, y que la historia de la ciencia ejemplifica, o no, la aplicación de esos principios. Si la propuesta de un científico o un episodio de la ciencia no puede entenderse a la luz de esos principios, entonces se dice que el científico o el episodio en cuestión es irracional. Esta concepción de la racionalidad es categórica en el sentido de que entiende la racionalidad como una propiedad de los seres humanos que se despliega a través de la vida social. Los empiristas lógicos —Popper y Carnap en particular— son ejemplos de defensores de esta manera de entender la racionalidad. Por otro lado están aquellos filósofos que piensan que la racionalidad es “hipotética” o “instrumental”. Según ellos, un individuo es racional en la medida en que utiliza un medio efectivo para lograr un fin. Kitcher, Laudan y Giere son algunos de los filósofos de la ciencia más conocidos que consideran que toda discusión sobre la racionalidad de la ciencia, más allá de una discusión acerca de la eficiencia de ciertos medios para lograr determinados fines, es innecesaria.
Aquí se sugiere que si bien la racionalidad puede entenderse en gran medida como la búsqueda de medios efectivos para el logro de fines, hay aspectos importantes de la estructura y la dinámica de las normas que escapan a una caracterización puramente instrumental de la racionalidad. En especial, una racionalidad puramente instrumental tiende a modelar el sentido en el cual la epistemología es social como una derivación de una epistemología individualista. Por ahora sólo quiero mencionar de manera muy esquemática —y a guisa de ejemplo de cómo se establece esta relación— una propuesta de Philip Kitcher.
Kitcher piensa que las normas epistémicas pueden entenderse en última instancia como normas originadas en el interés de agentes individuales por alcanzar ciertos fines, y
que el punto exacto en el que la epistemología se torna social es en la apreciación de la posibilidad de que la justificación del sujeto (o la confiabilidad de un determinado proceso de formación de creencias) dependa de las propiedades de otras personas o del grupo al que pertenece dicho sujeto. (Schmitt 1994, p. 113)
Así, para Kitcher, una epistemología mínima social satisface las siguientes tres condiciones:
1. Son individuos los sujetos primarios del conocimiento. Atribuir conocimiento a una comunidad es hacer una aserción acerca de los estados epistémicos de los miembros de la comunidad.
2. X sabe que p si y sólo si: a) X cree que p; b) p, y c) las creencias de X de que p se formaron mediante un proceso confiable.
3. La confiabilidad del proceso que produce las creencias de X de que p depende de las propiedades y las acciones de agentes diferentes de X.
Kitcher considera que una epistemología mínima social de este tipo, que es el tipo que él quiere defender, es congruente con el lenguaje de la teoría de la elección racional, la microeconomía y otras partes de las ciencias sociales comprometidas con el individualismo metodológico y con la idea de que el conocimiento es primariamente conocimiento de proposiciones. Según Kitcher, no seríamos capaces de sintetizar compuestos ni de diseñar organismos con propiedades especificables si no hubiera personas que conocieran ciertas proposiciones sobre moléculas, en el primer caso, y sobre genes, en el otro. En relación con el conocimiento corporeizado en habilidades, Kitcher piensa que en la medida en que esas habilidades están localizadas en individuos, son individuos específicos los que tienen o no ciertas habilidades, y, por lo tanto, el conocimiento corporeizado en habilidades puede analizarse de la siguiente manera: asociado a cada habilidad hay un conjunto de condiciones de manifestación en las cuales el sujeto debería de desplegar un tipo particular de ejecución. X sabe que Ζ si, y sólo si, cuando las condiciones M(Z) tienen lugar, entonces XZ (X hace Z). donde, por supuesto, M(Z) son las condiciones de manifestación asociadas con hacer Z. Posteriormente diré algo más sobre las dificultades que una propuesta como la de Kitcher tiene que enfrentar; por ahora sólo quiero apuntar que las cuestiones de qué es un medio y qué es un fin, o de cómo se construyen las alternativas que llegan a considerarse medios o fines en contextos específicos son parte del problema de caracterizar la racionalidad. La forma en que Kitcher caracteriza la epistemología social es aceptable en gran medida; pero, como veremos más adelante, la tesis reduccionista que le permite pasar del conocimiento corporeizado en habilidades al conocimiento proposicional resulta cuestionable.
Sirva esta propuesta de Kitcher para ilustrar cómo, en la filosofía de la ciencia, el individualismo metodológico va de la mano con la idea de que el conocimiento es preeminentemente conocimiento de proposiciones, y con un análisis de la racionalidad en cuanto racionalidad instrumental que permite una caracterización no trivial de cómo debe entenderse el carácter social de la epistemología. Si nuestro conocimiento incluye, en un sentido importante, tipos de saber que se consideran socialmente distribuidos, como en los ejemplos que elaboraremos más adelante, entonces la descomposición del conocimiento socialmente estructurado en conocimiento de individuos, como lo promueve el individualismo metodológico, pierde buena parte de su atractivo.
Los llamados “estudios sobre la ciencia” han surgido —y generalmente se los entiende así— como investigaciones opuestas a un enfoque filosófico de la ciencia. Se piensa que tomarse en serio el estudio de la ciencia, y en particular de sus prácticas, supone evitar la filosofía. Muchas veces esta idea se asocia con la llamada tesis de la simetría, la tesis de que tanto las creencias falsas como las verdaderas deben ser explicadas de la misma manera, esto es, a partir del mismo tipo de factores. Dicha tesis puede verse como una respuesta a la tesis central del empirismo lógico, según la cual es posible hacer una distinción tajante entre un análisis lógico de la ciencia dirigido a la identificación de las normas epistémicas, y cuestiones normativas de otro tipo. Así pues, el positivismo lógico asumía una importante asimetría entre la ciencia y otro tipo de actividades normativas. Las normas de la ciencia podían entenderse como si tuvieran un origen lógico, y por lo tanto eran explicables sin necesidad de un análisis causal, lo cual permitiría distinguirlas nítidamente de otro tipo de normas en otro tipo de actividades. Las normas no científicas responden a actividades que involucran algo más que lógica —emociones o valores, por ejemplo—, a diferencia de las normas científicas que caracterizan a actividades propiamente cognitivas. La famosa distinción entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación, así como la separación tajante entre psicología y epistemología son expresiones de la misma tesis.
Si bien en los años setenta se abandonó el empirismo lógico, el tipo de asimetría fuerte entre diferentes tipos de normas antes mencionada se sigue manteniendo de distintas maneras. Lakatos y muchos otros filósofos de la ciencia hasta el presente siguen pensando que alguna versión de la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación —por ejemplo, la distinción entre “historia interna” e “historia externa”— debe desempeñar un papel importante en la epistemología. Esta supuesta asimetría es lo que ha sido muy criticado en los estudios sobre la ciencia. Por lo general, en filosofía de la ciencia estas asimetrías simplemente se aceptan como parte de una manera de analizar la ciencia, heredada del positivismo lógico.
El rechazo de esta asimetría no tiene por qué llevar a un relativismo desaforado; simplemente exige reconocer una concepción de los valores y las normas que no acepta una clasificación tajante y simplista, y que genera asimetrías explicables como parte integral del proceso de construcción del conocimiento. Por un lado, no hay un concepto de causalidad al que pueda apelarse como àrbitro final para decidir qué es y qué no es una explicación simétrica. Nuestra noción de causa va también en el barco del naturalista. La distinción entre causa y norma tiene fronteras que se han ido estableciendo a través de la historia de la ciencia y la filosofía; por ejemplo, en el proceso a través del cual las explicaciones teleológicas en la biología darwiniana pasaron de hacer referencia a una intencionalidad no natural a hacer referencia a “propósitos naturales”, se fue naturalizando una noción de causa que antes se concebía en términos de normas no accesibles al conocimiento empírico. Por otro lado, mientras que en cierto contexto un valor (o una norma) puede considerarse epistémico, en otro puede no ser tomado como tal. La precisión, por ejemplo, en el caso de un experimento suele ser un valor epistémico; en tanto que en una cita de negocios sería más bien un valor propio de una ética del trabajo.
La construcción de una filosofía de la ciencia seriamente comprometida con la ciencia exige reconocer la continuidad entre la ciencia y la filosofía. Sin embargo, debe quedar claro que no se trata de una continuidad lineal; es más bien una continuidad en varias dimensiones que surge de valores que se contraponen o se definen, se apoyan o se caracterizan mutuamente a través de sus expresiones racionales en contextos normativos específicos delimitados por prácticas. Tener presente esta continuidad nos invita a reconocer que la ciencia no es una serie de especialidades que puedan entenderse por separado, pero tampoco una actividad identificable epistemológicamente como algo unificado.
El objeto de estudio de la epistemología no es meramente el problema de evaluar la justificación que puede tener un individuo para creer en una proposición, ni el problema de sistematizar los métodos de la ciencia, sino la actividad de indagación racional con toda la complejidad que esto entraña. Así, la epistemología no sólo debe preocuparse por indicarnos si un método o un argumento pueden considerarse epistémicamente correctos, ni limitarse a darnos una explicación del origen de esa normatividad; debe preocuparse tam bién por explicar la manera como esa normatividad está al alcance de los seres humanos, de modo que conocer esas normas (y la explicación de su alcance normativo) nos permita mejorar nuestra situación epistémica. La búsqueda de una relación equilibrada entre los aspectos evaluativos y terapéuticos nos conmina a estudiar el concepto de justificación no como un concepto aislado, sino como parte del problema de entender y evaluar, en todos los ámbitos de la experiencia, los diferentes ordenamientos y jerarquizaciones de razones que intervienen en nuestras indagaciones más diversas. El reconocimiento de esta concepción amplia de la epistemología tiene lugar de manera natural si nos abocamos a entender cómo diferentes tipos de prácticas sustentan una determinada estructura epistémico-normativa.
En este libro voy a concentrarme en mostrar la importancia del razonamiento heurístico articulado en prácticas y tradiciones científicas para la discusión de varios problemas en la filosofía de la ciencia. El tema de la dependencia epistémica será muy importante para el proyecto que aquí se promueve, porque es a través del concepto de dependencia epistémica como las normas implícitas en prácticas pueden verse, por un lado, como un tipo de experiencia personal, y, por otro, como un fenómeno social. Espero que a lo largo de esta obra quede claro que, independientemente de los detalles de cómo se caracterice la dependencia epistémica, la manera en que esa dependencia toma forma en estructuras heurísticas, que a su vez conforman prácticas y tradiciones, nos ayuda a replantearnos varios problemas en la filosofía de la ciencia.
Poner en el centro del análisis del conocimiento el concepto de práctica se asocia, en las ciencias sociales, con las propuestas de Marx, Bourdieu, Giddens y otros, a las cuales se conoce genéricamente como “teoría de las prácticas”. La relación de estos enfoques con una filosofía de la ciencia basada en el estudio de la estructura y la dinámica de las prácticas científicas es importante; y aunque tampoco nos adentraremos a fondo en ese tema, sí hay algunas cosas que tienen que decirse al respecto.
En las ciencias sociales existe una tendencia (predominante en el ámbito anglosajón) a poner el énfasis en modelos de conocimiento que presuponen que el conocimiento transmitido verbalmente de forma explícita es el medio a través del cual se transmiten las habilidades cognitivas y se extienden a nuevas situaciones. Según este tipo de enfoque, el papel que desempeñan las prácticas en una explicación de la cognición se reduce al de ser meros mecanismos de transmisión y reproducción de creencias. Considera asimismo que no tenemos acceso epistemológico directo a las prácticas y que, por lo tanto, debemos entenderlas en términos de mecanismos de transmisión tradicionalmente aceptados en la epistemología empirista; en última instancia, como percepción sensorial y cadenas causales que relacionan el conocimiento con la observación.
Sin lugar a dudas, la pretensión de tomar las prácticas como punto de partida para una caracterización del conocimiento enfrenta serios problemas. Uno de ellos, ampliamente señalado, es que deja en la oscuridad cómo se “transmiten” las prácticas de una persona a otra. Este es un problema que, como observaremos, tiene que ver con lo difícil que resulta formular una explicación de cómo las prácticas se estabilizan y mantienen su identidad a través de generaciones. Bourdieu, por ejemplo, sugiere un proceso de reproducción de prácticas, el habitus, que se replica dentro de las personas a través de un proceso de aprendizaje (Bourdieu 1972). Pero una crítica razonable a este tipo de propuesta es que el concepto de reproducción en cuestión no puede ser sino una metáfora atractiva, en tanto no esté basado en mecanismos psicológicos empíricamente identificables que hagan epistemológicamente viable la propuesta. Esta falta de sustento empírico se acepta muchas veces en las ciencias sociales sin muchas protestas porque encuentra apoyo en el supuesto epistemológico ya mencionado: la idea de que un estudio del conocimiento puede y debe mantenerse separado de la psicología. Para darnos una mejor idea de cómo funciona este tipo de supuesto antipsicologista, como un supuesto en contra de una epistemología basada en prácticas, veamos una crítica concreta a la teoría de las prácticas.
En su obra de 1994, Stephen Turner presenta una serie de argumentos dirigidos a mostrar que no tiene mucho sentido la tesis, central para una teoría de las prácticas, de que éstas, independientemente de los principios generales postulados por las teorías, permiten generar evidencia de hechos, razones para creer en la existencia de entes o procesos, o razones para creer en explicaciones. La idea de que las prácticas deben concebirse como conocimiento cuya formulación teórica todavía no ha tenido lugar ya fue expresada claramente por Kant. Según éste, y la tradición en la que Turner se inscribe, esta manera de concebir las prácticas se basa en la idea de que todo entendimiento consiste en la subordinación de la experiencia a leyes de la naturaleza. Una vez que esta última idea se acepta, la única forma posible de fundamentar el poder explicativo de las prácticas es aceptar el supuesto de que hay una red causal subyacente de leyes (postuladas por teorías). Las prácticas, en todo caso, sólo pueden verse como mediadoras provisionales entre teoría y evidencia. La identificación de esta red causal sería problemática, pero mientras no se haga, seguirá siendo un misterio cómo las prácticas se crean y se mantienen como estructuras estables (que van cambiando de manera ordenada y guiadas por fines) a través de generaciones. Desde esta perspectiva, aceptar un papel irreducible para las prácticas exigiría resolver este misterio. En otras palabras, exigiría la reificación de supuestos psicológicos y la aceptación de contrafácticos de la forma “si produjéramos tales y cuales objetos, o nos involucráramos en tales y cuales actividades, tendríamos que creer, valorar o pensar acerca del mundo de tal y cual manera” (Turner 1994, p. 36). Es decir, habría que explicar qué hay en la brecha que va de “un objeto que de cierta manera se entiende como algo compartido […] a una explicación en términos de algo que es común” (Turner 1994, p. 36).
Ciertamente, tal como Turner formula el problema, existe una brecha; pero la brecha surge por la manera en que se plantea el problema: la única ruta que se considera viable para generar evidencia de hechos (y por lo tanto buenas razones para creer) acerca de la existencia de un mecanismo pasa por el poder explicativo de las teorías (y más en el fondo, de las leyes) que explican esa evidencia. Según Turner, hay una brecha entre la evidencia de que alguien ha adquirido la capacidad de llevar a cabo una tarea como miembro de una tradición y la creencia de que las prácticas son cosas del mundo que pueden ser aprendidas; no tenemos acceso directo a las prácticas, ya sea porque las prácticas son algún tipo de presuposición cognitiva, o bien porque las prácticas son algún tipo de rastro mental que sería compartido, y ésta sería la causa (y el punto de acceso al entendimiento) de manifestaciones compartidas de la práctica que observamos. En otras palabras, para Turner y la tradición que representa, las prácticas estarían ocultas, y por tanto resulta imposible dar cuenta de las inferencias necesarias para que esas prácticas se transmitan de un individuo a otro. Turner concluye su argumento diciendo que, en una teoría de las prácticas, “desafortunadamente los mecanismos de transmisión no pueden ser aquellos de la tradición epistemológica que nos son familiares —la vista, el tacto, el escuchar expresiones lingüísticas como las oraciones—, y no parecen plantearse alternativas”. A continuación, Turner se pregunta retóricamente “si hay algo así como un orificio especial que recibiría a las prácticas” (Turner 1994, p. 48). Nótese que, para Turner, está claro que los mecanismos de transmisión tienen que ser aquellos que la tradición epistemológica empirista considera aceptables, aquellos mecanismos asociados con el concepto tradicional de “observación”, que se basa sobre todo en percepciones visuales y auditivas capaces de ser comunicadas. Sin embargo, esto resulta cuando menos cuestionable.
Turner parece suponer que definir lo que es “observar” no es una cuestión problemática; pero si algo han mostrado los estudios sobre la ciencia es que bajo el término “observación” se esconden múltiples procesos muy complejos, muchos de los cuales no serían catalogables meramente como mecanismos para la transmisión de información, como Turner parece asumirlo. Un supuesto implícito en esta manera de ver las cosas es que el concepto de prueba (o de evidencia) se refiere al tipo de prueba que sustenta nuestra creencia en las propiedades de los sistemas postulados por nuestras teorías físicas más creíbles. Aquí no puedo entrar a fondo en un cuestionamiento de este concepto de prueba, pero algo se tiene que decir para hacer ver que existen maneras de entender lo que es una prueba que van mas allá de esa estrecha concepción empirista tradicional. Parte de lo que haré en los capítulos subsiguientes es reforzar la idea de que categorías tan básicas como “prueba” u “observación” deben entenderse en el contexto de tradiciones científicas. En tradiciones experimentalistas se cultiva un tipo de concepto de observación y prueba que difiere del que se cultiva en las tradiciones teóricas y en las descriptivistas (por ejemplo, en la sistemática biológica o en la lingüística descriptiva).
Puedo tener pruebas de que un proceso sucede; por ejemplo, de que estoy observando un artefacto en el microscopio, sin tener la menor idea de cómo explicar esto a partir de una teoría de la óptica que generaría la supuesta explicación causal apropiada (Hacking 1983; Gooding 1990). Puede haber buenas razones para creer en la existencia del efecto fotoeléctrico, por ejemplo, que no sean razones que provengan de pruebas formuladas por medio de teorías. El que una puerta se abra automáticamente en el supermercado cuando estamos a punto de entrar no tiene que verse sólo como prueba de una teoría; también puede verse como prueba de un fenómeno específico. El punto es que desde esta perspectiva podemos estar equivocados respecto de la naturaleza del proceso que tiene lugar en nuestro entorno, pero todavía podemos tener buenas razones para creer en la existencia del efecto fotoeléctrico. Este es un tipo de prueba situada de amplio uso en las tradiciones experimentales (sobre las que hablaremos en el capítulo 4). En particular, el concepto de prueba en cuestión no debe entenderse como si estuviera condicionado a la existencia de un determinado tipo de entes que justifiquen una explicación teórica ulterior de por qué o cómo el mundo está constituido de esa manera.
En las tradiciones descriptivistas (como la sistemática o la geología) es común otro tipo de prueba que es importante distinguir de la concepción estrecha de prueba asociada con el concepto de observación simplista común en la filosofía empirista. Por ejemplo, la justificación de que un fósil es prueba de transmutación involucra consideraciones que van más allá de cualquier reconstrucción plausible de esa prueba como evidencia, en el sentido de evidencia proveniente de la observación. El registro fósil es una reconstrucción de un proceso histórico que permite justificar nuestra creencia en un proceso (transmutación) a partir de datos y comparaciones de la geología, la biogeografia, la paleontología, etc. Prima facie, el registro fósil es prueba de una clasificación natural, no prueba de evolución. La transmutación en el registro fósil sería prueba de evolución; pero establecer este tipo de hechos requiere aceptar como prueba ciertos patrones de evolución. Requiere, por ejemplo, aceptar como prueba un patrón de cómo cierto carácter taxonómico se distribuye en diferentes pliy/a (Panchen 1992, capítulo 1). A su vez, el establecimiento de este tipo de prueba requiere el establecimiento de homologías y, por lo tanto, que nos involucremos en la discusión acerca de qué es prueba de una “clasificación natural” y qué no, el principal tema de la sistemática.
En otras palabras, la caracterización de la prueba que podemos esgrimir como razón para creer que la evolución ocurrió tiene una circularidad que, conforme a los criterios del concepto de prueba que maneja Turner, debería rechazarse. El establecimiento de qué es prueba de qué en la evolución exige consideraciones cuidadosas respecto de cómo diferentes factores desempeñan un papel en la generación de los patrones contingentes de clasificación y distribución de las especies —el establecimiento de correlaciones entre la historia de las barreras naturales y la distribución de patrones, por ejemplo—, y estas consideraciones tienen implicaciones para el tipo de cosas que están al alcance de nuestras inferencias y explicaciones. No sería posible formular la explicación que permite la teoría de la evolución (por selección natural) de la diversidad de la vida y las adaptaciones si, como asume Turner, tuviera que formularse esa explicación como una derivación de principios explícitos y generales (leyes); de ser así, la explicación sería circular. La búsqueda de una “clasificación natural” y el esfuerzo por articular inferencias a través del desarrollo de patrones de explicación son dos caras de la misma moneda. Como ya lo vio Darwin muy claramente, un patrón de explicación apropiado no requiere reconstruir la historia causal de cada cosa en el explanandum para tener una explicación satisfactoria en términos de la selección natural. Una historia común tiene un poder explicativo que va más allá de la mera suma de historias causales de cosas particulares.
Es sugerente que Turner formule lo que él considera el problema central que tiene que enfrentar una teoría de las prácticas en términos de la distinción entre fenotipo y genotipo. Turner dice que “podemos llamar fenotipos a los comportamientos conspicuos que se utilizan como evidencia de la posesión (de prácticas), mientras que las prácticas, entidades causales enmascaradas, pueden denominarse genotipos” (Turner 1994, p. 47). Lo que Turner sugiere es que se requeriría explicar cómo se transmiten los fenotipos, y esto es difícil dado que no hay mecanismos causales (análogos a los mecanismos de la herencia biológica) que permitan dar cuenta de ese proceso. Como Richard Lewontin y Susan Oyama lo han argüido, en biología la idea tradicional del fenotipo como algo transmitido es a lo sumo una metáfora engañosa.1 El fenotipo tiene que verse como algo construido a partir de recursos materiales disponibles en el ambiente, entre los cuales se cuenta el genotipo. No existe una ruta privilegiada del genotipo al fenotipo en el tipo de explicación causal que articula la teoría de Darwin. De esta manera, la analogía de una teoría de las prácticas con la teoría de Darwin, en lugar de sugerir una objeción, plantea una forma posible de entender la reproducción de prácticas, y en particular el sentido en el cual se puede entender la transferencia de “fenotipos” a través de mecanismos de aprendizaje asociados con prácticas. Las prácticas no tienen por qué verse como si fueran “transmitidas”; deben verse, más bien, como “construidas” a partir de recursos disponibles para los agentes en una tradición. El tipo de prueba que es pertinente para la tesis de que las prácticas son epistemológicamente “irreducibles” apela a esta construcción y a los patrones de inferencia asociados que sirven de marco para constituir los objetos (procesos o fenómenos) de nuestra experiencia. De tal modo, las prácticas pueden estar racionalmente conectadas con creencias acerca de la constitución de objetos (procesos o fenómenos), independientemente de que existan principios (con posibilidades de hacerse) explícitos que establezcan la conexión. Las prácticas se reproducen en la medida en que se comparten las situaciones que establecen la conexión entre cierto tipo de actividades y cierto tipo de creencias.
Esta manera de ver las cosas recibe apoyo de los estudios sobre la ciencia. En particular, la historia y la sociología de la ciencia de las últimas décadas han mostrado de manera convincente que una epistemología que se restriñía a indagar la relación entre la observación y la teoría no nos permitirá entender ese complejo sistema de instituciones y normas que constituye la ciencia. Los sociólogos del conocimiento incluso sostienen, y muchas veces usan esto como bandera, que para poder desarrollar realmente un modelo que explique la estructura de la ciencia y su dinámica debemos alejarnos de la idea de que la ciencia es conocimiento. En este libro pretendo argüir que si abandonamos cierto sentido muy estrecho en el que se entiende que la ciencia es conocimiento (el que adopta Turner, por ejemplo) y consideramos seriamente la idea de que el conocimiento es en gran medida una estructura normativa (por lo menos en parte) implícita en prácticas, y que sólo en parte es conocimiento explícito en teorías, entonces será indispensable, en epistemología, hacer un estudio de la estructura y la dinámica de las prácticas científicas. Por supuesto, este estudio no es lo único que interesa a la epistemología, y si bien para el tratamiento de ciertos problemas éste puede ser un tema muy importante, es posible que para otros sea, cuando mucho, de importancia marginal. Pero decir hasta qué punto puede ser importante no es algo que podamos saber sin comprometernos con un estudio a fondo de esa perspectiva.
Si entendemos el conocimiento a la manera tradicional, ya sea de la forma en que lo han entendido las teorías del conocimiento —como un conjunto de creencias justificadas y verdaderas—, ya sea de la forma en que lo han entendido las teorías de la ciencia —como aquellas creencias que son el resultado de cierto tipo de método que nos lleva de observaciones a teorías—, no es difícil estar de acuerdo con los sociólogos de la ciencia en que un estudio del conocimiento de poco nos servirá para explicar el desarrollo y la estructura de la ciencia. Por ello, el desdén de los sociólogos del conocimiento por el análisis filosófico de la estructura normativa de la ciencia puede interpretarse como una muestra más de lo extendidos que están va rios supuestos acerca de la naturaleza del conocimiento, y no como una objeción al papel central que las cuestiones epistemológicas desempeñan en la ciencia.
Los estudios sobre la ciencia en las últimas décadas dejan claro que la construcción del conocimiento científico es en gran medida una construcción de situaciones con cierta estabilidad que permiten la generación, el mantenimiento y la diversificación de prácticas. La estabilidad en cuestión es relativa a un conjunto interrelacionado de técnicas, conceptos, patrones de inferencia y explicación que permiten la predicción o la manipulación confiable de objetos, conceptos y procesos en el ámbito de esas prácticas. Un experimento o una teoría se dan en un tipo de contexto o situación que muchas prácticas nos ayudan a delimitar. Por ejemplo, las prácticas que establecen el uso correcto de ciertos instrumentos contribuyen a delimitar las implicaciones de un experimento para la construcción de un fenómeno o para el alcance de una teoría. Un experimento forma parte de una situación o contexto epistémico en la medida en que prácticas del manejo de instrumentos, prácticas relacionadas con el manejo confiable de modelos matemáticos, métodos de aproximación, etc., confluyen en la determinación de un resultado estable y epistémicamente significativo, lo que Hans-Jörg Rheinberger llama “cosas epistémicas”.2 Posteriormente elaboraré esta idea de situación o contexto epistémico a través del desarrollo de lo que llamo “estructura heurística de razonamiento”. Esto nos llevará a proponer una forma de entender la relativa autonomía de las diferentes tradiciones científicas, y en particular de las tradiciones experimentales, lo cual a su vez nos permitirá entender conceptos como “progreso” y “cambio científico”.
La manera en que estas situaciones se conforman mutuamente como parte de métodos e instituciones científicas en redes interdependientes de normas implícitas en prácticas (que en diferentes sentidos son muchas veces normas de dependencia epistémica) es a lo que llamo geografía de la racionalidad. Hablar de la racionalidad de las prácticas como una geografía pretende recalcar el hecho de que el tema de la racionalidad en la ciencia no puede reducirse al problema de identificar un ideal normativo distintivo de la ciencia con respecto al cual nuestras acciones y teorías científicas tengan que adecuarse. En la medida en que los conceptos y las prácticas se conforman mutuamente en un proceso de construcción de objetos (procesos y fenómenos) que se van atrincherando (una idea que expondré en detalle más adelante) en una historia de la ciencia, y en especial en una historia de la objetividad, esa geografía de las prácticas es, a la vez, una descripción de los contextos normativos y un mapa que nos permite localizar los patrones-cum-contextos de explicación y argumentación que le van dando forma al avance de la ciencia.
Para dar concreción a la idea de geografía de la racionalidad (implícita y explícita en prácticas), introduciré el concepto de estructura heurística. Una estructura heurística de razonamiento da cuerpo a normas epistémicas que no pueden entenderse como normas basadas en categorías cognitivas de los individuos, pero que tampoco pueden entenderse como normas explicables totalmente en términos sociológicos. Esto exige distinguir algunos de los muchos conceptos de heurística comunes en la ciencia y la filosofía, y en particular distinguir una concepción tradicional de heurística como ayuda para la solución de problemas, dadas las limitaciones de memoria y capacidad de computación, que se contrapone a la idea de procedimiento heurístico que aquí se ofrece.3 Un procedimiento heurístico a veces tiene como resultado la generación de reglas heurísticas en el sentido tradicional, pero lo importante para nosotros es que se trata de una estructura con carga normativa que no puede ser caracterizada en términos de (la ejemplificación de) algoritmos. Los procedimientos heurísticos se articulan y adquieren su fuerza normativa en la medida en que se articulan en prácticas de muy diversos tipos que promueven valores (con dimensiones epistémicas y no epistémicas). Así, las estructuras heurísticas sirven como punto de apoyo para hacer una comparación, una modificación o un posible intercambio de valores (o de su peso relativo), lo que a su vez permite que las prácticas se modifiquen racionalmente.
Acercarse a la filosofía de la ciencia a través de una caracterización de sus prácticas guarda cierto parecido con aproximarse a la epistemología basándose en el concepto de virtud. En particular, el tipo de esfuerzo de los teóricos de las virtudes epistémicas por integrar las ciencias sociales y cognitivas en la epistemología comparte varios supuestos con el tipo de enfoque que aquí se propone.4 En esta introducción sólo me interesa mencionar un aspecto de una teoría de las virtudes epistémicas que me parece relevante para motivar el tipo de propuesta que aquí se hace. Consideremos una teoría de las virtudes epistémicas como la que Ernesto Sosa ha presentado en varios trabajos. El caracteriza el conocimiento como el resultado del ejercicio de virtudes intelectuales en el contexto de perspectivas epistémicas apropiadas. A grandes rasgos, una virtud intelectual es, para Sosa, una competencia para distinguir lo verdadero de lo falso en algún campo de proposiciones F. Este campo de proposiciones es la expresión de una perspectiva epistémica. El concepto de perspectiva le permite a Sosa incorporar los temas de la utilidad y la accesibilidad en una teoría del conocimiento. En particular, Sosa requiere que el campo de proposiciones F en el cual una virtud es epistémicamente confiable sirva de base para generalizaciones útiles y razonables.
Puesto que Sosa considera que una creencia es virtuosa si es el resultado de un proceso confiable, tiene que enfrentar una dificultad propia de todas las propuestas confiabilistas; a saber, un proceso puede ser confiable, sin embargo, es posible que las bases de esa confiabilidad sean inaccesibles al sujeto, y, por lo tanto, desde la perspectiva de dicho sujeto, la confiabilidad podría ser “accidental”. Por ejemplo, la forma de un objeto que aparece en una pantalla está de hecho deformada; si bien usualmente es redonda, en este caso tiene forma elíptica. Con todo, resulta que por casualidad los lentes que utilizamos están deformados de un modo tal que compensa exactamente la deformación que aparece en la pantalla, por lo que hacemos la inferencia de que el objeto es redondo. ¿Podemos decir que esta inferencia de que la forma que aparece en la pantalla es redonda constituye conocimiento? El problema es que si respondemos afirmativamente, entonces estamos aceptando que podemos tener conocimiento “por casualidad”. Por otro lado, no es posible exigirle a un sujeto que tenga un conocimiento detallado y profundo de la base real, i.e