Giro De Tuerca - Keith Dixon - E-Book

Giro De Tuerca E-Book

Keith Dixon

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Beschreibung

Giro De Tuerca

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ÍNDICE

Página con copyright

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Nota final

Sobre el autor

Otras obras

GIRO DE TUERCA

escrito por

KEITH DIXON

Una investigación de Sam Dyke

Copyright Keith Dixon 2006

First published by Semiologic Ltd

Keith Dixon has asserted his right under the Copyright, Designs and Patents Act, 1988, to be identified as the author of this work.

All rights reserved

This book may not be reproduced in whole or in part, by mimeograph, photocopy, or any other means, electronic or physical, without express written permission of the author.

Any resemblance to anyone living or dead is purely coincidental and to be deplored.

ISBN 9781475106008

For information, contact: [email protected]

Semiologic Ltd

Set in Palatino Linotype

Cover image © Roland Tanglao

under Creative Commons License

Design by Keith Dixon

A Liz

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Tabla de Contenidos

Página de Copyright

Página de Copyright

Giro de tuerca

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“Assure me that I yet may change these shadows you have shown me, by an altered life!”

Dickens, A Christmas Carol.

1

OJALÁ PUDIERA decir que la primera vez que conocí a Rory Brand ya sabía que era hombre muerto.

Sin embargo, no puedo.

En ese momento, solo era otro cliente impaciente por que empezara a trabajar para él. 

—Dyke, gracias por venir —dijo sacudiéndome la mano enérgicamente. Como yo no quería ser menos, igualé la fuerza de su apretón y le vi reaccionar con una breve sonrisa de competitividad—. Buen apretón.

—Llámeme Sam —contesté al saludo.

Era un hombre robusto, una cabeza más bajo que yo, de pelo corto y oscuro salpicado de canas. Sus movimientos eran decididos y seguros, y todo su lenguaje corporal apuntaba a una predisposición al liderazgo, además, se advertía que tenía energía como casi todos los empresarios que había conocido. Cerró la puerta detrás de mí con un movimiento distraído y me indicó que entrara en la habitación, la cual resultó ser un despacho pequeño y sofocante con dos grandes ventanas y una mesa de madera con sillas a ambos lados. Tuve la sensación de que estaba acostumbrado a que la gente hiciera exactamente lo que él quería, pero, yo, por mi parte, tenía claro que eso no iba a funcionar conmigo o, por lo menos, no sin un buen adelanto.

—Espero que podamos dejar clara una cosa desde ya —empezó de forma rotunda—, los rumores son un cáncer en ese negocio así que nadie más debe saber que hemos hablado, ¿está claro? 

—Ya accedí a eso ayer.

—Pues llámeme paranoico, no me importa. Por supuesto usted tiene más fe en la humanidad que yo.

Sus gestos sugerían que mi opinión sobre el ser humano no le importaba en absoluto a un tipo tan importante como él. Así que no contesté, en su lugar miré por la ventana hacia los tejados azules de la ciudad de Waverley y me pregunté cómo sería eso de vivir en un lugar donde la única preocupación que se tenía era qué color a elegir para la moqueta del ático.

—¿Le ha ofrecido Carol algo de beber? —preguntó Brand.

—He bebido suficiente café como para mover un barco, señor —dije—. Antes de que me siente, debería explicarle cómo funciona esto. Mi cuota base es de cuatrocientos euros al día más gastos con un adelanto no reembolsable de doscientos. Tengo un contrato estándar que podemos negociar, pero lo entendería si prefiere que nada quede registrado por escrito. También puedo darle un recibo completo cuando termine el trabajo.

Su respuesta fue una carcajada, se rió tan fuerte que se le hinchó el pecho e, incluso, se le abrieron los ojos ligeramente como si él mismo se asombrara de su propia reacción.

—¿Cuatrocientos al día? —expresó cuando se calmó—. Estará de coña, ¿no? Soy asesor de gestión, ni me levantaría de la cama por ese dinero. Mire, le voy a dar un consejo gratis, aumente su tarifa o la gente va a pensar que no vale una mierda.

—Pues resulta que nadie se ha quejado de eso hasta la fecha —contesté irritado. 

Entonces, de repente, se mostró interesado.

—¿Sabe? He estado preguntando, pero nadie sabía dónde encontrar un investigador privado y al final tuve que buscar en la guía telefónica. Me parece a mí que podemos echarle una mano con el marketing, ese anuncio en las páginas amarillas no debe proporcionarle muchos clientes.

—Usted me ha encontrado —dije con rigidez.

—¡Por Dios Santo! ¿Dónde está su ambición? Nunca hubiera levantado este negocio con esa actitud, se tiene que pensar a lo grande solo para mantenerse en esta industria.

Molesto por su predisposición a señalar con todo detalle aquello que iba mal en mi vida, saqué mi libreta y la abrí por una página en blanco. No sé si es por su propio sentimiento de culpa o por la creencia de que son, de algún modo, moralmente superiores, pero algunos clientes suelen pasarse de arrogantes. Di un suspiro mental y esperé que Rory Brand no fuera uno de esos clientes difíciles que querían que yo hiciera algo para lo que ellos mismos no tenían cojones y que luego me crearan problemas para llevarlo a cabo.

—Me halaga su interés por mi trayectoria profesional, pero no es por eso por lo que estoy aquí, ¿verdad? —formulé—. No accedió a decirme qué quería por teléfono, así que, ¿qué le parece si nos ponemos a ello? 

—Vale —aceptó—, tiene razón. Esta compañía es mía y tiene mi nombre, ya sabe cómo va esto, tienes que llamar a tu empresa de alguna forma, ¿no?

—Sí, supongo que ayuda a que la gente la encuentre en las páginas amarillas.

—Eso es, buena observación —correspondió a mi ocurrencia—. Fundé esta empresa con mi primera mujer, Gill, hace siete años. Empezamos en el norte de Manchester y poco después nos mudamos aquí —y cambió de tono—. Oiga, ¿es esto lo que se supone que tengo que hacer?

—¿A qué se refiere?

—Contar mis cosas mientras usted las apunta.

—Sí, es lo habitual.

—Muy bien —expresó de buen humor—. ¿Qué más puedo contarle? Esto es una asesoría de gestión, parecido a lo que usted hace, aquí ayudamos a la gente que no puede hacerse cargo de sus cosas por ellos mismos y, como puede ver, soy bastante apasionado en cuanto al trabajo se refiere. ¿Lo entiende, Sam?

—A mí no tiene que darme explicaciones de nada, señor Brand.

—Ah, ya veo. Tiene que mantener la distancia profesional, ¿verdad? —observó—. Bueno, pues el final de esta historia es cuanto menos impredecible; Gill me dejó por Australia y sus famosas playas y no la he vuelto a ver desde entonces. No se puede ni imaginar la tortura que fue aquello, siempre habíamos sido uña y carne y, simplemente, no pude entender qué es lo que salió mal. En verdad, sigo sin entenderlo todavía.

—¿Están ya divorciados o todavía queda la larga senda legal de la separación?

—Todo hecho, fue un divorcio exprés. Un año después de que se marchara me casé con Tara, una chica encantadora que hasta podría venderles gafas a los ciegos. Trabaja conmigo en la empresa como directora de ventas —expresó y de repente me miró—. Sé lo que está pensando; solo pasó un año desde que Gill me dejó hasta que apareció Tara, pero es que no me gusta vivir solo, soy una persona sociable, Sam. No me gusta volver del trabajo a una casa vacía. No hace falta que apunte esto último.

La primera lección que te enseñan en la academia de investigación es que los clientes siempre quieren darte un contexto y, normalmente, suele ser más del que necesitas en un primer momento. Yo ya había conocido lo suficiente a Brand para figurarme qué es lo que venía a continuación; algo sobre un acuerdo prenupcial o, quizás, quería hablarme sobre una mujer que le estaba dando problemas, a lo mejor un viejo amor que estaba a punto de salir a la luz y arruinar su nuevo matrimonio con tediosas revelaciones sobre sus tendencias sexuales. Para algunos compañeros de profesión, los empresarios ricos eran una fuente de financiación inagotable debido a sus problemas conyugales. Personalmente, y, a pesar del potencial aumento que supondría para mi bolsillo, yo no aceptaría el trabajo. Sin embargo, en ese momento me encontraba allí y, muy a mi pesar, escuchando.

—Así que le va bien en los negocios —cambié de tema—. Está ganando un montón de dinero y no saldría de la cama por menos de cuatrocientos euros al día. Entonces, ¿para qué me necesita? Le dije por teléfono que yo no me ocupaba de este tipo de asuntos.

Se inclinó sobre la mesa y me miró fijamente con unos ojos que se asemejaban a los de un halcón y eran igual de amigables. 

—La gestoría es una industria muy despiadada, Sam, donde todo el mundo intenta escarbar el dinero del mismo agujero. La competición se te mete en el cuerpo después de un tiempo, tienes que ganar... bueno, solo para pagar el alquiler y las facturas.

—Sí, solo tengo que echar un vistazo por aquí para ver que su vida ha sido dura.

—A ver, no me malinterprete, todo esto me encanta. Hace que me corra la sangre por las venas y que me sienta vivo cada vez que ganamos una oferta, es casi tan bueno como el sexo —dijo y tras esto se levantó como si no pudiera soportar la gravedad. Se giró, se inclinó sobre el escritorio otra vez y se le oscurecieron los ojos—, pero estamos desarrollando un arma secreta y hay algunas personas que no pueden soportarlo y vienen detrás de mí y de mi empresa. ¡Están intentando robármela!

2

HICE UN MUECA para mis adentros ante la nueva información, pero mantuve la cara sin ningún tipo de expresión. Así que el tema iba de propiedad intelectual, robo de copyright o, incluso, de espionaje industrial, aquello que se llama la parte conceptual de la industria de los investigadores privados y que no era mi fuerte. Aunque, para ser sinceros, llevaba en la industria unos dos años y todavía seguía buscando cuál era mi fuerte. Eso sí, cuando lo encontrara iba a presumir todo lo que pudiera en mi anuncio de las páginas amarillas.

—¿Quiénes son «ellos»? —le pregunté.

—A eso voy —contestó tomándose su tiempo—. ¿Sabe? Me está gustando esto; contarlo todo y ver la historia a través de sus ojos. Me está sirviendo de ayuda.

—Es un beneficio adicional que ofrezco junto a mis servicios —formulé con sarcasmo.

Me miró de reojo y después continuó con su discurso.

—Bueno, la cosa es que hace un año solo teníamos veintitrés personas trabajando aquí. Doce asesores, un par de contables, algunos vendedores y encargados de marketing y un administrador. Estábamos levantando la empresa y creándonos una reputación.

—No le iba muy bien, ¿verdad? Nunca había escuchado nada de la empresa hasta ayer.

—Las empresas unipersonales no son precisamente nuestro objetivo de mercado —señaló un tanto irritado—. Bueno, pues, de repente di con un plan maestro, se me ocurrió una nueva dirección para la empresa. Esto es a lo que me dedico, doy con nuevas ideas, es más, cuando empiece a conocerme mejor, verá que lo hago todo el tiempo, no puedo evitarlo. Pues bien, la cosa es que para ello necesitaba fondos para la inversión, lo que implicaba tener que ir mendigando el dinero a aquellos que lo tenían. Todo esto se traduce en numerosas reuniones largas y aburridas y un montón de papeleo —relató mientras se le iban cerrando los ojos con el recuerdo y, de repente, se le abrieron de golpe—. Lo llaman capital de riesgo, pero realmente no implica ningún riesgo. Acordamos, decidimos y ultimamos detalles hasta la saciedad, pero finalmente lo conseguimos. 

—Así que se hizo rico así en un momento —dije—, ¡qué duro!

Ignoró mi comentario no sé si porque no pilló el sarcasmo o porque no estaba dispuesto a admitirlo.

—Deje que le aclare una cosa, Sam. Nuestro objetivo de mercado es, básicamente, el departamento de recursos humanos. Pregúntele a ellos qué es lo que hacen y le contestarán que son «las personas de las personas». Desafortunadamente, saben todo sobre ellas, pero nada sobre ordenadores y tampoco tienen mucho interés. Sin embargo, ahora todo tiene que ver con la tecnología y todo ha cambiado; las fábricas, el sector servicios, las centrales telefónicas; todo depende de la tecnología y de internet. Ese es el nuevo campo de batalla.

Por alguna razón, este discurso sobre batallas me hizo pensar en mi padre encorvado y raspando el carbón en la mina de la ciudad Thurnscoe. Solía hablar de luchar contra la Asociación Nacional de Carbón y siempre estaba diseñando planes y tácticas y hablando de guerras. Era un vocabulario que estaba presente en casa, para él un campo de batalla era un lugar serio y significaba más que un puñado de electrones pasando por una pantalla. Volví a mirar a Brand esperando que no se hubiera percatado de mi desdén. 

—Entonces, ¿qué tiene usted que hacer ahí? Si las personas a las que pretende venderles algo no entienden qué les está vendiendo, ¿para qué molestarse?

—Tres millones —respondió con tranquilidad—, ese es el dinero que me dieron para desarrollar el software.

—¿Qué software? —pregunté.

Se había saltado un capítulo de la historia y necesitaba que me lo explicara todo con claridad.

—Es lo que le estoy contando, se trata de nuestra nueva tecnología. Adquirí muchos conocimientos sobre informática de un friki que conocí y cuando obtuvimos la financiación, empezamos a expandir la empresa. Al software lo llamamos Compsoft porque analiza las competencias.

—Vale, supongo que es la jerga de los asesores.

—Vi un hueco en el mercado, no había ningún software que midiera las capacidades de las personas en el trabajo y las comparara con una base de datos nacional. Se lo digo, Sam, la noche en la que se me ocurrió esta idea estaba jodidamente emocionado. Cuando tienes una idea tan brillante como esta, literalmente te quedas sin aliento, hasta tuve que sentarme o me hubiera dado algo.

De repente, me di cuenta de a donde apuntaba todo esto.

—Así que este software haría posible que las empresas supieran en qué posición están sus trabajadores en relación a la competencia.

Sonrió lentamente, como un padre que ve a su hijo dando sus primeros pasos.

—Eso es —afirmó orgulloso—, así puedes saber qué tipo de habilidades faltan en tu empresa y, además, Compsoft te indica en qué posición estás con respecto a otras empresas a nivel nacional.

—Pero, no se puede saber qué están haciendo tus competidores teniendo en cuenta solo las habilidades de las personas que están contratando.

—Bueno, también entra en juego las conjeturas basadas en el seguimiento de la otra empresa, pero al menos puedes asegurarte de que no te quedas atrás. Es lo que se llama ventaja competitiva.

Me percaté de que estaba demasiado satisfecho consigo mismo para mi gusto.

—Y, ¿qué hicieron con los tres millones? —pregunté intentando reconducir la conversación—, además de provocarle un orgasmo al director del banco.

Levantó el brazo hacia un lado de manera ostentosa, haciendo un gesto que abarcaba tanto al despacho como a la gente de fuera.

—Aumenté el número de trabajadores; contraté unos veinte programadores e investigadores, además de unos cuantos diseñadores y evaluadores, y mejoré la imagen de la empresa.

—Ya veo, sus culos ahora pueden descansar en sillas más cómodas. Y, ¿cómo va la cosa? ¿Qué ha vendido?

Sus ojos se deslizaron en otra dirección.

—Bueno, todavía nada. El programa no está terminado, tenemos una demo de Compsoft en nuestra página web. Solo necesita un par de meses y un poco más de trabajo.

Paré de escribir y aparté la libreta, ya había escuchado suficiente. Brand me miró, su colonia era tan fuerte que llenaba la habitación cada vez que respiraba.

—¿Qué pasa? ¿El detective obstinado se ha quedado sin preguntas? No se quede ahí mirándome como si fuera superior.

No había una forma fácil de decirlo, así que lo solté tal cual.

—Señor, no puedo ayudarle.

—¿Y por qué narices no puede? —exclamó, aunque no parecía sorprendido, como si ya se estuviera esperando la decepción de antes.

—Según lo que ha dicho, asumo que está usted preocupado de que alguien esté intentando comprar las acciones que tienen los inversores, eso lo pillo —Brad asintió con cautela y yo continué—. Después de todo, les ha convencido para que pongan tres de los grandes en todo esto y de que podrán recuperar su dinero de forma rápida. Sin embargo, todo lo que está sugiriendo es pura especulación, así que hasta que no pase algo concreto no puedo serle de ayuda.

—¿Me está diciendo que tengo que esperar a estar jodido para que sea capaz de hacer algo?

—Todo lo que tiene hasta el momento es la suposición de que se la puedan jugar, pero ya le digo que un par de sospechas no son suficientes —Estiré los brazos—. La gente dice que soy un detective bastante bueno, pero no puedo inventarme un caso donde lo no lo hay.

—¿Incluso si estoy seguro de que sí que lo hay?

—Buscó financiación de fuera y corrió el riesgo de que pudieran revender las acciones. ¿Ha hablado con ellos siquiera?

—No quiero asustarles por si acaso estoy equivocado. Ya se lo he dicho, esta conversación es solo entre usted y yo.

—En ese caso, lo siento, no hay nada que pueda hacer ahora mismo. Si una silla, una persona o un pedazo del software no aparece, soy su hombre; lo investigaré y removeré cielo y tierra para encontrarlo. Hasta que eso no pase, estaría malgastando su dinero si le soy sincero y, aunque no estoy en contra de eso en principio, lo mínimo que puedo hacer es decírselo claro.

Frunció el ceño. Como muchos empresarios, sabía cómo plasmar en el rostro una gran variedad de emociones con la intención de manipular a la otra persona del tipo «esto es importante para mí, así que también debería serlo para ti». Actuaban como si la demostración vacía de emociones fuera suficiente para crear la obligación de comprar lo que vendían, sin embargo, conmigo no funcionaba. 

—¿Y si tengo más información? ¿Facilitaría algo las cosas? —intentó de nuevo.

—No es cuestión de que sea fácil o difícil, es cuestión de qué es lo que yo puedo hacer. No voy a coger su dinero, quedarme mirando al vacío y esperar a que alguien le haga una oferta que no pueda rechazar, así no es como hago las cosas.

—Ya veo, código ético, ¿no? —comentó con tono burlón.

—Simple sentido común.

Giró la cabeza y miró a través de la ventana a una nube gris que había estado avanzando hacia nosotros lentamente y que había hecho que la habitación se fuera oscureciendo más a cada minuto. Como pasa algunas veces, el tiempo parecía reflejar su estado de ánimo.

—Tengo un sospechoso —dijo finalmente.

—¿Quién es?

—Ahora sí le interesa, ¿eh, Señor Confidencial?. Digamos que sé que cierta gente ha estado hablando con otra cierta gente, la cual, a su vez, están interesados en mi cabeza.

Su aportación estaba teñida con un alto grado de melodrama, no obstante, sentí que la pregunta salía de mi boca.

—¿De quién está hablando?

Se volvió a sentar pesadamente en la silla y dobló los brazos. Me impactó que pareciera algo asustado y que no lo hubiera visto antes, se notaba que había desarrollado una buena fachada para esconderlo.

—No sé quién es el capullo que quiere comprar la empresa —dictaminó finalmente—, pero sé quién empezó todo esto, sé quién tanteó el terreno para ver si alguien estaba interesado y sé quién me clavó el cuchillo en la espalda e insistió con el tacón de sus lujosos zapatos italianos.

—¿Quién?

Sus ojos se volvieron hacia mí y parpadeó lentamente una sola vez.

—Mi querida mujer Tara.

3

ANTES DE QUE PUDIERA decir nada, la puerta se abrió y Carol, la recepcionista, asomó la cabeza. Era una mujer de unos cuarenta y pocos años y que llevaba puesto un vestido demasiado estridente coronado por su pelo, negro y arremolinado, que iba cayendo en espiral cada vez más escaso cuanto más se alejaba de la cabeza, como la nata que se deshace en el café. La miré fijamente fascinado.

—¿Puedo todavía ofrecerles algo para beber? —preguntó.

—Cierra la puerta, Carol, y no me interrumpas a menos que te llame para algo —dijo Brand alzando la vista hacia ella.

La recepcionista se retiró rápidamente y cerró la puerta. Esperé, pero Brand se quedó callado.

—¿Está seguro? —solté.

—Fue ella —contestó con resentimiento y bajó la cabeza para mirar a la mesa. Su actitud había cambiado; cuando llegué, se había mostrado seguro y confiado. Ahora se desprendía de él una silenciosa desesperación, como el hombre que ha perdido algo que sabe que nunca va a poder recuperar. Hasta me encontré sintiendo pena por él. 

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!

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