Guardia blanca - Arthur Conan Doyle - E-Book

Guardia blanca E-Book

Arthur Conan Doyle

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¡Este libro contiene un indice interactivo que harán la lectura un verdadero placer! "La Guardia blanca" es una novela histórica de Arthur Conan Doyle que sucede durante la Guerra de los Cien Años en países como Inglaterra, Francia y España.

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Índice de contenido
Guardia blanca
Arthur Conan Doyle
Á QUIEN LEYERE.
Capítulo 1 DE CÓMO LA OVEJA DESCARRIADA ABANDONÓ EL REDIL
Capítulo 2 DE CÓMO ROGER DE CLINTON EMPEZÓ Á VER EL MUNDO
Capítulo 3 DE CÓMO TRISTÁN DE HORLA DEJÓ AL BATANERO EN PERNETAS
Capítulo 4 DE LA JUSTICIA INGLESA EN EL SIGLO CATORCE
Capítulo 5 DE LA EXTRAÑA COMPAÑÍA QUE SE REUNIÓ EN LA VENTA DEL PÁJARO VERDE
Capítulo 6 DE CÓMO EL ARQUERO SIMÓN APOSTÓ SU COBERTOR DE PLUMA
Capítulo 7 DE CÓMO LOS CAMINANTES ATRAVESARON EL BOSQUE
Capítulo 8 LOS TRES AMIGOS
Capítulo 9 EN LA SELVA DE MUNSTER
Capítulo 10 UN CAPITÁN COMO HAY POCOS
Capítulo 11 DEL CONVENTO Á ESCUDERO Y DE DISCÍPULO Á MAESTRO
Capítulo 12 DE CÓMO ROGER APRENDIÓ MÁS DE LO QUE ÉL PODÍA ENSEÑAR
Capítulo 13 DE CÓMO LA GUARDIA BLANCA PARTIÓ PARA LA GUERRA
Capítulo 14 AVENTURAS DE VIAJE
Capítulo 15 DE CÓMO EL GALEÓN AMARILLO SE HIZO Á LA VELA
Capítulo 16 DEL COMBATE ENTRE EL GALEÓN AMARILLO Y LOS DOS PIRATAS.
Capítulo 17 EN LA BARRA DEL GARONA
Capítulo 18 DE CÓMO EL BARÓN HIZO VOTO DE PONERSE UN PARCHE
Capítulo 19 ANTE EL DUQUE DE AQUITANIA
Capítulo 20 DE CÓMO ROGER DESHIZO UN ENTUERTO Y TOMÓ UN BAÑO
Capítulo 21 DONDE AGUSTÍN PISANO ARRIESGA SU CABEZA
Capítulo 22 UNA NOCHE DE HOLGORIO EN "LA ROSA DE AQUITANIA"
Capítulo 23 LAS JUSTAS DE BURDEOS
Capítulo 24 DE CÓMO EL ESTE ENVIÓ UN FAMOSO CAMPEÓN
Capítulo 25 DE UNA CARTA Y UNAS RELIQUIAS
Capítulo 26 DONDE SE AVERIGUA QUIÉN ERA EL MISTERIOSO PALADÍN
Capítulo 27 VISIÓN PROFÉTICA
Capítulo 28 ATAQUE Y DEFENSA DEL CASTILLO DE VILLAFRANCA
Capítulo 29 EL PASO DE RONCESVALLES
Capítulo 30 LA GUARDIA BLANCA EN EL VALLE DE PAMPLONA
Capítulo 31 DE CÓMO TRISTÁN Y EL BARÓN HICIERON DOS PRISIONEROS
Capítulo 32 DONDE EL SEÑOR DE MOREL CUMPLE SU VOTO
Capítulo 33 "LA ROCA DE LOS INGLESES"
Capítulo 34 REGRESO Á LA PATRIA

Guardia blanca

Arthur Conan Doyle

(Traductor: Juan L. Iribas )
Publicado: 1891Categoría(s): Ficción, Histórico, Novela

Á QUIEN LEYERE.

EN la moderna literatura inglesa, menos quizás que en ninguna otra, espera encontrar el lector obras que por su carácter y forma le recuerden las narraciones históricas de tipos caballerescos, empresas aventuradas y altas hazañas, que han inmortalizado los nombres de escritores españoles, franceses é italianos. Diríase que esas novelas de capa y espada, galanas y airosas, en las que palpita la vida entera de hidalga tierra y se refleja el espíritu de toda una raza, son patrimonio exclusivo de otros pueblos y otros autores que los nacidos en la nebulosa Albión.

De aquí la novedad y el buen éxito merecidísimo de la obra de Conan Doyle cuya traducción castellana ofrecemos al público en este volumen. Con erudición y exactitud sorprendentes reproduce el escritor inglés en La Guardia Blanca una serie de episodios fidelísimos de la época en que se desarrolla el argumento de su novela. Época tan agitada como lo fué para Inglaterra la segunda mitad del siglo XIV, en la que á pesar de sus grandes y recientes victorias de Crécy y Poitiers y del tratado de Bretigny, volvía á encenderse, más fiera y sañuda si cabe, aquella lucha interminable conocida en la historia con el nombre de Guerra de los Cien Años.

Á imitación de las famosas Compañías Blancas de Duguesclín, personaje que también figura en esta obra de muy pintoresca manera, la Guardia Blanca inglesa se lanza de lleno en la contienda y tras breve permanencia en el Ducado de Aquitania, arrebatado por entonces á la corona de Francia, entra en España á la vanguardia del poderoso ejército que Eduardo de Inglaterra pusiera á las órdenes del Príncipe Negro para reinstalar en el solio de Castilla á su aliado Don Pedro el Cruel, á la sazón destronado por su hermano Don Enrique de Trastamara.

Las proezas y aventuras de los expedicionarios ingleses y de su indomable capitán, las descripciones interesantísimas de tipos y costumbres de la época, los múltiples incidentes de aquellas marciales jornadas, ora sangrientos y heróicos ora altamente cómicos, todo en suma, está ideado y referido con tal naturalidad, con exactitud y gracia tantas, que hacen de este libro una obra acabada y uno de los más preciados timbres de la fama literaria de su autor.

 

J. L. I.

HARTFORD, Abril de 1896.

Capítulo1 DE CÓMO LA OVEJA DESCARRIADA ABANDONÓ EL REDIL

LA gran campana del monasterio de Belmonte dejaba oir sus sonoros tañidos por todo el valle y aun más allá de la obscura línea formada por los bosques. Los leñadores y carboneros que trabajaban por la parte de Vernel y los pescadores del río Lande, suspendían momentáneamente sus tareas para dirigirse interrogadoras miradas; pues aunque el sonido de las campanas de la abadía era tan familiar y conocido por aquellos contornos como el canto de las alondras ó la charla de las urracas en setos y bardales, los repiques tenían sus horas fijas, y aquella tarde la de nona había sonado ya y faltaba no poco para la oración. ¿Qué suceso extraordinario lanzaba á vuelo, tan á deshora, la campana mayor de la abadía?

Por todas partes se veía llegar á los religiosos, cuyos blancos hábitos se destacaban vivamente sobre el césped que cubría las avenidas de nudosos robles. Procedían unos de los viñedos y lagares pertenecientes á la comunidad, otros de la vaquería, de las margueras y salinas, y algunos llegaban, apresurando el paso, de las lejanas fundiciones de Solent y la granja de San Bernardo. No les cogía de sorpresa el inusitado campaneo, porque ya la noche anterior había despachado el abad un mensajero especial á todas las dependencias exteriores del monasterio, con orden de anunciar en ellas la proyectada reunión general del día siguiente. En cambio el hermano lego Atanasio, que durante un cuarto de siglo había limpiado y bruñido el pesado aldabón de bronce de la abadía, declaraba con asombro que jamás había presenciado convocación tan extemporánea y urgente de todos los miembros de la comunidad.

Bastaba observar á éstos para comprender la gran variedad de ocupaciones á que se dedicaban y para formar idea, aunque incompleta, de los inmensos recursos de la abadía, centro de activísima vida. Veíase aquí á dos religiosos cuyas manos y antebrazos teñía de rojo el mosto; más allá otro, anciano y robusto, llevaba al hombro el hacha con que acababa de cortar grandes haces de leña; seguíale el hermano esquilador, cuya ocupación denunciaban las enormes tijeras que llevaba colgadas al cinto y las vedijas de lana adheridas al sayal. Un numeroso grupo iba provisto de azadas y layas, y los dos monjes que cerraban la marcha conducían con trabajo una pesada cesta llena de carpas, truchas y tencas, pues siendo el siguiente día de vigilia, había que proveer al sustento de cincuenta religiosos con un apetito á toda prueba. Verdad es que trabajaban de firme, porque el venerable abad Fray Diego de Berguén era tan severo con todos ellos como consigo mismo, que es mucho decir, y en su convento no se toleraban holgazanes.

Mientras se reunían frailes y novicios el abad, cruzadas las manos y preocupado el semblante, recorría de extremo á extremo la gran sala del monasterio destinada á los actos solemnes. Sus delgadas facciones y hundidas mejillas revelaban al asceta que ha sabido triunfar de sus pasiones, no sin cruel y larga lucha, hasta dominarlas por completo. Aunque de apariencia endeble, su mirada imperiosa y enérgica recordaba que por sus venas corría sangre de famosos guerreros y que su hermano mellizo, el capitán Bartolomé de Berguén, era uno de los esforzados campeones ingleses que habían plantado la cruz de San Jorge sobre los muros de París. Apenas sonó la última campanada, se acercó el abad á una mesa y tocó el timbre que servía para llamar al hermano lego de servicio, al cual preguntó en el dialecto anglo-francés usado en los monasterios ingleses durante casi todo el siglo catorce:

—¿Han llegado los hermanos?

—Reunidos están en el claustro mayor, reverendo padre, contestó el lego, que se hallaba en actitud humilde, cruzadas las manos sobre el pecho y fija en el suelo la vista.

—¿Todos?

—Treinta y dos profesos y quince novicios. Fray Marcos, postrado por la fiebre, es el único que falta. Dice que… .

—No hace al caso lo que él diga. Enfermo ó no, importaba ante todo acatar mi mandato. Domeñaré su espíritu rebelde, como lo haré con otros miembros de esta abadía que necesitan severa disciplina. Y vos mismo, hermano Francisco, estáis en falta. Ha llegado á mis oídos que habéis alzado la voz en el refectorio, mientras el hermano lector comentaba la palabra divina. ¿Qué contestáis á esa acusación?

El lego no chistó, ni se movió siquiera.

—Mil avemarías y otros tantos credos rezados con los brazos en cruz ante el altar de la Virgen, servirán para recordaros que el Supremo Creador nos dió dos orejas y una sola lengua, para que oigamos mucho y hablemos poco. Enviadme aquí al hermano Maestro.

El atemorizado lego salió de puntillas, cerrando tras sí la puerta, que se abrió algunos momentos después para dar paso á un monje, corto de estatura, robusto de cuerpo y cuya imperiosa mirada acentuaba la expresión severa del semblante.

—¿Me habéis llamado, reverendo padre?

—Sí, hermano Maestro. Deseo que el acto de hoy, que me impone un deber durísimo, se verifique con el menor escándalo posible; y sin embargo, es fuerza dar al culpable una lección pública, para ejemplo de los restantes.

Dijo el abad estas palabras en latín, lengua en que de ordinario hablaba á los religiosos á quienes por sus años ó por razón de su cargo ó de sus méritos, juzgaba dignos de especial deferencia.

—Es mi parecer que los novicios no presencien el juicio, observó el hermano Maestro. En la acusación figura una mujer y temo que pérfidas imágenes empañen la pureza de sus pensamientos… .

—¡Mujer, mujer! murmuró el abad. Radix malorum, que dijo el venerable Crisóstomo, definición exacta y aplicable desde Eva hasta nuestros días. ¿Quién denunciará al pecador?

—El hermano Ambrosio.

—Casto y piadoso mancebo.

—Y modelo de novicios.

—Procédase, pues, al juicio de acuerdo con las prácticas tradicionales de la orden. Ved que se admita y acomode á los profesos por orden de edad y que á su tiempo comparezca el maleado Tristán de Horla, cuya conducta exige ya medidas severas.

—¿Y los novicios?

—Esperarán en el claustro de la capilla, donde convendrá que el lector les refresque la memoria sobre el tema Gesta beati Benedicti. Así se evitará toda conversación ociosa y toda ocasión de liviandad.

Una vez solo el abad, volvió á fijar sus miradas en las páginas caprichosamente iluminadas de su breviario y permaneció en aquella actitud basta que hubo entrado en la sala el último de los monjes. Tomaron éstos asiento en los dos bancos de tallado roble que iban desde el estrado hasta el extremo opuesto de la estancia, donde el hermano Ambrosio y el Maestro de novicios ocuparon sendos sitiales. Era el primero un joven enteco, alto y pálido, que oprimía nerviosamente entre sus manos un enrollado pergamino. El abad contempló desde su asiento en el estrado las dos hileras de monjes, cuyos rostros plácidos, rollizos y bronceados por el sol, con raras excepciones, y cuya expresión satisfecha, daban clara muestra de la vida tranquila y feliz que allí llevaban.

Fray Diego fijó después su penetrante mirada en el joven religioso sentado frente á él y dijo:

—Sois el acusador, hermano Ambrosio. Quiera nuestro venerado patrón San Benito concederos su gracia y dirigir nuestros juicios en esta ocasión, para el bien de la comunidad y para la mayor gloria de Dios. ¿Cuántos son los cargos dirigidos contra el novicio Tristán?

—Cuatro, reverendo padre, contestó el interpelado en voz baja y sumisa.

—¿Los habéis enumerado y expuesto conforme lo manda nuestra santa regla?

—Contenidos están en este pergamino… .

—Que entregaréis al hermano relator para su lectura cuando llegue el momento. Introducid al acusado.

Al oir aquella orden, un lego situado junto á la puerta la abrió de par en par, dando entrada á un joven novicio y á otros dos legos que hasta entonces lo habían acompañado y vigilado en la antecámara. Era el novicio Tristán de Horla mancebo de aventajada estatura y atléticas formas, cuyos ojos negros contrastaban con el rojo cabello y cuyas facciones, nada desagradables, revelaban de ordinario la franqueza y el buen humor, si bien en aquel momento se reflejaba en ellas una expresión de reto y enojo. Caída sobre los hombros la capucha, desabrochado el hábito que mostraba el hercúleo cuello, desnudos hasta el codo los velludos brazos que tenía cruzados sobre el pecho, saludó reverentemente al abad y se dirigió con toda calma al reclinatorio que le estaba reservado en el centro de la sala. Sus negros ojos pasaron rápida revista á los circunstantes y acabaron por fijarse, con expresión un tanto irónica, en el hermano acusador.

Entregó éste el pergamino al relator de la orden, quien lo leyó con voz pausada y entonación solemne, escuchado atentamente por todos los religiosos allí congregados. El documento decía así:

"Cargos formulados el día de la Asunción, en el año de gracia de mil trescientos sesenta y seis, contra el hermano Tristán, antes llamado Tristán de Horla y al presente novicio de la santa orden monástica del Císter. Leídos el jueves siguiente á dicha fiesta de la Asunción, en la abadía de Belmonte, ante el reverendo abad Fray Diego de Berguén y la comunidad reunida en capítulo. Los cargos aducidos son:

"Primero: Que habiéndose distribuido á los novicios determinada cantidad de cerveza floja, como concesión especial con motivo de la precitada festividad y en la proporción de un azumbre por cada cuatro novicios, el acusado se apoderó violentamente del jarro y se bebió el azumbre de una sentada, en detrimento de sus compañeros de mesa Pablo, Porfirio y Ambrosio; quienes declararon que á duras penas pudieron comer los arenques salados que formaron la refacción de aquel día."

Al oir aquellos detalles el acusado se mordió los labios para disimular una sonrisa y varios religiosos se miraron de soslayo; otros tosieron á fin de no soltar la carcajada. Pero el abad permaneció impasible y severo, mientras el relator continuaba su lectura:

"Segundo: Que como el Maestro de novicios castigase aquel desafuero poniendo al culpable á pan y agua por tres días, en honor de Santa Tiburcia, aquel pecador impenitente declaró en presencia del novicio Ambrosio que quisiera ver á una legión de demonios llevándose por los aires al susodicho hermano Maestro.

"Tercero: Que amonestado por éste nuevamente, el acusado cogió á su denunciador por el pescuezo y lo zabulló en el estanque de la huerta, por espacio suficiente para que la víctima de tamaño atropello pudiera acabar el credo que rezó mentalmente con objeto de encomendar su alma á Dios, creyendo llegada la última hora."

Las exclamaciones de sorpresa y censura que se oyeron en ambos bancos indicaron que los miembros de la comunidad apreciaban la gravedad del último cargo; pero el abad impuso silencio, levantando su huesuda mano.

—Continuad, dijo al lector.

—"Y cuarto: Que poco antes de vísperas, el día de Santiago Apóstol, se vió al citado Tristán en el camino de Vernel, en conversación con una mujer, la llamada María Soley, hija del guardabosque de este nombre. Y que después de muchas risas y resistencias por parte de la susodicha doncella, el acusado la tomó en brazos y la condujo al otro lado del riachuelo de Las Hayas, para evitar que aquella emisaria de Satán se mojase los pies. Esta infracción inaudita de nuestra santa regla fué presenciada por tres miembros de la comunidad, con gran escándalo suyo y con indudable regocijo de todo el infierno, que así veía caer en mortal pecado á un novicio de nuestra orden."

El silencio profundo que siguió á aquellas palabras, aun más que los ademanes y el aspecto horrorizado de algunos religiosos, reveló cuán profunda y unánime era la reprobación de los oyentes.

—¿Quiénes son los testigos de tan enorme pecado? preguntó el abad con voz que delataba su indignación.

—Yo soy uno de ellos, dijo levantándose el hermano Ambrosio; y conmigo lo presenciaron Porfirio y Marcos, el cual se afectó de tal manera que desde entonces se halla en la enfermería… ..

—¿Y la mujer? continuó Fray Diego. ¿No prorrumpió en acongojado llanto al presenciar aquella conducta de un hombre que vestía nuestro sagrado hábito?

—No, reverendo abad. Antes bien sonrió dulcemente cuando él la depositó allende el vado y le dió las gracias y le tendió su mano. Lo ví con mis propios ojos, como lo vió Marcos… .

—¡Lo visteis, desgraciados! gritó el abad. ¿Y acaso no sabíais que el capítulo treinta y cinco de los reglamentos de esta orden os lo prohibía terminantemente? ¿De cuándo acá habéis olvidado que en presencia de una mujer debemos todos bajar la vista y aun volver la cara? Y si hubierais tenido fija la mirada en vuestras sandalias, ¿cómo ver las sonrisas y mohines de aquel demonio disfrazado de mujer? ¡Á vuestras celdas, falsos hermanos, á pan y agua hasta el próximo domingo, con dobles laudes y maitines para que aprendáis á obedecer las leyes que nos rigen!

Ambrosio y Porfirio, atemorizados ante aquella inesperada reprimenda, cayeron temblando en sus asientos. El abad apartó de ellos la vista para fijarla en el principal culpable, quien lejos de mostrar temor é inclinar la frente sostuvo con toda calma la mirada furibunda de Fray Diego.

—¿Qué alegáis en vuestra defensa, hermano Tristán?

—Poca cosa, padre mío, fué la contestación del joven, dada con el pronunciado acento sajón que por entonces caracterizaba á los campesinos ingleses del Oeste. Por cierto que el inusitado acento llamó mucho la atención de los religiosos, ingleses de pura raza en su mayoría. Pero el abad sólo se fijó en la tranquilidad y la indiferencia que la respuesta del novicio revelaba y la indignación coloreó su rostro enjuto.

—¡Hablad! ordenó golpeando con el puño el brazo del sitial.

—Pues cuanto á lo de la cerveza, observó Tristán sin inmutarse lo más mínimo, téngase en cuenta que acababa yo de llegar del trabajo en el campo y que apenas empiné el jarro ya le ví el fondo y sin saber cómo lo dejé en seco. Grande debió de ser mi sed. Cierto es que perdí los estribos cuando el buen Maestro me mandó ayunar, pero bien se explica eso recordando que pan y agua es triste dieta para un cuerpo y un apetito como los que Dios me ha dado. También es verdad que le senté la mano el cernícalo de Ambrosio, pero la zabullida de que se queja no pasó de un susto sin consecuencias. Y como no niego ninguno de los cargos anteriores, tampoco puedo negar, si tal cargo es, el de haber ayudado á la hija de Soley á pasar el vado de Las Hayas, en atención á que la pobre muchacha tenía puestos zapatos y medias y su saya de los domingos, al paso que yo iba descalzo y se me importaba un bledo remojarme los pies. Y tengo para mí que el no haberme portado cual entonces lo hice hubiera sido una vergüenza, para un novicio como para cualquier otro hombre que se respete y que respete á la mujer… .

Aquellas palabras colmaron la exasperación del abad, sobre todo pronunciadas como fueron con la sonrisa burlona que apenas había desaparecido un momento de los labios de Tristán desde el comienzo de su perorata.

—¡Basta ya! exclamó Fray Diego. Lejos de defenderse el culpado confiesa y agrava su falta con sus livianas palabras. Sólo me resta imponerle el condigno castigo.

Al decir esto dejó el abad su asiento y todos los monjes le imitaron, dirigiendo temerosas miradas al irritado semblante de su superior.

—Tristán de Horla, continuó éste, en los dos meses de vuestro noviciado habéis dado pruebas evidentes de perversidad y de que por ningún concepto merecéis vestir el blanco hábito símbolo de un espíritu sin mancha. Seréis, pues, despojado de ese hábito y despedido de esta abadía, de sus tierras y pertenencias, sin renta ni beneficio de ninguna clase y sin las gracias espirituales que gozan cuantos viven bajo la tutela y especial protección de San Benito. Vuestro nombre será borrado de los registros de la orden y os queda prohibido volver á pisar los umbrales de la abadía y entrar en ninguna de las granjas y posesiones de Belmonte.

Aquella primera parte de la sentencia pareció terrible á los monjes, especialmente á los más ancianos, acostumbrados como estaban á la vida sosegada de la abadía, fuera de la cual se hubieran visto tan desamparados y desvalidos como niños abandonados á sus propias fuerzas. Pero evidentemente la vida mundanal no tenía terrores para el novicio, antes le atraía y agradaba, á juzgar por la expresión regocijada con que oyó el anuncio de su expulsión. Su contento acrecentó la iracundia de Fray Diego, quien continuó diciendo:

—Esto por lo que al castigo espiritual se refiere. Pero á los malos servidores de Dios, de corazón empedernido, poco les duelen tales penas. Yo sé cómo castigaros de manera que lo sintáis, ahora que vuestras fechorías os han privado de la protección de la iglesia. ¡Á ver! ¡Tres hermanos legos, Francisco, Atanasio y José, apoderaos del truhán, atadle los brazos y decid al hermano portero que le aplique unas cuantas docenas de azotes con un buen rebenque!

Al acercársele los robustos legos para obedecer las órdenes del abad, desapareció toda la placidez del novicio, que asió con ambas manos el pesado reclinatorio de roble y levantándolo en alto como una maza, gritó con voz potente:

—¡Teneos! ¡Juro por San Jorge que al primero de vosotros que ose tocarme le rompo la cabeza en mil pedazos!

La advertencia no podía ser más clara ni más enérgica, y unida á la amenazadora actitud del novicio, cuyas fuerzas eran bien conocidas de todos, bastó para que los legos retrocedieran más que de prisa y para espantar á los religiosos, que se precipitaron en tropel hacia la puerta. Sólo el abad pareció pronto á lanzarse sobre el rebelde novicio, pero dos monjes que junto á él se hallaban lo asieron por los brazos y lograron ponerlo fuera de peligro.

—¡Está poseído del demonio! gritaban los fugitivos. ¡Pedid socorro! Que venga el hortelano con su ballesta, y llamad también á los mozos de cuadra. ¡Pronto, decidles que estamos en peligro de muerte! ¡Corred, hermanos! ¡Ved que ya nos alcanza!

Pero el victorioso Tristán de Horla no pensaba en perseguirlos. Estrelló contra el suelo el reclinatorio, derribó de un revés á su delator Ambrosio, que puso el grito en el cielo, y atropellando á los aturrullados frailes que formaban la retaguardia, bajó á escape la escalera. El portero Atanasio vió pasar rápidamente una gigantesca forma blanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causa del tumulto que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estaba lejos de la abadía y á grandes zancadas recorrió el polvoriento camino de Vernel.

 

Capítulo2 DE CÓMO ROGER DE CLINTON EMPEZÓ Á VER EL MUNDO

LOS muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalo semejante. Pero Fray Diego de Berguén tenía en mucho la buena disciplina de la comunidad para permitir que ésta quedase bajo la impresión de la rebeldía triunfante del novicio; así fué que convocando nuevamente á los hermanos les dirigió una filípica como pocas, comparando la expulsión del iracundo Tristán á la de nuestros primeros padres del Paraíso, llamando sobre él los castigos del cielo y advirtiendo de paso á sus oyentes que si algunos de ellos no mostraban más celo y obediencia que hasta entonces, la expulsión de aquel día no sería la última. Con esto quedó restablecida la calma y en buen lugar la autoridad de Fray Diego, quien ordenó á los religiosos que volvieran á sus faenas respectivas y se retiró á su celda.

Apenas comenzadas sus oraciones oyó que llamaban suavemente á la puerta.

—Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenas fijó los ojos en el importuno que así le interrumpía, desapareció la expresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa.

El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubios cabellos, buena presencia y muy joven á juzgar por la expresión aniñada del rostro. Sus claros y hermosos ojos revelaban también un candor casi infantil; su mirada era la del adolescente cuyo espíritu se había desarrollado hasta entonces lejos de las emociones, de las penas y de los combates del mundo. Sin embargo, las líneas de la boca y la pronunciada forma de la barba indicaban un carácter enérgico y resuelto.

Aunque no vestía el hábito monástico, su ropilla, calzas y gruesas medias eran de obscuro color, cual convenía á un morador de aquella santa casa. De una ancha correa cruzada al hombro pendía henchido zurrón de los que por entonces usaban los viajeros; llevaba en la diestra un grueso bastón herrado y en la otra mano su gorra de paño pardo, que tenía cosida al frente una gran medalla con la imagen de Nuestra Señora de Rocamador.

—Veo que estás ya pronto á ponerte en camino, hijo querido. Y no deja de ser coincidencia curiosa, continuó el abad con aire pensativo, la de que en un mismo día salgan de este monasterio el más perverso de sus novicios y el mancebo á quien todos consideramos como el más digno de nuestros jóvenes discípulos y que es también el predilecto de mi corazón.

—Sois demasiado bondadoso, padre mío, contestó el doncel. Por mi parte, si me fuese dado elegir, acabaría mis días en Belmonte. Aquí he tenido mi dulce hogar desde la infancia y al salir de esta casa lo hago con verdadero pesar.

—Pruebas impuestas por Dios son esas penas, Roger, y cada cual tiene su cruz. Pero tu partida, que á todos nos contrista, es inevitable. Yo prometí á tu padre que al cumplir los veinte años saldrías de Belmonte, para ver algo del mundo y juzgar por tí mismo si preferías seguir en él ó volver á este sagrado refugio. Acerca ese escabel y toma asiento.

Hízolo así Roger y el abad continuó diciendo, después de reflexionar algunos momentos:

—Veinte años hace que tu padre, el arrendador de la granja de Munster, murió, dejando valiosos cortijos y terrenos á la abadía y dejándonos también á su hijo menor, niño de pocos meses, á condición de criarlo y educarlo en el monasterio. Hízolo así el buen hidalgo no sólo porque había muerto tu santa madre, sino porque Hugo de Clinton, su hijo mayor y único hermano tuyo, había dado ya pruebas de su carácter díscolo y violento, y hubiera sido absurdo dejarte encomendado á él. Pero como dije antes, tu padre no quería dedicarte irrevocablemente á la vida monástica; la elección dependerá de tí, y no has de hacerla ahora, sino cuando tengas alguna experiencia de la vida, para resolver con acierto.

—¿Y no impedirán mi partida los cargos que he ejercido ya en la comunidad, aparte de mis funciones de amanuense?

—En manera alguna. Veamos: ¿has sido despensero y acólito?

—Sí, padre.

—¿Exorcista y lector después?

—Sí, padre.

—Y obediente y piadoso como un hermano profeso, pero nunca has hecho voto de castidad. ¿No es cierto?

—Así es, padre mío.

—Pues nada te impide entrar en el mundo y vivir en él tan libremente como el que nunca ha pisado el claustro. Y puedo decir con placer que esa nueva vida se abre ante tí con buenos auspicios, porque además de los sanos principios que te hemos inculcado, eres hábil y puedes bastarte á tí mismo haciéndote útil á otros. Dime qué has aprendido últimamente; ya sé que eres escultor de no mediano mérito y que pocos mancebos de tu edad te ganan á tocar la cítara y el rabel. Y nada diré de tu voz; nuestro coro pierde contigo el mejor de sus cantores.

Sonrióse complacido el doncel y dijo:

—Á la paciencia del buen hermano Jerónimo debo también el oficio de grabador, que he aprendido pasablemente y llevo hechos muchos trabajos en madera, marfil, bronce y plata. Con Fray Gregorio he aprendido á pintar sobre pergamino, metal y vidrio. Sé esmaltar, conozco algo el tallado de piedras preciosas, puedo construir muchos instrumentos músicos y cuanto á la heráldica, no hay en Belmonte amanuense ni novicio que la sepa mejor que yo.

—¡Pues no es corta la lista! exclamó el superior con alegre acento. No hubieras aprendido más en el Real Colegio de Exeter. Pero ¿qué me dices de tus otros estudios, de tus lecturas y composiciones?

—Sin ser mucho lo que he leído, el hermano Canciller os podrá decir que no he descuidado la biblioteca. Los Evangelios comentados, Santo Tomás, la Colección de Cánones… .

—Bueno es todo eso, pero más necesitas hoy otra clase de lecturas, algo de ciencias naturales, geografía y matemáticas. Veamos: desde esta ventana se divisa la desembocadura del Lande y más allá unas cuantas velas de barcos pescadores que han cruzado la barra y salido al mar. Supongamos que en lugar de volver esta noche al puerto, continuasen esas barcas su viaje por días y días en la dirección que ahora llevan. ¿Sabes á dónde llegarían?

—Tienen puesta la proa en dirección á Oriente, contestó prontamente el joven, y van en derechura hacia aquella región de Francia que hoy forma parte de los dominios de nuestro poderoso señor el Rey de Inglaterra. Volviendo la proa hacia el sur llegarían á España y por el nordeste encontrarían los estados de Flandes y más allá la gente moscovita.

—Cierto es. ¿Y si después de llegar á los dominios de nuestro rey en Francia emprendiese un caminante la marcha en dirección á Oriente?

—Pues visitaría las tierras francesas que todavía están en tela de juicio y la famosa ciudad de Avignón, donde reside temporalmente Su Santidad. Más allá se extienden los estados de Alemania, el gran Imperio Romano, las tribus de los paganos Hunos y Lituanos y por último la ciudad de Constantino y el dominio de los odiados hijos de Mahoma.

—Bien, Roger. ¿Y más allá?

—Jerusalén, la Tierra Santa y el caudaloso río que tuvo sus fuentes en el paraíso terrenal. Después… no sé, padre mío; pero el fin del mundo no andará muy lejos de aquellos lugares, á lo que imagino.

—No tal, mi buen Roger, y eso te probará que siempre queda algo que aprender. Has de saber que entre los Santos Lugares y el fin del mundo habitan muchos y muy numerosos pueblos, cuales son el de las amazonas, el de los pigmeos y aun el de ciertas mujeres, tan bellas como peligrosas, que matan con la mirada, como se dice del basilisco. Y al oriente de todas esas naciones está el reino del Preste Juan, cuyas vagas descripciones habrás hallado en los libros. Todo esto lo sé de buena tinta, por habérmelo asegurado y descrito un valiente capitán y gran viajero, el señor Farfán de Setién, que descansó en Belmonte á su paso para Southampton y nos refirió sus viajes, descubrimientos y aventuras en el refectorio, con detalles tan curiosos é interesantes que muchos hermanos se olvidaron de comer por el placer de escucharle sin perder una sílaba de su relato.

—Lo que yo quisiera saber, padre mío, es qué hay al fin del mundo… .

—Poco á poco, amiguito, interrumpió el abad. Lo que allí hay ó deja de haber no es para preguntado. Pero hablemos de tu viaje. ¿Cuál será tu primera etapa?

—La casa de mi hermano en Munster. No sólo deseo conocerlo, sino que los informes desfavorables que siempre he tenido de su carácter y método de vida me parecen una razón más para intentar reformarlo y atraerlo al buen camino.

El abad movió la cabeza negativamente.

—Pronto se echa de ver tu inexperiencia. La mala reputación del arrendador de Munster data de antiguo, y quiera Dios que no sea él quien logre apartarte del buen camino que has seguido hasta ahora. Pero ya vivas con él ya te lleve la suerte por otros rumbos, desconfía sobre todo de los falsos atractivos y de las artes de la mujer, el mayor peligro que amenaza á los hombres de tu edad y sobre todo á los que como tú no han encontrado jamás en su camino á ese enemigo de nuestra tranquilidad. Adiós, hijo mío. Abrázame y recibe la bendición del cielo que invoco sobre tu cabeza. Encomiéndote también fervientemente al glorioso San Julián, patrón de los viajeros. Sea tu vida cristiana y feliz.

Penosa fué la despedida de aquellos dos hombres, el uno animado por el cariño paternal que profesaba al huérfano y el otro por su gratitud infinita hacia el bondadoso protector de toda su vida. Hacía más dura su separación la idea que ambos tenían formada del mundo, al que consideraban desde su tranquilo refugio como centro de iniquidades, peligros y rencores. Los monjes y novicios que no habían salido á sus quehaceres esperaban á Roger en el pórtico, donde se despidieron de él con efusión, pues de todos era grandemente apreciado. También le hicieron algunos regalos; un pequeño crucifijo de marfil, un libro de oraciones y un cuadrito que representaba la Degollación de los Inocentes, artísticamente ejecutado en pergamino. Todos aquellos recuerdos de sus cariñosos amigos quedaron pronto bien acondicionados en el zurrón, sobre el cual el previsor hermano Atanasio colocó también un paquete que recomendó mucho á Roger y que según descubrió éste después, contenía una hogaza de pan blanco, un magnífico queso y una botella de buen vino.

Púsose por fin en camino el conmovido joven, en cuyos oídos resonaban las bendiciones y las frases de despedida de los bondadosos monjes. Al llegar á una altura vecina se detuvo para contemplar por última vez aquellos lugares en los que se había deslizado su vida tranquila y dichosa. Allí el obscuro y monumental edificio de la abadía, la residencia de Fray Diego, con su capilla adjunta, los jardines y huertos, iluminado todo ello por un sol espléndido. Más allá la anchurosa ría del Lande, el vetusto pozo de piedra, la capilla de la Virgen y en la esplanada frente al convento el grupo de blancos hábitos, aquellos amigos de su adolescencia, que al verle detenido renovaron sus saludos.

Dos lágrimas surcaron las mejillas de Roger, que suspiró profundamente y volvió á emprender su jornada.

 

Capítulo3 DE CÓMO TRISTÁN DE HORLA DEJÓ AL BATANERO EN PERNETAS

CASO muy raro sería que un joven de veinte años, lleno de salud y vida, dedicase las primeras horas de absoluta independencia gozadas desde la infancia á llorar la celda de su convento y la disciplina del claustro. Sucedió, pues, que la emoción de Roger fué poco duradera y que aun antes de perder de vista á Belmonte recobró la alegría propia de sus años y pudo apreciar en toda su belleza los primores del paisaje. Era una tarde hermosísima; los rayos del sol caían oblicuamente sobre los frondosos árboles, trazando en el camino arabescos de sombras, alternados con anchas franjas doradas. Entre los árboles y en cuanto alcanzaba la vista, tupidos arbustos, amarilleando algunos al soplo del otoño. Al perfume de las flores se unían las gratas emanaciones resinosas de los pinares y sólo el rumor de claros arroyuelos interrumpía de cuando en cuando el murmullo de la brisa entre las ramas y el canto de los pájaros.

Pero aquella soledad y quietud de los campos eran sólo aparentes. La vida se desarrollaba vigorosa y activa en ellos y en los vecinos bosques. Insectos de brillantes colores zumbaban en torno de hojas y flores; juguetonas ardillas suspendían sus escarceos para mirar al insólito caminante desde lo alto de las ramas, y ya se oía el gruñido del fiero jabalí en el matorral, ya el roce de las hojas secas pisadas por el gamo, que huía á todo correr.

No tardó el risueño caminante en dejar muy atrás á Belmonte y sus verdes praderas y de aquí que fuera mayor su sorpresa al divisar sentado en una piedra junto al camino á uno al parecer religioso de aquella comunidad, á juzgar por los blancos hábitos que vestía. Pero al acercarse notó Roger que el rostro del fraile, desapacible y coloradote, le era totalmente desconocido y que por sus ademanes y la expresión dolorida del semblante más parecía caminante desbalijado que otra cosa. De pronto le vió incorporarse y correr camino arriba, recogiendo y levantando con ambas manos el sayal, lo menos dos palmos más largo de lo que pedía el cuerpo bajo y rechoncho del desconocido. Pero no tardó éste en detenerse, resoplando como si le faltara el aliento y acabando por dejarse caer sobre la hierba. Roger se dirigió hacia él apresuradamente y el otro le preguntó:

—¿Conocéis, buen amigo, la abadía de Belmonte?

—Mucho que sí, de allí vengo y en ella he vivido hasta hoy.

—Loado sea Dios, porque en tal caso podréis decirme quién es un fraile como un dragón, con la cara llena de pecas, los ojos negros y el pelo rojo, á quien por mi mal acabo de encontrarme en este camino. ¿Le conocéis? No puede haber otro tan grande ni tan malvado como él en la abadía.

—Por las señas es ése el novicio Tristán de Horla. ¿Qué os ha hecho?

—¡Pesia mi alma que lo hecho por él no lo hicieran conmigo salteadores de camino! No sino que el menguado me quitó cuanta ropa llevaba puesta dejándome en gregüescos y después me enjaretó este sayal blanco, quedándome yo aquí corrido y sin atreverme á volver al pueblo y mucho menos á presentarme á mi mujer, que si me ve en esta guisa pondrá el grito en el cielo, tratándome de borracho y correntón.

—¿Pero cómo fué eso? preguntó el amanuense, que á duras penas podía contener la risa.

—Yo os lo contaré de la cruz á la fecha, repuso el otro. Pasaba por este mismo camino y muy cerca del lugar en que estamos, cuando me topé con el fraile bandido de la cabeza roja. Creyéndolo un religioso como Dios manda, entregado á sus oraciones, lo saludé y seguí mi marcha hacia Léminton, donde vivo y me gano el sustento como batanero que soy. Pero á los pocos pasos oí que me llamaba; volvíme y me preguntó si tenía noticia de la nueva indulgencia concedida á favor de los monjes del Císter. "No," le contesté. "Tanto peor para vuestra salvación eterna," me dijo; y habló largamente de la gran estimación de Su Santidad por las virtudes del abad de Berguén y cómo en reconocimiento y recompensa de las mismas había resuelto el Papa conceder indulgencia plenaria á todo pecador que vistiese el hábito cisterciense y lo tuviese puesto el tiempo necesario para recitar los siete Salmos de David. Al oirlo me arrodillé á sus pies, rogándole que me dejase obtener tan grande gracia prestándome su hábito, á lo que se avino después de muchas súplicas y de entregarle yo doce sueldos para dorar la imagen del bendito San Lorenzo. Quitádose que hubo esta vestimenta, tuve que prestarle mi buen jubón y calzas de paño para que no le viese algún caminante en ropas menores y aun me pidió el grueso par de medias que yo llevaba para preservarse, dijo, del airecillo algo frío, mientras rezaba yo mis oraciones. Llegado apenas al segundo salmo, acabó él de arroparse y gritándome que procurase conducirme cual cuadraba á un piadoso fraile, apretó á correr camino arriba como si lo persiguieran los demonios. Cuanto á mí, pecador, ni puedo correr metido en este saco harinero que por todos lados me sobra, ni tampoco es cosa de quitármelo y presentarme en el pueblo sin más vestimenta que una almilla rabona, unos gregüescos remendados y un par de zapatos. Ni siquiera medias. ¡Por vida del fraile ladrón!

—No os descorazonéis, buen hombre, dijo el doncel, que bien podréis trocar vuestro sayal por un jubón en el convento, cuando no tengáis más cerca algún conocido que os saque del paso.

—Sí tengo, repuso el batanero. Allende el seto vive un pariente de mi mujer, pero la suya es lo más mordaz y maldiciente que conozco y como mi aventura llegase á oidos de aquella bruja no me atrevería á asomar la cara fuera de mi casa en un mes. Pero si vos quisierais, mi buen señor, podríais hacerme una grandísima merced con sólo desviaros de vuestro camino cosa de dos tiros de ballesta y… .

—Eso haré yo de muy buena gana, dijo Roger compadecido del pobre hombre á quien en tan duro trance habían puesto las diabluras de Tristán, su amigo del convento.

—Pues tomad aquel sendero de la izquierda, que no tardará en llevaros á un claro del bosque, y allí veréis la choza de un carbonero. Decidle que os dé un par de prendas de ropa y que os envía con grande urgencia maese Rampas, el batanero de Léminton. Razones tiene para no negarme eso que en nombre mío váis á pedirle.

Hízolo Roger como se lo decían y halló muy pronto la cabaña y sola en ella á la mujer del carbonero, por hallarse su marido trabajando en el monte. Expuso su misión y complaciente la mujer comenzó enseguida á preparar el hatillo, mientras Roger la contemplaba con la curiosidad natural en quien jamás había hablado á una mujer y mucho menos vístose mano á mano con una hija de Eva en solitaria cabaña perdida en el bosque. Observó que sus desnudos brazos eran de redondeadas formas, aunque requemados por el sol y que llevaba modesta basquiña parda y un pañolón cruzado y prendido sobre el pecho con enorme alfiler de cobre.

—¡Maese Rampas el batanero! repetía ella yendo de aquí para allá en busca de las ropas. Si fuese yo su mujer ya le enseñaría á dejarse desbalijar en medio del camino por el primer perdulario que pase. Pero á bien que él ha sido siempre un alma de Dios y que no he de ser yo quien le ponga tachas ni le niegue un favor, que muy grande me lo hizo él pagando de su bolsillo el entierro de Frasquillo, mi hijo mayor, á quien tenía de aprendiz en el batán y me lo llevó la peste negra de hace dos años. ¿Y quién sois vos, mi buen señor?

—Un caminante. Vengo de Belmonte y me propongo llegar á Munster esta noche ó mañana.

—Y viniendo de Belmonte, me basta miraros para conocer que habéis sido discípulo de los monjes. Pero conmigo no hay por qué bajar los ojos ni poneros rojo como un pimiento. ¡Bah! ¿Á mí qué? ¡Buenas cosas os habrán contado los frailes de nosotras las mujeres, y á fe que se diría que ninguno de ellos ha conocido ni querido á su propia madre! ¡Bonito estaría el mundo si los padres priores echasen de él á todas las mujeres!

—No lo quiera Dios, dijo fervientemente Roger.

—Amén mil veces. Pero vos sois un gentil mozo y tanto más me lo parecéis á mí por lo mismo que sois á la vez modesto y comedido. Fácil es ver también que no habéis pasado vuestros pocos años á la intemperie, sufriendo las inclemencias del frío en invierno y quemado por los rayos del sol en verano, como tuvo que sufrirlo mi pobre Frasquillo, y eso que no había cumplido los catorce cuando me lo llevó Dios.

—La verdad es que he visto muy poco del mundo, buena mujer, respondió el joven.

—Tanto mejor para vos. Y ahora, aquí tenéis el hatillo para el bueno de Rampas y decidle que no se dé prisa por devolver esas ropas. Cuando buenamente pase por aquí cerca puede dejarlas en la cabaña. ¡Virgen Santa, cómo estáis cubierto de polvo! Bien se ve que en los conventos no hay mujer que os cuide. Os limpiaré un poco. ¡Vaya! Y ahora, dadme un beso é id en paz.

Inclinóse Roger para que ella lo besase, saludo muy en boga en Inglaterra por aquella época, y así lo hizo notar Erasmo mucho después, diciendo que el beso como saludo era más usado en aquel reino que en ningún otro país. Pero la experiencia era nueva para Roger, y el contacto de la villana le produjo una impresión para él desconocida hasta entonces. Pensando iba en ello al dejar la casuca y recordó las palabras del abad, acabando por preguntarse qué hubiera dicho y sentido éste en caso parecido al suyo. Pero llegado de nuevo al camino vió Roger un cuadro que le hizo olvidar todo lo restante.

El malhadado maese Rampas se hallaba á corta distancia del lugar donde él lo dejara, gimiendo, pateando y desesperándose más que nunca y lo que era peor, sin el hábito, ni más vestimenta que una cortísima almilla y los zapatos. Á lo lejos desaparecía entre los árboles á todo correr un hombrachón que llevaba un lío en una mano y apoyaba la otra sobre el costado como si le dolieran los ijares de tanto reirse.

—¡Vedlo! aulló el batanero. ¡Allí va! Vos me sois testigo, para dar con él en la cárcel de Chester. ¡Que se me lleva mi hábito!

—¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Quién es aquel hombre?

—¿Quién ha de ser, pesia mí, sino vuestro Tristán el ladrón, Tristán el bandido, que no contento con haberme dejado casi en cueros vivos, volvió para llevárseme el sayal, como si un cristiano pudiera andar por el camino público con este camisín. ¡Me ha robado mi hábito, mi hábito!

—Perdonad, buen hombre, el hábito era suyo… .

—Corriente, pues que se lo lleve todo. No tardará en volver para despojarme de los zapatos y de este camisolín, que para lo que tapa… . ¡Nuestra Señora de Rocamador me valga!

—¿Y cómo fué ello? preguntó Roger, lleno de asombro.

—¿Son ésas las ropas que me traéis? Dadme acá, por favor, que éstas ni el Papa me las quita, aunque le ayude todo el Sacro Colegio. ¿Que cómo fué? Pues apenas me dejasteis volvió corriendo don ladrón y como yo empezase á apostrofarle me preguntó muy dulcemente si creía posible que un buen religioso abandonase su sayal nuevecito y abrigado para vestir el jubón y las calzas de un artesano. Empecé á quitarme el hábito muy regocijado, mientras él explicaba que se había ausentado para que yo dijera mis oraciones con mayor recogimiento. También hizo como que se desabrochaba mi jubón para devolvérmelo, pero no bien le entregué su sayal apretó á correr otra vez, dejándome con lo puesto, que no es mucho que digamos. ¡Habrá tuno! ¡Y cómo se reía el bigardón!

Roger escuchó el relato de aquellas lástimas con toda la seriedad que pudo. Pero cuando contempló al pobre hombre vestido con los guiñapos del carbonero y vió la expresión de dignidad ofendida que tenían el rostro mofletudo y los ojillos saltones de maese Rampas, le fué imposible contener la risa. Jamás se había reido tanta ni de tan buena gana, é incapaz de tenerse de pie se apoyó contra el tronco de un árbol, sin poder hablar, saltándosele las lágrimas y riéndose á todo trapo.

El batanero le miró gravemente; nuevos accesos de hilaridad retorcieron el cuerpo de Roger y maese Rampas, viendo que aquello no llevaba trazas de acabar, le hizo un ceremonioso saludo y se alejó pausada y altivamente, contoneándose. Roger le miró hasta perderle de vista, y aun después de ponerse él mismo en camino se reía de todo corazón cada vez que recordaba la facha y los visajes del batanero de Léminton.

Capítulo4 DE LA JUSTICIA INGLESA EN EL SIGLO CATORCE

EL camino que seguía Roger era poco frecuentado, mas no tanto que el viandante dejase de encontrar de vez en cuando ya unos arrieros, ya un pobre pedigüeño, y otros viajeros tan cansados como él. Entre los que halló Roger á su paso se contó también uno al parecer fraile, que gimoteando le pidió algunos cornados para comprar pan, pues estaba muerto de hambre. El joven apresuró el paso sin contestarle, porque en el convento había aprendido á desconfiar de esos frailes vagabundos; sin contar con que del morral que el pordiosero llevaba á la espalda vió salir el hueso no muy mondo de una pierna de cordero que para sí la hubiera querido el buen Roger. No anduvo largo trecho sin oir las maldiciones que le lanzaba el supuesto religioso; seguidas de tales blasfemias que el caminante echó á correr por no oirlas y no paró hasta perder de vista al deslenguado fraile.

En los linderos del bosque descubrió Roger á un chalán que con su mujer despachaba un enorme pastel de liebre y un frasco de sidra, sentados ambos al borde del camino. El brutal chalán lanzó una exclamación grosera al pasar Roger, quien siguió su marcha sin darse por entendido; pero como á la mujer se le ocurriese llamar á gritos al apuesto joven invitándole á comer con ellos, su marido se enfureció de tal manera que empuñando la vara empezó á dar de palos á su caritativa compañera. El joven comprendió que lo mejor era poner tierra por medio, muy apesadumbrado al ver que por todas partes sólo hallaba violencias, engaños é injusticias.

Pensando iba en ello y comparando aquellos episodios de su jornada con la vida monótona del convento, cuando detrás de un vallado que á su derecha quedaba vió el más raro espectáculo que imaginarse pueda. Cuatro piernas cubiertas con ajustadas medias de arlequinados colores y largos borceguíes de retorcidas puntas en los pies, se movían á compás, sin que el matorral permitiese ver los cuerpos invertidos á que pertenecían aquellas extremidades. Acercándose prudentemente oyó Roger los sonidos de una flauta y rodeando el vallado creció de punto su sorpresa al ver á dos jóvenes que, sin gran dificultad al parecer, se sostenían cabeza abajo sobre la hierba y tocaban sendas flautas, á la vez que imitaban con los pies los movimientos de la danza. Hizo Roger la señal de la cruz y tentado estuvo de echar á correr; pero en aquel momento lo descubrieron los músicos, que inmediatamente se le acercaron dando saltos sobre sus cabezas, como si fueran éstas de pedernal y no de carne y hueso. Llegados á pocos pasos de Roger, doblaron sus cuerpos aquellos rarísimos danzantes, y posando los pies en el suelo asumieron sin el menor esfuerzo su posición normal y se adelantaron sonrientes, con la mano sobre el corazón, en la actitud de acróbatas ó payasos saludando al público.

—Sed generoso, príncipe mío, dijo uno de ellos tendiendo un birrete galoneado que recogió del suelo.

—Mano al bolsillo, apuesto doncel, repuso el otro. Aceptamos toda clase de moneda y en cualquiera cantidad que sea, desde una talega de ducados ó un puñado de doblas, hasta un solo cornado, si no podéis hacer mayor ofrenda.

Roger creyó hallarse en presencia de un par de duendes y aun procuró recordar la fórmula del exorcismo; pero los dos desconocidos prorrumpieron en grandes carcajadas al ver el espanto y la sorpresa reflejados en su semblante. Uno de ellos dió un salto y cayendo sobre las manos comenzó á andar con ellas, dando zapatetas en el aire. El otro preguntó:

—¿No habéis visto nunca juglares? Por lo menos habréis oído hablar de ellos. Tales somos, que no brujos ni demonios.

—¿Á qué ese espanto, rubio querubín? preguntó el otro.

—No os extrañe mi sorpresa, repuso por fin Roger. No había visto un juglar en mi vida y mucho menos esperaba contemplar en el aire dos pares de piernas danzando misteriosamente. ¿Pues y el saltar sobre vuestros cráneos? Bien quisiera saber por qué hacéis cosas tan extraordinarias.

—Difícil es la respuesta, y á buen seguro que si de mí dependiera no volveríais á verme andando cabeza abajo, tragando estopa encendida ni tocando el laúd con los pies, para entretenimiento de mirones y espanto de tiernos pajecillos como vos… . Pero ¿qué veo? ¡Un frasco! ¡Y lleno, lleno "del rico zumo de las dulces uvas"! ¡Decomiso!

Y haciendo y diciendo se apoderó de la botella de vino que el hermano despensero regaló á Roger y que éste llevaba en el entreabierto zurrón. Beberse la mitad del vino fué obra de un instante para el juglar, que después pasó el frasco á su compañero. Apenas lo agotó éste hizo ademán de tragárselo, con tanta verdad que asustó á Roger; después reapareció el evaporado frasco en la diestra del juglar, que lanzándolo en alto lo recibió sobre la pantorrilla izquierda, de la cual pareció extraerlo para presentárselo á Roger, acompañado de cómica reverencia.

—Gracias por el vino, mocito, dijo; es de lo poco bueno que hemos probado en largos días. Y contestando á vuestra pregunta, os diremos que nuestra profesión nos obliga á inventar y ensayar continuamente nuevas suertes, una de las cuales y de las más difíciles y aplaudidas habéis presenciado. Venimos de Chester, donde hemos hecho la admiración de nobles y plebeyos y nos dirigimos á las ferias de Pleyel, donde si no ganamos muchos ducados no nos faltarán aplausos. De mí os aseguro que daría buen número de éstos por uno de aquellos. Ó por otro trago de vuestro riquísimo vino. Y ahora, amiguito, si os sentáis en aquella piedra, nosotros continuaremos nuestro ensayo y vos pasaréis el rato entretenido.

Hízolo así Roger, quien notó entonces los dos enormes fardos que formaban el equipaje de los juglares y que por lo que dejaban ver contenían jubones de seda, cintos relucientes y franjas de oropel y falsa pedrería. Junto á ellos yacía una vihuela que Roger tomó y empezó á tocar con gran maestría, mientras los acróbatas continuaban sus sorprendentes ejercicios. No tardaron éstos en tomar el compás de la vihuela y era cosa de verlos con los pies en el aire, bailando sobre las manos, con tanta presteza y facilidad como si toda la vida hubiesen andado en aquella postura.

—¡Más aprisa, más aprisa! gritaban al tañedor, que los complacía riéndose á carcajadas.

—¡Bravo, don alfeñique! exclamó por fin uno de los danzantes, dejándose caer rendido sobre la hierba.

—¡Por vida de! Muy callado lo teníais, señor músico, dijo el otro imitándolo. ¿Dónde aprendisteis á tañer de tal suerte?

—Lo que acabo de tocar lo aprendí yo solo, sin música ni maestro, por haberlo oído varias veces allá en Belmonte, de donde vengo.

—¡El diablo me lleve si no sois vos el auxiliar que nos hace falta! dijo el juglar que parecía de más edad. Tiempo hace que busco un vihuelista, flautista, ó lo que sea, que nos acompañe y pueda tocar de oído, y vos lo tenéis magnífico. Venid con nosotros á Pleyel, que no os ha de pesar, ni os faltarán algunos ducados, buena cerveza y mejor humor mientras sigamos juntos.

—Sin contar con que jamás hemos tenido cena sin una buena tajada de carne en el plato y vos no seréis menos. Por mi parte os prometo media azumbre de vino los domingos, mientras estemos en poblado, dijo el otro. Es gascón y del añejo, agregó guiñando un ojo para dar más valor á su oferta.

—No, no puede ser, contestó el joven. Otro es mi destino y si he de llegar á él en sazón no puedo permitirme muchas paradas tan largas como ésta. Con Dios quedad.

Dicho esto se alejó apresuradamente, sin atender á las repetidas ofertas de los juglares, quienes por fin se despidieron de él deseándole buena suerte. La última vez que los vió, antes de doblar un recodo del sendero, el más joven de los saltimbanquis se había subido sobre los hombros de su compañero y desde aquella altura lo saludaba con dos banderolas de chillones colores, que agitaba sobre su cabeza.

Roger les hizo un ademán de despedida y emprendió sonriente el camino de Munster.

Extraños y en gran manera interesantes le parecían todos aquellos variados incidentes de su jornada. Las pocas horas pasadas desde que abandonó el apacible claustro le habían procurado más emociones que un año de vida en Belmonte. Se le hacía increíble que el fresco pan que iba comiendo con placer fuese reciensalido de los hornos de la abadía.

No tardó en dejar el terreno montañoso cubierto de arbolado y se halló en la vasta llanura de Solent, cuyos campos esmaltados de florecillas multicolores presentaban aquí y allá grupos verdes ó bronceados de ondulantes helechos. Á la izquierda del viajero y no muy lejos continuaba el espeso bosque, pero la senda divergía rápidamente de él y serpenteaba por el valle. El sol próximo á su ocaso entre purpurinas nubes, iluminaba con luz suave los alegres campos y rozaba de soslayo los primeros árboles del bosque, poniendo entre las ramas toques inimitables de oro y rojo. Admiró Roger el bellísimo paisaje, pero sin detenerse, porque según sus informes lo separaba todavía una legua larga del primer mesón donde se proponía pasar la noche. Lo único que hizo fué dar algunos mordiscos al pan y al apetitoso queso que llevaba de repuesto.

Por aquella parte del camino se cruzó el viajero con buen número de personas. Vió primero á dos frailes dominicos de negros hábitos, que pasaron sin mirarle siquiera, fija la vista en el suelo y murmurando sus oraciones. Siguióles un obeso franciscano, mofletudo y sonriente, que detuvo á Roger para preguntarle si no había por allí cierta venta famosa por sus tortas de anguilas; y como el joven le contestase que siempre había oído poner por las nubes los guisos de anguilas de Solent, el epicúreo padre tomó el camino de aquel pueblo relamiéndose de gusto. Poco después vió venir nuestro viajero á tres segadores que cantaban á voz en cuello, con acento y jerga tan diferentes de cuanto hasta entonces había oído en su convento, que más bien le parecieron hombres de otra raza expresándose en lenguaje bárbaro. Llevaba uno de ellos una garza que habían cogido en la ciénaga vecina y se la ofreció á Roger por dos cornados. Excusóse éste como pudo y se alegró de dejar atrás á los cantantes, cuyos enmarañados cabellos rojos, afiladas hoces y risa brutal los hacían nada gratos compañeros de viaje y menos para encontrados al caer la noche en campo raso.

Más peligroso que aquellos alegres campesinos demostró ser un macilento pordiosero que le salió al encuentro poco después, supliendo con una muleta la pierna que le faltaba. Aunque endeble y humilde al parecer, no bien hubo pasado Roger sin depositar en el grasiento sombrero la moneda que le pedía, oyó el grito de rabia del miserable y una blasfemia atroz, seguida de una pedrada que si hubiera acertado á nuestro héroe en la cabeza habría puesto probablemente fin á sus aventuras. Por suerte la piedra pasó rozándole una oreja y fue á dar violentamente contra un árbol cercano. Detrás de su tronco se guareció Roger de un salto y desde allí efectuó su retirada ocultándose entre la maleza, sin volver al sendero hasta que hubo puesto buen trecho entre su persona y el andrajoso energúmeno. Íbale pareciendo que en Inglaterra no había más protección de vidas y haciendas que la que cada cual pudiese proporcionarse con sus propios puños ó con la ligereza de sus piernas. ¿Dónde estaba la ley, aquella ley de que había oído hablar en el claustro, superior á prelados y barones y de la cual no veía indicio ni señal? Sin embargo, no debía de ocultarse el sol aquel día sin que Roger viese por sí mismo un ejemplo inolvidable de la ley durísima de aquella época y de la más pronta distribución de justicia que jamás presenciaron ojos humanos.