Hasta arriba - W. E. Bowman - E-Book

Hasta arriba E-Book

W. E. Bowman

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Beschreibung

Cuanto más solemne y alta sea la cumbre que se quiere alcanzar, más divertidas y duras serán las caídas. Sobre todo si los alpinistas que quieren completar los 40.000 metros de la montaña más elevada del planeta son: - Un médico que siempre está enfermo. - Un guía experto en orientarse que siempre se pierde. - Un lingüista que jamás entiende qué le dicen. - Un animador desanimado. - Un jefe a quien nadie (menos mal) hace caso. - Y decenas de botellas de champán (con fines medicinales).Hasta arriba es un clásico del humor británico y libro de culto para varias generaciones de alpinistas, además de un referente indiscutible de la literatura de aventuras del siglo xx. «El libro más divertido que he leído en mi vida.» Bill Bryson

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La perrita Blackie se subió a cientos de regazos.

Ese era su concepto de alpinismo.

Índice

Cubierta

Hasta arriba

Prólogo

Proemio

Prólogo

1. Los expedicionarios

2. El plan

3. Rumbo al Chincha Rabí

4. El glaciar

5. El campamento base

6. Pared norte: primer asalto

7. La conquista de la pared norte

8. De la base avanzada al campamento II

9. El campamento perdido

10. Más alto que el Everest

11. Más alto todavía

12. Por poco

13. ¡Se deja!

14. Regreso del grupo de cumbre

15. Adiós al Kurda Rarí

Créditos

Notas

WILLIAM ERNEST BOWMAN escribió esta breve autobiografía dos años antes de su muerte. Fue leída en su funeral, en 1985:

«Aparecí en Scarborough en 1911. Tres años después el káiser bombardeó mi casa. En 1918 mi padre y otros muchos ajustaron cuentas con el káiser. En 1921 nos mudamos a Middlesbrough. Tras el instituto, me decanté por estudiar ingeniería. Desde 1927 sufrí el trabajo de oficina, y a lo largo de esos años me enganché al montañismo —practicado y leído, especialmente en libros cómicos— y a la relatividad de Einstein.

En 1934 me mudé a Londres e interrumpí mi labor como ingeniero. En el 39 me trasladé a Swansea, y un año después Hitler bombardeó la ciudad. Al año siguiente me uní a la Fuerza Aérea Británica y en 1945 ajustamos cuentas con Hitler. De 1947 a 1950 colaboré con el Servicio de Voluntariado Internacional en Londres y Alemania, y fue entonces cuando decidí vérmelas con las formulaciones de Einstein. A partir de ese momento la escritura y la ingeniería convivirían en mi vida. Me casé en 1958, y mi mujer y yo nos mudamos a Guildford. En 1971 me jubilé como ingeniero».

Hasta arriba (The Ascent of Rum Doodle en su lengua original) fue publicado en 1956, poco después de que se alcanzase la cima del Everest por vez primera. Pronto se convirtió en título de cabecera para toda una generación de escaladores, e incluso bautizó varios accidentes geográficos reales. Hoy sigue siendo un libro de culto dentro de la literatura cómica y un referente entre las novelas de aventuras. Tanto es así que hoy son varios los Rum Doodles repartidos por el mundo: llevan su nombre enclaves hosteleros, clubs de escalada y cadenas de material de alpinismo. Su secuela, The Cruise of the Talking Fish, apareció en 1957, y traslada el espíritu aventurero del protagonista a la navegación del océano Pacífico. Bowman también escribió ensayos científicos y una generosa cantidad de relatos cortos, que aún permanecen inéditos.

Título original: The Ascent of Rum Doodle

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la ilustración de cubierta: John Stortz

© de la fotografía del autor: John McCann

© del texto: W.E. Bowman, 1956

Edición original publicada por Jonathan Cape

© del prólogo: Bill Bryson, 2001

© de la traducción: Julia Osuna, 2016

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición digital: noviembre de 2022

ISBN: 978-84-19172-76-1

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Para George y Margot

Prólogo

Hace años, antes de que el pelo empezara a desertar de mi cabeza y adoptara una existencia más guarecida en orejas y narices, ocupaba mis tardes como corrector en la sección de Negocios de The Times.

Era un trabajo decente y, entre los extras, se incluían el menú del día de la cafetería —cuya principal virtud era, según parecía, no interferir con la actividad metabólica ordinaria—, el derecho a reclamar un pequeño estipendio mensual en efectivo a cuenta de gastos que eran el colmo de la ficción (aunque, eso sí, anotados con mucho esmero e imaginación en un largo listado), así como la oportunidad, dos o tres veces al año, de ayudar a Philip Howard a reconquistar su mesa comprándole algunos de los muchos miles de libros que habían remitido a su departamento durante los meses previos con la esperanza de que fueran objeto de reseñas, pero que no habían llegado a pasar el corte (en la mayoría de los casos por ser realmente malos o no tener interés alguno). El señor Howard los vendía a precios de saldo a un personal agradecido y donaba lo recaudado a la beneficencia.

Dado que tales ventas solían celebrarse entre las tres y las cuatro de la tarde, cuando la mayoría de los reporteros no habían pasado aún del primer plato del almuerzo, en la práctica eran un negocio exclusivo para revisores. Es harto inusual ver a un corrector de prensa entusiasmado por algo —es más, siquiera en movimiento—, pero el anuncio de una venta de libros tenía siempre el mismo efecto en la sala de revisión que una descarga eléctrica. En poco más de un segundo, sesenta o más peones de dedos tintados acudían en masa al modesto sanctasanctórum del señor Howard y hurgaban entre las montañas de libros, en su mayoría inservibles, con un tesón que por momentos rayaba en lo indecoroso.

Fue en una de esas ocasiones, mientras forcejeaba con una señora tan delgada como obstinada de la sección de Internacional por una historia anecdótica de los códigos navales japoneses o algo por el estilo, cuando mi vista recayó en un fino volumen de bolsillo con un dibujo a plumilla de un montañero tendido bocabajo sobre la nieve: el título era Hasta arriba.

Oliéndome un hallazgo, solté el moño de la señora y me hice con el libro. Esa misma tarde, en el comedor, mientras cenaba manitas de cerdo a la Lancashire o algún otro plato insondable de la Vieja Inglaterra, abrí el libro de par en par y, al poco, supe que había dado con algo especial.

Es posible que no haya otra clase de humor más difícil de sostener a lo largo de todo un libro que la parodia, y no conozco ninguno que lo haga con más solvencia que Hasta arriba. Publicado por primera vez en 1956, se trata de la historia de un grupo de incompetentes maravillosamente entrañables que se disponen a conquistar el pico más alto del mundo, el célebre aunque apenas avistado Kurda Rarí (alt. 40.000 pies y medio), ubicado en la fortaleza de las nieves del Himalaya, cerca del prodigioso Chincha Rabí.

Simple y llanamente, me encanta este libro. Todo en él roza la perfección: los nombres de los personajes, sus peculiaridades, sus rabietas y agarradas, lo reconfortante de sus predecibles desventuras ante cualquier desafío... Está Tostón, el bondadoso, obstinado y siempre poco perspicaz jefe de la expedición; Selvat, el explorador que no es capaz de conseguir llegar a ningún punto de encuentro y se pasa el viaje enviando cables de disculpa desde ubicaciones remotas y erróneas; O’Jalah, el científico que se pasa la travesía por mar probando el instrumental y descubre que el barco se encuentra a 153 pies por encima del nivel del mar; Constant, el experto en lenguas que, a golpe de errores gramaticales y sintácticos, provoca constantes arrebatos de furia en los 30.000 porteadores del Yoguistán; y el terrorífico cocinero Puag, cuya llegada a cada campamento espolea a los hombres a subir a mayores alturas.

No puede ser, en suma, más disparatado, pero se disfruta enormemente y se sostiene con brillantez. En su momento di por hecho que se trataba de uno de esos libros que, como 1066 and all that o The diary of a nobody (Diario de un don nadie, Nórdica, Madrid, 2012), todos los británicos conocían pero a los que yo, como extranjero, había llegado tarde. En la edición que yo manejaba no había una sola palabra de información biográfica sobre el autor. Con el deseo de saber más sobre él, y ansioso por encontrar todo lo que hubiese escrito, mencioné el libro a varios amigos y pregunté por él en librerías, pero ni entonces ni tiempo después encontré a una sola persona familiarizada ni con Bowman ni con la obra en cuestión. Tengo la impresión de que, para la mayoría de la gente, Hasta arriba es el libro más divertido del que jamás hayan oído hablar.

Pasaron los años. Mi pelo empezó su largo descenso hacia varios de mis recovecos craneales y dejé The Times. Hasta arriba me acompañó cuando me mudé de Londres a Yorkshire y, con el tiempo, a Estados Unidos, pero no volví a saber nada más de su autor. Sin embargo, un día de 1997, después de hablar del libro en un programa de radio en Londres, recibí una alegre y amable nota escrita en una elegante caligrafía por Eva Bowman, viuda del autor, con la que empecé a cartearme. Tiempo después acabaría conociéndola en persona, así como a uno de los hijos de ambos, Ghee, y gracias a ellos pude por fin saber algo más sobre la larga e intermitente historia de uno de mis libros favoritos y de ese hombre tan misterioso que lo había escrito.

Hasta arriba se publicó a principios de 1956 en la editorial Max Parrish & Co., por un precio de venta de 10 chelines con 60 centavos. Sus comienzos distaron mucho de ser fulgurantes. El Northern Despatch de Darlington esperó casi dos años para publicar una crítica favorable. El Bristol Evening Post mencionaba al autor como W. E. Borman, al que, además, no se sabe por qué, le atribuía un libro anterior sobre aerolíneas. Una entrañable crítica de la revista Good Housekeeping admitió que llevaba leída gran parte del libro cuando se dio cuenta de que «estaba pensado como una farsa». Prácticamente todos los grandes semanarios nacionales lo ignoraron. El elogio, que con tanta ligereza suele prodigarse, se limitó en este caso a publicaciones como The Irish Catholic, The Border Telegraph, The Northern Whig, Western Independent, Kentish Observer, Daily Worker, Bulawayo Gazette y The Times of India.

En resumen, si bien el libro distaba mucho de haber fracasado y se tradujo a varios idiomas, no halló una legión de lectores. En 1957, Hasta arriba tuvo su continuación en The Cruise of the Talking Fish, donde también aparece el heroico Tostón en una parodia de La expedición de la Kon-Tiki, de Thor Heyerdahl. El éxito fue aún menor. Poco después, cuando Bowman trabajaba ya en un tercer libro de la saga, Max Parrish & Co. se enfrentó a serias dificultades económicas y no pudo pagarle a Bowman parte de las regalías. Con el tiempo, la editorial acabó cerrando definitivamente y las dos novelas humorísticas de nuestro autor quedaron descatalogadas.

Entretanto, sin que Bowman fuera consciente de ello, Hasta arriba había encontrado un público devoto entre montañeros y científicos polares, mientras que las misteriosas obsesiones y los chistes recurrentes del libro se habían convertido en tema de especulación constante allá donde se juntaban unos cuantos aventureros. Por ejemplo: ¿por qué aparecía el número 153 en tantos de los chistes del libro? Muchos se convencieron de que Bowman tenía que ser el seudónimo de algún experto escalador, seguramente uno muy conocido. Estaba muy extendida la creencia de que un mero aficionado no habría podido crear unos personajes de una idiosincrasia tan memorable ni escribir con esa familiaridad y facilidad sobre la pasión por el alpinismo sin recurrir a su experiencia personal.

La realidad, sin embargo, es que el autor era un apocado ingeniero de estructuras de Guildford que apenas había salido de Gran Bretaña y nunca se había enfrentado a una elevación mayor que el pico Scafell. La idea para el libro le vino mientras paseaba por la región de los Lagos. Tomó como modelo el relato de 1937 de Bill Tilman sobre su expedición al Nanda Devi. El 153 era el número de la casa donde había vivido de pequeño, ni más ni menos.

Más en concreto, se trataba del número de la casa de Borough Road, en la población norteña de Middlesbrough, a la que Bowman y sus padres se mudaron poco tiempo después de que él naciera en Scarborough, en 1911. Todo indica que tuvo una infancia feliz, al menos hasta que, con quince años, murió su madre. Al cabo de dos años también falleció su padre, y Bowman se vio separado para siempre de sus dos hermanos pequeños. Esta vivencia arrojaría sobre su vida una alargada sombra que nunca llegaría a disiparse del todo.

Cuando dejó el instituto, Bowman empezó a trabajar como delineante en un estudio de ingenieros de Middlesbrough y desarrolló una pasión —indirecta, como no podía ser de otra manera— por el montañismo, si bien se convirtió en un consumado caminante de los páramos altos de la zona y pasó muchos fines de semana felices en el Distrito de los Lagos. (Solo vio montañas reales en una ocasión, durante un viaje a Suiza.) Sirvió en la RAF durante la segunda guerra mundial y, de 1947 a 1950, trabajó para el Servicio de Voluntariado Internacional en la reconstrucción de Alemania. En 1950 se unió a un estudio de ingeniería londinense y pasó sus días diseñando puentes, centrales eléctricas y otras estructuras imponentes, mientras que ocupaba sus tardes con la escritura.

Se casó mayor, en 1958, a la edad de cuarenta y siete años, y se instaló con su mujer en la verde Surrey, donde tuvieron dos hijos. Bowman completó la tercera entrega de la serie de Tostón, que no llegó a publicarse. Como sucedió con todo lo demás que escribió. Durante los últimos veinticinco años de su existencia pintó y se concentró en otros trabajos: poemas serios y cómicos, un libro de relatos, polémicas de varios tipos, un tratado sobre la letra A y su obra magna, una reformulación de la teoría de la relatividad de Einstein.

Hasta arriba ha pasado años descatalogado o solo disponible en tiendas de escalada en la edición facsímil que publicó una empresa de montañismo de Sheffield llamada Dark Peak. Por fin, en 1983, casi treinta años después de su edición en tapa dura, Arrow Books publicó una edición de bolsillo, a la que siguió en 1992 una de Pimlico que recogía Hasta arriba y el Talking Fish. Las ventas fueron escasas y, más allá de una reseña deslumbrante en el Sunday Times, ninguna de estas ediciones tuvo mayor repercusión en prensa.

En 1981, casi un cuarto de siglo después de la publicación de Hasta arriba, Bowman se quedó muy sorprendido al descubrir que a finales de la década de 1950 unos cuantos miembros de la Expedición Antártica Australiana habían bautizado varios accidentes geográficos con topónimos de su libro, a modo de homenaje, y que algunos incluso habían llegado a incorporarse a los mapas antárticos. Mount Rumdoodle* (153 hab., alt. 153) es una denominación oficial desde 1966. Bowman se enteró por casualidad porque se encontró con un juego llamado The Great Rum Doodle Puzzle (‘El gran puzle del Rum Doodle’), creado por un miembro de una de esas primeras expediciones. Hacia la misma época abrió sus puertas en Katmandú un restaurante llamado Rum Doodle, que todavía hoy sigue dando guerra.

El 1 de enero de 1985 Bill Bowman murió en su casa de Guildford a los setenta y tres años de edad. Una o dos revistas de montañismo mencionaron su muerte pero ningún periódico de ámbito nacional publicó un obituario.

Es fácil ver todo esto como una decepción, aunque yo prefiero no hacerlo. No es justo, desde luego, que Bowman no gozara de la atención o el éxito que su obra merecía, pero la vida no suele ser justa. Por otra parte, sí que tuvo la satisfacción de saber —porque debía de saberlo— que había escrito un clásico de la novela cómica. Tuvo que proporcionarle una satisfacción igual de grata ser consciente de que, pese a su perenne mala suerte y a los reveses dignos de Tostón, Hasta arriba lograría cierta inmortalidad. Siempre ha habido —y seguirá habiendo— gente que adora este libro hasta el punto de llevarlo por medio mundo e incluso bautizar montañas con su nombre.

Y ahora vuelve una vez más. Espero que esta sea solo la primera de 153 impresiones. En cualquier caso, damas y caballeros, es para mí un placer al tiempo que un privilegio brindarles uno de los libros más divertidos que van a leer en su vida.

Bill Bryson, 2001

No se ha pretendido criticar ningún libro o método de montañismo ni se ha querido aludir a ningún montañero concreto del pasado o del presente.

Proemio

POR SIR TARTAHUGH TREMENS, AISC, MPL

Presidente del Comité del Monte Kurda Rarí

Es para mí un placer al tiempo que un privilegio formar parte de este relato sobre la escalada de la montaña más alta del mundo. Fueron muchas las dificultades. Pero se superaron gracias a la determinación de todos y cada uno de los miembros de la expedición, que aportaron lo mejor de sí mismos en pos de la causa común. Todo elogio es poco para estos hombres. Tienen entre sus manos un libro que debería ser lectura —y relectura— obligada para nuestros escolares y para todos aquellos que valoran el tesón y la fortaleza del espíritu humano.

Prólogo Por O. VAN BOLEA

Es un placer y un privilegio formar parte de este relato sobre la ascensión a la montaña más alta del mundo. Fueron terribles los obstáculos. Si se superaron fue gracias a la obstinada perseverancia que todos y cada uno de los miembros del equipo consagraron a la causa común. Es imposible no prodigar elogios a estos hombres. Todo escolar debería leer este libro al menos dos veces, así como todo aquel que estime el valor y el empuje.

1

Los expedicionarios

Cuando el Comité del Monte Kurda Rarí me propuso liderar el ataque a la montaña, era plenamente consciente del honor que estaba recayendo sobre mí. Escalar el Mont Blanc por la travesía del Grépon es una cosa; escalar el Kurda Rarí es, como dijo Van Bolea en cierta ocasión, harina de otro costal. Tuve mis dudas a la hora de aceptar semejante responsabilidad, y solo la insistencia del comité, y en particular de su presidente, sir Tartahugh Tremens, consiguieron hacerme cambiar de parecer.

Me gustaría dejar constancia desde el principio de la profunda admiración que siento por la determinación altruista y el sentido común con que el Comité del Monte Kurda Rarí —y en particular su presidente— llevó a cabo su tarea. Un sentido común que alcanzó el cénit de su eficacia en la selección del personal. Si tuviera que volver a empezar de cero, escogería a mis mismos compañeros, quienes me apoyaron con un entusiasmo tan desprendido como incondicional. Me atrevería a decir que nunca un jefe de expedición se ha visto mejor arropado.

Podemos atribuir nuestro éxito a dos cosas: al extraordinario trabajo de equipo y a los magníficos esfuerzos de los porteadores, sin los cuales la expedición habría fracasado.

Cuando asesoré al comité sobre la constitución del equipo, lo hice teniendo muy presente un principio que me ha sido de gran ayuda en muchas ocasiones: hacer que una cosa cumpla dos objetivos. De este modo, se escogió a cada miembro del equipo como encargado de una labor organizativa o técnica concreta, pero, al mismo tiempo, por poseer una cualidad especial que lo hacía valioso como montañero y compañero.

A lo largo del relato se hará patente lo útil que resultó esta política.

Los expedicionarios fueron los siguientes:

TOM FORNID, comandante del Cuerpo de Intendencia del Ejército Real, encargado de la logística. Famoso por sus prodigiosas gestas de resistencia en numerosas montañas y escogido como hombre fuerte del equipo. Había subido alto.* Interrumpió un permiso de escalada por los Alpes para unirse a nuestra expedición.

CHRISTOPHER O’JALAH, científico de la expedición. Diestrísimo en la roca. Había subido más alto que la mayoría. Recién llegado de una primera ascensión exitosa en los Andes.

DONALD CLICHE, nuestro fotógrafo. Habilísimo en el hielo. Había subido tan alto como la mayoría. Apenas aterrizado de las Rocosas.

HUMPHREY SELVAT, experto en radiotrasmisiones y orientación. Había subido casi tan alto como la mayoría. Desmovilizado del Cáucaso.

LANCELOT CONSTANT, diplomático y lingüista. Encargado e los porteadores. Escogido especialmente por sus habilidades sociales y su compañerismo. Se esperaba que ubiera alto. Recién regresado del monte Atlas.

RIDLEY PROPENS, médico de la expedición y nuestro experto en oxígeno. Había subido bastante alto. Retornado in extremis del Himalaya.

2

El plan

Después de tres meses de ajetreados preparativos, la víspera de nuestra partida nos reunimos en Londres para dar un último repaso a nuestros planes. El único que no pudo asistir fue Selvat, quien debía hablarnos del uso del equipo radiofónico y de sus propios métodos de orientación en ruta. Llamó para informarnos de que se había equivocado de autobús y no estaba del todo seguro de su paradero; aun así, acababa de localizar por fin la Estrella Polar y esperaba reunirse con nosotros en breve.

Fornid, si bien no estaba en plena forma (me confesó que sufría de laxitud londinense), nos pintó un detallado fresco de las disposiciones logísticas. El objetivo de la expedición era lograr que dos hombres coronaran el Kurda Rarí; para ello era necesario instalar un campamento a 39.000 pies de altura y abastecerlo con dos semanas de provisiones para dos personas, con la idea de que, ante un posible empeoramiento de las condiciones climáticas, la pareja pudiera esperar sin apuros a que el tiempo mejorara. El material para dicho campamento habría de transportarse desde la terminal ferroviaria de Tekhonmiel, a 500 millas de distancia. Harían falta 5 porteadores. Serían necesarios dos más para acarrear la comida de los cinco primeros y otro para llevar la de los dos segundos. La comida de este último la llevaría un niño. El niño llevaría su propia comida. Esta primera avanzadilla se instalaría a 38.000 pies y estaría igualmente abastecida con provisiones para dos semanas, lo que haría necesarios 8 porteadores más y otro niño. En total, para el transporte de tiendas, material, comida, radios, instrumental científico y fotográfico, efectos personales y todo lo demás, se requerirían 3.000 porteadores y 375 niños.

En esas estábamos cuando sonó el teléfono. Era Selvat, que parecía de un humor extraordinario. Nos dijo que había identificado su paradero como Cockfosters, no le cabía duda. Lo felicitamos y le dijimos que esperábamos verlo en breve.

Fornid fue felicitado por su magistral manejo del detalle, si bien O’Jalah comentó que, a su entender, el peso reservado para el equipamiento científico era escandalosamente exiguo. Tenía una especial querencia por llevar una pala de glaciar mecánica y un martillo neumático de geólogo de tres toneladas, pero no se le permitía llevar ninguno de esos dos objetos tan indispensables. Fornid se mostró bastante tajante al respecto; señaló que espalar en el Kurda Rarí no tenía nada que ver con espalar en el Mont Blanc, mientras que era más que probable que la atmósfera enrarecida propia de la montaña impidiera el uso del instrumental neumático. O’Jalah rompió a llorar y anunció que, si esas teníamos, se volvía inmediatamente a su casa, pues no parecíamos estimar su valía. Constant, con su habitual tacto, dijo que estaba seguro de que Fornid no había tenido intención alguna de menospreciar la importancia de O’Jalah para la expedición; lo único que había pretendido decir era que ese instrumental científico en particular no tenía lugar en una expedición cuyo único y exclusivo propósito era que dos hombres coronaran el Kurda Rarí. Este comentario animó a intervenir a Cliche, quien dijo lamentar sobremanera que estuviera insinuándose que el instrumental científico era poco menos que el último mono, pues una de las partes más importantes de nuestro trabajo era la investigación de los efectos de la atmósfera enrarecida en la televisión tridimensional a color. Propens, aquejado de un grave catarro de nariz, masculló algo que nadie llegó a entender sobre un «imbortande maderial médigo» en una especie de farfullo airado.

Sensible al clima humano como ha de ser todo buen líder, detecté una discrepancia velada y rememoré para mis adentros lo dicho por Van Bolea: el Mont Blanc podía escalarse con un grupo dividido; el Kurda Rarí, jamás. Este pensamiento aleccionador produjo el efecto deseado, tal vez a resultas de que Fornid, vencido por la laxitud londinense, se hubiera quedado dormido. O’Jalah, que iba a compartir tienda con él, quedó muy consternado al descubrir que roncaba compulsivamente; Cliche, sin embargo, lo consoló recordándole que, dada la atenuación de las ondas sonoras en atmósferas enrarecidas, los ronquidos serían mucho menos desagradables en altura.

Acto seguido, O’Jalah expuso el programa científico: además de las investigaciones sobre la fosifiricación hipográfica y topnológica de la zona, esperaba recabar nuevos datos sobre el efecto de la desastrificación biocrónica de las pandiculae geneosféricas en la exégesis de la maraña de Marthon. Esperaba asimismo traer de vuelta una pareja de cada criatura viviente que encontrara en la montaña, con la idea de estudiar la posibilidad de criar montañeros capaces de llevar vidas normales a grandes alturas.

En esas estábamos cuando Selvat volvió a llamar. No estaba en Cockfosters, precisó, sino en Richmond. Había visto COCKFOSTERS en un autobús, pero resultó que en realidad se dirigía a Cockfosters. Debido a este revés, qué remedio, había viajado en sentido contrario, pero estaría con nosotros en breve.

Después de esto, Cliche pasó a describirnos los aparejos fotográficos, cuya pieza principal era una cámara de cine tridimensional que grababa en color. Esperaba poder documentar cinematográficamente todos los aspectos del trabajo de la expedición. A posteriori la empresa que había financiado el equipo añadiría secuencias creíbles de amoríos y accidentes y, previa inclusión de una canción patriótica y un mínimo recorte del material original, la película se comercializaría en todo el mundo como una gran epopeya de heroísmo británico. Si lograba hacer cumbre, la pareja victoriosa —siempre y cuando fuera fotogénica y menor de sesenta años— tendría la oportunidad de firmar un contrato para participar en una película titulada Tarzán y los atroces hombres de las nieves.

En esas estábamos cuando llegó un telegrama. Rezaba así: AVISTADO BARKING CREEK DIECINUEVE TREINTA HORAS RUMBO OESTE NOROESTE ESPERAR EN BREVE TIEMPO FRESCO PERO AGRADABLE SELVAT. Llevaba matasellos de Hounslow.