Havana Story - Gaetano Longo - E-Book

Havana Story E-Book

Gaetano Longo

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  • Herausgeber: RUTH
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
Beschreibung

Novela ganadora del Concurso de Literatura Policial Aniversario de La Revolución en 2019. Dos historias separadas por los años, una en 1936, la otra en 2018, pero con determinado vínculo. Ocurren ambas en Cuba con protagonistas extranjeros: un estadounidense y un italiano. Es un policiaco de ficción, bien hilvanado por el autor, quien nos relata situaciones un tanto insólitas, pero ubicadas en el contexto de cada época narrada.

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Página Legal

Premio novela del concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución” del Minint, 2019

Jurado: Juan Francisco Arias Fernández

Pedro de la Hoz González

Marta Rojas Rodríguez

Edición: Isora Gutiérrez Romero / Diseño de la colección: MaríaElena Cicard Quintana / Diseño de cubierta: Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas de Armada / Realización: Norma Ramírez Vega

©Gaetano Longo, 2021

©Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2021

ISBN: 9789592115941

Editorial Capitán San Luis, calle 38, no. 4717, entre 40 y 47, Playa, La Habana, Cuba

Email: [email protected]

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

A Rada, quien leyó esta historia frente al mar, en el aniversario veinticinco de nuestro matrimonio.

La carrera del escritor tiene su propia y curiosa forma de infierno.

Graham Green

Escribir requiere introspección y comprensión, cosas contraproducentes y destructivas para un cazador de hombres. Esto lo induciría a ver al adversario, su “presa”, como a una criatura humana vulnerable, sufrida, y perdería así aquella corteza emocional que le permite sobrevivir como investigador.

Joe Gores

Pequeñas aclaraciones

La lectura de estas páginas debe asumirla con determinados presupuestos. Creé una historia ficcionada o sea, es una obra de ficción. Se ambienta en Cuba, en dos momentos históricos diferentes; uno en 1936, el otro en 2018, que tienen puntos de contacto. Lo cual implica ubicarse en tiempo. Cada época tiene sus condicionantes. La segunda se destaca con la frase: ENTRE PASADO Y PRESENTE.

Son circunstancias históricas concretas, diferentes, con personajes, condiciones y formas de actuación ajustadas a cada época, lo que no implica que sean hechos y nombres reales. Como recurso sí me apropié del nombre del escritor estadounidense Samuel Dashiell Hammett (1894-1961), creador de la novela policiaca negra; las obras mencionadas le pertenecen. Debo aclarar que según mis lecturas, esta personalidad nunca visitó la Isla.

Otros nombres reales son: Fulgencio Batista Zaldívar, figura nefasta en la vida cubana. Gobernó en dos periodos y estableció una sangrienta dictadura. Aquí se alude a una etapa anterior, cuando fue jefe del ejército. Manuel Benítez Valdés, estrecho colaborador de este. Y el comunista Ramón Nicolau, quien tiene una biografía más rica y extraordinaria. Los demás, usted los reconocerá.

La trama la armé gracias a varias de mis lecturas desordenadas, en todos estos años, de libros y artículos de escritores como Enrique Cirules, Leonardo Padura, Norberto Fuentes, Paco Ignacio Taibo II, Osvaldo Soriano, Al Gores y Andrea Camilleri, entre otros; los tres volúmenes de La historia de la mafia que mi abuelo conservaba en su casa siciliana de Leonforte y, obviamente, la obra de Hammett.

El poema de Hemingway, que Hammett encuentra copiado a mano en una de sus novelas, es de 1931, titulado “Consejos a mi hijo”. El texto sobre los escritores es parte de su novela Las verdes colinas de África. Me tomé la licencia de utilizar estas bellezas del premio Nobel estadounidense, pero siempre atribuidas a él. El otro poema que el protagonista encuentra entre las páginas de uno de sus libros me pertenece. Es mi mala costumbre de poner siempre algunos de mis versos en las novelas que escribo.

Los juicios del protagonista sobre la actriz Myrna Loy, en realidad, son del escritor italiano Italo Calvino, incluidos en el prólogo de La autobiografía de un lector, que el director de cine Federico Fellini, en 1974, le pidió para una publicación sobre sus guiones.

Las anotaciones que Hammett realiza en el ferri para Key West es parte del texto autobiográfico Tulip que, en realidad, escribió muchos años después del periodo aquí narrado y fue publicado después de su muerte.

El subtítulo de esta novela, ligeramente cambiado, quiere ser un pequeño homenaje al otro maestro del policiaco moderno, el estadounidense Raymond Chandler (1888-1959), autor del ensayo “El simple arte de matar”.

El autor

Primer día

Un nuevo amigo con e

Salió del hotel y miró a su alrededor. Cuando se dio vuelta a su izquierda, unos metros más allá, vio dos hombres que por la manera en que se movían, le parecieron policías vestidos de civil. Habían agarrado a un muchacho muy joven a quien, después de esposarlo y golpearlo en el estómago, lo empujaron a la fuerza hacia dentro de un carro que los esperaba con el motor encendido, el cual rápidamente desapareció en el tráfico de la ciudad. Todo había sucedido en pocos segundos. Nadie intervino; algunos se quedaron inmóviles, como petrificados, otros se alejaron velozmente, sin mirar.

Su viejo instinto de cazador, que de cuando en cuando reaparecía de repente, le había aconsejado no meterse en el asunto. Cogió en dirección contraria, hacia el Parque Central, como le había sugerido el portero del hotel. Pensaba llegar hasta ahí, tomar algo y coger un taxi para conocer un poco la ciudad y empezar a ambientarse.

—¿Adónde va míster Hammett? —le preguntó un desconocido que, sin darle tiempo de contestar, lo tomó por el brazo, como si fueran viejos amigos.

El hombre le sonrió amablemente y añadió:

—Soy un gran admirador suyo. Nunca hubiese imaginado que pudiera conocerle personalmente.

El tipo hablaba de manera amistosa, mientras masticaba ansiosamente un chicle, y se movía con mucha seguridad.

—Es que estoy intentando dejar de fumar —dijo el hombre cuando se dio cuenta que su acompañante lo observaba con detenimiento.

Era alto, medía poco más de un metro ochenta centímetros. Tenía el rostro quemado por el sol y, cuando sonreía, mostraba una dentadura blanca y perfecta. Vestía de manera impecable: traje azul claro de dril, muy elegante y hecho seguramente a medida, corbata del mismo color sobre una camisa blanca, sombrero gris de ala ancha y zapatos negros que brillaban a la luz de sol.

—Yo no lo conozco.

—Eso no tiene importancia, míster Hammett. Ahora vamos a tomarnos una cervecita. Hoy el calor es insoportable.

Siempre pegado a su lado, el hombre, con la mano libre, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.

—La Habana es una ciudad hermosa. Y sería perfecta si no fuera por este maldito calor.

—¿Puede soltarme el brazo? No tengo ninguna intención de escaparme —dijo el hombre que el otro llamaba míster Hammett.

—¡Oh, disculpe! Tiene razón. Además, no le veo corriendo entre la gente pidiendo socorro. Era solo un gesto amistoso —aseguró.

—Nosotros no somos amigos.

El hombre se detuvo y le soltó el brazo. Se quitó los espejuelos negros, lo miró por unos segundos y, siempre sonriendo, le estrechó la mano.

—Es verdad, disculpe. Soy un gran maleducado. Mucho gusto. Mi nombre es Carlos Enrique Cheplin Limas.

—Charlie Chaplin —comentó Dash con ironía—. Tiene un nombre importante.

—Cheplin con e, no con a —aclaró el otro con evidente molestia.

—¿Pero usted es cubano? Habla un inglés perfecto.

—Ciento por ciento. Más cubano que un plato de moros y cristianos.

—¿Qué es eso?

—Arroz y frijoles. Mi madre es cubana y mi padre es de Chicago. Yo nací aquí. Cuando me fui a trabajar a los Estados Unidos viví entre San Francisco y Nueva York. Trabajé con la Pinkerton. Somos colegas.

—¿Usted es un investigador privado?

—Yes, míster Hammett.

—Entonces somos excolegas.

—Es verdad, excolegas. Pero me gusta más que me digan detective, no investigador. Me recuerda los viejos tiempos en los Estados Unidos.

—Ok, detective. Pero ya no lo soy.

—Ahora es escritor...

—Así dicen.

—Bueno, Sam. ¿Puedo llamarte Sam, verdad? Entonces, Sam...

—Llámame Dashiell. Solo los amigos me dicen Sam y nosotros no somos amigos.

—Ok, Dash. Tú puedes llamarme Charlie. Todo el mundo me llama Charlie.

Cruzaron la calle, en busca del momento justo para no ser atropellados por unos de los carros que transitaban sin prestar la mínima atención a los peatones. Pasaron frente al Capitolio y al Centro Gallego y se dirigieron al hotel Inglaterra.

Entraron, acompañados por la mirada satisfecha de un negro elegantemente vestido con su uniforme verde con botones de oro, se sentaron a una de las mesas del bar que daba al Parque Central. Mientras el hombre pedía dos cervezas, Dash encendió un cigarro.

—Me imagino que viniste a Cuba en busca de diversión. Todos los estadounidenses vienen aquí a divertirse.

—Yo no sé por qué estoy aquí.

—Si quieres te presento algunas muchachitas. Dime cómo las prefieres, negras, blancas, mulatas... Aquí hay para escoger. Puedes confiar.

—No, gracias. Yo no confío en nadie.

—Eres un tipo extraño —comentó Charlie.

Hubo una breve pausa que Charlie interrumpió. Miró a su acompañante y dijo con seriedad profesional:

—Pero fuiste de los mejores, esto hay que decirlo. Cuando decidí dejar el trabajo y volver a Cuba todavía en la agencia se hablaba de ti. En la Pinkerton eres una especie de leyenda. Sobre todo ahora que te convertiste en un escritor famoso.

—Otros tiempos y otra vida —contestó mientras apagaba el cigarro en el cenicero de cristal que reposaba sobre la mesa.

Se quedaron sentados más o menos una hora, en la cual Charlie le contó el porqué de su presencia. Dash lo escuchaba sin apartar la vista de la gente que pasaba frente a ellos. Todo le parecía un poco absurdo.

Cuando Charlie terminó la explicación, agarró su sombrero y, al levantarse, precisó:

—Como puedes ver es una cosa fácil y tranquila. Una buena ocasión para volver a los viejos tiempos.

—Yo no quiero volver a los viejos tiempos —sonaron frías esas palabras.

El hombre miró hacia el Parque Central y tras un profundo suspiro acotó:

—Si hay una cosa a la cual no me acostumbraré nunca es al calor en este periodo del año. No te imaginas cuánto extraño la Navidad en Nueva York, con el frío y la nieve.

Con una sonrisa en los labios le citó para la mañana siguiente y, sin darle tiempo ni de abrir la boca, se despidió con un gesto de la mano.

Dash se quedó pensativo. Pidió otra cerveza. “¿Qué hago aquí?”, se preguntó sin encontrar respuesta lógica. Nada tenía sentido. Ni su improvisada salida de Nueva York, ni su llegada a Cuba y, aún menos, aquel encuentro inesperado y molesto.

Pidió un whisky y encendió otro cigarro. Se mantuvo sentado un largo rato. El ruido de los carros, las voces de la gente y la música del grupito que había empezado a tocar unos metros más allá, armado de guitarra, maracas y bongó, empezaban a molestarle. Después de consumir un tercer trago decidió volver al hotel.

Necesitaba encerrarse en su habitación. Necesitaba un poco de silencio y tranquilidad. Necesitaba evitar el mundo y, tal vez…, a sí mismo.

Unos metros antes de la entrada del hotel donde se hospedaba advirtió un limpiabotas. Era un negrito flaco y bajito, con un pantalón ripiado y una camisa blanca sin botones. No podía tener más de diez años. Estaba sentado sobre un cajón de madera esperando algún cliente.

Dash se sentía cansado y débil. La vieja herida en la pierna izquierda, recuerdo de una cuchillada durante resolvía un caso unos cuantos años atrás, cada rato se hacía sentir. Además, no estaba acostumbrado a aquel calor lleno de humedad. Decidió detenerse y, con la excusa de que le limpiaran los zapatos, descansar un momento.

Se sentó y el niño se puso a trabajar con mucho empeño y a cantar algo que le gustaba, aunque no podía entender el significado de la letra.

Después de diez minutos, el negrito sacó de la pequeña caja de madera que tenía a su lado, un pañito que en su tiempo, seguramente fue blanco, y con él dio el toque final a su trabajo para dejar los zapatos brillantes.

El niño sonrió feliz y le guiñó un ojo, mientras echaba en el bolsillo las moneditas que el hombre había puesto en sus manos después de acariciarle la cabeza.

Olvidando el porqué quiere olvidar

En la recepción recogió la llave del cuarto y entró en el elevador. Abrió la puerta de la habitación, tiró el sombrero sobre una silla y, sin quitarse ni los zapatos, se acostó en la cama, mirando el techo.

Había llegado el día antes, al atardecer, en un vuelo de la Pan Am desde Nueva York, sin pasaje de regreso. Faltaba poco para la Navidad y no tenía humor para tener que soportar todas aquellas lucecitas coloreadas y las musiquitas navideñas que se oían en cualquier lugar de la ciudad. Lo peor eran todos aquellos hombres disfrazados de Papá Noel que en plena calle tocaban campanitas vestidos como payasos, con sus blancas barbas postizas y la peste a alcohol que salía de sus bocas cada vez que les desean feliz Navidad a los niños, quienes en su ingenuidad se detenían para mirarles.

Solo recordaba con claridad que, sentado en un bar de Little Italy, había tomado mucho hasta emborracharse. Tenía una vaga idea de haber vuelto al hotel donde se alojaba en Brooklyn, haber tirado unas pocas cosas en la maleta y subido a un taxi, después de mandar al carajo al recepcionista que, con cara de fiesta, le auguraba alegremente una feliz Navidad y un maravilloso año nuevo lleno de éxitos.

De repente, con la cabeza que parecía quererle explotar por el dolor y el olor a humedad que le llenaba la nariz, se vio en el aeropuerto de Rancho Boyeros, sin saber por qué. O tal vez… lo sabía bien. Quería escapar. Estaba intentando escapar de sí mismo. Lo había entendido cuando vio entre la ropa de la maleta sus cinco novelas.

La habitación donde se encontraba ahora era elegante, recordó que una guía turística, que había leído casualmente pocos días atrás en Nueva York, destacaba el Saratoga como uno de los mejores hoteles de la ciudad de La Habana.

Su borrachera no le había dado oportunidad ni de avisarle a Lillian o, para decir la verdad, no había querido hacerlo. Aunque ella habría entendido. Como siempre. Siempre entendía y él, a veces, se sentía culpable.

Era una mujer de paciencia infinita y aguantaba con aparente tranquilidad y sabiduría femenina todas las locuras y pesadeces que él constanemente cometía. No entendía cómo podía hacerlo porque, a veces, ni él mismo se soportaba.

Lillian se mantenía a su lado, fiel, aguantaba los momentos de depresión y todas las locuras motivados por los excesos etílicos cada vez más frecuentes. Cuando al fin llegaban los periodos creativos que, para decir la verdad, eran cada vez más raros, ella se hacía a un lado, se volvía invisible porque sabía, que cuando él comenzaba a escribir, se transformaba en ermitaño, apartado de la vida, con las puertas cerradas al mundo.

El encuentro, para nada casual, con el tipo que le ofreció la cerveza no le había gustado. Estaba de mal humor. Había llegado a este lugar, sin saber por qué, y ahora solo quería un poco de tranquilidad.

Según el cuento del tal Charlie, se enteró de su llegada por un primo que laboraba como controlador de tráfico del aeropuerto, quien es lector de sus libros y, al controlar el pasaporte, lo reconoció. Este, inmediatamente se puso en contacto con el primo, que hasta un par de años atrás había trabajado en la Pinkerton, y le avisó de la llegada a La Habana de su excolega.

Charlie, que en aquellos días estaba ocupado con un caso, pensó que era una buena ocasión pasar a saludar a uno de los mejores detectives que habían trabajado en la agencia y del cual había oído hablar por años, además, de conocer personalmente a su escritor preferido. Por supuesto, era una excusa.

Le pidió una “pequeña ayuda entre excolegas”, bastante simple: encontrarse con una tal Sylvia Dulles y convencerla de devolver algunas fotos y unas películas. La mujer había sido actriz de tercer plano en Hollywood sin éxito alguno, y que ahora radicada en Cuba.

Esto estaba relacionado con el caso que investigaba. Le contó: uno de los protagonistas de los materiales que debe recuperar es un tal Manuel Benítez Valdés, un cubano que esa mujer conoció en Los Ángeles y del cual fue novia. Hijo de un hombre de igual nombre con González de segundo apellido, quien fuera coronel de la Guardia Rural y que tres años antes de la caída del presidente Machado, pasó un breve periodo en la cárcel.

Obviamente, a Dash, aquellos nombres no le decían absolutamente nada.

El Manuel hijo había trabajado ocasionalmente, en papeles secundarios de peliculitas sin importancia de producciones hollywoodenses. Pero el dinero que desbordó sus bolsillos procedía de ricas y aburridas señoras de la ciudad de Los Ángeles; mujeres de políticos y empresarios; en mayor cantidad, actrices más o menos famosas, con las cuales pasaba el tiempo y lo habían trasformado, poco a poco, en un muy requerido play-boy.

En aquel ambiente de lujo, traiciones y sexo, era conocido como El Bonito, apodo con el que era famoso también entre las damas de la alta sociedad cubana.

A su regreso a Cuba entró en el ejército. Tres años después, comenzó a subir los escalones del poder cuando decidió auxiliar a determinado personaje en “la revolución de los sargentos”.

Ese personaje, con el apoyo de los mandos militares, se había autonominado coronel. Pocos meses atrás, según las palabras de Charlie, había sido nombrado jefe del ejército. Era el verdadero hombre fuerte de Cuba, el que decidía el futuro de la Isla.

—Una carrera más rápida que la de Napoleón —había interrumpido Dash, con sarcasmo.

—Es un gran hombre y con sus amigos es un verdadero amigo —fue la aclaración de Charlie, algo molesto—. Este país está completamente en el caos, en la más absoluta anarquía. Los sindicatos, los trabajadores, los estudiantes..., todos protestan y discuten. Todos quieren decir la suya. Pero no es así que funciona un país. Alguien tiene que mandar, tener bien sujetas las riendas para que marche como tiene que ser. Hay que hacer una buena limpieza. Mira lo que pasaba en Italia y Alemania a la llegada de Mussolini y Hitler. Pero ahora el coronel arreglará las cosas y, sobre todo, eliminará de manera definitiva a los comunistas hijos de putas que son los verdaderos responsables de la ruina de nuestra nación, pues están metiendo extrañas ideas en la cabeza de la gente.

Dash lo había escuchado con atención y por un instante estuvo tentado a romperle la nariz con el pesado cenicero de cristal rebosado de colillas. Pero preferió callar y encender otro cigarro para esperar el final de la historia contada por Charlie.

El tal Manuel se había vuelto el brazo derecho del sargento devenido coronel. Era su hombre de absoluta confianza y, cuando Charlie le comentó de la llegada a La Habana de su excolega y le explicó con detalles quien había sido, dio su ok para que el estadounidense los ayudara a recuperar el material que lo podía poner en una situación delicada. No quería que cayera en manos de la prensa o de algún enemigo suyo o de su jefe, el coronel Batista.

Charlie pensaba que, tal vez, entre dos coterráneos se podían entender mejor, sin que se crearan muchos problemas, más porque la señorita Dulles era una amiga querida de la esposa del embajador estadounidense y también de este.

Antiguos oficios

En el momento en que salía de la bañadera, tocaron a la puerta. Se cubrió con una toalla y abrió.

—Hola, darling. Me manda Carlitos.

Era una mulata alta y delgada. Una verdadera belleza caribeña. Con poco maquillaje, envuelta en un vestidito rojo muy ceñido al cuerpo, medias negras y tacones muy altos.

—¿Carlitos? ¿Quién es Carlitos? Creo que hay un error. Te confundiste de habitación.

—Charlie. Me manda Charlie —aclaró la mulata.

—Le dije que no me interesaban las mujeres —dijo Dash, molesto.

La mujer lo miró de arriba abajo, le pasó la mano por el pelo mojado y susurró:

—No pareces un pájaro.

—¿Pájaro? ¿Qué quieres decir?

—Pero ¡dale, mi amor! Quiero decir que no pareces maricón. ¿Me dejas entrar? ¡Mira que el servicio ya está pagado!

—Ya te dije...

—No se deja una dama en la puerta.

Dash se imaginó, con los ojos de otro, aquella escena. Un hombre casi desnudo, cubierto solo por una toalla, goteando agua en el piso, frente a una hermosa y sexy mulata parada en la puerta de su habitación. Podía parecer el inicio de una película pornográfica o de un filme cómico.

—Ok. Entra —expresó Dash no muy convencido.

—Carlitos me dijo que se trataba de una persona importante —aclaró la mujer caminando por la habitación. Se dirigió hasta la ventana y la abrió.

—Esta noche hace mucho calor. ¿Me ofreces un traguito?

—Un trago y te vas.

La visitante encendió un cigarro y fue a sentarse en un sillón frente a una pequeña mesa. Empezó a mirar con curiosidad los libros y unas hojas escritas a mano, llenas de tachaduras, que estaban desordenadas sobre la mesita.

—¿Eres periodista?

Dash, callado, hizo un gesto negativo con la cabeza mientras le servía whisky en un vaso.

—¿Entonces eres escritor?

—Así dicen.

—¿Eres famoso?

—Más o menos.

—¿Entonces por qué no cogiste una suite?

—No lo sé. Casi no recuerdo cuando llegué —respondió Dash con un poco de tristeza.

—¿Cómo que no recuerdas?

—Es una larga historia.

—Bueno, tenemos toda la noche. Me la contarás en los intervalos.

—¿Qué intervalos?

—¿Qué crees que vine a hacer, chico? ¿Te parezco una monjita? —las preguntas las hizo mientras se levantaba y con el vaso en una mano dio unos pasos de manera muy sensual.

—¿No te gusto?

—Me gusta mucho tu vestido.

—Lo que está adentro es mucho mejor, te lo puedo asegurar.

—Un trago y te vas —repitió Dash con firmeza.

—Dale, machito, por lo menos vamos a salir. Te llevo al Floridita. Está aquí cerca. ¿Conoces el lugar?

—No, no lo conozco —respondió mientras recogía su ropa y entraba en el baño.

—Dale, vamos. Si no quieres hacer nada, por lo menos tomamos algo —insistió la muchacha.

—Está bien. Vamos a tomar algo —contestó Dash asomando la cabeza un instante—. Espera que me prepare.

Cuando Dash terminó de vestirse, bajaron la escalera y salieron a la calle. El cielo estaba lleno de estrellas y había un tibio vientecito que movía a ritmo lento las palmeras del Parque Central. La calle estaba llena de gente, todo alrededor era un concierto de risas, bocinas, gritos, música... La mujer lo había cogido por el brazo y caminaba sin parar de hablar.

Entraron al Floridita y fueron envueltos por una nube de humo y alegría. Dash miró con atención a su alrededor. El bar estaba repleto de gente, la mayoría connacionales suyos, aquel parecía ser el refugio alcohólico de estos.

—Demasiada gente —se quejó Dash.

—Este es uno de los lugares más frecuentados de la ciudad —contestó, alegre, la mulata—. Aquí puedes encontrar variedad: millonarios, chulos, aventureros, boxeadores, jugadores de pelota, músicos, estrellas del cine, políticos y gánsteres. Todos pasan por aquí. ¡Y veo unos cuantos de mis clientes!

La mujer se movía segura. Aquel era su ambiente natural.

—Tomamos una copita nada más y, si quieres, después vamos a otro lugar —precisó ella.

Con dificultad llegaron hasta la barra, la acompañante, que conocía al barman, pidió dos daiquirís. Los tomaron casi de un sorbo y salieron a la calle. Al extranjero el trago no le gustó, demasiado dulce para su gusto.

—Cogemos un taxi y vamos al Nacional. Ahí es más tranquilo —dispuso la mujer mientras paraba un carro.

Ciertamente el ambiente del hotel era completamente diferente. Más tranquilo y relajado. Salieron al amplio jardín que tenía una hermosa vista al mar y se sentaron en un cómodo sofá de mimbre.

—El trago de antes me dejó un mal gusto en la boca —confesó Dash, mientras encendía un cigarro.

—Pensé que te iba a gustar, cariño. Pide lo que tú quieras. Confío en ti.

—Yo no confío en nadie. En ciertos momentos ni en mí mismo —contestó él.

Un elegante camarero se les acercó enseguida. Dash pidió dos whiskys; sin demora fueron servidos, los dos vasos con bebida estaban acompañados de un pequeño plato con papas fritas.

—Todavía no me has dicho tu nombre.

—Tú tampoco —protestó alegremente la muchacha.

—Me puedes llamar Dash.

—¿Dash? Que nombre extraño. Yo me llamo Mercy, igual que gracias en francés. Bueno, en realidad viene de Mercedes. Mi nombre verdadero es Lázara Mercedes de los Ángeles, pero me gusta más Mercy. Para mi trabajo me parece mejor.

Por un instante la mujer miró a su acompañante y, sin que él lo esperara, le imprimió un beso en una mejilla.

—Nunca le digo mi nombre verdadero a los clientes pero tú me caes bien. ¡Oh, disculpa! Te ensucié con el creyón de labios —sus ojos brillaron de picardía.

Dash apagó en el cenicero lo que quedaba del cigarro, sacó su pañuelo de un bolsillo, y mientras se limpiaba estudió con atención a la muchacha. Durante unos segundos se quedó pensativo hasta que preguntó:

—¿Cómo fue que empezaste este trabajo?

La mulata pareció perder la sonrisa. Tomó un poco de whisky