He aquí un hombre - Jeffrey Archer - E-Book

He aquí un hombre E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

"He aquí un hombre" empieza con un disparo, aunque, ¿quién ha apretado el gatillo? ¿Quién morirá? ¿Quién sobrevivirá? En Whitehall, Giles Barrington descubre la verdad sobre Karin, su esposa, cuando el secretario del gabinete le revela un secreto. ¿Es una espía o solo una testigo inocente? Harry Clifton empieza a escribir su obra capital, mientras su esposa Emma cumple diez años al frente del Hospital Real de Bristol. Emma recibe una inesperada llamada de Margaret Thatcher; quiere ofrecerle un trabajo.Sebastian Clifton se hace con el puesto de director general del Banco Farthings Kaufman, pero solo después de que Hakim Bishara se vea obligado a dimitir por motivos personales. Jessica, la talentosa hija de Sebastian y Samantha, es expulsada de la Academia Slade de Bellas Artes, aunque su tía Grace acude en su ayuda. Mientras tanto, Lady Virginia está a punto de huir del país para esquivar a sus acreedores, cuando de repente la Duquesa de Hertford muere, lo cual le da una nueva oportunidad para liquidar sus deudas y acabar de una vez por todas con los Clifton y los Barrington.En un devastador giro de los acontecimientos, la tragedia se abatirá sobre los Clifton cuando alguien de la familia reciba un diagnóstico médico que hará tambalearse todas sus vidas."He aquí un hombre" es el último y cautivador capítulo final de las Crónicas Clifton, una serie de siete novelas que ha arrasado en las listas de bestellers de todo el mundo y conseguido afianzar la reputación de Jeffrey Archer como maestro en el arte de contar historias.-

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Jeffrey Archer

He aquí un hombre

(Las crónicas de Clifton, Vol. VII)

Translated by Jesús Cañadas

Saga

He aquí un hombre

 

Translated by Jesús Cañadas

 

Original title: This Was a Man

 

Original language: English

 

Copyright © 2016, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726492033

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PARA MI PRIMERA NIETA

Mi agradecimiento a las siguientes personas por su

inestimable asesoramiento e investigación:

Simon Bainbridge, sir Win Bischoff, sir Victor Blank, el doctor Harry Brunjes, la catedrática Susan Collins, Eileen Cooper, el muy honorable lord Fowler PC, el reverendo Canon Michael Hampel, el catedrático Roger Kirby, Alison Prince, Catherine Richards, Mari Roberts, Susan Watt, Peter Watts y David Weeden

Prólogo 1978

Emma siempre se fijaba especialmente en aquellas embarcaciones en cuya popa ondeaba la bandera canadiense. Y hasta que no comprobaba el nombre pintado en el casco, su corazón no recuperaba su ritmo habitual.

Aquel día, al dirigir la mirada hacia el barco, su ritmo cardíaco se desbocó y las piernas le flojearon. Volvió a comprobarlo; no era un nombre que pudiera olvidar con facilidad. Se detuvo a observar cómo los dos pequeños remolcadores, que remontaban el estuario dejando a su estela un ondulante humo negro que salía de sus chimeneas, conducían al viejo y herrumbroso carguero a su destino final.

Emma cambió de dirección, pero, mientras se encaminaba hacia el muelle de desguace, no pudo evitar preguntarse sobre las posibles consecuencias que tendría tratar de descubrir la verdad después de tantos años. Sin duda, lo más prudente era volver a su despacho en lugar de remover el pasado… un pasado remoto.

Sin embargo, no dio media vuelta. Al llegar al muelle se dirigió directamente a la oficina del capataz jefe como si estuviera llevando a cabo su habitual ronda de las mañanas. Cuando entró en el vagón de tren se sintió aliviada al comprobar que Frank no estaba; solo vio a una secretaria ocupada tecleando algo. La mujer se puso en pie en cuanto reparó en la presencia de la presidenta de la compañía.

—Me temo que el señor Gibson no está en estos momentos, señora Clifton. ¿Desea que vaya a buscarlo?

—No, no es necesario —dijo Emma. Echó un vistazo al enorme registro de reservas colgado en la pared y sus peores miedos se vieron confirmados. El desguace del SS Maple Leafya estaba programado y los trabajos debían empezar el martes dentro de dos semanas. Al menos aquello le dejaba algo de tiempo para decidir si se lo contaba a Harry o, como Nelson, hacía la vista gorda. No obstante, si Harry descubría que el Maple Leafhabía regresado a su cementerio y le preguntaba si ella estaba al corriente, no podría mentirle.

—Seguro que el señor Gibson estará de vuelta en unos minutos, señora Clifton.

—No se preocupe, no es importante. Pero ¿podría decirle que se deje caer la próxima vez que pase por delante de mi oficina?

—¿Le informo de qué se trata?

—Él ya lo sabrá.

Karin contemplaba a través de la ventanilla la campiña que desfilaba rápidamente ante sus ojos mientras el tren continuaba su viaje hacia Truro. Sin embargo, sus pensamientos estaban en otro lugar, ocupados en tratar de asimilar la muerte de la baronesa.

No había estado en contacto con Cynthia Forbes-Watson desde hacía varios meses y el MI6 tampoco había tomado la iniciativa para reemplazarla como directora de Karin. ¿Habrían perdido interés en ella? Desde hacía algún tiempo, Cynthia no le había dado nada relevante que pasarle a Pengelly, y sus reuniones en el salón de té se habían hecho cada vez menos frecuentes.

Pengelly le había dado a entender que en poco tiempo esperaba regresar a Moscú. Karin confiaba en que fuera lo antes posible. Estaba harta de engañar a Giles, el único hombre al que había amado de verdad, y también estaba cansada de viajar a Cornualles con la excusa de visitar a su padre. Pengelly no era su auténtico padre, solo era su padrastro. Karin lo detestaba y le había suplicado a su madre que no se casara con él. Sin embargo, en cuanto su madre se convirtió en la señora Pengelly, Karin se dio cuenta enseguida de que podía servirse del banal funcionario del partido para escapar de un régimen que odiaba aún más de lo que lo odiaba a él, si es que eso era posible. Y entonces conoció a Giles Barrington, quien lo había hecho todo posible al enamorarse de ella.

Karin aborrecía no poder contarle a Giles el auténtico motivo por el que acudía a tomar el té a la Cámara de los Lores con la baronesa tan a menudo. Ahora que Cynthia estaba muerta, Karin no tendría que seguir viviendo una mentira. No obstante, cuando Giles descubriera la verdad, ¿seguiría creyendo que ella había huido de la tiranía de Berlín Este solo porque deseaba estar con él? ¿O habría contado demasiadas mentiras en su vida para resultar creíble?

Mientras el tren se detenía en la estación de Truro, Karin rezó para no tener que volver a mentir nunca más.

—¿Cuántos años llevas trabajando en la compañía, Frank? —preguntó Emma, al tiempo que levantaba la vista de su escritorio.

—Casi cuarenta, señora. Trabajé para su padre y para su abuelo.

—Entonces, conocerás la historia del Maple Leaf, ¿no es así?

—Eso ocurrió antes de que yo empezara a trabajar aquí, señora, pero en el muelle todo el mundo conoce la historia, aunque son pocos los que hablan de ella.

—He de pedirte un favor, Frank. ¿Podrías reunir a un pequeño grupo de hombres de confianza?

—Tengo dos hermanos y un primo que nunca han trabajado para nadie más que los Barrington.

—Tendrán que venir un sábado, cuando el muelle está cerrado. Les pagaré el doble, en metálico, y recibirán un incentivo extra de la misma cantidad dentro de doce meses, pero solo si no he oído ningún rumor acerca de la tarea que llevaron a cabo ese día.

—Es usted muy generosa, señora —dijo Frank y se llevó una mano a la visera de la gorra.

—¿Cuándo podrían ponerse a ello?

—El próximo sábado por la mañana. El muelle permanecerá cerrado hasta el martes porque el lunes es festivo.

—¿Te das cuenta de que no me has preguntado en qué consiste el trabajo que tenéis que hacer?

—No hace falta, señora. Y si encontramos lo que está buscando en el doble casco, ¿qué hacemos?

—Solo quiero que los restos de Arthur Clifton reciban sepultura cristiana.

—¿Y si no encontramos nada?

—En ese caso será un secreto que los cinco nos llevaremos a la tumba.

El padrastro de Karin abrió la puerta de la casita de campo y la recibió con una sonrisa más cálida que de costumbre.

—Tengo buenas noticias para ti —dijo él mientras Karin entraba en la casa—, aunque tendrás que esperar un poco.

¿Sería posible, pensó Karin, que aquella pesadilla por fin estuviera a punto de terminar? Entonces vio un ejemplar de The Times sobre la mesa de la cocina, desplegado por la sección de necrológicas. Se quedó mirando la familiar fotografía de la baronesa Forbes-Watson y se preguntó si no era más que una coincidencia o si, por el contrario, había dejado abierto el periódico en aquella página con la intención de provocarla.

Mientras tomaban café y charlaban de cosas intrascendentes, Karin no pudo evitar fijarse en las tres maletas que había junto a la puerta, las cuales parecían anunciar un viaje inminente. A pesar de eso, cada vez se sentía más inquieta, mientras Pengelly exhibía una actitud demasiado relajada y afable para su gusto. ¿Cómo era aquella antigua expresión militar? ¿La «felicidad del licenciado»?

—Creo que ha llegado el momento de que hablemos de temas más serios —dijo Pengelly, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios.

Salió al pasillo y echó mano de su abultado abrigo en el colgador junto a la puerta. Karin se planteó la posibilidad de salir corriendo, pero si lo hacía y después él solo le decía que regresaba a Moscú, echaría por tierra su identidad falsa. Pengelly la ayudó a ponerse el abrigo y la condujo al exterior.

Karin se sorprendió al notar cómo Pengelly la agarraba del brazo con fuerza y casi la obligaba a avanzar por la calle desierta. Normalmente iban cogidos del brazo para que cualquier desconocido con el que se cruzaran pensara que se trataba de un padre y su hija dando un paseo; pero hoy era distinto. Karin decidió que, si se encontraban con alguien, incluso el viejo coronel, se detendría a charlar con él; sabía que Pengelly no se atrevería a hacer nada ante la presencia de un testigo. Como todos los espías, daba por sentado que todo el mundo también era un espía.

Pengelly continuaba con su alegre cháchara. Aquello era tan impropio de él que Karin se sintió aún más nerviosa. Miró con cautela en todas direcciones, pero parecía que nadie se había decidido a salir a dar un paseo un día tan gris y triste como aquel.

Cuando llegaron a la linde del bosque, Pengelly echó la vista atrás, como hacía siempre, para comprobar que nadie les había seguido. Si veía a alguien, desandarían el camino y volverían a la casita. Pero aquella tarde no.

Aunque apenas eran las cuatro de la tarde, la luz ya había empezado a atenuarse y cada minuto que pasaba la oscuridad ganaba terreno. Al dejar atrás la calle y adentrarse en el sendero que conducía al bosque, Pengelly la agarró del codo con mayor firmeza. Su voz se transformó para adecuarse a la fría brisa nocturna.

—Sé que te alegrará saber, Karin, —Jamás la llamaba Karin—, que me han ascendido y que muy pronto volveré a Moscú.

—Enhorabuena, camarada. Te lo mereces.

Pengelly no aflojó la presión alrededor de su brazo.

—Por lo que este será nuestro último encuentro —continuó. Podía albergar la esperanza de que…—. No obstante, el mariscal Koshevoi me ha asignado una última tarea.

Pengelly no dio más explicaciones, casi como si quisiera que Karin se tomara su tiempo para pensar en ello. Seguían adentrándose en el bosque y, como cada vez se hacía más oscuro, Karin apenas podía ver a una yarda delante de sus narices. Sin embargo, Pengelly parecía saber exactamente adónde se dirigía, como si hubiera ensayado cada uno de sus pasos.

—El director de contrainteligencia —prosiguió con calma—, por fin ha destapado al traidor del grupo, la persona que lleva años traicionando a la madre patria. He sido elegido para llevar a cabo el adecuado correctivo.

Su mano finalmente se relajó y le soltó el brazo. El primer instinto de Karin fue echar a correr, pero Pengelly había elegido cuidadosamente el lugar: detrás de ella, un puñado de árboles, a su derecha, la mina de estaño abandonada, a su izquierda, un angosto sendero apenas visible por culpa de la oscuridad reinante y, de pie ante ella, enorme, Pengelly, de quien costaba imaginar que pudiera transmitir mayor calma o estar más alerta.

Despacio, sacó una pistola del bolsillo de su abrigo y la sostuvo con aire amenazador a un costado. ¿Esperaba de veras que fuera a salir corriendo, para que así necesitara más de una bala para matarla? Karin, sin embargo, permaneció clavada donde estaba.

—Eres una traidora —dijo Pengelly—, y has hecho más daño a nuestra causa que ningún otro agente que haya existido antes. Por tanto, tienes que morir como mueren los traidores. —Dirigió una mirada hacia la entrada de la mina—. Estaré de regreso en Moscú mucho antes de que encuentren tu cuerpo, si es que acaban encontrándolo.

Pengelly levantó la pistola sin prisa alguna hasta situarla frente a los ojos de Karin.

El último pensamiento que tuvo antes de que Pengelly apretara el gatillo fue para Giles.

El sonido de un único disparo resonó por todo el bosque. Una bandada de estorninos remontó el vuelo justo cuando el cuerpo de Karin se desplomaba en el suelo.

HARRY Y EMMA CLIFTON 1978—1979

1

Número Seis apretó el gatillo. La bala salió del rifle a doscientas doce millas por hora y alcanzó su objetivo un par de pulgadas por debajo de la clavícula. Lo mató al instante.

La segunda bala se incrustó en un árbol situado a unas cuantas yardas del lugar donde habían caído ambos cuerpos. Poco después, cinco paracaidistas del SAS avanzaron sobre los matorrales que crecían delante de la mina abandonada y rodearon los cuerpos. Como si se tratara de mecánicos de Fórmula Uno concienzudamente preparados, cada uno de ellos desempeñó su función sin hablar ni hacer preguntas.

Número Uno, el teniente al mando de la unidad, recogió del suelo el arma de Pengelly y la metió en una bolsa de plástico, mientras Número Cinco, el médico, se arrodillaba junto a la mujer para tomarle el pulso: débil, pero aún con vida. Debía de haberse desmayado al oír el primer disparo; precisamente por eso los condenados ante un pelotón de fusilamiento suelen estar atados a un poste.

Número Dos y Número Tres, ambos cabos, levantaron con cuidado a la mujer desconocida del suelo, la posaron sobre una camilla y la trasladaron hasta un claro en el bosque a unos centenares de yardas de la mina, donde ya les esperaba un helicóptero con las hélices emitiendo un sonoro zumbido. En cuanto aseguraron la camilla al interior del transporte, Número Cinco, el médico, subió a bordo para acompañar a su paciente. Justo cuando se abrochaba el arnés de seguridad, el helicóptero despegó. Volvió a tomarle el pulso a la mujer; un poco más estable.

Sobre el terreno, Número Cuatro, sargento y campeón de los pesos pesados del regimiento, levantó del suelo el otro cuerpo y se lo cargó al hombro como si se tratara de un saco de patatas. El sargento trotó a ritmo constante en la dirección opuesta a la que habían tomado sus compañeros. Al fin y al cabo, sabía perfectamente adonde se dirigía.

Un momento después apareció un segundo helicóptero que empezó a dar círculos en el aire mientras barría la zona de operaciones con su amplio haz de luz. Número Dos y Tres, terminado su primer cometido con la camilla, se apresuraron a regresar junto a Número Seis, el tirador. Con la ayuda de este último, que ya había bajado del árbol y llevaba el rifle colgado al hombro, los tres se dispusieron a buscar las dos balas.

La primera estaba incrustada en el suelo, a escasas yardas del lugar donde Pengelly se había desplomado. Número Seis no tardó mucho tiempo en localizarla tras seguir su trayectoria. Aunque todos los miembros de la unidad tenían una amplia experiencia detectando las marcas que dejaban las balas al rebotar y los residuos de pólvora, les costó un poco más localizar la segunda bala. Uno de los cabos, pese a tratarse solo de su segunda misión, levantó una mano en cuanto la descubrió. La arrancó del árbol con la ayuda de su cuchillo y se la entregó a Número Uno, quien la guardó en otra bolsa de plástico; un souvenir que se exhibiría en una sala que jamás recibiría la visita de invitados externos. Misión cumplida.

Los cuatro hombres corrieron hacia el claro en el bosque y dejaron atrás la vieja mina de estaño. Llegaron justo cuando el helicóptero se posaba en el suelo. El teniente esperó a que todos sus hombres hubieran subido al transporte antes de sentarse en la parte delantera, junto al piloto, y abrocharse el cinturón de seguridad. Justo cuando el helicóptero empezaba a elevarse, detuvo el cronómetro.

—Nueve minutos, cuarenta y tres segundos. En el límite de lo aceptable —gritó para hacerse oír por encima del estruendo de las aspas.

Le había asegurado a su comandante que el ejercicio no solo tendría éxito, sino que además lo llevarían a cabo en menos de diez minutos. Echó un vistazo al terreno que sobrevolaban y, aparte de unas cuantas pisadas que el próximo chaparrón haría desaparecer, no quedaba señal alguna de lo que acababa de suceder. Si algún vecino de la localidad había reparado en los dos helicópteros que tomaban direcciones opuestas, no le daría demasiada importancia. Al fin y al cabo, la base de la RAF en Bodmin estaba tan solo a veinte millas de allí, por lo que las operaciones diarias formaban parte de la rutina cotidiana de los residentes de las inmediaciones.

Uno de los vecinos, sin embargo, era perfectamente consciente de lo que ocurría. El condecorado coronel Henson (retirado) había llamado a la base de la RAF en Bodmin poco después de haber visto a Pengelly salir de su casita de campo sujetando con firmeza el brazo de su hija. Había llamado al número de teléfono que le habían indicado en el caso de que sospechara que Karin corría peligro. Pese a no tener la menor idea de quién estaba al otro lado de la línea, solo pronunció dos palabras, «planta rodadora», antes de que se cortara la comunicación. Cuarenta y ocho segundos después, un par de helicópteros surcaban el cielo.

El comandante se acercó a la ventana para observar las dos aeronaves Puma que sobrevolaron su oficina en dirección sur. Entonces se puso a deambular por la habitación mientras comprobaba el reloj cada pocos segundos. Pese a ser un hombre de acción y no estar hecho para ser un mero espectador, a sus treinta y nueve años había aceptado a regañadientes que era demasiado mayor para participar en operaciones encubiertas. «Los que aguardan y esperan también cumplen con su deber».

Al cabo de diez minutos volvió a acercarse a la ventana, aunque aún tuvieron que pasar otros tres minutos antes de que pudiera divisar a uno de los helicópteros descendiendo a través de las nubes. Esperó unos cuantos segundos más antes de sentirse lo suficientemente seguro como para descruzar los dedos; si el segundo helicóptero aparecía a la estela del primero, significaría que la operación había fracasado. Las instrucciones que había recibido de Londres no podrían haber sido más claras. Si la mujer estaba muerta, debían trasladar el cuerpo a Truro y dejarlo en un ala privada del hospital, donde un tercer equipo ya había recibido sus instrucciones. Si había sobrevivido, debían llevarla hasta Londres, donde un cuarto equipo se haría cargo de ella. El comandante desconocía cuáles eran sus órdenes y tampoco tenía la menor idea de quién era la mujer; aquella información estaba muy por encima de su rango militar.

Cuando aterrizó el helicóptero, el comandante permaneció donde estaba. Se abrió una puerta y el teniente saltó de la aeronave. Avanzó inclinado para evitar las aspas, que seguían rotando. Corrió unas cuantas yardas antes de enderezarse y, al ver al coronel de pie frente a la ventana, le hizo un gesto con el pulgar para indicarle que todo estaba bien. El comandante dejó escapar un suspiro de alivio. Regresó a su escritorio y marcó el número que tenía anotado en su libreta. Aquella sería la segunda y última vez que iba a hablar con el secretario del gabinete.

—Coronel Dawes, señor.

—Buenas tardes, coronel —respondió sir Alan.

—Operación «Planta rodadora» completada con éxito, señor. Puma Uno de regreso a la base. Puma Dos de camino a casa.

—Gracias —dijo sir Alan antes de colgar el teléfono. No podía perder ni un segundo. Su siguiente cita estaba al caer. Como si hubiese sido un profeta, la puerta se abrió en ese mismo momento y su secretaria anunció:

—Lord Barrington.

—Giles —dijo sir Alan levantándose de su escritorio y estrechándole la mano al visitante—. ¿Quieres tomar un té o un café?

—No, gracias —declinó Giles, a quien solo le interesaba una cosa: descubrir el motivo por el que el secretario del gabinete deseaba verle con tanta urgencia.

—Discúlpame por haberte hecho salir de la cámara —dijo sir Alan—, pero necesito tratar contigo una cuestión privada, bajo confidencialidad de los asesores de la corona.

Giles no había vuelto a oír aquellas palabras desde su etapa como secretario del gabinete, pero no necesitaba que le recordaran que, fuera cual fuese el contenido de su conversación con sir Alan, no podría revelar la información a menos que se encontrara en presencia de otro asesor de la corona.

Giles asintió y sir Alan continuó:

—Permíteme que empiece diciéndote que Karin, tu mujer, no es hija de Pengelly.

Una ventana rota e inmediatamente después los seis estaban dentro. Aunque no sabían con exactitud qué estaban buscando, en cuanto lo vieran no tendrían ninguna duda. El comandante al mando de la segunda unidad, conocida como los basureros, no llevaba cronómetro porque, en su caso, él no tenía ninguna prisa. Los hombres a su cargo habían sido entrenados para ser minuciosos y asegurarse de que no se les escapaba ningún detalle. Nunca contaban con el privilegio de una segunda oportunidad.

Al contrario que sus compañeros de la unidad uno, ellos iban vestidos con chándal y llevaban unas grandes bolsas de basura negras. Con la excepción de uno de ellos, Número Cuatro; aunque, a decir verdad, él no era un miembro estable de la unidad. Corrieron todas las cortinas antes de encender las luces y empezar la búsqueda. Los hombres desmantelaron con gran meticulosidad todas las habitaciones, con rapidez, metódicamente, sin dejar nada al azar. Dos horas después habían llenado ocho bolsas de plástico. Aunque todos hicieron caso omiso del cuerpo que Número Cuatro había dejado tendido sobre la alfombra del cuarto de estar, uno de ellos se encargó de registrarle los bolsillos.

Lo último que inspeccionaron fueron las tres maletas que habían encontrado junto a la puerta del pasillo, y que resultaron ser un auténtico cofre del tesoro. Su contenido cupo en una sola bolsa, pero en esta había más información que en las otras siete bolsas juntas: diarios, nombres, números de teléfono, direcciones y documentación confidencial que, sin lugar a duda, Pengelly pretendía llevarse consigo de regreso a Moscú.

Aunque la unidad se pasó una hora más revisándolo todo de nuevo, no encontraron nada más de interés. Al fin y al cabo, eran profesionales, entrenados para hacer bien su trabajo a la primera. En cuanto el comandante de la unidad decidió que no iban a encontrar nada más, los seis hombres salieron de la casa por la puerta trasera y tomaron rutas distintas, acordadas de antemano, para regresar al almacén. Solo Número Cuatro permaneció en el interior de la casa. A fin de cuentas, él no era un basurero sino un destructor.

Cuando el sargento oyó cómo se cerraba la puerta trasera, encendió un cigarrillo, le dio unas cuantas caladas y dejó caer la candente colilla sobre la alfombra, justo al lado del cuerpo. Acto seguido roció el combustible de su encendedor sobre los rescoldos casi extintos. Poco después, cobró vida una llama azul que prendió la alfombra. Aunque sabía que el fuego se extendería rápidamente por la pequeña cabaña de madera, debía asegurarse, por lo que no se marchó hasta que el humo le hizo toser. Entonces salió rápidamente de la habitación en dirección a la puerta trasera. Una vez hubo salido de la cabaña, se dio la vuelta y, satisfecho al comprobar que el fuego estaba fuera de control, echó a trotar de regreso a la base. No tenía la más mínima intención de llamar a los bomberos.

Los doce hombres fueron llegando gradualmente a los barracones, y solo volvieron a formar de nuevo una unidad al reunirse a última hora de la tarde en la cantina para tomar unas copas. El coronel se unió a ellos para la cena.

El secretario del gabinete permaneció junto a la ventana de su despacho en el primer piso y esperó hasta que Giles Barrington hubo salido del número diez. Acto seguido, Giles empezó a caminar con resolución por Downing Street en dirección a Whitehall. Entonces el secretario volvió a su escritorio, se sentó y reflexionó detenidamente sobre su próxima llamada y sobre cuánta información estaba dispuesto a revelar.

Harry Clifton estaba en la cocina cuando sonó el teléfono. Lo descolgó y, al oír las palabras «Número Diez, manténgase a la espera, por favor», pensó que se trataba de una llamada del primer ministro para Emma. No recordaba si en aquel momento estaba en el hospital o presidiendo una reunión en la Casa Barrington.

—Buenos días, señor Clifton, soy Alan Redmayne. ¿Le pillo en un mal momento?

Harry estuvo a punto de soltar una carcajada. Estuvo tentado de contestar: «No, sir Alan, no es un buen momento, estoy en la cocina preparándome un té y aún no he decidido si le pondré uno o dos terrones de azúcar, así que ¿por qué no llama más tarde?». Sin embargo, se lo pensó mejor y apagó la tetera.

—Por supuesto, sir Alan, ¿en qué puedo ayudarle?

—Quería que fuera el primero en saber que John Pengelly ha dejado de ser un problema y, a pesar del hecho de no haber sido informado de ello, le aseguro que sus temores acerca de Karin Brandt, aunque comprensibles, eran infundados. Pengelly no era su padre y durante los últimos cinco años Karin ha sido uno de nuestros agentes más leales. Ahora que Pengelly ha dejado de ser un problema, Karin recibirá la prejubilación y no entra en nuestros planes volver a recurrir a ella en el futuro.

Harry dio por sentado que «ha dejado de ser un problema» era un eufemismo de «Pengelly ha sido eliminado», y pese a tener varias preguntas que le hubiera gustado hacerle al secretario del gabinete, decidió seguir su consejo. Sabía que era muy poco probable recibir respuesta de un hombre que ocultaba secretos incluso al primer ministro.

—Gracias, sir Alan. ¿Hay alguna otra cosa que deba saber?

—Sí, su cuñado también acaba de descubrir la verdad acerca de su mujer, aunque lord Barrington desconoce que fue usted quien nos puso sobre la pista de Pengelly desde el principio. Para serle franco, preferiría que continuara sin saberlo.

—¿Y qué hago en el caso de que saque a relucir el tema?

—Mejor no decir nada. Al fin y al cabo, no tiene motivos para sospechar que se tropezó con el nombre de Pengelly mientras estaba dando una conferencia sobre su libro en Moscú. No es necesario que diga que yo no le he informado al respecto.

—Gracias, sir Alan. Le agradezco que me haya puesto al día.

—De nada. Por cierto, señor Clifton, mis más sinceras felicitaciones. Se las merece.

Después de salir del número diez, Giles se apresuró a regresar a su casa en Smith Square. Se alegró de que fuera el día libre de Markham. En cuanto abrió la puerta de entrada se encaminó directamente al dormitorio del segundo piso. Encendió la lámpara de la mesita de noche, corrió las cortinas y retiró la colcha que cubría la cama. Aunque solo pasaban unos minutos de las seis de la tarde, las farolas de Smith Square ya estaban encendidas.

A medio camino de las escaleras, oyó el timbre de la puerta. Se apresuró a abrirla y se encontró con un joven de pie en el umbral. Detrás de él vio una furgoneta negra sin ningún distintivo y con las puertas traseras abiertas. El hombre le tendió la mano.

—Soy el doctor Weeden. Creo que nos estaba esperando.

—Sí —dijo Giles, al tiempo que dos hombres salían de la parte trasera de la furgoneta y sacaban con cuidado una camilla.

—Síganme —les indicó Giles, y los condujo por las escaleras hasta el dormitorio. Los dos camilleros levantaron a la mujer inconsciente de la camilla y la posaron sobre la cama. Giles cubrió a su mujer con la colcha mientras los camilleros se marchaban sin mediar palabra.

El médico comprobó el pulso de la mujer.

—Le he dado un sedante, de modo que estará dormida un par de horas. Cuando despierte, es posible que piense que todo ha sido una pesadilla, pero en cuanto se dé cuenta de que está en un ambiente familiar, se recuperará rápidamente y lo recordará todo. Es más que probable que se pregunte cuánto sabe usted, por lo que no dispone de mucho tiempo para pensar qué le responderá.

—Ya lo tengo decidido —repuso Giles antes de acompañar al doctor Weeden hasta la planta baja y abrir la puerta de la calle.

Los dos hombres se dieron la mano por segunda vez y, acto seguido, el médico subió a la parte delantera de la furgoneta negra sin echar la vista atrás ni una sola vez. El vehículo anónimo dio un lento rodeo a Smith Square antes de girar a la derecha e incorporarse al denso tráfico de la tarde.

En cuanto la furgoneta se perdió de vista, Giles cerró la puerta y volvió a subir la escalera sin perder un segundo. Acercó una silla a la cama y se sentó al lado de su mujer, quien dormía profundamente.

Giles debía de haberse quedado dormido, porque lo siguiente que vio fue a su mujer sentada sobre la cama. Karin le clavaba la mirada. Giles parpadeó, esbozó una sonrisa y la rodeó con sus brazos.

—Ya se ha acabado todo, querida. Ahora estás a salvo —dijo.

—Creía que, si alguna vez lo descubrías, no me perdonarías jamás —dijo ella mientras se aferraba a su marido.

—No hay nada que perdonar. Olvidemos el pasado y centrémonos en el futuro.

—Pero es importante que te lo cuente todo —dijo Karin—. No más secretos.

—Alan Redmayne ya se ha encargado de ponerme al día —intentó tranquilizarla Giles.

—No te lo ha contado todo —repuso Karin, y se apartó de él—. Ni siquiera él lo sabe todo, y yo no puedo seguir viviendo una mentira. —Giles la miró con ansiedad—. La verdad es que te utilicé para salir de Alemania. Sí, me gustabas, pero en cuanto estuviera a salvo en Inglaterra, tenía previsto huir tanto de ti como de Pengelly y empezar una nueva vida. Y lo habría hecho, de no ser porque me enamoré de ti. —Giles la agarró de la mano—. Pero para poder seguir a tu lado, tenía que asegurarme de que Pengelly siguiera creyendo que trabajaba para él. Fue Cynthia Forbes-Watson quien acudió a mi rescate.

—Y también al mío —dijo Giles—. Pero en mi caso, me enamoré de ti después de la primera noche que pasamos juntos en Berlín. No fue culpa mía que tardaras un poco más en darte cuenta de lo afortunada que eras. —Karin empezó a reír y lo rodeó con sus brazos. Cuando lo soltó, Giles añadió—: Voy a prepararte un té.

Qué británico, pensó Karin.

2

—¿A qué hora nos han ordenado presentarnos ante su Majestad? —preguntó Emma con una sonrisa que denotaba tanto su reticencia a admitir lo orgullosa que se sentía de su marido como la ilusión que le provocaba semejante ocasión. Todo lo contrario que la reunión del consejo de administración que le tocaba presidir al final de aquella misma semana, algo que raramente podía quitarse de la cabeza.

—Podemos llegar en cualquier momento entre las diez y las once —dijo Harry, al tiempo que le echaba un nuevo vistazo a la invitación.

—¿Te acordaste de reservar el coche?

—Ayer por la tarde. Y lo he vuelto a comprobar esta mañana a primera hora —añadió justo cuando sonaba el timbre de la puerta.

—Ese debe de ser Seb —dijo Emma antes de mirar la hora en su reloj—. Y, para variar, es puntual.

—No creo que en una ocasión como esta pueda permitirse no serlo — dijo Karin.

Giles se levantó de la mesa del desayuno mientras Markham abría la puerta y se hacía a un lado para permitir que se unieran a ellos Jessica, Seb y Samantha, cuyo embarazo estaba muy avanzado.

—¿Habéis desayunado ya? —preguntó Giles tras besar a Samantha en la mejilla.

—Sí, gracias —respondió Seb.

Jessica se dejó caer sobre una de las sillas, untaba con mantequilla una tostada y cogía el bote de mermelada.

—Al parecer todos no —dijo Harry, mientras miraba a su nieta con una sonrisa.

—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó Jessica entre bocados.

—Como mucho cinco minutos —contestó Emma con firmeza—. No quiero llegar a palacio más tarde de las diez y media, jovencita.

Jessica untó otra tostada con mantequilla.

—Giles —Emma se dirigió a su hermano—, has sido muy amable dejando que nos quedáramos a dormir en tu casa esta noche, y me sabe muy mal que hoy no puedas venir con nosotros.

—Las normas son estrictas: solo familiares directos —dijo Giles—. Lo entiendo perfectamente, de otro modo necesitarían un estadio de fútbol para acomodar a todos los que deseaban asistir.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta de la calle.

—Debe de ser el chófer —dijo Emma. Volvió a comprobar que la corbata de seda de Harry estuviera recta y le quitó un pelo canoso del traje de las mañanas antes de añadir—: Sígueme.

—Presidenta por un día, siempre presidenta —susurró Giles mientras acompañaba a su cuñado hasta la puerta. Seb y Samantha les siguieron, con Jessica a la retaguardia mientras masticaba ruidosamente la tercera tostada.

Cuando Emma salió a Smith Square, el chófer abrió la puerta trasera de una limusina negra. Tras escoltar a todo el rebaño hasta el interior de esta, Emma se acomodó junto a Harry y Jessica en el asiento trasero. Samantha y Seb estaban sentados en los dos asientos abatibles frente a ellos.

—¿Estás nervioso, abuelo? —le preguntó Jessica una vez el vehículo se puso en marcha y se incorporó al tráfico de la mañana.

—No —dijo Harry—. A no ser que tengas intención de cometer un golpe de estado.

—No le metas ideas en la cabeza —dijo Sebastian mientras circulaban por delante de la Cámara de los Comunes y entraban en Parliament Square.

Hasta Jessica se quedó en silencio cuando el vehículo pasó bajo el Arco del Almirantazgo y Buckingham Palace apareció ante ellos. El chófer avanzó lentamente por The Mall, dio la vuelta a la estatua de la reina Victoria y se detuvo frente a las puertas del palacio. Bajó la ventanilla y le dijo al joven oficial de la Guardia:

—El señor Harry Clifton y familia.

El teniente sonrió y tachó el nombre de la lista que llevaba sobre un portapapeles.

—Pase por debajo del arco a la izquierda y uno de mis compañeros le indicará dónde puede aparcar.

El chófer siguió las instrucciones que le habían dado y accedió a un amplio patio donde ya estaban aparcados numerosos coches en distintas hileras.

—Por favor, aparque al otro lado del Ford azul —dijo otro oficial, y señaló hacia el otro extremo del patio—. Después el grupo ya podrá proceder al interior del palacio.

Cuando Harry bajó del coche, Emma le dio un último repaso.

—Sé que no vas a creerme —le susurró—, pero llevas la bragueta abierta.

Harry se puso como un tomate y se subió la cremallera antes de que el grupo empezara a subir los escalones que llevaban al interior del palacio. Dos lacayos de librea enfundados con el uniforme dorado y rojo de la casa real permanecían rígidamente en posición de firmes al pie de una amplia escalinata cubierta por una alfombra roja. Harry y Emma subieron la escalera lentamente, tratando de que no se les escapara ni el más mínimo detalle. Al llegar a la parte superior, fueron recibidos por otros dos caballeros de la casa real. Harry reparó en el hecho de que, cada vez que alguien los recibía, su rango era superior al anterior.

—Harry Clifton —dijo antes de que le preguntaran.

—Buenos días, señor Clifton —respondió el más veterano de los dos oficiales—. ¿Sería tan amable de acompañarme, por favor? Mi compañero conducirá a su familia al Salón del Trono.

—Buena suerte —le susurró Emma antes de que se lo llevaran.

La familia subió otra escalera, en este caso no tan amplia como la anterior, que conducía a una larga galería. Emma se detuvo al entrar en la sala de altos techos y se quedó mirando las filas de pinturas, colgadas una junta a la otra, que solo había podido contemplar antes en los libros de arte. Se dio la vuelta para mirar a Samantha.

—Dado que lo más probable es que no vuelvan a invitarnos nunca más, supongo que a Jessica le gustaría aprender más acerca de la colección real.

—Y a mí también —intervino Sebastian.

—La mayoría de los reyes y reinas ingleses —empezó Samantha—, eran grandes expertos y coleccionistas de arte, de modo que esta es solo una pequeña selección de la colección real, que de hecho no es propiedad del monarca, sino de la nación. Como seguramente os habréis dado cuenta, la galería pictórica de esta sala está centrada en los artistas británicos de principios del siglo XIX. Hay un notable Turner de Venecia colgado frente a una exquisita pintura de la catedral de Lincoln ejecutada por su viejo rival, Constable. No obstante, como podéis ver, la galería está dominada por un inmenso retrato de Carlos II a caballo pintado por Van Dyck, el artista residente de la corte durante aquel periodo.

Jessica estaba tan fascinada que casi olvidó la razón por la que estaban allí. Al llegar por fin a la Sala del Trono, Emma se arrepintió de no haber salido de casa antes, pues las primeras diez filas de asientos ya estaban ocupadas. Avanzó apresuradamente por el pasillo central, ocupó un asiento al final de la primera fila aún disponible y esperó a que su familia se uniera a ella. Una vez todos estuvieron sentados, Jessica empezó a estudiar la sala con detenimiento.

Unas trescientas sillas doradas estaban dispuestas en filas relucientes de dieciséis, separadas en el centro por un amplio pasillo. Al fondo de la sala había un escalón cubierto por una alfombra roja que conducía hasta un gran trono vacío que esperaba a su legítima ocupante. El zumbido que provocaban las avivadas conversaciones cesó a las once menos seis minutos, cuando entró en la sala un hombre alto y elegante vestido con traje de día; se detuvo al pie del escalón y se dio la vuelta para situarse frente a la reunida concurrencia.

—Buenos días, damas y caballeros —empezó—, y bienvenidos al palacio de Buckingham. La investidura programada para hoy comenzará en unos minutos. Les recuerdo que no está permitido tomar fotografías y que deben esperar a salir hasta que la ceremonia haya terminado.

Dicho aquello, se marchó en la misma discreción por la que había llegado.

Jessica abrió su bolso y sacó un pequeño bloc y un lápiz.

—No ha dicho nada sobre dibujar, abuela —dijo en un susurro.

Justo cuando daban las once, Su Majestad la reina Isabel II entró en la sala del trono y todos los invitados se levantaron. La reina se detuvo en lo alto del escalón delante del trono, pero no dijo nada. Un asentimiento por parte de un ujier y el primer destinatario de un honor apareció desde el otro extremo de la sala. Durante la hora siguiente, varios hombres y mujeres provenientes del Reino Unido y de la Commonwealth recibieron honores por parte de su monarca, quien mantuvo una breve conversación con cada uno de ellos antes de que el ujier volviera a asentir y el siguiente destinatario ocupara su lugar.

Jessica ya tenía el lápiz preparado cuando el abuelo entró en la sala. Mientras este caminaba hacia la reina, el ujier colocó un pequeño taburete delante de la reina y después le entregó una espada. El lápiz de Jessica no descansaba ni un instante; capturó la escena en la que Harry se postraba sobre una de sus rodillas e inclinaba la cabeza. La reina tocó ligeramente con la punta de la espada el hombro derecho del abuelo, la levantó y volvió a posarla sobre el izquierdo. A continuación, le indicó:

—Levántese, sir Harry.

—Entonces, ¿qué ha pasado después de que te llevaran a la Torre? —exigió saber Jessica mientras abandonaban en coche el palacio y recorrían The Mall en la otra dirección, camino del restaurante favorito de Harry no muy lejos de allí para celebrar una comida en su honor.

—Para empezar, nos han conducido a todos hasta una antesala donde un caballero nos ha dado instrucciones para la ceremonia. Era muy educado y nos ha sugerido que, cuando estuviéramos en presencia de la reina, hiciéramos una reverencia solo con la cabeza —dijo Harry, e hizo una demostración—, no desde la cintura, como hacen los sirvientes. También nos ha indicado que no le diéramos la mano, que nos dirigiéramos a ella como Su Majestad y que esperásemos a que ella iniciara la conversación. Y que, bajo ninguna circunstancia, le hiciéramos preguntas.

—Qué aburrido —dijo Jessica—. Me encantaría hacerle un millón de preguntas.

—Y que cuando respondiéramos a alguna de sus preguntas —Harry ignoró a su nieta y prosiguió—, debíamos dirigirnos a ella como señora, que rima con eslora. Además, al terminar la audiencia, debíamos volver a hacer una reverencia.

—Con la cabeza —dijo Jessica.

—Y después marcharnos.

—Pero ¿qué habría pasado si no te hubieras ido y hubieras empezado a hacerle preguntas? —inquirió Jessica.

—El señor ujier nos aseguró muy educadamente que, en el caso de que nos quedáramos más tiempo del estipulado, tenía instrucciones de cortarnos la cabeza.

Todos se echaron a reír menos Jessica.

—Yo me negaría a hacerle una reverencia o a llamarla Su Majestad — dijo Jessica con firmeza.

—Su Majestad es muy tolerante con los rebeldes —intervino Sebastian, en un intento de reconducir la conversación a un terreno más seguro—. No tiene ningún problema en aceptar que los americanos estén fuera de control desde 1776.

—¿Y de qué hablaste con ella? —preguntó Emma.

—Me dijo que le gustaban mucho mis novelas y me preguntó si saldría otro libro de William Warwick para Navidades. Sí, señora, le respondí yo, aunque no estoy muy seguro de que vaya a gustarle mi próximo libro. Estoy planteándome matar a William.

—¿Qué le ha parecido la idea? —preguntó Sebastian.

—Me ha recordado lo que su tatarabuela, la reina Victoria, le dijo a Lewis Carroll después de leer Alicia en el País de las Maravillas. No obstante, le he asegurado que mi próximo libro no será una tesis matemática sobre Euclides.

—¿Cómo ha reaccionado ella? —quiso saber Samantha.

—Ha sonreído para indicar que la conversación había terminado.

—Entonces, si pretendes matar a William Warwick, ¿de qué tratará tu próximo libro? —preguntó Sebastian mientras el coche se detenía delante del restaurante.

—Una vez le prometí a tu abuela, Seb —repuso Harry bajando del vehículo—, que un día intentaría escribir una obra con más sustancia. Un libro que, en sus palabras, sobreviviera a las listas de libros más vendidos y resistiera el paso del tiempo. Me estoy haciendo mayor, de modo que en cuanto termine el contrato actual, tengo la intención de intentarlo y descubrir si soy capaz de estar a la altura de las expectativas de tu abuela.

—¿Tienes alguna idea, tema o incluso un título? —le presionó Seb al entrar en Le Caprice.

—Sí, sí y sí —dijo Harry—, pero eso es todo lo que vas a sacarme por el momento.

—Pero a mí sí me lo contarás, ¿verdad, abuelo? —intervino Jessica. Le mostró un dibujo a lápiz en el que se veía a Harry arrodillado delante de la reina y con la espada apoyada sobre su hombro derecho.

Harry se quedó con la boca abierta. El resto de la familia sonrió y aplaudió. Estaba a punto de responder a su pregunta, cuando apareció el maître a su rescate.

—Su mesa está lista, sir Harry.

3

—Nunca, nunca, nunca —dijo Emma—. He de recordarte que sir Joshua fundó la Naviera Barrington en 1839 y que en su primer año obtuvo unos beneficios de…

—Treinta y tres libras, cuatro chelines y dos peniques, algo que me dijiste cuando solo tenía cinco años —dijo Sebastian—. Sin embargo, la verdad es que, a pesar de que el año pasado Barrington consiguió unos dividendos razonables para sus accionistas, cada vez nos cuesta más seguir compitiendo con los peces gordos como Cunard y P & O.

—Me pregunto qué pensaría tu abuelo si se enterara de que Barrington iba a ser absorbida por sus rivales más encarnizados?

—Después de todo lo que me han contado y he leído acerca del gran hombre —dijo Seb levantando la mirada hacia el retrato de sir Walter colgado en la pared detrás de su madre—, habría evaluado todas las opciones y considerado qué es mejor para los accionistas y empleados antes de tomar una decisión definitiva.

—Sin intención alguna de interrumpir este rifirrafe familiar —dijo el almirante Summers—, creo que lo que deberíamos estar discutiendo es si merece la pena considerar la oferta de Cunard.

—Es una oferta justa —dijo Sebastian sin demasiada emoción—, pero estoy convencido de que puedo conseguir que suban la puja al menos un diez por ciento, seguramente incluso un quince, lo que, francamente, es más de todo a lo que podríamos aspirar. De hecho, lo único que debemos decidir es si queremos tomarnos en serio su oferta o rechazarla de plano.

—Entonces, tal vez ha llegado el momento de conocer la opinión de nuestros directivos —intervino Emma recorriendo con la mirada a todos los presentes reunidos alrededor de la mesa de la sala de juntas.

—Es evidente, señora presidenta, que todos podemos expresar nuestra opinión —dijo Philip Webster, secretario de la compañía—, sobre la que, indudablemente, es la decisión más importante de la historia de esta empresa. No obstante, dado que su familia continúa siendo el accionista mayoritario, solo usted puede tomar la decisión final.

Aunque los otros directivos asintieron para mostrar su conformidad, aquello no impidió que durante los siguientes cuarenta minutos todos ellos ofrecieran su punto de vista, lo que permitió descubrir a Emma que la opinión del consejo estaba dividida a partes iguales.

—De acuerdo —dijo después de que uno o dos directivos empezaran a repetir argumentos—. Clive, como jefe del departamento de relaciones públicas, te sugeriría que prepararas dos notas de prensa para la consideración del consejo. La primera debe ser corta y directa, y debe dejar perfectamente claro a Cunard que, pese a que nos sentimos halagados por su oferta, la Naviera Barrington es una empresa familiar y no está en venta.

El almirante pareció satisfecho, mientras que Sebastian permaneció impasible.

—¿Y la segunda nota? —preguntó Clive Bingham tras terminar de escribir lo que acababa de decir la directora.

—La junta rechaza la oferta de Cunard por irrisoria. Por lo que a nosotros respecta, es una decisión meramente empresarial.

—Eso los llevará a creer que podrías estar interesada si suben el precio —le advirtió Seb.

—Y, ¿qué pasaría entonces? —preguntó el almirante.

—Que el telón volvería a levantarse y seguiría la pantomima —dijo Seb—, porque el presidente de Cunard entendería que la actriz principal no ha hecho más que dejar caer al suelo el pañuelo con la esperanza de que el pretendiente lo recoja y empiece un cortejo más antiguo que el tiempo y que solo puede terminar con una propuesta que resulte satisfactoria para ella.

—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó Emma.

—La City ya debe de saber que estamos celebrando una reunión del consejo para discutir la oferta de absorción y esperará que respondamos a Cunard antes del cierre de las operaciones de esta noche. El mercado es capaz de hacer frente a casi todo, sequías, hambrunas, un resultado electoral inesperado, incluso un golpe de estado; lo que no tolera es la indecisión.

Emma abrió su bolso, sacó un pañuelo y lo dejó caer al suelo.

—¿Qué te ha parecido el sermón? —preguntó Harry.

—Ha sido muy interesante —dijo Emma—. Aunque el reverendo Dodswell siempre da buenos sermones —añadió mientras cruzaban el patio de la iglesia y se encaminaban de regreso a la Mansión.

—Si supiera que ibas a escucharme, me encantaría discutir contigo la visión del reverendo acerca de Santo Tomás.

—Su punto de vista me ha parecido fascinante —protestó Emma.

—No, no es verdad. No ha mencionado a Santo Tomás en ningún momento, y no pienso avergonzarte más preguntándote sobre el contenido de su sermón. Solo espero que Nuestro Señor se muestre comprensivo con la preocupación que sientes por la posible absorción.

Caminaron unas cuantas yardas en silencio y, entonces, Emma dijo:

—No estoy preocupada por la absorción.

—¿De qué se trata entonces? —dijo Harry, obviamente sorprendido. Emma lo agarró de la mano—. ¿Tan malo es? —preguntó.

—El Maple Leaf ha regresado a Bristol y está atracado en el muelle de desguace. —Hizo una pausa—. Este martes empezarán a desmontarlo.

Continuaron caminando un rato más antes de que Harry preguntara:

—¿Qué quieres hacer al respecto?

—No creo que tengamos muchas opciones, si no queremos pasarnos el resto de nuestra vida preguntándonos. . .

—Y por fin podríamos encontrar una respuesta a la pregunta que ha estado atormentándonos desde hace tanto tiempo. Así que, ¿por qué no intentas descubrir con la mayor discreción posible si hay algo en el doble casco del barco?

—Los trabajos pueden empezar inmediatamente —admitió Emma—. Pero no quería dar el visto bueno hasta tener tu aprobación.

Clive Bingham se había mostrado encantado cuando Emma le pidió que pasara a formar parte de la junta directiva de la Naviera Barrington, y aunque no le había resultado fácil ocupar el puesto de su padre como director, tenía la sensación de que la empresa se había beneficiado tanto de su experiencia como de su pericia en el terreno de las relaciones públicas, las cuales antes de su nombramiento se encontraban en un estado más que lamentable. Aun así, no le cabía la menor duda de que sir Walter Barrington hubiera pensado que tener a un especialista en relaciones públicas en la junta directiva era como invitar a cenar a la Mansión al tendero.

Clive dirigía su propia empresa de relaciones públicas en la City, donde contaba con un equipo de once personas que se habían enfrentado a varias operaciones de absorción en el pasado. No obstante, como había reconocido ante Seb, el caso que tenían entre manos le quitaba el sueño.

—¿Por qué? No hay nada especialmente inusual en el hecho de que alguien pretenda comprar una empresa familiar. Es algo bastante habitual en estos tiempos.

—Lo sé —dijo Clive—, pero esta vez es personal. Tu madre me invitó a formar parte del consejo tras la dimisión de mi padre y, sinceramente, no es lo mismo que informar a la prensa sobre una nueva ruta naval a las Bahamas, la última estrategia de fidelización o ni siquiera la construcción de un tercer transatlántico. Si esta vez cometo algún error…

—Hasta el momento tus notas de prensa han sido inmaculadas —dijo Seb—. Además, la última oferta de Cunard está al caer. Nosotros lo sabemos y ellos lo saben, así que tu trabajo no podría haber sido más profesional.

—Eres muy amable, Seb, pero me siento como un corredor en la recta final. Veo la cinta en mitad de la pista, pero aún me queda una valla por superar.

—Y la saltarás con estilo.

Clive dudó un instante antes de continuar.

—No estoy seguro de que tu madre quiera seguir adelante con la absorción.

—Es posible que tengas razón —dijo Seb—. Sin embargo, puede que no hayas tenido en cuenta una compensación adicional para ella.

—¿A qué te refieres?

—Cada vez está más implicada en su trabajo como directora del hospital, el cual, no lo olvides, tiene una plantilla y un presupuesto muy superiores a los de la Naviera Barrington y, lo que es quizás más importante, nadie puede comprarlo.

—Pero ¿qué opinan al respecto Giles y Grace? Al fin y al cabo, ellos son los accionistas mayoritarios.

—Han dejado la decisión final en manos de mi madre, lo que probablemente tenga que ver con el hecho de que ella me preguntara cuál era mi opinión. Le dejé bastante claro que soy banquero por naturaleza, no un naviero. Preferiría ser presidente del Banco Farthings Kaufman que de Barrington. Aunque no ha debido de ser fácil para ella, por fin ha aceptado que no puedo ser las dos cosas a la vez. Si tuviera un hermano, todo sería más fácil.

—O una hermana —dijo Clive.

—Chsss… no le des ideas a Jessica.

—Solo tiene trece años.

—No creo que eso sea un problema para ella.

—¿Cómo le va en su nueva escuela?

—Su profesora de arte ha reconocido que le está contando a todo el mundo antes de que sea demasiado tarde que la escuela tiene una alumna de trece años que ya es mejor artista que ella.

El lunes por la tarde, después de regresar del muelle de desguace, Emma supo que debía contarle a Harry lo que había encontrado Frank Gibson y su equipo al perforar el doble casco del Maple Leaf.

—Ha resultado ser exactamente lo que siempre habíamos temido —le dijo tras sentarse frente él—. O incluso peor.

—¿Peor? —repitió Harry.

Emma inclinó la cabeza.

—Arthur grabó un mensaje en una de las paredes del casco. —Emma se detuvo, incapaz de pronunciar las siguientes palabras.

—No hace falta que me lo cuentes —dijo Harry, y la agarró de la mano.

—No, tengo que hacerlo. Si no, seguiremos viviendo una mentira durante el resto de nuestras vidas. —Aun así, tardó algún tiempo en poder continuar—. Escribió: «Stan tenía razón. Sir Hugo sabía que yo estaba atrapado aquí». Mi padre mató a tu padre, Harry —concluyó entre sollozos.

Harry tardó un tiempo en hablar, y cuando lo hizo le dijo:

—Eso es algo de lo que nunca podremos estar seguros. Y tal vez, querida, sea mejor así.

—Ya no quiero saberlo. Pero, al menos, el pobre hombre merece recibir un entierro cristiano. Tu madre no habría esperado menos.

—Mantendré una discreta conversación con el pastor.

—¿Quién más debería estar presente?

—Solo tú y yo —respondió Harry sin dudarlo—. No conseguiríamos nada obligando a Seb y a Jessie a pasar por el sufrimiento que hemos tenido que soportar nosotros todos estos años. Y recemos para que este sea el final de la historia.

Emma miró fijamente a su marido.

—Es evidente que no has oído hablar de los científicos de Cambridge que están trabajando con algo llamado ADN.

EL ACUERDO ES INMINENTE, ASEGURA

EL PORTAVOZ DE BARRINGTON

—Maldita sea —exclamó Clive tras leer el titular del Financial Times—. ¿Cómo he podido ser tan estúpido?

—Deja de mortificarte —le dijo Seb—. Lo cierto es que el acuerdo es inminente.

—Tú y yo lo sabemos —dijo Clive—. Pero no era necesario que Cunard lo descubriera.

—Ellos también lo saben —dijo Seb—. Lo sabían mucho antes de leer el titular. Francamente, podríamos considerarnos afortunados si conseguimos arrancarles otro punto porcentual. Aunque sospecho que ya han alcanzado su límite.

—En cualquier caso —dijo Clive—, tu madre no estará precisamente satisfecha, y nadie podrá reprochárselo.

—Llegará a la conclusión de que todo forma parte del juego, y no seré yo quien le abra los ojos.

—Gracias por tu respaldo, Seb. Te lo agradezco.

—No es más que lo que tú hiciste cuando Sloane se autoproclamó director del Banco Farthings y al día siguiente me puso de patitas en la calle. ¿Has olvidado que Kaufman fue el único banco que me ofreció trabajo? Y, sea como sea, es posible que mi madre incluso se alegre del titular.

—¿A qué te refieres?

—Aún no tengo muy claro que quiera seguir adelante con la absorción.

—¿Crees que esto afectará negativamente a la compra? —preguntó Emma después de leer el artículo.

—Es posible que tengamos que sacrificar un punto, posiblemente dos —dijo Seb—. Pero recuerda las sabias palabras de Cedric Hardcastle sobre el tema de las absorciones. Si terminas con más de lo que esperabas y la otra parte cree que ha obtenido la mejor tajada del acuerdo, todo el mundo se levanta satisfecho de la mesa.

—¿Cómo crees que reaccionarán Giles y Grace?

—El tío Giles dedica la mayor parte de su tiempo libre a recorrer el país de una punta a otra visitando los escaños marginales con la esperanza de que el Partido Laborista aún pueda imponerse en las próximas elecciones. Si Margaret Thatcher se convierte en la próxima primera ministra, lo más probable es que nunca más vuelva a tener un puesto de responsabilidad.

—¿Y Grace?

—No creo que alguna vez en su vida haya leído el Financial Times. Lo que sí tengo claro es que, si le entregaras un cheque de veinte millones de libras, teniendo en cuenta que su sueldo actual es de unas veinte mil al año, no sabría qué hacer con él.

—Necesitará tanto tu ayuda como tu consejo, Seb.

—Puedes estar segura, mamá, que Farthings Kaufman invertirá juiciosamente el capital de la doctora Barrington. Somos perfectamente conscientes de que se jubilará en pocos años, por lo que confía en recibir unos ingresos regulares y disponer de un lugar donde vivir.

—Podría mudarse con nosotros a Somerset —dijo Emma—. La vieja casita de Maisie le vendría como anillo al dedo.

—Es demasiado orgullosa para aceptar algo así —dijo Seb—, y tú lo sabes, mamá. De hecho, ya me ha dicho que está buscando algo por Cambridge para poder estar cerca de sus amigos.

—Pero si en cuanto se cierre la absorción tendrá dinero suficiente para comprarse un castillo.

—Aun así, estoy convencido de que terminará instalándose en una pequeña casa adosada no muy lejos de su antigua casita de campo —dijo Seb.

—Estás peligrosamente cerca de convertirte en una persona sabia —dijo Emma, y se preguntó si debería contarle a su hijo su problema más acuciante.

4

—Seis meses —dijo Harry—. Deberían ahorcar, arrastrar y descuartizar al muy desgraciado.

—¿Qué andas refunfuñando? —se interesó Emma con calma mientras se servía una segunda taza de té.

—Al animal que golpeó a una enfermera de urgencias y después agredió a un médico solo le han caído seis meses de condena.

—El doctor Hands —dijo Emma—. Aunque comparto tu indignación, hubo circunstancias atenuantes.

—¿Cuáles? —exigió saber Harry.

—La enfermera en cuestión no quiso testificar cuando el caso llegó a los tribunales.

—¿Por qué no? —preguntó Harry, dejando el periódico sobre la mesa.

—Varias de mis mejores enfermeras son extranjeras y se niegan a subir a un estrado por miedo a que las autoridades descubran que sus papeles de inmigración no están, por así decirlo, limpios como una patena.

—Eso no justifica darle la espalda a algo así —dijo Harry.

—No tenemos muchas más opciones si no queremos que el Servicio Nacional de Salud se venga abajo.

—Lo que no tiene nada que ver con el hecho de que este rufián pegara a una enfermera —Harry echó un vistazo al artículo—, un sábado por la noche estando obviamente borracho.

—La clave de todo es el sábado por la noche —dijo Emma—. William Warwick lo habría descubierto de haber entrevistado a la enfermera jefe del hospital. Bastaba averiguar por qué enciende la radio todos los sábados por la tarde a las cinco en punto. —Harry arqueó una ceja—. Para escuchar el resultado del partido del Bristol City o del Bristol Rovers, depende de qué equipo juegue en casa ese fin de semana. —Harry no la interrumpió—. Si hemos ganado, la noche será tranquila en urgencias. Si hemos empatado, será soportable. Pero si perdemos, será una pesadilla, ya que, sencillamente, no tenemos suficiente personal para atender a todo el mundo.

—¿Solo porque el equipo local ha pedido un partido de fútbol?

—Sí, porque puedes estar seguro de que los aficionados ahogarán sus penas en alcohol y después se liarán a puñetazos. Algunos, vaya sorpresa, acaban en urgencias, donde deben esperar durante horas para ser atendidos. ¿Resultado? Más peleas en la sala de espera y, de vez en cuando, una enfermera o un médico deciden intervenir.

—¿No tenéis personal de seguridad que pueda ocuparse de eso?