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Heidi, llena de tristeza y nostalgia, logra finalmente que el señor Sesemann, padre de Clara, la deje volver a los Alpes, junto a su abuelo y a su amigo Pedro. Una vez allí solo tiene una idea en la cabeza: que Clara, su amiga de la ciudad, conozca la belleza de la naturaleza alpina, se cure y pueda algún día caminar.
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Seitenzahl: 46
Veröffentlichungsjahr: 2023
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En la estación de Fráncfort, Heidi aprieta el paso por las inmensas ganas que tiene de volver a sus montañas. Sebastián apenas alcanza a seguirla. Una vez instalada en el vagón, abraza con mimo el canasto, que coloca sobre su regazo. Este contiene los panecillos, el tabaco, el libro de cuentos de la abuela y sus cosas. El tren se pone en marcha y, mientras la ciudad desfila ante sus ojos, ella piensa en Clara, en la abuelita y en los buenos recuerdos que deja atrás a pesar de la severidad de la señorita Rottenmeier.
—¿Cuánto queda, Sebastián? —pregunta Heidi una y otra vez.
¡Paciencia, Heidi! El trayecto dura toda la noche. Por fin, por la mañana, los montes nevados se despliegan ante sus ojos. Un destello de luz ilumina su rostro. Después, al llegar a Dörfli, Heidi y Sebastián se separan.
—Señorita, sepa que, si un día se cansa de sus montañas, nosotros la estaremos esperando —le dice el amable mayordomo, emocionado al despedirse de la niña.
—¡Mil gracias! ¡Es usted muy bueno! —responde Heidi—. ¡Adiós! Y dígale a Clara que me escriba a menudo y que venga en primavera como me prometió.
Heidi se despide diciéndole adiós con la mano y cruza el pueblo ante la mirada de los aldeanos, atónitos al verla de vuelta. Al salir del pueblo, toma un camino sin dejar de admirar el paisaje. Los árboles parecen saludarla como viejos amigos, así como las vacas y los cientos de Pichís que vuelan por el cielo.
¡Ahí está la cabaña de la abuelita! Heidi decide hacer un alto en el camino. Al oír a la niña entrar, la anciana se estremece de emoción y deja de ovillar.
—¡Cuánto tiempo llevaba esperando este momento! —dice la abuela con lágrimas en los ojos mientras abraza a Heidi y le acaricia el pelo.
¡Qué gran reencuentro! ¡Qué felicidad! Sobre todo, cuando Heidi le da los panecillos blancos. La anciana percibe su dulce aroma y los prueba con ganas. ¡Son una delicia! Pero lo que de verdad le hace feliz es el regreso de la niña. Ni siquiera su hija Brígida se lo puede creer. Heidi les deja allí su sombrero y su bonito vestido para que puedan venderlos. Ella no los necesitará más. En camiseta interior, Heidi se limita a colocarse en la cabeza el sombrero de paja que un día le regaló su abuelo.
—¡Así me reconocerá cuando llegue! —les explica entre risas.
Después de prometerles que volverá muy pronto, la niña pone rumbo a la cabaña del abuelo corriendo lo más rápido que puede. Enseguida reconoce las copas de los árboles que coronan el tejado de la casa. ¡Y luego ve el tejado! ¡Y la cabaña entera! Es Niebla el que la ve primero y se le tira encima para recibirla. Alertado por los ladridos, el abuelo sale de la casa. Heidi se lanza entonces hacia él y lo rodea con sus brazos.
—¡Soy yo, abuelito!
¿Cómo es posible? El hombre cree estar soñando y la estrecha contra su pecho con una ternura incomparable. Por primera vez después de mucho tiempo, se seca las lágrimas que caen de sus ojos. Cuando consigue separarse de Heidi, la observa un instante en silencio.
—¡Heidi! ¡Eres tú, mi niña! —le dice mientras su nieta, temblando y embargada por la emoción, se deshace en sollozos.
Niebla los rodea corriendo mientras abuelo y nieta se abrazan durante un largo rato.
—Pero ¿qué haces aquí, pequeña? —consigue preguntarle el abuelo con el temor de que esta alegría no vaya a durar mucho tiempo—. ¿Me explicas lo que ha pasado? ¿Te han devuelto a casa? ¿O es que te has escapado?
—¡No, no! Clara, la abuela y el señor Sesemann han sido muy buenos, pero yo te echaba tanto de menos... Deseaba tanto volver que soñaba con ello día y noche, y eso me hacía daño. A veces se me cerraba muy fuerte la garganta y no podía respirar.
Heidi continúa con su relato. Le cuenta que no dijo nada para no enfermar a Clara, que el doctor entendió lo que pasaba y que el señor Sesemann decidió que debía volver. Después, le entrega la carta escrita por el señor Sesemann en la que le explica que Heidi necesita el aire de las montañas. Y, mientras el abuelo la lee, ella se va corriendo a la fuente para refrescarse y escuchar con regocijo el canto de los abetos, que no la han olvidado.
—¿De verdad quieres quedarte a vivir en la cabaña conmigo?
—¡Claro que quiero! ¡No quiero vivir en otro sitio que no sea este! Dime, abuelo, ¿me dejarás que me quede?
—Heidi, esta es tu casa para siempre —responde el viejo secándose otra lágrima antes de entrar con la niña en la cabaña.
En el interior, nada ha cambiado. Heidi se encuentra la cama del abuelo, la mesa, el olor a madera y el calor del fuego. Luego sube corriendo al desván, pero... ¡su cama de heno ha desaparecido! Confundido, el abuelo le explica:
—No esperaba que volvieras tan pronto. Incluso pensaba que no volverías más. Pero ya decía yo que la vida en Fráncfort no podía gustarte tanto como para que olvidases tus montañas, las cabras, a Niebla y a Pedro. Es verdad que he pensado mucho en eso. ¡Pero ahora estás aquí! —exclama tomándola entre sus brazos.
