HENRY FORD: Mi Vida y Obra - Henry Ford - E-Book

HENRY FORD: Mi Vida y Obra E-Book

Henry Ford

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Beschreibung

Henry Ford (1863-1947) fue un destacado empresario e ingeniero estadounidense, conocido por su contribución significativa a la industria automotriz y por revolucionar la fabricación de automóviles.  A lo largo de su vida, Ford se dedicó a la innovación y a la mejora constante de sus productos. Sin embargo, su postura empresarial y sus puntos de vista políticos también generaron controversia. Su apoyo a la producción en masa y la eficiencia industrial lo convirtieron en un líder industrial influyente del siglo XX. Mi Vida y Obra es la autobiografía de Henry Ford, fundador de la Ford Motor Company. Se publicó originalmente en 1922. La autobiografía detalla cómo empezó Henry Ford, cómo se metió en el mundo de los negocios, las estrategias que utilizó para convertirse en un hombre de negocios exitoso e inmensamente rico, y cómo construyó una empresa para que perdurara. En este libro aprenderá lo que otros pueden hacer para alcanzar el éxito utilizando los principios esbozados. Este libro es una lectura obligada para los propietarios de empresas, los empresarios, los estudiantes de empresariales y los interesados en la historia del automóvil. 

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Henry Ford

MI VIDA Y OBRA

Título original:

“My life and work”

Primera edición

Sumario

Presentación

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XÍX

Presentación

1863 -1947

Henry Ford (1863-1947) fue un destacado empresario e ingeniero estadounidense, conocido por su contribución significativa a la industria automotriz y por revolucionar la fabricación de automóviles. Nació el 30 de julio de 1863 en una granja en Dearborn, Michigan, EE. UU. Ford demostró un interés temprano en la mecánica y la ingeniería.

Comenzó su carrera en la industria automotriz fundando la Ford Motor Company en 1903, donde introdujo innovaciones notables, como la cadena de montaje móvil, que permitía la producción en masa de vehículos a un costo más bajo. Este enfoque revolucionario no solo transformó la industria automotriz, sino que también influyó en la fabricación en general.

El Modelo T, lanzado en 1908, se convirtió en el primer automóvil asequible para el consumidor promedio, marcando un hito en la accesibilidad del automóvil. Ford también implementó la política de salario mínimo de cinco dólares al día para sus empleados, una medida progresista en ese momento.

A lo largo de su vida, Ford se dedicó a la innovación y a la mejora constante de sus productos. Sin embargo, su postura empresarial y sus puntos de vista políticos también generaron controversia. Su apoyo a la producción en masa y la eficiencia industrial lo convirtieron en un líder industrial influyente del siglo XX.

Henry Ford falleció el 7 de abril de 1947 en Dearborn, Michigan, dejando un legado duradero en la historia de la industria y la fabricación. Su visión y enfoque en la producción eficiente continúan influyendo en las prácticas empresariales modernas.焍

MI VIDA Y OBRA

INTRODUCCIÓN

Cuál es mi obra

EL desarrollo de nuestro país apenas si se halla en su estado inicial; hasta ahora, por mucho que se ensalce nuestro progreso admirable, no hemos hecho más que rozar la superficie. De todos modos, el progreso no ha dejado de ser maravilloso. Sin embargo, al establecer una comparación entre lo realizado y lo que nos queda todavía por realizar, los éxitos que hasta hoy podemos registrar se desvanecen sin dejar huella. Basta considerar que la energía que es precisa para labrar la tierra con el arado es muy superior al conjunto de energías que desarrollan todas las empresas industriales del país; y entonces podemos formarnos una idea aproximada de cuantas posibilidades nos reserva todavía el porvenir. Y ahora precisamente, cuando tantos países del mundo están atravesando un período de fermentación, cuando por todas partes se nota desasosiego e intranquilidad, parece haber llegado el momento oportuno para trazar un plan orgánico de lo que queda todavía por hacer, partiendo del radio de lo ya realizado.

Cuando se habla del poder ascendiente de la mecánica, de la maquinaria y de la industria, entonces surge ante nosotros el cuadro de un mundo frío, metálico, donde las flores, los árboles, los pájaros y las praderas ceden ante el empuje de enormes fábricas, de un mundo integrado por máquinas de hierro y de carne humana. Estoy lejos de compartir esta opinión y antes me inclino a creer que el hombre, mientras no llegue a tener mejor conocimiento de las máquinas y de su aplicación, mientras no penetre mejor en el componente mecánico de la vida, no tendrá tiempo tampoco para dedicarlo al goce de verse rodeado de la naturaleza en todo su esplendor.

En mi opinión, hemos procurado demasiado hacer prevalecer como goce de la vida la creencia de que existe una oposición entre esta y el modo de proveerse de los medios para defenderla. Estamos despilfarrando demasiado tiempo y energía para que nos quede siquiera un pequeño residuo para el placer y la alegría. Energía, máquinas, dinero y toda clase de bienes, son útiles mientras nos proporcionan la libertad de vivir: no son sino medios para llegar a ella. Así, por ejemplo, las máquinas que llevan mi nombre no las considero meramente como tales, porque si fuera así no hubiera gastado en ellas mi energía. Para mí constituyen la prueba concreta de la vitalidad de una teoría de los negocios, la cual presumo sea más que una simple teoría, o sea algo que se propone convertir este mundo en un teatro más agradable de la vida. El hecho de que el éxito comercial de la Compañía de Automóviles “FORD” haya sido verdaderamente extraordinario, importa sólo mientras demuestra de un modo bien comprensible, el acierto de mi teoría, que he ido desarrollando hasta ahora. Y considerando las cosas únicamente desde este punto de vista, estoy en condiciones de juzgar los métodos pro-

ductivos corrientes de la industria, del sistema monetario y la sociedad, según el criterio de un hombre que no ha sucumbido en la lucha con tales elementos.

Si yo persiguiera fines egoístas, no me vería impulsado por el deseo de introducir una transformación en las formas hoy establecidas. Si mi único objeto fuera la ganancia metálica, el sistema actual lo daría por perfecto, sencillamente porque me produce dinero en abundancia. Sin embargo, lo que me preocupa es el compromiso del servicio. El sistema actual no permite que la capacidad de producción llegue a su punto máximo, porque fomenta todo linaje de despilfarro, de modo que muchos individuos se ven privados de explotar debidamente el producto de su trabajo. Se nota la falta absoluta de rumbo, y el remedio estriba en introducir, en todo, principios más lógicos y racionales.

Poco me preocupa la tendencia general a recibir con burlas toda idea nueva. Es preferible que estas sean acogidas con escepticismo, y se las reclamen pruebas que las justifiquen, que no lanzarse tras toda originalidad en un arrebato vertiginoso y persistente del pensamiento. El escepticismo, mientras emane de la previsión, es la verdadera brújula de las civilizaciones. La mayoría de los trastornos agudos que conmueven el mundo, son debidos a que la humanidad se apropia las nuevas ideas sin proceder debidamente a una investigación meticulosa para ponerlas a prueba y justificarlas. Una idea no es incondicionalmente buena por ser rancia, ni tampoco mala por ser nueva; sin embargo, siempre que una idea vieja da resultado práctico, el peso de semejante prueba habla en su favor. Las ideas en sí son en extremo valiosas, por más que una idea nunca deja de ser sólo una idea. Lo que más importa es convertirla en un producto práctico.

Lo que más me interesa es demostrar con evidencia que las ideas que ponemos en práctica son capaces de la más amplia extensión, y de que, lejos de limitarse sólo al ramo de automóviles y tractores, en su conjunto constituyen una especie de código universal. Estoy firmemente convencido de que es un código verdaderamente natural y desearía poder demostrar perentoriamente, que las nuevas ideas no funcionan sólo como tales, sino que se las debe aceptar como un código natural del género humano.

Es evidente el alto concepto que nos debe merecer la idea del trabajo, reconociéndose que la prosperidad y la felicidad sólo pueden obtenerse a costa de un esfuerzo honrado. La miseria humana, en su mayor parte, es debida al conato de desviarse de tan buen camino. Mis razonamientos se limitan a proclamar toda la fuerza de este principio natural. Parto de la suposición de que el trabajo es algo obligatorio. Los adelantos que hemos conseguido hasta ahora no son sino el resultado de cierto raciocinio lógico, o sea que dada la necesidad de trabajar, es preferible proceder con inteligencia y previsión y que nuestra situación mejore en proporción con la calidad de nuestro trabajo. Tales conceptos, en opinión mía, nos los dicta puramente la potencia elemental del buen sentido.

Lejos de querer pasar por un reformador, hallo que se tributa excesiva atención a los conatos de reforma del mundo y a cuantos pretenden introducirla. Existen dos clases de reformadores, ambas perjudiciales a la humanidad. Todo hombre que se da el título de reformador piensa en destruir lo que persiste. Son aquellos que preferirían desgarrar toda la camisa, sólo porque el gemelo no corresponde al ojal. No se les ocurre ampliar sencillamente el ojal. Esta clase de reformadores van siempre desorientados y faltos de lógica. Experiencia y reforma no van siempre unidas. Un reformador no es capaz de mantener su celo en el debido temple, a la vista de la realidad, y por lo tanto está obligado a descartarla.

Desde el año 1914, un sinnúmero de hombres ha recibido el sello de una intelectualidad flamante y muchos de ellos, por primera vez en su vida, empezaron a pensar. Entonces abrieron por primera vez los ojos, dándose cuenta de su existencia en este mundo. En tales circunstancias, sacudidos por una sorpresa desagradable, se dieron cuenta de su capacidad de mirar el mundo con ojos críticos. Así lo hicieron en efecto, encontrando mucho censurable en torno suyo. La sensación embriagadora, propia de la preponderancia de un crítico de nuestro orden social, una situación asequible para cualquier mortal es capaz, al principio, de desquiciar al ser humano. Todo crítico demasiado joven carece en alto grado del equilibrio, de modo que preferiría destruir el orden antiguo de las cosas para establecer normas nuevas.

En Rusia se ha llegado efectivamente a crear un mundo nuevo. Y aquel es precisamente el campo donde deberían practicar sus estudios los llamados reformadores del mundo. El ejemplo de Rusia nos enseña que no es la mayoría, sino la minoría, la que es capaz de determinar la acción destructiva. Nos hace comprender, al mismo tiempo, que, si los hombres están en condiciones de dictar leyes sociales contrarias a las de la naturaleza, ésta sabe interponer su veto con más ruda inclemencia que un zar. La naturaleza ha dictado su veto contra el conjunto de la República de los Soviets, por haber pretendido éstos renegar de la naturaleza. En primer lugar, negaron el derecho del hombre de gozar de los frutos de su trabajo. “Es preciso restablecer de nuevo el trabajo en Rusia” afirmaban algunos entonces, aunque sin gran acierto. Y en realidad la pobre Rusia, desde tiempo atrás, está trabajando, aunque su esfuerzo resulta estéril, por no existir allí libertad de trabajo. En los Estados Unidos, el obrero trabaja ocho horas por día, mientras que, en Rusia, la jornada de trabajo es de doce o catorce horas. Cuando a un trabajador norteamericano le conviene hacer un día de fiesta, si las circunstancias lo permiten, no hay quién se lo impida. En Rusia, en cambio, bajo el régimen soviético, está obligado a trabajar quiera que no. La libertad del ciudadano está ahogada por la disciplina, de una monotonía presidiaría, que no hace ninguna clase de distinción. Es la esclavitud en el sentido real de la palabra. Por libertad se entiende el derecho de dedicar al trabajo un tiempo determinado, de conseguir, en recompensa, un modo de vivir adecuado y de poder establecer a su antojo las pequeñeces personales de la vida. El conjunto de tales pequeñeces, en unión con otros muchos factores, forma el gran concepto idealista de la libertad. Los fenómenos secundarios de la libertad son precisamente los que nos hacen más soportable la vida diaria.

Era imposible que Rusia hiciera adelanto alguno sin recurrir a la inteligencia y a la experiencia. Tan pronto como los consejeros nacionales se encargaron de la gerencia de las fábricas rusas, todo se abocó hacia la ruina y la perdición; la discusión se impuso a la producción. Cuando dichos elementos gubernamentales pusieron en la calle a las personas instruidas y capaces, forzosamente quedaron destruidos miles de toneladas de precioso material. La charlatanería de los fanáticos arrojó al pueblo a la miseria y al hambre. Hoy en cambio los mismos soviets ofrecen, para hacerlos volver, elevadas sumas de dinero a los ingenieros, empleados administrativos, contramaestres e inspectores que al principio, habían enviado a los demonios.

El bolchevismo de hoy reclama a voces la inteligencia y experiencia que ayer había perseguido sin piedad. Todo cuanto trajo la reforma rusa abocó hacia al paro de la producción. También en nuestro país se va abriendo paso esta corriente maléfica, que pretende entrometerse entre los hombres que trabajan con sus manos, y aquellos que, pensando por aquellos, trazan los planes de trabajo. La misma corriente que de Rusia había desterrado la inteligencia, la experiencia y la capacidad, pone su empeño, en nuestro país, en sembrar prejuicios. Es imposible que permitamos que elementos extranjeros, apóstoles del odio y de la perdición, siembren discordia entre el pueblo. La unidad es la raíz que sostiene la energía y la libertad norteamericana.

Existe además otra clase de reformadores, los cuales, aun sin atribuirse tal nombre, tienen una analogía sorprendente con el reformador radical. Los radicales suelen ser hombres faltos de toda experiencia que tampoco desean adquirir. Los del otro grupo poseen, por cierto, experiencia abundante, pero se niegan a aplicarla. Me refiero a los reaccionarios, los cuales tal vez se quedarían sorprendidos al ver que se le pone al nivel de los bolcheviques. El reaccionario desearía volver a la situación de antes, no por considerarla mejor, sino por creerse más entendido en este respecto.

Mientras uno de los partidos pretende convertir en ruinas el mundo entero para poder crear otro mejor, el otro grupo considera el mundo en tan buenas condiciones que puede seguir existiendo sin alteración alguna, para pudrirse. Esta teoría, lo mismo que la primera, es debida a que sus prosélitos no quieren ver con los ojos abiertos. Es posible, por cierto, destruir este mundo, pero imposible construir otro nuevo. En este sentido, es posible detener el progreso del mundo, pero imposible contener su desarrollo retrógrado, o sea su decadencia. Es una verdadera locura esperar que por medio de un golpe radical cada individuo podría ganar tres comidas por día o que, en caso de quedar todo petrificado, se podría establecer un interés fijo de 6 por 100. El mal estriba en que tanto los reformadores como los reaccionarios huyen de la realidad y de los principios primitivos. Una de las primeras reglas de la previsión nos aconseja proceder con mucha cautela para no confundir las gestiones reaccionarias con la vuelta a la razón. Acabamos de pasar por un período de fuegos de artificio, y nos encontramos ante un diluvio de mapas y planes idealistas, sin haber adelantado por eso, sin embargo, ni un sólo paso; todo aquello no fue sino una reunión consultiva, pero ninguna marcha hacia adelante. El oído se regaló por las frases más bellas, pero al volver al hogar descubrimos que entretanto se había apagado el horno. Los reaccionarios se escudan con frecuencia en llamar la atención sobre el movimiento reaccionario que suele seguir después de semejante período y entonces evocan los buenos tiempos pasados (integrados en su mayoría por inveterados abusos de la peor índole); puesto que están absolutamente faltos de amplia visión, se hacen pasar a veces por los llamados “hombres prácticos”. Cuando ellos vuelven al poder, su vuelta suele saludarse frecuentemente como la vuelta a la razón.

Las funciones primitivas son agricultura, industria y el ramo de transportes. La vida colectiva sería imposible sin estos componentes, los cimientos del mundo. El cultivo de la tierra, la construcción de los objetos y su traslado, son tan primitivos como las necesidades humanas y con todo eso, completamente modernos, constituyen la quinta esencia de la vida física. Cuando estos elementos perecen, disuélvele al mismo tiempo la vida colectiva. Aun cuando más de una cosa, en nuestro sistema actual, está descoyuntada, podemos esperar mejores días mientras los cimientos siguen incólumes. El error más fatal consiste en que se pretende cambiar los cimientos y que se usurpa la parte del destino que influye en el proceso social. Las bases de la sociedad se componen de los hombres y los medios que precisan para el cultivo de la tierra, la construcción y el transporte de los objetos del uso diario. Mientras perduren la agricultura, la industria y la distribución, el mundo sobrevivirá a todo ensayo económico-social. Y mientras nosotros cumplimos con nuestro trabajo, cumplimos con nuestros deberes para con el mundo.

El trabajo abunda por todas partes. Los negocios no son sino una forma de trabajar. En cambio, la especulación sobre productos acabados no tiene nada de común con los negocios; bien mirado, no es sino una forma más o menos disimulada de robo, el cual, empero, no puede desterrar ninguna ley del mundo. Después de todo, por medio de la legislación muy poco se puede conseguir porque la ley nunca tiene carácter constructivo sin pasar del papel de una autoridad policíaca. Por lo tanto, sería malgastar el tiempo esperar que nuestras autoridades oficiales en Wáshington o en las capitales federales logren conseguir algo que no sea capaz de realizar la legislación. Mientras sigamos confiando en que la legislación puede remediar la miseria y desterrar los prejuicios del mundo, aumentará en torno nuestro la primera, y aquellos se irán extendiendo cada vez más. Ya nos hemos cansado de contar con Wáshington y de confiar en los legisladores, aun dándose el caso de que sean más capaces aquí que en otros países, porque estas autoridades achacan a las leyes un poder que no les asiste.

Desde el momento que en un paíscomo por ejemplo en el nuestrose ha llegado a inculcar la convicción de que Wáshington es una especie de cielo, detrás de cuyas nubes se eleva el trono de la omnipotencia y de la omnisciencia, llega a crearse una especie de dependencia colectiva que nada bueno augura para el porvenir nacional. La salvación no está en Wáshington, sino en nosotros mismos; por otra parte, nosotros tal vez estamos en condiciones de considerar esta autoridad como una especie de punto central de distribución donde todos nuestros esfuerzos convergen hacia el bien común. Nosotros podemos ayudar al gobierno, pero nunca esperar de él toda ayuda.

El lema: Menos espíritu gubernamental en los negocios y más espíritu comercial en el gobiernoes muy útil por no ser en provecho sólo de los negocios y del gobierno, sino por beneficiar al mismo tiempo también al pueblo. Los Estados Unidos no han sido constituidos por meros motivos comerciales. La declaración de Independencia no es un documento comercial, como tampoco la constitución de los Estados Unidos es un catálogo de maquinaria. Los Estados Unidossu territorio, su gobierno y su vida económicano son sino métodos que pretenden elevar al debido valor la vida del pueblo. El gobierno no es sino un servidor del pueblo y nunca debería ser otra cosa que un servidor. Tan pronto como el pueblo llega a convertirse en un apéndice del gobierno, interviene la ley retributiva: una relación semejante es innatural, inmoral e inhumana. No podemos vivir sin el comercio, como tampoco podemos vivir sin gobierno. El comercio y el gobierno son, en sus papeles respectivos, tan imprescindibles como el agua y el trigo; tan pronto como hacen prevalecer su espíritu dominador, violan el orden natural de las cosas.

El cuidado por el bienestar del país está a cargo de cada uno de nosotros, porque sólo así hay acierto y seguridad social. Al gobierno no le cuesta nada el hacer promesas, pero es incapaz de cumplirlas. Los gobiernos gustan de juguetear con el cambio monetario, tal como ha ocurrido en Europa (y tal como los banqueros lo practican y seguirán practicando en el mundo entero mientras puedan sacar provecho de sus manejos); en tales ocasiones se pregonan, con aire solemne, toda clase de absurdidades. En cambio, sólo el trabajo, el trabajo únicamente es capaz de producir bienes todos lo sabemosen el fondo de nuestro corazón.

Es muy poco probable que un pueblo inteligente como el nuestro pueda minar los procesos fundamentales de la vida económica. La mayoría de los hombres comprende que nada puede adquirirse gratuitamente, y los más saben, aun sin darse cuenta de ello, que el dinero no es el poder. Las teorías corrientes que hacen toda clase de promesas sin reclamar correspondencia alguna llegan a ser desechadas rotunda e instintivamente por el hombre sencillo, aun cuando su razón es incapaz de explicar los motivos de su negativa. El sabe sencillamente que tales principios son erróneos, y con ello basta. El orden público actual, a pesar de su torpeza, de sus muchos errores y de sus múltiples defectos, tiene sobre los demás la ventaja de funcionar. Indudablemente también nuestro orden derivará paulatinamente hacia un orden nuevo, el cual funcionará igualmente, pero entonces no tanto por su propia iniciativa como por las razones que introduzcan en él los hombres. El motivo por que el bolchevismo no ha funcionado y no puede funcionar tampoco, no es de índole económica. Es indiferente que la dirección de una industria se halle en manos de particulares o de una corporación colectiva; es completamente indiferente que al pueblo se le imponga comida, vestidura y vivienda reglamentaria o se le deje comer, vestirse y vivir a su antojo. Estas no son sino sutilezas. La incapacidad de los jefes bolcheviques está indicada precisamente por el ruido que arman por semejantes pequeñeces. El bolchevismo ha fracasado por ser tanto inmoral como antinatural. Nuestro sistema, en cambio, sigue inquebrantable. ¿Es falso acaso? Naturalmente que lo es y en millares de puntos... ¿Será torpe? ¡Que si lo es! Si la justicia y la razón decidieran, hace tiempo debía haberse hundido. Sin embargo, no se hunde por albergar en sí ciertos principios fundamentales de economía inmoral.

El principio económico fundamental es el trabajo. El trabajo es el elemento humano que sabe explotar las épocas fructíferas de la tierra. Sólo el trabajo humano ha hecho de la cosecha lo que hoy representa. El principio económico fundamental es el siguiente: todos nosotros trabajamos con material que ni hemos creado ni hemos podido crear, sino con el que recibimos de mano de la naturaleza.

El principio fundamental de la moral es el derecho del hombre de reclamar el fruto de su trabajo. Esta prerrogativa se manifiesta en distintas formas. A veces lleva el nombre de derecho de propiedad. En otros casos está enmascarada bajo la forma del séptimo mandamiento. El derecho que tienen nuestros prójimos sobre la propiedad pone el estigma de crimen sobre el hurto. Una vez que el hombre ha ganado su pan, tiene el derecho de poseerlo y si su prójimo le roba este pan le quita más que el pan, por quitarle al mismo tiempo un sagrado derecho humano.

Desde el momento en que somos incapaces de producir, tampoco podemos poseer; afirman, por cierto, algunos que producimos sólo para los capitalistas. Los capitalistas que han llegado a serlo por haber sabido proveerse de medios superiores de producción, figuran igualmente entre las bases de la sociedad. En realidad, no llaman suya ninguna propiedad, sino que la administran en provecho de los demás. Los capitalistas que han llegado a tal condición por especulación monetaria no son sino un mal necesario y pasajero. En algunos casos no constituyen mal alguno, cuando su capital vuelve a fecundar la producción. En cambio, cuando su dinero lo emplean sólo para complicar la distribución, o bien para poner barreras entre el consumidor y el productor, entonces son efectivamente elementos nocivos que dejarán de existir tan pronto como el dinero se adapte mejor a las condiciones del trabajo; y tal caso ocurrirá cuando todos hayan llegado al conocimiento de que el trabajo, única y exclusivamente, es el camino más seguro hacia la salud, la riqueza y la felicidad.

No existe motivo alguno para que un hombre dispuesto a trabajar no pueda estar en condiciones de hacerlo y de percibir el contravalor íntegro de su trabajo. De modo análogo no hay razón alguna para que un hombre, siendo capaz, no quiera trabajar, y deje por consiguiente de percibir el valor íntegro de sus servicios. De todos modos, debería autorizarse al hombre a reclamar de la comunidad el equivalente del trabajo con que ha contribuido a ella. En caso de no haber sido en nada útil a sus semejantes, nada puede pretender de ellos. Entonces le queda reservada la libertad de morirse de hambre. Sosteniendo que todo hombre debería tener más de lo que realmente merece sólo porque existen unos cuantos que perciben con exceso lo que legalmente les correspondeno adelantaremos ni un solo paso.

No puede haber mayor absurdidad, ni peor servicio rendido al género humano, que insistir en que todos los hombres son iguales. Decididamente, no siendo todos los hombres iguales, las concepciones democráticas encaminadas a hacer a los hombres iguales entre sí, no sirven sino para entorpecer el progreso. Los hombres no todos pueden ser de idéntica utilidad. Los hombres de talento son menos numerosos que los de capacidad mediocre; aun cuando los más pequeños pueden estar en condiciones de aplastar a los grandes, lo cierto es que entonces se pierden también a sí propios. De las filas de los grandes se reclutan los jefes de la comunidad, los cuales ponen a los pequeños en condiciones de poder vivir economizando sus energías.

La concepción de democracia que se propone nivelar las capacidades hace algo muy absurdo. En la naturaleza no existen dos cosas exactamente iguales entre sí. Todos nuestros coches se construyen en nuestra fábrica con piezas intercambiables. Todas estas piezas son casi tan parecidas entre sí como pudieran conseguir el análisis químico, las máquinas más finas y el trabajo más exacto. Por lo tanto, sobra toda clase de examen de las piezas. Cuando vemos juntos dos automóviles FORD, que exteriormente se parecen tanto que no hay manera de distinguirlos y cuyas partes todas están fabricadas de tal modo que pueden intercambiarse, podríamos creer efectivamente que los coches son iguales. Sin embargo, no es este el caso. Su diferencia se manifiesta en la marcha. Tenemos en la fábrica hombres que han montado centenares y hasta, millares de autos “FORD”, y, no obstante, sostienen que no existen dos coches completamente idénticos. Si acabaran de montar un coche nuevo una hora antes o menos tiempo todavía y el coche correspondiente se mezclará entonces entre una serie de otros coches, los cuales igualmente hubieran montado durante una sola hora, en idénticas condiciones, aseguran que a pesar de no poder distinguir los distintos coches por su apariencia, son capaces de clasificarlos inmediatamente por su marcha.

Hasta ahora me he ocupado de la generalidad. Vamos a pasar, pues, a ejemplos más concretos. La vida de todo individuo debería estar dispuesta de modo que su tipo de existencia estuviera en debida correspondencia con los servicios que rinde a la colectividad. Hemos llegado ahora al momento propicio de entretenernos hablando sobre este punto, puesto que acabamos de pasar por un período durante el cual el rendimiento del servicio, en la mayoría de las personas, había disminuido su cotización. Estábamos en el mejor de los caminos para llegar a un estado de cosas donde nadie preguntara por el coste o el rendimiento de servicio. Los encargos se presentaban de un modo espontáneo. Mientras que en otros tiempos era el comprador que honraba al vendedor con su encargo, la situación cambió hasta el punto de que Fue el vendedor que conceptuó como honor el poder ejecutar las órdenes de su cliente. Tal situación es decididamente perjudicial para la vida comercial. Todo monopolio, lo mismo que toda caza en pos del beneficio, son elementos nocivos para el comercio. Mientras no se impone la necesidad de realizar nuevos esfuerzos, la vida comercial sufre un daño sensible. Un organismo comercial nunca es más sano que cuando, como un polluelo, tiene que escarbar penosamente para reunir cierta parte de su alimento. La situación se había hecho demasiado fácil para los negocios, de modo que se desquició el principio de que entre valor y contravalor debe existir una relación fija y justa. Desde entonces ya no Fue preciso afanarse para dejar satisfecho al público. Es más, en ciertos círculos dominó hasta una cierta tendencia a mandar al comprador con mil diablos. Era una época muy desfavorable para los negocios, aun cuando muchos calificaran tal estado anormal como “prosperidad comercial”. Lejos de ser prosperidad no era sino una caza superflua del dinero, caza que es algo muy distinto del negocio.

Cuando se deja de perseguir el plan trazado al principio, es facilísimo cargarse de dinero y entonces, en, el afán de ganar más todavía, olvidarse por completo de que al público se le debe servir lo que efectivamente pide. Negocios establecidos sobre la base de mera ganancia de dinero son algo muy inseguro, una especie de juego al azar, un funcionamiento irregular; una empresa que sólo excepcionalmente sobrevive una serie de años. La obligación de un hombre de negocios es producir para el consumo, no para el provecho material o la especulación. Una producción adaptada al consumo, quiere decir que la calidad del artículo producido es buena y el precio bajo, y por consiguiente el artículo en cuestión procura servir al público y no solamente al productor. Cuando el factor dinero se considera bajo una perspectiva falsa, entonces llega a falsificarse la producción, para servir sólo a los intereses del productor. Al fin y al cabo, el bienestar del productor depende de los servicios útiles que rinde al pueblo. Por algún tiempo tal vez le vaya viento en popa, sirviendo sólo a sus intereses egoístas. Sin embargo, un estado así sólo puede ser pasajero y tan luego como el público se haya percatado de que el productor no tiene en consideración sus intereses, está decidida la suerte de éste.

Durante el alza provocada por la guerra, los productores tenían en cuenta ante todo el propio provecho; por consiguiente, tan pronto como el pueblo se hizo cargo de la situación, más de un productor dejó de funcionar. Tales individuos suelen afirmar haber sido víctimas de un “período de crisis”. Pero no era este el caso. Se habían propuesto sencillamente defender la absurdidad contra la razón, experimento que nunca puede dar un resultado favorable. La codicia es el medio más seguro para no llegar nunca a poseer dinero. En cambio, cuando el hombre trabaja en pro de la utilidad y de su propia satisfacción, que emana del convencimiento de una acción justa, entonces el dinero se presenta espontáneamente y en abundancia. El dinero es una consecuencia natural del rendimiento útil. Existe necesidad absoluta de poseer dinero. Sin embargo, no debemos olvidar que la finalidad del dinero no es el ocio, sino la oportunidad de poder intensificar los servicios. A mi entender, no hay nada más repugnante que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene el derecho de vivir en el ocio y la civilización no está creada para los holgazanes. Todos los proyectos encaminados para la abolición de la moneda no sirven sino para complicar más todavía el asunto, puesto que no podemos prescindir de un valor de tasación. Naturalmente, lo muy dudoso es si el actual sistema monetario ofrece una base satisfactoria de intercambio. Esta es una cuestión que voy a tratar más detenidamente en uno de los capítulos posteriores. La objeción principal que puede lanzarse contra el sistema monetario de hoy es que poco a poco se va considerando como un factor independiente, de modo que, en vez de fomentar la producción, muchas veces la entorpece.

Todos mis esfuerzos tienden hacia la simplicidad. En general puede decirse que los hombres se ven tan faltos de recursos y los artículos de primera necesidad representan en sí un coste tan elevado (prescindiendo absolutamente del lujo que puede pretender, a mi opinión, hasta cierto punto, todo hombre), porque casi todo lo que producimos está más complicado de lo que sería preciso. Nuestros vestidos, nuestros alimentos, nuestro ajuar, todo ello podría ser mucho más sencillo y al mismo tiempo mucho más bello. La causa de todo estriba en que todos los objetos que usamos se vienen fabricando, desde los tiempos pretéritos, por determinados procedimientos, y los fabricantes de hoy no hacen sino seguir por un camino trillado.

Estoy lejos de afirmar que debamos adoptar el extremo opuesto. De ello no existe necesidad alguna. No es preciso que nuestro vestido consista en un saco provisto de un solo agujero para pasar la cabeza. Entonces sería fácil fabricarlo, pero no serviría para la vida práctica. Una manta, por cierto, no es ninguna obra maestra de indumentaria, pero ninguno de nosotros podría realizar mucho trabajo si anduviéramos envueltos en mantas, a la usanza india. La verdadera sencillez busca la mayor utilidad y las más amplias comodidades. El defecto de todas las reformas violentas consiste en que pretenden cambiar al hombre para imprimirle el uso de determinados artículos. Me inclino a creer que los experimentos de crear vestidos absurdos para las señoras son siempre debidos a la iniciativa de mujeres feas, animadas por el deseo de desfigurar igualmente a sus semejantes. Este procedimiento no es aceptable. Echemos mano de un artículo práctico y corriente y tratemos de eliminar entonces todas sus partes superfluas. Tal procedimiento tiene general aplicación: al calzado, al vestido, a la construcción de casas, máquinas, ferrocarriles, vapores, aeroplanos. Al eliminar las partes superfluas y simplificar las imprescindibles, rebajamos, al mismo tiempo, el coste de fabricación. Este es un razonamiento simple. Paradójicamente, el proceso transformatorio en general suele iniciarse introduciendo economía en la fabricación, en lugar de la simplificación del artículo mismo. Es preciso tomar como punto de partida el artículo mismo. Ante todo es necesario examinar si efectivamente su fabricación es tan buena como se requiere y si rinde realmente un máximum de servicios. Luego hay que considerar si el material empleado también es el mejor o si sólo es el mas costoso. Por último, debemos preguntar si se puede simplificar la construcción o reducir el peso. Y así siguiendo.

Un peso superfluo en un artículo es algo tan absurdo en su finalidad como la escarapela en el sombrero de copa de un cochero, o tal vez más absurdo todavía. Porque la escarapela, al fin y al cabo, puede servir de distintivo, mientras un peso muerto significa únicamente malgastar energía. No acabo de comprender cómo se ha podido originar la confusión entre peso y fuerza. El peso es algo muy propio en un martinete para clavar pilotes; en cambio, es absurdo poner en movimiento un peso excesivo cuando no hay nada para ganar. ¿Para qué cargar una máquina de transporte con un exceso de peso? ¿No es preferible cargar el peso excesivo sobre la carga misma, que debe ser transportada por la máquina? Las personas obesas no pueden correr con la rapidez que los individuos de peso ligero; no obstante, la mayoría de nuestros vehículos de transporte los construimos tan pesados como si el peso muerto y el volumen contribuyeran a aumentar la velocidad. En muchos casos, la miseria es debida a que se arrastra un exceso de peso.

En su día descubriremos nuevas posibilidades de eliminación de peso, como, por ejemplo, en la madera. Para ciertas finalidades la madera es la mejor substancia que conocemos actualmente, aun cuando acarrea despilfarro excesivo. La madera en un coche FORD contiene 30 libras de agua. Seguramente habrá que perfeccionarla. Debe existir algún método para conseguir resistencia uniforme y elasticidad sin exceso de peso. Y de este modo se podría proceder en millares de casos.

Un labriego complica demasiado su tarea del día. Estoy seguro que, por término medio, un labriego emplea sólo aproximadamente el 5 por 100 de su energía en trabajo verdaderamente útil. Una fábrica establecida al modelo de una finca rústica al uso, estaría atestada de gente. La peor fábrica de Europa no será tan poco práctica como un granero corriente. Energía mecánica y corriente quedan casi sin aplicación. No sólo se hace todo con la mano, sino que, en la mayoría de los casos, no se presta atención siquiera a una disposición prudente del trabajo. Un labriego, al realizar su tarea diaria, sube y baja una escala mal cimentada por lo menos una docena de veces por día. Durante años y años seguirá arrastrando cubos de agua en lugar de colocar unos cuantos metros de cañería. Cuando alguna vez se presenta un trabajo extraordinario, su única preocupación es contratar mano de obra. En cambio emplear dinero en reformas, lo considera un despilfarro. A ello es debido el que los productos agrícolas, aun en su cotización más baja, no dejan de ser nunca costosos en demasía, al tiempo que el beneficio del labrador resulta con exceso insignificante, aun en las condiciones más favorables. Por malgastarse la energía, la fuerza motriz y el tiempo, estos precios se mantienen elevados y el beneficio bajo.

En la hacienda de mi propiedad en Dearborn todo el trabajo de labranza se efectúa por vía mecánica. Sin embargo, aun cuando conseguimos eliminar una buena serie de gastos inútiles, permanecemos todavía muy distantes de una administración verdaderamente económica. Hasta ahora no nos ha sido posible dedicar al asunto un estudio ininterrumpido de 5 ó 10 años, para comprobar lo que queda todavía por hacer y que, de todos modos, es más de lo que se ha hecho hasta ahora. Así y todo, llegamos a obtener las mejores ganancias en cualquier época de tiempo, prescindiendo del estado accidental de la cotización de productos agrícolas. En mi hacienda, más que agricultores somos industriales. Desde el momento en que un agricultor se haya habituado a considerarse un industrial, con todo el horror que inspira a este todo gasto superfluo en material o mano de obra, los productos agrícolas llegarán a ser tan baratos y los beneficios correspondientes tan elevados que a nadie le faltará pan, al tiempo que la agricultura figurará entre las profesiones más productivas y menos arriesgadas.

La falta de los conocimientos profesionales y del. verdadero fundamento del trabajo, como también de los mejores métodos para realizarlo, son los motivos que conducen a la creencia de que el oficio del labrador es improductivo. Lo cierto es que no puede producir beneficio lo que sigue los métodos de la explotación agrícola actual. El agricultor se guía sólo por la suerte y la tradición de sus antepasados, sin tener conocimiento alguno acerca de la economía de la producción y de la posibilidad de venta. Un fabricante que desconoce tanto las normas de una producción económica como las de la venta, no llegará a sostener su empresa. El hecho precisamente de que el agricultor siga sosteniéndose, es una prueba de cuán prodigiosos beneficios produce la agricultura.

Es en extremo sencillo el medio de conseguir una producción económica y voluminosa, tanto en las empresas industriales como agrarias, y al mismo tiempo cimentar un bienestar general. Lo malo es que existe una tendencia general a complicar inútilmente los asuntos más sencillos. Aquí figuran, por ejemplo, las llamadas “reformas”.

Al hablarse de reformas, suele entenderse regularmente un cambio en el producto, de modo que se considera reformado un producto que ha sufrido alguna modificación. Mi idea, en cambio, es muy distinta de ésta. Considero absurdo iniciar una producción sin haber llegado a perfeccionar el artículo mismo. Esto no quiere decir, naturalmente, que un producto nunca pueda sufrir una modificación; de modo que pretendo indicar tan sólo que es mucho más económico comenzar una producción determinada cuando hayamos adquirido la más completa seguridad en cuanto a la utilidad del material y del proyecto. Cuando un examen detenido de esta índole no da un resultado favorable en dicho sentido, debemos proseguir imperturbablemente nuestro esfuerzo hasta llegar a tal convencimiento y confianza. La producción debe partir del artículo mismo. La fábrica, la organización, la venta y las disposiciones financieras se adaptarán al artículo. De este modo el buril de una empresa comercial quedará debidamente afilado y se habrá economizado un tiempo precioso. El lanzarse ciegamente a la producción, sin tener una previa seguridad respecto al producto, es el motivo, pocas veces reconocido, de muchos fracasos comerciales. Los hombres en general parecen creer que la importancia principal la tienen la planta de la fábrica, el punto de venta, el apoyo financiero o la dirección comercial, sin tener en cuenta que lo más primordial es el producto, y que todo atropello de la producción, sin haber terminado antes el plano del producto correspondiente, equivale a gran pérdida de tiempo. Transcurrieron doce años enteros antes de que yo diese por terminado el Modelo T, el tipo actual de un coche FORD, satisfactorio para mí en todos los aspectos. No hemos inaugurado la producción propiamente dicha antes de estar en poder del verdadero producto, el cual hasta ahora no ha sufrido ninguna modificación esencial.

Estamos experimentando constantemente con nuevas ideas. El que diera un paseo en coche por las cercanías de Dearborn, tropezaría con toda clase de modelos de automóviles “FORD”; se trata de coches experimentales, pero de ningún modelo nuevo. No suelo pasar por alto ninguna idea buena, aun cuando me dé reparo decidir rápidamente si es buena o si es mala. Cuando alguna idea parece tener posibilidades prácticas o un fondo verdaderamente útil, pongo todo mi empeño en someterla a una prueba minuciosa. Pero someter al examen una idea es algo muy distinto de introducir un cambio en un coche. Mientras la mayoría de las fábricas se deciden más fácilmente a cambiar el producto, que sus métodos de producción, nosotros seguimos por un camino diametralmente opuesto.

Las modificaciones más radicales las introdujimos en los métodos de nuestra producción, los cuales nunca quedan estabilizados. Estoy seguro de que apenas si existe una sola operación en la fabricación de nuestros coches que siga idéntica a cuando construimos el primer coche según el modelo actual. Este es el motivo por que nuestra producción es tan económica. Los contadísimos cambios que hicimos en nuestro coche, sirven únicamente para elevar la comodidad durante la marcha o su rendimiento. Evidentemente, va modificándose también el material empleado en la construcción a medida que vamos ampliando nuestros conocimientos a este respecto. Además, para no exponernos a paros en la producción o para no vernos obligados a elevar su precio a consecuencia de algún obstáculo por parte de materias especiales, hemos inventado substitutivos para casi todas las partes del coche. Así, por ejemplo; el más empleado entre todas las clases de acero es el de varsadio, por reunir a elevada resistencia un peso insignificante; pero seríamos malos comerciantes si todo nuestro porvenir dependiera de la posibilidad de adquirir el acero de vanadio. Por consiguiente, hemos construido un substitutivo de este metal. Todas las clases de acero que empleamos son de índole muy peculiar, y con todo esto, para todas ellas poseemos por lo menos un substitutivo y a veces los poseemos múltiples, debidamente examinados y controlados en la práctica. Lo mismo puede decirse de todas las clases de nuestro material y de todas las partes de nuestro coche. Al principio, construíamos sólo pocos componentes de nuestro coche y ninguno de nuestros motores eran de nuestra fabricación. Hoy, en cambio, todos los motores son de construcción propia, como también la mayoría de las piezas, ya que así conseguimos notable economía. Además, de esta manera nos prevenimos contra las posibles fluctuaciones del mercado, de modo que ninguno de nuestros proveedores extraños puede paralizarnos con la imposibilidad de un suministro. Los precios del vidrio habían ascendido a una altura fabulosa durante la guerra, y nosotros precisamente figurábamos entre los consumidores más amplios de este artículo. Hoy día tomamos disposiciones para construir nuestra propia fábrica de vidrio. Si hubiéramos gastado nuestras energías en introducir modificaciones en el producto, no hubiéramos adelantado gran cosa; en cambio, por no haber pensado jamás en cambiar el tipo del producto, estuvimos en condiciones de dedicar toda nuestra energía a perfeccionar la fabricación.

La cualidad más esencial de un cincel es su filo. Sobre este principio sencillo se basa toda nuestra empresa comercial. En un cincel menos importa la finura en la elaboración o la superioridad de la clase de acero, o el tipo del trabajo de fragua. Cuando un cincel no tiene filo, deja de ser cincel y es únicamente un pedazo de metal. En otros términos: lo que importa es el rendimiento real de un objeto y no sus probabilidades. ¿De qué sirve manejar un cincel embotado con un empleo enorme de energía, cuando un ligero golpe sobre un instrumento afilado es capaz de realizar el mismo trabajo? La finalidad de un cincel es su capacidad de corte y no el martilleo con que se acciona, puesto que éste es sólo una operación incidental. Entonces, cuando estamos dispuestos a trabajar, ¿por qué no concentramos toda nuestra voluntad en el trabajo para realizarlo del modo más rápido? El filo de la vida comercial es el momento en que el producto establece el contacto con el consumidor. Un producto defectuoso equivale a un cincel de filo obtuso, de modo que para hacerlo accionar precisa mucho esfuerzo inútil. El filo de una empresa productora son el hombre y la máquina, pues llevan a cabo el trabajo. Cuando el hombre no es el que precisa, tampoco la máquina puede realizar el trabajo en la forma deseada, y viceversa. El pretender que en un trabajo cualquiera se emplee más energía de la estrictamente necesaria, equivale a malgastarla.

Así, pues, la quintaesencia de mi idea indica que el despilfarro y la codicia son los que ponen trabas al verdadero rendimiento del servicio. Sin embargo, tanto el despilfarro como la codicia son males necesarios. El despilfarro emana mayormente de la falta de conocimiento de nuestras acciones o de la dejadez con que las efectuamos. La codicia es sólo una derivación de la miopía. Yo me había propuesto realizar la producción con un mínimum de despilfarro tanto en material como en mano de obra, y vender con un mínimum de beneficio, haciendo depender el beneficio total de la cifra de ventas. En el proceso de fabricación, mi interés es distribuir un máximo de salarios, o sea un máximo de poder adquisitivo. Puesto que tal procedimiento contribuye a establecer un mínimo de gastos, al tiempo que nosotros vendemos con un mínimo de ganancia, estamos en condiciones de poner nuestro producto en consonancia con el poder adquisitivo del mercado. De ahí viene que todos cuantos están en relación con nuestra empresa, sea como gerentes, trabajadores o compradores, cosechan beneficio de nuestra actividad. La institución que ha sido fundada por nosotros rinde servicios efectivos y por este motivo precisamente desearía extenderme sobre este punto. Los principios básicos de este servicio son los siguientes:

1° No temerás el porvenir ni tampoco idolatrarás el pasado. El hombre que teme al porvenir o al fracaso, limita simultáneamente el círculo de su actividad. Los fracasos nos ofrecen únicamente la ocasión de reanudar la tarea con más tiento e inteligencia. Un fracaso honrado no es vergonzoso; en cambio, el temor a los fracasos es indigno del hombre. El pasado es útil en cuanto nos indica los medios y caminos del futuro progreso.

2° No harás caso de la competencia. El que es más ducho en hacer alguna cosa debe hacerla. El pretender quitar negocios a su prójimo es un acto criminal, y es criminal puesto que así se pretende, por pura codicia, rebajar al prójimo las condiciones de vida y entronizar el poder de la fuerza bruta en lugar del de la inteligencia.

3° El servicio lo pondrás por encima del beneficio. Sin beneficio, sería imposible la expansión del negocio. El anhelo de conseguir beneficios no es por sí sólo nada malo. Es más: una empresa, debidamente dirigida, infaliblemente debe arrojar beneficio; pero este margen debe considerarse como recompensa inevitable por un servicio útil. Es imposible que constituya la base del servicio, pues debe ser sólo su resultado.

4° Producir no equivale a comprar barato y vender caro. Significa más bien adquirir las primeras materias a un precio adecuado y transformarlas, con una adición mínima de gastos, en un producto útil de consumo y entregarlo así en manos del consumidor. Jugar al azar, especular y obrar contra los principios de la honradez no sería sino poner trabas a este progreso.

El aclarar qué resultados nos han dado tales principios y cuál es su aplicación general en el mundo colectivo, es lo que se proponen demostrar los capítulos siguientes.

CAPÍTULO I

El comienzo del negocio

EL 31 de mayo de 1921, la Compañía de Automóviles “FORD” produjo el coche número 5.000.000. Conserva se actualmente en mi “museo”, figurando allí al lado del diminuto cochecito a bencina con el cual empecé mis experimentos y que por primera vez corrió a mi completa satisfacción en la primavera de 1893.

Empecé a montar este coche precisamente cuando las oropéndolas entraban en Dearborn, y esos pajarillos suelen volver siempre el 2 de abril. Ambos coches ofrecen diferencias fundamentales en cuanto a su aspecto exterior, y casi las mismas divergencias en la construcción y la clase del material. Es curioso que el esqueleto está casi inalterado excepto unos cuantos detalles superfluos que no hemos adaptado en nuestro tipo moderno. Aunque provisto sólo de 2 cilindros, aquel primer vehículo corrió con una velocidad de 32 quilómetros por hora, y provisto de un recipiente con cabida de dos litros de bencina únicamente, hacía 100 quilómetros seguidos. Hoy sigue todavía tan sólido como el primer día. Por cierto, el éxito de construcción no se había desarrollado tan rápidamente como la técnica de la producción y la aplicación de materiales apropiados. Todos los tipos llegaron a ser perfeccionados, de tal modo, que también el coche actual “FORD” (modelo T), está provisto de 4 cilindros, con arranque automático, y en todos los aspectos representa un vehículo más cómodo y manejable. Es más sencillo que su antecesor, aun cuando casi todos sus puntos están contenidos ya en la forma inicial. Los cambios son debidos a las experiencias que hicimos en la fabricación, y no a la introducción de algún nuevo principio básico. Eso lo considero un hecho importante que demuestra que es preferible reservar toda la energía para perfeccionar una idea buena que ir a la caza de otras ideas nuevas. Una idea nueva, al presentarse, no está fuera del alcance de la energía humana.

La vida de agricultor me fue inclinando a descubrir nuevos y mejores medios de transporte. Nací el 30 de julio de 1863 en una finca rústica cerca de Dearborn, en Michigan, y, según recuerdo, mis primeras impresiones fueron que la explotación agrícola, considerando los resultados conseguidos, requería un esfuerzo excesivo. Hoy todavía opino lo mismo respecto a las tareas rústicas.

Dice la tradición legendaria que mis parientes llevaban una existencia pobre y al principio muy dura. No han sido por cierto muy ricos, pero tampoco podían pasar por pobres. Comparados con los agricultores de Michigan, disfrutaban hasta de cierto grado de prosperidad. Mi casa natal todavía existe, y junto con la finca rústica forma parte de mis propiedades actuales.

Tanto en nuestra finca como en las otras, casi todo se reducía al pesado trabajo manual. Ya en mi primera juventud sospeché que muchas cosas hubieran podido llevarse a cabo de una manera más práctica. Tales motivos me indujeron a estudiar la técnica, ya que además mi madre siempre había afirmado que yo reunía talento natural para tal profesión. Entonces se puso a mi disposición una especie de taller, equipado con toda clase de piezas de metal en lugar de herramientas, hasta que por último llegué a poseer un laboratorio verdadero. En mi época no existía lo que hoy día se llama juguete, y todo lo que poseíamos estaba fabricado en casa. Mis juguetes eran mis herramientas, tales como siguen siéndolo hoy todavía. Todo fragmento de una máquina equivalía para mí a un tesoro.

El acontecimiento más trascendental de aquellos años de mi tierna edad ocurrió cuando por primera vez di con una máquina locomóvil, a unos 12 quilómetros de Detroit, cuando nos hallábamos camino de la ciudad. Tenía entonces doce años. El otro acontecimiento importante que tuvo lugar en el mismo año Fue cuando recibí como regalo un reloj. En cuanto a la máquina, recuerdo todavía el hecho como si hubiera ocurrido recientemente, por tratarse del primer vehículo no tirado por los caballos que en mi vida llegué a encontrar. Su objeto principal era accionar trilladoras y aserradoras, y consistía en una máquina primitiva de locomoción, con caldera y con un recipiente de agua, y furgón de carbón, acoplado en su parte posterior.

Hasta entonces había visto ya muchas máquinas móviles con tracción animal, pero la que cito estaba provista de una cadena de unión, con las ruedas traseras del cuadro que sostenía la caldera, y tenía la forma rudimentaria de un coche. La máquina estaba montada encima de la caldera, siendo suficiente un solo hombre, colocado sobre la plataforma, detrás de la caldera, para alimentar la máquina con el carbón y manejar el timón y la válvula. La máquina era construcción de la casa Nichols, Shepard Company de Battle Creek, según me apresuré a averiguar. El vehículo se paró para dejar el paso a nuestro coche, ocasión que aproveché yo para apearme y entablar una conversación con el conductor, antes de que mi padre, que guiaba nuestro tronco, pudiera darse cuenta de mi acción. El conductor sintió se en extremo satisfecho de poder darme toda clase de aclaraciones, pues estaba orgulloso de su máquina. Me enseñó la manera de desmontar la cadena de la rueda motriz y de colocar sobre ésta una pequeña correa de accionamiento para poner en movimiento otras máquinas. Me contó que la máquina hacía 200 revoluciones por minuto, y que permitía desembragar la cadena para parar el coche sin necesidad de interrumpir la marcha del motor. Este último dispositivo es el que, aunque en forma cambiada, se aplica en los automóviles modernos. En las máquinas de vapor, donde es fácil el paro y el arranque, no tiene gran importancia, pero en motores a bencina es un tanto más trascendental.

Aquella máquina locomóvil me indujo a dedicarme a la técnica automotiva. Probé de construir varios modelos y al cabo de unos años llegué a producir uno de notable utilidad práctica. Desde aquella época en que, siendo un muchacho de doce años, tropecé por primera vez con una máquina locomóvil, hasta los tiempos actuales, todo mi interés quedó concentrado en construir una máquina automóvil.

Siempre, cuando caminábamos en coche hacia la ciudad, llevaba los bolsillos llenos de toda clase de chucherías: tuercas, arandelas y toda clase de piezas de maquinaria. En repetidas ocasiones vino a mis manos un reloj desarreglado que probé de componer de nuevo. A los trece años, por primera vez, llegué a construir un reloj de marcha exacta. Cuando cumplí los quince, fui capaz de reparar casi todos los relojes, a pesar de que mis herramientas eran extremadamente primitivas. El poder chapucear con los objetos de este modo tiene gran importancia técnica. Es imposible aprender algo práctico en los libros; las máquinas son tan útiles para un técnico como los libros para un escritor, de modo que un mecánico verdadero debería estar minuciosamente enterado de cómo se construyen casi todas las piezas. Sólo de esta manera es posible concebir nuevas ideas; el que tiene capacidad mental, procura realizarlas.

Desde un principio no llegué a sentir interés especial por la explotación agrícola, porque únicamente la mecánica constituía para mí un atractivo. Mi padre, por cierto, se conformaba muy poco con esta predilección mía. Hubiera deseado convertirme en agricultor. Cuando, a los 17 años, terminé la instrucción escolar y entré como aprendiz en el taller mecánico de la Fábrica de Maquinaria Drydock, me daba casi por perdido. Terminé mi aprendizaje sin el menor esfuerzo, es decir, ya antes de transcurrir sus tres años, llegué a poseer todos los conocimientos indispensables para un constructor de maquinaria; además, teniendo una predilección especial por la mecánica de precisión y la relojería, trabajé, en las horas nocturnas, en el taller de reparaciones de cierto joyero. En aquella época de mi juventud, si mal no recuerdo, llegué a poseer más de 300 relojes. Estaba seguro de poder fabricar, ya por unos 30 centavos aproximadamente, un reloj de utilidad práctica, y pensé en fundar un negocio de esta índole. Sin embargo, desistí de tal propósito por haber calculado que los relojes, en general, no figuran entre los objetos más indispensables para la vida, de modo que no todos estarían obligados a comprarlos. Hoy no recuerdo ya por qué camino llegué a esta conclusión sorprendente. A mi me repugnaba todo trabajo corriente de joyero o relojero, excepto cuando se trataba de construcciones difíciles y delicadas. Ya entonces pensé en construir algún artículo de consumo en masa. Me refiero aproximadamente a la época en que se introdujo en América la hora oficial para los ferrocarriles. Hasta entonces se había seguido la posición del sol, y durante mucho tiempo la hora ferroviaria, tal como hoy después de introducirse la hora de verano, era distinta de la hora local. Este detalle me dejó hondamente preocupado, hasta que llegué a construir un reloj que indicaba ambas horas. Estaba provisto de una esfera doble y en toda la vecindad fue considerado como una especie de curiosidad.

En 1879 aproximadamente a los cuatro años después de mi primer encuentro con aquella locomotora de Nichols Shepardme proporcioné la ocasión de poder montar una máquina locomóvil, y cuando expiró mi tiempo de aprendizaje, trabajé en el despacho del representante local de la Westinghouse Company de Schenectady, en calidad de experto para el montaje y reparación de máquinas locomóviles de dicha empresa. Estas se parecían muchísimo a las de Nichols Shepard, con la sola diferencia de que aquí la máquina estaba montada delante y la caldera detrás, transmitiéndose la fuerza por medio de una correa de accionamiento, sobre las ruedas traseras. Las máquinas desarrollaban una velocidad de hasta 20 quilómetros por hora, por más que la locomoción motórica era de importancia secundaria en su construcción. Alguna vez, dichas máquinas se empleaban como tractores de cargas pesadas, y cuando, por casualidad, el propietario hacía funcionar las trilladoras, acoplaba su máquina trilladora y otros accesorios sencillamente en la locomotora, trabajando luego en todas las fincas por turno. Lo que más me hizo cavilar fue el peso y el coste de las máquinas automóviles. Pesaban varias toneladas y su coste era tan elevado que sólo un opulento hacendado hubiera podido proporcionarse una. Sus poseedores eran en su mayoría trilladores de oficio, propietarios de aserraderos y otros comerciantes que precisaban motores locomóviles para su empresa.

Ya anteriormente concebí la idea de construir una clase de coche a vapor, de tipo ligero, que pudiera sustituir a los caballos, principalmente sirviendo de tractor en el arduo trabajo de labrar la tierra con el arado. Según recuerdo todavía vagamente, se me ocurrió al mismo tiempo que idéntico principio era aplicable también para los coches y otros medios de transporte. La idea de un coche automóvil gozaba entonces de general popularidad. Desde hacía muchos años, mejor dicho, desde haberse inventado la máquina a vapor, se venía hablando de un coche de movimiento propio; de todos modos, al principio, la idea de un vehículo no me pareció tan práctica como la de construir una máquina para realizar el pesado trabajo de agricultura, donde el de labrar la tierra era el más arduo. Nuestros caminos estaban mal acondicionados y tampoco acostumbrábamos a viajar mucho en coche. La adquisición más importante que se ha hecho con la introducción del automóvil es el haber ensanchado ampliamente el horizonte de la vida rústica. Queda entendido que íbamos a la ciudad sólo cuando nos llevaba allí un asunto importante, y hasta en tal caso hacíamos el camino sólo una vez a la semana, como máximo; cuando el tiempo no era favorable, nuestros viajes se hacían menos frecuentes todavía.