Hermana De Sangre - Kenna Mckinnon - E-Book

Hermana De Sangre E-Book

Kenna McKinnon

0,0
0,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Una fuerza siniestra se ha despertado en la pequeña isla de Serendipity.

Annie Hansen, joven investigadora privada esquizofrénica, se enfrenta al reto de resolver los horripilantes asesinatos del alcalde de la isla y de un médico. Cuando el detective Mark Snow se suma a la investigación, hace equipo con Annie para agarrar al asesino.

Pero el pasado de Annie la persigue y ella lucha por sobreponerse a su esquizofrenia, a la muerte de su madre y al abandono de su padre. La investigación da un giro inesperado cuando Annie y su novio Samir se ven incluidos entre los sospechosos. ¿Cuál es el mensaje críptico que se esconde entre los archivos del difunto doctor? ¿Es posible que la misma Annie, o uno de sus amigos, sea culpable de los pavorosos crímenes?

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



HERMANA DE SANGRE

LOS MISTERIOS DE ANNIE HANSEN LIBRO 1

KENNA MCKINNON

Traducido porENRIQUETA CARRINGTON

Derechos de autor (C) 2019 Kenna McKinnon

Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2022 por Next Chapter

Publicado en 2022 por Next Chapter

Arte de la portada por Creative Paramita

Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.

ÍNDICE

Agradecimientos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Mensaje de la autora

Querido lector

Acerca de la autora

Acerca de la traductora

A mis hijos, Diane, Steve y Ward, y a mis nietos Ryan, Brendan y Aaron. Os quiero mucho.

AGRADECIMIENTOS

Mi editora para el Reino Unido, Morgen Bailey, así como mi lectora beta y editora Judith Hansen y mi editor Mark de «Authors for a Cause» fueron instrumentales en ayudarme a pulir esta obra, en especial Morgen, consumada escritora y editora. Cheryl Tardiff, quien fuera antes mi editora, fue la primera en animarme a escribir un misterio protagonizado por una investigadora privada esquizofrénica. Agradezco también a mi amiga Linda («Moo Moo») Thomas, quien fungió como lectora beta preliminar y me alentó. Mis hijos, como siempre, son mi inspiración y las joyas sobre mi corona de autora. Mis padres, Jean y Kenneth MacDonald, me han inculcado el amor a la lectura y el gusto de escribir, lo cual les agradezco.

Yo misma soy esquizofrénica y los otros que he conocido durante el camino me han ayudado a apreciar la enfermedad y el potencial para el éxito que tenemos nosotros los esquizofrénicos. Un reconocimiento especial para Austin Mardon, mi amigo y compañero de peregrinaje, quien me sugirió la tortura y el goce particulares a las alucinaciones y las voces que experimenta Annie.

RESEÑAS

«Me encantó el final…nada estropeó para mí el desenlace, pues los sospechosos eran tantos.»

–MORGEN BAILEY, REINO UNIDO, EDITORA, AUTORA DE LOS CUADERNOS DE 365 DÍAS CONTRA EL BLOQUEO DE ESCRITOR, LISTA DE COMPRAS PARA CITAS EN SERIE, ETC.

«Hermana de sangre es un fascinante vistazo a los métodos de solución de crímenes por una joven que está lidiando con una enfermedad mental y sabe usar la sabiduría de las calles. La autora, esquizofrénica como su protagonista, nos ofrece una ojeada al mundo interior y extraño de las “voces” y alucinaciones, de tal manera que le cobramos cariño a la joven y simpática detective, Annie.»

–JUDITH HANSEN, EDITORA, THE EASTLAND NEWS.

1

Mi celular me despertó temprano. Eran los polis.

–Anoche le dieron un porrazo en la cabeza al Dr. William Hubert con un instrumento contundente. Le hicieron un hoyo en el cráneo con un taladro quirúrgico, le sacaron los sesos y los dejaron amontonados junto a su calavera ensangrentada. Te necesitamos, Annie. No tardes.

Por poco y se me caen las pijamas del susto, y me dieron ganas de despertar a Samir, de sacudirlo, obligarlo a verme, a ayudarme con el temor. Incluso las voces dentro de mi cabeza no supieron qué decir al principio.

Mis pies, que calzan del 42, dieron contra el suelo con un golpazo de Hulk.

Mi compañero de cuarto, Samir, se encontraba en la cama de junto, arrebujado bajo sus grises cobijas sin idea de lo que sucedía. Su cuerpo largo y moreno parecía lleno de granos, como el de un sapo pardo. Samir era mi primer novio, si es que puedo llamarlo novio de a de veras, ¿no es increíble? Y yo con mis veinticuatro años y toda la cosa, además de este problema mental.

Hice girar sobre mi anular izquierdo la sortija amarilla de metal corriente. Samir y yo nos habíamos conocido en una clase de ICSI (Inglés como segundo idioma) que yo estaba enseñando como voluntaria en esta isla. Ambos a la deriva, acabamos juntos, dos parias que a duras penas podíamos pagar esta habitación a medio camino entre la cárcel y la sociedad, compartiéndola por motivos financieros. La única manera de lograr que los Servicios Sociales nos permitieran vivir juntos aquí, en un solo cuarto de esta casa de huéspedes, era haciéndoles creer que estábamos casados. Así ni preguntan.

Los Powolski eran como una familia de crianza para nosotros.

Entonces las voces dentro de mi cabeza se pusieron a gritar. Me cubrí las orejas con las manos. Ten cuidado. No escuchaste esa llamada con la debida atención. Estúpida. Esto es demasiado para ti. Para resolver este caso no te bastará trabajar duro, Cabeza de Fierro. Te harían falta sesos y agallas, cosas que no posees.

–Hijo de duende –respondí–. Lárgate.

Eres fea, con melena crespa descolorida a base de agua oxigenada, con dientes de conejo. Lo bueno es que mi personalidad bastaba y sobraba para compensar todo eso. Sí, con mi estatura de un metro setenta y cinco centímetros, yo era una fuerza que todos tenían que tomar en cuenta.

Bostecé, esforzándome por llenar mis pulmones de aire. ¡Es tu corazón, estúpida, te vas a morir! No, no era mi corazón, yo no tenía más de veinticuatro años y estaba tan sólida como el bórax Recua de Veinte Mulas. Mi psiqui en Campbell River me dijo que la angustia me cortaba el aliento y que entonces bostezaba.

Pensé en la llamada de unos minutos atrás. Te necesitan, Annie. El Doc está más muerto que un bacalao salado. Asesinato horripilante. Ándale. Así que me puse mis jeans y mi camisa, y sacudí a Samir.

2

–Chicos –gritó desde la cocina la Sra. Powolski–, el desayuno está listo y los cheques de la renta también deben estarlo.

Samir y yo pagábamos la renta con mi salario del Departamento de Justicia y la pensión de él. Yo tenía también un guardadito de dinero. La pensión de Samir era de esas que el Plan de Pensiones del Canadá les da a las personas severamente minusválidas. Aunque él tenía sólo veintiún años, le otorgaron una pensión debido a sus piernas malas.

En mi opinión Samir no es minusválido. Tiene una discapacidad, como yo, pero eso no te vuelve minusválido si no te dejas llevar.

–¡Tengo que trabajar hoy, de inmediato! –grité hacia el piso de abajo–. Les pago mi parte cuando regrese a casa.

Me imagino que os preguntáis qué tipo de trabajo hago para el Departamento de Justicia. No soy limpiadora, ni tampoco trabajo en la cocina. Mi empleo es de tiempo parcial, pero es bueno. Al fin y al cabo, tengo mi DEG, Diploma de Equivalencia General, o sea que me gané mi bachillerato de la manera más dura, en la Escuela Preparatoria Central en Vancouver, combinada con lo que los canadienses llamamos la Escuela de los Golpes Duros de la Vida. El año pasado el policía Tom me arrestó por volarme unas cositas de una tienda, y la corte me otorgó una segunda oportunidad. De no haber sido por eso, quién sabe dónde estaría yo ahora.

Hice Servicio de Comunidad para Lorne O’Halloran, Investigador Privado, durante seis meses y después de eso me contrataron, así nomás, casualmente, para una chamba con el Departamento de Justicia de la isla Serendipity…es que yo era muy buena para el trabajo. También conozco mucha gente de la calle, y eso es útil, y no me molesta decir que la paga está bien y que mi trabajo me gusta.

Todavía me reporto con Lorne, esa fue una de las estipulaciones en mi contrato. Pensaron que yo no trabajaría tan bien para cualquier otro que el buen viejo Lorne O’Halloran, Investigador Privado y entusiasta de las máquinas tragamonedas. Pero en ese momento mis voces tomaron el poder.

La isla me quedaba perfecta para vivir y trabajar desde que se murió mi mamá, después de que dejamos Vancouver. Serendipity era grande comparada con las otras Islas del Golfo, contaba con una próspera población de mil doscientas almas fornidas, cinco individuos callejeros, que yo supiera, además de problemas de drogas y alcohol entre la población en general. También había una nación indígena por allá, cerca del fanal en la bahía Modge, no lejos de la casa flotante que me había heredado mi mamá. Yo no podía vivir allí de manera permanente, porque en el proceso judicial de hace catorce meses el juez dijo que tenía que vivir en un hogar de grupo con los Powolski.

–¿Qué? ¿Otra vez es hora de pagar la renta? Jodidos hombres lobos y vampiros y caseros. –En la cama de junto, el sapo pardo se agitó y sufrió una metamorfosis, convirtiéndose en mi guapo y moreno compañero de los últimos seis meses. Samir se frotó los ojos enrojecidos.

Le di un jalón a la bandera canadiense que estaba pegada con tachuelas delante de la ventana. Allá afuera no había nadie más que el perro Viejo Amarillo, encadenado a un poste en medio del patio, y él tampoco estaba dormido.

A veces yo veía salir el sol en el poniente en lugar del oriente, como una enorme naranja manchada, y el fuego se prendía por todo el cielo. Era entonces que Dios hablaba conmigo. O el diablo hacía señas, llamándome.

Samir decía que yo alucinaba y oía voces porque estaba chiflada, y un investigador privado no debe ser chiflado. Pero a mí me parecía que las voces y las visiones me ayudaban mucho; las visiones me aclaraban la mente y las voces me hacían pensar afuera de la jaula. Me daba cuenta de que las voces y las visiones venían de mi propio Yo, y a veces de las profundidades de mi subconsciente. Así que de alguna manera, yo hablaba conmigo misma, y mi mente inconsciente era una fuerza poderosa. Jung diría que es así.

3

Samir ya se había puesto los jeans y un enorme camisón. Se fue cojeando al baño. Lo primero que yo hubiera hecho, si yo fuera su mamá, hubiera sido conseguir fisioterapia para ese muchacho después de que los soldados le rompieron las piernas. O por lo menos lo hubiera llevado a que lo revisara un doctor. Me imagino que los doctores y los fisios son escasos allá en el Sudán. Pero de todas maneras…yo hubiera hecho el esfuerzo.

Ahora él tenía veintiún años, y para enderezar sus huesos primero haría falta romperlos de nuevo. Eso lo haría algún doctor de huesos en Campbell River, o tal vez lo harían allá lejos, en Vancouver, en alguna clínica elegantiosa.

Samir gruñó algo en respuesta. No oí qué. Una mariposa azul, de un metro cincuenta centímetros de largo, revoloteó sobre la pared del baño. Era hermosa. Gracias, visiones, pero en ese momento la Sra. Powolski gritó otra vez.

Se descargó la taza del inodoro. Se escuchaban palabrotas africanas desde el cuarto de baño. El volumen de las palabrotas aumentó y mis voces temblaron en respuesta. Me puse a contar las manchas en la pared.

–Me tropecé con los malditos pantalones.

–Pues fíjate cuando te los bajes, angelito.

–Mis pinches piernas no sirven ni para la chingada. Mejor debería matarme. Buenos días.

Escuché que empezaba la ducha. Dejé caer la bandera cortina.

–Bueno pues –le dije cuando salió de la ducha–, ¿y cómo te vas a matar esta vez?

La sonrisa de Samir relampagueó sobre su rostro oscuro. –No sé. Ya se me ocurrirá algo, Annie.

–¿Por qué te duchaste a estas horas de la mañana? Por lo general te esperas hasta después del desayuno.

–Eso no te importa, angelito. –Me abrazó.

–Hueles sabroso. ¿Seguro que estás bien? Dormiste toda la noche como piedra.

Pensé que sería bueno tomarme mis medicinas entonces, o por lo menos la mitad. Era el momento de bajar a la cocina sobre las puntas de los pies, para acallar el murmullo de mis voces durante unas horas.

Samir jaló una camiseta y vistió su cuerpo espigado. –¿Cómo piensas que debo hacerlo?

No contesté.

Se agachó para amarrar las cintas de sus lodosos Nikes. La verdad es que se veía muy guapo.

–¿Vienes? –Quité una pelusa grande de mi camisa de franela.

–Seguro –agarró su bastón–. Estoy listo cuando tú digas, Annie de Tin Pan Alley.

Me temía que un día él se iba a matar y yo no podría impedírselo. Mis voces se pusieron muy calladas. Yo pensaba que estaban felices.

Si tan sólo desaparecieran esas malditas voces. Mi doctor dice que también tengo TOC. Eso significa «trastorno obsesivo-compulsivo», y lo digo para los lectores que no estén educados en la jerga de los psiquis. Significa que siempre ando cavilando y contando las cosas. Cuento casi todo, con los dedos, bajo la mesa si puedo.

–Es hora de bajar a desayunar –le dije a Samir, quien me siguió renqueando por las escaleras alfombradas. –Hora de encarar el día.

–Ay, mierda –musitó, golpeando el piso con su bastón–. Hora de saludar a los Powolski y mirar cómo alimentan a sus malditos animales antes de que nosotros tengamos el hocico dentro del comedero.

–La Sra. Powolski es buena cocinera.

–Quiero matarme.

–Eso se puede arreglar.

–Ja, ja. Muy chistoso, Annie. Esta vez lo digo de a de veras.

–Tienes resaca, Samir. Ya se te pasará.

Empecé a silbar mientras bajábamos. Él gimió cuando llegamos al último escalón.

4

Afuera, por encima del césped grisáceo, las hojas secas se alzaban y giraban. El Viejo Amarillo ladró desde el patio de atrás. El café estaba puesto y el tocino crepitaba dentro de la sartén. La Sra. Powolski meneó las tiras grasientas y abrió unos huevos. Su marido de peso pesado estaba sentado con los pulgares enganchados en sus tirantes.

–Buenos días, chicos.

Sonreí. –Deme mis medicinas, por favor, Sra. P.

Se suponía que ella nos vigilaba, y eso incluía el darme las píldoras. Yo odiaba eso.

Samir entró tambaleándose en la habitación y se sentó sobre una de las sillas realmente antiguas que sorprendentemente soportaban el peso del Sr. Powolski.

–Hoy tengo que salir temprano –dije–. Me siento de maravilla y además tengo trabajo.

–Abrígate bien –dijo la Sra. Powolski–. Vas a pescar un resfriado de muerte.

–Qué bueno –Samir echó la cabeza para atrás y se rio–. ¿Puedo ir contigo? Me gustaría pescar la muerte.

–Quiere matarse –expliqué.

Para terminar mis rituales matutinos, conté hasta veinte con los dedos, dos veces, bajo la mesa, antes de enfrentarme a mi desayuno.

–Mataron a alguien –dijo el Sr. Powolski con su voz de cañón–. Alguien estiró la pata, porque de otra manera no estarías tan feliz, jovencita. Oí sonar tu celular muy temprano. Tienen que ser malas noticias para alguien.

–Significa que nuestra Detective Privada tiene una chamba –Samir se lamió los dedos–. Más tocino, si me hace el favor.

–Sí, recibí una llamada tempranito, de la oficina de los polis –dije–. Tienes razón, Samir, me cayó una chamba.

–Ya lo sabía desde tempranito –dijo.

No puedo evitarlo, mi mente analítica como que entra en la velocidad más alta de la caja, y me pongo a atar cabos como no se le ocurre a nadie más, y si a veces confundo los amigos con los enemigos, ni modo, no puedo evitarlo.

No puedes confiar en él. Sólo duerme en el mismo cuarto que tú porque quiere la renta de Servicios Sociales, no tu piojoso cuerpo, chiquilla, eso nadie puede quererlo. De seguro habló con el forense anoche, están en complot, igual que la oficina del Departamento de Justicia, ellos saben todo lo que haces.

Me puse a contar con los dedos otra vez. Claro que sí podía confiar en Samir. Él era la única persona en la cual podía confiar en este pueblo del infierno. ¿Por qué dices eso, brujita? Si te encanta vivir aquí. Típico de ti, con tu mente pequeña y cochina.

–No soy pequeña –les dije a mis voces–. Tengo los huesos grandes y soy alta.

–¿Qué? –preguntó la Sra. Powolski con una gran sonrisa.

–Soy lo que llaman una amazona –dije.

Miré mi celular para ver si habían entrado más llamadas y me fui al piso de arriba a ducharme. Samir llegó antes que yo y salió por la puerta antes de que yo pudiera ponerme los zapatos. Siempre ha sido rápido en sus movimientos, como un fluido, está aquí y de repente ya no está.

Ay, Diosito, qué sudanés tan guapo era Samir. Si tuviéramos bebés, saldrían mucho más bonitos que yo.

5

Samir estaba en el hotel Serendipity y ya había empezado su primera discusión de la mañana cuando mi motoneta Vespa y yo pasamos ronroneando por la calle frente al viejo edificio blanco, pasando el letrero que decía Pastelitos de avena y filetes, todo lo que puedas comer, los martes. Observé que habían roto las aceras de nuevo y que había asfalto fresco, humeante en el frío aire matutino. Yo me dirigía a toda velocidad a la oficina de Lorne O’Halloran, Investigador Privado. Él era mi jefe desde que me volé esas cositas y me mandaron a hacer servicio comunitario, en libertad provisional bajo su supervisión.

Yo había conocido a Samir y a sus amigos sudaneses en una clase de inglés como segundo idioma que me había ofrecido a enseñar sin paga. Lo conocí por pura serendipia, ja, ja. Luego la corte me mandó al hogar de grupo en casa de los Powolski, y allí estaba Samir. Como mi mamá se había muerto y me había dejado su casa flotante, me cayó muy mal que no me dejaran vivir en ésta, pero yo tenía esperanzas del tamaño de una torre de iglesia, de que pronto le quitaran lo provisional a mi libertad. A lo mejor me darían un indulto, gracias a la intervención de Erna, del Departamento de Justicia en Victoria. Ya había terminado mi período de reinserción social, y ahora me pagaban cuando trabajaba para Lorne, porque yo era rete buena como Detective Privada.

Estacioné la motoneta y subí las escaleras como un cohete, de dos en dos, hasta la oficina de Lorne. Al parecer no se sorprendió al verme.

–El doctor –dijo–, ya te enteraste. –Acomodó unos papeles sobre su escritorio.

–Sí. Cuénteme –dije.

Lorne tomó un sorbo de café negro y apagó su cigarro, aplastándolo en un cenicero en forma de herradura. El semicírculo de metal tenía inscrito Edmonton, Alberta. El rostro de Lorne también era redondo. Todo él era redondo, gordo, calvo y ruidoso. Me recordaba al Sr. Powolski.

–El Doc está más muerto que un escarabajo apachurrado. ¿Recibiste la llamada? Alguien anda bastante enfermo de la cabeza, diría yo. Los guardias, o tal vez el conserje, encontraron la puerta abierta y llamaron a los polis. El Doc estaba tirado en el piso, las cerraduras no estaban rotas. El Departamento de Justicia en Victoria nos dio el caso, dicen que necesitan a alguien que tenga la confianza de la gente callejera. El policía Tom y el sargento estuvieron trabajando en esto toda la noche.

–Uy. Puedo pensar en uno o dos tipos que conozco, si estuvieran muy drogados o algo así. Pero que yo sepa, en este pueblo no hay otro psicótico que yo. El que hizo eso tiene que ser psicótico, a fuerzas. Este es un caso muy, muy enfermo, tiene usted razón. Espere un minuto. Voy a vomitar mis huevos grasosos con tocino y luego vuelvo.

Claro que no me vomité, pero este caso me repugnaba, me enfermaba pensar en los sesos babosos del Doc tirados por todo el suelo y el agujero en su cráneo. Quién haría eso.

El Doc no había sido mi amigo, pero lo había conocido. Todo el mundo conocía al Doc, el proveedor más fino de píldoras, y ni siquiera él merecía tal cosa. Enderecé aún más mi cuerpo fornido y sonreí. Por otro lado, esto significaba trabajo para Lorne y para mí. Yo tenía el aguante de un camión Peterbilt y me encantaba ensuciar mis manos albas como lirios. ¿Pero un taladro quirúrgico penetrando en su cráneo? Aborrecible.

Hasta mis voces se habían callado, probablemente espantadas porque alguien había pensado en esto antes que ellas. Las creo capaces de sugerirlo, pero jamás lo habían hecho. Me estremecí y conté las pecas en el dorso de las manos de Lorne. ¿Y ahora qué?

–Lo imposible sólo requiere un poco más de tiempo. El caso es nuestro, Annie. Llamaron desde Victoria, como dije, y te pidieron a ti, específicamente.

–Los clientes del Doc eran drogadictos y frikis de la metadona que trataban de aterrizar y romper su adicción. Podría ser cualquiera de ellos, en busca de más metadona.

–Sí, cualquiera de las cinco personas callejeras. O se supone que debemos creer eso. Así que nos toca a nosotros descubrir quién fue.

La isla Serendipity tiene un área bastante grande para ser una de las Islas del Golfo y tenía un pueblo bastante grande, entremezclado con sus rocas, montañas y playas.

–Quiere usted decir que me toca a mí –escarbé entre mis dientes con el borde de una uña y suspiré–. ¿Por dónde empiezo? Puede ser cualquiera de esos muchachos que viven en la calle y siempre andan buscando la siguiente dosis, siempre faltos de lana, el Doc se rehusó a darle más metadona y él le dio un trancazo en la cabeza con…¿qué?

–Para el primer golpe, para hacerlo perder el conocimiento, puede haber sido cualquier instrumento contundente, y luego el taladro.

Pensé. Duro. Las voces murmuraban dentro de mi cabeza, Estúpida. Jamás vas a descifrarlo. En primer lugar, ¿por qué creíste que podías hacer este trabajo? Yo hablaba en voz alta para ahogarlas, intentaba hacerlas creer que no las había oído.

–El Doc tenía montones de instrumentos que podrían usarse para darle un porrazo. Era un viejo, el Doc, gordo como una lonja de tocino del más corriente, habrá caído como buey acogotado.

–Ninguno de sus instrumentos ha desaparecido. Todos están allí, según su enfermera, incluso el maldito taladro, y dice que ella salió tarde de la oficina y el Doc la estaba cerrando.

–¿De veras? –Me erguí en la silla. A lo mejor esto no iba a resultar tan difícil.

–No –dijo Lorne, leyéndome la mente–, la enfermera no fue quien mató a su jefe. Eddie el guardia de seguridad, ese apodado el Contrafuegos, dice que la vio salir antes de las diez, y el conserje lo confirma. El forense dice que la hora de la muerte fue poco antes de la medianoche.

–¿Habrá regresado? –yo quería explorar todas las posibilidades–. Y Eddie, ¿tiene coartada?

–Ya sé lo que estás pensando –dijo Lorne, encendiendo otro puro–. Eddie el Contrafuegos tiene llaves.

–Sí.

–Tiene coartada. El conserje estaba con él esa noche a la hora de la muerte. Se ha establecido que ésta ocurrió unos cuantos minutos antes de las doce de la noche.

Ambos eran amigos míos. Suspiré con alivio. Este no era un trabajo para personas de corazón endeble, pero es mejor ser una extraña o una conocida, y no una buena amiga de los sospechosos. Mis emociones nunca me impiden cumplir con mi deber, pero al final de cuentas aunque soy amazona, también soy humana. Sonreí.

6

–Creo que debemos visitar la escena del crimen –gruñó Lorne–, para que te des una idea de lo que tenemos que afrontar.

Fuimos en su camioneta, llevando mi Vespa en la parte de atrás. Lorne tenía una llave para la puerta. La abrió con un empujón. Los polis habían dejado cinta fluorescente para marcar la escena del asesinato, y marcas de gis sobre el piso. Alguien había intentado limpiar la sangre, pero había manchas en el suelo, en los lados del mostrador y sobre su superficie superior, donde aún brillaba y goteaba el taladro.

Los polis van a regresar más tarde –dijo Lorne–. Tengo permiso. Tú no tendrás problemas, estás conmigo.

–Gracias –musité, pensando duro y contando quedo. Por suerte ya se habían llevado el cadáver, dejando sobre el tapete una mancha con forma de cuerpo. Unos centímetros más allá había una marca húmeda con unos cuantos fideos rojos que se rizaban como los restos de la comida de alguien.

–¿Sesos? –pregunté. Sentí curiosidad, pues jamás había visto sesos. –¿Por qué dejaron aquí el arma del asesinato?

–Están esperando a que llegue la RPMC a hacerse cargo.

La Real Policía Montada de Canadá, eso implicaba que estábamos en algo grande, fuera de la liga del poli Tom y el sargento.

Miré toda la habitación y pregunté–: Normalmente, ¿a qué horas llega la enfermera a trabajar?

–¿Has visto alguna vez esa enfermera? Pequeñita como un chochín. No tendría bastante fuerza para aporrear al viejo Doc, aunque lo tomara de sorpresa. Pero sí tiene los conocimientos para vaciarle el cerebro, en eso tienes razón.

–Era grandote –concedí–. Primero tendría que estar inconsciente. Pero para hacer lo que hizo, cualquiera tendría que estar muy furioso o muy loco.

–Pista número uno –dije, contando quedo–. Alguien se metió, con la puerta cerrada a llave, y las llaves no están.

–El Doc acostumbraba echar los cerrojos en las puertas a la hora de cerrar. Ponía las cosas en orden, guardaba la metadona bajo llave, cerraba las cortinas, revisaba todas las puertas y ponía la alarma, y luego se iba para su casa. Cualquiera podría saber la hora precisa en que el Doc se iba cada noche, era regular como un reloj –dijo Lorne.

Conté sobre mis dedos con una mano, que tenía escondida bajo la mesa donde él no podía verla.

–Ay, ay, nunca pensé en la alarma –dije–. ¿Por qué no sonó?

–Porque el Doc estaba aquí cuando entró el coco. Acostumbraba poner la alarma sólo cuando estaba a punto de irse y dejar el edificio vacío. No hay señales de que hayan entrado a la fuerza. Sabemos que el Doc siempre guardaba las llaves en la gaveta de su escritorio.

–Por desgracia todo el mundo sabía eso –dije–. El Doc lleva un siglo de estar fijo como un mueble amurado en este pueblo. Sus hábitos eran del dominio público. Desgraciadamente para él, según han resultado las cosas. Pobre.

–Creo que hemos establecido que él conocía al intruso –dijo Lorne. Frunció el ceño, mirando mis uñas masticadas, o eso pensé.

–Los gustos no pueden explicarse. En efecto, parece que estaba esperando a alguien.

En la esquina de la habitación había una cafetera. Estaba llena y aún prendida. Caminé hacia ella y la apagué, pasando cerca del taladro. Me estremecí.

El detective privado resopló. –Tenemos que lograr algo mejor que esto, Annie. El Departamento de Justicia anda tras mi pellejo.

–Sólo porque usted es candidato para alcalde en las próximas elecciones.

–Y tengo buenas probabilidades de ganar. Esos tipos están celosos. Tengo buena reputación con el personal médico y en las clínicas de aquí, y soy bien conocido en la comunidad.

Todo esto lo había oído yo antes. Hay que ser un poco lambiscona con el jefe.

–Tal vez estoy hablando con el siguiente alcalde, Lorne.

Las comisuras de su boca se doblaron hacia arriba.

–Si resolvemos este caso para el Departamento, de seguro la ciudad estará muy agradecida –dijo–. El Doc fue una institución aquí durante más de veinte años. Donaba generosamente en cada campaña y era bien conocido. Se le echará de menos. Yo podría ser el candidato natural, si logro el arresto y la convicción del asesino.

Corrección: la que tenía que resolver este caso era yo, pensé. Pero lo que dije fue–: Asesino o asesina, ¡pácatelas! Alguien le dio en el cogote y luego le barrenó el craneo.

–Tuvo que ser alguien bastante fuerte –concedió Lorne.

–El viejo Doc no era peso pluma.

–Ajá. ¿Un amigo? ¿O un drogadicto que él intentaba ayudar?

Los dedos de Lorne, manchados de nicotina, hojearon el Rolodex que estaba junto al casillero para el correo.

Busqué en los armarios. De seguro había una agenda.

Mis voces aullaron. ¿Quién deja datos escritos sobre papel, hoy en día, Annie Tin Pan Alley? Busca mejor. No haces bastante esfuerzo. Estamos en el siglo veintiuno.

–Él guardaba la privacidad de sus clientes. Tu trabajo consiste en salir a la calle y agarrar al responsable –dijo Lorne. Se bamboleó como pato hasta el otro lado del recinto y se sirvió café tibio en una taza manchada.

–¿Yo? ¿Yo voy a arriesgar mi vida por un traficante de drogas de lujo?

Lorne golpeó el escritorio con su taza de café.

–A ti te pagamos por obedecer órdenes –dijo–. Y te pagamos por salir a la calle.

–Sí, jefe.

Miré a mi alrededor. Un rinoceronte color de rosa flotaba en un rincón, detrás del archivador. Parpadeé y el rinoceronte desapareció. Una pila de papeles se convirtió en serpiente, cosa que me hizo sonreír.

–Anda, detective esquizoide, sácate de aquí. –Lorne alzó la voz. Sonaba como la voz que yo llamaba la Gritona.

No tienes que ponernos apodos insultantes, murmuraron mis voces. Tú sabes que es verdad.

–Sé que es verdad –dije en voz alta.

–Deberías estar agradecida de tener trabajo –Lorne le quitó la envoltura a un puro cubano y lo despuntó de un mordisco. –Tú que oyes voces, pinche chiflada.

–Sí –dije.

Tenía razón, yo era una detective esquizoide. Mis voces se habían callado de nuevo. A veces era difícil saber qué era verdad, y qué no.

–Trabajas bien –la voz de Lorne se volvió más dulce–. Ahora ve a hacerlo, Annie. Lo siento.

–Es hora de ir a trabajar –coincidí.

Me fui. Bajé los escalones de dos en dos. Él tomaría el elevador. Seguro, se arrepentía de haberme regañado por lo de mis voces. Él sabía que me necesitaba en su negocio pobretón pero respetado de investigador privado. Mi jefe era muy bueno para utilizar a la gente, llevaba catorce meses sin leer por sí mismo una formulación de cargos o cualquier otro documento legal, porque nada más me decía que lo mecanografiara y se lo leyera, y luego él lo firmaba.

Me parecía que se me escapaba algo, pero no podía ser importante. Sacudí la cabeza para dispersar las arañas que traía en el cerebro, y seguí caminando, entrando en los rayos amarillos de polvo danzarín en la portería del edificio donde se encontraba la oficina del Doc. Se veía muy bonito y me detuve un rato para admirar la gloria del amanecer que entraba a chorros a través de los vidrios sucios de la ventana, después de la lluvia de la noche anterior. Luego empujé la puerta y caminé hacia afuera.

Eran las ocho de la mañana. El hotel abría a las siete. Samir y su primo Pepsi ya habrían jugado unos cuantos juegos de damas chinas y ya estarían bien entrados en su segunda bronca del día.

Estacioné la Vespa junto al viejo Mercury azul de Pepsi. Ya tenía mis sospechosos en mente. Era hora de discutir ciertas cosas con el alto, flaco y parlanchín Pepsi, primo y mejor amigo de mi hombre principal. Pepsi era el conserje sustituto en la oficina del Doc y conocía muy bien a Eddie el Contrafuegos. Lo cual implicaba llaves y significaba otro sospechoso. Otro amigo que podía ponerse loco total cuando el Doc dejó de darle metadona gratuita. Pero cada uno de ellos había confirmado lo dicho por el otro. Eso era un alivio, en cierta forma, pero ¿podía yo confiar en cualquiera de ellos? El tiempo habría de contar esa historia, yo tenía cosas que hacer, y mucha presión para hacerlas.

7

–Son las seis y cuarto. Los eché de menos.

Era la Sra. Powolski. Me tenía mucho cariño. Samir y yo llegamos con retraso para la cena. Otra vez.

–Yo también la eché de menos, corazón –la besé en la mejilla.

El Sr. Powolski me lanzó una mirada asesina. La cena no se había retrasado para él. Él ya había comido, pero esperaba allí ante la mesa, nada más por cabrón, para lanzar miradas asesinas. Sobre el plato de Samir se habían congelado sus chuletas de ternera. Mis chuletas con papa horneada y salsa de queso me hacían babear como ese perro en el experimento del ruso que estudiamos en décimo grado. Yo era como el perro y la Sra. Powolski era Pavlov con cabello gris grasoso y delantal floreado. Sonreí, me lavé las manos y me senté.

–¿Y tú por qué sonríes? –El Sr. Powolski eructó e hizo rebotar sus tirantes.

–Por Pavlov –dije. Levanté el tenedor y me llené las fauces de comida.

–Ese nombre me suena a polaco –el Sr. Powolski frunció el entrecejo–. ¿Andas haciendo tonterías con un polaco, Annie?

–Claro que no. Ella conoce las reglas –dijo la señora–. Además, la chica está casada con nuestro Samir, aquí presente.

–Es capaz –dijo el señor–. Quiero otro plato de esas chuletas, Meredith.

Samir empujó su plato hacia el otro lado de la mesa. –Ande, cómase las mías –dijo. Tenía la cara colorada y los labios apretados.

–Es chistoso –dije.

–¿Qué? –preguntó Samir.

–Tus labios se comprimen cuando sientes ira o vergüenza, y cuando te ruborizas tu cara se pone púrpura. ¿Qué tienes ahora, ira o vergüenza?

–Eres muy habladora.

–Ya saben –continuó el Sr. Powolski–. Si no están casados, se acaba este arreglo. Nada de compartir habitación.

–Ni cama –dijo la señora.

–Chistoso –dijo Samir. Le envié una mirada.

–Nada de esto es chistoso. –Les expliqué lo del perro de Pavlov–.

Se me hizo agua la boca cuando vi la comida y me acordé de mi lección de ciencias en el décimo grado.

–Nunca pasaste del décimo grado –dijo Samir.

–Sí que pasé. Tengo mi diploma de bachillerato.

–Un buen logro para una joven como tú –observó la Sra. Powolski.

–¿A qué se refiere? –Dejé mi tenedor a un lado.

–Digo, con una discapacidad.

–Mi tía da clases en la universidad. Es igual que yo. Es profesora, y tiene bipolar, o esquizofrenia, o algo.

–Apuesto que se toma sus medicinas.

–Sí. –Ay,ay.

–No como ciertas personas que conocemos.

–Ya soy bastante buena con eso. Sólo se me olvidaron una vez la semana pasada. Hoy en la mañana bajé las escaleras y pedí mis medicinas.

–Engordan –observó Samir.

–Me vale un guisante chino que engorden –dije y empujé mi plato–. Nada más que se me olvidan a veces.

–Si se te olvidan demasiado seguido, te dan una inyección en la clínica –dijo la señora.

–Es chistoso –dije.

–¿Qué?

–Igual que Samir, usted está haciendo gestos, Sra. P.

El bastón de Samir estaba en un rincón. Era de ébano africano tallado, con puño de marfil. Era necesario ser deshonesto para pasar ese bastón por las aduanas. Le lancé una mirada rápida a Samir. Sus ojos estaban muy abiertos y tenían aspecto inocente, como los de un niño.

–No es cierto –dijo la Sra. Powolski. Emitió una risita y su cuerpo entero onduló al ritmo del profundo jahh-jahh, mientras envolvía su panzota en el delantal y empezaba a enjuagar los trastes.

–Limpio y reluciente –dije.

Los pericos dentro de la jaula junto a la ventana graznaron. Igual que mis voces.

8

Atrápanos si puedes, susurraron las voces. Sueña en grande, pero jamás irás a la universidad. Las ignoré, junto con mis sueños de grandeza. Eres muy mala y no muy inteligente, continuaron, Jamás servirás para nada. Igual que Samir. Tu madre era bibliotecaria. Jamás podrás acercarte a sus logros en la vida. Tu loca tía bipolar se retiró joven, hace mucho. Ya no tienes a nadie. Ni siquiera puedes cuidar de ti misma. No mereces a nadie que sea mejor que Samir.

–No metan a Samir en este asunto –murmuré–. Yo he sido buena para actuar, y ahora soy buena detective privada. Tal llegaré a ser otra Miss Marple, o él encontrará un trabajo en algo que pueda hacer bien, como el ejército. Como las armas de fuego. Yo tengo mi DEG.

–¿Qué? –preguntó Samir.

–Nada.

Error, rugieron las voces. Oh, eres mala y te van a pillar. A él ni siquiera le caes bien.

–Claro que no –murmuré, tratando de mantener la calma–. No estamos realmente casados.

Nunca se van a casar.

–Ya cállense –dije.

Los Powolski estaban en la habitación de junto mirando televisión. Mis voces tenían más volumen que el estrépito del televisor.

–¿Qué? –preguntó Samir, dándome un empellón.

–Tú no. Ellas.

–Ah. Tus voces –dijo en tono burlón.

Una gata merodeaba por los rincones de la cocina. La Minina tenía pelaje negro y apelmazado, ojos verdes y el genio de una leona con la cola atrapada dentro de un molino para carne. La Sra. Powolski era la única que le daba de comer a esa gata. Era la única que podía acercársele. La gata se pasaba la mayor parte del día dormida sobre un colchón especial para perros en el cuarto de huéspedes en la planta baja, porque ella era del tamaño de un terrier pequeño, y cuando llegaba la noche salía por la puerta para gatos que estaba en la cocina, para ser inseminada por todos los gatos machos del barrio. También comía cosas que sacaba de los botes de basura…yo la había visto. A veces, cuando la luna estaba en todo su esplendor, la gata se montaba en la barda de enfrente, aullándole a la nada.

Esa gata estaba obviamente loca. Pero si alguna vez llegaba a atrapar uno de los pericos y se lo comía, la gata sería historia. La Sra. Powolski se encargaría de eso. Yo a veces dejaba abierta la puertecilla de la jaula. Por si acaso. Pero esos pájaros eran demasiado sagaces para mí, y sin duda demasiado sagaces para la gata. Se quedaban en su lugar hasta que desaparecía el peligro.

Pero el punto principal en este momento era mirar el bastón de Samir en la esquina. En la punta de abajo tenía pegada alguna sustancia negruzca y pegajosa. Intenté atar cabos y acordarme a dónde había ido Samir la noche anterior.

Pensé que sería buena idea ir a ver a la enfermera en su casita, cerca de la clínica, para preguntarle quién querría ver muerto al Doc, quién tendría la inteligencia y la experiencia para usar un taladro quirúrgico o la fuerza para dejarlo inconsciente de un golpe.

Nadie que tú conozcas, se mofó la Susurradora. Es hora de descubrirlo. Te vas a llevar una sorpresa, Annie, chica mía. Si yo no supiera que las voces son constructos de mi Yo, pensaría que son más inteligentes que yo, ¿pero cómo podía ser posible? Las voces eran Annie. Punto. Atormentándome con las tareas que yo no lograba hacer bien. Con las ideas que se escapaban de mi mente consciente. Tal vez tenían razón: yo era estúpida y mala.

9

–El Doc no tenía muchos amigos –dijo la enfermera que parecía chochín.

Estábamos sentadas dentro de su inmaculada cocina con los estantes repletos de libros, que se desbordaban de la habitación de junto, y su perro Jack Russell dormido en la esquina.

Su uniforme estaba arrugado, como si lo hubiera usado para dormir, pero su cabello estaba peinado con mucho estilo y su maquillaje estaba impecable, con un lindo lápiz labial color de rosa. Observé que parecía bronceada por el sol. Se notaba que ella se cuidaba. De repente me sentí desaliñada. Quisiera verme tan bien.

–El doctor era un hombre muy incomprendido. Creo que trabajaba demasiado duro y tomaba su trabajo demasiado en serio. –Lloriqueó, cubriéndose la nariz con la manga del uniforme. Sus ojos, gris acuoso, estaban llenos de lágrimas, un poco hinchados y enrojecidos.

–¿Conoce a alguien que tenía ganas de verlo muerto?

La pregunta era retórica. ¿Quién, entre los pacientes del Doc, quería apoderarse de las drogas? Pues todos.

–Los oficiales de la policía se llevaron sus libros y sus herramientas –dijo–. Pero antes de eso yo saqué la memoria USB de su ordenador.

¡Guau!

–Un acto muy inteligente –dije–. ¿La tiene aquí?

–Los guardé todos –dijo–. Todos los clientes que tenía allí y sus contactos.

–¿Sus amigos?

–Sus contactos y sus amigos.

Era una zorra taimada.

–¿Por qué se apoderó de la memoria exterior? –le pregunté–. ¿La policía no buscaba eso?

–La policía trabaja bajo las órdenes del sargento, y él está bajo el pulgar del alcalde –respondió–. No confío por entero en el alcalde, Annie.

No había contestado a mi pregunta.

–¿Confía en mí? –le pregunté.

Intenté poner cara de cordura. Las voces rugían y yo contaba quedo. Mátala. Valdrá la pena para verla sangrar. Sacudí la cabeza.

–No sé –musitó–. Tengo que confiar en alguien.

–Usted lo amaba –adiviné, extendiendo el brazo para enjugarle los ojos con un pañuelo desechable.

Movió la cabeza para decir que sí, lloriqueando de nuevo con la cara escondida por su manga.

–Bill era una persona maravillosa para trabajar con él –lloriqueó–. Siempre intentaba ayudar a los oprimidos, a los adictos y a los que no tenían hogar, jamás pensaba en sí mismo, trabajaba largas horas, y nadie lo comprendía.

–¿Creían que el Doc trabajaba en esa clínica por el dinero?

–Una clínica de metadona produce muy poco dinero. Todos pensaban que él era un…un…

–¿Un traficante de píldoras?

De nuevo hizo un signo afirmativo con la cabeza. Mis voces no empatizaban. Es un acto. Lo odiaba. Nadie ama a un anciano que trabaja demasiadas horas extra, es calvo y tiene sobrepeso…

–Cállense –susurré. A mí tampoco me quería nadie. –Perdón, me dirigía a las voces.

La enfermera sonrió.

–Comprendo tu enfermedad –dijo–. No la guardas en secreto. Haces bien. El doctor te podría haber ayudado si hubieras venido a verlo.

–¿Él tenía empatía? –Tú necesitabas un traficante de drogas de lujo, rugió la Gritona. Me puse a contar las arrugas en el rostro de la enfermera.

–Ayudó a muchas personas de la comunidad que tenían una enfermedad mental. –Sí, cómo no.

–Debe haber sido un buen hombre –coincidí. Mentirosa. –Pero entonces, ¿quién iba a querer matarlo?

Hacía mucho calor en esa habitación. Eché mi silla hacia atrás. Las cortinas estaban abiertas encima del fregadero de la cocina. Cualquiera podría verme ahí sentada. Miré a través de los vidrios al jardín, bellamente mantenido. A la enfermera le gustaba trabajar con la tierra. Había un rastrillo y una pala, apoyados contra la pared de un cobertizo. Muy bucólico. El jardín debe haber funcionado como un alivio contra el estrés, esas manos antisépticas enterradas en humus y estiércol de vaca. Yo podía ver que ella había estado cultivando la tierra hacía poco rato.

–Haré lo que pueda para resolver el asesinato. ¿Tiene un retrato de él?

Se levantó y removió cosas dentro de una gaveta. –Me temo que no –dijo por fin.

–No hay problema. –Sólo estaba pescando.

–Podrías probar esto –dijo la enfermera, entregándome la memoria USB. –Quiero darte esto.

–¿No confía en la policía?

–Tienen mucha corrupción en la fuerza, de la cabeza a los pies. El policía en turno es un buen tipo, Annie, pero el Doc sabía muchas cosas que no le contaba a la prensa.

–¿A usted se las contó? –Afirmó con la cabeza.

–Oí que era amigo del alcalde –continué–. Eso es cosa de alta sociedad y cañones grandes.

–Ese es el problema –musitó–. Eso es lo que me temo. Cuídate, Annie.

–Me cuidaré. –Esto ya estaba más allá de mis capacidades, pero tomé la memoria USB con la lista de los pacientes del Doc y le di las gracias a la enfermera. Insistió en darme una tarjeta de negocios cuando me levanté para irme.

–La tarjeta es vieja –explicó–. Yo trabajaba antes en el quirófano en Abbottsford. Pero el número de celular está correcto. Llámame si tienes más preguntas.

¿Alguna persona de alta posición quería la muerte del Doc? ¿Por qué? Cuando miré hacia atrás, la enfermera seguía sentada allí, ante la ventana de su cocina, y observé que ya no lloraba.