Hermanas de la vasta oscuridad - Lina Rather - E-Book

Hermanas de la vasta oscuridad E-Book

Lina Rather

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Beschreibung

Muchos años atrás, la Vieja Tierra comenzó a enviar misiones religiosas para colonizar todos los confines del espacio. Así nació la congregación de monjas de la Orden de Santa Rita, que a bordo de Nuestra Señora de las Constelaciones Imposibles, una nave viviente, surca la oscuridad de la galaxia ofreciendo su misericordia y su fe. Cuando la orden recibe una llamada de auxilio desde una colonia desconocida, las monjas descubren que las almas y los cuerpos a su cargo, así como los de la diáspora galáctica, se encuentran en peligro; un peligro que proviene del Gobierno Central y de la propia Iglesia.

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Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Lina Rather

Hermanas de la vasta oscuridad

TRADUCCIÓN DE JAVIER MARTOS

Saga

Hermanas de la vasta oscuridad

 

Original title:

 

Original language: English

 

Copyright © 0, 2022 Lina Rather and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726914535

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I Orate Fratres

Mientras las hermanas de Nuestra Señora de las Constelaciones Imposibles seguían dándole vueltas al asunto, la reverenda madre guardaba silencio, sentada en un sillón ubicado en la cabecera de la capilla, como hacía siempre, escuchando cómo retorcían y deformaban los argumentos.

Sor Lucía defendía que la nave, al ser una bestia y, por ende, no albergar una conciencia racional, no tenía la obligación de seguir los dictados de la orden. Sor Varvara argüía que todos los conventos eran sacrosantos. La nave, ya fuera una bestia, una planta o un mineral, había sido consagrada según la doctrina. Permitirle continuar su rumbo actual era una clara profanación y supondría una mancha en sus almas. El rostro de sor Varvara lucía como la superficie de una luna deshabitada, gris y severa. Por lo general, esa expresión suya no admitía objeción.

Estaban consumiendo demasiadas barras de luz química en este debate. Cuando sor Ewostatewos acabó de pronunciar un largo soliloquio acerca de la postura tradicional de la Iglesia en cuanto a los animales de corral y cómo eso podría arrojar algo de luz respecto a su dilema actual con su nave, la reverenda madre desvió la vista hacia el crucifijo. Todos los conventos movilizados en el espacio y los pobres ministerios de las colonias recibían el mismo modelo, producidos en masa en la Vieja Tierra y trasladados en cajas por los sacerdotes recién ordenados que llevaban a cabo sus arduas tareas en la vasta oscuridad. Ella misma lo había colgado en la pared hacía cuarenta años, justo después del final de la guerra, cuando era una mujer joven y la nave acababa de ser bendecida. Qué jóvenes eran ambos por aquel entonces. Después de colgar el crucifijo en la membrana interna con un poco de biopegamento en el hueco de los clavos, apoyó la cabeza contra la pared glutinosa y escuchó los latidos que bombeaban fluido a través del cuerpo ondulante de la nave.

Había pasado mucho tiempo desde que la Vieja Tierra enviase la última facción de jóvenes sacerdotes con crucifijos idénticos para convertir a las colonias pródigas. El de la reverenda madre era una reliquia de una época distinta, una época de orden y conformidad.

—Madre —dijo sor Gemma, sacándola de su ensimismamiento—. Me temo que no logramos llegar a un consenso.

La reverenda madre negó con la cabeza ante su crucifijo. Ella y el pequeño Señor se comprendían bien. Entonces levantó los brazos.

Sor Lucía se adelantó y se arrodilló a su lado para mirarle las manos. La mayoría de las hermanas entendían algunos signos, pero ella era la mejor de todas.

—Reflexionaremos sobre este asunto durante tres días —tradujo sor Lucía—. Luego volveremos a reunirnos.

—¿Y si consultamos a nuestro obispo? —preguntó sor Mary Catherine.

Mary Catherine era recia y rolliza, y la única de las hermanas que había nacido en la Tierra, de modo que las demás, en el fondo de sus corazones pecaminosos, pensaban que eso la hacía demasiado dependiente de la autoridad jerárquica. No le hicieron caso. Desde estos confines, cualquier comunicación con la Tierra tardaría tres semanas en llegar y otras tres semanas más para que el obispo les transmitiera su opinión. Para entonces, de una forma u otra, ya habrían tomado una decisión.

Afortunadamente, solo sor Lucía la conocía lo bastante bien como para percibir el dejo de sus signos. Irritación, cansancio. Sor Mary Catherine era una nueva aspirante, destinada a aquel convento porque deseaba servir a los sistemas impíos más lejanos. Al parecer, nadie en la Tierra le había explicado que los sistemas del exterior eran politeístas, o que las hermanas de Nuestra Señora de las Constelaciones Imposibles pasaban más tiempo curando las heridas de la carne que anunciando el evangelio a los paganos, y que, además, ellas lo preferían así. Era de esperar que no terminase de encajar en el grupo.

—La reverenda madre dice que esta noche enviará un mensaje al Vaticano.

Y lo haría, a pesar de que aún quedaba mucho por hacer. Habían sido enviadas a una nueva colonia para celebrar varios matrimonios y un bautizo, y alunizarían en unas pocas horas. Se habían enredado demasiado tiempo con este asunto.

—Hasta entonces, preparémonos para la aproximación a Phoyongsa III. Ayunaremos desde el próximo tañido de campana hasta tocar tierra.

Sor Mary Catherine volvió a abrir la boca, pero sor Faustina la interrumpió con tal disimulo que no pareció adrede.

—Como usted ordene, Madre.

La reverenda dio finalizada la reunión con una palmada y el quórum se dispersó. Había trabajo pendiente. Siempre había algo por hacer, incluso en una nave pulmonada que no requería lubricantes, soldaduras ni piezas de repuesto. Las hermanas Mary Catherine y Ewostatewos se ocupaban del servicio de planta, para que las demás pudieran seguir alimentándose. El cometido de sor Gemma era cuidar de la nave mientras viajaban a través de las estrellas. La mayoría de ellas se fue a descansar o meditar. Sor Faustina se quedó supervisando la matriz de comunicaciones. Aquí en la vasta oscuridad, el Señor se comportaba de forma inescrutable y se mostraba en lugares extraños, de forma que siempre había alguien de guardia, ya que en cualquier momento podían recibir una llamada de aviso.

La reverenda madre se quedó sola en la capilla. Estiró las manos y trató de evitar que le temblaran. Era vieja pero aquel temblor correspondía a alguien aún mayor. Por el momento había logrado ocultarlo al resto de las hermanas.

Antes de salir, colocó la mano en la escotilla entre aquella estancia y el compartimento de control. Bajo ese tramo de piel húmeda corría uno de los dos vasos sanguíneos principales de la nave y podía sentir la presión de la hemolinfa bombeando desde el corazón, a través de la musculatura invertebrada, los túbulos digestivos y los cúmulos nerviosos ramificados, en dirección a la cabeza. Entonces recitó una rápida oración por aquel corazón que las mantenía a salvo, para que continuase latiendo largo tiempo.

 

Sor Gemma entró en su laboratorio. Había configurado una prueba de diagnóstico para elegir la mejor opción, y el informe estaba casi listo. Su propósito era hallar una solución, aunque sabía que no existía una que fuese infalible.

Antes de verificar los resultados, la nave necesitaba ser atendida.

Inyectó una dosis hormonal a un gotero y administró una gotita a un trozo de tejido que había cultivado en una placa de Petri. La carne adoptó un tono verde grisáceo más saludable. La nave podía cuidarse sola, pero diez vidas humanas en su interior aún la estresaban demasiado. Las inyecciones aceleraban el procesamiento de desechos y la absorción del exceso de proteínas y metano. Preparó otra jeringa y le dio unos golpecitos para liberar las burbujas de aire. Que ella supiera, nadie había descubierto todavía qué sucedía cuando una nave viviente sufría una embolia, pero no tenía ninguna intención de ser la primera en descubrirlo.

Antes de tomar los votos, sor Gemma había crecido en un astillero en órbita alrededor de Saturno. Su primer trabajo, a los catorce años y medio, consistió en lograr que las naves jóvenes pasaran de su etapa larval —cuyo aspecto se asemejaba al de la Elysia chlorotica, próxima a las costas de la Vieja Tierra— a la etapa en la que podían lanzarse al vacío. En los astilleros, eran procreadas en cautividad a manos de los biólogos. El genoma de cada ejemplar era secuenciado y escogido de acuerdo con las estimaciones de su tamaño y el riesgo de enfermedad genética. Los armadores aguardaban junto a las naves fecundadas hasta que estas liberaban cintas gelatinosas de huevos como si fuesen algas nudosas. Estos huevos eran demasiado débiles para resistir sin aire en la oscuridad, de modo que los armadores los prendían a celosías en bahías climatizadas y los seleccionaban a medida que iban creciendo. Un lote de miles de huevos podía producir únicamente cinco o seis naves viables, y solo una o dos serían lo bastante grandes como para albergar a más de una docena de tripulantes. Era un proceso completamente alejado de Dios. Pero allí, en aquella bahía, esparciendo nutrientes a lo largo de las celosías, sor Gemma entrevió por primera vez la divinidad de la fotosíntesis simbiótica y la desintegración de las células de las babosas.

Ahora, empleó un bisturí para cortar la membrana mucosa que protegía la carne interna de los agentes infecciosos. Colocó la punta de la aguja sobre el palpitante músculo esmeralda y este se contrajo al sentir el contacto. El tejido muscular era blando y translúcido, pero tan duro como para resistir las presiones del espacio.

A su espalda, la escotilla hizo un suave ruido de succión. Sor Ewostatewos se abrió paso con una cesta. Registró en los armarios de aditivos químicos, buscando algo.

—¿Qué ocurre? —preguntó sor Gemma.

—Una ligera deficiencia de hierro en las camas.

Nada inesperado. Últimamente no hemos tomado suficiente agua sin filtrar. —Sor Ewostatewos vertió un paquetito de suplemento de tierra en un vial de líquido transparente y lo agitó. Luego lo fijó a la línea secundaria de la bahía hidropónica y la solución fluyó por la soja y las zanahorias que habían plantado la semana anterior—. Estás dudando.

Sor Gemma acercó la jeringa y presionó su mano enguantada contra el músculo desnudo para que la membrana volviera a separarse.

—Sí.

Sor Ewostatewos era la más nueva de todas, aparte de sor Mary Catherine, con quien apenas contaban ya que todas sabían que no se quedarían con ella. La hermana había crecido en una luna sin aire, en una burbuja. Su padre era ortodoxo etíope y su madre católica, lo que podía considerarse una relación extraña. Sor Gemma quería preguntarle cómo había elegido una religión sobre la otra, pero algunas cosas eran demasiado privadas para preguntarlas. O demasiado difíciles de explicar.

—Me preocupa que la culpa sea mía.

—¿La nave se está preparando para aparearse?

—Sí. —Sor Gemma tragó saliva. El músculo latía bajo su mano: espasmódicos impulsos eléctricos para señalarle dónde estaba—. Soy responsable de su estado. Es muy joven para aparearse. La mayoría de las naves no maduran hasta pasados veinte o treinta años. Quizá no haya regulado bien sus hormonas. O haya pasado por alto una deficiencia vitamínica.

—¿Eso es posible?

Sor Gemma se encogió de hombros. Muchas cosas eran posibles. Casi todo lo era. Vivían más allá de los límites de lo conocido. En cambio, en la Vieja Tierra estudiaban las naves en laboratorios e instalaciones de pruebas emplazadas en un entorno lunar, con financiación ilimitada en cuanto a recursos de reproducción y ensayos genéticos. Procreaban generación tras generación bajo variables infinitas. Pero incluso allí, nadie podía asegurar por qué un recién nacido acababa convirtiéndose en una nave viable y por qué otro crecía sin cámara interior y por ende resultaba inutilizable. Cuando detectó el cambiante perfil hormonal de la nave y su comportamiento extraño, pensó que eran los primeros indicios de una insuficiencia orgánica. Luego descubrió su atracción por un macho en algún punto de la travesía y que trataba de seguir su rastro de feromonas para cumplir con su imperativo biológico. Aquello fue un alivio durante los dos segundos que tardó en evaluar las implicaciones teológicas.

—Envié un mensaje a dos de los principales astilleros de investigación. Pero su respuesta no llegará a tiempo.

—Si lo hiciste lo mejor que pudiste, entonces todo lo demás depende de Dios.

Sor Ewostatewos solo decía ese tipo de cosas cuando eran ciertas, lo que la convertía en una de las personas favoritas de sor Gemma. En esta vida existían muchas personas cuyas bocas se llenaban de tópicos vacíos.

—Tengo miedo —confesó sor Gemma. No solo de la nave, aunque eso no podía decirlo en voz alta.

—Siempre habrá que tomar decisiones difíciles. Y aunque seamos la primera congregación en enfrentarnos a este dilema, no seremos la última. Cada año son más numerosas las órdenes que son enviadas en naves vivientes. Quizá nos mencionen en las enseñanzas por esto. Pero, ¿cuántas no serán recordadas en absoluto?

—Qué soberbio por tu parte.

Sor Ewostatewos se rio con el chascarrillo.

—Solo somos seres humanos. Ánimo, hermana. Nadie puede controlarlo todo.

—Tienes razón, por supuesto.

Sor Gemma apartó la mano del músculo y presionó suavemente la jeringa. El músculo se contrajo y luego se relajó, y ella apretó el émbolo. Los bordes glutinosos de la membrana se habían resecado debido a su demora. Aplicó un poco de gel hidratante sobre la piel. La nave ni siquiera necesitaba su ayuda para recuperarse; tan pronto como hubo absorbido el gel, la incisión desapareció sin ningún problema. No, nunca dejaría de sorprenderse con aquellas naves. Incluso si algún día dejaba para siempre ese estilo de vida, nunca olvidaría esa sensación palpitante que la rodeaba.

—Antes no escuchamos tu voto. ¿Puedo preguntarte cuál es?

—Aún no he tomado una decisión. No creo que la nave tenga un alma o una obligación sagrada. Si tuviésemos una vaca, dejaríamos que se reprodujera. Sin embargo, no vivimos dentro de una vaca. El ganado no está consagrado. —Sor Gemma negó con la cabeza—. Cada argumento que me planteo, puedo rebatirlo.

—Quizá llegues a una conclusión cuando desconectemos la gravedad. A mí me aclara las ideas.

—Tal vez.

Sor Ewostatewos sonrió, recogió los suplementos minerales y cruzó la escotilla. Cuando se hubo marchado, sor Gemma tocó el lugar que acababa de cortar, ahora tan suave como la piel húmeda de un ternero recién nacido. Ella no creía que la nave tuviera alma. Pero sí creía que pudiera desear. Quizá, si se quedaba allí mismo, escuchando, oiría su voz. Quizá le diría qué hacer.

 

Sor Faustina se preparó una taza de té con mucha crema y azúcar. Tal vez eso no iba en armonía con el espíritu del inminente ayuno, pero en cualquier caso se lo bebería antes de la siguiente campanada. Tampoco es que fuesen clarisas, empeñadas en renunciar a toda comodidad terrenal. No tenía ningún sentido privarse ahora de todo cuando les quedaban tantas penurias por sufrir. Cuando hirvió el agua, sacó un paquete de té verde del cajón y lo removió hasta que el polvo quedó disuelto. Había escuchado que el té —el auténtico— era una especie de hoja vegetal, pero nunca había visto algo así. Sonaba como el típico despilfarro de recursos que tanto gustaba a los habitantes de la Vieja Tierra. Se permitió dos cucharadas de cada una de las latas de crema y azúcar, y dejó que el té adoptara el tono marrón claro de una bolsa de papel.

Aseguró la tapa de la taza y se acomodó en una silla frente al panel de comunicaciones. Quienquiera que fuese quien hubiera desarrollado aquella nave había sido mucho más alto que ella, y aquel asiento nunca terminaba de parecer cómodo, por muchas veces que le pidiese a sor Gemma que lo reajustara. Las naves siempre mantenían una parte de su diseño original, pero por algún motivo no habían considerado preciso situar un reposacabezas ocho centímetros más abajo, por encima del bulto de grasa que era su asiento.

Dejó la taza a la izquierda de la pantalla y, con el pulgar, frotó el suave musgo que cubría la consola, hasta que este creció alrededor de la taza, fijándola en su sitio. Primero, tuvo que revisar los datos de la colonia solicitante. Le resultaba raro hacerlo, pero algunas congregaciones habían sido atraídas a la muerte con falsas peticiones de oración. Las naves eran valiosas, al igual que todos sus suministros. Cuanto más se alejaban de la Tierra, más difícil era encontrar barras de luz química, cromo procesado o medicamentos fabricados por alguien con un título universitario.

Sor Faustina abrió el mensaje de la colonia. Primero, una explosión de publicidad: ¡La mejor comida del tercer sistema! ¡Repare su nave en Vishni and Sons, especializados en propulsión de naves vivientes! ¡Fije su residencia en nuestra bonita luna… jamás verá un agua tan clara como esta! Todo tipo de señales agregadas por comunicaciones legítimas. Después de los anuncios, los mensajes más antiguos se superponían en el audio de fondo. Algunos databan de antes de la guerra. Transmisiones propagandísticas y radiodramas, la mayor parte leídas por la señora August, la ignota voz del Gobierno Central de la Tierra. Había realizado años y años de transmisiones, todas con su hermosa y característica voz. Mucho después de la guerra, cuando probablemente ella ya había muerto en uno de los atentados, los niños del sistema exterior habían seguido escuchando sus cuentos antes de acostarse, porque los derechos de descarga no costaban ninguna moneda.

Sor Faustina anotó la tarea de actualizar el filtro de spam la próxima vez que atracaran en una estación con un programador medio decente.

La colonia les había enviado un vídeo, lo cual resultaba un gasto injustificado, pero eso facilitó la verificación de sus identidades. Cinco personas se agolparon en la pantalla.

—Enviamos nuestros buenos deseos a las hermanas de Nuestra Señora de las Constelaciones Imposibles —dijo la mujer del centro.

Hablaba un inglés terrestre muy correcto, pero su acento le era familiar: sor Faustina también había crecido hablando el dialecto de los asteroides y los cinturones de chatarra espacial. Sabía con toda certeza de dónde procedía esa mujer, con el cabello oscuro y muy crespo, los ojos estrechos y la piel suave de color siena. Y lo que de verdad la delataba: su heterocromía hereditaria. El archipiélago plutoniano. Un vertedero al borde del primer sistema. El archipiélago había sido colonizado por dos familias, una nigeriana y otra tibetana, y entre ambas habían construido un imperio a partir de un montón de basura espacial sin ningún valor. La familia Phuntsok era legendaria. Durante generaciones habían sido los reyes de los carroñeros. La mayoría de ellos había muerto en la guerra, luchando contra la Tierra. Por lo que sor Faustina sabía, el archipiélago no era más que una reluciente banda de escombros que orbitaba alrededor del pozo de gravedad de un planetoide frío. Esa joven quizá pertenecía a la segunda generación que crecía fuera de allí.

—Estamos estableciendo una nueva colonia en Phoyongsa III. Nos gustaría que nuestra luna fuera bendecida, y hay tres parejas a las que les gustaría casarse. Y… —Esbozó una sonrisa. El hombre de piel más oscura que estaba a su lado debía ser su esposo, por cómo la miraba—. Para entonces tendremos un bebé al que bautizar. Les enviamos las coordenadas de nuestra posición. También disponemos de suministros para comerciar. Aguardamos ansiosamente su respuesta.

Sor Faustina revisó el registro de colonias y la lista de inventario y lo encontró todo en orden. Un bautizo siempre era divertido. Habría alcohol de algún tipo — quizá vino de cebada— y el bebé pasaría de mano en mano, habría fuego real y comida cultivada en la tierra.

Localizó otro mensaje en el tablero, dirigido a ellas en concreto. Eso era algo inusual. Había recorrido un largo camino. Según la firma y el rastro de satélites, naves y estaciones por los que había viajado, pertenecía al primer sistema.

Sor Faustina sorbió el té. Una comunicación del primer sistema podía ser muy bueno o muy malo. Durante los cuarenta años transcurridos desde la Gran Guerra, la Vieja Tierra se había recluido en sí misma y había dejado que los otros tres sistemas se ocuparan solos de sus propios asuntos. En los últimos tiempos, la dama gris parecía estar desperezándose. Sor Faustina había visto cada vez más comerciantes, financiados por el Gobierno Central de la Tierra, dando el salto al segundo, tercer y cuarto sistemas, provistos de productos codiciados que solo podían producirse en la Tierra, como seda, pimienta negra, vino de antes de la guerra y las hojas de té húmedas que tanto adoraban. Sin embargo, a sor Faustina le parecía que lo que en realidad pretendían era someter de nuevo a sus hijos pródigos bajo un puño de hierro.

El mensaje había sido sellado con el cifrado de su cardenal. Introdujo la clave. Solo la conocían dos personas: ella y la madre superiora. Recibían tan pocas comunicaciones del cardenal que tuvo que intentarlo dos veces. Por lo general, los mensajes solían consistir en cambios de protocolo: la longitud apropiada de la toca para su orden, una nueva traducción de las liturgias, qué estación disponía de un cargamento de obleas de comunión. No habían visto a un sacerdote en los últimos tres años. Apenas eran necesarios. Un siglo antes, el Cuarto Concilio Vaticano había permitido a las hermanas entregadas a la vida religiosa cumplir con los sacramentos, todos excepto la confesión, la confirmación y la ordenación. No había suficientes sacerdotes en la oscuridad para hacerlo. Y, de todos modos, así era como había sido al principio.

Estimadas hermanas de Nuestra Señora de las Constelaciones Imposibles —comenzaba el mensaje—, Su Santidad Pío XVI, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, Prelado de Italia, Arzobispo y Urbanita de la Provincia de Roma, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los siervos de Dios, ha decretado que se llevará a cabo un recuento de los oficiantes de la Iglesia.

Por lo que ella sabía, el papa era Urbano X, pero ya había fallecido. El anuncio del nombramiento de Pío XVI se les debía de haber pasado por alto. No le gustaba cómo sonaba eso de un «recuento», aunque a sor Faustina a menudo le achacaban un recelo demasiado acentuado hacia la autoridad.

Un sacerdote se reunirá con ustedes en el siguiente puerto de acoplamiento. Realizará un recuento de su tripulación y actividades y lo remitirá a la Santa Sede. El sacerdote asignado supervisará tres congregaciones, incluyendo la suya, y dividirá su tiempo entre ellas según su consideración.

Sor Faustina buscó a tientas su té y dio dos tragos tan rápido que se quemó el interior de la garganta.

Su Santidad ha decretado esta medida como parte de los continuos esfuerzos para restaurar la Iglesia después de la Gran Guerra, y de este modo poder atender las necesidades de cuantas almas sea posible. Pronto recibirán más instrucciones. Cardenal R. Capul.

—Entonces, ¿por qué no subís al sacerdote a su propia nave? —murmuró.