Historia de Sarmiento - Leopoldo Lugones - E-Book

Historia de Sarmiento E-Book

Leopoldo Lugones

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Beschreibung

Se trata de un estudio sobre Sarmiento encargado por el presidente del Consejo Nacional de Educación, José M. Ramos Mejía, a Leopoldo Lugones. El autor argentino pretende con esta biografía profundizar en la vida íntima de Sarmiento y reivindicar al autor en el centenario de su nacimiento.-

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Leopoldo Lugones

Historia de Sarmiento

 

Saga

Historia de Sarmiento

 

Copyright © 1911, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641820

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Prefacio

La biografía de Sarmiento, está hecha en su doble carácter narrativo y pintoresco.

El señor J. Guillermo Guerra, por extenso, y el señor Whérfield A. Salinas, en resumen, han realizado lo primero con sus libros: Sarmiento, su Vida y sus Obras; y Sarmiento. Lo segundo corresponde al ya popular Sarmiento Anecdótico del señor Augusto Belín, nieto del prócer.

Mi propósito es hacer un estudio del personaje, apreciando en su magnífica multiplicidad, semejante caso único del hombre de genio en nuestro país.

La biografía propiamente dicha, pasa, pues, á segundo término. En cambio, adquieren grande importancia los detalles concernientes al hombre íntimo, más persistente, desde luego, que el hombre público, y fundamento sustantivo de este último á la vez. Y ello no sólo en lo que se refiere á sus rasgos personales, sino á sus cosas. Las cosas de los grandes hombres, son, con frecuencia, tan interesantes como sus actos; y muchas veces el uso peculiar de una, revela interesantes detalles idiosincrásicos. Por lo demás, ello constituye una lección complementaria de la alta enseñanza que son esas vidas.

También la fisonomía, las actitudes, los gestos típicos, requieren una mención detallada; porque son contribuciones al estudio todavía inconcluso del genio como fenómeno superior.

Después, parece que el centenario señala el momento de analizar esa obra enorme y variada, para determinar con criterio exacto su interesante unidad. Hacer, si se permite la expresión, la filosofía de Sarmiento.

Mi pretensión es vasta, como se vé; mas si no lo desconozco, tengo la fe de mi entusiasmo. Este elemento esencialmente luminoso, ha de suplir las deficiencias de mi penetración.

Porque se trata, ante todo, de glorificar á Sarmiento. Es este el objeto del encargo que me ha dado el Señor Presidente del Consejo Nacional de Educación, Doctor Don José María Ramos Mexía, á cuya distinción quiero corresponder.

Y ello no excluye el estudio, naturalmente. Conviene al metal noble la trituración y la fusión de su ganga.

Así, pues, resumo mi propósito. Lo que he querido, es contar á Sarmiento, más que narrar su vida. A este propósito, he hecho también un poco de historia; porque Sarmiento, más que un hombre, es una época. Cuando el tiempo superponga en una sola perspectiva los diversos planos históricos, aquel fenómeno genial denominará una era.

Réstame tan sólo manifestar mi gratitud á las personas que me han ayudado en la penosa tarea previa del informe y de la documentación.

Es el primero de todos, mi buen amigo don Augusto Belín Sarmiento, quien con una cortesía y una paciencia verdaderamente admirables, ha sabido sobrellevar en el colega al cargoso personaje que es el historiador así atareado. Débole, primero, mi gratitud de estudioso por su excelente recopilación de las obras completas de Sarmiento, que ha sido, como es natural, mi fuente más proficua. Después, la estimación del amigo á cuyo servicio puso con el mayor desinterés su copioso archivo documental, iconográfico y misceláneo de Sarmiento, que es más bien interesante museo. Dedicado por tantos años al laborioso culto del grande hombre, dijérase que éste habíale preparado como nieto predilecto, para que fuese el albacea de su gloria.

Debo también una mención especial al Dr. D. Lorenzo Anadón, ministro argentino en Chile; al Dr. D. Florentino Ameghino, Director del Museo Nacional; al Sr. D. Agustín Pendola, bibliotecario de la misma institución; al Dr. D. Adolfo Saldías; al senador nacional, ingeniero D. Valentín Virasoro; al Sr. D. Alejandro Sorondo, secretario de la cámara de diputados nacionales; al Sr. D. Baltasar Moreno, que fué uno de los albaceas de doña Benita Martínez de Sarmiento; al Dr. D. Manuel Gorostiaga, al Dr. D. Marco M. Avellaneda, al Sr. D. Ramón Cordeiro, al Dr. D. J. Isaac Arriola y también al Dr. D. José María Ramos Mexía, quien, fuera de haberme encargado esta obra, ayudóme como historiador.

La elección de este escritor, es, por lo demás, un honroso franqueo ante el público; y para decirlo en pertinente latín de Horacio, creo por mi parte que tengo en él un juez sincero de mis letras:

. . . nostrum sermonum candide judex.

L. L.

___________

CAPITULO I

El hombre

La naturaleza hizo en grande á Sarmiento. Dióle la unidad de la montaña que consiste en irse hacia arriba, de punta; mas fuera de esa circunscripción al triángulo proyectivo que también perfila el remonte de la llama, hizo de su estructura una aglomeración pintorescamente compuesta de piedra, abismo, bosque y agua. Así son de cerca esos caos donde parece expresar una especie de antiguo dolor ceñudo el desorden del granito. Su fortaleza manifiéstase en una ruda fealdad, como la carne del pobre. La breña negruzca, la desmirriada paja de la grieta, erízanle una pelambre de lobo. Persiste la quemadura plutónica en el costillar de traquito, en la hacheadura de gneis que forman la grieta oblicua. En vano la náyade montañesa vertióle, por siglos compasiva, su escurridura de alcuza. Sobre vuestras cabezas, en torno, reina la tempestad inmóvil de la piedra, más imponente todavía en su silencio. Desde la inmensidad en que se abisman las distancias sobre campos indefinidos, desde la inmensidad donde no hay más que luz, el aire convertido en tela de viento, agrava la soledad con intermitencias de lejano aullido. No es alegre, por cierto, esa primera confrontación con la montaña. Su pedregal bruto, sus leñas torcidas, sus ramajes acamados, sus farallones agresivos, sus pendientes en que la fuerza de la mole parece empujaros hacia atrás, nada tienen de amistoso. Todo cuanto notáis en ella, es brutal y despedazado.

Pero tomad distancia. El aire luminoso aclara la masa obscura que, poco á poco, divinízase en azul. Condensando el violeta difuso del ambiente, la montaña así traslucida constituye el paisaje con su espectáculo poético. Hay en aquella sublimidad, algo de pensamiento y de música. Y el cielo integrado con ella, no es más que la disolución ligera de aquel terrón de añil cuya punta va humedeciendo la nieve. Así el hombre material, convertido ahora en el pensamiento que emanó de sí mismo.

La naturaleza hizo en grande á Sarmiento. Dotó de fuerza membruda, desbordada con abundancia animal, su espíritu, como para que la robustez del leño exaltara la viveza de la brasa. Y aquella energía estuvo siempre despierta, como el fuego. Al igual de este elemento, su condición de vivir fué que estuviera siempre despierta.

Estas líneas evocan naturalmente la fisonomía definitiva con que el pueblo le ha incorporado á la inmortalidad, bajo una denominación familiar que registra un abolengo ilustre: el viejo Sarmiento. Fué, efectivamente, el gran viejo de la patria, orgulloso de ella y regañón como ante una nubilidad demasiado ardiente.

Nadie le recuerda ya sino bajo aquel aspecto de peñasco rugoso en que le habían anticipado carne de estatua, con una especie de saña genial, los azares de su vida violenta.

Formaba parte de su entidad aquella fisonomía de combate cuya fealdad de bronce pronunciaba la tenacidad de un tipo. Dijerásela su máscara guerrera, remachada á martillazo de dolor y atormentada por la escultura de la cólera. Sarmiento, sereno, es imponente. El reposo de su bloque de batallador aviva el perfil severo. La categórica seguridad que forma su estática, así como el aplomo de la cornamenta, recela una latente violencia de agresión. Una vivacidad curiosa y múltiple le electriza, trayéndole instantáneamente las ideas á flor de piel como el redopelo de un espinazo felino. Tiene mucho de numen elemental de la tierra, especie de cabir en su antiguo socavón minero; algo de monje fogoso y de viejo almirante sajón; no poco de labriego, rudo como la gleba familiar y nudoso como las cepas tutoras á las cuales vinculábase de nombre y de calidad. Y así nos queda su catadura de transeunte formidable, caminando á paso macizo las aceras, aquí y allá lanzada la malicia brusca del ojo que nada pierde; su mandíbula removiendo de través el belfo, con un gesto peculiar que trocaba la mamulla senil en característica acción de befar el freno; recios los brazos de cavador que el bastón prolonga con vivacidad tactil, ó con autoritarias interpelaciones á redoble de contera; peculiar la gruesa oreja sorda bajo la galera ( 1 ) prócer ó el hongo de paja; anchamente encuadernada en el saco vulgar ó la levita suntuosa su agachada solidez de toro lento; y la espalda potente, como apuntalando una mole habitual, cargada hacia la cerviz en una ímproba acumulación de lomo.

Por lo demás, es el suyo, con harta frecuencia, ese papel de telamón en la asendereada arquitectura constitucional; así como en su fisonomía, los aspectos señalados designan el hombre múltiple: constructor premioso hasta ser desequilibrado; obrero utilísimo, arrebatado por flameantes alas de fiebre, más allá de su propio afán; combatiente y director de naves aventadas de trapo hasta la quimera; apóstol con frecuencia inspirado hasta la adivinación. Su faz glabra, desordenada por aquel violento equilibrio de energías, parece haberse desfachatado en la desnudez para manifestarlo con mayor audacia. Pues la línea preponderante de su tipo, declara con fiereza la lealtad. Sabe que todo han de sacarle al rostro, menos vergüenza ó miedo. Y las distintas personalidades que lleva en sí, animan con sorprendentes alteraciones aquella como marítima superficie de su espíritu. Nada más militar, más magistrado, más misionero, más orador, más abuelo, según los casos; pues claro es que la sencillez fundamental de toda grandeza, llevábale á complacerse en ser buen viejo para compensarse de haber sido anciano sublime. Por aquellas arrugas terribles, despeñaba con frecuencia su risa abundante, de formidable salud optimista, ó despatarraba como un alacrán la mueca de su malicia provinciana. Esas diferentes personalidades no caracterizaron tan sólo su fisonomía. Su instintiva facilidad de desdoblamiento, que luego definiré como saliente peculiaridad, provenía también de allí. Pero continuemos la descripción física, tan interesante como la intelectual misma, dada la singularidad del fenómeno que Sarmiento constituye. Su cabeza única en nuestra craneología célebre, es tan fuera de molde como su entidad espiritual.

Nada más curioso que ver cómo fué formándose entre las vicisitudes.

Es primero, en Chile, durante la ruda juventud del emigrado, la figura del romanticismo reinante, con sus cogitabundas melenas que hubo de adoptar, á favor de una fugaz peluca, su prematura calvicie; con la barba unitaria de plácida redondez enteriza y los correspondientes ojos melancólicos, caros á su recóndito sentimentalismo, como que á la tristeza de su mirar atribuye, en página famosa, el bien de haber sido amado. Una arruga atraviesa ya la frente como signo de vocación á la tempestad.

Poco á poco va engestándose su energía. Lastarria recuerda en el mozo de treinta años, la imperiosa cejijuntura, las mejillas caedizas de dogo. El oficial de Caseros no conserva ya sino las patillas á la Palmerston, la “pata de cabra” integrada con el bigote á modo de barboquejo marcial. La arruga frontal se ha multiplicado. Las cejas que empiezan á encresparse, divididas por autoritario pliegue, afieran la mirada. Su conjunto manifiesta el gesto antipático que acentuaba con alarde feroz aquel militarismo calaverón y tigrero ( 2 ). El gobernador de San Juan, con su pera fluyente y entrecana, acércase al tipo del ciudadano pudiente que pobló con su provecta importancia los senados de la época. La misión diplomática al Pacífico y á los Estados Unidos, señala la transformación definitiva. Sospecho que en ello hubo algo así como la adopción del tipo yankee, si bien la rasura data de su legación en Lima, y obedeció en parte á suprimir en el vigoroso fumador, el desaseo de su bigote ahumado. Entonces, como un caso de exhibición leonina, aparece en la historia nacional la cabeza de Sarmiento.

Bien examinada, ella es un resumen de su carácter. Su espíritu esencialmente positivo, su tendencia absoluta á la acción, su concepto materialista de la utilidad, su sensualismo, su panteísmo, su vivacidad, su curiosidad, su impetuosidad colérica, dimanan visiblemente del conflicto de espíritu y materia que aquella cabeza manifestaba, y de donde provenía su fealdad casi cruel.

El cráneo, de irregularidad dolicocéfala, comporta una aproximación animal, acto continuo compensada por la frente notoria. Pero esta facción ofrece á su vez un resultado opuesto. La norma frontalis de Sarmiento, ó sea el aspecto anterior de su cráneo, manifiesta la tendencia piramidal, comúnmente desventajosa, de los individuos llamados por Vogt tectocéfalos. Es, en efecto, un techo formado por la convergencia ascendente de los parietales; una conformación de vileza gentilicia. Por no sé qué circunstancia paradojal, á Sarmiento le resultaba hermosa. En la arquitectura de aquella cabeza tan peculiar, formaba una especie de miembro estético, que defendía de la bestialidad posterior con la nobleza de una torre de combate. Preponderaba otra vez la tendencia inferior, al determinar la proyección de la quijada prógnata, característica en él hasta hacer de su labio un belfo. Aquello, en virtud de la conocida relación facial, presentábale ñato ( 3 ), aun cuando no lo era ( 4 ); si bien la prominencia superciliar muy desarrollada, acentuaba todavía aquella impresión.

Mas la cara chica con relación á la cabeza, y sobre todo á la frente, restablece la suprioridad psíquica; constituyendo el rasgo capital de la estructura humana, que el rostro sea un apéndice del cráneo. Así, resultando éste á vista de pájaro (norma verticalis) y en su proyección mandibular, un verdadero cráneo de negro, la frente y el rostro vienen á determinar una fisonomía declaradamente caucásica.

Nada más ennoblecido, en efecto, de energía espiritual.

Desde la cúspide encalvecida, dilátase entre los lejanos alaciares el inmenso campo frontal, arado de pensamiento á triple surco. ( 5 ) Adviértese en su prominencia de marmórea luminosidad, el empuje de las ideas que componen la cimbra de aquella bóveda. Cae sobre las cejas hirsutas, tras cuya prominencia contráctil como un áspid avizor, está emboscada la tremenda voluntad. De allá adentro, la mirada que fatigaron desmesuradas lecturas, prolonga con un magnetismo impávido la remota arrogancia inherente á la pupila diurna del león. Al reflejo diverso de su alma, aquellos ojos, como las espadas, tienen una doble luz. Serenos, tiran á un viso amarillento sobre el fondo pardo claro ( 6 ). Furiosos, obscurécense hasta la lobreguez, profundizados por la congestión interna. Constrúyese la nariz robusta y ancha como una pata de braco. Los surcos que limitan la zona cigomática y prolongan las comisuras labiales con una profundidad de devastación, destacan la vasta boca cuyo desborde traza compulsivo neuma. Y ¡ cosa extraña! en la energía atroz de semejante rostro, aquellas arrugas parecen definir una especie de prolongación lagrimal, comunicando á la escabrosa fisonomía la fiera tristeza de los pájaros de cumbre. Es, diríamos así, el Prometeo encarcelado que padece en aquella estructura de hombre de las cavernas, forzada á reproducir la cueva originaria en plena roca primordial. ( 7 ) Pero también ello ratifica aquella solidez que la naturaleza había puesto al servicio de una tarea ciclópea. La fealdad del Sarmiento facial, va con el Sarmiento espíritu como un moloso con su amo. Realza su escultura esa curtida palidez que es el color de la salud anciana, ligeramente descaecido por taciturna hez biliar. Pero este es, si se permite la expresión, el elemento en reposo. Ya he mencionado su extraordinaria movilidad. Es tan sensible al medio, como eficaz para transformarlo. A semejanza del rio que ahonda el cauce con todo su cuerpo, la hoja más leve altera su cristal, el más pequeño guijarro le llega al fondo.

Como el rizo del agua así turbada, la jovialidad es, entonces, su movimiento natural. Ella forma, por decirlo así, el sonroseo de la salud en su alma. Es también el nativo don de volar que le mantiene sin esfuerzo en las regiones puras. Hace del buen humor su pájaro familiar, el agente alado de su generosidad comunicativa. Para las damas, predilectas de su conversación, pónele una guinda maliciosa en el pico; y se divierte en excitar la gárrula animación su charla fina, en la cual hace mueca á ratos, con maestría señorial, la pulgarada de rapé volteriano. Sus mismas graneles indignaciones suelen estar atravesadas por un cohete de risa. Sólo que entonces, el pájaro pónese á tañer su oro marcial, como un gallo de pelea, arqueando en el epigrama la arrogancia del espolón. La cualidad dominante de ese batallador, es la alegría de vivir que iluminaba al heroísmo griego. Abandona la comunicación con su numen genial, para charlar con su loro tucumano. En la conversación familiar, es habitualmente irónico y fértil en ocurrencias risueñas; pero también sencillo y comedido con las opiniones más insignificantes; lo cual es el fondo caritativo de la jovialidad. Esta virtud, es también inquebrantablemente sincera. Así, el Sarmiento grande y burlón, acogerá con respeto el raciocinio de un niño y se inclinará ante él si lo encuentra justo. La conciencia de la superioridad no le solemniza. Su franqueza tiene el don de la alegría, que es el timbre natural de ese oro pródigo. Su elogio de la risa formula un verdadero concepto estético: “Los grandes maestros son inmortalmente risueños. El buen reir, educa y forma el gusto”.

De aquí su odio implacable á la hipocresía de los bribones, al entono de los necios, á la crueldad de los engreídos, á la fatuidad de los pedantes; en una palabra, á la farsa triunfal de este mundo modernísimo, dominado por el cartel de anuncios que es el blasón de las plutocracias; al resoplante bluff que envida en dólares contra las estrellas, paseando por el firmamento su montgolfiera baladí. ¡Y todavía que le toquen los insolentes!

Ahí lo de acabarse la jovialidad del viejo delicioso, el confitado gengibre de su anécdota verde, la picardía cariñosa de su requiebro.

El héroe insultado, siente que en su magnanimidad de león palpita la índole.

Entonces el sarcasmo vuélvesele careta feroz. Cierta fulguración de estrabismo trastórnale un instante los ojos con oblicuidad de puñalada. El chapaleo desdeñoso y enfático de su palabra, exagérase todavía para el epigrama brutal, el cuento obsceno, el terno frecuente en que suele complacerse su desasosegada exterioridad. Masca los vocablos de través con su habitual mueca herbívora, abunda en ademanes, borbolla de risa, siempre más próximo de la sátira que de la ironía, transformando aquel cinismo de viejo malo, en una pintoresca insolencia iluminada de pensamiento, que es decir exaltada á cosa superior como las blasfemias de un condenado dantesco. O monta en una de sus ya célebres cóleras por la justicia, por el progreso, por la libertad, por la verdad, por la razón, por la debilidad desvalida, por el derecho inerme, como un descomunal paladín en su corcel pura llama. Hay que verle, entonces, bajo las cejas revueltas que debía recortar para que no se le metieran por los ojos, aquella mirada enfurecida de espíritu. El no sabe de la ira pálida, de la sórdida aheleación que trae á la lengua su hedor amargo. La suya es la buena cólera que se le hincha en congestiva cresta; la franca violencia que viene relumbrando como un arma desnuda; el furor leal, hermano del pulcro rubor, como flores de la misma sangre pura. Aquello ármale en guerra con las fuerzas que le saca de adentro, dijérase que por condensación eléctrica. Las ideas vánsele erizando como una crin. Inmediatamente, á la manera del monte similar, hélo aquí embellecido de fuego. Empenacha su genio con enorme jactancia, sabiéndose por ello lapidante é insultante, y gozando el peligro implícito con una como dentera feroz. Herido, injuriado, calumniado como nadie lo fué más, hasta en esos secretos cuya violación equivale á profanar tumbas, es cierto que nunca emporcó la garra en escarbaduras de hiena. Su atlética cogedura levantaba para ahogar. Pero también qué acierto en dar con la coyuntura del ridículo, con la vena de la farsa en la cual hubo de hartarse hasta lo soez, implacable para el defecto afligente que le ofrecía una verdadera malacia de carne cruda. El peligro es su costumbre, y la cólera su belleza. Engrandécese como un numen en el ambiente relampagueado, cruzando la tempestad con su nube á la cintura y su trueno al hombro. La trayectoria zurda ó irregular de su pensamiento así agitado, no excluye una integridad anómala que constituye el secreto de su eficacia. Como la línea del relámpago, es quebrado pero continuo. Tronando y huracanando fecunda la tierra asolad por las montoneras y la ignorancia. También así es de revuelto y de recargado; pero recordando una de sus parábolas famosas, no hemos de buscar transparencia en las aguas de borrasca. Retardadas por veinte años de tiranía, necesita precipitarlas en torrente. Y como esos caudales son substancia suya, de la más noble, allá van en la masa heterogénea sus valiosas aglomeraciones de elemento colector, chispeadas á cada instante por el oro nativo. De repente una penosa aridez, descorazona como el manto de arena en la excavación del pozo. Es un repliegue de su topografía. Su bloque sintético no es una cristalización, sujeta á normas geométricas. La impaciencia le devora, y no teniendo tiempo de elegir, carga con todo lo que encuentra al paso. Si ha calzado las botas de nueve leguas, es natural que levante polvo en la ruta. Puesto que se divierte en ser el señor Huracán, echa ese polvo á la cara. También esto le da el dominio de los trabajos prodigiosos. Escribe Argirópolis de una sentada, día y noche, consumiendo varias veces la vela lucubratoria convertida en ascua de su volcán. Compone el discurso de la bandera en el despacho presidencial, en una hora. Manda á los diarios su colaboración de editorialista en cuatro ó seis artículos por junto. Posee el don divino de andar más rápido que el tiempo. Excede su propia grandeza con su entusiasmo.

A pesar de sus recomendaciones para el buen trato de los libros, sacrifica los suyos á la urgencia de su tarea. Anótalos con lápiz ó con tinta, al azar; quiébralos por el lomo, sin miramientos; apaga la vela con ellos, á despecho de la buena encuardenación. Sus lecturas participan de análogo desparpajo. Son inmensas, pero desordenadas. Sólo que él las clasifica á su modo. Hace allá en su horno, que no foro interno, con la mezcla peculiar, su bronce corintio.

Si esto perjudica al escritor, quitando la cualidad fundamental de la proporción á la estética de su palabra, constituye en cambio la eficacia del orador. En la elocuencia oratoria, todo es cuestión de relieve. He ahí el éxito de ese hombre montañoso. Luego, posee los dos principales estímulos de la atención: la concepción original y la gallardía; el prestigio viril sobre las muchedumbres, en su incomparable audacia; la ocurrencia fulminante, en su agudísima sensibilidad. Así, su célebre discurso en el senado cuando la intervención á Corrientes (1878) después de un debate de tres días en la otra cámara y cuando se creía agotada la cuestión, asombró por la novedad de la doctrina y del estilo. Su famoso apóstrofe en la Convención revisora de Buenos Aires, tiene la teatralidad de una arenga girondina. Su desafío al pueblo enfurecido, cuando el famoso discurso de oposición á la amnistía para los revolucionarios de 1874, cuenta entre las páginas más valientes del congreso. Su actitud personal ratificó aquel coraje de los principios, pocas veces exhibido con tanta desventaja de situación. Acababa, en efecto, de terminar la presidencia, donde había vencido aquel movimiento, muy popular en Buenos Aires; siendo tradicional, además, la amnistía en casos análogos. Sólo Sarmiento ha sido capaz de esas superiores inflexibilidades que nuestra molicie política hace mérito de eludir, disfrazando de clemencia la desidia y de tolerancia la cobardía moral. De aquí, entre otras razones, aquella originalidad intelectual y física. De aquí que ese entusiasmo se parezca tanto á una magnífica iracundia. Las impertinencias casi inevitables de su palabra en tales momentos, son apremios sin mala intención, como los latigazos que uno descarga á la acémila. Por eso, apenas iniciado el discurso ó el desarrollo temático de gran facilidad interlocutoria, pues el cualquiera con quien dialoga no es sino la tabla sonora de su cordaje, el orador que siempre habló desdeñando las situaciones retóricas, se manifiesta completo. El oleaje interno encréspase en sus mechones y sus cejas con una espuma de canas. La mirada perentoria, habla antes que la voz, como en el relámpago está la alarma del trueno. Sarmiento tiene el ceño romano, aquel gesto de los duros senadores que inspiró, sin duda, á Ovidio este verso adulto:

Verba superciliis sine voce loquentia dicam

Efectivamente: su fealdad tenaz, su porfiada boca, su terca rugosidad, comunicaban una impresión de elocuencia. Ya está, por decirlo así, en batalla. Todo él, espíritu y materia, viene de frente. Su profusa gesticulación habitual, la tendencia descriptiva de los ademanes, insiste en el movimiento, también peculiar, del sembrador. Su mano roma y rolliza que recuerda la pesadez del guante felino, acaba de aventar á los surcos el puñado de mies. O si fué caso de audacia, describe el movimiento del discóbolo que lanza de cupitel su tejo: exactamente como él solía tirar el argumento á la cabeza del adversario. O todavía, si es lance de combate, propone con su pulgar, profundamente partido de la palma como para individualizarse en su raigón, los enganches del pugilato. La mano de Sarmiento era tan contradictoria como su cráneo. Su expresión aparece formada por la misma adición desconcertante de elementos. Por su corta grosura lampiña, es una mano de banquero, un instrumento de administración. Mas el pulgar, con su seción tan pronunciada que resultaba característica, da el rasgo típico de la prodigalidad: la proverbial “mano abierta”. La longitud consiguiente de ese tallo de vigor, que en chirognomonía es elemento fundamental, manifiesta el orgullo voluntarioso. El conjunto macizo, expresión de un ánimo sintético, pertenece también á un pedagogo, es decir, á un ser minucioso y persuasivo; pero el pulgar despegado, caracteriza otra vez la mano simiesca. Manopla correspondiente á esa careta, forma con ella una dotación bélica, una verdadera armadura cuya urgente eficacia conserva las contusiones de la forja. Por eso el movimiento que la caracteriza, es una impulsión elemental.

Nadie ignora tampoco que es ese un ademán de predicador. He aquí otra de las actitudes habituales de Sarmiento. Cuando su estilo se pone espeso, adquiere un fastidio de sermón. Es que, como veremos después, su autodidáctica tiene un fundamento de doctrina catecúmena; el sacerdocio es en él una inclinación de familia. Pero nunca fué untuosa su plática. Aquella mano que era la expresión constructiva de su genio, no esparce la suavidad cursiva de la palma clerical que acaricia como lamiendo. Su vigor amistoso, infunde la afabilidad. La franqueza de su contacto, es expresiva como una palabra. Mano cordial por excelencia. pues su cálida blandura parecía carne de corazón, probablemente de tanto llevarlo en ella, conforme al buen refrán, como se lleva un pan colectivo. La mano es la segunda fisonomía, y por lo tanto, una expresión del espíritu. Su conjunto encarece todavía una visible benevolencia en las arrugas dorsales de la vejez sentimental. Así, la ternura de su dueño, manifiesta una puerilidad gruñona de viejo soldado que manda cargas á los chicos, machete en mano, contra la masiega de Carapachay; ó endilga prolijo la perseverancia infantil por los pacientes silabarios; ó cuenta cosas de su vida aventurera, como un antiguo contramaestre; ó enseña á su jilguero regalón la esgrima descrita en página inmortal, ó se pasa enternecido las horas, oyendo á su pájaro norteamericano ( 8 ), las balbuceadas nostálgicas quejumbres del lejano Mississipí.

Como todos los voluptuosos, tiene fáciles las lágrimas. Porque sensual, lo es sin duda aquel apasionado. Confiesa que es propenso á llorar, lo que podría tomarse como un rasgo de debilidad á primera vista. Nada menos cierto. Es un caso análogo al de Lamadrid, que se descomponía con la vista de la sangre. Entre sus condiciones de héroe, está el amor de la mujer, guía estelar, dice, de su ruda existencia. Su finura con las damas es notable. Para cortejarlas y merecerlas, alisa con delicada sensualidad de artista, el forro de terciopelo de su garra. Su temperamento amoroso consérvase vivaz hasta los últimos años. Si lamenta la vejez, es porque le aleja del amor. Entonces lo sueña. Es, en consecuencia, exagerado para los asuntos de honor. A los setenta y siete años nombra padrinos para un lance. Preocúpase de bien vestir; ama los grados militares en cuya suntuosidad materializa tal vez su amor á la gloria. Mas, á pesar de las descomunales charreteras que le cuelga la caricatura, mantiene con democrática austeridad la sencillez de su pobreza. Su lujo no es otra cosa que el aseo del gentleman. Jamás ha usado perfumes, ni siquiera en el jabón. Sus prendas ordinarias redúcense al sencillo reloj norteamericano de oro ( 9 ) con cadena trenzada. Conserva, sin usarlos casi nunca, los gemelos de brillantes que le regaló Urquiza. Es también de regalo una perla de corbata que el habitual moño de cinta negra no permite lucir. Lo propio ocurre con un pasador que su nieto Augusto le ha traído de Europa, y que le interesa por el camafeo de Catón que lo adorna. Cuando se viste para asistir á algún solemne debate del senado, suele reclamar la pieza con énfasis sardónico: “¡Tráiganme mi Catón!” Y estas son todas las alhajas de Sarmiento.

Eso sí, lleva siempre pulcra la camisa de cuello abierto á la papada toruna; no le falta el guante decoroso, el bastón hurguete ( 10 ) y descriptivo de sus largas caminatas: una caña amarilla sin nudos, de cabeza marfileña que forma un puño de berbiquí. ( 11 )

Voraz y carnívoro, poco le interesa el refinamiento culinario. Come rápidamente, y apura de un solo trago su no imprescindible copa de vino. Si en punto á bebidas tiene alguna moderada predilección, es por la cerveza, recordada en un símil magistral que transcribo más adelante.

A pesar de su perpetua agitación, de su viveza nativa, la salud de cuerpo y de alma que constituye, por decirlo así, su cimiento, asegúrale el sueño tranquilo y corto, sin pesadillas. Duerme de costado con la cabecera baja, es decir, en la postura de la fortaleza juvenil.

Jactancioso de su fuerza diestra, gústale alardearla en la doma bravía á estilo cuyano, ó en el dominio del agua partida á pleno pecho de nadador, ó en el manejo puntual de la carabina. Tiene fe en sus puños, como quien dice forjados, y aunque los tiempos son de trifulca permanente en el comicio y en el club, desdeña las armas. Algunos revólvers y pistolas de mérito que le han regalado, tiénelos por ahí en desuso. Sólo cuando barrunta algún lance personal que puede comprometer sus canas, suele armarse con un par de cachorrillos californianos.

Sus únicas deficiencias orgánicas, son la dentadura que lleva postiza, porque el trabajo cerebral, con su gran consumo de fosfatos, ha atacado sin tasa el depósito más cercano; la vista cansada que le obliga á usar anteojos para escribir, y la sordera contraída en los trabajos excesivos del gobierno, á los sesenta años.

El conjunto designa, en suma, la alta tensión vital de un organismo verdaderamente formado para domiciliar un genio constructor. Y puesto que no conoce mezcla, que su fibra de bronce arraiga en la carne genuina de nuestra raza, representa para el tipo argentino la más aventajada prueba, el derecho á la vida de los mejores, certificado por tan grande éxito humano.

Esto no significa que podamos reproducir el tipo como un semental ó una cepa. Sarmiento constituye, el fenómeno disímil del genio. Son las reacciones de su ser interior ante las vicisitudes, las que soliviantaron de adentro, como el fuego volcánico á la roca que lo contiene, aquella substancia original puesta á su servicio por la naturaleza. De aquí que esta descripción haya abundado un poco, forzada por su contradictoria singularidad. Y es que la teoría determinista del genio, experimenta en éste, una vez más, el irremediable fracaso. Después de tanta labor positivista, solo queda al respecto en pie el concepto del viejo espiritualismo: el genio es un enviado. Detrás de él, en el inmenso misterio de los orígenes, hay una causa inteligente que él percibe durante su misión terrenal, bajo una impresión de ayuda vigilante y una clara certidumbre de destino. Así, carece de miedo, porque sabe. La ignorancia depresiva que constituye aquella afección, no la conoce. El tiempo que es nuestro muro limítrofe, él no lo cuenta. Su inexplicable multiplicidad, su infalible acierto, presumen direcciones superiores. Algo que no es la memoria, ábrele á tiempo la página precisa, tráele la noción que no ha recibido, inspírale, para usar el verbo específico, la ocurrencia dirimente en la situación imprevisible. Moción subconsciente, se dirá; pero es que ese estado de la subconciencia, constituye la zona de otra entidad determinante, al representar el socorrido desdoblamiento con que pretendiendo explicar sólo complican el fenómeno, la dualidad inevitable del ambo.

Sarmiento sentía esta influencia. Su realismo positivista, no escapaba á aquellos fenómenos, siendo, por otra parte, el primer sorprendido de ellos. “Es mi demonio familiar”, solía decir. ( 12 ) También él tuvo inquebrantable la confianza de su destino. En 1848, á su regreso de Europa, precisamente cuando el poderío de Rosas estaba en el apogeo, envía secretamente desde Chile una circular á los gobernadores argentinos, en la cual se declara ya “futuro presidente de la República”. Sus conocimientos de autodidacta, sin distribución metódica ni desarrollo lógico, bien que auxiliados por una memoria colosal, autorizarían, quizá, á presumir como un resultado de la inherente confusión, las ocurrencias mencionadas. Pero Kepler, el legislador del universo; Bacon, el creador de la disciplina científica; Descartes, el fundador de la disciplina racional, creían en esas direcciones misteriosas.

Por lo demás, el genio como producto de un medio físico, social ó étnico, es hasta hoy una hipótesis que por falta de verificación no ha llegado á teoría. No puede establecérsele siquiera una determinación general en medios críticos ó normales. Su situación circunstancial es contradictoria. Trátase, cada vez, de un caso sin precedentes apreciables, como no sea una evidente necesidad de que ocurra; pero á menos de ensayar una paradoja, es difícil concebir que la necesidad sea la protogénesis del genio Por el contrario, esa relación causal, indica apreciaciones inteligentes, previas al fenómeno.

No hay un tipo regional que se parezca al de Sarmiento en todo el suelo argentino. El de su tierra cuyana, es más bien opuesto. Aquellas fisonomías españolas, ligeramente atenuadas por una melancólica suavidad, carecen más bien de relieve. La fealdad, que suele ser en ellas un accidente esporádico, no es común y jamás se manifiesta poderosa. En el pueblo, mestizo de indígena, el huarpe, menos tosco que las otras “naciones” dominadas por la conquista, dejó un pizmiento más ligero, tirando á bayo de teja, una menor oblicuidad del ojo, que entonces lo atribula en vez de taimarlo. El conjunto resulta más bien humilde en la corriente enjutez rural. En la holgazanería mejor nutrida de las ciudades, el individuo blanco tiende á cierta abotagada desidia. Sus pasiones políticas, particularmente violentas, tienen poca exterioridad. Es que no provienen de ideales ó de principios, sino de intereses y afectos personales, con frecuencia vinculados á los siempre acérrimos enconos de parentela. Su elocuencia es escasa, y su cordura muy sólida. Nada más distante, como se vé, de la potente carnadura y la arrebatada genialidad de Sarmiento. Ante aquellas perezas cazurras, su impaciencia representa un escándalo de audacia. Hasta su blancura glabra es excepcional entre la palidez velluda de la raza española. Allá, donde el sentimentalismo de igual procedencia abunda en canciones, hasta convertir la guitarra en utensilio indispensable, él es refractario al verso y á la música. Su eficaz empirismo representa lo contrario de los rigores lógicos, otro legado colonial que nos desvanece de falacia formalista. Todos los fanatismos congéneres estrelláronse en su razón. El desdén proverbial hacia el maestro de escuela, que hoy mismo exhiben muchas personas cultas, preséntasele en toda su insolente estupidez; y declarándose maestro, de preferencia á cualquier otro título, establece su diferencia más profunda, quizá, con el resto de sus paisanos. En Lima, durante la solemne inauguración de la primera escuela de artes y oficios, abandona su puesto de ministro argentino entre los diplomáticos, para colocarse entre los profesores.

Si fuera producto de su medio social, conservaría alguna relación con sus tendencias y sus preocupaciones; si del medio étnico, algunos rasgos típicos. Sus genealogías son meras imaginaciones. Poco interesa y menos demuestra la socorrida vinculación con los Sarmiento, hijosdalgo de Lima, ó con los moros mucho más parecidos á aquellos cuyanos tan distintos de él. En uno y otro caso, trátase de una información circunstancial para satisfacer los puntillos aristocráticos de la juventud chilena entre la cual figuraba, ó de un alarde romántico. El moro constituía un elemento esencial del romanticismo; y como nunca tuvo la literatura tanta influencia sobre las costumbres, al extremo de constituir aquella tendencia suya un estado colectivo de alma, un misticismo laico que todo lo invadió, su tipo predilecto hubo de adquirir realidad ante las imaginaciones en crisis, explicándose, así, cómo llegan á concebirlo del mismo modo, á prendarse de él con idéntica inclinación, la religiosidad solemne de Chateaubriand y el pesimismo agridulce de Enrique Heine.

Por lo demás, Sarmiento conocía en el sublime vizconde tanto como en su frecuentado Lamartine, aquel teatral orientalismo de Palestinas y de Arabias. Su gusto literario, casi tan voraz como su apetito, consumía al mismo tiempo la Mme. Cottin cuyo Malek Adhel ( 13 ) alborotaba las contemporáneas guedejas de los mancebos trasandinos. Ya veremos estas relaciones al tratar del Facundo. Continuemos determinando el aislamiento significativo del genio.

La naturaleza local, no aparece menos extraña á su formación.

Aquella árida cordillera que amoratan cárdenos visos de escoria, ó desolan los ocres de calcinada amarillez, tapa medio cielo como una pared hostil. La impresión de su mole es depresiva. En vez de encaminar la mirada á lo alto, aplasta. El mismo violeta crepuscular, lejos de suavizarla, vuélvese torvo en las polvorientas lejanías. Las noches enfríanse en una pureza desapacible de páramo. El sol destaca en aquellos paisajes la grandeza brillante y lúgubre de las regiones mineras. Completa ese aspecto la derruida incoherencia de los médanos donde sólo prospera resinoso jarillal, y hasta el agua del río epónimo, turbiamente rojiza parece contribuir á la sed, tornando indispensable el lloroso filtro excavado á la rústica en los asperones comarcanos. La sequedad reina en el suelo y en el ambiente. Un velo de polvo casi perenne cubre la ciudad, acentuando todavía aquella aridez, la profusión de tapiales. El famoso viento Zonda cuya maléfica electricidad descoyunta como la fiebre, sofoca con remolinos frenéticos, en que á semejanza de los griegos con sus harpías, la superstición local ve los demonios del polvo. La caliginosa polvareda denuncia que “anda el diablo suelto”. Es aquella una región de soledades. Cuatro muy vastas la caracterizan. Sarmiento las tiene tan presentes, que empieza el episodio capital de su Facundo con la descripción de una. Entre sus variadas ocurrencias de adelanto, tuvo la de introducir allá camellos: tal son de análogas al desierto africano. Pero están, naturalmente, lejos de resultarle simpáticas. Por el contrario, las detesta como causas de montonera y de esterilidad. Asimismo, la cordillera familiar, poco figura en sus descripciones. Percíbela rebelde á la civilización, que es, ante todo, un asunto de tráfico. Así, su gobierno contó dos concesiones prematuras para aplanarla con el carril y con el riel. De ella suele salir una que otra ocasión, allá en los sedientos veranos, inopinada como una montonera de antes, tal cual tormenta en que la compensadora ráfaga del Sud precipita las saturaciones del Zonda. Pero su chubasco de flagelante violencia, apenas pasa de riego superficial. La captación de las aguas manantiales, asegura tan sólo á las fincas su precario suministro. Así, este constituye la más delicada de las funciones fiscales, el más odioso procedimiento de extorsión, ó la regla típica de la equidad, como quien dice tasada en el marco hidráulico.

Tales comarcas sólo producen contemplativos y ascetas, quizá exaltados estos últimos hasta el rudo pesimismo de la predicación contra las glorias mundanas, pero nunca esos robustos campeones del bienestar, de la salud, de la ciencia; ó engendran al caudillo específicamente antagónico en su miseria bravía, en su tendencia nómada que le hace vivir como clavado al caballo por el fierro de la espuela, en su orgullo primitivo que desdeña la industria como una afeminación y las artes como una mendicidad. En nuestra Palestina gaucha, los ciegos monopolizan la profesión de la música. Las Tebaidas jamás fueron propicias á las letras. Son ésas regiones de aislamiento. La montaña que empareda, el arenal, el sol implacable, la tormenta fulgurante y rara, concentran el sér en una especie de híspido repliegue sobre sí mismo, como la vegetación regional que es pura aspereza de pinchos y de taninos. Obsérvese, en efecto, la flora montaraz de aquellos Andes. El chañar rotoso, denominador de toda la zona fitográfica, es, específicamente, un descamisado: Gourliea decorticans.La retama de los desiertos medra en una coriácea desnudez, fugazmente alegrada apenas por el oro gayo de su flor. La jarilla barnizada, de aspecto agreste, exhala su astringencia fumaria que dijérase el olor de la aridez. Los algarrobos preséntanse con su corteza ruda como una jerga penitencial. Uno de ellos, particularmente tortuoso, hasta imponer su clasificación (prosopis flexuosa) no es más que un verrugón de leña subterránea, que echa hacia afuera tres ó cuatro rudas varas. Casi ninguna planta carece de espinas, pero sí muchas de hojas. Así los cactos peculiares con sus cascos erizados de púas como los antiguos flagelos de pelea. Y la vegetación sativa no es menos característica, al hallarse principalmente representada por las plantas del suelo bíblico: la vid, el olivo y la higuera. ¿Es un Juan Bautista lo que ha salido de aquella tierra á propalar espantos y sumisiones ascéticas, demacrado por la zamarra de camello y la dieta de langostas y miel silvestre? No por cierto. Aquel árbol de sensibilidad, con su abundante vida en la que son gajos profundos el talento y el vigor, lo que pregona es la salud enérgica, la alegría, la dicha, la libertad. Es un escéptico, en el sentido eficaz que daba á esta palabra la antigua filosofía; es decir, lo que hoy llamamos un hombre práctico. Esta condición va acompañada por un agudo racionalismo: Las cosas del cielo no le preocupan, aunque á fuer de genial, posee también, y á veces con intensidad desconcertante, la penetración del misterio. El sólido positivismo democrático, arrástrale á la obra material que promete á su impaciencia por el bien, á su predicación de las cosas hechas, logro inmediato. Las ideas y aún los ideales, no son para él sino recursos: armas ó instrumentos de su acción. También aquella preocupación por los negocios terrenales, tenía como propulsor el más soberbio desinterés. El entendió como un caso de heroísmo la milicia de la vida. ( 14 ) Ensanchóse el corazón hasta falsearlo en la hipertrofia mortal, para darse como los ríos cuyo sér consiste en derramarse perpetuamente. Vida privada no la tuvo, pues hasta la más íntima se la sacaron, como si no bastando aquel caudal, hubieran debido también remover el fondo.

No hay, como se vé, cosa más distinta del producto humano que á su región corresponde. El es más que distinto; es el antagonista físico y moral del montonero contemporáneo, que reproduce en pintoresco mimetismo al arbusto desarrapado y acerbo de la región, con su inmovilidad tenaz mordida al suelo por la raigambre leñosa, y su fosca sobriedad que ahorra sed espinándose. Su vida, para no salir del símil ya esbozado más arriba, era el grande árbol feliz, amigo del agua regadía que aumenta la generosidad del follaje y civiliza en primor frutal la áspera baya del desierto. Y mientras la especie alada escasea en la región, singularizando una poesía salvaje en el jilguero negro que habita la soledad de las nieves, sobre aquella copa vienen á cantar todos los pájaros del sentimiento y de la esperanza.

El antecedente familiar tampoco nos indica nada.

Trátase de un matrimonio provinciano de gente decente y pobre, cuya tranquilidad no turba la estrechez, compensada por el goce de la buena fama. Algo ayuda el trabajo lento del padre, resignado en su precaria fidalguía, y sólo movido á la acción intensa por el patriotismo ó por la política. En cambio, la madre dedícase con valentía industriosa al sostén del hogar, complicado por la provisión doméstica de casi todas las necesidades corrientes, y por el pequeño comercio suplementario que las relaciones más pudientes estimulan á título de compasiva clientela. Y así pasa sus días laboriosos en urdir la frazada ó cardar la catalufa de colores que adobó la tintorería casera; ó en disponer los lizos del telar fino para la untuosa vicuña; ó en historiar la randa cuyos pájaros y flores tipifica una tosca, pero expresiva estilización; ó en acendrar al fuego reposado de la paila, los alfajores y almíbares cuyo punto aromatiza la canela. En la señora, que así viene á ser el personaje central de la familia, concéntranse la energia y el relieve. Situación ventajosa á no dudarlo, pues lo cierto es que nunca formó la madre argentina mejores hombres.

Claro es también que semejante influencia, dió á aquella vida semi-aldeana los tres rasgos característicos del predominio femenil: el quietismo la devoción y la rencilla. Era la vida lenta, de conformidad sumisa en la posición heredada, de aspectos automáticos á fuerza de ser invariables, de aburrimiento ya habitual en su monótona timidez. Esta profundizaba la intolerancia como una defensa. El dominio sacerdotal, aprovechando aquella situación, proscribía como pecado toda diversión mundana. La pobreza dominaba como resultado en aquella paralización, sobre todo para los más linajudos, naturalmente más afectados por ella.

Parece que don José Clemente Sarmiento aceptaba aquella situación con la indiferencia habitual; así como que la energía de mi señora doña Paula Albarracín, no era sino la actividad, también corriente, de una matrona animosa.

La pareja es complementaria; vale decir, equilibrada en el matrimonio más regular. Al optimismo inerte del blando marido, reune la mujer una fibrosa energía que obstina la frente con protuberancia tenaz.

Aquel hogar no fué, asimismo, sino una de las casas pobres de la época: la construcción cuadrilonga de adobe y tejado en capucha, con sus ventanitas trepadas á los muros de cabecera, sus cuatro árboles, contados á la manera de la Odisea en los Recuerdos de Provincia, y al frente, escoltando la puerta, la fragante higuera que daba sombra al telar.

La instrucción era casi nula, y durante los siglos de la conquista, abandonada á los conventos como una obra de caridad. San Juan no debe al fisco español sino una escuela, creada bajo dirección sacerdotal sólo trece años antes de la Revolución. Es esa la Escuela del Rey, que transformada por aquel movimiento en Escuela de la Patria, con un programa elemental muy razonable ciertamente, ve figurar en sus aulas al alumno Sarmiento, quien, casi de entrada. conquista y conserva sin desfallecer el rango de primer ciudadano, creado como premio insigne por la patriótica pedagogía de su director, el porteño Ignacio Rodríguez. Aquella es, á no dudarlo, su primera simpatía con la después bien amada Buenos Aires. Verdad es que desde los cinco años, habíanle enseñado á leer en familia como privilegio especial de único varón sobreviviente.

Repetidos una y otra vez los cursos, á falta de otros superiores, fracasaron los proyectos de enviarle al colegio de Loreto en Córdoba, y al de Buenos Aires, en 1821 y 1823; la primera ocasión, por falta de recursos; la segunda, por azar adverso en el sorteo de las becas. Parece que tales contrastes produjeron la mayor desolación al padre apático y á la madre iletrada, si bien aspirante en su energía directriz.

Para completar este esbozo del medio, recordaré que el gobierno adolecía de la misma inercia patriarcal. Como la mayor parte de los caudillos mediterráneos, Benavídez, el gobernador vitalicio que en San Juan los tipifica, y cuyo mando transcurre paralelo á la existencia por decirlo así interandina de Sarmiento, es un criollo bonachón de natural, taimado de facha, que exagera un poco para mayor solemnidad gubernativa. General de milicias caseras, apaisanado sin llegar á gaucho, su gobierno representa una de esas incrustaciones al terruño, que siendo de la misma substancia, se connaturalizan con él hasta volverse vitalicias. Si hay, pues, un medio preparado para producir y mantener la vida mediocre, todavía rebajada por la indiferencia, ó cuando más la exaltación contemplativa, es aquella San Juan de Sarmiento. Nada menos propicio á la eclosión, no ya del genio, sino del talento. Aquél ratifica con todo ello su procedencia anómala, su infrecuencia original, y por algo los devotos de “la ley”, objetaron ya á Jesús que no salían profetas de Galilea. . .

Si aquel tipo presenta alguna analogía, es con los hombres de la Revolución Francesa, por su devorador espíritu de acción y su amor terrible á la libertad. Si su aspecto rocalloso le aproxima á Mirabeau y á Danton, su espíritu presenta una recóndita analogía con Robespierre, tan diverso, sin embargo, á primera vista.

Descollaba en Sarmiento el mismo odio inmenso á la tiranía, la misma severidad implacable, el mismo concepto de exterminio peculiar á los espíritus absolutos, contra el sistema y sus agentes. Así la guerra sin piedad á la montonera, bajo un estado de ánimo manifiesto en aquel proyecto de ley que ponía á precio la cabeza del rebelde López Jordán, ( 15 ) Todo lo cual no excluye la vasta capacidad gubernativa, en aparente contradicción con la potencia destructora, puesta á la zapa del despotismo. Ese equilibrio de cualidades tan diversas, es principalmente un don genial; pues claro está que para comparar á Sarmiento, busqué los más grandes hombres de la Revolución.

Naturalmente que con guillotina y todo, pues tan ásperas eminencias no admiten el esmeril. Vaya uno á disimular en semejante cima de vociferación como Sarmiento, entregada á todas las responsabilidades con jactancia casi brutal, el exterminio de la montonera á sangre y fuego. Si él mismo lo alardeaba con bravía provocación: “Todos los caudillos llevan mi marca”.

La verdad es que hubo de imponérselas á fierro cortante y candente, sin que en aquella represión tengan disculpa muchas crueldades; pues como los relieves de su personalidad correspondían á depresiones equivalentes, sus equivocaciones eran tan grandes como sus aciertos. Una vez disparado su proyectil, no había ya obstáculo que lo detuviese. Su propia integridad quedaba comprometida por chocantes contradicciones, lo que si demuestra la sinceridad de la convicción, también prueba la ceguedad del absolutismo. Así las ideas revolucionarias, inspiradas en el amor del género humano, dieron en la crueldad suicida que ocasionó el episodio eternamente lamentable de Termidor. He ahí el desastre de la democracia jacobina, ó sea el más profundo experimento humano de organización sin autoridad, al sólo imperio de la disciplina filosófica.