Historias del calcio - Enric González - E-Book

Historias del calcio E-Book

Enric González

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Beschreibung

Es imposible hablar de Italia sin hablar de fútbol. Los italianos se consideran los inventores de este deporte, al que llaman 'calcio' (patada), como las batallas campales con balón nacidas en la Florencia medieval, y han desarrollado en torno a él muchas de sus características políticas, económicas y sociales. El 'calcio' contiene altas dosis de violencia, pasión, fraude, dinero y disparate. Pero es también un complejo mecanismo de símbolos, un código social y, en último extremo, un lenguaje con el que un país antiguo y escéptico expresa su vieja sabiduría.

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Seitenzahl: 239

Veröffentlichungsjahr: 2013

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© Enric González, 2007

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2010

Pérez Galdós, 36 08012 Barcelona [email protected] /

www.rbalibros.com

Tercera edición: octubre de 2010

ISBN Digital:  9788498678611

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenadao transmitida en modo alguno o por ningún medio sin permiso previo del editor.

REF: OEBO052

Contenido

Introducción

2003-2004

La estupidez humana

«Tottimanía»

Del Piero y el más allá

Patapalo

Sopa de ganso

Las penas de Vieri

Las cuentas del «monopoly»

Espaguetis para el Milan

El triple gesto

Antonio Cassano, poeta

La gran jugada infeliz de Ganz

El recuerdo de Dante

Cosas que valen la pena

Los vencidos

Fantasistas y agonistas

Roberto Baggio pide una oportunidad

El chiste de Gaddafi

2004-2005

El momento de Adriano

Penas con grandeza

Una frase inoportuna

Desgracias grana

La herencia de Trueno

Derrotas y humillaciones

Arde Marzafora

El desmayo

El sueño de un niño de Livorno

El Milan brilla

Fascistas

Cuentos de hadas

Glorias del Inter

Consideraciones sobre el arte

Sin sonrisas

Pregúntele a Luciano

El hombre impasible

Impunidad

Una jornada sobrenatural

Tarde de tregua

La tarde extraordinaria de Alberto y Cristiano

Las jaurías de Capello

Soldados

Dos finales felices

2005-2006

La Liga más demencial

El refugio de Messina

Las razones del éxito

Los defensas de Campo dei Fiori

El equipo del barrio

La «cuchara» de Totti

La Lazio salvaje de Collina

Piazzale Loreto

El héroe y su mejor amigo

Coyotes y Correcaminos

Cosecha rojinegra del 87

Los colores sagrados

Teoría del golpe

La revolución de Epaminondas

Las tres hermanas

Zapping

Tsimtsum

La resurrección del Nápoles

La Vieja Señora y el artista

Matrix

El Aleph

La Juventus, presunto ganador del supuesto campeonato italiano

El «modelo 82»

2006-2007

¿Quién mató a Kennedy?

La maldición del «grupo salvaje»

Elogio de la locura

Francé

Liberación

Un año negro para la Juventus

Los herederos de Mulcaster

Amantino

La eternidad inmutable

El código del prestidigitador

Gruñido

Fin de siglo

El baño

Últimas noticias

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INTRODUCCIÓN

En septiembre de 2003, recién llegado a Roma como corresponsal de El País, recibí una llamada de Santi Segurola, entonces redactor-jefe de Deportes. Me propuso escribir algo para las páginas deportivas y yo, que bastante tenía con buscar piso, aprender algo de italiano y pergeñar las primeras crónicas sobre un país que me parecía incomprensible, le dije que sí, que ningún problema. Unos días más tarde, el domingo por la mañana, me reclamaron el articulito. Escribí unas líneas y las dicté por teléfono, porque en el hotel no había forma de conectarse a internet. Luego me fui a un bar del centro para ver el partido nocturno.

Estaba en el autobús cuando me llamaron de nuevo para preguntarme cómo se llamaba mi columna. No se me había pasado por la cabeza que mi colaboración con Deportes fuera a tener continuidad, y no se me ocurría nada. La voz al otro lado del hilo dijo: «¿Te parece bien “Historias del calcio”?». No me pareció especialmente estupendo, pero respondí que valía. Así comenzó un asunto que duró cuatro años, los cuatro que pasé en Italia.

Todos los textos fueron redactados el domingo, después de los partidos de las tres. Elegía el tema sobre la marcha, porque confiaba en que la espontaneidad compensara otras deficiencias. Algunas piezas nacieron en condiciones precarias, garabateadas de mala manera sobre un trozo de papel: una fue escrita en un vaporetto veneciano, otra en una sala de embarque del aeropuerto de Roma, una que hablaba de los inmigrantes del sur y los equipos del norte fue parida en el coche de mi amigo Andrea, de vuelta de una excursión a los Castelli Romani. Sigo sin explicarme la paciencia del periódico y del ocasional lector.

El calcio es muy especial. Ningún país vive el fútbol como Italia (quizá Argentina, que no conozco) y nadie es tan imaginativo, tan farsante y tan estupendo como los italianos. El calcio ofrece mucho que contar: las tragedias del Torino, la arrogancia de la Juventus, la locura de la Roma, los disparates del Inter, las aventuras de Silvio Berlusconi y el Milan... El periodismo deportivo italiano ha dado grandes narradores, desde el patriarca Gianni Brera al contemporáneo Gianni Mura. Leerles es un placer muy instructivo. Ningún cronista, sin embargo, alcanza la brillantez de los anónimos inventores de pancartas

En los estadios italianos, como se sabe, las dos aficiones suelen mantener un diálogo burlón a través de las pancartas. También se pegan y exhiben inscripciones miserables, pero dejemos eso al margen. Escribir una gran pancarta de curva (la grada más barata, donde se concentran los tifosi sfegatati) es un arte que se practica en secreto, para evitar el espionaje rival. Cuando la afición contraria averigua el mensaje, la réplica puede ser demoledora.

En 2001, los giallorossi de la Roma prepararon un cartel colosal para el derbi contra los biancazzurri de la Lazio. La Roma era campeona y la ocasión merecía la poesía más excelsa. Cuando saltó al césped el equipo romanista, sobre la curva se alzó un texto gigantesco en su honor: «Mira a lo alto, sólo el cielo es más grande que tú». Segundos después apareció enfrente, en la curva de los laziali, otra pancarta de igual tamaño: «Tenéis razón, es blanquiazul».

Esas son las «historias del calcio» que más me gustan.

E. G.

2003-2004

Gianni Agnelli murió en enero de 2003 y su hermano Umberto le sobrevivió por poco tiempo, hasta mayo de 2004: la familia Agnelli, dueña de la Juventus, perdió a sus patriarcas. Las quiebras fraudulentas de los grupos industriales Cirio (propietario de la Lazio) y Parmalat (propietario del Parma) revelaron el caos de las finanzas del calcio. La temporada arrancó con un apagón eléctrico que dejó todo el país a oscuras, quizá como premonición de otros momentos tétricos. El 21 de marzo de 2004, un grupo de «ultras» realizó una demostración de fuerza y obligó a suspender el partido Lazio-Roma. Silvio Berlusconi salió absuelto de un juicio por falsificación de balances, gracias a una ley aprobada por su propio Gobierno: Il Cavaliere lo celebró sometiéndose a una operación de cirugía estética y ganando el scudetto con el Milan. La Roma fue segunda; la Juventus, tercera; el Inter, cuarto. Pavel Nedved (Juventus) obtuvo el Balón de Oro europeo. Fabio Capello abandonó el banquillo de la Roma y fichó por la Juve. Italia participó en la Eurocopa de naciones con resultados penosos. Francesco Totti fue descalificado por escupir a un contrario.

LA ESTUPIDEZ HUMANA

LUNES, 22-09-2003

Sobre la estupidez humana se ha escrito bastante. El tema, por desgracia, resulta inagotable. Un grupo de seguidores del Nápoles (no aficionados al fútbol, sino seguidores en el sentido de ir tras el equipo) devastó el sábado el estadio Partenio de Avelino, protagonizó varias batallas campales, una de ellas en pleno césped, y dejó en el asfalto a un muchacho medio muerto que anoche seguía en estado crítico. El subjefe de la policía local fue agredido y sufrió un infarto. La pequeña ciudad de Avelino, en los Apeninos, padeció horas de terror. Las imágenes avergüenzan.

Pero no vayamos a creer que toda esa violencia fue gratuita: es que era un derbi regional. Ah, claro, Y además, explican los tifosi napolitanos, hubo un problema con las entradas, eran más caras de lo que esperaban. Con toda lógica, los muchachos resolvieron el asunto cargando contra la policía, entrando en tromba en el estadio y encaramándose a lo alto de la tribuna para arrojar bengalas y sillas. Lo que habría hecho cualquiera. Uno de ellos, un chico de 20 años, Sergio Escolano, de 20 años, quizás inocente, se desplomó desde un voladizo hasta la calle en una caída de una veintena de metros. Según algunos testimonios, la ambulancia tardó hasta media hora en recoger su cuerpo roto: era imposible acceder a él porque las peleas seguían a su alrededor. Luego, unos cien imbéciles saltaron al campo e hicieron huir a la policía, que dejó tras de sí una nube lacrimógena. El partido se suspendió sine die.

Nápoles y Avelino padecen una tasa de paro altísima, son ciudades inmersas en la tradición sureña de violencia, la gente del Nápoles soporta mal la vida en segunda y el casi descenso a tercera del pasado año... Todos estos argumentos inundan la prensa italiana. Sobre la estupidez humana, en efecto, se escribe bastante. Pero no pasa nada: el domingo próximo, los imbéciles que asolaron Avelino volverán al estadio. Quizás algún directivo les salude como fieles entre los fieles. En el azul celeste de la camiseta napolitana queda la mancha negra.

En cuanto al fútbol, una nota de normalidad: después de la exhibición de Highbury (0-3 contra el Arsenal en la Champions), el Inter, auténtica unidad de medida del calcio, empató tristemente a cero en el San Siro con la Sampdoria. La estoica hinchada del club azul y negro vivió sus 90 minutos de tedio y volvió a su habitual sufrimiento.

La Juventus es el poderío de la burguesía industrial. El Milan es la genialidad de una extraña combinación de aristocracia y proletariado. El Inter, el tercer grande, es la paciente clase media, aderezada con un punto de masoquismo. Es la sociedad que dejó escapar a Roberto Carlos y fue burlada por Ronaldo, el equipo que cayó en semifinales de la pasada Champions sin perder ningún partido y quedó segundo de la Liga (tercero el año anterior); es, en fin, el club que contrató como entrenador a Héctor Cúper, un especialista en derrotas heroicamente arrancadas de las fauces de la victoria.

El juego del Inter suele ser el mejor termómetro del calcio y, a juzgar por lo visto ayer, el fútbol italiano sigue asfixiado entre marcajes, presiones, astucias y faltas lejos del área. Todo el partido fue jugado como un larguísimo último minuto en campo contrario. No estaba el gran Christian Vieri, pero da igual: fue una lástima.

«TOTTIMANÍA»

LUNES, 29-09-2003

La noticia aparece en los diarios: «Incendio en la biblioteca de Totti, destruidos los dos libros». Totti está desesperado: «¡Aún no había terminado de colorear el segundo!».

Francesco Totti, el capitán de la Roma, siempre tuvo fama de simpático descerebrado, de trasteverino cateto, de futbolista genial pero frágil en las grandes ocasiones. También la Roma, el equipo rojigualdo, era tradicionalmente visto como una fuerza secundaria, un elemento divertido e imprevisible pero destinado, al fin, a hincar la rodilla ante la Juve y el Milan. Hasta ahora. Esta temporada, Totti no es sólo el hombre más famoso de la capital de Italia: es un jugador grandioso, un proyecto de balón de oro. Y la Roma es un serio aspirante al escudo de campeón.

El chiste malo que encabeza estas líneas es uno de los cientos reunidos en el libro Todos los chistes sobre Totti (contados por mí mismo), una obrita de la que se han vendido ya más de 800.000 ejemplares. El futbolista tuvo el sentido del humor necesario para aportar su firma y su rostro a la recopilación de bromas sobre su ignorancia, yquiso que todos los beneficios fueran repartidos a partes iguales entre la Unicef y el servicio de asistencia a los ancianos de Roma. Un gran detalle.

El gesto humorístico-humanitario se habría quedado en eso si Totti, que cumplió 27 años el sábado, no hubiera empezado la campaña a un nivel casi sublime. Su carisma y sus recursos —su famosa cuchara—, unidos al talento asombroso de Chivu, el recién incorporado central rumano formado en el Ajax, han hecho que, por primera vez hasta donde alcanza la memoria, un equipo entrenado por Fabio Capello sea capaz de defenderse correctamente y, a la vez, atacar con generosidad además de, para colmo, moverse con alegría. La Roma es, en este arranque, lo más vistoso del calcio.

Capello, por supuesto, está exultante: «Hay sólo dos jugadores realmente grandes. Se llaman Ronaldo y Totti». Otra frase: «Totti es el mejor 10 desde Maradona». Más:

«Este año, el Balón de Oro debe ser para Totti». Incluso los rivales se rinden a la tottimanía: Nedved, el impecable eje de la Juve, opina: «Ahora mismo, el mejor jugador de Europa es Totti».

La Roma lo tiene casi todo. La efervescencia zurda de Chivu, capaz de cerrar el área, cubrir largos tramos de la banda izquierda y lanzar magistralmente los golpes francos; la seriedad defensiva del argentino Samuel; el trabajo de Emerson, el brillo de Montella y Cassano en punta y el recurso de Carew cuando hace falta una torre en el ataque. Las expectativas son tan altas que ayer, tras masacrar al Ancona (3-0, un gol de Totti), Capello tuvo que defenderse de quienes criticaban las muchas ocasiones fallidas: «Pero... ¿verdad que imponemos respeto?».

DEL PIERO Y EL MÁS ALLÁ

LUNES, 06-10-2003

«¿Fútbol es fútbol?» No. El macarrónico aforismo sólo es cierto cuando, en el juego, el balón rueda e intervienen todos los azares: el centímetro que separa el poste del gol, o el parpadeo en que el árbitro acierta o se equivoca, el rasgo de talento que distingue al jugador del genio. Pero el fútbol es también percepción y memoria colectiva. Y en ese terreno, ajeno a las leyes de la física, las cosas son más complicadas.

Garrincha era cojo, ignorante e inestable; Maradona era cocainómano; Best era juerguista y alcohólico: hablamos de tres dioses imperfectos que fueron incomparables en el terreno de juego y, sin embargo, flaqueaban en la vida. Cruyff sólo jugó de verdad durante seis o siete años y se dosificó de forma casi mezquina; Beckenbauer se refugió en la comodidad del mando y la defensa; Pelé acumuló un prestigio eterno mientras jugaba en un equipo discreto, el Santos, y se rodeaba en la selección de jugadores casi tan grandes como él; el gran Di Stefano lo fue todo en un Real Madrid inmenso, pero nunca se enfrentó de verdad a la prueba de un Mundial. Estamos hablandode jugadores extraordinarios que, además, entendieron que más allá del sudor y el arte había negocio, política.

Alessandro del Piero no es Cruyff, ni Beckenbauer, ni Pelé, ni Di Stefano. No lo es ni cuando sueña. Pero el calcio le ha elevado, aún en vida futbolística, a los altares. El contrato que ha firmado esta semana con la Juventus, el club de sus amores, hace de él, además de multimillonario (ya lo era) y paradójico símbolo de sensatez (acepta percibir algo menos en los años sin títulos ni gloria), capitán de por vida y futuro directivo de la sociedad turinesa, con la presidencia como destino probable. De forma menos literal, el contrato convierte a Del Piero en emblema del club más importante de Italia. Cabría decir que, de forma indirecta, el contrato avisa también a árbitros, defensas contrarios y seleccionadores de que están tratando con mucho más que un futbolista.

¿Qué tiene Del Piero? Es un chico guapo, educado y simpático, de familia sin apuros (el padre le construyó un pequeño campo con iluminación artificial para que jugara con los amiguitos), que tiene un hermano igualmente guapo, educado y simpático (y experto en leyes) que le lleva las cuestiones contractuales, y dispone de dos agentes italojaponeses que se ocupan de los derechos de imagen y de la promoción en el creciente mercado asiático. Ale es un gran promotor de Italia en el extranjero, capaz de desenvolverse en cualquier circunstancia.

A Del Piero (28 años) le basta con seguir jugando correctamente y culminar alguna acción más o menos brillante. Porque tiene el talento extrafutbolístico de que gozaban Pelé, Cruyff y Beckenbauer, pero no Maradona, Garrincha o Best. Del Piero será, seguramente, un gran directivo. Pero el hígado de Best o la polio de Garrincha sabían mucho más de fútbol.

PATAPALO

LUNES, 27-10-2003

El Milan tiene un gran jugador brasileño, un tipo alto y flaco que inventa, juega y marca. También tiene en el banquillo a un brasileño triste al que, de pequeño, llamaban Patapalo. El ocaso de Rivaldo, todavía uno de los futbolistas mejor pagados del mundo, es de una amargura especial. Porque, mientras mira el encuentro desde la banda, silencioso y arrebujado en el chándal, contempla el florecimiento de Ricardo Izacson Santos Leite, llamado Kaká, un chaval insultantemente feliz, insultantemente alegre y sociable, insultantemente distinto al pobre Patapalo. Mientras se hunde, escucha los vítores de la afición milanista a Kaká, el anti-Rivaldo.

Vitor Borba Ferreira, el chico pobre que nació en un suburbio norteño, el muchacho semidesnutrido y de huesos frágiles cuyo padre murió atropellado, el joven jugador rechazado por varios equipos, el tipo al que llamaban Patapalo, el hombre que triunfó en el Deportivo y el Barcelona sin llegar a ser querido, el internacional que salvó mil veces a la selección canarinha sin que nadie dejara deculparle por el fracaso de Brasil en los Juegos Olímpicos de Atlanta 96, se apaga domingo a domingo en un foso italiano. Ni el pedazo de banco que ocupa es suyo: se sienta ahí de prestado, ya roto su contrato con el Milan, a la espera de que en diciembre, cuando se reabra el mercado europeo, algún club inglés o español confíe todavía en él.

Sobre el césped, mientras tanto, corre Kaká. Un chaval de 21 años, con una novia de 16, para el que todo ha sido fácil. Nació en una familia acomodada de Brasilia, tiene buenos huesos, ha sido la estrella allá donde ha jugado y ahora, ya internacional con Brasil, es la pequeña joya de San Siro. La plantilla rojinegra le adora. Sobre el campo se asocia con cualquier compañero y parece tan integrado como Maldini. Recién llegado y con sólo 21 años. ¿Qué pensará Rivaldo?

Los defectos de Rivaldo se han acentuado con el tiempo. Puede hacer muchas cosas con un balón, pero le cuesta jugar al fútbol: no entiende el complicado tapiz de un deporte colectivo; para él, sólo existe una fórmula simple que relaciona su pie, el cuero y la red. Antes, esa ceguera parcial tenía una importancia relativa. Él, con su pie izquierdo mágico, se bastaba para resolver un encuentro en solitario. Ahora, a los 31 años (hay quien sospecha que tiene alguno más), ya no. El entrenador, Ancelotti, no confía en él, pero le ha concedido ocasionalmente algunos minutos. Han sido minutos breves, irrelevantes, insuficientes. A pesar de eso, han bastado para constatar las limitaciones de un Rivaldo que intenta la proeza, que entra en el área pequeña, que busca el disparo, que gira, que cae, que se levanta, siempre al margen del partido. Parece un espontáneo. Juega solo. Está solo. Pobre Patapalo.

SOPA DE GANSO

LUNES, 03-11-2003

Es día de fútbol en Italia. Se disputa un gran encuentro entre los dos equipos, Juventus y Milan, que encabezan la clasificación. El primer ministro Berlusconi acude al estadio. Y le apetece reunirse con los árbitros antes del partido. Como es el que manda, lo hace. Resulta que además de presidir el Gobierno y de ser el hombre más rico del país, es dueño del club anfitrión, el Milan, pero no pasa nada: ¿quién podría pensar mal? Berlusconi es un hombre de honradez acrisolada, tan empeñado en la regeneración del país que ha despenalizado la falsificación de balances y se ha declarado a sí mismo por encima de la ley.

Berlusconi se despide de los colegiados con grandes sonrisas y abrazos y los equipos saltan al césped. Están repletos de celebridades llamadas Maldini, Nedved, Buffon, Trezeguet o Nesta. Es gente que cuesta mucho dinero. El club del empresario Berlusconi, el Milan, ha cerrado el año con unas pérdidas de 29,5 millones de euros. Pero no pasa nada. El gobierno del primer ministro Berlusconi aprobó una ley llamada «salvafútbol» que permite devaluar el patrimonio en el balance, percibir compensaciones fiscales por esa pérdida contable y amortizarla en diez años. Lo cual le ha ido muy bien al empresario Berlusconi.

El otro club, la Juve, es el único de los «grandes» que no se ha acogido a la «ley salvafútbol». Sus dueños, los Agnelli de Turín, saben que la ley podría vulnerar las leyes europeas de libre competencia, porque constituye una subvención encubierta: entre Milan, Inter, Lazio y Roma se embolsan más de mil millones de euros en fondos públicos.

Los blanquinegros de Turín tienen fama de ser los más serios del país, y han presentado un beneficio de seis millones de euros. ¿Milagro? Sí, milagro contable. La Juve ha vendido propiedades inmobiliarias por una gran suma a una sociedad amiga. La gracia es que ha ingresado en realidad un ínfimo primer plazo de esa suma, que sólo existe sobre el papel del balance: al cabo de unos años, la Juve recomprará a un precio pactado las propiedades inmobiliarias. ¿Qué hará entonces, cuando toque introducir el gasto en las cuentas? Pues repetir la venta de fantasía, seguramente. O inventar algún otro truco. Al final, no pasa nada: en el peor de los casos, falsificar un balance no es delito.

Empieza a rodar el balón y todo cambia. La comedia bufa se convierte en arte y ensayo. Durante 90 minutos, al menos sobre el rectángulo verde, las cosas adquieren una seriedad extrema: todo es tan profesional, tan perfecto, tan estudiado, tan igualado, que el resultado no puede ser otro que el empate. Y empate es, aunque, por una vez, en un Milan-Juve se vive un instante sublime: Di Vaio marca un gol mágico a cinco minutos del final.

Acaba el partido y recomienza Sopa de ganso. Un ministro del presidente Berlusconi afirma que el fútbol y la seriedad contable son incompatibles, y que así debe ser. Faltaría más.

LAS PENAS DE VIERI

LUNES, 24-11-2003

El calcio se puede mirar desde ángulos muy diversos. Si se mira desde la grada del Olímpico de Roma, es una maravilla: la Champions pierde este año a un equipo que, por talento y exuberancia, recuerda al Ajax de los setenta. Si se mira del lado de la Juve, es un prodigio industrial: la factoría turinesa gana siempre, juegue bien o mal. Si se mira hacia el Inter, es un misterio: su afición parece incapaz de ser feliz. Antes, con Héctor Cúper, sufría porque los jugadores parecían sonámbulos con úlcera; ahora, con Alberto Zaccheroni y el equipo en alza, sufre por Vieri. Y la afición sufre mucho. El mal de Vieri es de los peores que existen.

¿Qué le pasa a Vieri? Nadie lo sabe, y él nunca habla. Está triste, enfadado, ausente. Como peleado consigo mismo. En un partido internacional contra Azerbaiyán montó un drama, pateando una botella de agua, cuando Trappatoni le sustituyó; pateó también una valla publicitaria en el encuentro ante la Roma y un micrófono el domingo siguiente; se negó a celebrar su gol contra el Ancona...El gigantesco ariete recibe todos los mimos del técnico y de sus compañeros, pero no parece suficiente.

El asunto resulta especialmente grave porque Vieri es el tótem de San Siro. De otros futbolistas se escriben biografías; de él se escriben ensayos sobre la pasión, como una obra llamada Keep on Fighting (Sigue luchando). Vieri encarna a la perfección la imagen que tiene de sí el tifoso interista: luchador, inestable, con rasgos sublimes y tendencias autodestructivas. Los vieriólogos más sutiles creen que su desasosiego nació con el despido de Cúper: le sentó mal que algunos le acusaran de haber forzado la marcha del argentino.

El caso es que el sábado, en el estadio milanés, estalló la tensión reprimida durante semanas por un público obsesionado con Vieri. Una parte de la afición silbó al ídolo, quien respondió aplaudiendo ostensiblemente hacia la grada; en ese momento, otra parte de la afición empezó a silbar a quienes silbaban. Se formó un barullo monumental, mientras la esfinge se sacrificaba más que nunca por sus compañeros, corría como un poseso y exhibía en el rostro sus misteriosas penas. Concluyó el peculiar calvario con un gol de firma: corrió hacia puerta con un par de defensas colgando de la camiseta y rompió el balón contra la red. Era el 6-0. Pero Bobbo siguió triste. Nadie se fue feliz de San Siro.

Vieri prometió cumplir sus cinco años de contrato con el Inter. Después de vagabundear por Pisa, Ravena, Venezia, Atalanta, Bergamo, Juventus, Atlético y Lazio, a los 30 años parecía haber echado raíces en Milán. ¿Se quedará? ¿Enfermará de pena? ¿Podrían los interistas vivir sin él?

LAS CUENTAS DEL «MONOPOLY»

LUNES, 19-01-2004

Quienes sufren patologías psicológicas suelen ser incapaces de explicarlas. A veces, ni las perciben. Es muy probable que a Massimo Moratti, de 58 años, magnate petrolero y presidente del Inter de Milan, el único club capaz de ser grande sin ganar títulos —su último scudetto cayó en 1989—, le parezca normal su afición a vender joyas. Hagamos un repaso: en menos de una década, Moratti ha vendido a Ronaldo, a Roberto Carlos, a Pirlo, a Mutu y a Seedorf. Entre tanto, ha conseguido acumular una deuda superior a los 200 millones de euros.

A Christian Bobo Vieri, de 30 años, italoaustraliano, de profesión futbolista errante y de afición beisbolista, también debe de parecerle normal lo suyo. Ha marcado goles para el Torino, el Pisa, el Ravena, el Venezia, el Atalanta, la Juve, el Atlético, la Lazio y el Inter, y en ninguna parte se ha sentido completamente a gusto. Ahora está a punto de cambiar nuevamente de camiseta. Su relación con Moratti ha sido anormalmente larga: ya más de cuatro años. Nadie esperaba que dos personajes de inestabilidad tan celebrada fueran capaces de soportarse tanto tiempo. Vieri piensa en el Chelsea de Abramovich o quizás en el Milan, cuya camiseta falta en su colección. Moratti ya tiene atado a Adriano, el joven ariete brasileño del Parma.

Vieri y Moratti son ejemplos extremos de un mal que se agrava anualmente en el calcio, el de la compraventa compulsiva. Cuanto menos dinero tienen los clubes, más compran y venden. Algo así ocurría en el grupo Parmalat, que ha dejado al Parma en la ruina, y en el grupo Cirio, que hizo lo propio con una Lazio cuya supervivencia —415 millones de euros de deuda— roza el milagro. Parmalat y Cirio vendían un cartón de leche —o una sociedad financiera—, facturaban dos y contabilizaban tres. Por lo que se intuye en los balances del calcio, que siempre fueron oscuros y son hoy casi impenetrables gracias a las fantasías contables autorizadas por el decreto salvacalcio de Silvio Berlusconi, algo parecido hacen los clubes italianos. Compran y venden a plazos, con derechos futuros de recuperación, sistemas de multipropiedad y otras cláusulas por las que, mágicamente, al menos en apariencia, nadie paga y todos cobran.

La gente de la Lazio no sabe si el imprescindible Stam seguirá en el equipo hasta fin de temporada; la hinchada del Parma ignora si contará aún con Adriano la semana próxima, y lo mismo sucede con Vieri y el Inter. Esto cansa a las aficiones. Y un día, cuando se acabe el juego del «monopoly», terminará en desastre.

ESPAGUETIS PARA EL MILAN

LUNES, 02-02-2004

Las tres grandes sociedades futbolísticas italianas, la Juventus, el Milan y el Inter, son del norte y se hicieron definitivamente fuertes a finales de los cincuenta y principios de los sesenta gracias a la llegada masiva de inmigrantes sureños. Quien más se benefició de ese movimiento demográfico fue el Milan, el club proletario de la ciudad, en contraposición al Inter, nacido de una escisión y preferido desde siempre por la burguesía.

El trabajo del pobre terrone del sur convirtió a Lombardía en una de las regiones más industrializadas y ricas de Europa; su afán de integración y su entusiasmo auparon los colores rojinegros y los sostuvieron en los años oscuros, entre 1980 y 1983, cuando el Milan bajó a la segunda división castigado por corrupción, y subió y volvió a bajar por méritos propios. Luego llegó Silvio Berlusconi, que, por entonces, se limitaba a ser el más rico del lugar, y pasó lo que pasó: el Milan empezó a coleccionar scudettos (Ligas) y orejudas (Copas de Europa).

A Berlusconi, cuya actividad política pasma y deprime al orbe, nunca se le podrá negar el talento como presidente futbolístico. Gasta fortunas en fichajes, cierto, y maquilla los balances como nadie, cierto también. Pero lo mismo hace Massimo Moratti en el Inter, y no se come una rosca.