Hombre sin pasado - Patricia Hagan - E-Book

Hombre sin pasado E-Book

Patricia Hagan

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Beschreibung

Julia 998 Cuando Liz Casey por fin consiguió el ascenso a detective, le adjudicaron un compañero recién llegado de California, el apuesto y sexy Steve Miller, un hombre que llevaba la vida al límite, mientras ella siempre acataba las reglas. Día tras día tenía que mirar esos seductores ojos verdes y escuchar sus discursos sobre las mujeres policía. Y noche tras noche, ambos debían luchar contra la atracción que sentían...

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Patricia Hagan

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hombre sin pasado, JULIA 998 - junio 2023

Título original: Groom on the Run

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411419048

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA uno de esos días en que Liz Casey, policía de la ciudad de Birmingham, deseó no haberse levantado de la cama.

La lluvia no había parado de caer desde que entró de servicio a las siete de la mañana. Las calles estaban resbaladizas, lo que significaba un aumento en choques y accidentes, algo que odiaba por el papeleo que representaba. En la comodidad del coche patrulla, cerró el libro de incidencias, suspiró y levantó el micro de la radio. Eran las tres menos cuarto y esperaba que no la enviaran a otro siniestro tan cerca del final de su turno.

—Coche treinta y dos —dijo con voz cansada.

—Accidente en la calle Dieciséis, cerca del K-Mart —anunció Carl Bundy desde la comisaría—. Involucrados tres coches. No hay heridos. Preséntate allí.

—Aguarda un minuto, Bundy. Termino el turno en quince… no, en trece minutos —corrigió al mirar el reloj—. Como mínimo estoy a cinco minutos del lugar, y no dispondré de tiempo para redactar el informe. Además, debo ir a la comisaría a presentar todo el papeleo.

—Oh, te sobrará tiempo, Casey. El sargento te acaba de alargar el turno cuatro horas más.

—No puede hacerlo —golpeó el volante.

—Sí que puede… y lo ha hecho.

—¿Por qué? Ni siquiera se supone que deba estar en tráfico. Soy de patrulla, y sólo acepté ayudar a Batson porque ayer le sacaron una muela y…

—Deja de gimotear —rió Bundy—. Es la primera regla del buen policía de tráfico, Casey.

—Yo no soy de tráfico —espetó—. Te acabo de decir que me ocupo de una suplencia…

—Sí, sí, lo sé.

Liz oyó un sonido borboteante y supo que Bundy estaba bebiendo un batido de chocolate. Otros polis podían cubrir su mesa con fotos de sus hijos, pero Bundy no. Él quería el espacio para toda la comida basura que consumía.

—¿Y se lo recordaste al sargento? No debería hacer turnos extra…

—Tal vez no… —hizo una pausa para sorber de la pajita—… pero quizá habría que recordarte que en este momento no tendrías que llamar la atención… has solicitado un ascenso y…

—Pedir que me asciendan a detective no tiene nada que ver con que pueda estar otras cuatro horas bajo la lluvia, Bundy. Ya he cumplido mi turno en este infierno y…

—Y será mejor que te dirijas al lugar del accidente, Casey, porque me acaba de llegar otra llamada desde allí y te apuesto un donut a que alguien está muy cabreado porque aún no has llegado.

—De acuerdo. Voy para allá. Pero alégrate, yo aún no he podido comer nada desde el desayuno.

—Díselo a los chiflados que han chocado —rió y, después de otro borboteo, cortó.

—Esto es lo que recibo por hacer un favor —se quejó mientras serpenteaba por entre el denso tráfico, luego se sintió culpable. Carol Batson era una buena amiga, y habría hecho lo mismo si se lo hubiera pedido. Además, no era culpa de Carol que seis meses atrás le hubieran extirpado el apéndice y hubiera agotado su cupo de ausencias por enfermedad. Económicamente, no podía permitirse perder la paga de un día, de modo que Liz había aceptado hacerle el turno. Al cuerpo no le importaba, mientras alguien lo cubriera, y era su día libre—. ¿Por qué la gente no puede quedarse en casa cuando llueve? —se quejó.

Tenía que dejar de ser una aguafiestas. No siempre había sido así, ya que hubo una época, no tan lejana, en que había aceptado todo según le venía sin dejar que la deprimiera. Pero eso fue antes de Craig, ya que estar casada con Craig Stover le había quitado la luz a su vida.

Superarlo a él no había sido un problema. Ya lo había hecho antes de abandonarlo. Menos de un año después de casarse preparó las maletas, se fue y nunca miró atrás.

Y tampoco Craig perdió tiempo en encontrar una sustituta. Tres meses más tarde volvió a casarse, en esa ocasión, según supo Liz, con una mujer que se ocupaba de cada uno de sus caprichos.

Al llegar a la zona congestionada de Five Points se vio obligada a parar. Una minicaravana había frenado ante un semáforo en rojo sin hacerse a un lado para dejarla pasar. Las luces azules del coche patrulla ya estaban encendidas, pero Liz activó la sirena para que la conductora se apartara de su camino.

La mujer al volante de la minicaravana la miró por el retrovisor con expresión aburrida.

Liz se acercó más y aumentó el volumen de la sirena.

La mujer se encogió de hombros y señaló el flujo constante de coches que pasaba por la intersección.

Liz le indicó que se apartara al bordillo para dejarla pasar.

La mujer fingió no entender.

Encerrada, Liz sólo pudo esperar que cambiara el semáforo. En cualquier otro momento se habría bajado y multado a la mujer por bloquear deliberadamente un vehículo público en una emergencia, pero llovía a cántaros. Ya tendría tiempo para mojarse, así que decidió que unos minutos de retraso no le sentarían mal. Bundy había dicho que no había heridos, lo que significaba que sólo tendría que ocuparse de conductores airados.

Tamborileando los dedos sobre el volante, cortó la frecuencia policial y dejó que su mente regresara a ese período de su vida al que achacaba la culpa de su actual actitud malhumorada.

Por su aspecto exterior, Craig Stover había sido el hombre ideal. Atractivo y acicalado, lo había conocido siendo una policía novata. Él terminaba su último año de abogacía en la Universidad de Alabama.

Aquel día, el equipo de fútbol de Alabama había jugado contra el de Auburn y ganado, y Craig y algunos de sus hermanos de fraternidad lo celebraron. Armaron algo de jaleo en una cafetería. El propietario se había puesto nervioso y llamado a la policía; enviaron a Liz para investigar la queja.

La situación no era seria. Sólo una bronca entre Craig y sus amigos y algunos de los seguidores de la Universidad de Auburn. Pero cuando Liz llegó las cosas habían pasado de meros insultos y podrían haberse descontrolado, aunque logró convencerlos de que los metería a todos en la cárcel si no se calmaban.

Todo el mundo se separó y empezó a retirarse.

Liz le aseguró al propietario que permanecería por la zona por si la volvía a necesitar. Dio la vuelta para marcharse y se encontró a un doble de Tom Cruise con una sonrisa seductora en el rostro.

Craig se presentó y dijo que era de Mobile; le preguntó si podía invitarla a cenar al acabar su turno, ya que creía que era la policía más sexy que jamás había visto y no pensaba dejar que se marchara de su vida.

Como una tonta, Liz cayó de inmediato en su hechizo, y no porque careciera de experiencia con los hombres. Había tenido algunas relaciones, cuyos recuerdos le daban calor en las frías noches de invierno, pero en ese momento no había nadie especial en su vida. Los últimos dos años había estado ocupada en la academia de policía, y al entrar en el cuerpo dispuso de poco tiempo para los romances. Además, tenía ambiciones, y no pensaba incluir el matrimonio en su agenda durante unos cuantos años.

Al mirar hacia atrás, pudo ver lo vulnerable que era para alguien como Craig, ya que estaba quemada de estudiar y entrenarse, y ansiosa de gozar de algún idilio.

Tenía veinte años y había perdido muchos buenos momentos, y Craig le enseñó un mundo nuevo; fiestas de la fraternidad en la universidad, partidos de fútbol, fines de semana fuera de la ciudad siempre que lo podía arreglar.

Se conocieron en noviembre. Al llegar la navidad ya estaba enamorada, o eso pensaba. En pascuas, él la llevó a Mobile a presentarle a sus padres y en junio, justo después de graduarse, se casaron.

Entonces comenzaron los problemas.

Craig se puso a trabajar en una importante firma de abogados en Birmingham con un sueldo inicial que cuadruplicaba lo que ella ganaba como policía. Como obsequio de bodas, los padres de él les regalaron una casa en un barrio de lujo, y él quiso que Liz fuera ama de casa. Pero ella no pudo soportar esa idea. Le dijo que en el futuro, cuando tuvieran hijos, sería distinto, pero que, de momento, quería continuar en la carrera que tanto le había costado sacar adelante.

Pero Craig insistió en que para su carrera era extremadamente importante tener una vida social activa. Eso significaba golf y asociaciones cívicas para él y partidas de bridge para Liz. Y que dejara de ser policía, trabajo que él consideraba poco apropiado para su esposa.

Fue durante su luna de miel, un crucero por el Caribe regalo de la rica abuela de Craig, cuando empezó a mostrar su verdadera personalidad.

A Liz le enfureció que no hubiera soltado sus ultimátums antes de la boda. También le recordó que había dicho que el que fuera policía era una de las cosas que le habían atraído de ella.

Pero Craig no mostró ningún remordimiento al reconocer que salir con una policía había sido sólo un juego al principio. Además, comentó, ella debería tener el suficiente sentido común para saber que como abogado hacia el camino del éxito, no querría una esposa en constante trato con delincuentes.

También le dijo lo orgullosa que tendría que sentirse al haber conseguido un marido tan prometedor. Le ofrecía una vida de riqueza, ocio y aceptación social, mientras que ella lo único que buscaba era avanzar en una carrera que él consideraba por debajo de su nivel social.

Y así subieron al barco tomados de la mano y con estrellas en los ojos, para bajar una semana después mudos y enfadados.

Craig no dejó de insistir en que abandonara su trabajo, y Liz continuó tratando de hacerle entender cómo se sentía. Le recordó que era una policía de tercera generación y que su ambición era ascender a patrullera y luego a detective.

Pero él no lo entendió, y el muro que los separaba no dejó de crecer entre ellos.

El semáforo cambió de color y alguien hizo sonar la bocina.

Con un sobresalto, regresó al presente y se sintió como una tonta al estar en trance con la luz de su coche encendida y la sirena sonando.

Volvió a avanzar entre el denso tráfico y llegó al lugar del accidente. Tal como informó Bundy, no había heridos, aunque ahí se acababa su precisión. En vez de tres coches involucrados en el siniestro, había cuatro, lo que representaba un informe más largo.

Seguía diluviando, y era imposible tomar notas sin que se empapara la libreta. Necesitó casi una hora y media para conseguir todas las declaraciones, tomar medidas y lograr que se despejara la zona.

En cuanto terminó, Bundy la envió a otro choque en la interestatal.

—Esa es jurisdicción de la patrulla estatal —protestó—. No de la metropolitana.

—Lo siento, pero tuvo lugar justo dentro de nuestros límites, y es bastante serio. Los patrulleros han solicitado ayuda a tráfico. Ve allí, Casey. Aún te quedan dos horas para acabar el turno.

Cortó, ya que no quería darle la satisfacción de que oyera más quejas.

La lluvia no amainaba. Liz ni siquiera se molestó en ponerse el impermeable cuando salió del coche para dirigir el tráfico alrededor de los ocho vehículos accidentados. Al menos hacía calor para octubre. Pero, a pesar de la temperatura, comenzó a temblar y a estornudar.

—Tendrías que haber nacido con membranas en los pies, Casey —bromeó uno de los patrulleros—. Estás muy bien mojada.

—Eh, ten cuidado, Davenport —Liz fingió estar indignada—, o te denunciaré por acoso sexual.

—No hay nada sexual en decir que me recuerdas a un pato, Casey —rió el otro.

Continuó dirigiendo el tráfico. Cuando al fin se terminó y los coches empezaron a fluir con regularidad, corrió a su coche. Miró el reloj. Eran casi las siete. Activó el micro.

—Coche treinta y dos a base. Me voy.

—Oh, Casey —repuso Bundy—, ¿no quieres responder a otra llamada? Tengo un accidente estupendo para ti en Pine y la Tercera. Un coche chocó contra un poste de luz y…

—Pásaselo a otro, Bundy. Me largo.

Liz cortó antes de que pudiera discutir. Lo único que le quedaba por hacer era llevar el coche a la comisaría de Carol, ir en autobús a su apartamento y la noche era suya. Un baño caliente, pijama y bata, pedir una pizza por teléfono y acurrucarse en el sofá ante la tele junto a Tom.

Sonrió.

Todo sonaba increíblemente acogedor… salvo por una cosa. Tom era un gato.

Se había acomodado en su espalda durante una nevada en enero. Lo había invitado a una comida en el calor de su casa y, evidentemente, le gustó el alojamiento, ya que se había convertido en un residente permanente.

Ya casi había llegado a la comisaría de Carol cuando la voz maliciosa de Bundy sonó otra vez en la radio.

—Tienes que presentarte aquí, Casey. El sargento quiere verte.

—Es una broma —gruñó—. ¿Sabes lo mojada que estoy? ¿El hambre que tengo? Y tendré que pedirle a alguien que me lleve. Mi coche está en el garaje, y si espero un autobús con este tráfico podría llegar a medianoche.

—En mí desperdicias las lágrimas —rió Bundy—. Lo único que hago es transmitir los mensajes.

Liz supo que no tenía sentido esforzarse por tratar de mejorar su humor. Había que considerar un día así como una experiencia de aprendizaje, aunque ya había tenido más que suficiente. Quiso encender la luz para señalar un giro a la izquierda, pero se dio cuenta de que ya no funcionaba, y se preguntó qué más le sucedería antes de que ese maldito día terminara.

—Bueno, al menos la lluvia ha parado —musitó, bajando la ventanilla para sacar la mano.

Y justo en ese momento un coche rojo deportivo pasó a toda velocidad y le bañó la cara con un chorro de agua sucia.

—Se acabó —gruñó; activó la sirena y realizó un giro en U en medio de la calle.

El radar indicaba que el conductor sólo iba a cuarenta y cinco kilómetros en una zona de cuarenta. Por lo general lo habría dejado pasar, pero que le chorreara agua sucia por la cara era como si le hubieran dado un bofetón después del día que había tenido.

Al menos no tendría que perseguirlo. El conductor había frenado de inmediato. Liz se detuvo justo detrás de él.

Salió del coche patrulla. Se dirigió a la ventanilla del conductor y, sin preámbulos, espetó:

—Carné de conducir y documento del vehículo.

—Mire, agente —sonó la voz suave y persuasiva—, sólo superé el límite en cinco kilómetros, y…

—Entonces sabía que conducía con exceso de velocidad —cortó.

—Sí, pero llego tarde, y…

—Y eso no es excusa. Yo también llego tarde, pero no me ve correr por las calles resbaladizas.

—El giro que acaba de hacer en ese cruce no coincide con sus palabras —sonó la voz burlona.

—Estuvo justificado —alargó la mano—. ¿Tiene el carné y los papeles del coche?

—Sí, claro, pero esperaba que lo dejara pasar. Verá, yo también soy un oficial… un detective. Mire, puedo enseñarle mi placa de identificación.

Sintió una oleada de resentimiento. Un detective. Algo que ella añoraba ser. Y ahí estaba, seco después de haberla empapado.

—Más motivo para no superar el límite de velocidad.

—Eh, ¿no puede echarle una mano a un compañero?

—No. Es un mal ejemplo. No tiene por qué ir a gran velocidad con este tiempo, salpicando a la gente y…

—Es por eso —entonces se asomó por la ventanilla para mirarla con ojos furiosos—. Por accidente pasé por un charco y la mojé, y por eso me va a multar por superar el límite de velocidad en cinco kilómetros. Muchas gracias.

Liz pensó que podría haber sido muy atractivo de no ser por el modo en que fruncía el ceño. Parecía que aún no había cumplido los treinta; tenía el pelo oscuro y tupido y ojos verdes con unas pestañas demasiado largas y espesas para ser de un hombre. Por el modo en que la camisa blanca se estiraba en su ancho pecho y por los fuertes antebrazos supo que su complexión física también era buena.

—Llego tarde a mi comisaría —dijo sosegadamente—. Seguro que puede entenderlo, agente. ¿Nunca la han llamado para una reunión inesperada?

—Sí. De hecho, ahora mismo, y me está retrasando. De modo que si no me da su carné y los papeles, tendré que asumir que no los tiene y…

—De acuerdo, de acuerdo —alzó las manos—. Conozco el procedimiento. Pero me parece que podría ser un poco más transigente por cinco malditos kilómetros. Demonios, incluso pagaré el tinte de su uniforme y también la peluquería, si eso la hace feliz.

—No necesita hacerme feliz —a Liz empezaba a costarle controlar su malhumor—. Sólo tiene que mostrarme el carné y los papeles del coche, como ya le he pedido dos veces, para que pueda ponerle una multa.

Él se inclinó y abrió la guantera. Pareció musitar algo como «Mujeres policía… siempre hacen gala de su autoridad».

—¿Qué ha dicho? —Liz sintió que se ponía rígida.

—Nada —le entregó los papeles.

—Sí, ha dicho algo. Hizo un comentario estúpido sobre las mujeres policía.

—¿Y qué si fue así? No puede arrestarme por eso. Póngame la multa para cumplir con su cuota del día y deje que me largue.

Volvió a mirarla con ojos centelleantes y, a pesar de la furia que había entre los dos, Liz no pudo evitar pensar en lo atractivo que era. En otras circunstancias…

Sacudió la cabeza con fuerza, extrajo el cuaderno de multas del bolsillo y comenzó a escribir. En el carné leyó que se llamaba Steve Miller.

—He tenido un mal día —musitó él.

—Y yo también, detective Miller.

—Ya lo veo —rió.

—Un exceso de cinco kilómetros no recaerá directamente en su carné, pero son puntos acumulables —arrancó la multa y la tiró sobre su regazo.

—Lo recordaré la próxima vez que pase junto a un poli, aunque si se trata de una mujer, y que ha tenido un mal día, seguro que me para.

Liz no pudo evitar reír y, con las manos en las caderas, lo miró.

—Tiene una postura bastante rígida, ¿no?

—Igual que usted, pero al menos no tendremos que preocuparnos de chocar en el trabajo.

—¿Porque yo pertenezco a tráfico y usted es un detective? —hizo una mueca al pensar que le recordaba que formaba parte del escalafón más bajo de la cadena policial.

—No —repuso con inocencia—. Estamos en comisarías distintas. Usted en la Segunda y yo en la Primera.

Liz contuvo un gemido. La Primera era su comisaría. Si iba a la Segunda era por el favor que le había hecho a Carol. «¿Por qué nunca lo había visto?», se preguntó. No sólo era guapísimo y habría sido el centro de todos los rumores femeninos, sino que conocía a todos y cada uno de los detectives.

—¿Cuánto tiempo lleva allí?

—Empecé hace un par de días.

—¿Cómo detective?

—Sí. Trabajaba en el departamento de policía de Los Ángeles, en California, de modo que me resultó bastante fácil venir aquí.

Liz tuvo que volver a contenerse para no gemir. Sólo había una vacante para detective. Si habían contratado a Steve Miller ello significaba que la habían descartado. «No era justo», pensó, mordiéndose el labio. Estaba cualificada, había pasado por toda la instrucción necesaria y aprobado todos los exámenes preliminares y, por derecho, el puesto tendría que haberse ocupado con alguien del departamento y no con un traslado. Pero a veces se tocaban hilos y se obviaban los procedimientos, y no se protestaba. Eso sólo conseguiría que sus superiores se lo pensaran dos veces antes de ascenderla la próxima vez que surgiera una vacante.

—Bueno, gracias por nada —dijo él con sarcasmo cuando ella se marchaba.

—De nada —se dio la vuelta lo suficiente como para lanzarle su sonrisa más descarada.

De vuelta en el coche patrulla, Liz observó mientras el deportivo se incorporaba al tráfico y luego le dio un golpe al volante.

—Éste, Liz Casey —se reprendió—, es el motivo por el que cada noche regresas a casa donde te espera un gato… porque actúas como si todo el mes tuvieras la regla, maldita sea.

Fue a la Comisaría Segunda, aparcó el coche y entregó las llaves, junto con los informes de los accidentes y la única multa a Steve Miller. Después, experimentó el único buen momento del día cuando un patrullero que salía de servicio se ofreció a llevarla a su comisaría.

Por último, con un suspiro de alivio, subió los escalones de dos en dos, empujó las puertas y le anunció al sargento de entrada:

—He llegado, y sea lo que sea, suéltalo ya. Jamás he deseado con tantas ganas que un día se terminara.

—El jefe en persona quiere verte —señaló una puerta.

Miró el letrero que proclamaba el despacho del capitán de la comisaría e hizo una mueca al pensar que la llamaba para informarle de que no era detective.

Con los hombros encorvados, Liz se acercó a la puerta, llamó y se presentó.

—Agente Casey, señor —le sorprendió ver que él sonreía y se preguntó si estaría emparentado con Bundy—. ¿Quería verme, señor?

—Sí. Era lo bastante importante como para hacer esperar un estofado, y si supiera lo buena cocinera que es mi mujer, lo apreciaría —se levantó y alargó la mano—. Felicidades, Detective Casey.

Liz sintió que se le secaba la garganta. Entusiasmada y atontada, apenas logró hablar.

—Pero me enteré de que la vacante se había cubierto.

—Teníamos dos —explicó al volver a sentarse e indicarle un asiento—. Una nos surgió de repente. Conoce a Joe Fisher, ¿no? Bueno, decidió pedir una jubilación anticipada después del amago de ataque al corazón del mes pasado. Su esposa insistió. Se le habrá pasado leerlo en el tablero de anuncios.

—Así es —le daba vueltas la cabeza al tratar de asimilar que al fin lo había conseguido. Iba a ser una detective. Tendría una placa dorada… tuvo ganas de gritarle al mundo entero. Pero tragó saliva y se esforzó por sonar ecuánime y profesional—. Gracias, señor. Muchas gracias. Me siento honrada.

—Se lo merece —miró la hora—. Su nuevo compañero llegó hace una hora, pero como usted no estaba, le dije que se fuera a cenar. Si no quiere quedarse, puede conocerlo más adelante…

Llamaron a la puerta y el capitán dijo que pasaran.

Liz parpadeó y esperó que el hombre que entraba lo hiciera por otro motivo. Pero esa esperanza no tardó en desvanecerse cuando el capitán anunció:

—Detective Casey, le presento a su compañero… el detective Steve Miller.