Identidad, amor y trascendencia - Jorge Pavez Bravo - E-Book

Identidad, amor y trascendencia E-Book

Jorge Pavez Bravo

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Beschreibung

Este libro es una invitación a padres y educadores a reflexionar sobre el sentido de estas experiencias, para estimular y apoyar a los niños y jóvenes a asumir su propio crecimiento. Desde su nacimiento, cada ser humano está llamado a desarrollar potencialidades propias de su naturaleza, a asumir de un modo personal el proceso de crecer en humanidad y recorrer el camino hacia la madurez. Jorge Pavez plantea que avanzar en este itinerario personal implica comprometerse en cinco grandes experiencias a las que nos invita la vida: construir nuestra IDENTIDAD, definiendo lo que queremos llegar a ser; comprometernos en el AMOR y producir amor en nuestro entorno; asumir NUESTRO LUGAR en la comunidad humana y solidarizar con ella; insertarnos en la vida real y responder a sus exigencias; TRASCENDERNOS en acciones más importantes que uno mismo, buscando siempre el sentido de la propia existencia. Del modo en que vivamos estas experiencias de crecimiento personal, dependerá nuestra contribución a hacer mejor el mundo en que vivimos.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción

Capítulo Primero

Capítulo Segundo

Capítulo Tercero

Capítulo Cuarto

Capítulo Quinto

A modo de conclusión

Bibliografía

 

Jorge Pavez Bravo

 

 

 

Identidad, amor y trascendencia

 

Crecer en humanidad

 

 

 

 

 

Identidad, amor y trascendencia

Primera edición: junio de 2009

 

© Jorge Pavez Bravo, 2009

 

Registro de Propiedad Intelectual

Nº 175.273

 

© RIL® editores, 2009

Alférez Real 1464

750-0960 Providencia

Santiago de Chile

Tel. (56-2) 2238100 • Fax 2254269

[email protected] • www.rileditores.com

 

Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

Imagen de portada: Juan Francisco Pinedo

 

 

 

Epub hecho en Chile • Epub made in Chile

 

ISBN 978-956-284-674-5

 

Derechos reservados.

 

A Manuel, mi hijo menor,

a quien acompaño a crecer

 

A mis hijos mayores,

Magdalena y Jorge, que me han ayudado a crecer

 

 

Agradecimientos

 

Deseo agradecer especialmente a mi amigo Manuel Ossa por su apoyo inicial, estímulo, comentarios y sugerencias en la elaboración de este ensayo.

Además agradezco de todo corazón a mi esposa Soledad Herrera, a mis amigos Juan Francisco Pinedo, Fernando Lara, Abraham Magendzo y Alejandro Steiner, por sus aportes y comentarios que enriquecieron este trabajo.

A Juan Francisco Pinedo le quedo muy agradecido por aceptar con tanto agrado diseñar la imagen de la portada de este libro.

 

 

 

 

Introducción

 

 

 

 

 

Cuando niños, observábamos con envidia o admiración a nuestros hermanos mayores, o en la escuela, a los alumnos de cursos superiores. Ellos expresaban nuestro anhelo de crecer, y nos demostraban que más años nos permitirían adquirir mayor libertad, tener más derechos, «hacer las cosas de grande». En algún momento este fue nuestro sueño. Una aspiración infantil que estaba lejos de incluir todo lo que implicaba el proceso de crecer, de progresar hacia la madurez. Solo los años vendrían a modificar nuestra idea de ser adulto.

El estudio del desarrollo psicológico del ser humano, desde su nacimiento hasta la vida adulta, nos enseña que el hombre y la mujer avanzan hacia la madurez psicológica a través de una serie de etapas y de crisis. Y que, en la medida en que cada uno va superando los conflictos propios de la infancia y los acontecimientos que marcan su historia personal, construye su identidad y se aproxima al ideal de una humanidad plena.

¿Cómo se caracteriza la madurez en la persona que se incorpora a la vida de la sociedad? La madurez psicológica1 «ha sido caracterizada por la coherencia, el sentido de lo real y del presente, la utilización de la experiencia, el control de sí mismo, la flexibilidad de la adaptación, la tolerancia a la frustración, la iniciativa, el sentido de la responsabilidad, pero también por el sentido de la solidaridad, la capacidad de dar y recibir, la capacidad de descentración y de empatía, la capacidad de auto-criticarse y sacar provecho de las críticas positivas, la capacidad de cambiar».

La mayor parte de los psicólogos coinciden en los elementos de esta caracterización. Se reconoce, al mismo tiempo, que la madurez admite grados y que, más que un estado, es una expresión del proceso de crecimiento personal que dura toda la vida. Proceso en que cada ser humano puede progresar, incorporando experiencias, éxitos y realizaciones, pérdidas y adquisiciones, en camino hacia su realización como persona. Este ideal humano recibe de parte de algunos psicólogos apelaciones diversas: «la persona en pleno funcionamiento» (Carl Rogers); «la persona individualizada» (Carl Jung); «la persona autónoma» (Erich Fromm); «la integridad del yo» (Erik Erikson); «la plena humanidad» (Abraham Maslow).

El ideal del desarrollo hacia la madurez psicológica no es algo impuesto al ser humano. Podría decirse que todos, según las propias posibilidades y las circunstancias en que nos toca vivir, aspiramos avanzar en nuestro desarrollo. Como la experiencia lo confirma, existen en el ser humano potencialidades incipientes, propias de nuestra condición, que presionan por actualizarse en sentimientos de amor, bondad, verdad, belleza, serenidad, alegría, goce de vivir, paz, creatividad, responsabilidad. Se trata del ideal que expresa lo que cada uno quisiera llegar a ser. Así se puede decir que todos los seres humanos somos llamados a desarrollar estas potencialidades latentes en nosotros. Abraham Maslow2 establece una relación significativa entre estas potencialidades y los ideales propuestos por las religiones: «Si pudieran interpretarse las distintas religiones actuales como expresiones de inspiración humana, es decir, de aquello que la gente quisiera llegar a ser si pudiera, encontraríamos en ellas un apoyo a la afirmación de que todas las personas ansían su auto-realización o tienden hacia ella. Esto se debe a que nuestra descripción de las características reales de quienes se auto-realizan, sigue en muchos puntos una senda paralela a la de los ideales propuestos por las religiones, v. gr. la trascendencia del yo, la fusión de la verdad, bondad y belleza, la ayuda a los demás, la sabiduría, la honestidad y naturalidad, la superación de las motivaciones egoístas y personales, la renuncia a los deseos <inferiores> a favor de otros ‘superiores’, una mayor cordialidad y afabilidad, la fácil diferenciación entre fines (tranquilidad y afabilidad, paz) y medios (dinero, poder, posición), la disminución de la hostilidad, de la crueldad y ansia de destrucción (aunque la entereza, la cólera o indignación justificadas, la auto-afirmación, etc., pueden verse aumentadas).»

Sin embargo, este ideal coexiste en la realidad con otras tendencias negativas (falta de amor, miedo, desesperanza, culpa, egocentrismo) y con limitaciones propias de nuestro medio familiar, social, cultural, a las que nos enfrentamos a lo largo de nuestra vida, y que dificultan el proceso de desarrollo personal. ¿Cómo actualizar entonces estas potencialidades y convertirlas en valores que apoyen nuestro crecimiento? Solo asumiendo la vida como el llamado a ser lo que realmente queremos llegar a ser. Para Ortega y Gasset3, «la vida es lo que somos y lo que hacemos», es decir, mi vida soy yo y mi quehacer en el mundo. Desde que me encuentro en el mundo, tengo «que hacer» con mi vida, según mis potencialidades y necesidades internas. Asumir mi vida es definirme como persona: ¿quién soy y quién deseo llegar a ser? Lo que haga con mi vida no me ha sido dado, es mi responsabilidad. Me defino a través de lo «que hago», de la forma en que asumo mis experiencias de vida, de mis acciones, elecciones y decisiones, que se originan en mis propias necesidades y valores. ¿Cuáles son mis amores? ¿Cuáles son mis compromisos? ¿Siento la inquietud trascendente de buscar respuestas más allá de mi mismo? Estas son las preguntas que plantea la vida. El hombre y la mujer que ponen atención a estas preguntas y, con su vida, intentan responderlas, asumen conscientemente el camino del crecimiento personal en búsqueda de la plena humanidad. Entonces cuando nuestras acciones, elecciones y compromisos coinciden con nuestras necesidades internas, avanzamos en nuestro crecimiento como personas y nos aproximamos a la realización que anhelamos.

Responder a las preguntas de la vida es una tarea permanente y un desafío. Tarea permanente porque durante toda nuestra existencia tendremos que reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestra relación con los otros y sobre nuestra posición en el mundo. Desafío porque nos enfrentaremos a nuevas situaciones gratificantes y frustrantes, correremos el riesgo de equivocarnos o lograremos acertar, podremos celebrar triunfos aunque muchas veces debamos asumir fracasos.

Estos no son conceptos abstractos o ideales inalcanzables. De hecho, en la historia de la humanidad y en el mundo actual, podemos encontrarnos con personas que, por sus valores, creatividad, integridad y abnegación, son una expresión real del progreso hacia la madurez o salud psicológica. Ellas se han caracterizado y caracterizan por haber dado un sentido particular a sus vidas, asumir una vocación personal y comprometerse con una causa.

Los padres y educadores sabemos la importancia que tiene en el proceso educativo, confrontar a los niños y jóvenes con ejemplos concretos y proponer valores y conductas con las que nosotros mismos estamos comprometidos. Todos, en distintos momentos de nuestra vida, necesitamos inspiradores que nos prueben que, superando la medianía, podemos llegar más lejos en el desarrollo de nuestras potencialidades. Así, hombres y mujeres tanto de épocas y culturas pasadas como contemporáneos, tienen algo que enseñarnos. En el pasado podemos recordar a Confucio, Gautama el Buda, Lao-Tzu, Jesús de Nazareth, Mahoma, presentes en nuestro mundo a través de sus discípulos. En tiempos más próximos, podemos mencionar entre otros, a Mahatma Gandhi (India), Albert Schweitzer (África), Martin Luther King (Estados Unidos), Teresa de Calcuta (India), Monseñor Oscar Romero (El Salvador), Nelson Mandela (Sudáfrica), Alberto Hurtado (Chile).

Ellos se definieron ante sí y ante la sociedad de su época, asumiendo las experiencias de la vida de acuerdo a sus propios valores, procurando desarrollar sus potencialidades humanas y asumiendo responsablemente el compromiso con la vocación elegida. Para hacer realidad su vocación se esforzaron por superar sus propias limitaciones y temores. Con sus palabras y acciones respondieron a las problemáticas y crisis de su tiempo, enfrentando a menudo la oposición y las críticas de su entorno. Y, con riesgo de su propia vida, mantuvieron hasta el fin una actitud consecuente con sus principios e ideales. Sin embargo, ellos no nos dan recetas de acción ni son modelos a copiar o repetir literalmente, su vida es más que todo una inspiración.

Inspirarse en ellos significa escuchar el llamado interior a inventar la propia vida, cada cual según su historia personal, sus posibilidades, sus circunstancias, su tiempo. Cada ser humano, cualquiera sea su condición, en la unicidad de su existencia y con los medios a su alcance, puede esforzarse por responder a los desafíos de su entorno y de su tiempo. Así, los ejemplos mencionados de desarrollo de las potencialidades humanas muestran lo que el ser humano podría llegar a ser en el proceso de crecer, en comparación con tantos casos de desarrollo frustrado o de inmadurez.

La realización de las capacidades y potencialidades humanas que se expresa en la salud psicológica, ha sido objeto de estudio por parte de las corrientes psicológicas de tendencia humanista y transpersonal, representadas especialmente por Abraham Maslow, Carl Rogers, Victor Frankl, Erik Erikson, y otros tales como Alfred Adler, Erich Fromm, Karen Horney, William James4. He encontrado en sus escritos un apoyo en la identificación de experiencias existenciales que pueden conducir al ser humano hacia su madurez psicológica y su crecimiento en humanidad.

Así, pienso que el camino hacia la madurez caracterizada anteriormente, implica fundamentalmente comprometerse, de acuerdo a valores, en, al menos, cinco experiencias de crecimiento personal a las que nos invita la vida. Estas experiencias existenciales son: la construcción de la identidad y el descubrimiento de la vocación personal; el amor a los otros y a la comunidad; la inserción social y el compromiso de responder a las demandas de la sociedad de acuerdo a valores; las acciones trascendentes en cuanto experiencias liberadoras de las limitaciones personales.

Estas experiencias, estrechamente relacionadas, incluyen no solo componentes psicológicos, sino también valores, conductas y actitudes éticas, sociales y espirituales, propias del camino hacia la madurez. De modo que nuestro análisis comprenderá estos diferentes puntos de vista.

Mi intención es compartir con padres, educadores y jóvenes estas reflexiones sobre el proceso de crecer en humanidad y de desarrollarse en la sociedad del siglo que se inicia.

Cada uno de las experiencias mencionadas será objeto de un capítulo de este libro.

 

 

1 Dominique Chalvin, L’affirmation de soi, Paris, Ed. Librairies Techniques, 1981, págs. 17-18.

22 Abraham H. Maslow, El hombre autorrealizado (Toward a Psychology of Being), Barcelona, Kairós, 13° ed., 2000, pág. 200.

33 Ortega y Gasset, José, ¿Qué es filosofía?, Madrid, Espasa Calpe, 1995, págs. 219-221 (Colección Austral).

44 Muchas otras teorías sobre la personalidad, comenzando por la teoría freudiana, han avanzado en el conocimiento del hombre a partir del estudio y tratamiento de personas que sufrían problemas mentales. Ellas han puesto el acento en el análisis y las explicaciones de los traumas, trastornos, rasgos y conductas neuróticas o psicóticas de la personas. Hay que decir que ambas corrientes se complementan porque «no podremos comprender realmente la debilidad humana sin apreciar sus tendencias saludables. De otro modo cometemos el error de patologizarlo todo. Sin embargo, tampoco podremos comprender plenamente la fortaleza humana, o ayudarla, sin comprender también sus debilidades. De otra forma cometemos el error de confiar con excesivo optimismo en la sola racionalidad». A. Maslow, op. cit., El hombre autorrealizado, pág. 209.

 

Capítulo Primero

 

Construyendo la propia identidad

 

 

«El sentido de identidad, el éxito en alguna actividad y el compromiso con un sistema de valores, son tan esenciales para el bienestar psicológico como la seguridad, el amor y la autoestima».

A. Maslow

 

En mis primeras experiencias de terapia gestáltica5, participé en ejercicios de grupo destinados a «tomar conciencia» de quiénes somos y de qué sentimos de nosotros mismos. En uno de estos ejercicios se trataba de repetirnos mutuamente muchas veces la misma pregunta: ¿Quién eres tú? La repetición resultaba estimulante. Inicialmente uno daba respuestas obvias, indicando nombre, profesión, edad, etc., pero luego se lograba profundizar en la historia personal, en los compromisos y en los valores.En esta forma era posible expresar no solo lo que uno sentía o pensaba de sí mismo, sino también cómo se visualizaba en este proceso continuo de definirse ante sí y ante los otros. La finalidad era avanzar en la comprensión de sí mismo, de recuperar la capacidad de «darse cuenta» de lo que uno es o quiere ser, de descubrirse sin dejar que otros le digan quién debe ser, de escucharse a sí mismo en sus emociones, y de aprender a escuchar a otros que están en la búsqueda de su verdadera identidad.

Estamos acostumbrados a definirnos ante los otros por «lo que hacemos en la vida»: estado civil, empleo, oficio, profesión. Esto es lo que se ve, lo que aparece, especialmente cuando lo que hacemos tiene una buena imagen en la sociedad en que vivimos. Puede significar estatus social, poder, prestigio, bienes, seguridad. Y esta presentación nos ahorra reflexionar sobre «lo que realmente somos o queremos ser».

La pregunta sobre «quién soy» es la pregunta sobre mi identidad. Y mi identidad es una realidad compleja que voy construyendo a lo largo de mi vida. Soy consciente de tener una identidad que me distingue de los otros. Este soy yo y no otro6.Pero es una identidad dinámica que construyo durante toda la existencia. Se trata de un proceso permanente de elaboración y reelaboración de lo que quiero ser. Para Ortega7, «vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser…; (el ser humano es) un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser». En distintos momentos de mi existencia, debo discernir para elegir, o renunciar a algo que no considero para mí y optar otro camino. La vida de cada día –experiencias, relaciones, éxitos, crisis, fracasos y errores– me invita a realizar este viaje hacia el ser yo mismo. Y en mis decisiones están presentes inevitablemente mi propia historia y las exigencias de mi inserción en una comunidad de la que soy parte.

Personalmente, como muchos otros, he pasado años tratando de encontrarme, de descubrir quién realmente soy, procurando liberarme de lo que no calzaba con lo que yo quería ser. Es el proceso permanente de crecer. Es la pregunta fundamental sobre lo que va sucediendo con nuestra identidad. Muchos hemos comenzado siendo lo que nuestro ambiente quería que fuéramos. ¿Pero era esto lo que nosotros queríamos o queremos ser? ¿Qué cambios se han ido produciendo en nosotros con los años? ¿Estos cambios han contribuido a definirnos? A menudo, ante situaciones nuevas, nos asombramos de nuestro propio comportamiento o de lo que descubrimos en nuestro actuar.

Al mismo tiempo, mi quehacer puede revelar ante mí y ante los demás quién realmente soy o pretendo ser. Lo que hago lo hago de un modo personal y con una finalidad, marcado por los propios valores, inclinaciones, habilidades, sean estos materiales, morales, sociales, religiosos, etc. Valores e inclinaciones que indican dónde está «mi corazón».Cada acontecimiento, cada encrucijada de la vida me va mostrando facetas de mi persona, sugiriendo nuevas opciones para construir ese ser humano que «quiero ser». Las grandes preguntas sobre nosotros mismos no se responden necesariamente con palabras, sino con lo que realmente es o ha sido nuestra vida en cada circunstancia. Es lo que Sándor Márai8, hace decir al protagonista de su novela El último encuentro: «Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son éstas: ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad? ¿Qué has sabido de verdad? ¿A qué has sido fiel o infiel? ¿Con qué o quién te has portado con valentía o con cobardía?… Estas son las preguntas. Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera».

Construir la identidad es incorporar y asumir conscientemente las situaciones ordinarias o extraordinarias de la vida humana: las experiencias infantiles de confianza/desconfianza, las amistades, los estudios, los compromisos, los lugares de trabajo, las dudas y crisis, los éxitos y logros, las elecciones y decisiones, los momentos de discernimiento, los duelos, los viajes, los diferentes períodos de la vida, en fin, las tensiones y expectativas de nuestra sociedad y de nuestro tiempo. Todos estos acontecimientos nos invitan a clarificar, cuestionar o confirmar nuestras opciones, de acuerdo a lo que somos y queremos ser.

En este esfuerzo por definirnos, el desafío es distinguir lo permanente de lo transitorio, lo aparente de lo real, la autenticidad de la falsificación. Vivimos en una sociedad en que se privilegia la apariencia, la figuración, el éxito, la popularidad. Se busca imitar o se envidia, consciente o inconscientemente, a los triunfadores de la TV, de los negocios, de la política, de los deportes. Sin duda, necesitamos modelos, pero ¿podemos identificar siempre en ellos lo que continúa siendo lo más valioso del ser humano: el amor, la generosidad, la compasión, el servicio, la lealtad, la honestidad, la justicia?

Podemos ser sujetos activos de este cambio o sujetos pasivos de lo que nos sucede. Nuestra identidad podemos construirla por nuestra acción o por simple omisión. Podemos tratar de imitar lo que vemos, que no necesariamente es la realidad. En ese caso debemos asumir la rutina, la frivolidad, y contentarnos con aceptar lo que nos ofrece la vida sin tomar la iniciativa. Así estaremos abdicando de nuestra responsabilidad frente a nosotros mismos y ante los otros.

La experiencia de definirse es válida para todos, cualquiera sea su condición. Cada uno lo hace según su historia personal, sus posibilidades, sus circunstancias, su tiempo, su cultura. Definirse es un desafío, pero es el verdadero camino hacia la madurez y la salud psicológica. El proceso de definición es difícil porque debemos superar diversos obstáculos que encontramos desde nuestro nacimiento hasta el final de nuestros días. Y, a menudo, la educación o instrucción, focalizada en normas y reglas recibidas no siempre nos ayuda a buscar las respuestas por nosotros mismos. Porque no es fácil para padres y educadores encontrar ese justo medio que permitan al niño y a la niña «revelarse» a sí mismos y descubrir eso que están llamados a ser. Por esto, el proceso de crecimiento consistirá a menudo, según la propia experiencia, en desaprender lo que no es lo nuestro y aprender lo que conscientemente podemos asumir como propio.

En este capítulo me referiré a los principales componentes de la experiencia de construir la identidad y a los factores que la favorecen o dificultan desde el inicio mismo de la vida.

He dividido este capítulo en dos partes:

 

• La primera se refiere al proceso de definición de sí mismo desde el nacimiento a la adolescencia.

• La segunda trata de las opciones primeras que se plantean al que busca su propio camino, para definirse ante sí mismo y ante los otros.

 

En el transcurso de estas reflexiones y, a modo de ejemplo, haré referencia a casos reales de personas que conocí tanto en la animación de grupos de «encuentro» como en sesiones de orientación personal y de counseling. Por razones obvias, he modificado en su presentación los nombres de esas personas y cambiado las circunstancias, para evitar su identificación.

 

 

 

 

 

I. Del nacimiento a la adolescencia9

 

1. El origen y el medio familiar y social

 

Al nacer, cada hombre y cada mujer es un proyecto que puede llegar a hacerse realidad. ¡Cuántos padres, al observar emocionados al hijo o a la hija que acaba de nacer, nos hemos preguntado qué será de su vida y cuál será su destino!. Ciertamente, cada uno la realizará según lo que recibirá de su medio familiar y social, lo que hará por sí mismo y lo que le sucederá. Todos estamos destinados a «ser» en un medio, rodeado de otros medios que nos ayudarán o dificultarán en nuestro desarrollo.

El proceso de definición de nuestra identidad se inicia en el medio familiar y social que es parte de nuestra «circunstancia», para utilizar la expresión de Ortega. Los primeros rasgos que nos diferencian y marcan inicialmente en nuestra identidad, están dados por la herencia biológica10, el lugar geográfico, el ambiente cultural, familiar, socio-económico, religioso e incluso, político. Y cada uno de estos factores va a influir de algún modo en el crecimiento psicológico.

En ese medio familiar, social y cultural los niños comienzan a crecer, y sus experiencias en los primeros meses de vida marcarán el futuro de este proceso de crecimiento. Se trata de experiencias fundamentales de encuentro, inicialmente con la madre, y luego con el padre, hermanos y familiares.

 

La imagen que los niños vayan formándose de sí mismos –favorable o menos favorable– dependerá en gran medida de la recepción que tengan al enfrentarse al mundo. ¿Se «sintieron» acogidos, amados, valorados? ¿Recibieron todo el amor que necesitaban? ¿Percibieron afecto e interés o indiferencia y hasta frialdad en su entorno? Esta historia infantil de cada uno de nosotros –de amor, de indiferencia o de abandono– nos ayudará o dificultará en la superación de muchos momentos difíciles de nuestra vida de adulto.

 

 

Rol de la madre

 

En el caso positivo, el niño y la niña conocerán el amor, la protección y la seguridad en los primeros contactos exteriores con su madre. Así, la primera pérdida que significó el abandono del cuerpo materno al momento del parto, será compensada por muchos otros gestos necesarios. La cercanía física, la respuesta inmediata al reclamo de alimento, el calor, la voz y las caricias son expresiones que difícilmente alguien podría realizar con el amor y la dedicación de la propia madre. Se trata del vínculo bebé/madre/bebé que John Bowlby llama «apego»11. Estas primeras experiencias, al ser confirmadas en las fases siguientes, constituyen los cimientos de un proceso positivo de crecimiento emocional.

 

En cambio, si la experiencia ha sido negativa, y el abandono es permanente, las consecuencias se harán sentir en el transcurso de la vida. A este respecto, recuerdo el caso de María, típico de una experiencia infantil frustrante. Ella relata su infancia y al hacerlo, corren las lágrimas por sus mejillas. Nació antes de que sus padres se casaran y fue una hija no deseada. Recuerda que cuando tenía 4 años, su padre abandonó la casa y nunca volvió. Después, su madre tuvo otra pareja que nunca le mostró afecto. Su madre cuando se enojaba con ella o cuando peleaba con su pareja, decía a María que su nacimiento le había quitado la libertad e impedido encontrar una pareja que la hiciera feliz. María decía: «He tenido siempre la impresión de estar ‘de más’ en el mundo, de que mi vida no tiene ningún valor para nadie».

De este modo, el abandono, la ausencia de cariño, la falta de palabras de afecto, el pobre contacto físico de la madre, marcarán a ese niño o a esa niña desde los primeros meses, y harán más difícil su crecimiento afectivo. Todos tenemos la necesidad absoluta de nuestra madre. Su presencia implica seguridad y confianza. «Se ha comparado la privación (de la madre) en los primeros años de vida a una quemadura o a una herida grave. El dolor es inimaginable. La cicatrización es larga y difícil. El mal, sin ser mortal, será quizás definitivo»12.

Porque si los primeros contactos son débiles o poco confiables, es posible que el niño o la niña transmitan esta experiencia negativa en sus relaciones futuras con amigos, compañeros, pareja e incluso con los propios hijos. El amor se aprende con los primeros balbuceos. Los niños que no han recibido el amor de su madre cuando más lo necesitaban, ¿cómo podrán tener amor para dar cuando otros se los pidan? Posiblemente pasarán la mayor parte de su vida buscando ese amor que les faltó, o tratando de aprender lo que es el amor. Y no siendo capaces de dar amor, consciente o inconscientemente, harán sufrir a otros, de esta misma carencia. Llegados a la edad adulta la relación con el otro (pareja, hijos, amigos, jefes, subalternos) será una repetición inconsciente de las primeras experiencias frustrantes de la infancia: demanda de afecto, relaciones de dependencia, de sometimiento, de desapego por temor al abandono, o de dominación.

¿Cómo inician el proceso de crecimiento psicológico esa cantidad creciente de niños criados sin la presencia de sus madres? ¿Cómo pueden valorarse en su identidad, si no se han sentido valorados y estimados por la persona más próxima, justamente cuando se iniciaban en la toma de conciencia de sí mismos? Sin la menor duda, el sentimiento de abandono tendrá consecuencias en el proceso de definición de la propia identidad.

 

 

Rol del padre

 

La presencia y relación con la madre juega un rol primario, porque nos ofrece las primeras lecciones de amor. Por su parte, el padre «nos ofrece una alternativa a la relación madre/hijo(a), nos saca de la unicidad (con la madre) para instalarnos en el mundo. Nos presenta un modelo masculino que puede completar el modelo femenino aportando allí un contraste. Y nos provee con más y quizás completamente diferentes significados de amable, amante y ser amado… «El padre es más físico y estimulante, la madre más verbal y más apaciguadora. El padre pasa menos tiempo en ocuparse de nosotros –la mayor parte del tiempo que nos dedica se pasa en juegos–. Tiende a aportarnos más novedad y excitación, más acontecimientos fuera de la rutina cotidiana y nosotros, a su vez, reaccionamos con mayor atención. Somos igualmente (pero esto es más verdadero para los varones) más inclinados a jugar con los padres, pero preferimos que la mamá, más que el papá, esté allí cuando estamos estresados»13. Pero en condiciones normales, es el padre quien contribuye a estimular la búsqueda de la identidad y autonomía, proponiéndose además como un modelo de virilidad para los hijos varones y como una confirmación de la feminidad para las hijas mujeres.

El padre representa una «segunda fuente de amor constante», como indica la autora citada. Y la renuncia inevitable a esa especie de simbiosis o fusión con la madre, resulta menos triste y soportable si el padre está allí para animarnos y tendernos la mano. Él constituye una experiencia de amor diferente que agrega variedad y riqueza a nuestra relación. «Si no tuviéramos padre, él nos faltaría»14.

Me pregunto en qué medida todos los padres somos o hemos sido conscientes de lo que significa para la vida afectiva de nuestros hijos pequeños, mujeres o varones, nuestra presencia, «estar ahí», servirles de modelo, ofrecerles protección, acogida, ayuda en su experiencia de enfrentarse al mundo. Creo que de esta presencia o ausencia depende la forma en que se relacionarán en el futuro con otras persona, especialmente con quienes ejercen autoridad.

 

 

Compartir el amor

 

Pero en el proceso de crecer rodeado del amor de ambos padres, el niño o la niña no tarda en descubrir que puede no ser el único destinatario de ese amor. Que ese amor necesario, particularmente el de la madre, no será de su exclusividad. Que tendrán que renunciar a la ilusión de poseerla totalmente para sí. Dependiendo del lugar que ocupen en la fratría, el nacimiento de un hermano o de una hermana se les presentará como el mayor riesgo de perderla. Los «intrusos» vendrán a interferir en ese vínculo hasta ese momento único y exigirán compartirlo con los mismos derechos. Esta fue la experiencia de Felipe, ahora estudiante universitario. Cuenta a sus compañeros del «grupo de encuentro» que cuando iba a cumplir cuatro años nació su hermano: «Todavía conservo en la memoria esa presencia que invadió la casa y que produjo en mí la impresión de haber dejado de existir para mis padres. Desde ese día nada sería igual. Sin duda mi madre me seguía queriendo y así me lo decía cuando yo le reclamaba que me sentía abandonado. Pero yo tenía claro que había perdido mi espacio propio. El recién llegado ocupaba ya gran parte del tiempo y preocupación de mis padres, y eso yo no podía entenderlo ni aceptarlo».

Quienes hemos tenido la experiencia de compartir el amor de nuestros padres con hermanos o hermanas menores, en los primeros años hemos debido enfrentar la pérdida, utilizando, generalmente en forma inconsciente, diferentes mecanismos de defensa. Todos estos mecanismos tienen por finalidad reducir la angustia que producen las fantasías de «hacer desaparecer» la competencia del intruso. Así, se procurará, por ejemplo, reprimir el impulso a hacerle daño, negar el sentimiento de hostilidad, regresar a una fase más infantil y dependiente (yo seré el bebé y me comportaré como tal), reemplazar el impulso de dañarlo por el de convertirse en protector (yo lo cuidaré), en la imaginación golpearlo para luego besarlo, o sublimar los sentimientos no deseados, sustituyéndolos por una actividad socialmente aceptable (voy a hacer su retrato)15.

Si logramos superar o convivir sanamente con la rivalidad, terminaremos por comprender que, en la vida, la casi totalidad del amor que recibiremos deberá ser compartido con otros. Si no lo superamos, sufriremos el resto de nuestra vida, solicitando exclusividad y posesión absoluta, en el esfuerzo por alcanzar lo imposible.

Pero, además de compartir el amor de nuestros padres con nuestras hermanos o hermanas, debemos compartirlo con el padre o la madre. Porque el otro desafío en el proceso de definir nuestra identidad es resolver, al menos parcialmente, el complejo de Edipo en el varón (el atractivo posesivo y exclusivo de la madre) y, el complejo de Electra en la niña (el atractivo posesivo del padre). Y así, siendo aún niños, nos enfrentamos a la necesidad de renunciar a nuestros deseos edípicos prohibidos. Aunque la experiencia nos enseña que nunca se renuncia totalmente a ellos, dado que, por caminos diferentes y grados, se buscará compensarlos. «La resolución de nuestros conflictos triangulares contribuye a determinar el género de hombre o de mujer que vamos a ser. Las niñas refuerzan su identificación femenina con la esperanza de casarse un día con un hombre como su padre. Los varones refuerzan su identificación masculina de casarse un día con alguien como su madre. Entre tanto, se aprende con algo más de precisión lo que no se puede ni tener ni ser»16.Los límites existen y, como señala la autora citada, «su reconocimiento no debe necesariamente oponerse –al contrario, esta es quizás una de las condiciones– al desarrollo creativo de nuestro potencial». Y aludiendo a la futura orientación sexual que pueda asumir cada uno, agrega: «el modo de percibir nuestros límites propios dirá si nuestra anatomía es también nuestro destino».

Según Karen Horney, las primeras experiencias nos afectan porque condicionan el modo en que responderemos al mundo. Cada paso condiciona al siguiente. Nuestro ser inicial requiere de condiciones favorables para lograr la autorrealización. En especial, una «atmósfera de calidez», en la que se permita a la niña o al niño expresar sus pensamientos y sentimientos; la buena intención de los demás para satisfacer sus necesidades y «una fricción saludable entre los deseos y la voluntad» de aquellos que lo rodean»… «Las primeras experiencias llegan a tener mayores repercusiones que las posteriores porque determinan la dirección del desarrollo, pero el carácter del adulto es el producto evolucionado de todas las relaciones entre la estructura psíquica y el ambiente»17.

Teóricamente, cada fase del proceso de crecimiento en la niñez, a la que me referiré a continuación (apego, confianza, separación, afirmación, autonomía), debiera superarse sin grandes crisis. Pero las cosas no son nunca perfectas. Todos los padres tenemos y tendremos limitaciones y aún, con las mejores intenciones, cometeremos errores y omitiremos, más de alguna vez, los gestos de acogida y receptividad esperados por nuestros hijos. Otras veces, absorbidos por nuestros propios problemas, no nos daremos el tiempo necesario para acompañarlos en sus experiencias iniciales de vida. Por esto, a su vez, nosotros como hijos o hijas, conservamos también, un recuerdo no siempre positivo o alguna marca más o menos visible de nuestras primeras etapas de crecimiento.

 

 

Experiencias infantiles negativas y resiliencia

 

En contextos familiares favorables (familias «facilitadoras»), los niños compensarán más adelante algunas de las frustraciones y vacíos en su crecimiento emocional. En los casos de desintegración o crisis familiares, la magnitud y frecuencia de frustraciones y pérdidas pueden resultar desproporcionadas, o incluso insuperables para sus limitadas capacidades. Luego, estas experiencias negativas influirán en otras fases de su vida —adolescente o adulta— dificultando el equilibrio interior, la autovaloración y la relación interpersonal. El camino hacia la madurez se hará mucho más difícil o imposible.

Sin embargo, hay excepciones. Algunas personas son capaces de superar las experiencias traumáticas de la infancia. Es el caso de Emilia. Ella tiene ahora 40 años. Al hablar de su niñez, recuerda con pena a su padre borracho, especialmente violento con su madre y con ella misma. Cuando él murió en una riña callejera, ella no sintió pena. Luego, su madre tuvo otra pareja que trató de abusar de ella, pero ella se defendió, haciéndose respetar. Más adelante se casó con un hombre débil de salud que, antes de morir, le dio un hijo nacido deficiente mental. Ahora trabaja como costurera, mantiene a su hijo y le dedica todos sus momentos libres. Pero además ayuda como voluntaria en la institución de educación especial a la que asiste su hijo. Ella piensa que esta es la vida que le tocó asumir, pero se muestra alegre y contenta «de tener tanto que hacer por los demás» .

Esta capacidad de superación de algunos y algunas constituye un verdadero misterio que no tiene una sola respuesta. «Hay niños con un pasado de pesadilla, niños que han vivido experiencias de ‘destrucción sistemática del alma’, y que han llevado una vida que nos enseña el respeto, dice el psicoanalista Leonard Shengold, «mecanismos enigmáticos y contradictorios del alma humana… Pero el hecho de que estos niños hayan sobrevivido psíquicamente no cuestiona el potencial destructor de los malos tratos sufridos»18. Así, las personas que sobreviven a una infancia desgraciada, dan prueba de poseer una reserva ilimitada de energía interior que les permite sobreponerse a los traumas y frustraciones en su desarrollo y a otras experiencias negativas. La autoestima y auto-confianza que nacen de esta fuerza interior les hace superar la adversidad, relacionarse sanamente con los otros y, con un adecuado auto-concepto, reconocer sus fortalezas y debilidades. Estos «resilientes» disponen así de los medios para seguir avanzando en el camino hacia la madurez.

 

 

2. El proceso de adquisición de confianza

y la afirmación de sí mismo

 

a) La confianza

 

Uno de los componentes básicos de la construcción de la identidad es el proceso de adquisición de la confianza en sí mismo. Este, como he señalado anteriormente, se inicia en el medio familiar. Erik Erikson19 define la primera etapa del desarrollo humano como «confianza básica», cuando el ser humano se encuentra más desamparado y dependiente de los demás para su atención física y emocional. Por lo tanto, para alcanzar el equilibrio entre seguridad e inseguridad, las experiencias vividas con la madre son las más importantes.

¿De qué experiencias se trata? Según Erikson, «la cantidad de confianza derivada de la más temprana experiencia infantil no parece depender de cantidades absolutas de alimento o demostraciones de amor, sino más bien de la calidad del cuidado materno. Las madres crean en sus hijos un sentimiento de confianza mediante este tipo de manejo que en su cualidad combina el cuidado sensible de las necesidades individuales del niño y un firme sentido de confiabilidad personal dentro del marco seguro del estilo de vida de su cultura. Esto crea en el niño la base de un sentido de identidad que más tarde combinará un sentimiento de ser «aceptable», de ser uno mismo y de convertirse en lo que la otra gente confía que uno llegará a ser»20.

La mayor parte de adolescentes y de adultos que muestran baja autoestima, han sufrido en su niñez las primeras experiencias de desvaloración de parte de sus padres, familiares y maestros. Por esto, en la adquisición de confianza en sí mismo, es fundamental la mirada «del otro», lo que los padres, hermanos y parientes cercanos piensen de uno, su aceptación o indiferencia. Así la imagen que la niña o el niño se forman de sí mismos, estará marcada por la mirada, la aceptación o rechazo de ellos en las primeras fases de su crecimiento.

El niño y la niña tendrán la posibilidad de asumir una identidad, a partir de la integración gradual de las imágenes —positivas o negativas— que los demás le vayan proyectando, como si fueran su espejo. Además en estas primeras fases del crecimiento ellos comenzarán a incorporar las actitudes y conductas de los que les ofrecen más amor y comprensión. Un ejemplo de experiencia negativa es el caso de Patricia. Ella es una joven de 19 años, de agradable presencia, tímida e introvertida. Cuenta que desde pequeña se sintió disminuida frente a su hermano mayor a quien los padres admiraban y ponían como modelo. Esta experiencia la marcó. Relata que, el año anterior, en la prueba de selección a la universidad alcanzó un puntaje muy bajo que no le dio las opciones esperadas. Ahora está confundida, se siente insegura y teme que sus compañeras la rechacen por su fracaso. Su hermano, muy buen alumno universitario es el orgullo de sus padres y se permite criticarla constantemente. Aconseja a sus padres que la hagan trabajar porque no sirve para estudiar. Ella siente que sus padres no la defienden y que el hermano influye en ellos. No sabe qué hacer, se siente inútil y cree que nunca podrá tener éxito en la vida. Tiene su autoestima por los suelos.

En los casos positivos, la persistencia y continuidad de la experiencia de confianza confirmada, van proporcionando los primeros sentimientos de identidad: «Me siento aceptada/o, acogida/o, gratificada/o, luego puedo seguir adelante, sin temor a ser rechazada/o». De ahí, una mayor confianza que les permitirá desarrollar la capacidad de explorar lo desconocido y hacer frente a las emergencias. La confianza es el comienzo, pero no es todavía la seguridad. La adquisición de la seguridad es un proceso más lento y, en condiciones favorables, se irá ganando durante el desarrollo. Más tarde, las instituciones sociales, las normas y ritos sociales y/o religiosos y su exigencia de respeto, en la imitación de sus mayores, fijarán ciertos límites. Estos son, en cierto modo, espacios de protección que generalmente contribuirán a confirmar y profundizar esta confianza.

 

 

b) La separación y la afirmación de sí mismo

 

Como señalaba antes, la confianza se origina primeramente en el vínculo íntimo con la madre. Ella está allí, acogiendo, amando, aceptando. Pero este sentimiento de unidad y de intimidad con ella no impide que luego se genere en nosotros la necesidad de llegar a ser distintos. Y la necesidad de separación llega a ser tan urgente como el deseo de estar siempre unidos a la madre, como lo fue durante el embarazo. El acceso al yo separado es un descubrimiento progresivo y evoluciona con la edad. Los niños sabiendo, inicialmente, que cuentan con la madre, que ella está allí, pueden arriesgarse, tomar distancia y tomarle gusto a esta experiencia. Lo que no impide que, en esta etapa, frente a un acontecimiento desconocido, vuelvan rápidamente al regazo materno.

Es útil traer a la mente la imagen de los niños que están aprendiendo a caminar. El aprendizaje de dar los primeros pasos sin el apoyo de la madre o del padre, constituye la figura más gráfica de este proceso más o menos prolongado de adquisición de confianza. Este proceso oscila entre la necesidad de separación/afirmación de sí y la necesidad de protección y apoyo. Los niños sienten el placer de caminar sin caerse, pero ante el primer obstáculo, en su primera caída, regresarán rápidamente a los brazos maternos. Sin embargo, el mismo hecho de que la madre, ahora en un segundo plano, esté presente y se muestre disponible, hace posible realizar estos actos de separación y de disfrutarlos.

Así junto con la confianza, nacen también los primeros signos de afirmación de sí misma/o en la relación madre/hija/o. «También puedo caminar sin apoyos». Erikson lo explica21, señalando que «bajo circunstancias favorables los niños tienen el núcleo de la identidad separada desde comienzos de la vida; a menudo deben defenderlo incluso contra la necesidad de sobre-identificarse con uno de sus padres o con ambos» Se aprende a confiar en el apoyo continuo y constante que nos da la madre, pero también, gradualmente, se aprende a confiar en sí mismo y en las capacidades y órganos para satisfacer las propias necesidades.

Sin embargo, en cada fase del proceso dinámico pueden darse avances, detenciones, regresiones o sustituciones. Esta última posibilidad, la más encubierta, se puede dar en la pubertad o adolescencia. Con justificaciones razonables, se «rompe» el vínculo de dependencia de la madre y se renuncia a su gratificación, pero inconscientemente se busca sustituir la protección perdida, con la incorporación a una institución o a un grupo, en el compromiso con otra persona (hermano/a, pololo/a) –de quien se espera que desempeñe el mismo rol. De este modo, el vínculo de dependencia no ha sido resuelto totalmente.

El dilema entre la unión con la madre y la separación/afirmación de sí misma/o se resuelve, no sin dificultad, cuando la madre puede encontrar la distancia apropiada, ni tan cerca ni tan lejos, ayudando a que el niño o la niña controlen la angustia que por momentos les produce la separación. «El primer logro social del niño, es su disposición a permitir que la madre se aleje de su lado, sin experimentar indebida ansiedad o rabia, porque aquella se ha convertido en una certeza interior así como en algo exterior previsible»22. En cambio, muchos padres hemos vivido la experiencia de que, al volver de un viaje de algunos días, en vez de ser recibidos por el hijo o la hija pequeño/a con muestras de cariño, lo son con muestras de indiferencia e incluso distancia. Este es su modo de manifestar la frustración ante la separación.

En otras palabras, logramos adquirir la independencia y confianza necesarias cuando el recuerdo de nuestro vínculo con una madre que supo ofrecernos seguridad física y afectiva, pasa a ser parte de nosotros mismos. De este modo hemos llegado a apropiarnos de ese ambiente interior que nos «guarda seguros» y que fue provisto primero por la madre y luego por otros23.

Las reflexiones anteriores muestran la paradoja de que los niños, en condiciones normales, comiencen a construir su identidad con la ayuda y el apoyo de los otros (padres, hermanos, amigos), pero que ya, en los primeros años, inicien el proceso de autonomía gradual de la opinión de estos, para crear una idea de sí mismos.

 

 

Identidad propia versus identidad impuesta

 

Así, parte del proceso de crecimiento será dejar de satisfacer expectativas de otros, que no se desea asumir como propias. Esto supone, a menudo, sorprender frecuentemente a los demás con dichos o hechos que ya indican una búsqueda personal del propio ser, una orientación personal de la propia vida. Lo que no impide que la adquisición de la identidad se realice incorporando los rasgos más atractivos de personalidad de los que nos rodean. Y este es un proceso saludable.

Sin embargo, en este proceso, existen también nuevos riesgos. Los que vivan en la inseguridad de perder el afecto de sus familiares si no satisfacen «lo que se espera» o «creen que se espera» de ellos, pueden llegar a sacrificar sus deseos de independencia. Carl Rogers24 relata y analiza el caso extremo de la paciente Elen West que terminó quitándose la vida: «Por desgracia para ella, el amor hacia sus padres, sobre todo hacia su padre, era tan intenso, que ahogó su propia capacidad para juzgar su experiencia personal, sustituyéndola por la de ellos. Desistió de ser su yo. ‘Si de niña yo era totalmente independiente de la opinión de los demás, ahora la mía depende por entero de lo que los demás piensan’. Ya no queda modo alguno de saber lo que ella misma siente o cuál es su opinión».

En este sentido, la imposición de roles o de etiquetas positivas o negativas a los hijos (por ejemplo: «el o la responsable de sus hermanos», «el o la más obediente», «el o la distraído (a)», «el o la desordenado (a)», «el o la inútil para las cosas prácticas», etc.), sin considerarlos en su propio ser, puede tener consecuencias en la definición de sí mismo. Y así, frecuentemente en su vida de adultos aceptarán estos roles o se preocuparán por satisfacer las expectativas de otros, antes que desarrollar y realizar lo que más íntimamente desearían ser. Asumirán así una falsa identidad y no lograrán ser ellos mismos.

 

 

3. La renuncia a la infancia

 

En condiciones normales, crecemos física y psicológicamente y comenzamos a adquirir el dominio de nuestras acciones, acomodándonos gradualmente a una separación inicial del refugio familiar.

En la prepubertad llega el tiempo de aventurarse en la vida. El niño y la niña se olvidan de su deseo de convertirse respectivamente en papá y mamá, en forma apresurada, y canalizan sus energías en el aprendizaje. Erikson en la obra citada25 se refiere a esta etapa como «el desarrollo del sentido de la industria», el que se expresa en la práctica de juegos, realización de tareas como leer, escribir, el ejercicio de habilidades manuales que ofrecen la escuela y la asociación con los compañeros. Al mismo tiempo, comienzan a desarrollar otros rasgos de carácter y valores tales como responsabilidad, amistad, amabilidad, etc.

La satisfacción de adquirir nuevas competencias y el éxito en las actividades que practica junto a sus compañeros/as, contribuyen a darle una mayor seguridad en sí mismo/a, a «encontrarse» y encontrar su realidad. Al hacer cosas, profundiza su definición de sí mismo/a en el contexto del grupo. Forma así parte de lo que se llama «niños» o «niñas», tiene ocho años, está en tercero básico… El grupo confirma y aclara su identidad sexual, y ella o él toman conciencia de lo que pueden hacer en esta edad, ahora a una mayor distancia física y afectiva de la casa.

Pero Erikson advierte que: «El peligro del niño en esta etapa radica en un sentimiento de inadecuación e inferioridad. Si desespera de sus herramientas y habilidades o de su status entre sus compañeros, puede renunciar a la identificación con ellos y con un sector del mundo de las herramientas. El hecho de perder toda esperanza de tal asociación «industrial» puede hacerlo regresar a la rivalidad familiar más aislada, menos centrada en las herramientas, de la época edípica»26. Este fue el caso de Juan, un joven tímido y solitario, que participaba en un grupo de encuentro. Después de adquirir confianza en el grupo, recordaba su infancia y adolescencia. Relata que no tenía habilidad para jugar football, sus compañeros no lo consideraban y algunas veces era aceptado solo para hacer número en el equipo. Además sus padres le negaban o controlaban sus salidas, temiendo siempre que se juntara con malos compañeros y adquiriera malas costumbres. Otras veces solo le daban permiso para salir si iba acompañado de su hermano menor, lo que molestaba a sus amigos. Así, los pocos amigos que tenía dejaron de llamarlo, sabiendo que no podían contar con él. Ahora el se considera distinto y se siente cada vez más solo e incomprendido.