Inocencia perdida - Diana Hamilton - E-Book

Inocencia perdida E-Book

Diana Hamilton

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Beschreibung

¿Cómo iba ella a contarle su secreto ahora que había conseguido que él volviera a confiar? Rosie Lambert se había propuesto conocer al rico aristócrata que la había abandonado a su suerte al nacer. ¿Y qué mejor manera de averiguar cosas sobre su padre que trabajar en su enorme propiedad? Sebastián García era rico y orgulloso, por eso le sorprendió tanto sentirse atraído por la muchacha que limpiaba la casa de su tío. Quizá lo que lo atraía de ella era su inocencia y lo diferente que era de todas las cazafortunas que solían perseguirlo. Sebastián no tardó en conseguir que la joven fuera su amante y le entregara su virginidad.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Diana Hamilton

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Inocencia perdida, n.º 1441 - diciembre 2017

Título original: The Spaniard’s Woman

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-470-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 4

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SEBASTIÁN García miró de muy mal humor la fachada de Troone Manor, una mansión del siglo dieciséis. Sus ojos grises se achicaron y luego brillaron con rabia y decisión. Se arrancaría el corazón de cuajo antes de dejar que la arpía de Terrina Dysart metiera sus manos en la extensa propiedad de su padrino.

Por primera vez en sus veintinueve años de vida la visita a la vieja mansión, que había sido como un segundo hogar para él, no tenía nada de placentero.

El viento frío de marzo enfriaba su cabeza de cabello negro, recordándole que su casa familiar en el sur de España y el pueblo de Hope Baggot en las tierras altas de Shropshire eran dos lugares completamente opuestos.

Apretó la mandíbula y sacó un maletín de piel del asiento de atrás de su Mercedes plateado. Luego caminó hacia la entrada de la mansión, donde Madge Partridge lo estaba esperando para saludarlo.

–¿Está todo en orden? –preguntó él con gesto decidido.

Al oír sus palabras, la mujer dio un paso atrás, como amedrentada.

Sebastián García se maldijo internamente por haber perdido su temple y sonrió. Con alzar su ceja era suficiente para que sus empleados respondieran a lo que exigía. Pero la vieja Madge era el ama de llaves de su padrino, y solo cumplía órdenes de Marcus, igual que él, aunque fuera reacio a hacerlo. La pobre Madge no tenía la culpa de que Marcus Troone no viera quién era realmente Terrina.

–Lo siento –se disculpó con una sonrisa–. No he querido ser tan brusco. He venido conduciendo toda la noche, debe de ser eso, ¿me perdonas?

–Por supuesto –dijo Madge y le tocó levemente la mejilla con su mano áspera de trabajar–. Debería esperarte un chófer en el aeropuerto para traerte hasta aquí –los ojos de la mujer brillaron con afecto–. La primera vez que estuviste aquí sin tus padres, deberías tener unos seis años, decidiste que bajar a desayunar saliendo de tu habitación por la ventana era mejor que bajar por la escalera. Siempre quieres hacer las cosas a tu manera. No has cambiado nada, ¿no crees?

Sebastián recordó que en aquella oportunidad su tía Lucía lo había regañado mucho y que él se había sentido muy mortificado. Marcus Troone y el padre de Sebastián, Rafael, habían sido socios en los negocios y Marcus se había casado con la hermana menor de Rafael, Lucía. Habían sido una familia muy unida. Sebastián había pasado muchos veranos en Troone Manor, una época llena de bonitos recuerdos, un tiempo en que su vida había sido feliz y placentera.

Luego las sombras habían oscurecido la escena. Sus tíos no habían podido tener hijos, y algo inesperado había irrumpido en la vida de su tío Marcus y su esposa: su querida tía Lucía había sufrido esclerosis múltiple, y había quedado confinada a una silla de ruedas, tan indefensa y dependiente como un bebé.

Hacía dos años había muerto Lucía, y ahora Marcus, solo y sin hijos, estaba a punto de casarse con una mujer a la que solo le interesaba su dinero.

–Como no sabía a qué hora venías exactamente, no he preparado la comida. Estará lista dentro de una hora. ¿Te apetece un café antes de que pases a refrescarte?

Sebastián asintió con la cabeza, intentando controlar la rabia mientras subía los escalones de piedra siguiendo al ama de llaves hacia la cocina.

La casa olía a nuevo. Sebastián se estremeció. No se trataba solo del olor a pintura fresca. Si Terrina metía las manos en aquella mansión, lo que había sido una auténtica casa de campo inglesa sería convertida en algo totalmente diferente.

No era que le negase la felicidad a su tío. Él sabía muy bien que su tío había dedicado veinte años de su vida a cuidar a su tía y que su papel de marido había quedado reducido prácticamente al de enfermera o niñera, y que se merecía algo mejor. ¡Pero casarse con una mujer interesada y ambiciosa que solo buscaba su riqueza y que luego le rompería el corazón sin el más mínimo reparo!

–¿El señor Marcus ha vuelto a la normalidad? –preguntó Madge, acompañando a Sebastián al viejo sillón que había a un lado de la inmensa cocina, mientras ella preparaba el café–. Me chocó que se desplomase antes de navidad… Desde que falleció la pobre señora Troone estaba un poco parado…

–Está mucho mejor –dijo Sebastián, mientras aceptaba el café solo, sin azúcar, como le gustaba a él–. Unas semanas en la costa, con los cuidados de mi madre y conmigo de socio desde la muerte de mi padre han hecho maravillas con Marcus.

–Debe de encontrarse muy bien para haberse ido y comprometido.

Sebastián notó el tono escéptico de la mujer, la ansiedad que había por detrás de sus palabras, pero prefirió no darse por enterado. Aunque la vieja ama de llaves fuera leal y fiel a su amo, la pobre no podía hacer nada. Habría sido poco amable de su parte confesarle sus propias preocupaciones, porque hubieran aumentado las de ella. En realidad era su problema, y aunque fuera desagradable, sabía cómo arreglarlo. Aunque de momento accediera a los requerimientos de su padrino.

–¿Han terminado los decoradores? –preguntó Sebastián, cambiando de tema a propósito.

–Ayer –Madge se sentó a la mesa de pino macizo y puso azúcar en su café con leche–. Las instrucciones del señor fueron que le dieran una lavada de cara a la casa simplemente. Pero sin duda su nueva esposa querrá decorar la casa a su manera.

Sebastián se imaginó una casa sofisticada y sin alma.

–¿Y el personal temporal?

–¡Ah! Respondieron solo dos al anuncio, así que fue elección de Hobson. Sharon Hodges del pueblo… La habrás visto por aquí, ¿no? Una muchacha grandona, de boca grande. Como conozco a esa familia de holgazanes, he insistido en que viva aquí durante las seis semanas en que esté al servicio, para asegurarme de que se levanta temprano y empieza el trabajo en horario. La otra chica viene de Wolverhampton. Es poquita cosa. Da la impresión de que se la va a llevar el viento. Yo le expliqué que había que hacer mucho trabajo físico, pero no dijo nada. Ahora que lo pienso no dijo nada de nada, solo que su madre había muerto hacía unos meses y que quería un trabajo hasta que decidiera qué quería hacer. Se llama Rosie Lambert. Cumple veinte años pasado mañana, se pone colorada solo con que la miren, y agacha la cabeza como si tuviera algo de qué avergonzarse. Pero habrá que aguantarse –Madge Partridge suspiró profundamente–. Las dos se han mudado ayer aquí, y han empezado con las habitaciones, quitando las manchas de pintura que dejaron los decoradores. Sinceramente, no creo que ninguna de las dos valga demasiado.

–Déjamelas a mí –sonrió Sebastián.

Si alguien sabía cómo sacar lo mejor del personal contratado, era él. Madge ya tenía bastantes cosas de qué ocuparse. Hasta que decidiera cómo quitar la venda de los ojos de su tío provocándole el menor daño posible, seguiría sus instrucciones.

–La casa ha estado viniéndose abajo durante años –le había dicho Marcus–. Madge no puede sola con un sitio tan grande, y los empleados del pueblo que han venido a ayudarla a diario no alcanzan. Es culpa mía. Debí contratar a una empresa de limpieza regularmente, pero Lucía, que Dios la tenga en la gloria, aborrecía la idea. No soportaba que unos extraños tocaran sus cosas. Así que, contrata a unos cuantos empleados domésticos internos para que dejen la casa impecable antes de que vaya con Terrina para organizar la fiesta de compromiso que quiere celebrar. Una vez que nos casemos, ya verá qué quiere hacer con el personal doméstico –había sonreído Marcus, con un gesto de total adoración hacia su amada, que le habría ganado el título de imbécil, según Sebastián–. Lo primero que pondrá en su lista de prioridades será una niñera.

A la manera de las mujeres interesadas, y Sebastián las reconocía fácilmente, puesto que tenía suficiente experiencia en ello, Terrina había descubierto rápidamente el talón de Aquiles de su prometido. Marcus siempre había lamentado no haber podido tener hijos. Y Terrina había aprovechado aquella debilidad para confiarle su deseo de tener una familia numerosa.

Sebastián intentó no seguir pensando para no amargarse más y dijo:

–No te preocupes por ello, Madge. Me quedaré bastante tiempo por aquí para quedarme tranquilo de que todo va bien.

Dicho esto, Sebastián se marchó a la habitación que siempre ocupaba.

 

 

Rosie Lambert se quitó un mechón de cabello rubio de los ojos con el guante de goma. Se mojó el costado de la cara. Y por si fuera poco, dos lágrimas recorrieron su mejilla. Sentía que un enorme llanto se estaba formando dentro de su estrecha cavidad torácica mientras intentaba secarse en la manga del enorme mono marrón que la señora Partridge le había dado para que se pusiera.

Deseó no haber ido jamás allí, deseó no haber encontrado nunca la carta por la que se había enterado de quién era su padre, ni haber escuchado a su amiga y antigua jefa, Jean Edwards.

Había ocurrido una mañana de un lunes en el pequeño supermercado que Jean y Jeff Edwards tenían en una esquina de la calle. Rosie había estado trabajando allí todo el día desde la muerte de su madre y había aceptado agradecida el ofrecimiento de irse a vivir a una habitación de más que había en la vivienda de la pareja, arriba de la tienda, hasta que ella se aclarase. Cualquier cosa con tal de huir del piso en el que su madre y ella habían vivido durante diecinueve años.

–Una chica inteligente como tú no va a querer trabajar aquí toda su vida –había dicho Jean–. Incluso podrías volver a ocupar tu plaza de la universidad, que te viste obligada a dejar cuando se enfermó tan gravemente tu madre.

Rosie no sabía qué dirección tomaría su vida. Había estado enfadada, triste, confusa, desde que su madre le había hecho aquella confesión, unos días antes de su muerte, desde que más tarde había encontrado aquella carta. No estaba en un estado en que pudiera pensar con claridad. Y como su madre no le había permitido relacionarse con los niños que andaban por la finca, libres y salvajes como animalitos, Rosie no había tenido un solo amigo en el mundo en quien confiar, excepto en Jean y en su esposo Jeff.

Había necesitado confiar en alguien y Jean la había escuchado. Dos meses más tarde, en una mañana tranquila de un lunes, la mujer mayor había llevado el periódico local que había encontrado en casa de su cuñada de Bridgnorth, a quien habían visitado el día anterior.

–Estaba echando una ojeada y vi esto. Es el destino. Tiene que serlo. Léelo.

Y allí, en una columna, encontró algo que hizo que su corazón se pusiera a bombear desesperadamente:

 

Se necesita personal temporal de servicio doméstico, durante seis semanas, desde principios de marzo. Excelente remuneración y condiciones. Dirigirse a Troone Manor, Hope Baggot.

 

Y aparecía un número de teléfono.

–Ve –le había aconsejado Jean a Rosiecuando esta se había recuperado de su shock–. No hace falta que aceptes el trabajo, pero el que te entrevisten te dará la oportunidad de al menos echar un vistazo al pueblo donde vivieron tus abuelos y donde nació y creció tu madre. Además, puedes conocer a tu padre… No hay duda de que fue el desgraciado de Marcus Troone quien dejó embarazada a tu pobre madre… A lo mejor te cae bien, o incluso puedes decidir ir más lejos… Aunque te inspire rechazo, piénsatelo.

Como una tonta, Rosie había pensado que el señor Marcus Troone la entrevistaría, y se había puesto a pensar si quería explicarle quién era, o si le pegaría con el bolso por tratar a su pobre madre como la había tratado y se arriesgaría a que la acusaran de asaltarlo.

Por supuesto, él no iba a rebajarse a entrevistar a una humilde limpiadora, había pensado luego, cuando se había encontrado con la señora Partridge frente a la mesa de la cocina. Y se había recordado que el señor Marcus solo repararía en una empleada si esta era joven y bonita.

Al final de su vida, su madre le había confesado que se había enamorado del padre de Rosie mientras trabajaba en los jardines de su casa, durante un largo verano de vacaciones de su escuela de horticultura, a la que asistía. Y después de encontrar la carta con membrete de Troone Manor, todo había encajado. Su abuelo había trabajado en los jardines de la mansión; eso lo sabía. Y lo normal habría sido que llevara a su hija a trabajar con él durante el verano, cuando sus jefes hubieran necesitado gente para ayudar con el trabajo extra que había en esa temporada, ¿no?

Su madre le había confesado que su amante había estado casado y que ambos habían sabido que lo que estaban haciendo estaba terriblemente mal, pero que se habían amado tanto que no habían podido evitarlo.

Una historia posible, pensó Rosie.

Sabía que su madre había adorado a su amante.Pero, ¿qué clase de hombre dejaría que una chica de apenas dieciocho años, a la que había seducido, abandonase su profesión para cuidar a una criatura a la que él se negaba a reconocer o mantener, y la condenase a vivir en en la pobreza?

¡Y el muy desgraciado ni siquiera estaba allí!

Durante la entrevista se había dejado entrever que el señor Marcus estaba en España y que volvería en pocas semanas con su futura esposa, que era por lo que debían poner a punto la casa, después de años de abandono y descuido.

En ese momento, Rosie había sabido que debía haber dado por terminada la entrevista, que debía haberse disculpado y haberse marchado. Pero las dudas, y también, por qué no decirlo, la necesidad de averiguar todo lo que pudiera sobre su padre, y su deseo de que no fuera tan horrible como lo había dibujado su imaginación, habían hecho que aceptase el puesto de trabajo.

Un gran error. Se sentía incómoda.

–Debe saber quién eres –le había dicho Jean.

Pero no valía la pena. Su madre había hecho bien en dejar atrás el pasado, en aceptar que el padre de su hija no era parte de su vida, y en honor a su memoria, ella debía de haber hecho lo mismo.

Más lágrimas amenazaron con salir. Rosie hizo ruido con la nariz y empezó a rascar ferozmente una mancha de pintura en el suelo que se negaba a salir.

 

 

Sebastián entró en la puerta de la habitación que solía ocupar y se encontró con algo que parecía un montículo de tela acrílica marrón, un par de suelas de zapatos y un cubo.

El montículo emitió un ruido con la nariz. Al distinguir un trasero pequeño balanceándose a ambos lados, mientras su dueña frotaba el suelo, Sebastián sonrió instintivamente. Fue una sonrisa masculina.

Aquella no era la chica grandona que había descrito Madge, así que tenía que ser Rosie Lambert, la otra. A aquel trasero no podía llamársele grande ni por imaginación. Era pequeño, curvado, y muy muy femenino.

Sebastián carraspeó bruscamente para bajar su libido. Luego agrandó los ojos cuando la «cosa esa pequeña» se puso de pie como si le hubieran disparado, y agarró su cepillo con los guantes de goma.

La vulnerable belleza de sus ojos color zafiro lo deslumbró. Había estado llorando. Tenía las pestañas largas y húmedas, y su piel quedó muy blanca, cuando sus mejillas rojas fueron perdiendo el color de la vergüenza o la timidez.

Sebastián sintió compasión o algo así. ¿No había dicho Madge que había perdido a su madre recientemente? ¿Y qué pasaría con sus hermanos y su padre? Una cosita tan vulnerable necesitaba que alguien la cuidase.

Sorprendido por la fuerza de sus pensamientos, Sebastián puso su maleta a los pies de la cama. Frunció el ceño. Aquellos sentimientos fraternales no eran habituales en él. No comprendía de dónde le venían. Siempre había sido naturalmente protector con su madre y con su tía Lucía. Pero con nadie más. Su experiencia le demostraba que la especie femenina era muy buena en buscar lo que le interesaba.

–Debes de ser Rosie –dijo Sebastián suavemente, cuando se dio cuenta de que su expresión había asustado a la muchacha, y que esta estaba temblando.

Por alguna razón, Sebastián miró sus labios entreabiertos. Eran como un capullo de rosa.

«¡Dios!», exclamó en español. Debía de estar perdiendo facultades, ¡o hacia mucho que no estaba con una mujer!, pensó.

–Soy Sebastián García. Estaré aquí supervisando que esté todo en orden para cuando venga el señor Marcus.

–Usted conoce a… –Rosie se calló.

Había estado a punto de decir «mi padre». Se puso colorada, bajó la cabeza y agregó:

–¿Conoce a mi jefe?

No sabía qué le había ocurrido, pensó Rosie. Cuando había oído aquella voz masculina carraspeando y exigiendo atención, inmediatamente había supuesto que su padre había vuelto inesperadamente.

Un impulso irrefrenable y una mezcla de emociones la había hecho poner de pie como un rayo y de pronto se había encontrado mirando a un hombre muy apuesto. Era tan atractivo y sexy que no podía quitarle los ojos de encima.

Tenía los ojos grises y las pestañas negras, una nariz interesante y una boca muy sensual. Si a aquello se agregaba un físico impresionante y un leve acento español, no era de extrañar que se sintiera un poco… impresionada.

–Marcus es mi socio, mi padrino y un amigo de mi familia de toda la vida –sonrió él.

Aquella sonrisa la hizo sentir vértigo. Se sintió algo decepcionada, irracionalmente decepcionada, puesto que había pensado que podía ser otro empleado de la casa, más del nivel de ella, no un miembro del adinerado clan del que había sido excluida su madre.

Para desgracia suya, volvió a ponerse colorada. Bajó la cabeza para que no se le notase, y su coleta se la tapó afortunadamente.

Aquello le pasaba por fijarse en un hombre que estaba totalmente fuera de su alcance. ¡Un hombre tan atractivo que solo podía existir en las fantasías de una mujer!

Sebastián sonrió. Las mujeres de su círculo social no se ponían coloradas cuando se les hablaba. Sonreían, hablaban sensualmente, enviaban mensajes explícitos con miradas calculadoras.

La reacción de Rosie Lambert era una experiencia nueva para él. Y su cabello era bonito. Caía alrededor de su cara como una cascada de seda.

Sintió ganas de soltárselo. Pero si lo hubiera hecho, ella se habría desmayado como una muchacha virgen de la época victoriana.

–Me quitaré de en medio –la oyó decir.

Su menudo cuerpo estaba temblando y su columna vertebral estaba rígida de tensión. Tuvo ganas de preguntarle por qué estaba tan tensa, pero no lo hizo. Rosie habría salido corriendo si lo hubiera hecho.

–No, por favor, sigue con tu trabajo. Hay que hacerlo, y no me molestas.

De alguna manera Rosie encontró la fuerza para darse la vuelta y mirarlo. Él se estaba quitando su cazadora de piel, revelando un torso tan perfecto como todo lo demás.

Ella se quedó sin aliento al verlo; sintió un calor interno.

Para ser un hombre alto, pues debía de medir cerca de un metro noventa, se movía con gracia.

Sebastián García era el primer hombre que la hacía sentir así, como si ya no tuviera el control sobre sí misma, pero, afortunadamente, él no se había dado cuenta del efecto que estaba causando en ella, pensó Rosie, y se volvió a dar la vuelta hacia el cubo, y se puso de rodillas en el suelo.

Su presencia no lo molestaba, le había dicho él. Se puso a fregar vigorosamente el suelo. Después de todo, ella no era más que una mujer de la limpieza. Debía de ser invisible para él.

Así que imaginar que pudiera fijarse en ella era tan absurdo como haber ido a buscar allí a un padre que nunca la había querido.