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En esta colección de relatos, Félix J. Palma vuelve a realizar un derroche de imaginación y sensibilidad narrativa que solo está disponible a los maestros: Una historia de amor bajo la sombra del cáncer de uno de sus protagonistas, la relación de un niño con una mujer en silla de ruedas a la que confunde con una sirena, asesinos remolones a los que se les va la vida en planes, la venganza amorosa de una niña en plena Guerra Civil Española... Todas ellas se unen para componer un mosaico de amor y muerte, una mirada distinta a la condición humana, dotada de una profundidad que solo está al alcance de unos pocos.
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Seitenzahl: 249
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Félix Palma Macías
Saga
Intercambios de saliva y otros cuentos
Copyright © 0, 2021 Félix J. Palma and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728132050
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Me enamoré de mi vecino cuando le diagnosticaron el cáncer. Hasta ese día, a pesar de su porte de arcángel mundano, yo ni siquiera lo había contemplado como alguien de quien pudiera enamorarme, y no porque estuviese casado, sino porque las cuatro o cinco frases que había intercambiado con él me habían llevado a catalogarlo de inmediato como un individuo ambicioso y calculador, esa clase de hombres que programan sus vidas lamentando tener que dejar un margen para la sorpresa. Y yo ya estaba harta de sujetos presuntuosos que creían que sus existencias sólo alcanzarían la plenitud si lograban un puesto con despacho propio, se casaban con alguna entusiasta de la silicona e invitaban cada sábado a sus amistades con el secreto propósito de exhibir su flamante estuche de vino, esa cajita absurda donde el abrebotellas, el termómetro y el aro antigoteo relucen sobre el forro negro como un siniestro instrumental de tortura. Dicha impresión se había ido gestando durante nuestros escasos encuentros en el portal de entrada, pero acabó de redondearse durante la barbacoa que algún vecino filántropo organizó junto a la piscina, en ese terreno acotado que es el patio interior, donde nuestros patéticos intentos de confraternización vecinal quedaban ocultos al mundo.
Yo había adquirido un apartamento en aquel conjunto residencial para aprendices de ricacho gracias a la muerte de mi madre, que me había dejado cuatro candelabros de plata y la tercera parte de un piso enorme cuya venta mis hermanos no habían tenido inconveniente en gestionar durante el sepelio, mientras nuestra progenitora era alojada en el nicho donde llevaba cuatro años aguardándola paciente la osamenta monda de mi padre. Mi parte del botín y lo que llevaba ahorrado de mi trabajo en el archivo me convirtieron súbitamente en una criatura pudiente, o al menos capacitada para dejar mi madriguera de alquiler y mudarme a un pintoresco complejo con piscina. Allí llevaba ya tres meses, hilando una vida tranquila de funcionaria que me abocaba a entretener las tardes espiando el trajín de mis vecinos por la ventana que daba al patio, mientras veía en las casas de enfrente moverse también algunas cortinas, como un reflejo de la mía. Fue aquella vigilancia gremial y sostenida del movimiento ajeno a la que parecía condenarnos la disposición del edificio la que favoreció que se propagase la funesta noticia: el atractivo vecino del siete, aquel Alejandro Magno empresarial, era un ídolo con pies de barro, pues acababan de diagnosticarle un cáncer. Los rumores no aclaraban si era de pulmón, colon o garganta, pero no era necesario conocer el apellido de su mal para comprender que aquel hombre de aspecto sano y enérgico había sido trágicamente marcado por el destino, que despacha sus infortunios de manera insobornable, sin mirar los currículos de nadie. Lo mismo permite que el dictador de una república bananera rebase los noventa con ganas de guerra, que impide que un cardiólogo capaz de hacer progresar la ciencia médica sobrepase la cincuentena averiándole el órgano en el que se ha especializado. Por eso, cuando me enteré de que nuestro vecino tenía cáncer, lo único que sentí por él fue una pena pasajera, inmediatamente eclipsada por ese miedo atroz que suele provocarnos la arbitrariedad con que el destino administra su dote.
Por aquel entonces yo acababa de romper con Juan, mi cuarto novio en lo que iba de año, y había decidido detener aquel carrusel de relaciones precipitadas e insatisfactorias para tratar de encontrarme a mí misma sin tener que recurrir a ningún manual de autoayuda. Lo principal era empeñar mis tardes en algo más saludable y productivo que el insomne estudio del patio, por mucho que quisiese disfrazarlo de ensoñación nostálgica con el atrezzo de un té bebido lento o una copa mecida larga. Para ello decidí volver a pintar, actividad en la que nunca me había molestado en ahondar desde las clases de pintura de mi infancia. Fue el recuerdo del roce crujiente del carboncillo sobre el papel y del pequeño milagro que sucedía en la paleta cuando fomentaba la promiscuidad de los colores lo que me animó a sustituir el olor del amor puramente acrobático que impregnaba mi apartamento por el aroma purificador del aguarrás, esa canela enferma. Compré un caballete, lo coloqué en una esquina del salón, como Bécquer su arpa, y me entregué a la pintura con avidez. Consumí varias tardes absorta en el embrujo cromático de los pinceles, copiando bodegones y marismas, hasta que la reproducción de aquellas mustias ilustraciones para aprendices acabó por deprimirme. Resultaba evidente que aquella tarea tan ingrata no iba a desencadenar ningún maremoto en mi interior. Necesitaba pintar algo que me trasmitiese alguna emoción, una imagen que me removiese por dentro, a cuya reproducción pudiese entregarme con la sensación de que era el cuadro el que me pintaba a mí. Pero el problema era que debía encontrar esa imagen catártica sin moverme del salón, pues cargar con el caballete hasta alguna cumbre nevada quedaba descartado. Fue entonces cuando, al asomarme por la ventana para observar el patio movida por mi vieja inercia de fisgona, descubrí una imagen bellísima: mi vecino canceroso estaba sentado en una butaca junto a la piscina, bebiendo una cerveza mientras miraba el cielo cuajado de estrellas como quien mira a Dios a los ojos. “Atrévete a sostenerme la mirada”, parecía decirle. Estaba raro sin el traje y la corbata; resultaba más humano, más creíble. El fulgor plata de la luna le iluminaba el perfil, y la brisa nocturna le apartaba delicadamente los cabellos de la frente, otorgándole el aire perplejo de esos dioses griegos sacudidos por las pasiones humanas que ilustran los libros de Arte. Era la imagen de alguien tratando de comprender lo incomprensible, de asimilar que, a pesar de que no estaba anotado en su agenda, iba a morir en unos días, quizás fulminantemente, quizás tras protagonizar una tortuosa agonía. Era la imagen de alguien intentando comprender por qué las trompetas del Apocalipsis habían sido sustituidas por un triste organillo que sonaba sólo para él. Era una imagen única, y probablemente perecedera, lo cual aquilataba su belleza. No dudé en acercarme el caballete a la ventana y comenzar a pintarla, pero apenas había esbozado el primer trazo a carboncillo, mi vecino se levantó, plegó la butaca y regresó a su casa.
Al día siguiente aguardé la llegada de la noche preguntándome si volvería a aparecer, y cuando lo vi llegar de nuevo con la butaca y las cervezas comprendí que aquella imagen no dejaría de repetirse hasta que mi vecino lograse asumir su destino, lo que le resultaría una empresa ardua y dolorosa. Lo observé abrir la butaca y sentarse a escrutar el firmamento con expresión desafiante. Mi vecino buscaba en las estrellas la explicación que nadie se había molestado en darle. Lo observé con menos lástima que admiración. La enfermedad parecía conferirle cierto aire de cruzado, investirlo de una grandeza que lo redimía de su vulgaridad. Y mientras él inspeccionaba el cielo, buscando respuestas a la carcoma que lo devastaba por dentro, mi carboncillo registraba en el papel el lento y paciente vencimiento de su figura. Trazo a trazo, noche a noche, yo iba percibiendo los nuevos síntomas que conducirían a su rendición. El rictus de enojo de su boca fue ablandándose, dejando paso a un mohín de resignación de cuyas cenizas fue surgiendo luego, con la laboriosidad de un parto, una sonrisa aprobatoria que no tardó en convertirse en una mueca de complicidad, como si la explicación de su enfermedad fuese algo privado entre él y el creador, algo que al resto de nosotros, pobres y saludables mortales, no nos concernía.
La noche en que dirigió al cielo una sonrisa sin rencor sentí que de alguna manera habíamos aceptado nuestro cáncer, y decidí yo también salir al patio para festejarlo. La primavera tocaba a su fin y el aire comenzaba a arrastrar el olor del verano, convirtiendo los dominios de mi vecino en un plácido oasis en el que apetecía sentarse a esperar la llegada del sueño. A él no pareció molestarle que invadiese su intimidad. Me recibió con una sonrisa amigable e incluso me alargó un botellín de cerveza. Me senté sobre el borde de la piscina, sumergiendo las piernas en el agua oscura, y dejé que la brisa nocturna me meciera los cabellos y el alma, sin tratar de romper aquel silencio de oración en el que él se hallaba sumido. Durante varios minutos me limité a beber, oyéndolo respirar a mi lado mientras dejaba vagar la mirada por el bordado de constelaciones que cubría el agua enlutada de la piscina, por el muro de piedra que nos aislaba de la ciudad, donde la hiedra progresaba con la misma discreción con que el cáncer medraba en el interior de mi vecino. Los sonidos del tráfico llegaban hasta nosotros amortiguados, como desfallecidos. Cuando mi vecino rompió el silencio fue para agradecerme algo que yo no había hecho: había sido la única que no había ido a su casa a ofrecerle mi piedad como quien le lleva un bizcocho asqueroso. Hablaba con la voz suave y pausada de quien ha hecho las paces con el mundo. Enseguida comprendí que aquel hombre nada tenía en común con el que yo había conocido antes. “Según los médicos, el primer paso para aceptar la enfermedad es conseguir pronunciar la palabra “cáncer”, dijo entonces en tono divagatorio. “Pero se equivocan: yo pude pronunciarla desde el primer momento. Tengo cáncer, decía incluso con un regocijo malsano, divertido por los distintos grados de conmoción que esas palabras causaban en mis amigos. Algunos quedaban repentinamente traspuestos, y no tardaban en hundirse en el silencio, más apesadumbrados por su nula capacidad de reacción que por mi trágica suerte; otros, sin embargo, se apresuraban a adoptar un ridículo tono cosmopolita, como si estuviesen acostumbrados a bregar con enfermedades mortales a diario, reduciendo mi mal a una contrariedad tan solucionable como una mancha en la corbata. Tengo cáncer, decía yo en cualquier reunión, aunque no viniese a cuento, con el único propósito de turbar a los presentes. Tengo cáncer, voy a morir en las próximas semanas, anunciaba sin empacho. Y todos me miraban espantados. Pero convertirme en un saboteador de eventos sociales no me ayudaba a rebajar el pánico que sentía ante mi mal, por mucho que los médicos insistiesen en que es una enfermedad que se está curando en un porcentaje creciente”. Hizo una pausa para apurar su cerveza y tomar otra de la pequeña nevera que había a sus pies. “Si quería superarlo”, continuó, “necesitaba encontrarle su lado positivo, su sentido práctico, por mucho que pareciera no tenerlo. Para mi sorpresa lo descubrí casi de casualidad, sin buscarlo. Al principio, como puedes suponer, me consideré traicionado, blanco de un castigo que no merecía. Hasta que comprendí que abandonarse a la rabia no conduciría a nada. Una tarde en la que había salido de casa más para huir de la expresión piadosa de mi mujer que porque me apeteciese realmente dar un paseo, me encontré ante la entrada del parque por el que siempre pasaba corriendo cuando me dirigía al trabajo, y comencé a recorrerlo con calma, deteniéndome a leer los cartelitos de los nombres de las plantas, a contar los patos del estanque. Acabé sentándome en un banco para ver jugar a los niños. Observando aquel cónclave de duendes lamenté que cada vez hubiese menos niños en los parques, debido a parejas como Pilar y yo, que acordaban sin el menor remordimiento no multiplicarse por considerar a los niños un lastre para la ascensión profesional. Me senté luego en una heladería cercana en la que siempre me había apetecido entrar, y me bebí un batido de chocolate, cosa que no hacía desde que era niño. Puse especial atención en sentir su sabor a infancia abonándome la lengua y descendiendo viscoso y dulzón por el canalón de mi garganta, como si tras acabarlo fuesen a examinarme sobre su textura. Puedo asegurarte que nunca he sido tan plenamente consciente de estar haciendo algo. Y nunca me ha sabido mejor un batido”. Sonreí, y él me miró por primera vez, complacido de encontrarme allí, silenciosa y atenta, dispuesta a escucharlo hasta que él lo decidiese. “Antes yo era una persona de talante pesimista, ¿sabes?”, prosiguió, perdiendo la mirada en el muro acolchado de hiedra, “una persona malhumorada y tensa, que dormía con un ojo abierto, atenta al merodeo de felino de la adversidad. Estaba siempre como a la espera de una catástrofe imprecisa que me arrebataría todo lo que había conseguido en la vida porque no lo merecía. Ahora ese temor abstracto tiene un nombre, se ha transformado en un miedo concreto, y paradójicamente se ha vuelto más agradable de sobrellevar: ya sé que no moriré de otra cosa que no sea cáncer. Esa reducción de posibilidades me hace sentir más tranquilo y relajado, por raro que resulte, incluso más optimista, como si, por pura cuestión de equilibrio cósmico, de simetría de conjunto, mi positiva actitud a la hora de enfrentar el cáncer debiera ser inversamente proporcional a la negatividad con que había encarado los pequeños percances de la vida, que ahora cobraban su verdadera e insignificante dimensión. De hecho, desde que me muestro tan alegre y lleno de vida”, me confesó con un mohín de disgusto, “me siento un poco incomprendido. Estos días he desarrollado una teoría que todos tachan de descabellada: si calificamos como dañino todo aquello que merma nuestra capacidad de actuar, cómo considerar nocivo algo que no ha hecho sino potenciarla. A mis amigos y a Pilar les cuesta aceptar que yo contemple el cáncer como algo beneficioso. Me telefonean para animarme a medida que se van enterando, y les desorienta encontrarme ya animado. No saben cómo proceder cuando su cometido queda repentinamente truncado; a algunos les invade el desánimo, y soy yo quien debe ejerce de animador. La voz se ha corrido y cada día me llama alguien con un pequeño problema para que yo lo exorcice comparándolo con el mío”. Tras decir aquello se levantó alegando que se sentía cansado, plegó su butaca y regresó a su casa, despidiéndose de mí con un “hasta mañana” que me alegró más de lo que habría creído.
A la noche siguiente volvimos a reunirnos al borde de la piscina. Quise agradecerle que me hubiese nombrado su confidente con una botella de vino que fue otorgándole a su voz una cualidad de río subterráneo. Charlamos una rato de la agradable temperatura que hacía y que a ambos nos resultaba enormemente sensual, pero la conversación no tardó en derivar hacia lo que había propiciado aquellas citas tácitas. “He encontrado una forma de explicarme lo que está significando para mí el cáncer”, me dijo, “la nueva perspectiva que me ha otorgado sobre las cosas. Hace unos meses, me encontré con un amigo arquitecto que estaba restaurando la cúpula de la catedral y me invitó a subir hasta allí. Una vez alcanzamos la cumbre de la enredadera de andamios que trepaba hasta ella, me pareció asombroso que pudiésemos colonizar aquel espacio inaccesible, tocar las rugosas paredes de la bóveda, interrumpir el sueño de los fachosos angelotes que dormían allá arriba con sólo estirar la mano. Y al mirar hacia abajo, hacia el suelo donde hormigueaban los turistas, tuve la sensación de que aquella visión me estaba prohibida, que era algo a lo que ningún hombre debía tener derecho. Luego, no contento con permitirme alcanzar lo inalcanzable, mi amigo y yo emprendimos un paseo por los tejados de la catedral, señorío exclusivo de las palomas, y allí descubrí que todos los agujeros que las cúpulas tienen en su centro, horadados con la intención de que puedan colgarse lámparas a través de ellos, se encuentran cubiertos con simples y vulgares lebrillos de barro para evitar la intrusión de la lluvia, algo corriente desde la época de los griegos. ¿Comprendes el símil?”, me preguntó excitado. “El cáncer me ha obligado a subir a la cúpula del mundo para observar mi vida desde fuera, me ha permitido adquirir una visión inédita de las cosas, descubrir lebrillos ocultos en los sitios más insospechados”. Yo lo escuchaba arrobada, mientras veía moverse algunas cortinas e imaginaba la sorpresa de los vecinos al descubrir al canceroso y la rara haciendo migas junto a la piscina. Contado así tener cáncer parecía algo atractivo. Y comprendí que la realidad nos entumece y embota, y a veces necesitamos recibir un calambrazo que nos despierte, que nos sintonice con el mundo. Creo que fue esa noche cuando me enamoré de aquel hombre al límite, transformado por obra y gracia del cáncer en una criatura extremadamente sensible, de aquel hombre que siempre había habitado dentro del otro hombre, como muñecas rusas, un yo distinto que ahora emergía dispuesto a enfrentarse a cosas distintas.
“Pilar se ha ido”, me anunció a continuación sin asomo de dramatismo. “No entiende mi actitud, le da miedo mi alegría. Ella me quiere abatido, quiere un hombre moribundo. Intenta encontrarle la belleza a todo esto, le decía yo cada día, intentando desesperadamente convencerla. Mira el insólito mecanismo celular que provoca todo este desarreglo en mi interior, admira la belleza de esa célula que se multiplica y conduce a las demás a otros pastos, en esa trashumancia fúnebre llamada “metástasis”. Pero ella no lo entendía. Dice que no sé tener cáncer. Incluso he descubierto que había obligado al hospital a enviar mi biopsia a una clínica de Estados Unidos que alguien le ha recomendado, para solicitar una segunda opinión. No entiende que el cáncer es un enemigo formidable que me obliga a sacar lo mejor de mí, que estoy inmerso en una situación extrema que me está revelando mi capacidad de resistencia al infortunio y la calidad de mi esperanza. La mayoría de las personas ignoran todo lo que son capaces de soportar, y morirán sin saberlo. Yo, en cambio, estoy explorando mis límites”, sentenció antes de plegar su butaca y desaparecer de nuevo, dejándome allí, estremecida y enamorada, insignificante en la negrura.
La noche siguiente, al asomarme a la ventana, lo vi en la piscina, nadando con brazadas rabiosas. Daba la sensación de que estaba apurándose, de que quería gastar hasta su última gota de vida para que la muerte no supusiese ningún desperdicio. No dudé en ponerme el bikini y salír a nadar con él. Mi vecino me observó sumergirme en el agua con una sonrisa tierna. “Mañana me operan”, me dijo cuando estuve a su lado, y como no había manera de saber si aquello era una despedida, si sobreviviría a la emboscada que los bisturíes le tenderían en el quirófano, no pude sino envolver en mis brazos su cuerpo podrido como la novia abraza al soldado que se marcha al frente. Sus labios recibieron los míos sin sorpresas, quizás porque lo había leído en la caligrafía de las estrellas. Estuvimos un rato besándonos, lo que no era sino otra manera de intercambiar saliva distinta a la que habíamos practicado hasta entonces. Por fin, con una suave autoridad, me arrinconó contra la escalerilla de la piscina, me bajó el bikini y busco hospedaje entre mis muslos. Me tomó entonces con envites solemnes, sin dejar de mirarme a los ojos, atento al mecanismo amatorio, al desvarío creciente de los cuerpos, disfrutando de mí como había disfrutado del batido. Parecía como si quisiese trasmitirme mediante vía venérea la luz de su interior, aquella luz nacida de la oscuridad negra del cáncer. El orgasmo nos sobrevino al unísono, y luego él desató el nudo de nuestros cuerpos dejándose caer hacia atrás. No sé si nos vio algún vecino, pero tampoco me importaba. Ninguno podría comprender lo que había visto. Salí de la piscina como una sombra furtiva: no quería más despedida que la de la carne. Tras el que quizás fuese su último tributo de esperma al mundo, él se quedó un rato más, y desde mi ventana lo contemplé flotar a la deriva bañado por el llanto de la luna, tendido sobre las aguas como pronto lo estaría en la camilla.
Al día siguiente, el amanecer esculpió el mundo con una lentitud de intriga. ¿A qué hora se abrirían los quirófanos? ¿Se levantarían los cirujanos con las primeras luces, como mariscadores de órganos? A media mañana llegó por fin el ansiado rumor: mi vecino había esquivado el cáncer, y sin necesidad de pasar por el quirófano. Pero los rumores no hablaban de ningún milagro. Hablaban de una negligencia médica, de un error del laboratorio. La biopsia enviada por su mujer a hacer las Américas arrojaba un veredicto incuestionable. Aquella biopsia nómada excomulgaba a nuestro vecino de su condición de héroe y lo convertía en una víctima más de los despistes hospitalarios. Me alegré enormemente de que todo hubiese sido un malentendido, y esperé la caída de la noche para expresarle mi alborozo regalándole el cuadro que terminé esa misma tarde, a pinceladas eufóricas, arrebatadas. Pero mi vecino no salió esa noche a mirar las estrellas.
A la mañana siguiente me lo encontré en el portal, con traje y corbata y acompañado de su mujer, la tal Pilar. Le dije que me alegraba de que estuviese sano, y él se limitó a agradecérmelo distraído, mirándome con un desagrado que me hizo comprender que ahora, una vez desvanecido el cáncer, yo había pasado a formar parte de su pasado, un pasado molesto plagado de médicos ineptos capaces de arrojarlo por despiste a la poza de la desesperación. Mi vecino ya no tenía cáncer, había bajado de la catedral, se había olvidado de que su tejado estaba lleno de lebrillos. Consideré la posibilidad de dejarle el cuadro junto a la puerta, aunque quizás no se mereciese ningún regalo.
Esta noche han organizado una barbacoa para celebrar su “recuperación”. A través de la ventana del salón, oculta tras la cortina, puedo verlos. Mi vecino el excanceroso es el centro de la reunión. Habla con ímpetu y arrogancia, moviendo mucho las manos, como hacía antes del cáncer. De vez en cuando, le dedica un arrumaco a Pilar. Es posible que luego, cuando la barbacoa acabe, su simiente la inunde sin estorbos, con el propósito de repoblar de niños los parques. No parece el mismo, pese a todo: se le ve más flaco y ojeroso que cuando tenía cáncer, como si la salud le sentase mal. Es una escena que me resulta dolorosa de contemplar, así que cruzo el salón hacia la otra ventana, la que da hacia la calle, al mundo de fuera, donde la gente que tiene cáncer lo tiene para siempre, para toda la vida. Junto a la cancela de entrada se encuentra el contenedor donde arrojamos todo cuanto no queremos que siga formando parte de nuestras existencias, rebosante de bolsas de basura. Podría adivinar a quién pertenece cada una con sólo curiosear entre los desperdicios, tanto los conozco. Entre ellas hay una que destaca sobre las demás por la extraña forma que le presta lo que oculta en su interior. No hace falta ser un gran observador para comprender que esta noche alguien se ha deshecho de un cuadro.
En invierno, con la lluvia y el frío rebañando las calles, ella era como los demás, una mirada melancólica, triste de paseos abortados, asomada al universo cálido de la ventana. En cambio, el verano la desenmascaraba, su silla de ruedas la ataba al portal y le impedía ir a vivir. Pero el verano también le traía a los niños, la huerta de ilusión que conformaban sus caritas extasiadas y sus ojos atónitos y sus cabeceos de emoción al hilo de los cuentos que ella les contaba, y sobre todo la baba de calor que dejaban sus deditos en los hierros de la silla al acariciarlos despacio, sobrecogidos de una tierna admiración, orgullosos de poder tocar la silla de la sirena. Porque eso sí, desde siempre se empeñó ella en alejarles de las desagradables palabras que usaban los mayores, minusválida, discapacitada, paralítica, tan frías y puntiagudas, y sustituirlas por aquel susurro de ola, aquel rizo de espuma de champán en el velo del paladar. No puedo andar porque soy una sirena y las sirenas no andan, pero si aquí tuvierais mar, ay, entonces ya veríais... Y en las tardes del verano, con el crepúsculo fraguando tras los pinos sus colores de mandril y el mundo remolón y oloroso, ella les contaba las historias que había tejido durante el invierno en la ciudad, cuando a los días se le caían los cielos y se le gastaban las esquinas y no parecía existir otra cosa aparte del aroma a luto y cebolla de su tía, el cansado aseo matinal con su pastilla de jabón garabateándole el cuerpo sin ganas y, tras la abúlica comida, la lluvia, la televisión y el tráfico lejano como líquidos de revelado que fijaban la tarde en una estampa muerta entorno al brasero.
De todos los niños, Mauricio era su favorito. Mauricio había crecido atento a sus historias. El nuevo verano se lo traía ahora como un regalo, larguirucho cual espiga, los brazos y las piernas barnizados de un vello fino y rubio, la mandíbula de hombre y los ojos azules ya válidos para el amor. Le miró sobre todo las manos, enormes y venosas, que confirmaban con sus cortes y magulladuras resecas que había sido este invierno cuando su padre le había cogido para el taller. Manos ya dispuestas para el primer cigarro, para burlar el primer sostén, manos demasiado crecidas ya para seguir llenándole el regazo de margaritas, como habían hecho siempre, trayéndole a la falda un poquito del campo que se abría a las afueras del pueblo y de su vida. Ah, cuando sea mayor voy a llevarte, bromeaba haciéndole que el corazón se le confundiera en la cuenta de los latidos, voy a echarme tu silla al hombro como un costal y llevarte a donde las margaritas, para que las escojas a tu gusto. Y ella se reía, siempre acababa riéndose de sus ocurrencias, para encubrir el llanto de un corazón arrumbado donde las chacotas más inocentes se clavaban como espinas.
—Pero las sirenas son malas. Las sirenas, con sus cantos, embrujaban a los navegantes, atrayéndolos hacia los escollos. Y Ulises tuvo que usar cera en los oídos para...
Y ella se reía de aquel niño tan espabilado y le decía que quien le hubiese dicho eso le había tomado el pelo porque las sirenas eran criaturas bondadosas que vivían en el fondo del mar y no hacían más que peinarse con conchas sus largos cabellos y soñar con las piernas de las mujeres de tierra, que quién era aquel Ulises que no salía en los cuentos y que si se la imaginaba a ella estrellando barcos o capaz de concebir alguna maldad. Ella y su corazón recoleto, alfombrado por la hojarasca crujiente de tantos deseos malogrados. Ella varada en su portal.
Pero el correr de los veranos, también le arrebataba a los niños. Los inviernos eran como cajones de mago donde se escondían para salir más altos, menos dóciles, los niños con granos y bigotillo y las niñas con caderas y diario, y todos ellos desprendiendo un olor inédito, con las miradas cargadas de indolente juventud. A los que no se les trocaba la admiración en amistad, los perdía. Algunos le traían a sus hermanitos al portal, para que así se notase menos su ausencia, y ella se habituaba a disimular cuando los veía cambiarse de acera al pasar por su calle, sabiendo que para ellos ya había dejado de ser sirena para convertirse en la pobrecita paralítica que todos los agostos llegaba de la ciudad con su tía.
Mauricio, no. Mauricio era distinto. Solía detenerse en su portal al pasar con la caña y le mostraba las moscas que iba a canjear por truchas al río. Y, cuando no traía prisa, se sentaba en el suelo y le contaba cosas, le hablaba de sus proezas en los partidos que jugaban en los terregales, de cómo le gustaba pescar en un montículo secreto muy escondido, de las veces que había que lijar tal o cual madera para que perdiese los poros, y luego ayudaba a su tía a subirla en volandas hasta su cuarto, y sin proponérselo le regalaba la tibieza de un cuerpo, el roce de su brazo y el preciado sudor que tras la larga jornada le fermentaba en las axilas y que ella conservaba con orgullo pegado a su piel como si lo hubiese obtenido de otro modo, hasta que la tía se lo arrebataba con el jabón cansado de la mañana. A veces, cuando llevaba prisa, Mauricio era sólo un canturreo dulce y eso bastaba.
—El verano pone triste a la sirena, porque ni tiene mar ni tiene arena.