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Historia de las estrellas es uno de los primeros cuentos de Félix Palma, una fantasía en clave intimista que le valió una nominación al Premio Ignotus a Mejor cuento en 1995. Además de este cuento, componen la presente antología los siguientes relatos: Muerte por catálogo, Las hojas secas, Mi última noche con Donna, Jasminum, Escapar de la realidad, Desde siempre y por siempre, El celador, Beso del Tiempo Gris, Haciendo cola en la escalera mecánica, Dulce mantis, Lléveme de vuelta, La escarcha del olvido y El amante de vidrio. Todos ellos aparecieron en emblemáticas revistas y antologías de género de la década de los noventa en España, tales como BEM, Artifex, Parsifal, Visiones o Bucanero.
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Seitenzahl: 303
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Félix Palma Macías
Saga
Historias de las estrellas y de otras partes
Copyright © 2020, 2021 Félix J. Palma and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728019726
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Félix J. Palma
Es un orgullo abrir nuestro fainzine con un relato sensible del Joven autor sanluqueño. Aunque predecibles, estas Historias son el tipo de relato que habla de la bondad sin condiciones y dejan una sonrisa alegre en el lector.
“La verdadera realidad no está más que en los sueños”
Charles Baudelaire
La primera vez que hice escala en el pequeño espacio-puerto de Hor iba buscando alcohol, diversión y mujeres; pero no encontré nada de eso. En su lugar encontré las historias de Nuzer. Y con ellas, de alguna forma, me encontré a mí mismo.
Para mi desgracia habían cambiado la ruta de mi carguero y el querido espacio-puerto de Tinecos, con sus tabernas y sus drogas, con sus casinos y burdeles, en los que había empeñado más de la mitad de mis años, ni siquiera me echaría de menos. Aunque quizás Korah, el dulce cuerpo que tantas veces me había hecho olvidar mi triste vida por sólo diez cels, sí lo hiciese; si no estaba demasiado ocupada con la tripulación del maldito carguero que había sustituido al mío...
Lo cierto es que al ver el espacio-puerto de Hor resplandeciente en el espacio como un tornillo medio oxidado, me sentí furioso. Cuando aterrizamos y pisé sus metálicas aceras semidesiertas, las seis horas de descanso para que el carguero repostara combustible y provisiones que siempre me resultaban cortas en Tinecos se estiraron de repente como la goma del tirachinas de un niño en una tienda de porcelana. Deseaba largarme de allí cuanto antes, tantos días manoseando las grasientas tripas de un carguero merecían algo más que aquello.
Con varios cels cuchicheando metálicamente en mi bolsillo enfilé hacia el que parecía único bar de Hor. Si en su barra hubiese habido una prostituta de seguro se hubiese hecho de oro allí. Pero las furcias nunca han tenido visión de futuro.
Sólo había hombres emborrachándose, gritando bravatas, cantando o roncando a pleno pulmón sobre las mesas, como un esquema donde estaban representados cada uno de los pasos que debía seguir todo el que allí entrase. En su mayoría eran “nativos” del lugar, el reducido equipo de mantenimiento del espacio-puerto. Y las pocas mujeres que había tenían toda la pinta de necesitar de todo el ritual de cortejo antes de acceder a llevarme a sus camas. Y no me encontraba nada animado para tal esfuerzo. Compré una botella de lopim y salí del bar haciéndole una mueca de asco a una “nativa” que me miraba sonriente, esperando a que yo diese el segundo paso del largo y tortuoso camino del galanteo.
Anduve por las desiertas calles en busca de algún lugar tranquilo donde una botella de lopim y yo pudiéramos conocernos mejor. Tras una cerca de metal divisé lo que a primera viista me pareció un parque. Supuse que la grisácea oscuridad aguada por el neón me había engañado y me acerqué a las rejas. Enormes rectángulos de hierba se extendían hasta desaparecer tragados por el ensombrecido horizonte. Hierba... Deliciosa y fina hierba. Me quedé paralizado, con la boca abierta en una estúpida “O” y los dedos engarfiados a las celdillas de la cerca. Dios, los jodidos hornianos tenían un parque, ¿quién lo iba a decir?
Permanecí contemplándolo largo rato. Hacía tanto que no veía la hierba. Era artificial, tenía que serlo, pero no importaba. Me traía tantos recuerdos. Un centenar de sensaciones que guardaba amontonadas en el desván de mi mente estallaron ante
mis ojos como fuegos de artificio y antes de darme cuenta estaba escalando la cerca, dejando escapar ridículos gemidos de entusiasmo. Salté con habilidad y me quité las botas, deseoso de hundir mis pies en ella. Lancé un grito ahogado cuando sentí aguijonear delicadamente mis plantas y tobillos. Al instante, me incliné y la acaricié con mis dedos. Acabé revolcándome en ella como un perro que intenta rascarse el lomo. La hierba confortaba mi rostro; su aroma, una falsificación que nada tenía que envidiar al original, invadía mi nariz avivando mi mente con los recuerdos de mi infancia. Cuando me di cuenta estaba llorando.
Me senté lentamente, con la melancolía adornando mi rostro. Mi infancia. Días felices que no volverían. Los sueños de un niño que miraba al cielo y ansiaba descubrir la gloria entre las estrellas. De repente decidí cambiar el futuro por mi cuenta. Jugué con la idea de que la escena era la misma, de que nada había cambiado. Volvía a encontrarme sentado en la hierba, con los ojos perdidos entre las estrellas y con el mismo sueño latiendo en mi pecho. Era como si los años transcurridos no tuvieran ninguna importancia, como si aquel niño no hubiera crecido aún y su sueño no hubiera muerto todavía A mi lado, un par de botas de mecánico me dedicaron una irónica sonrisa hecha de cordones, recordándome que el niño había desaparecido hacía mucho y el hombre nunca había tenido valor para realizar aquel sueño.
Una débil voz me alarmó. Me giré y a lo lejos, junto a un seto, ví varias siluetas. Creí que no había nadie más allí. Cogí las pesadas botas y ví la botella de lopim esperándome al otro lado de la cerca. Bueno, podía dejarla allí con toda seguridad de que seguiría estando cuando volviera. Guiado por aquella voz que parecía resbalar en el aire me acerqué al corro con cautela. No quería que me vieran, no hasta que yo pudiera verlos a ellos. Quizás fuese algo ilegal -aunque en estos tiempos apenas quedaba nada sin legalizar y no quería líos.
Eran niños. Estaban sentados sobre la hierba alrededor de la que parecía la figura de un adulto. Me oculté tras el seto y atisbé la escena entre sus hojas de plástico. Todos parecían esperar a que el adulto rompiera el silencio. Cuando lo hizo volví a oir de nuevo la cálida voz que me había atraído hasta ellos.
Era aproximadamente de mi edad y aunque estaba envuelto en un amplio abrigo oscuro parecía de complexión similar: dotado de unas espaldas anchas acabadas en unos fuertes hombros que sugerían lo a menudo que debía depender de su fuerza. Su cabello le caía sobre los ojos y lo apartaba de vez en cuando con medidos manotazos. Su rostro era anguloso, de pómulos muy marcados y mentón firme, de esa clase de mentón que agradeces que tu puño no encuentre en una pelea de taberna.
Pronto me dí cuenta de que estaba contando una historia de aventuras. Se ayudaba de gestos para apoyar el dúctil tono de su voz, y los niños no perdían de vista sus manos, como si el tipo fuese un ilusionista de aquellos que antiguamente hacían aparecer monedas en las orejas.
Decidí que, puesto que no tenía nada mejor que hacer y ya que estaba allí, podía quedarme un poco y escuchar su historia. Realmente me apetecía sentarme en la hierba con todos aquellos niños y hundir mis dedos en ella mientras disfrutaba de la agradable quietud de la noche. Si la historia era demasiado idiota me iría, recogería la botella de lopim y me emborracharía como había pensado en un principio.
Salí de mi escondite sin hacer ruido y lanzando una amistosa sonrisa al grupo me senté en la hierba, un poco apartado de ellos, pues no quería que se sintieran incómodos con mi presencia. El adulto me miró sorprendido, dos pequeñas luciérnagas revoloteando a la altura de su nariz. Yo puse cara de niño travieso y moví la cabeza invitándole a continuar. ¡El tipo pareció pensárselo unos segundos y por fin retomó la historia donde la había dejado con su voz de mercurio.
Pronto me descubrí tan interesado en la historia como los niños. Había deducido que la historia no era una invención, el tipo era su protagonista. Y lo que narraba era cierto, había algao en su forma de contarlo, como si recordase cada momento con una especie de cariño disimulado, y cada situación estaba plagada de detalles y sensaciones tan reales que sólo podían haber sido vividas para ser contadas así.
El tipo se llamaba Nuzer, y era todo lo que yo, hace mucho tiempo, tumbado en el jardín de la granja de mis padres, ante un cielo salpicado de estrellas y aventuras, había deseado ser.
Al parecer, Hor estaba dispuesto a no darme descanso y volvía a echar otro poco de sal en las viejas heridas de mi alma. Por un momento me sentí como un zorro que acaba de meter la pata en un cepo. Todo parecía haber sido preparado cuidadosamente por quien diablos fuese el que manejaba los hilos de mi destino tras haber leído a escondidas mi diario íntimo.
Sentí envidia y admiración hacia el tipo. Mientras hablaba y su voz era miel untando rebanadas de aire casi podía verlo esquivando aquellos peligros y reaccionando ante aquellas situaciones, a veces con la cabeza y casi siempre con el corazón, pero reaccionando. Viviendo lo que yo sólo podía soñar.
Más apenado que los niños, oí como su historia llegaba al final, Todos, incluido yo, rompimos en un aplauso efusivo. Nuzer sonrió y me lanzó una mirada. Yo la esquivé.
Se levantó, se asentó el abrigo sobre los fornidos hombros y alzóuna mano hacia su joven audiencia. Le oí decir que mañana partía hacia planetas descolonizados, llenos de peligros, aventuras y la gloria que le esperaba. Y como siempre, si todo iba bien, pues no podía garantizarlo, volvería con una nueva historia.
¿Tendría yo valor para imitarle? Yo, que tanto odiaba la vida de mecánico, ¿me atrevería a gastar mis ahorros en una nave de segunda y partir en busca de la gloria que hacía mucho se había cansado de esperar?¿Partiría a lo desconocido olvidando la seguridad de mi monótona existencia?
Cuando conseguí abrirme paso entre el follaje de interrogantes que Nuzer había hecho florecer en mi interior en tan solo media hora blandiendo un “está claro que no, amigo. La gloria que el mundo ha reservado para tí puede continuar apolillándose” como machete, todos se habían marchado ya.
Me coloqué los bolas y puse rumbo hacia la cerca con más ganas que nunca de echar un trago, saliendo del hermoso pasado para caer de bruces en el odiado presente. Salté torpemente la valla, desgarrándome el mono por la rodilla, y dediqué unos segundos a contemplar como un estúpido la puerta que se encontraba a pocos metros de allí. Con ansiedad, con la boca y la mente resecas, busqué el bálsamo que aliviaría mis penas. Lancé una maldición. La botella ya no estaba.
Sin tiempo para comprar otra, pues mi carguero estaba a punto de partir, emprendí el camino de vuelta hacia la estación. media hora después dejaba Hor deseando volver cuando antes. Aunque me negaba a aceptarlo, en el fondo de mi corazón, sabía que Nuzer había ganado un nuevo niño para su audiencia.
A partir de entonces sus historias nunca dejaron de interrumpirse cuando mi enorme silueta emergía de entre los setos y silenciosamente me sentaba entre los niños. Cada vez que mi carguero aterrizaba en Hor, lo abndonaba apresuradamente y trotaba hacia el parque lo más rápido posible, rezando mentalmente por no perderme nada demasiado importante de la nueva historia, deseoso de desenfundarme la incómoda piel del hombre y volver a abrocharme la agradable piel del niño.
Durante todas aquellas noches nunca hablé con Nuzer. En cada despedida sus ojos me buscaban pero continué esquivando sus miradas una y otra vez, temiendo que nuestros ojos se entrelazaran y luego tuvieran que hacerlo las palabras. ¿Qué podía yo decirle? ¿Qué podía contarle? Sabía que cualquier intercambio me obligaría a desenrollar ante él la mustia alfombra de una vida que odiaba. El creyente debe limitarse a adorar a su dios, y eso es lo que hice. Nuzer lo aceptó con una sonrisa. Debió entender lo que yo deseaba casi mejor que yo mismo. Comprendió que me conformaba con la hierba entre mis dedos mientnras degustaba las aventuras del héroe que nunca sería, hundido por unas horas en el estanque de mi perdida infancia. Nuzer nunca intentó forzar las cosas y las palabras de los mayores nunca mancillaron aquel mundo de niños.
Mi admiración hacia él no cesó de crecer en ningún momento. Aunque comencé admirándole por su valor pronto empecé a admirarle también por la forma que había elegido para celebrar sus aventuras. Se jugaba la vida en cada empresa y en vez de festejarlo con litros de licor y con mujeres que al escuchar aquellas historias no dudarían en proporcionarle el merecido descanso del guerrero, había escogido narrar sus hazañas a una docena de niños que sólo podían ofrecerle apasionados murmullos. Con una sonrisa siempre en los labios Nuzer cambiaba cada noche la fama legendaria que indudablemente alcanzaría en cualquier otro sitio de la galaxia por hacer soñar a un grupo de niños en el lugar más apartado de ella. Cuanto más reflexionaba sobre ello más me daba cuenta de la clase de tipo que yo era y de las podridas metas que perseguía. Nuzer era un héroe por muchas más cosas que por rescatar princesas y matar dragones. Nunca le hablé. Me encontraba a años-luz de él. Ni siquiera volví al bar por temor a encontrarle allí. Nada podía decirle.
Bueno, el tiempo acabó demostrándome lo equivocado que estaba. Había un millón de cosas de las que podía haber hablado con Nuzer. Quizá demasiadas. Por la única distancia que estábannos separados eran los cinco o seis metros de hierba falsa que yo dejaba cada noche entre ambos.
La noche en que lo descubrí comenzó como todas las anteriores: con el saco de pulgas metálico del carguero posándose torpemente sobre la pista, los tanques hornianos envenenándole con litros de combustible a través de las venas de acero que yo tantas veces había remendado y mis pasos martilleando contra la acera de una calle desolada. Siguiendo el ritual de tantas noches salté la valla del parque con destreza, unos metros a la derecha de la puerta abierta, y avancé sigilosamente hacia el corro de siluetas. Al resguardarme tras los setos artificiales noté que algo fallaba. Permanecí allí, con la nariz pegada a las hojas de plástico oloroso, sin saber exactamente qué era lo que iba mal. De repente, encontré lo que faltaba en aquella escena tantas veces repetida: era la voz de Nuzer. La voz que flotaba en el aire como un velo de gasa, la voz que nos remolcaba hacia las estrellas. El aire estaba malditamente limpio sin ella. Sin salir de mi escondite contemplé al grupo de niños, un collar en torno al trozo de césped que se había convertido en trono de Nuzer y que por primera vez estaba vacío. El silencio caía a plomo sobre el joven auditorio. Repasé sus caras y encontré en ellas desconcierto y decepción. Un par de ellas parecían tierra abonada para el llanto. Ninguno de ellos osaba romper el silencio.
¿Dónde estaba Nuzer? Mi mente contestó a esa pregunta de mil formas: vi a Nuzer abatido por un láser, degollado por un cuchillo, envenenado por un dardo, devorado por una bestia; le vi morir de cien maneras distintas ante mis confundidos ojos mientras una parte de mí luchaba por detener aquel endiablado carrusel de muertes heroicas.
El silencio era pesado, asfixiante. Eché una última mirada a sus cabizbajos rostros y me volví sobre mis pasos. Comprendí que debía hacer algo por ellos. Me dirigí al bar a toda prisa, deseando encontrarme a Nuzer balbuceando enroscado a una botella de lopim, prefiriendo un héroe imperfecto a un héroe muerto, decidido a arrastrarle por la fuerza ante el público que le esperaba si era necesario, y sobre todo temeroso de que aquel oasis que había encontrado en el desierto de mi vida fuese sólo un espejismo.
Desesperado, irrumpí en el bar y arrojé la mirada por el pequeño local en busca de Nuzer. Sólo encontré rostros anónimos arropados por el lopim y el licor barato, el mismo paisaje ruinoso que me había repelido mi primera noche en Hor. Ni rastro de Nuzer.
¿Y ahora? Un trago me ayudaría a pensar mejor. Me acerqué a la barra, jadeando aún por la carrera, y dos largas piernas envainadas en cuero invadieron mi ángulo de visión a la vez que una voz de azúcar a juego escarchaba mis oidos. Ante mí, desplegando sus encantos con la habilidad de la araña tejiendo su red, se encontraba una prostituta hambrienta de clientes. La contemplé detalladamente, arrastrando perezosamente mis ojos desde sus cabellos fosforescentes hasta la punta de sus tacones, asegurándome que aquella experta del placer no era una invención de mi recelosa mente. Mis ávidos ojos la desnudaron aún más esperando sin éxito que el deseo prendiera fuego a todo mi cuerpo. No podía creerlo... Hacía más de seis meses que no estaba con una mujer, tenía los bolsillos tan llenos de cels que podría alquilarla por toda su vida, y aun así la lujuria era incapaz de asomarse a mi piel. Mientras dudaba, perdí el turno y dos musculosos brazos llenos de tatuajes la envolvieron con la pasión de la constrictor. Había dejado pasar mi oportunidad, la única que tendría en mucho tiempo. Nuzer le había dado el mando de mis hormonas a un niño, era de locos...
Llamé al barman. Se acercó lentamente, jugando con su mugriento delantal, como dándome tiempo a asegurarme sobre la bebida que iba a tomar. Aunque tenía para el licor más caro de su mediocre repertorio pedí una copa de lopim, ¿por qué agradar al paladar después de tanto tiempo maltratándolo? La pasmosidad con la que me preparó la botella me sirvió para aclarar mi mente con respecto a Nuzer, y aunque estaba seguro de que la respuesta iba a ser negativa, pues dudaba de que Nuzer hubiese pisado aquel antro alguna vez, pregunté a la repulsiva comadreja calva que estaba llenando mi vaso:
-¿Conoce a un tipo llamado Nuzer? Es un hombre alto, corpulento. -El barman levantó los pequeños ojos del vaso y me miró.- Es un aventurero -añadí con una pincelada de orgullo.
-El único Nuzer que conozco es ese copiloto loco que rondaba por aquí -dijo de mala gana, contemplando distraído como marchaba su negocio por encima de mi hombre-, ese grandullón extraño del abrigo viejo.
-¿Cómo? -tartamudeé-. Nuzer es un héroe, ¿dónde puedo...?
-¿Héroe? Nuzer no es nada de eso -me interrumpió. Al contemplar el desconcierto de mi rostro lanzó una horrible carcajada-. Era un pobre piloto de carguero. Siempre que repostaba aquí iba un rato al parque y luego se emborrachaba con lopim. Ese cabrón se ponía hasta el culo con la mierda más barata. Los de su carguero siempre acababan viniendo a por él, ni siquiera podía regresar a la estación por su propio pie. Creí que los héroes mataban dragones o algo así. Bueno, ya no volverá. Le han cambiado la ruta, en estos momentos se estará emborrachando en la otra esquina de la galaxia.
Me quedé sin habla. Aparté los ojos de la asquerosa sonrisa del barman y traté de asimilar todo aquello mientras la náusea jugueteaba con mis tripas y los característicos sonidos del tugurio se diluían hasta parecer el lejano rumor de alguna fuente. Nuzer era tan héroe como yo. Todas aquellas historias no eran más que mentiras. Durante mil noches había estado adorando a un maldito copiloto de carguero. Una chispa de rabia caracoleó por mi pecho, pero fue rápidamente engullida por la decepción... No podía odiarle. Nuzer nunca me había dicho que aquellas aventuras fuesen ciertas. Era yo quien había decidido creer sus invenciones, era el niño que había tomado el timón todas aquellas noches quien las había aceptado de inmediato.
Cogí el vaso de lopim y me lo llevé a los labios. A tu salud, Nuzer, maldito soñador hijo de puta. Dejé el vaso sobre la barra con un golpe seco, dispuesto a pedir otro, decidido a echarme al estómago todo el lopim que había dejado de beber en los últimos seis meses, cuando me acordé de los niños. ¿Estarían todavía allí? Estaba seguro de que sí. La realidad de que Nuzer no estaría con ellos aquella noche ya habría comenzado a sobrevolar sus inocentes mentes. Puede que algunos de ellos ya hubiesen empezado a llorar en aquel fúnebre silencio. No podía emborracharme y olvidarme de los niños. Tapé la boca del vaso antes de que el barman volviera a llenarlo. Podía mirar hacia otro lado mientras el niño que yo había sido se desvanecía gritando en el rincón más oscuro de mi alma, pero no podía permitir que aquella docena de críos crecieran de golpe aquella noche. Lancé un cels sobre la barra y me dispuse a salir del tugurio.
-Espere -me pidió el barman. Rebuscó entre el desordenado puñado de trastos que guardaba ¡unto a la registradora y volvió a la barra con algo en la mano. Aplastó su palma contra el mostrador y al retirarla contemplé una pequeña llave anaranjada brillando entre gotas de licor. Parecía la llave de una consigna de la estación.- Antes de irse me dejó esto. Dijo que alguien vendría preguntando por él y me encargó que se la diera.
-No es para mí. Yo no le conocía -confesé.
-No creo que nadie más venga preguntando por él, amigo. Quédesela. Quizás abra algún jodido tesoro. -Soltó otra de sus horribles carcajadas y se marchó a llenar la copa de la prostituta.
A su modo Nuzer me seguía pareciendo un héroe y no estaba dispuesto a permitir que un insignificante barman se riese de él. Y de alguna extraña manera aquel imbécil también se estaba riendo de mí y de todo aquel que alguna vez ha escapado de la realidad a lomos de los sueños. Cerré el puño dispuesto a saltar la barra y borrarle aquella maldita sonrisa de los labios con un par de golpes, pero decidí que no merecía la pena el esfuerzo. Cierto tipo de personas tarde o temprano acaban encontrando el puño que lleva su nombre. Me metí la llave en el bolsillo y me largué de allí.
Corrí hacia el parque como si me persiguieran todos los diablos del infierno, maldiciendo a aquel maldito copiloto que probablemente me debía una botella de lopim, rogando al dios que estaba de moda ese año para que el corro se hubiese disuelto y no tuvieran que escuchar la amarga verdad.
No tuve suerte. Desde mi escondite volví a verles. Silenciosos, sentados en torno a un Nuzer invisible, esperando sus mentiras. Suspiré profundamente. Emergí de entre los setos y me convertí en el blanco de sus tristes miradas. Tragué saliva y, sintiendo como si pisase un lugar sagrado, me coloqué en el centro del círculo, dispuesto a decirles que en este mundo no había héroes.
Absorto en el dolor que bañaba aquellos doce rostros apenas reconocí como mía la débil voz que agrietó el muro de silencio que trataba de emparedarnos a todos con la noticia de que Nuzer no vendría hoy. Las lágrimas recorrieron un par de mejillas. Me sentí tentado de decirles que su héroe había muerto y largarme de allí. Pero para eso no me necesitaban. Podían deducirlo ellos solos. Aunque lejana, la muerte era una posibilidad que estaba seguro acabarían barajando. De cualquier forma, dijera lo que dijera no podría evitar acercarles al mundo de arriba, ese mundo que aún no habían pisado. Rebusqué fuerzas en mi interior, pero no tuve valor para continuar, no encontré valor para darles la vida que yo había tenido. No podía hacerles aquello. Entonces, de forma casi inesperada, mi voz volvió a rasgar aquel silencio de muerte para anunciarles que yo les traía una historia de las estrellas, y que si ellos lo deseaban, podía contársela esta noche. Intercambiaron rápidos murmullos que no pude entender y tomaron asiento en la hierba, a mi alrededor.
Sonreí tontamente, sintiendo más miedo que si me apuntaran con un láser. Había lanzado mi farol y ahora debía mantener la apuesta. Mi improvisado vendaje había detenido la hemorragia, pero ¿qué esperaban que les contara?? Querían una historia, un héroe esquivando peligros, un sueño que embelleciera aquella aburrida vida que podía adivinar que llevaban en Hor. ¿Podía dárselo? Miré las estrellas desperdigadas por el cielo. Sí, claro que podía hacerlo. Si querían sueños los tendrían. Yo tenía toda una colección.
Me aclaré la garganta, elegí uno al azar y comencé a narrar la historia, primero con voz temblorosa, insegura, temeroso de que alguno de ellos se levantara y me dijera que quién creía que era para contarles aquellas estupideces que desde la primera escaramuza apestaban a falsas; y luego, a medida que sus rostros comenzaban a esbozar sonrisas, mi voz ganó en pasión, enredaderas de gestos de todo tipo comenzaron a brotar de mis manos, y me descubrí a mí mismo sintiendo todo aquello. Ya no estaba contando una historia. La estaba viviendo.
Los sueños de mi infancia, desembalados después de tanto tiempo, caían de mis labios y volaban por el aire nocturno como hermosas mariposas de mil colores; mis palabras se frotaban contra las magulladuras que la realidad les había producido en sus carnes como un bálsamo de fantasía. Hundí mis dedos en la hierba esquivando su falsedad, rociándola con la cascada de autenticidad que destilaba aquel mmomento. Ya no estaba allí, ninguno lo estábamos; revoloteábamos por el firmamento en una nave de segunda, livando la gloria de las estrellas. Y enfrascado en ello, apenas tuve tiempo de improvisar un final cuando al mirar el reloj ví que la hora se me echaba encima.
Me levanté y me despedí de ellos. A mi espalda pude escuchar una ristra de aplausos. Corrí hacia el carguero con una sonrisa que olía a vieja curvando mis últimamente llanos labios, saltando de cuando en cuando y golpeando el aire con el puño. Había salido airoso. Y lo más importante: había conservado intactos los sueños de aquellos niños. Algo que debía ser felicidad me atravesaba de lado a lado como una lanza.
Al meter la mano en mi bolsillo descubrí la llave de Nuzer. Me había olvidado de ella. El carguero, atiborrado de todo lo necesario para producir un nuevo desgarrón al negro tapiz del universo, estaba siendo aún desenganchado de los tanques. Disponía de unos minutos todavía. Busqué la consigna, miré de nuevo la llave en mi palma.¿Era yo quien realmente debía abrirla? No lo creía. Pero sentía una gran curiosidad por saber qué había guardado allí Nuzer. Decidí echar un vistazo. Metí la llave en la cerradura y abrí la pequeña puerta. Al principio creí que estaba vacía, pero luego, al mirar mejor, vi un bulto oscuro en el fondo de la caja. Mi corazón se aceleró. Metí la mano y toqué una tela áspera. El falso aventurero había envuelto algo sin mucho cuidado. ¿Sería algo ilegal? Por si las moscas miré a mi alrededor. Nadie parecía demasiado interesado en mí. Saqué el bulto y éste, al liberarse de la presión de la caja, se desplegó perezosamente ante mí. Lo que colgaba de mis manos era el viejo abrigo de Nuzer.
No pude evitar esbozar una sonrisa en honor a aquel maldito cabrón. La llave había sido para mí desde el momento en que aparecí de entre los setos y me uní a su público. Nuzer se había ido para siempre y ahora había un nuevo héroe en la ciudad. Bien, aceptaba el trabajo. Con toda la solemnidad de que fui capaz me ajusté el raido abrigo a los hombros y me dirigí al carguero a punto de despegar caminando con una soltura casi descarada, bamboleando teatralmente los brazos a los costados, una mirada entre alerta y burlona que indicaba que ya lo había visto todo dos veces y una sonrisa de traviesa confianza colgando de mis labios, recreándome en mi nuevo rol por todo el pasillo. Ahora era un héroe. Me llevé la mano al cinto y desenfundé un revólver invisible. Ahora era un aventurero que se jugaba la piel cada día y rechazaba la fama con una sonrisa. Disparé una ráfaga con el dedo, soplé humo del cañón y volví a enfundarla. Ahora era lo que siempre había querido ser.
Renqueando, lanzando chirridos de mecedora vieja, el carguero se zambulló en el negro océano como una carpa plateada. Me quité el abrigo y lo guardé, pero seguí siendo un héroe cuando me encaminé hacia mi trabajo. Nada me iba a convencer de lo contrario, ni tan siquiera los litros de grasa que me esperaban ansiosos por volver a manchar mis manos.
Mientras mis herramientas hurgaban en las entrañas del viejo carguero y la melodía del gotear del aceite contra el suelo sonaba una vez más en el gramófono, mi mente iba hilvanando historias muy lejos de allí. Y en la grasienta soledad de mis días comencé a perfeccionarlas, a retocarlas, a darles una pincelada de humor aquí y otra de amor allá; y los murmullos asombrados de los niños fueron siempre mi recompensa. Sus maravillosas sonrisas guiaban mis manos mientras cada noche modelaba para ellos el barro de la aventura.
Y con el tiempo, inventé la muerte de Nuzer. Cuando juzgué que el dolor por su ausencia ya no tenía fuerza para ensombrecer ningún rostro, Nuzer encontró una muerte gloriosa entre las estrellas. Anteriormente ya les había contado algunas escaramuzas de los dos juntos, ahora me reservaba el privilegiado papel de testigo de su muerte. Mía fue la mano que Nuzer aferró mientras la vida se fugaba de sus ojos, míos fueron los labios que juraron venganza sobre su improvisada tumba, y mía fue la voz que como una onda amarga narró la última aventura del temerario héroe. Nuzer murió como había vivido. Yo me encargué de ello. Cuando acabé... lloré como un niño.
Las noches se sucedían unas a otras, siempre recorridas por la apasionada voz que forjaba mi leyenda. De pronto, una noche, mientras el héroe de aquellos niños caía en una peligrosa emboscada, mi voz se interrumpió cuando me ví a mí mismo emerger de entre los setos y sentarme en la hierba. O eso me pareció en un segundo de locura en el que estuve a punto de gritar. Me costó no hacerlo al contemplar asombrado al tipo que, sentado como uno más entre los niños, me lanzaba una sonrisa traviesa invitándome a continuar. En la penumbra del parque pude adivinar sobre el pecho de su mono la insignia de un carguero. Me cerré disimuladamente el abrigo ocultando mi mugriento mono. ¿Qué le ocurría a aquel estúpido mecánico o lo que fuese? ¿No tenía nada mejor que hacer? Sabía que no. Lo sabía demasiado bien. Recordé a Nuzer y cómo me había mirado la primera vez que aparecí de entre los setos como un fantasma inoportuno. Ahora me encontraba al otro lado del espejo. El silencio se estaba alargando demasiado, la historia debía proseguir. Con el sudor resbalando por mi espalda retomé la historia donde la había dejado, seguro de no poder engañarle. Narré la aventura lo mejor que pude, con el corazón en un puño y la máscara de héroe dispuesta a caer de mi rostro al primer manotazo; cuando acabé, entre los aplausos que llenaron el aire, reuní lodo el valor que pude encontrar y lancé una mirada al tipo. Él la esquivó.
Me levanté, me despedí de los niños, y dejando al mecánico sentado en la hierba, envuelto en la maraña de dudas que una vez me había cubierto a mí, caminé hacia la salida del parque. Sólo entonces permití que una sonrisa floreciera en mis labios. Lo había conseguido. Lo había engañado como Nuzer me había engañado a mí. Con un puñado de mentiras le había devuelto a su infancia, le había arrastrado hacia las estrellas. Benditas fueran las mentiras si servían para eso.
Me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano. Necesitaba un trago y sabía donde encontrar una solitaria botella de lopim. Llegué a la valla y busqué en la acera. Lancé una maldición. No había ninguna botella. Maldito mecánico, si quieres jugar aprende las reglas, musité camino del bar.
A partir de entonces mis historias nunca dejaron de interrumpirse cuando la enorme silueta del tipo emergía de entre los setos y silenciosamente se sentaba entre los niños. Durante todas aquellas noches nunca habló conmigo. Seguía esquivando mis miradas, pero nunca dejé de sonreirle. No intenté forzar las cosas, no quería traer la verdad de los adultos a nuestro mundo de niños.
Ahora el tiempo se ha encargado de ello. A través de las ventanas del carguero contemplo el espaciopuerto de Tinecos resplandeciendo en el espacio como la lujosa empuñadura de alguna espada, y no puedo evitar sentirme furioso. Me han vuelto a cambiar la ruta. Hor, el pequeño puerto con parque falso ha quedado atrás, a mis pies se desliza la hechizante estructura de Tinecos, donde los niños se divierten en las salas de holojuegos.
El carguero aterriza y camino por sus atestadas calles. Hace frio. Me vendría bien el abrigo que dejé hecho un ovillo en una consigna de Hor. La brillante maraña de luces y carteles arremete contra mis ojos. Dispongo de seis horas para perder en sus casinos y burdeles. Tinecos es el sueño de cualquier mecánico de carguero. Pero yo una vez tuve uno mejor. Lanzo una carcajada, esto sólo es la realidad. Yo ya no la necesito. Camino hacia un burdel y me detengo en su puerta, estudiando los precios y las posibilidades. Una sonrisa acaricia mis labios, para el mundo un pobre mecánico va a gastarse la paga de todo un año y su tiempo libre en la perversión más cara que pueda encontrar, pero para doce niños hornianos un pobre mecánico está a punto de alcanzar una muerte gloriosa entre las estrellas.
Desde nuestro número 3, Félix J. Palma se ha convertido en un habitual de PARSIFAL. En sus dos relatos anteriores, predominaba sobre la narración ese intenso lirismo que hace de sus historias algo muy personal. En esta historia, su primer relato escrito, se decanta por una narrativa más tradicional, no exenta de una cierta mirada irónica.
Drexler abrió el cajón de su escritorio y arrojó la nota del secuestro de su ex-mujer sobre todas las demás. Colocó a regañadientes el libro que acababa de comprar en una de las estanterías y bajó a la calle. Había sido una suerte mudarse a aquel edificio: la máquina de poder más cercana estaba a la vuelta de la esquina. Drexler esperó su turno tras un tipo alto y mal encarado que toqueteaba los pulsadores sin llegar a decidirse.
—Decídase, por favor. Tengo prisa —dijo a la enorme espalda del hombre. Este, malhumorado, le dedicó una mirada de desprecio y comenzó a leer de nuevo el listado de poderes que estaban a la venta ese día.
Resignado, Drexler encendió un cigarrillo y se entretuvo contemplando las doradas nubes que llegaban por el este, lentas como bajeles portadores de cadáveres apestados. Había amanecido hacía casi dos horas y el sol comenzaba a calentar la mañana. Con un gesto soñoliento desconectó su abrigo calefactor.