La hormiga que quiso ser astronauta - Félix Palma Macías - E-Book

La hormiga que quiso ser astronauta E-Book

Félix Palma Macías

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Beschreibung

Un canto a la imaginación y a la fantasía más desbordante de la mano de dos personajes únicos; una pintora de almas que sueña con las hormigas de la luna y un hombre perdido que a su vez busca a una mujer que es la suma de todas las mujeres. La prosa hipnótica de Félix J. Palma nos lleva al encuentro de estos dos náufragos de los sentimientos. «Han colocado al hombre entre las estrellas y las hormigas, para que cada cual mire hacia donde le apetezca», le dice Blanca, la pintora de almas, al protagonista de esta novela. Pero Alejandro sabe que elegir es rechazar, y él ya escogió hace mucho. Por eso ahora se limita a asistir al abecedario de mujeres que desfilan por su sofá, enamorándose de todas aunque sólo ame a la desconocida que ellas suman, esa extraña a la que vemos siempre al fondo de nuestras fotos y a la que buscamos sin saberlo, confiando quizás en que ella también nos busque. Con la trilogía de Star Wars como telón de fondo, esta novela lírica y disparatada es una elegía al analgésico de la imaginación, a todo aquello que debemos dejar atrás para alcanzar eso que llaman «madurez».

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Félix Palma Macías

La hormiga que quiso ser astronaut

 

Saga

La hormiga que quiso ser astronauta

 

Copyright © 2000, 2021 Félix J. Palma and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728132043

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Introducción Juan Bonilla

La primera novela de Félix J. Palma tenía, en su primera edición, un defecto aun antes de comenzar a leerla: venía después de su primer libro de relatos, El vigilante de la salamandra, y como suele suceder entre nosotros, cuando alguien publica un muy buen primer libro de cuentos parece exigírsele que dé el paso a la novela, y que la novela que escriba deje en pañales a Fortunata y Jacinta. Cuando el pobre cuentista publique su primera novela y se vea que pueden respirar tranquilas Fortunata y Jacinta, caerá sobre él el plomo de una convicción que era previa: ah, no es tan novelista como cuentista.

Vaya manera de empezar un prólogo, me dirán. Sí, no hemos venido aquí a hacer publicidad. He aceptado escribir este prólogo por dos razones: la primera, porque la novela, releída ahora, me sigue pareciendo lo que me pareció cuando la leí. La segunda: porque Palma es amigo desde hace ya demasiados años.

Basta internarse en las páginas de la novela para percatarse de que el dominio de la prosa de Palma es tan brillante como en sus relatos. Se demora en detalles cuando cree necesario rascar en ellos para traer a colación imágenes deslumbrantes. Y a pesar de ese demorarse en los detalles, su pulso firme de narrador sabe que nos ponemos a contar cosas para contarlas: perdón por la tautología, pero lo primero es lo primero. No se balancea el prosista en su facilidad para la página bella, que diría el insoportable Azorín, no se conforma con pintar cromos: Palma quiere contar historias, y que lo haga dándole una importancia extraordinaria al estilo no significa que no sepa cómo construir historias, personajes, que abducen al lector.

La novela que viene a continuación padeció incluso de la excesiva timidez del propio autor, que quiso clasificarla como novela juvenil. Tendría sus razones. Desde luego sus protagonistas son jóvenes, pero nada hay en ella que pudiera merecer que se colocase en las estanterías donde arrebatan hoy crepúsculos y amaneceres de vampiros pesadísimos. Palma dibuja el sinsentido, el absurdo, el milagro del amor con un humor que nos hará reír a carcajadas, en una novela que apenas se esfuerza en correr, dar brincos alegres de un capítulo a otro, tomarse a broma una de las cosas más serias de este mundo. Y tiene momentos impagables. Mis preferidos son el momento en que el protagonista decide armarse caballero, y ese genial comienzo de capítulo en el que el narrador hace de guía futuro que enseña a unos turistas el lugar del crimen.

Después de esta novela Palma se consolidó como autor de relatos, y probó suerte de nuevo con el género largo obteniendo recientemente un imponente resultado: El mapa del tiempo. Antes había ganado el premio Berenguer con Las corrientes oceánicas. Permítanme detenerme un momento en esta novela, porque es curiosa. Aunque termina en el mundo tan poético y absurdo de las sectas absurdas y poéticas, su comienzo es estremecedor, una prueba de la hondura que puede alcanzar la prosa de Palma. Puede que sea una novela fallida, no lo sé, pero sus cien primeras páginas son antológicas. Puede que en algunos tramos eso mismo le pase a La hormiga..., que sea antológica a veces, y otras se destense, como es habitual en las primeras novelas. Pero no quiere ello decir que deba leerse como una especie de mero documento histórico, por ser la primera novela de un autor tan personal como Palma. Quien no lea por mero placer, no tiene mucho que hacer aquí.

Lírica y disparatada, La hormiga... es un catálogo de mujeres, desde luego, y también un retrato de la impotencia: la impotencia de elegir. Este imponente homenaje al amor —aunque se salde paradójicamente con la evidencia de que el amor es un invento que, como los martillos, pueden servir para colgar cuadros en las paredes o para descalabrar a alguien— proporciona, además de una lectura vertiginosa y muy divertida, la sensación impagable de estar ante un excelente narrador que se atreve, en épocas de telegramas más o menos cursis, a ser un auténtico estilista.

Nota del autor

El 29 de octubre de 1998, el astronauta español Pedro Duque vio cumplido el sueño de su vida. Ese día despegó junto al legendario John Glenn en el trasbordador Discovery de la NASA, en su misión STS-95 para un viaje espacial de 8 días, 22 horas y 4 minutos. El astronauta tenía derecho a llevarse algunos fetiches. Uno de los escogidos fue una hormiga conservada en ámbar, una Technomyrmex caritatis de treinta y cinco millones de años perteneciente a la colección del Museo de la Ciencia de Barcelona. El 29 de abril la hormiga astronauta regresó al museo de la mano de Pedro Duque, tal vez con la satisfacción de haber cumplido también un sueño.

Ésta no es la historia de esa hormiga.

15

Sepa vuestra merced, ante todo, que a mí me llaman Alejandro Alcina Fuentes, y que el 12 de abril de 1996 me levanté de la cama decidido a demostrar una hipótesis: había descubierto que la vida estaba hecha de tal manera que los actos más estrictamente lógicos acababan por resultar absurdos y me preguntaba si en caso de actuar de forma absurda la elástica membrana de la realidad voltearía mi gesto hacia la lógica.

Pero empecemos por el principio: para revelarme su verdadera naturaleza el mundo se sirvió de una vulgar cabina de teléfonos. La que se encuentra en los aledaños del río, para ser exactos, entre el kiosco de prensa y el último banco de la hilera que lo bordea, en el que yo me encontraba esa mañana, y no por casualidad. Durante la noche, algún desalmado había obstruido la ranura de monedas del teléfono con algo, probablemente un chicle, acondicionando la cabina para que se tragase servicialmente todas las monedas pero no diese llamada. Llegué a dicha conclusion tras presenciar los vanos intentos de algunos transeúntes. Una vez comprendí lo que ocurría, me arrellané en el banco y me dispuse a disfrutar del espectáculo, intuyendo un trasfondo irremediablemente metafísico bajo la compacta trivialidad de aquellas repeticiones malogradas, como si me encontrase de repente ante una maqueta del universo y sus dramas.

La cabina brillaba bajo el sol de la mañana como un espejismo, irresistiblemente libre, apartada del bullicio del tráfico, tentadora y ladina. Tan hermosa y seductora resultaba que no sólo atraía a los necesitados, sino que parecía sugerir llamadas espontáneas a todo el que pasaba por su lado, instándoles a sorprender con alguna dulzura inhabitual a quien nada espera al otro lado de la línea. Pero la cabina abortaba todos los intentos con la misma indiferencia despiadada. Durante horas, con breves intervalos de dos o tres minutos, vi morir desde mi banco los sueños del Hombre: contemplé al ejecutivo apurado abalanzándose sobre el teléfono libre con alivio, sintiéndose salvado por aquella cabina benditamente solitaria, y colgar el auricular con un gruñido que le restaba de golpe varios siglos de evolución; contemplé al adolescente acuciado por los amigos a realizar una llamada de amor, le observé reflexionar durante unos minutos, darse ánimos, creerse irresistible y acogerse con una sonrisa exultante al sólo se vive una vez, y le vi descolgar el teléfono con el pulso tembloroso para nada, sabiendo que nunca se sentiría tan decidido como en aquel momento y lamentando que por una cabina amañada se pueda perder tanto; contemplé a la señora que no tiene monedas y se ve obligada a pedir cambio en el kiosco, asistí a un par de tortuosos minutos para pescar el monedero que naufragaba en el bolso, para hacer malabarismos con las bolsas de la compra, para acercarse a la cabina perdiendo paquetes, fatigada y enojada para ver cómo la maldita moneda desaparecía sin más ante sus ojos, como una ilusión; contemple a la pareja que se despide ante la cabina, pues él tiene que hacer una llamada, y ella se va sola en una mañana que pide a gritos ser compartida, ignorando que podría disfrutar unas calles más en su compañía. Contemplé aquellos dramas sabiendo su final sin que sus protagonistas ni siquiera lo sospechasen, vi la ilusión con que se acercaban al teléfono inservible y supe que estaba mirando a través de los ojos de Dios, que así debía vernos él, levantando la tienda de campaña de nuestros pequeños sueños sin saber si mañana el viento será lo suficientemente poderoso como para derrumbarlos. Tres horas largas presenciando aquel patético espectáculo me llevaron a concluir que el mundo no parecía absurdo, sino que era absurdo. Que era absurdo adrede. Que ser absurdo y nada más que absurdo era su objetivo. Entonces supe que la armadura funcionaría.

¿Qué hacía yo allí, en aquel banco, bajo aquel cielo de almanaque religioso? Pensaba en Artemisa. O mejor dicho, había acudido allí, al banco desde el que tantos atardeceres habíamos presenciado, cogidos de la mano mientras la noche absorbía como papel secante el azul del río, para pensar en ella, aunque mi mente luciera un blanco inmaculado desde la noche anterior, cuando en medio de la cena ella había puesto fin a nuestros dos meses de relaciones.

Sucedió en mi piso, donde nos habían sucedido la mayoría de las cosas, donde en aquel momento nos encontrábamos tomando una pizza sin anchoas repantigados en el sofá, envueltos en una cálida atmósfera de unión conyugal, de futuro compartido. Ella se aclaró la garganta, preparándose para hablar, y yo, felizmente aletargado en el centro de aquella escena tan premonitoria, tendí hacia ella una mínima parte de mi oído, seguro de que cualquier cosa que ella pudiera decir no haría más que confirmar todo. Y ella dijo: quiero dejarlo. Sencillamente. Y aquello no confirmaba nada. Nada en absoluto. No sé cuánto tiempo necesité para digerir aquellas palabras, para convencerme de que lo que no podía pasar estaba pasando, que ya casi había pasado y yo caía por una pendiente, por un abismo oscuro que, de repente, contradiciendo todos los mapas, había surgido ante mis pies. ¿Por qué?, fue lo único que atiné a decir, sabiendo que tanto daba el por qué, que mis planes ya nunca se realizarían por muchos porqués que hubiese, deseando incluso que ella no hablase, que permaneciera callada, que lo dejase estar para que yo pudiese creer que todo seguía y seguiría igual. ¿Por qué?, repitió ella como si mi pregunta le resultase impertinente. ¿Por qué?...Te lo he estado diciendo todos los días, pero nunca me escuchaste. Eso fue todo. Y yo no pregunté más. Cuando, cansada de tanto silencio, se levantó para ejecutar la ensayada despedida, alerté todos mis sentidos, dispuesto a recoger hasta el más pequeño detalle de su último minuto en mi vida. Nada duele más que vivir algo hermoso por última vez, al descubrir sobresaltados que su hermosura proviene de su persistencia. Sentí su beso terminal tratando de adherirse a la desvencijada mueca de mis labios. Sin ganas saboreé su aliento, amargo como una ausencia; olí su perfume de distancias cortas sabiendo que no le seguiría ninguna caricia, que esta vez no era preludio de ninguna gresca de amor. Toda ella pedía un abrazo. Un último trueque de calor y dulzura. Pero no me levanté, mis brazos no se movieron, permanecieron inertes, bloqueados, incapaces ahora de arroparla, de componer un gesto cuyo significado distaba mucho del que había tenido siempre, en aquella otra vida de apenas un minuto antes. Artemisa ya no me pertenecía, y sentirla contra mí entonces se me antojaba tan doloroso, patético e inútil como abrazar su cadáver, tal vez más porque seguía viva. Le oí. Cerrar. La Puerta. Observé cómo giraban y giraban las manecillas del reloj. Ella bajaba la escalera, cruzaba la calle, tomaba un taxi, dejaba escapar un suspiro, empezaba su nueva vida, y yo atrapado en el reducido orbe del sofá, sin ni siquiera fuerzas para pedir una ambulancia, concluyendo mi vieja vida con un trozo de pizza sin anchoas olvidado entre los dedos y la mente vacía, temerosa de cualquier pensamiento que pudiese llegar a partir de ahora. Cuando las vueltas del reloj empezaron a marearme, me levanté y bajé a la calle, y me eché a rodar sin dirección por las aceras, como un boliche lanzado por un advenedizo, presintiendo que lo que me quedaba por vivir iba a parecerse mucho a la letra de un bolero atroz y descarnado. Así que nuestro romance llevaba mucho tiempo perdiendo gas. Así que Artemisa había estado mandándome mensajes cifrados y yo, demasiado ocupado amándola, no me había percatado de que la granada que sacudía ante mis narices ya no tenía anilla... Eres arte, tesoro, solía decirle al verla llegar al Insomnio, vestida de sábado eterno y salvaje, reviviendo el local con sus curvas cerradas hechas para castigar llantas. Ahora sé que debía referirme a esas pinturas opacas y disparatadas que parecen hechas con los ojos vendados y que una vez acabadas se dejan por despiste sobre la mesa de la cocina para que el gato le pase varias veces por encima.

Todo eso pensé sin pensar nada en aquel solitario banco frente al río cubierto de corazones y mensajes de amor escritos a navaja sobre la madera. También yo había acudido a anunciar allí nuestra modesta felicidad dos meses atrás, sin decírselo nunca a Artemisa, movido por ese romanticismo ostentoso que uno arrastra desde la adolescencia y conserva hasta su primera relación, un corazón tembloroso con dos letras igual de temblorosas y una fecha que ahora era incapaz de encontrar bajo la abigarrada galaxia de nombres y obscenidades que asfixiaban su superficie. ¿Cuántos de aquellos corazones se habrían roto ya? ¿Cuántas de aquellas declaraciones de amor tendrían aún vigencia? Era un pobre consuelo pensar que mi situación, una vez colocada sobre el tapete, junto al resto de las manos de los demás jugadores, era tan especial como una gota de agua en una tormenta.

Pero Artemisa me había dejado a mí y a nadie más. Y el porqué existía y yo iba a dar con él. Iba a descifrarlo, a entenderlo. Iba a descubrir las causas de la repentina deserción de Artemisa, mi dulce libro sin glosario, o morir en el intento. Tras una exhaustiva inspección por armarios y cajones olvidados, desplegué todo lo recolectado sobre la alfombra y sonreí, contento conmigo mismo por haber tomado la absurda decisión de seguir luchando aunque la batalla había terminado y todo cuanto yo pudiera hacer era evidentemente inútil. Acaricié con afecto los objetos desperdigados ante mí y entrecerré los ojos unos minutos para que el redoble de la lluvia en los cristales aportase a la escena el adecuado tinte épico. Cada material debía tener su razón de ser; un elemento superfluo podía perjudicar el conjunto. Con unos alicates y un rollo de alambre fabriqué una especie de peto que forré con páginas arrancadas de la enciclopedia familiar, por si Artemisa hubiese empleado alguna palabra más rebuscada de lo normal. Hice con los mismos materiales un casco, donde coloqué un despertador que atrasaba y un pequeño ventilador para remover el aire y así desempolvar sus palabras, que me calé enseguida sobre mi cráneo recién rasurado. El objeto más discutido eran unas enormes gafas de submarinismo con las que rematé mi rostro. Aparte de su simbolismo, no lograba justificar su inclusión entre los demás elementos del atrezzo. Las gafas aparecieron como por arte de magia en el maletero del coche familiar al regreso de unas vacaciones y a partir de ahí habían malvivido por casa con esa vida de repisas, alacenas y preguntas engorrosas de las cosas inútiles que nadie se decide a tirar. Finalmente, me las había traído conmigo como un amuleto, y cuando tropezaba con ellas me consolaba pensando que tarde o temprano les encontraría alguna utilidad. Ahora lo tenía claro: desde que surgieron del maletero del coche, la armadura había sido su destino. A lo largo del peto había dispuesto varias alcayatas, de las cuales procedí a colgar, como adornos de Navidad, un sinfín de objetos variopintos que con secreta vocación fetichista había ido recolectando a lo largo y ancho de nuestro romance: entradas de conciertos, servilletas, envoltorios de compresas, postales, una barra de labios olvidada, un trozo de pizza sin anchoas, fotos, algunos kleenex con sus microbios, el hilo de una falda, abalorios sentimentales destinados a envolverme con la fuerza mágica de los recuerdos. Me puse también unos guantes de goma, sin tener claro por qué. Pero lo fundamental aún quedaba por hacer: con varias vueltas de cinta aislante coloqué una vieja grabadora en la punta de un palo de escoba. Le añadí un par de coladores, a modo de filtros que repudiasen los sonidos sobrantes y dejaran pasar únicamente las palabras de Artemisa. Luego la colgué en la azotea, como si fuese pescado para ahumar, con el objeto de que la noche la bendijera con el aliento propicio de todos sus astros.

Pero una armadura no hace a un caballero; aún faltaba el toque final y conocía a la persona idónea para llevarlo a cabo. Cerca de casa, en dirección a los suburbios, había uno de esos bares de mala muerte con plantilla fija de parroquianos. Alguna vez que otra había recalado allí con Javi en busca de una borrachera barata y secreta, y sabía que en la puerta del local solía apostar su silla, quizá para entretener sus días de noche descifrando el tufo de sonidos y olores que era la transpiración de la ciudad, un ciego arisco y bravucón, amigo de las curdas y los cuplés. Me arrodillé solemnemente ante él y grité en sus narices la consigna aprendida de los zagales del barrio: ¡Ciego mamón, con tu mujer me lo hago yo sin que tú abandones el colchón! Como siempre ocurría, la respuesta fue instantánea. Con una apretada mueca de odio y una rapidez cegadora, el ciego fustigó el aire con su bastón de caña y yo recibí en mi hombro derecho, con la mayor dignidad posible, el esperado latigazo. Volví a repetir la consigna y el furioso bastón, enardecido por haber encontrado carne por vez primera, dejó su mordedura de serpiente en mi hombro izquierdo. Me retiré con una reverencia hacia aquel Arturo discapacitado y enfilé hacia casa, frotándome los moretones y preguntándome qué nombre adoptaría ahora que ya era oficialmente caballero.

A la mañana siguiente, el amanecer desveló un cielo huérfano de nubes, coloreado con ese azul uniforme y rotundo de los tests de embarazo. Me coloqué la armadura, y asomado a la ventana paseé una mirada afectuosa a lo largo del escenario azaroso e indiferente que iba a acoger mi gesta, y me pareció intuir en aquella mañana cualquiera un velado aire de expectación hacia el desenlace de mi empresa y un cierto servilismo inconsciente hacia mi recién adquirido grado de caballero. Y es que no hay nada como un drama romántico para hermanar a una ciudad. El equipo local jugaba en casa y hasta el vecino parece menos desagradable cuando él también mira el incierto marcador con ojos esperanzados y la boca llena de los mejores pasajes del catecismo. Pero al bajar a la calle, la ilusión se desvaneció. Los peatones no me rodearon alborozados, cantando y esgrimiendo pasos de baile por turnos como en un musical del viejo Hollywood, no. Yo y mis circunstancias, mi armadura hecha de mondas de amor y chatarra casera, la peligrosa gesta que me esperaba, no lograron despertar en la ajetreada concurrencia más que ligerísimas miradas de piadosa curiosidad. Me di ánimos pensando que era mejor así. No quería que las masas degradaran mi romántica empresa siguiéndola como si se tratase de una de esas cursilerías acartonadas que hacían sus nidos en las horas de máxima audiencia de los canales de televisión, te prometo que voy a cambiar Lola, que dejaré de salir con los amigos y te llevaré al cine, que nunca te hubiera puesto la mano encima de no ser por el vino, que he descubierto que eres lo más importante de mi vida, dame otra oportunidad, por la niña, etcétera, etcétera.

Mi itinerario no era otro que el que Artemisa y yo acostumbrábamos a hacer cualquier día, una equilibrada excursión turística por el amor y sus estrecheces que empezaba por lo general en algún parque, donde nos tendíamos al sol con alguna lectura o conversación. Hacia uno de aquellos parques dirigí mis pasos. Encontré el árbol a cuya sombra habían tenido lugar la mayoría de nuestras charlas y puse en marcha el invento. El reloj de mi cabeza, como un cangrejo, apuntaba hacia el pasado, y el ventilador desmantelaba el aire con eficacia, descubriendo los oscuros comentarios de Artemisa, que se precipitaban irremediablemente en mi grabadora, donde eran desbrozados de banalidades por los coladores. Excepto que me costó más de media hora convencer al vigilante del parque de que no había ninguna plaga de pulgones allí, pude realizar mi trabajo en paz. En el Corte Inglés, sección discos, siguiente punto del trayecto, me resultó más difícil pasar desapercibido. Todos creían que mi armadura era el reclamo publicitario del último álbum de Peter Gabriel. A media tarde recorrí sin demasiados incidentes las márgenes del río y al llegar la noche me encaminé al Insomnio. Richi, el barman, con el que la costumbre de empezar allí la noche me había llevado a labrar una de esas amistades superfluas y ridiculamente cómplices, me sonrió al verme llegar y me invitó a un whisky. Artemisa y yo hemos roto, Richi, confesé nada más acodarme en la barra, pues para eso creó Dios a los barman y yo necesitaba decirlo en voz alta para comprobar que seguía sonando igual de mal. Vaya. Qué putada, dijo, penosamente consternado. Las chicas como Artemisa no abundan, ¿y por qué fue? En la vida hay dos normas que, aunque no están escritas en ningún código, todo el mundo sabe que deben acatarse: a los amigos hay que tratarles con respeto, y un buen whisky gratis nunca debe desperdiciarse. En un segundo quebranté las dos. Cuando quise darme cuenta, Richi me miraba atónito, con su risueño rostro empapado de whisky, y la copa de mi mano estaba vacía. Richi no se lo tomó demasiado mal, pero creo que no podré volver por el Insomnio durante mucho tiempo. Sobre todo después de provocar la estampida de sus clientes, tan temerosos de la radiactividad como cualquiera, cuando me puse a rociar con mi invento nuestra mesa de siempre. El viaje de regreso a casa fue aún peor. Ningún autobús aceptó llevarme y hube de volver a pie, declinando una y otra vez las insistentes ofertas de yuppies engominados que atraídos por las innovadoras perversiones que sugería mi armadura detenían su enorme coche ante mí.

Nada más llegar a casa puse la cinta en el radiocasette y pulsé play. Había llegado el momento de afrontar la verdad, de conocer la otra versión de los hechos. Contuve la respiración y afiné el oído, pero durante la hora que duró la cinta lo único que escuché fue el irritante puré de sonidos nativos de cada sitio donde había estado. ¿Dónde estaba la voz de Artemisa? ¿Dónde sus explicaciones? Apagué el aparato y me acerqué a la ventana, abatido. La armadura no había fallado, de eso estaba seguro, era lo suficientemente absurda para que funcionase. La explicación de Artemisa estaba en la cinta, de eso no había duda. El problema era que yo, como había sucedido en su momento, era incapaz de escucharla. Y dudaba que pudiese hacerlo algún día. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. La cosa es mucho más compleja. Y estaba seguro de que en algún lugar existiría un hombre que comprendiese a Artemisa, como debía haber una mujer a la que yo comprendiese. Habría que seguir probando.

Recordé el tormento de la noche anterior, digno del martirologio, tratando de acallar el dolor de mi pecho con alcohol, una larga borrachera que me llevó al río, a cuyas aguas barnizadas de luces arrojé mil improperios, furioso con la vida toda, y preso de un horrible e indefinido deseo de venganza contra nada en particular que acabó por concretarse en el insignificante pero efectivo acto vandálico de obstruir con un paquete entero de chicles la primera cabina de teléfonos que vi. Sí, había habido mucho sufrimiento, y aún iba a haber mucho más, pero el dolor iría remitiendo poco a poco, día a día, como se apaga la voz de un bolero, hasta convertirse en una cicatriz que sólo escocería al pasársele la mano, en una experiencia pretérita de la que aprender algo. Al fin y al cabo, el tiempo lo curaba todo.

Y yo no pensaba cruzarme de brazos mientras él hacía el trabajo sucio. Estaba dispuesto a echarle una mano. Cogí mi agenda y busqué el número de Sara, la mejor amiga de Artemisa, una chica que desde el momento de ser presentados andaba acosándome abiertamente, quizá porque en el fondo eran rivales desde la infancia, como sucedía en el cine, y cuyo teléfono yo había tenido el olfato de apuntar en cuanto tuve oportunidad. Y en menos de una hora Sara y un servidor, todavía con la armadura puesta, sin mediar más palabras que las necesarias para escoger la protección y discutir la postura, nos restregábamos el uno contra el otro entre las sábanas buscando cosas diferentes, jadeando con la ridicula desmesura a que obliga el pecado sin saber que en ese mismo instante Artemisa era informada por el barman del Insomnio de mi gesta, se conmovía, se veía de pronto a sí misma como un acertijo resuelto, incluso lloraba en los servicios, salía del local, cruzaba las calles y subía en aquellos momentos las escaleras de mi casa, cosas de la vida, para decirme que había cometido una tontería, que había estado ciega, que por fin se había dado cuenta de que me quería.

14

Adelante, damas y caballeros. Bienvenidos al Museo de Arte Contemporáneo dedicado a la Fallida Relación Sentimental de Artemisa Peñalver y Alejandro Alcina. Pasen. Pasen y vean. Lamentamos enormemente que hayan tenido que subir a pie hasta aquí, pero es algo que yo hago todos los días y créanme, revitaliza. Hoy en día, sometidos a férreos horarios que por lo general nos mantienen durante horas sentados como galeotes ante la pantalla de algún ordenador, cualquier oportunidad es buena para desempolvar los músculos, no me digan que no. Además, es un contratiempo que pronto será solucionado. A pesar del desinterés que la compañía de reparaciones parece dedicar a nuestro ascensor, la viuda del 5o está a punto de completar su curso de bricolaje y corren rumores de que piensa estrenar sus herramientas viéndoselas con las entrañas del entrañable aparato.

Pero adelante, adelante... No se apelotonen en el recibidor y pasen a la cocina, primera parada de este emocionante recorrido por el amor y el odio de una pareja de nuestro tiempo. Prepárense para disfrutar de un itinerario por sentimientos encontrados, por dudas y situaciones que con toda seguridad avivarán el fuego de su memoria e incluso les arrancarán alguna lágrima melancólica, porque ya saben que el amor y todo lo que dicha palabra acarrea tiene el don de lo universal. Respiren profundamente este aire maloliente y pegajoso en el que Alejandro consumió sus últimos días, sientan la trabajosa fluidezcon que pasa por sus gargantas, como un chicle o una declaración de amor. Imagínenle encerrado aquí con las persianas echadas, olvidado de todo, del mundo de fuera, de su vida, incluso de sí mismo, con la única ocupación de pasear por la casa y tirarse horas mirando las musarañas, mientras en su cabeza comenzaba a tomar forma la fatídica decisión.

Observen ahora el fregadero, con su pila de platos respectiva, nuevo testimonio de la dejadez que acosaba a nuestro protagonista. Se contabilizan exactamente veintidós platos, siete de ellos hondos, diez normales y cinco de postre, ocho tazas de café, una ensaladera, dos sartenes, seis cuchillos, cuatro tenedores y nueve cucharillas; observen también la gota que se estrella en un compás de cuatro por cuatro sobre la taza que corona el monolito de enseres, así como que el 70% de los restos de comida aún no se han estabilizado en una posición definitiva y se limitan a flotar en las albercas formadas por la confusión de cacharros, mientras el 30% restante se ha adherido con tenacidad de percebe. Los detalles pueden verlos en el monitor: tres fideos se han hecho fuertes a cinco centímetros del borde ondulado de un plato sopero, un corpúsculo de tomate se ha estabilizado en el centro justo de un plato de postre, también herido por un vestigio de flan; una amarillenta telaraña de huevo aguarda al estropajo en uno de los flancos de la ensaladera y las sartenes muestran sus superficies empedradas de ajos negruzcos y mucosidades de aceite. Pueden acercarse todo lo que quieran. Los estudiosos han descubierto cierta poesía derivada del azaroso contraste de formas y volúmenes. Observen, por ejemplo, cómo el ceje de este vaso contribuye a la armonía del conjunto o cómo el rojo febril de esta mancha de tomate contrarresta el tísico amarillo de la mácula de huevo vecina en tan sutil universo de colores. Consideren que todo esto es obra de un hombre, con sus refinamientos y bajezas, y es de él de quien habla. Y yo les pregunto: ¿por qué las personas tratan de reconocerse emborronando cuartillas de un diario cuando les bastaría examinar su fregado con atención? Detrás de cada gran hombre late siempre un fregadero que exhibe sus miserias. Sí, señor Wang, puede hacer todas las fotos que quiera.

Dejen que les hable ahora del alma de los objetos. Está demostrado que el uso cotidiano confiere a los objetos inanimados una pequeña ánima que sólo llega a expirar por completo en la soledad de los desvanes, desvinculados ya del afecto de sus usuarios. Concéntrense, amigos, y perciban en estos humildes utensilios la impronta de Artemisa y Alejandro, esa impronta que resistirá frente a cualquier lavavajillas, por muy espectacular que éste sea. Sobre estos platos se han dicho muchas cursilerías, esta ensaladera fue testigo de los nervios y meteduras de pata de la primera cita, y en estas tazas hubo una vez un café que fue bebido a sorbos lentos por unos labios que después se abalanzarían unos sobre otros presos del deseo, pues ya saben que para que exista la tragedia debe darse antes algo similar a la felicidad, y créanme si les digo que antes de la tormenta la vida era hermosa y parecía existir únicamente para que ellos la consumieran.

Pasemos ahora al salón. La desolación que sumía a Alejandro vuelve a reiterarse sobre el enlosado, anegado de gruesas pelusas negras. Mírenlas y no me digan que Alejandro no dedicó sus días a trasquilar ovejas, ovejas negras, por supuesto... Ejem, tal vez la broma pierda su gracia al traducirse al japonés. A nosotros tampoco nos parece divertido usar el pene de tigre macerado como afrodisiaco. Países distintos, humores distintos, supongo... Sigamos. He aquí el sofá, acolchada balsa donde Alejandro pasó la mayor parte de su naufragio sentimental, donde se removió durante no se sabe bien cuánto tiempo con los pormenores de su romance con Artemisa grabados en su cabeza como partidas perdidas en la mente de un ajedrecista, incapaz de remontar el muro del abatimiento y tender pensamientos hacia el futuro. Pónganse en su lugar. Imagínenle desconcertado ante la paradoja de sentir cómo se va muriendo mientras en el entramado de órganos y sistemas en que queda convertido todos siguen en su puesto, impartiendo la rutina de la vida, indiferentes a los acontecimientos acaecidos a la intemperie. No obstante, Alejandro sabe que se está entregando mansamente a la autodestrucción, que no puede continuar mucho tiempo más en unas condiciones tan infrahumanas. Pero, ¿dónde está la salida del laberinto? Es más, ¿le interesa tanto lo de fuera como para buscarla con el correspondiente ahínco? Volver a ingresar en la vida le atemoriza, amigos. De repente, caminar entre los demás le exige la misma fuerza de voluntad que necesitan los enanos o los disminuidos. Se siente sin fuerzas, en definitiva, para llevar a cabo cualquier ocupación que no sea la de compadecerse de sí mismo en un dulce abandono psicosomático, como un desperdicio más, escuchando una y otra vez el enérgico pasodoble que en medio de la noche interpretaron los tacones de Artemisa y los peldaños de la escalera en su huida indignada.

Y llegamos por fin a la atracción estelar, al momento que todos ustedes estaban esperando, al punto de inflexión de todo esto, la bisagra de tan malogrado romance, el porqué: la cama. He aquí el escenario donde incidió el metafórico cuchillo que sesgó en dos pedazos la manzana de su relación, uno fresco, incluso dulce, y el restante lleno de podredumbre. Esta marca de tiza señala dónde se detuvieron en seco los pies de Artemisa, incapaces de proseguir hilvanando pasos. ¿Por qué? Pues porque sus ojos se encontraban clavados en la traición, en ese desagradable espectáculo que siempre descubren los protagonistas de las películas cuando llegan antes de la hora convenida, en el abigarrado galimatías de miembros y desnudez que ocupaba la cama y que sólo supo devolverle una mirada boba. Observen, amigos, el revoltijo de sábanas, la vileza que late en cada doblez, los inconfundibles pliegues del pecado, la almohada exiliada del lecho, inútil en la vorágine del deseo. Sí, damas y caballeros, todo despedía un irritante aire de confabulación y Artemisa se volvió sobre sus pasos como un autómata, sin saber bien qué buscaba pero encontrando un pesado cenicero de cristal que se le vino a la mano y voló en las eléctricas alas de la furia hasta estrellarse contra la pared con un confuso exabrupto, a catorce centímetros exactos de la arrobada cabeza de Alejandro, sobre el póster de Star Wars.

Ah, la infidelidad... Un momento de flaqueza que puede estar pagándose toda la vida. Pero, con sinceridad, ¿quién puede resistirse a ella? ¿Quién puede esgrimir la bandera del amor, algo tan abstracto, ante la exploración de nuevas geometrías, algo tan rotundamente concreto? Algunos caballeros se sonríen; ellos sabrán por qué.

Acérquense. Presten atención ahora a este singular objeto conocido por el inocuo nombre de teléfono. Si meditan un poco, coincidirán conmigo en que es un trasto que se ha hecho demasiado poderoso en los últimos tiempos, hasta el punto de que su timbre, en cualquiera de sus modalidades, puede mantener en vilo la vida entera de su usuario. Todos sabemos que la mayor parte de los cambios periódicos de nuestra existencia llegan a través de este simpático aparatito que preside el salón con su mutismo sibilino. Nuestros sueños se cumplen o se hacen pedazos al descolgar un auricular. Fue, cómo no, el encargado de rescatar a Alejandro de su letargo. Imaginen por un momento su erizado timbre desmantelando la paz del penumbroso salón. Imaginen acto seguido a un Alejandro renacido e imaginen también todo lo que puede cruzar por la mente de un hombre desesperado en los cuatro pasos de nada que tarda en llegar al auricular. ¿Acaso alguien puede reprocharle el meteórico hilvanado de escenas que desfilaron por su cabeza amparadas en el misterio de la llamada? En ese invernadero que es la imaginación, donde todas las flores huelen a esperanza, antes de que su mano verdadera logre alcanzar el teléfono, una mano más rápida ya ha descolgado el auricular, dando paso a la compungida voz de Artemisa perdonando su desliz, diciendo no sé qué sobre la tolerancia, diciendo esto y lo otro, pero diciendo sobre todo que en realidad llama desde la cabina de abajo y que si quiere sube y él asiente entre lágrimas de agradecimiento y dice sí, sí, sí, y una vez la tiene delante se arrastra a sus pies, y dice que está arrepentido y dice que lo siente en el alma y dice que la ama más que a nada y deja que sus dedos expresen todo eso que quiere decirle y no cabe en palabras sobre su añorada piel y su deseo se estrella como una ola caliente sobre los sedosos arrecifes que la hacen mujer y se casa con ella y tienen tres hijos y un perro y un plan de pensiones y en ese momento, a un paso de la jubilación, la mano que de verdad cuenta, mano de nieve, mano negra, descuelga el auricular y su felicidad se hace pedazos contra la voz de su madre. Los padres, joder. Los padres nos dan la vida y se reservan el privilegio de intervenir en los momentos más inoportunos... Y desde el centro de un apestoso apartamento donde se dedica a cultivar los gérmenes que serán las enfermedades del futuro, con el corazón a punto de tirar la toalla y el alma como un vertedero de sueños incumplidos, con el estómago polvoriento, pensando en Artemisa arrojándole ceniceros, mirando el futuro como quien mira uno de esos aterradores potros de tortura, deseando que cese el gorgoteo de esa voz maternal que le pone al día de lo poco que pasa en un pueblo de donde se fugó hace ya casi tres meses y sintiendo cómo nada de todo esto importa una mierda en esta ciudad enorme y fría en la que trata de demostrar que él también cuenta en la compleja trama de la existencia, le dice que está estupendamente, que ha conocido a una chica fantástica que encima le quiere, que come muy bien, que lamentablemente, aunque tiene un millón de cosas a la vista, aún no se ha concretado nada y este mes tendrán que mandarle también el dinero del alquiler, que aunque no les llame muy a menudo les echa terriblemente de menos, a papá también, sí, y que no está en absoluto arrepentido de haberse venido a Sevilla a pesar de que ahora podría estar trabajando en el taller del tío Joaquín y luchando con sus manos grasientas por vencer el recato de la hija de alguna de sus amigas del curso de repostería con la que se dirigiría a una boda inexorable.

Observen también la pizarrita que había tenido la precaución de colocar sobre el teléfono, donde se encuentra cuidadosamente anotado, por si llegaba a darse una emergencia como la que se produjo, todo cuanto debía recitar a su madre.

Y llegamos al último tramo de nuestro recorrido. Formen un círculo a mi alrededor. Esta obra todavía no está completa; pueden considerarla una primicia, un detalle del museo para con ustedes. He aquí la mesa, una mesa de cocina, coja y grasienta, salvada de la vulgaridad porque sobre ella, en estos papeles garabateados que pueden ver, Alejandro confeccionó su poema póstumo. Sí, el mismo que tienen impreso al dorso del folleto. No lo insulten, amigos, valorándolo con baremos críticos; piensen tan sólo en el inmenso dolor que se esconde tras ese puñado de versos rudimentarios... Esto es el resultado de una mano temblorosa y un corazón roto que ya había decidido que la vida no era una inversión rentable y sin embargo tuvo los arrestos necesarios para respaldar su huida con unas líneas, una carta donde pretendía explicar a Artemisa y puede que a él mismo muchas cosas, todo lo que había sentido a su lado y todo lo que a su lado había dejado de sentir, ese tipo de cosas, en definitiva, que nunca se dicen cuando todo marcha bien; un intento encomiable que las lágrimas y su torpeza expresiva redujeron a un deslavazado poema, un lamento rabioso y agrio por todo y por todos que desgraciadamente no pudo encontrar un soporte más digno. Piensen que incluso Hamlet confesó carecer de arte para medir sus gemidos en su poema a Ofelia.

Y he aquí la silla, una silla de cocina, coja y grasienta, de la que Alejandro se sirvió para colgarse de la lámpara.

¿Deduzco por el murmullo generalizado que a mi audiencia el suicidio le resulta una decisión demasiado drástica? Tal vez. ¿Qué puedo decirles? Hay personas que saben adaptarse y otras no... El suicidio es algo muy serio, e irreversible, pero los que llegan hasta él lo hacen en una carrera desesperada y confusa; por lo general uno no se sienta a estudiar los pros y los contras de colgarse de la lámpara, simplemente lo hace. Piensen que en un momento así la vida no tiene visos de ofrecer nada mejor, que uno no puede evitar dejarse vencer por un tiovivo de imágenes despiadadas, que no puede imaginarse más que sin fuerzas para amar ni suerte para ser amado, pasando por la vida como pidiendo disculpas, infectado de melancolía, agonizando al fin en una pensión destartalada, expirando sin gracia ante algún indeseable fiel que le sostiene la mano, quizá un borracho greñoso o una puta fofa que acabó por cogerle cariño. Y suicidarse por amor es el te quiero más sincero que existe. O la mayor estupidez que puede hacer un hombre, dependiendo del talante de la mujer a la que vaya dedicado tal acto, que de todo hay.

Bueno, amigos, esto se ha acabado. Estamos a la espera de una reproducción en látex de Alejandro para completar la obra, y que con toda probabilidad nos llegará mañana. Les invito a volver a visitarnos si desean ver esta obra terminada, con los detalles más escabrosos.

Gracias por su visita, amigos. Espero que hayan disfrutado del recorrido. A la salida pueden adquirir camisetas con la declaración de amor de Alejandro impresa en la espalda, postales, gorras, CD-ROMs que les permitirán cambiar el final a su gusto o diapositivas de su relación, tomadas por ellos mismos día a día demostrando un olfato de mercado realmente sorprendente. También pueden agenciarse el aplaudido libro Siempre sin anchoas, biografía autorizada de la historia sentimental de la pareja escrita por alguien muy cercano a ellos, Luis García Prado, quien antes de revelarse como novelista ejercía de repartidor de pizzas en este mismo barrio.

13

Decidido: primero me suicidaría y luego comería algo, no fuese a morir de inanición. Me subí a la silla y me despojé del cinturón. Lo preparé a modo de soga mortuoria, me lo pasé alrededor del cuello, comprobando que quedaba lo suficientemente holgado para no producirme moretones, y até su extremo a un brazo de la lámpara de la cocina. Luego dejé escapar el tradicional suspiro de resignación hacia la vida y adelanté un paso hacia la muerte. La lámpara, sorprendida por mi peso, volvió a descolgarse y ambos nos dimos de bruces contra el suelo. Sonido de huesos y cristal.