Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Cristina tiene treinta años y trabaja como secretaria en una constructora de Bucarest. En una sucesión de episodios tragicómicos asistiremos a su lucha diaria por sobrevivir en un anodino entorno empresarial —marcado por el autoritarismo de su jefa y la condescendencia de sus compañeros—, y al desamparo emocional que se oculta tras inconsistentes relaciones sentimentales y la ausencia de su madre, que trabaja en España desde hace años. Con tremenda agudeza, Interior cero aborda la deriva existencial de una generación atrapada entre las expectativas creadas y una realidad precaria y deshumanizada. La escritura de Lavinia Braniște, una de las voces más aclamadas de la nueva literatura rumana, es un contundente eco del agotado clima laboral, afectivo y moral que parece gobernar las sociedades tardocapitalistas.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 405
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
TÍTULO ORIGINAL: Interior Zero
Publicado por
AUTOMÁTICA
Automática Editorial S.L.U.
Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid
info@automaticaeditorial.com
www.automaticaeditorial.com
Copyright © 2016, 2018 by Editura POLIROM
© de la traducción, Borja Mozo Martín, 2022
© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2022
© de la ilustración de cubierta, Carmen Casado, 2022
Derechos exclusivos de traducción en lengua española para todo el mundo: Automática Editorial S.L.U.
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid.
ISBN: 978-84-15509-76-9
eISBN: 978-84-15509-82-0
DEPÓSITO LEGAL: M-8480-2022
Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors
Composición: Automática Editorial
Corrección ortotipográfica: Automática Editorial
Impresión y encuadernación: Romanyà Valls
Primera edición en Automática: abril de 2022
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.
LAVINIA BRANIŞTE
TRADUCCIÓN DEL RUMANO Y NOTASDE BORJA MOZO MARTÍN
A mi madre.
«No es que sea un entusiasta del trabajo, lo que pasa es que los de mi equipo son unas máquinas de currar y tampoco es plan de desentonar, así que por ahora he adelgazado 8 kilos. Es raro… me noto el esqueleto. Igual es que tengo la caja torácica más grande de la cuenta, ¡vete tú a saber! Llego a Ru. el 2 de noviembre. ¿Será que no nos enteramos de qué va la vida, Lavi?».
Mensaje privado de Facebook del poeta Vasile Leac Octubre de 2014
Interior cero
Salimos de la oficina a eso de las nueve.
Baja las escaleras a lo loco —«un poco más y se cae rodando», pienso mientras la miro desde mi sitio al otro lado del mostrador—, cruza la recepción y lanza por encima del hombro un grito en dirección al primer piso:
—¡Señor Uuuuursu, que nos vaaaaamos!
Me ha prometido que esta vez iría con ellos. Llevo ocho meses deseando pasarme por la obra y, entretanto, ya casi han terminado el complejo. De vez en cuando pincho en el enlace de la cámara de seguridad para ver cómo marcha la construcción.
Me ha enviado un mensaje a las siete de la mañana: Cristina, si quieres venir a la obra, abrígate bien y tráete unas botas.
En cuanto empuja la puerta noto el frío que me sube por las piernas.
—¿Voy yo también? —le pregunto.
—¡Sí, sí, vamos!
Justo entonces le suena el móvil y, al responder, se queda sin manos con que volver a cerrar. La capa de frío va ganando altura.
Está ya en plena calle cuando digo:
—Deme un minuto, que tengo que ir al servicio.
Y al segundo:
—Timea, me marcho a la obra, ocúpate tú del teléfono.
—Vale —responde su voz desde el otro lado del biombo.
—Y tú cierra esa puerta de una vez —oigo que suelta mi compañero Paul Dobre.
Pero en esas yo ya he entrado en el servicio. Cubro la tapa del retrete con larguísimas tiras de papel higiénico, y al acabar abro el grifo del lavabo y dejo correr el agua caliente. La caldera se enciende con un golpe seco que retumba muy cerca de mi oído. Termino a toda prisa, recojo el bolso, el abrigo, y para fuera.
El coche ya está en marcha. Me encuentro al señor Ursu en el asiento del copiloto peleándose con el cinturón de seguridad. Me siento en la parte de atrás y tiro de la hebilla del mío para intentar abrochármelo, pero no atino a encajarlo, así que no tardo en dejarlo por imposible.
Ya había escuchado que al volante se acelera tanto como en la oficina y que corre que se las pela. Llevo dos años aquí y me lo han comentado varios compañeros, aunque esta es la primera vez que monto en su coche. Es pararse en el primer semáforo y empezar a llamar estúpidos a los otros conductores. En los siguientes se dedica a hablar por el móvil. Cuando estamos a punto de salir de la ciudad, pregunta:
—¿Qué vamos a hacer con tanto loco, señor Ursu?
Después me clava la mirada a través del retrovisor y anuncia:
—Verás tú ahora el circo que se monta allí. Siempre igual.
Trabajo de secretaria en una empresa de ingeniería civil. Me cogieron por los idiomas, porque por lo demás no doy el perfil. Resulta que la chica que ocupaba mi puesto era una conocida que estuvo de baja por maternidad y luego se marchó al extranjero. A mi jefa no le dio tiempo a poner un anuncio, y como ella me conocía y sabía que estaba buscando algo, antes de marcharse me recomendó. Durante la entrevista, mi jefa me preguntó por los huecos que aparecían en mi currículum. Había ocultado mi segundo máster, el proyecto de tesis doctoral que abandoné al cabo de tres años y mi otra carrera, en la que aguanté dos cursos.
—¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
—Colaborar con algunas editoriales.
Aquello la asustó:
—Espero que seas consciente de que aquí lo que vas a traducir son contratos y pliegos de condiciones, nada de cuentos.
Tardó más de un mes en decidirse.
Al final, me aseguró que le había parecido una persona «positiva» y me llamó para un cursillo de formación de dos semanas. Era diciembre. Nada más terminar el cursillo llegó la Navidad y, de repente, me vi pensando en un disfraz para la fiesta de la empresa.
Hace algo más de un año, cuando firmó su primer proyecto como contratante principal, intuyó que lo que movía dinero era la construcción. «¡Que nos hacemos constructores!», celebraba frotándose las manos cada vez que el cliente le ingresaba un millón. El caso es que siempre que me manda introducir las facturas en el sistema yo voy deslizando la uña por la pantalla del ordenador para dividir las cantidades en grupos de tres cifras, porque de otra forma no me entero bien de si lo que tengo delante son centenas, miles o millones. Cuando me toca lidiar con el dinero, me da vueltas la cabeza.
Los miércoles hay reuniones de obra desde las nueve de la mañana. Los representantes del cliente y de las subcontratas se citan en nuestra caseta, discuten, se gritan los unos a los otros y mi jefa hace lo propio con todos ellos. Está orgullosísima de ser mujer en un mundo de hombres.
—Los tiene a todos acobardados, señora Liliana —le confesó un día Mircea Negoescu, de MirConstruct, y a mi jefa se le hinchó tanto el pecho que olvidó por un momento lo mal que les habían salido los ensayos de hormigón.
Estamos construyendo un centro comercial a las afueras de Bucarest.
Al ver la hilera de todoterrenos aparcados a la entrada de la obra, piensa en voz alta:
—Menudos coches se gastan estos… Los únicos que vamos en un Dacia Duster somos nosotros.
Su marido y ella son propietarios de una cuarta parte de la empresa. El resto pertenece a un grupo español al que tiene que mantener informado de todo, cosa que la vuelve loca.
Aparcamos en medio de un lodazal. Lástima de botas.
Las obras: esos sitios donde una se siente mujer como en ninguna otra parte y por encima de cualquier otra cosa. Todos te miran con tal mezcla de curiosidad, intriga y lascivia que incluso te da por preguntarte si les pasa algo, hasta que recuerdas que solo eres una mera aparición imprevista que despierta cierto interés, aunque casi mejor no saber de qué tipo exactamente. Ah, perdón, que soy una tía… ¡Pues mira tú qué bien! Me horroriza pensar que Mona, la directora de proyecto, se ha tirado todo el verano paseándose por aquí en pantalón corto. De hecho, fue ella la que pidió venir sola a la obra, y la verdad es que aquellos días sin su presencia en la mesa durante la comida me supieron a gloria.
Ya están todos en la caseta de las reuniones. Mi jefa me manda a dar una vuelta por el terreno, pero antes quiere enseñarme dónde puedo hacerme con un casco. Le pide a Mona las llaves de su caseta y, al abrir la puerta, nos llevamos una bofetada de calor. Lo primero que hace nada más entrar es apresurarse en apagar el radiador eléctrico.
—¡Y dale con dejarlo encendido sin necesidad! Mira que le tengo dicho que no hace falta tanto calor aquí.
Encima del escritorio ha dejado un montón de papeles desordenados, una botella de Coca Cola Zero con pinta de estar pasada, y una foto en la que aparece junto a Claudiu montando en elefante, de cuando fueron a Tailandia hace unos meses. Están sentados uno a cada lado del pobre bicho en unos asientos improvisados sujetos a unas cuerdas por debajo de su barrigota, mientras el cornac, un muchacho delgaducho montado a horcajadas en el cuello del animal, se apoya en su inmensa cabeza. A Mona se la ve sonriente, pero Claudiu está exageradamente inclinado hacia un costado con cara de pánico. Por lo que sé, esa manía de cabalgar sobre distintos animales exóticos cuando están de vacaciones por alguna isla es cosa de ella. Él se limita a someterse a su voluntad, aunque esta última vez Mona nos ha reconocido que también tuvo miedo. Por lo visto, el muchacho los estuvo paseando por el bosque durante media hora y, de vez en cuando, el elefante tropezaba. «¿Os dais cuenta?», se indignaba, «si llego a perder el equilibrio y se me cae encima, ¡adiós muy buenas!».
—Menudo desastre de despacho —sentencia mi jefa.
Se ve que han fregado, pero hay rastros de barro en el suelo. Los miércoles viene la señora Oara, la de la limpieza. A la oficina acude dos veces por semana, un par de horas, y le han pedido que se pase otro par por la obra. En cuanto tiene ocasión, la mujer se me queja de lo difícil que le resulta caminar por todo ese barro con las botas puestas y meter las manos en la pila helada, porque allí no hay agua caliente. Además, Mona no le deja la llave del servicio de señoras, así que no le queda otra que entrar en los de los obreros. El de señoras es solo para ella.
El caso es que friega el suelo de los barracones, pero antes de que se seque siempre entra alguien y lo pone todo perdido en un momento. Luego mi jefa la regaña por extender el agua llena de barro, sin reparar en que si la tira tiene que volver a sacar los trozos de hielo de la pila y dejar que se derritan en el cubo para dar otro repaso.
—No te vayas tú a creer que a mí me sale a cuenta —reconoce—. Yo tampoco puedo más, que no está una ya pa estos trotes.
No le queda nada para jubilarse.
Cada dos o tres semanas, Mona le da plantón y la deja tirada en el aparcamiento del supermercado. Pasa de que le apeste el coche a gitana. La señora Oara viene de un pueblo de las afueras, en la otra punta de Bucarest, y como la línea del microbús que la trae por las mañanas tiene poquísima frecuencia, no le queda más remedio que coger el que la deja en la puerta del súper a las siete y media y esperar allí hasta las ocho a que Mona la recoja de camino a la obra.
Al principio protestó: no era su obligación llevar a «esa», pero mi jefa la puso en su sitio, y sospecho que además debió de prometerle alguna recompensa, por pequeña que fuera, porque Mona no mueve un dedo gratis. Aun así, todavía hay días en que se hace la despistada y deja allí a la pobre mujer, que al cabo de un rato esperando echa a andar hacia el tranvía.
Mi jefa estira los brazos hasta lo alto de un armario y me tiende un casco de los que le envió Álvaro Moreno por correo desde España después de venir de visita y ver que nuestros empleados los tomaban prestados de los de las subcontratas. A Moreno le preocupa mucho la imagen. Vive obsesionado con la página web del grupo y el boletín de información.
Nunca he llevado un casco de obra. Es una pasada lo poco que pesa. Me lo coloco encima del gorro de lana y mantengo el cuello erguido por miedo a que se me caiga. Enseguida empiezo a sentir una extraña alegría, como quien va de feria. La verdad es que me encantaría hacerme una foto con él puesto, pero me abstengo.
Cierra el barracón a mi espalda y se marcha a la reunión. Hoy se darán prisa en terminar, que a las once y media viene Carolina. No sé exactamente quién es, pero sí que viene de parte del cliente. Una italiana que vive en España y se encarga del marketing, o algo por el estilo. Mi jefa la llama «señorita Carolina» para no ofenderla porque, a pesar de tener sus buenos cuarenta y pico años, no lleva alianza.
—Allí hay una entrada, aunque también puedes meterte por aquella parte, por donde la mercancía —ha apuntado Liliana antes de irse, dibujando con ambas manos un amplio gesto que abarca la gigantesca mole.
Once mil metros cuadrados. Lo sé por los montones de documentos que he traducido.
Me lanzo yo sola hacia la puerta más cercana. Ni un mísero caminito. Miro desesperada a mi alrededor a ver si veo algún tablón de madera o alguna piedra. Tengo la impresión de que varias personas me están observando desde uno de los márgenes secos del terreno. Avanzo entre resbalones por la pista de barro pastoso. Ya me he puesto perdidos los vaqueros. Mientras trato de mirar por dónde piso, noto cómo se me desliza el casco hacia delante desde lo alto de la cabeza, por encima del gorro de lana. ¿Quién narices me habrá mandado coger el bolso? Lo sujeto con una mano y con la otra me lo alejo unos centímetros del cuerpo para mantener el equilibrio. La puerta parece a años luz de distancia. De repente me da por pensar que en algún lugar muy cercano debe de existir un caminito y que simplemente he sido incapaz de dar con él desde un principio. Yo y mi tremenda ingenuidad para todo lo que tiene que ver con el mundo real y las posibilidades que puede ofrecerme.
Me dejo abrumar por mi propia soledad en medio de ese planeta cenagoso que es la obra, hasta que en un momento dado oigo una voz:
—¡Señora!
Y de nuevo:
—¡Señora!
De golpe caigo en la cuenta de que la aludida soy yo. En cuanto despego los ojos del suelo, veo a la señora Oara acercarse a trompicones por el barro. Así que no hay caminito que valga. Perfecto.
Está radiante. Igual se alegra de encontrarse conmigo.
Es mi compañera favorita, y nuestra relación se va consolidando mes a mes a base de imprimir certificados para el hospital. Siempre acude a pedirme que le imprima uno para ella y otro para su marido, porque resulta que lo tiene incluido en el seguro y también suele andar de médico en médico. Total, que le hago el favor y hasta la acompaño a firmarlos. Luego, rara es la vez en que no me pide que le saque un par de fotocopias de cada uno, por tenerlas, que lo mismo las necesita para otra consulta.
Un día me sorprendió mi jefa en la fotocopiadora y yo me apresuré en disculparme: no eran para mí.
—¿Y para qué le hacen falta a ella tantas copias? Que no me entere yo que se las vuelves a hacer, ¿eh? ¿Qué somos, una fábrica de papel?
Cada cierto tiempo la dejo que llame a algún móvil desde la centralita. Lleva los bolsillos de la bata hasta arriba de papelitos arrugados de todos los colores con números de teléfono, algunos de ellos sin el nombre de la persona.
—¿Está usted segura de haberlo escrito bien? —le pregunto.
—Prueba con este también a ver —sugiere señalándome con el dedo otro número.
De vez en cuando me llama «chiquilla», aunque por lo visto hoy le ha parecido que soy una señora, tal vez porque le saco una cabeza. Con el casco puesto, quiero decir.
—Tenías que ir por el otro lao —me indica apuntando hacia la zona de las mercancías.
—¿Está más seco?
—Sí, han echao gravilla.
—¿La ha traído Mona?
—Sí… Pero le quería decir a la jefa que ya no vengo más. Esto está demasiao retirao, y ya no aguanto más de tanto estar allí esperando, congelada de frío.
—¿Y por qué no entra al súper para calentarse?
—¡Ea! ¿Y qué voy a hacer allí dentro? ¿Quedarme allí plantada en la puerta? No puedo, me da no sé qué.
Permanecemos las dos en silencio. Apenas llevo un minuto parada y ya siento cómo se me va enfriando el sudor a lo largo de la columna vertebral. Me pongo de nuevo en marcha hacia la puerta y ella me acompaña.
—¿Qué tal va su marido?
—¿Cómo va a ir?… Ahora anda con un catarro que no veas.
—¿No tienen calefacción en casa?
—¡Claro que sí! Echar, echamos lumbre, lo que pasa es que estuvo dando yeso donde el caballo y se desvistió, que le había entrao calor… Y mira que le dije que lo dejara como estaba… ¿Qué más le daba dejarlo hasta que entrara la primavera? Pos ya ves, hora no hago más que darle masajes.
Llegamos a la puerta. Intento abrirla, pero parece cerrada con llave.
—Tira fuerte —me recomienda mientras lo hace ella misma y consigue que la hoja ceda.
Es grande y pesada. Me pregunto si esto es a lo que se refiere el «puertas industriales» de mis traducciones. Una vez dentro, ponemos los pies sobre algo que intuyo que es hormigón pulido. Al final va a resultar que esas cosas existen de verdad.
—¡Caray, qué grande es! ¿Y aquí también limpia usted?
—¡Tú verás!
La nave es enorme y está vacía. Tiene las paredes blancas y hay obreros trabajando colgados del techo: se ve que ya han llegado a la fase de la instalación eléctrica. Llevo dos kilos de barro en cada pie y se me rompe el corazón con solo pensar en seguir adelante. Miro a mi alrededor a ver si veo algo con lo que limpiarme, pero nada.
—¿No tiene usted nada para que pueda rasparme este barro? ¿Un palo o algo?
Niega con la cabeza.
—Ea, entra así.
—No, deje, que miro desde aquí.
Como soy miope, no me alcanza la vista hasta el fondo. Vuelve a sorprenderme su tamaño. Pronto estará llena de estanterías y mercancías, y en medio del trasiego de productos, los empleados y los clientes harán retumbar el suelo a cada paso. Una maravilla de nave puesta en pie a partir de módulos prefabricados en apenas siete meses. Una maravilla que le dará vida a la comunidad.
El alcalde ha sido generoso y muy atento con las concesiones, y ahora espera impaciente el lote de zonas verdes que mi jefa le ha prometido a una empresa de su entorno. El caso es que intentó negociar con él advirtiéndole de que otros lo harían por una tercera parte, pero mi compañero Vlad Simion, que es ingeniero de caminos y al mismo tiempo su consejero personal en cuestiones de estrategia, le susurró que estaba bien así.
«¡Otro que se trae algo entre manos!», dedujo ella nada más contármelo, antes de tirar al suelo lo primero que pilló y advertirme de que no se me ocurriera comentar nada a los demás. Luego terminó por reconocerme que también se había tenido que tragar la empresa de seguridad por voluntad del alcalde.
Tengo la boca sellada. Me esfuerzo por no dar ninguna opinión más de la cuenta y centrarme en mis tareas en la recepción y en la centralita. Soy una tumba a la que todos acuden para verter sus quejas.
—Casi mejor me doy la vuelta y vuelvo por el caminito aquel que me ha recomendado usted.
La señora Oara abre la inmensa puerta de un empujón, sale delante de mí y la mantiene sujeta. Nos detenemos ambas en el cuadradito de hormigón de la entrada a contemplar el lodazal. Brilla el sol, pero hace frío. Probablemente vuelva a helar por la noche. Me muero de ganas de que nieve por Navidad y de ver los copos recién cuajados, antes de que se ensucien. En poco más de una semana, el viernes que viene, tenemos la fiesta de la empresa. Cuesta doscientos lei alquilar un disfraz, y la mera idea me resulta tan odiosa que prefiero apartarla de mi cabeza.
—Va a ser mejor que vuelva a la caseta.
Miro la hora y calculo cuánto tiempo me llevaría regresar a la ciudad yo sola en transporte público. Un microbús, un tranvía y una estación de las largas en metro. Está claro que llegarían ellos antes que yo.
De la caseta sale un tipo dando un portazo y, al segundo, otro corriendo detrás de él. El señor Ursu asoma por la puerta y echa un vistazo al exterior con la mano en la frente para darse sombra. Lo más seguro es que el circo esté en plena ebullición, que se estén gritando los unos a los otros y ella los esté poniendo firmes a todos. Cuando tiene el estómago vacío se irrita más fácilmente, por eso antes de cada reunión se coge algo de comer.
Al principio sentía mucha admiración por ella y me creía todas las patrañas que me contaba: que si todos estaban locos; que si eran unos corruptos y no querían más que robarle, pero que ella se peleaba con quien fuera; que si este era un país de idiotas y de machistas, y que por eso su marido figuraba como director general y ella como directora adjunta, porque al parecer todo suena mejor si el director es un hombre…
A cambio del sueldo de director, su marido se encarga de ir a correos y de reponer el papel. Eso sí, nunca antes de que nos hayamos quedado sin un solo folio. Él es quien riega todas las plantas de la oficina y quien me ayuda a recoger el contenedor después de que haya pasado el camión de la basura.
Me habría gustado tener unos padres como ella, unos padres que me inspiraran fortaleza.
Después me di cuenta de que toma a todo el mundo por tonto, incluso a mí. Seguramente se lo dice a su marido tan pronto salgo y cierro la puerta de su despacho, y se quedan solos comentando. Aun así, seguí admirándola incluso tiempo después de haber empezado a temblar cada vez que me entraba una llamada interna y veía en la centralita que era ella. Que me llamaba. Que tenía que cumplir. Que quería pedirme un favor. Así lo pide todo, como «un favor»: hazme el favor de hacer, hazme el favor de ir, hazme el favor de darte prisa, que es urgente.
Pero cuando me hizo daño de verdad fue aquella vez que estaba enfadada con Moreno porque le había sacado dinero de la cuenta, porque estaba loco, porque a saber en qué estaría pensando, porque quería destruir nuestra delegación y ahora ya no nos daba ni para pagar los sueldos, porque era un idiota y un cretino y otra cosa no podía ser, porque era un don nadie, un niño huérfano criado en una familia desestructurada. ¿Cómo iba a estar en sus cabales, habiendo crecido en la calle, solo con su madre?
Yo también crecí sola con mi madre.
Cuando quiere insultar a Moreno, asegura que Ramírez es su amante.
«Yo soy como tú —me confesó Ramírez por teléfono directamente en español un día en que le insistí para que me diera el número de registro de una factura interna—, me limito a hacer lo que me dicen. Y en este caso, el señor Moreno aún no me ha dado la autorización».
Ramírez es el asistente de Moreno.
Mi jefa odia a los españoles. Y a los judíos, a los húngaros, a los homosexuales, a todas las secretarias, a todos los funcionarios, a todos esos obreros gitanos de Dinamic… Y cómo no, también a la «mierda de abogada» del cliente. Una mierda de veintiséis años.
Me paso ocho horas al día sintiendo en los músculos las toxinas acumuladas en este lugar al que he ido a parar buscando un poco de tranquilidad, un sueldo estable, si acaso una hipoteca y un trayecto matutino en metro, como todo hijo de vecino. O sea, vivir con prisa. Tener yo también algo que perseguir por las mañanas.
—Igual acabas encontrando un ingeniero —me sugiere Otilia, mi mejor amiga, que por otra parte no deja de repetirme, para consolarme (a mí, y de paso a sí misma), que el amor es un constructo cultural y que la humanidad se extinguirá como especie antes de haber encontrado la manera de huir de la Tierra.
—No sé dónde he leído que la verdadera cuestión no es qué hacer con tu vida, sino cómo pasar el tiempo —le contesto.
—No lees más que porquerías.
—Era un enlace de los tuyos.
Me envía enlaces a artículos sobre el cerebro y la vida para que los lea en los ratos muertos en la oficina. Luego, por las noches, le hablo de mi jefa y de mis compañeros. Primero me quejo un rato, hasta que me canso y saco a relucir los últimos chascarrillos.
—Cuando me largue de allí, quien más va a echarlo de menos vas a ser tú.
—¿Y eso cuándo será?
Ya han empezado a construir la rotonda de delante de la nave, que agilizará el tráfico en el acceso al aparcamiento del centro comercial.
Los de Dinamic Construct se han puesto a excavar. Sus obreros han dejado un montón de escombros y otro de tierra en un terreno que pertenece a un lavadero de coches y, para colmo, han plantado allí la maquinaria y les han bloqueado la entrada. Como ya no acude nadie al lavadero porque no hay forma de acceder a él, el propietario nos ha puesto una denuncia. Pierde dinero a diario, y cada día que pasa la cosa va a peor. Al llegar a la altura de la caseta descubro el jaleo que tienen montado allí dentro: hay unas cuatro personas gritando, aunque mi jefa se impone a todas con su vozarrón.
—Ya está Dinamic quitando inmediatamente esos escombros y esa maquinaria, que no vamos a pagar nosotros ahora por una negligencia suya.
Baciu, el de Dinamic, alega que no le queda dinero para combustible porque no ha recibido ningún adelanto de su parte. ¿Y se puede saber por qué no ha querido ella darle ni un duro?
—Pues porque en vuestro contrato no está estipulado adelanto que valga. Y además, ¿quién me dice a mí que de verdad te lo gastas en combustible? Que no soy yo la que va por ahí montada en un pedazo de Mercedes…
Me quedo en una zona cubierta de gravilla, no lejos de la caseta, para que se me termine de secar el barro de las botas. Hasta aquí llega el estruendo de la reunión, que sigue su curso al otro lado de la puerta.
Se me acerca el señor Ursu. Tiene que ir a la nave para ver qué han hecho esos con el generador, echar cuentas y ponerse de acuerdo con ellos para lo del pararrayos. Le horroriza tener que atravesar semejante barrizal.
—A ver si me da la jefa dinero para unas botas, que a Mona bien que se las ha comprado.
Intenta sacar dinero de donde sea. Resulta que se le ha hinchado la muñeca y le ha ido con el cuento a Traian, mi otro jefe, de que es de tanto usar el ratón. Estaba una mañana en la cocina untándose pomada china en esa manaza tan peluda que se gasta y va y le suelta que a ver si le da una prima, porque lo suyo es una enfermedad laboral. Al notar a Traian tan incómodo, decidí sacarlo del apuro:
«¡Anda! ¿Pero todavía existe eso? ¿Dónde la ha comprado?».
Al final parece ser que se mareó un día al levantarse de la cama y que al caerse para atrás apoyó mal la mano derecha. La pomada la había comprado en el mercado de Obor.
—He conseguido hacerme con el estudio aquel del parque. Te lo dejo en doscientos, si quieres —me propone delante de la caseta.
—¿Euros?
—Pues claro —exclama él entre risas—. ¿Qué van a ser si no?
—Madre mía, y dale con los euros…
Odio comprar divisas.
—Bueno, si te decides podemos establecer un precio fijo en lei. Le doy una manita de yeso a las paredes estos días y luego vamos para que lo veas.
No recuerdo haberle mencionado nunca que quería mudarme. Como mucho me habré quejado, así, en general, de lo horrible que es mi casa, aunque al no haber vivido nunca en buenas condiciones he terminado por acostumbrarme a todo: al veneno para cucarachas, a esos fines de semana al ritmo de la taladradora de algún vecino, e incluso a ese dolor casi físico que siento a principios de mes cuando me toca entregarle prácticamente todo mi sueldo al casero.
—No sé, ya veré. Me da pavor tener que cargar por ahí con todo. Ni se sabe la de cosas que habré podido juntar…
—No te preocupes, que eso lo arreglamos con una furgoneta sin problema. ¿Qué tienes, muebles?
—Muebles pequeños y muchas maletas.
Pero él ya ha dejado de escucharme.
—Hombre, señor alcalde. Buenos días, buenos días —repite mientras le tiende la mano a un vejete que se dirige muy decidido hacia la caseta.
—¿Doña Liliana ha venido?
—Sí, está aquí. Ve a llamarla, Cristina.
Mi jefa baja los escalones con una sonrisa de oreja a oreja. Cualquiera diría que acaba de salir de una pelea de perros.
—He hablado con los de Inspección —anuncia el alcalde—, no se puede alargar el plazo, tenéis que terminar la rotonda en una semana.
—Pues eso precisamente le acabo yo de decir a los de Dinamic —responde ella mientras se le ensombrece el gesto—. ¡Que terminen de una vez, por Dios! ¿A santo de qué alargarlo todo tanto? ¿Por qué acepta más encargos si no tiene ni para gasolina?
Y concluye bajando el tono:
—Qué asco me da este Baciu, de verdad…
—Pues sí, no sé de dónde lo habréis sacado… —confirma el alcalde—. Y luego está el problema con los del lavadero de al lado…
—Sí, sí, se lo he comentado. Lo va a solucionar. Pero que sepa usted que no está bloqueándoles la entrada. Mona ha hecho fotos. Venga usted a verlo si quiere…
—No, que ahora no puedo quedarme más.
—Oiga, ¿y con aquellas dos cruces qué hacemos? ¿Las cambiamos de sitio?
—¿Qué cruces?
—Unas de hierro que hay en la cuneta. —Las señala con el dedo—. Estos se las van a llevar por delante al excavar.
—¡Ah! Son por los del incendio. Sácalas de ahí, a tomar por saco.
—Estaba pensando que igual les encargamos una capillita y la colocamos un poco más allá, a campo abierto, donde Dragu.
Dragu es el antiguo propietario del terreno. Se ha presentado a cerrar todas las transacciones escoltado por unos prestamistas.
—¿Pero los familiares dónde están? Por lo menos para decirles que las vamos a quitar.
—Tú sácalas y punto —ordena el alcalde visiblemente nervioso.
Mi jefa es creyente. Lleva varias estampitas en la cartera mezcladas con todas las tarjetas de acceso, y de vez en cuando le da por repartirnos comida en un arranque de caridad.
—Ah, y una cosa más. Vamos a organizar la fiesta de la empresa el día 19, una fiesta de disfraces. Será en un restaurante. —Lo dice con una sonrisa en los labios, pero con los ojos clavados en la cara del alcalde para comprobar su reacción—. Está usted más que invitado. Le envío la invitación por email.
—¿Qué día es el 19? ¿En qué cae?
—Es el viernes que viene.
—Vale, vale, envíamela.
A mí me gustaría marcharme, ya no tengo nada que hacer por aquí. En lo que a la obra respecta, me ha quedado todo claro.
—Bueno, ¿qué tal? —me pregunta ella mientras consulta el móvil, aunque ni siquiera me deja formular una respuesta—. Vete a ver si ha venido Carolina. Su caseta está por aquella parte, la tercera o la cuarta creo que es. Hay un papel con su nombre pegado a la puerta.
—¿Y qué hago si ha venido?
—Le dices que se acerque para acá.
Me la encuentro en cuclillas junto a un cuenco con agua, rodeada de cinco perritos de distinto tamaño. Se está quejando a su directora de obra de que hay bocas de alcantarilla sin tapar y los cachorros podrían caer por ellas.
—Y además yo podría romperme las piernas —le comenta en rumano uno de los trabajadores a un compañero entre risas.
Carolina se levanta, tira de la parte trasera de su pantalón y al momento me tiende la mano para presentarse. Debe de pensar que soy alguien más importante. Le anuncio que mi jefa la está esperando.
Antes de salir, le pregunto a alguien al azar dónde se coge el microbús que lleva a la ciudad. Me quito el casco y me dirijo a la caseta de Mona para devolverlo a su sitio, pero me la encuentro cerrada. A la otra no vuelvo, que siguen de reunión.
La señora Oara resurge del barrizal con las botas manchadas hasta arriba. Lleva los brazos cargados de objetos: plásticos vacíos, un cubo, un barreño y dos botellas con restos de productos de limpieza.
—No, si yo también me marcho, que no me queda más nada por hacer. Voy a llevar esto.
Intento darme prisa para no coincidir con ella en el microbús, así que acelero el ritmo. Me limpio las botas en un bordillo de hormigón y doy media vuelta con el casco en la mano sin alejarme de las casetas. Ursu todavía no ha reunido el coraje suficiente para echar a andar hacia la nave.
—No necesitará usted un casco, ¿verdad? Yo quisiera marcharme.
—¡Yo eso no me lo pongo en la cabeza! —rezonga él.
—¿Cuánto me llevaría llegar desde aquí a la oficina?
—¡Hora y media por lo menos!
—No sé qué hacer con esto…
—Trae acá, que ya lo llevo yo para dentro.
Lo dejo delante de la caseta con el casco en la mano. Me giro con la intención de marcharme, pero me quedo bloqueada un segundo: no sé si echar a andar por la gravilla y pasar entre un grupo de perros o evitarlos atajando a través del barro.
—Te aviso cuando termine de dar el yeso —grita de repente Ursu a mi espalda. Su voz me infunde seguridad y hace que me decante por pasar entre los perros.
Mi madre lleva tanto tiempo trabajando en España que tengo la impresión de que se ha pasado allí toda la vida. Trabaja en el sector turístico, en la costa, y viene a casa una vez al año, siempre fuera de temporada. Se organiza para que le coincida con las fiestas navideñas, por eso hace unos cuantos años que no ve Rumanía cubierta de hojas y flores. Cada vez que viene se lo encuentra todo embarrado y a la gente envuelta en capas de abrigo, como teñida de color gris, así que no me extraña que piense que esto es un páramo. De cuando en cuando coincide con alguna que otra nevada y se pone como una niña pequeña. Le falta tiempo para calarse el gorro de lana hasta la altura de los ojos, sonarse la nariz y echarle mano a la pala para retirar la nieve del patio. Luego vuelve a España contando que le llegaba a la cintura, y sus conocidos de allí, admirados, renuevan sin falta su promesa de venir algún día a conocer el país.
Cuando viene a verme a Bucarest siempre busco algún plan para distraernos: que si ir a tal sitio, que si hacer tal cosa… Todo menos quedarnos en mi estudio aburridas.
Esta vez hemos reservado un día entero para dar una vuelta por la zona de Berceni, por donde los bloques nuevos, a ver lo que hay por allí. Le he estado enviando enlaces a algunos pisos de nueva construcción. Si me decido a pedir un préstamo, el dinero para la entrada me lo da ella.
Ha salido un poco el sol por la mañana, pero cuando hemos querido asomarnos a la calle se había esfumado sin dejar rastro. El día se pone gris al instante, igual que ayer y que anteayer. Nos metemos en el metro, hacemos transbordo en Victoriei y después recorremos el largo trayecto hasta Dimitrie Leonida sentadas la una al lado de la otra. Le comento que los trenes nuevos son de fabricación española y que la chica que anuncia las estaciones está de juicios con la empresa porque no le han pagado. Ya no sé qué más contarle de Rumanía.
—¡Anda! ¿Pero entonces no es de tiempos de Ceaușescu?
—¡Qué va! Es una chica joven, una actriz.
La estación de Dimitrie Leonida es una máquina del tiempo, y eso a mi madre le entusiasma. Pero en cuanto salimos a la calle se le pasa.
—Madre de mi vida…
Echamos a andar hacia la izquierda al azar y enseguida se termina el asfalto. Por aquí y por allá se siguen viendo entre los bloques nuevos algunas casas con corral como las de los pueblos, últimos bastiones de la resistencia frente a la invasión inmobiliaria. Un montón de estiércol, un relincho de caballo, un gallo… A mí me parece entrañable: lejos de la locura de la ciudad… Y estudios a veinte mil euros, cosa que no encuentras en otro sitio.
—¿Dónde estará el alcantarillado? —se pregunta ella en voz alta.
—He leído en los foros que estos que están más lejos de la carretera ni siquiera tienen. Lo que sí tienen es fosa.
—¿Qué es eso de fosa?
—Pues no lo sé exactamente.
—No me digas que tienen que venir a vaciar con un camión cisterna…
—No creo.
Llegamos a una calle cubierta de barro. A unos metros, en mitad del lodazal, vemos un charco enorme.
—¿De dónde saldrá tanta agua? Porque llover, no ha llovido…
—Se habrá roto algo —sugiere mi madre.
Callejeamos sin rumbo fijo hasta que nos alejamos de cualquier punto de referencia. Algunas calles están asfaltadas, otras no. Tampoco hay aceras. Los bloques se suceden los unos contra los otros, y desde cada balcón se ve el de enfrente. Pasar por entre los edificios es como recorrer un laberinto oscuro. No hay zonas verdes. No puedes respirar. Y aun así se ven un montón de cortinas en las ventanas y de coches aparcados en el primer sitio que han encontrado sus propietarios, lo cual significa que están habitados.
En un momento dado vamos a parar a un terraplén y nos encontramos con que delante de nosotras no hay más que un descampado.
A lo lejos se ve una jauría de perros.
—¿Sabemos volver? —pregunta mi madre.
—Me da la sensación de que hemos venido por allí —aventuro yo, acompañando mis palabras con un gesto que apunta hacia una dirección indeterminada a mi espalda—. ¿Tú qué dices?
—Ni idea. Vamos para allá.
—¿Puedes seguir? ¿No estás cansada?
—Puedo, puedo.
Desandamos el camino por entre los bloques, pero el problema es que las calles no están dibujadas siguiendo una línea recta, sino trazadas de cualquier manera, así que no tardo en volver a tener la impresión de que no vamos hacia ninguna parte.
Mi madre se queda un poco rezagada.
—¿Vamos demasiado rápido?
—No va a venir nadie a verte aquí —comenta—. Está en el fin del mundo.
Nos detenemos.
—Será mejor que le preguntemos a alguien, por lo menos para saber si vamos bien —le propongo.
—¿Cuánto tienes que dar de entrada para uno de veinte mil? —Antes de dejarme responder, añade—: Los de veinte mil creo que son esos del semisótano.
—Sí, porque pone «a partir de…».
Les saco unas cuantas fotos más a los carteles con los teléfonos de los promotores.
—Te vas a tirar pagando letras de por vida por una ratonera. Yo te doy el dinero si quieres, pero piénsatelo bien.
—Pues precisamente te he traído aquí para que me aconsejes. Ya no puedo más de tanto pensar.
Llevo casi un año intentando comprarme algo. Tengo un trabajo estable y un sueldo decente, y al banco le he causado buena impresión, así que me daría un crédito enseguida. La tía de ING, que es donde tengo la cuenta nómina y adonde acudí en primerísimo lugar para informarme, me llama cada cierto tiempo para preguntarme si sigo con la misma idea en la cabeza. No he dejado de mirar anuncios de apartamentos, e incluso he llegado a visitar algún que otro piso, todos con pinta de acabar de morirse una vieja dentro. Yo misma me he ido muriendo poco a poco con cada uno de ellos. Me muero de ganas de tener algo nuevo.
—¡Qué sé yo qué decirte, hija mía! Pero aquí no va a venir nadie a verte…
—Ahora tampoco es que venga mucha gente. Como mucho tú cuando te recojo del aeropuerto.
—Venga, que no será para tanto.
—Lo que yo te diga.
Nos quedamos quietas sin cruzar palabra. Al cabo de un momento aparece una mujer tiritando de frío que acaba de salir de una tienda de alimentación situada en un semisótano.
Le pregunto por dónde queda la estación de metro.
—Uy, no van ustedes bien. Hacía allá está Popești-Leordeni. El metro queda en la otra dirección.
Retomamos la marcha por las maltrechas calles tratando de quedarnos con algunos puntos de referencia para no volver a desorientarnos, nada fácil dadas las circunstancias. Por el camino preguntamos a otras dos personas si vamos bien.
Ya de regreso a la carretera que circula por delante de la boca de metro, mi madre vuelve a la carga, alzando un poco la voz para hacerse oír por encima del rumor del tráfico:
—Yo te lo doy si quieres, ya sabes que estoy de acuerdo con cualquier cosa que decidas, pero no te veo bien aquí. Todavía tiene que llover mucho hasta que todo esto se desarrolle.
—Ya, no he visto ningún súper. Pero hay línea directa al centro, en veinte minutos te plantas allí.
Luego están los foros de internet, que son un valle de lágrimas. Todo el mundo se queja de los bloques nuevos: que si el hormigón es malo, que si las tuberías son estrechas, que si no están bien aislados, que si en unos te meten el calentador en el dormitorio…
«Ni se te ocurra comprar uno de esos aún sin terminar —me ha recomendado Paul Dobre—. Fíjate muy bien en lo que compras».
La cuestión es que de los terminados ya solo quedan pisos disponibles en el semisótano y en la última planta. El resto están cogidos.
Me gustaría que Mihai, mi novio a distancia, tuviera más sangre en las venas y más ganas de que estemos juntos. Que por lo menos existiera una sola cosa en el mundo de la que tuviera ganas de verdad. Empezamos a salir en la época en que ambos estábamos estudiando en Cluj, aunque terminamos rompiendo porque a él le daba todo igual. Luego yo me mudé a Bucarest, y al cabo de un tiempo retomamos el contacto cuando uno de los dos, ya no recuerdo quién, llamó al otro sin comerlo ni beberlo para felicitarle el Año.
Me confesó que seguía pensando en mí de vez en cuando y a mí me pareció suficiente. Así es como funciona todo entre nosotros: de vez en cuando. Hablamos por teléfono de vez en cuando y nos vemos de vez en cuando, lo bastante poco como para que todo el mundo piense que estoy soltera; y de vez en cuando también tengo la sensación de pensar en él lo suficientemente a menudo como para creer que es mi novio.
Mi madre no sabe nada de él, no quiero generarle expectativas.
Eso mismo me dijo él a mí, que no quería generarme expectativas.
—Si estuvieras con alguien, otro gallo cantaría. Siendo dos es otra cosa —aclara mi madre, que lleva sola desde la noche de los tiempos.
—Será que tú sabes mucho…
—Sé lo que es no tener fuerzas para cargar una sola con todo.
Entramos en el metro, introduzco el billete una primera vez para que pase ella y luego otra para pasar yo.
—No me des la lata con lo de casarme.
—Ya sabes que no te la doy.
Nos bajamos en el centro y nos encaminamos hacia el Museo de Historia, donde hay una exposición de libros infantiles antiguos. Antes de entrar, le señalo la estatua de Trajano con la loba en brazos. Le explico lo controvertida que fue en su momento y que si el pene del emperador está tan reluciente es por la cantidad de gente que apoya su mano sobre él para sacarse una foto. La anécdota parece divertirla, aunque algo me dice que sonríe por educación. Ya no sé qué más contarle de Rumanía.
Algunos de los libros de la exposición los reconozco de mi propia infancia, y ella también, pero otros son demasiado antiguos. Hay un puestecillo entero dedicado solo a Pinocho en todas las variantes habidas y por haber. Lo contemplo fascinada.
—¡Yo nunca he tenido ningún Pinocho!
El aparente sentimiento de culpa de mi madre deja paso al aburrimiento, y por fin al cansancio.
—¿Todavía aguantas de pie?
—Todavía aguanto —me tranquiliza agarrándome de la mano.
Le tiendo la mejilla para que me dé un beso. Una broma nuestra.
Cada vez que nos vemos me parece cambiada con respecto a la visita anterior, aunque vernos, nos vemos todo el tiempo por Skype. Ahora lleva el pelo larguísimo, más de lo que llegó a llevarlo nunca mientras estuvo en casa, durante mis primeros diecisiete años de vida. Observo el tiempo pasar por ella como si viera acumularse los anillos en el tronco de un árbol, y no me resulta complicado decir lo mucho que ha cambiado de un año para otro. La cuestión es que, si pasa por ella, quiere decir que también lo hace por mí. Porque sí, ella es mi ángel de la guarda. ¿Pero qué hace una cuando su ángel de la guarda envejece?
No hay cosa que haya deseado más durante toda mi vida que ser una buena hija.
—Venga, que nos vamos enseguida y nos sentamos en algún sitio —la tranquilizo.
Ya en la mesa de la cafetería, me anima a pedir lo que quiera, que paga ella.
—Ya se yo que tú por tu cuenta no te tomas nada, que te duele en el alma. Si ni siquiera sales…
—Tampoco estoy tan sola, que lo sepas.
—Muy bien me parece.
El camarero nos trae dos tazas de capuchino y una bandejita muy elegante con macarons, uno de cada tipo, «să le probăm»,1 como dice mi madre en su rumano contaminado de español. Mi taza tiene un corazoncito perfecto de espuma, pero el dibujo de la suya se ha extendido por toda la superficie y ya no se reconoce nada.
—¡Ay, qué mono! —exclama inclinada sobre la mesa y con la nariz a pocos centímetros de mi taza.
—¿Quieres tú esta? —le pregunto.
—Nooo. ¿No ves que yo también tengo uno?
Se apresura en darle un sorbo a su café para que esté empezado y encontrar así un motivo para no hacer el cambio, para que me quede yo con la taza más bonita. Así es como entiende ella el ser madre: tragarse a toda prisa lo malo para que me quede yo con lo bueno. Lo lleva tan metido en la sangre que ya no se da ni cuenta.
Se abrasa la lengua.
—Cuéntame algo de ti, anda.
De repente me agobia lo ausente que estoy de su vida.
Me habla de sus compañeros de trabajo.
—Qué mala pinta tenía lo de Berceni, ¿no? —reconozco—. En la página web parecía otra cosa.
—Ya… Pero tranquila, que seguimos buscando. No tengas prisa.
—¿Y qué hago? ¿Mudarme adonde Ursu?
Ursu me cogió por banda un día durante la pausa del almuerzo para que fuéramos a ver el estudio. Me aseguró que ya había dado el yeso y que no tardábamos nada, que en media hora estábamos allí.
—Pero es que media hora es toda la pausa —recalqué yo—. ¿No puede usted a las cinco?
—Tú tranquila, que no pasa nada —murmuró él, inclinándose hacia mí por encima del mostrador de recepción, que tiene la altura de una barra de bar—. Vamos ahora. ¿Para qué estar perdiendo el tiempo a las cinco?
—¿Y si viene la jefa a buscarme?
—Pues le dice Timea que has salido a comer y ya está.
Tausende von E-Books und Hörbücher
Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.
Sie haben über uns geschrieben: