Isla de deseo - Seducción griega - Julia James - E-Book

Isla de deseo - Seducción griega E-Book

Julia James

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Beschreibung

Isla de deseo. En cuanto conoció a Theo Atrides, Leandra se quedó impresionada por la manera en que reaccionó su cuerpo ante la increíble masculinidad de aquel hombre. Pero no estaba dispuesta a convertirse en otra de los cientos de mujeres que se sentían atraídas por su riqueza y su poder. Entonces se vieron obligados a pasar juntos una semana en su isla privada, y Theo se propuso hacer todo lo que fuera necesario para conseguir que Leo perdiera el control sobre sí misma y se dejara llevar por sus instintos... Pronto se dio cuenta de que aquel plan de seducción era demasiado para ella. Seducción griega. Quizá debería haberse vestido de un modo más discreto y quizá no hubiera sido buena idea participar en un baile tradicionalmente de hombres... Pero Charlotte no podía esperar la reacción de Iannis Kiriakos. Charlotte no podía resistirse al increíble deseo que había entre ellos, ¿por qué no disfrutar de un breve romance de vacaciones con el atractivo Iannis y además convertirlo en el tema de su próximo artículo? Lo que no tuvo en cuenta Charlotte era que estaba jugando con fuego. Porque no tenía la menor idea de quién era Iannis realmente y, cuando él se dio cuenta de que ella era periodista, dio por hecho que trataba de destruir la intimidad que tanto le había costado conseguir... e ideó una placentera venganza.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Julia James. Todos los derechos reservados.

ISLA DE DESEO, Nº 36 - agosto 2011

Título original: The Greek Tycoon’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

© 2004 Susan Stephens. Todos los derechos reservados.

SEDUCCIÓN GRIEGA, Nº 36 - agosto 2011

Título original: The Greek’s Seven-Day Seduction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Publicados en español en 2003 y 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-712-9

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Hombre: YURI ARCURS/DREAMSTIME.COM

Paisaje: ROMAN RODIONOV/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Inhalt

Isla de deseo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Seducción griega

Capítulo 1

Capitulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Promoción

Isla de deseo

Julia James

Capítulo 1

THEO ATRIDES entrecerró sus extraordinarios ojos negros. Aquel hombre tremendamente rico y temperamental poseía además un magnetismo singular, reafirmado tanto por el poder que lo rodeaba como por los atributos físicos con los que la naturaleza le había dotado.

Se detuvo en el rellano de la amplia escalinata para contemplar la atestada sala de banquetes del hotel. Era un mar de hombres de esmoquin y mujeres de traje largo. Por todas partes, las arañas de cristal iluminaban los destellos de las joyas.

Desde aquella posición ventajosa Theo continuó analizando con mirada alerta y sistemática los grupos de personas, buscando con firme propósito. De repente se quedó quieto. Bajo la tela de seda de su elegante esmoquin su figura alta y fuerte se puso tensa.

¡Sí, estaban allí! Los dos estaban allí.

Era a la mujer a la que miraba con atención; y apretó los dientes mientras la estudiaba.

Iba vestida elegantemente. Era de estatura mediana, y tenía una figura esbelta y generosa al mismo tiempo. Una figura que aquel vestido destacada sin pudor.

Su larga melena rubia le caía por la espalda como una cascada. Tenía la tez pálida, en contraste con el negro del vestido corto, que tenía un escote tan pronunciado que resaltaba sus senos turgentes de piel aterciopelada. Del mismo modo, su trasero respingón quedaba apenas cubierto por la tela, mientras que las medias de seda brillantes le cubrían las piernas desde los muslos hasta unas provocativas sandalias de tacón alto.

Un envoltorio perfecto. Y tan tentador de desenvolver.

Ella se echó a reír, y al inclinar la cabeza hacia atrás dejó al descubierto la suave curva de su cuello, el resplandor de los diamantes que le colgaban del tentador lóbulo de la oreja.

Theo no pudo verle la cara, pero de todos modos sintió una tensión entre las piernas.

La oleada de placer masculino se mezcló con otra sensación fuerte; pero no de deseo, sino de rabia. Las mujeres como aquella eran peligrosas. Sobre todo para los hombres que caían en sus redes.

Él debería saberlo...

Lentamente, Theo empezó a bajar la amplia escalinata.

Leandra jamás se había sentido más desnuda en su vida. Cada vez que respiraba le parecía que se le iban a salir los pechos por el pronunciado escote, y si daba un paso que se le subiría el vestido y enseñaría el trasero. Debía de estar loca por haber dejado que Chris la convenciera para ponerse un vestido así.

Pero había insistido en que debía estar lo más sexy posible, ya que de otro modo aquella charada no tendría ningún sentido.

Aun así, detestaba el aspecto de buscona que le daba aquel vestido.

Aspiró hondo, lo mismo que solía hacer para vencer el miedo al escenario. Porque aquello era solo eso: una representación; aunque una deslumbrante gala benéfica en uno de los hoteles más elegantes de Londres no era su terreno habitual.

Estaba más acostumbrada a los escenarios de los pubs; lo normal para una actriz en ciernes. En ese momento, gracias a Chris, estaba al lado de un guapo y joven millonario griego, nerviosa y perdida.

Demos Atrides, que dirigía una empresa filial del vasto imperio de negocios Atrides, se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa reconfortante. Ella esbozó a su vez una amplia sonrisa, tal como correspondía a su papel. Demos le gustaba mucho, y no solo por Chris. Sin embargo, a pesar de todo el dinero que poseía, Demos era una persona poco segura de sí misma; Leandra sabía que necesitaba el optimismo y la confianza de Chris para motivarse. No era ella la única que temía la inminente confrontación.

¿Resultaría su charada convincente? Leandra tragó saliva. Ella no debía ser la que le dejara en la estacada; después de todo, era una actriz profesional.

Pegó un leve respingo al notar que Demos le rozaba el brazo con discreción.

–Ahí está –dijo con su voz meliflua de marcado acento griego.

La tensión en sus facciones era evidente.

Leandra respiró hondo.

–Allá voy –se dijo, mientras para sus adentros se deseaba suerte.

Según se iba acercando a ellos Theo Atrides se iba poniendo de peor humor. Él no había querido estar allí, pero su abuelo Milo había insistido. Como patriarca del clan Atrides, estaba acostumbrado a salirse con la suya. Theo sabía que era por eso por lo que Milo se estaba tomando tan mal que su nieto pequeño se negara a entrar en vereda.

Aunque Demos no era de los que daban problemas. Siempre había hecho todo lo que Theo le había pedido, y había dirigido la sucursal de Londres con diligencia y eficacia. Sus asuntos siempre los había llevado con discreción; tanta que ni siquiera Theo sabía de ellos.

¿Entonces por qué armar tanto revuelo por aquel?

Theo se puso tenso. La razón la tenía justo delante: rubia, exuberante y muy, muy sexy. No le extrañaba que su primito no quisiera volver a casa para casarse con Sophia Allessandros, la novia que Milo había elegido para él. ¿Qué hombre querría renunciar a una amante como esa?

Demos Atrides sintió una mano que cayó con fuerza sobre su hombro. Pero enseguida se recuperó.

–¡Theo! –exclamó con expresión de júbilo forzada–. Me alegro de verte. Mi secretaria me dijo que me habías llamado desde el avión para saber dónde estaría esta noche –miró detrás de su primo–. ¿Dónde está Milo?

–Descansando –respondió su primo en tono tenso–. El vuelo le ha cansado mucho. No deberías haber hecho que todo esto fuera necesario, Demos.

Sus palabras lo reprendieron, y Demos se ruborizó ligeramente.

–No había necesidad de que hubiera venido –contestó Demos a la defensiva.

–¿De verdad?

Theo desvió la mirada deliberadamente hacia la mujer que colgaba del brazo de Demos como una lapa enjoyada. Mientras contemplaba su rostro por primera vez, sintió una respuesta similar a una corriente eléctrica.

Por un instante se sintió confuso. No era en absoluto lo que había esperado que fuera. Había asumido que aquel cuerpo pecaminoso iría acompañado de una expresión vacua y una naturaleza avariciosa.

En lugar de eso, un par de ojos color ámbar de mirada inteligente lo miraron, atrapándolo en su inesperada belleza, a pesar de la gruesa capa de sombra de ojos y de máscara de pestañas que los cubrían. En sus profundidades vio algo, pero antes de poder distinguirlo en su confusión, ese algo se desvaneció. Theo continuó estudiando el resto de sus facciones, a pesar del exceso de maquillaje. E inesperadamente sintió un latigazo de deseo; el deseo de retirarle con un pañuelo de papel el montón de maquillaje que cubría su extraordinaria belleza natural.

Por un instante sintió algo más que un mero deseo físico por la mujer que tenía delante. Algo más lo sacudió... lo conmovió.

Pero enseguida reaccionó. No importaba lo más mínimo lo que pensara de la amante de Demos. Solo importaba apartar a su primo de ella, de vuelta a Atenas y a su compromiso con Sofia Allessandros.

Era lo que todos esperaban, sobre todo Milo, que estaba desesperado por asegurar la siguiente generación de Atrides. Theo sabía que jamás se había recuperado de la tragedia que había caído ocho años atrás sobre la familia, en la que dos de sus hijos con sus respectivas esposas habían muerto cuando uno de los aviones Atrides se había estrellado contra el mar. Theo mismamente apenas había tenido tiempo de llorar sus muertes. A la edad de veinticuatro años se había encontrado solo a cargo del gran imperio Atrides, mientras su abuelo sufría un infarto por el fallecimiento de sus dos hijos que había estado a punto de llevárselo al otro mundo también. Los rivales en los negocios, al ver al clan Atrides tan desolado, se habían echado sobre ellos.

Theo se había librado de todos y se había hecho fuerte en la batalla. En el presente, a sus treinta y dos años, el imperio Atrides era más fuerte y poderoso que nunca. Nadie se atrevía ya a desafiar a su feroz dirigente.

Lo único que les faltaba era un heredero para la generación siguiente. Milo tenía razón.

Pero no sería Theo el que se lo diera. Si alguien tenía que darle a Milo los biznietos que deseaba, tendría que ser Demos, y Sofia Allessandros.

En cuanto a la sensual mujer que iba colgada del brazo de Demos... ¡Pues tendría que buscarse otro amante rico!

La miró de arriba abajo otra vez. Tal y como estaba hecha, no le costaría mucho encontrarlo.

Leandra se quedó mirando como embobada al hombre que la apreciaba con aquellos ojos tan oscuros de mirada tan intensa. ¡Santo cielo, qué hombre! Había oído hablar a Demos de su temible primo mayor. Theo Atrides no solo era un despiadado hombre de negocios. Las mujeres se arremolinaban a su alrededor como las moscas alrededor de la miel, y él escogía a las que le apetecían, las degustaba y después se libraba de ellas. Leandra entendió por qué las mujeres lo perseguían; y desde luego no era solo porque estuviera podrido de dinero. ¡De no haber tenido un dracma a su nombre, Theo Atrides habría tenido el mismo atractivo con el sexo opuesto!

Leandra se quedó impactada, tanto por su atractivo físico, como por su altura. Las fotos que había visto en las revistas del corazón del apartamento de Demos no la habían preparado para el verdadero Theo Atrides. Y menos aún para el efecto que le estaba causando en esos momentos.

Había asumido, ya que Demos no la atraía físicamente, que sería igual de inmune a su primo. Pero cuánto se había equivocado. Porque Theo Atrides era mucho más atractivo y mil veces más sexy que su primo. Y sin duda mucho más peligroso.

Leandra adoptó la expresión vacua de la chica alegre y despreocupada que encajaba en la charada que intentaba representar. El hacerlo tuvo sus compensaciones; le permitió mirarlo precisamente como le apetecía, como necesitaba mirarlo.

Claro que él ni se molestaría en volver a mirarla. Todas sus mujeres, por muy poco que le hubieran durado, eran celebridades, en ese momento precisamente unas cuantas le fueron a la mente, o bien miembros de la cosmopolita aristocracia europea o de la americana.

Solo que la estaba mirando. Theo Atrides la miraba con detenimiento, con la pericia de un conocedor de lo mejor de la belleza femenina. Y resultó una experiencia emocionante.

Mientras experimentaba la sensación casi física de aquella mirada misteriosa paseándose por su cuerpo, Leandra sintió que le temblaban las piernas. De pronto apenas podía respirar y el corazón le latía alocadamente. Pero entonces, al tiempo que veía el deseo en su mirada, distinguió además una evidente expresión de desprecio. Estaba claro lo que pensaba de una mujer que iba vestida como iba ella.

Leandra sintió ganas de hacer dos cosas: en primer lugar de tirar de un mantel de una mesa que tenía al lado y cubrirse, y en segundo de abofetearlo hasta que esa mirada de desprecio desapareciera de sus ojos.

Claro que no hizo ni lo uno ni lo otro; no podía.

En lugar de eso se comportó cómo exigía su papel en aquella farsa. Mal.

–Demos –dijo con voz ronca, pegándose más a él, buscando sin darse cuenta protegerse de la presencia del otro–. ¿Quién es este hombre tan apuesto?

Demos abrió la boca para contestar, pero el otro se le adelantó.

–Theo Atrides –murmuró el primo.

Su voz era más profunda, su acento griego más marcado. Su primitiva sensualidad empujó a Leandra a estremecerse de pies a cabeza.

–¿Y esta es... ? –se volvió hacia su primo con expectación, arrastrando las palabras con aquel sensual ronroneo.

Leandra sintió rabia. ¿Acaso pensaba que no sabía contestar ella sola?

–Leandra –contestó Demos con renuencia.

–Ross... –completó Leandra con cierta ironía.

–Leandra –repitió Theo Atrides despacio, ignorando la irrelevancia de su apellido–. Eres encantadora, Leandra –hizo una leve pausa–. Totalmente encantadora. Toda tú.

Sus ojos sensuales la miraron de nuevo de arriba abajo, y Leandra sintió como si la desnudara.

Entonces él le tomó la mano.

Su roce le resultó tan eléctrico como su mirada. La mano era grande y suave, cálida y fuerte; muy fuerte. La suya parecía pálida y frágil entre los dedos aceitunados de aquel hombre.

Muy despacio, Theo se llevó la mano de uñas pintadas de rojo escarlata a los labios. Pero en lugar de rozarle los nudillos, como Leandra esperaba, le giró la mano e inclinó la cabeza.

Cuando sus labios le rozaron la palma sintió que se entreabrían ligeramente. Entonces, con una caricia que le causó estremecimientos de pies a cabeza, esos labios se deslizaron levemente por su piel con mucha sensualidad. Inesperadamente, sintió la punta de la lengua que le rozaba muy brevemente el espacio entre los dedos.

Asombro, rabia y una dosis de deseo sexual se mezclaron en su interior, e incluso mientras retiraba la mano, Leandra sintió que no podía moverse.

Por un momento sintió como si todo a su alrededor le diera vueltas, y el único punto fijo era el abanico de sensaciones que latían aún en su mano.

Boquiabierta, miró fijamente a Theo Atrides. Él le sonrió a su vez, con una sonrisa cálida, íntima; una sonrisa indulgente, peligrosa y muy sexy.

A punto estuvo, lo sintió, de arrimarse a él, de pegar su cuerpo al suyo y entregarse totalmente a él. Era como un potente imán.

Pero tenía que resistirse. ¡No le quedaba otra! Estaba allí para hacer el papel de amante de su primo, y nada más. De modo que, con gran esfuerzo y aún recuperándose de la insolente boca de Theo Atrides sobre su mano incauta, consiguió controlarse para no echarse sobre él.

Thee mou, pensaba Theo mientras ella se retiraba con evidente renuencia. ¡La chica no se podría haber mostrado más entusiasta de haberle dado él su número de teléfono! ¡Pero qué pasión había mostrado por él! ¿Cómo reaccionaría si la tuviera en horizontal?

Una viva imagen de ella desnuda debajo de él gimiendo con abandono asaltó sus pensamientos; pero él la rechazó instantáneamente. No era aquel el momento para pensar de aquel modo en una mujer que amenazaba la estabilidad y el futuro de su familia. Lo único que su reacción había demostrado era que, sintiera lo que sintiera por Demos, no era nada que le impidiera fijarse en otro hombre. ¡Aquella mujer no sabía lo que era la fidelidad!

Cuando se volvió hacia su primo, Leandra se preguntó por qué se sentía confusa en lugar de aliviada. Era como si alguien hubiera apagado la calefacción y el frío que llevaba sintiendo tantos años la dejara de nuevo aterida.

Aturdida, intentó centrarse en lo que Theo le decía a su primo.

–Entonces –empezó en tono irónico– esto es lo que hace que lleves tanto tiempo en Londres. No puedo decir que me sorprenda, ahora que he conocido a esta deliciosa fémina –dijo, y volvió a mirarla con calma–. Pero todo lo bueno llega a su fin, Demos. Sofia te está esperando. Es hora de volver a casa.

Leandra sintió la tensión de Demos.

–No estoy listo –contestó con sequedad.

–Pues tendrás que estarlo –añadió Theo con contundencia.

Le plantó la mano en el hombro a su primo y lo apartó suavemente de Leandra, como si ella fuera una intrusa. Cuando empezó a hablar en griego, Leandra se sintió totalmente excluida.

–A Milo le queda muy poco, Demos. Sus médicos lo saben y él también; no le hagas esto. Vuelve a casa y comprométete con Sofia. Es todo lo que te pide. Necesita estar seguro de que habrá otra generación; no puedes echarle eso en cara. Necesita un heredero, Demos.

Hablaba con rapidez, en tono bajo. Demos contestó sin dilación.

–Milos tiene dos nietos, Theo. ¿Por qué no le haces tú el honor?

Theo se puso tenso.

–El matrimonio no me va, primito.

–¿Y si a mí tampoco? –contestó Demos en un tono que suscitó el interés de su primo, que lo miró con los ojos entrecerrados.

–¿Qué significa eso? –le preguntó Theo despacio. Demos se lo quedó mirando un momento, como si fuera a decirle algo. Entonces se quitó del hombro la mano de Theo.

–¡Quiere decir que me lo estoy pasando demasiado bien como para sentar la cabeza! ¡No estoy listo para casarme con nadie, y menos con Sofia Allessandros! –exclamó con angustia–. Theo, haz que Milo lo entienda. ¡Hazle entender, Theo!

Theo sintió una rabia atroz. No quería tener nada que ver con aquel asunto. No había querido ir allí, y lo único que deseaba era terminar con ello lo antes posible. Quería alejarse, de las interminables exigencias familiares, del negocio, e ir a algún sitio en el que solo tuviera que contemplar el mar Egeo, escuchar el canto de las cigarras, aspirar el aroma de las flores, y sentir el céfiro del sur acariciándole el cuerpo.

Con una mujer suave y dulce entre sus brazos... Una mujer como la que Demos tenía al lado.

Carraspeó, haciendo desaparecer la incitante visión.

–¡Basta ya! –exclamó, acompañado de un gesto con la mano breve pero contundente–. Espero verte mañana, Demos. Milo quiere que vengas a verlo a las nueve. Estamos en el ático de lujo del hotel. Y no te retrases –miró a su primo con aire amenazador y después a Leandra–. ¡Y duerme un poco esta noche! –añadió en inglés.

La miró a la cara brevemente, y al ver cómo lo hacía, Leandra sintió ganas de abofetearlo. Sus pensamientos eran claros. ¿Con una mujer como ella a su lado, qué hombre querría dormir?

A él, por ejemplo, se le ocurrían mil cosas mejor que hacer con ella...

De nuevo hizo un esfuerzo para volver a la realidad. Aquella mujer era irrelevante. Muy pronto su breve intrusión en los asuntos familiares habría concluido. Para siempre.

Demos Atrides abrió la puerta de su apartamento e invitó a Leandra a pasar. Inmediatamente, Chris la abrazó con cariño.

–¿Y bien? –le preguntó el apuesto hombre rubio–. ¿Qué tal ha ido? ¿Se lo ha tragado?

Leandra tiró el bolso sobre un canapé y se quitó una sandalia. Tenía los pies hechos puré. No dijo nada. De momento no podía.

Demos soltó una breve carcajada, intentando disipar la tensión que aún sentía.

–Picó el anzuelo. ¿No decís vosotros algo así?

Chris se echó a reír, mostrando una fila de dientes blancos y brillantes. Leandra también soltó una risotada, pero carente de todo humor.

–Oh, Dios, Chris. ¡Theo Atrides me estaba mirando como si fuera una ramera!

Leandra se estremeció al recordar cómo la había mirado el primo de Demos...

Pero Chris no se desanimó.

–Es maravilloso, Lea. ¡Justo lo que queríamos! ¡Va a pensar que Demos está totalmente embelesado con su exquisita y sensual amante! Y hablando de sensual... –le puso las manos en los hombros–. Querida, estás para comerte. ¡Mmm!

Leandra no estaba de humor para sus tonterías. Cada vez se sentía más humillada y asqueada de toda aquella historia.

–¡Ya basta, Chris! –exclamó mientras lo empujaba y se metía en el cuarto de baño–. ¡Tengo que quitarme este vestido tan ridículo!

La velada había sido más suplicio de lo que había pensado; ¡gracias a aquel maldito vestido y a Theo Atrides! Salió de la ducha y se secó vigorosamente. Le había parecido un trabajo fácil, y un buen negocio, fingir ser la amante de Demos. Lo único que tenía que hacer era mudarse al dormitorio libre del apartamento de lujo de Demos y pasar tres semanas fingiendo que vivía con él. El tiempo suficiente para que su familia se enterara de una vez y entendiera que no iba a volver a Grecia a casarse con Sofia Allessandros.

Leandra se miró al espejo pensativamente. ¿Habría sido la actuación de esa noche lo bastante convincente? Eso esperaba. Se estremeció pensando en tener que volver a verse las caras con Theo Atrides. Su sistema nervioso no lo soportaría.

De pronto sintió un gran desaliento. Theo Atrides era el hombre más atractivo que había visto en su vida; y él la había mirado como si fuera una prostituta.

¿Aunque, y si no hubiera sido así? ¿Y si Theo Atrides la hubiera visto vestida de otra manera? Seguramente la habría mirado de modo diferente, pensaba con nostalgia. Con sensualidad, sí, pero desprovista su mirada de aquella expresión desdeñosa que no se había molestado en ocultar. A sus ojos habría asomado únicamente el deseo de un hombre por una mujer. Una de las cosas más antiguas del mundo. Una avidez eterna que anhelaba ser saciada.

Suspiró, ahuyentando su imposible ensoñación mientras terminaba de atarse el cabello húmedo en una coleta.

Al volver a la sala se encontró a Chris y a Demos tomando un café. Leandra, envuelta en un albornoz de felpa, se dejó caer junto a Chris y se sirvió una taza.

–¿Te encuentras mejor? –le preguntó en tono comprensivo.

Ella asintió.

–Sí. Lo siento, pero es que me has puesto una ropa que me hacía sentirme tan desnuda... ¡Su primo me miraba como si fuera una buscona! Ha sido horrible –aspiró hondo–. Pero me alegro de que ya haya pasado todo. Ah, Demos –se inclinó hacia delante y le dejó los pendientes de diamante en el regazo–. Aquí tienes.

Demos los puso sobre la mesa de centro; entonces miró a Leandra.

–Lea... Gracias. Mil gracias –añadió algo avergonzado–. Y siento que mi primo se comportara contigo de un modo tan poco respetuoso.

Leandra alzó una mano. No quería que Demos se sintiera culpable por ello.

–No pasa nada –dijo, quitándole hierro al asunto–. Lo soportaré. Y, además, como dice Chris, ese era el plan; que yo pareciera el juguete erótico de un hombre rico. ¡Debería alegrarme de que se lo haya creído!

Lea se quedó mirando la taza de café. Sin duda Theo Atrides había pensado que era precisamente eso, un juguete sexual. El recuerdo de sus labios acariciándole la palma de la mano, de la punta de la lengua rozándole entre los dedos, le hizo sentir de nuevo aquel calor en las entrañas.

Bajo la felpa del grueso albornoz sintió que se le ponían los pechos duros. Inmediatamente sintió rabia y vergüenza. Podía decirse a sí misma todas las veces que quisiera que era una vergüenza ser objeto de tal trato; pero sabía que se estaría mintiendo.

Theo Atrides le había hecho sentir algo que no había sentido en su vida. Algo superior a ella, algo que la había golpeado con la fuerza de un ciclón.

Se había sentido indefensa, totalmente indefensa. De haber querido él, podría habérsela llevado en ese momento a una habitación del hotel y haberla abrazado y besado con aquella boca grande y sensual. Podría haberle hecho cualquier cosa...

Miró el café, horrorizada por la obscena realidad, y se estremeció mientras luchaba por alejar aquellas imágenes de su mente.

–¿Lea... te encuentras bien? Alzó la cabeza con rapidez.

–Estoy bien... Solo un poco cansada, eso es todo.

Chris la miró con detenimiento.

–¿Te ha molestado ese bastardo?

Demos se puso tenso al oír la palabra referida al primo al que siempre había admirado. Pero no dijo nada.

Leandra se mordió el labio. Podría negar su reacción a Theo Atrides, pero no los engañaría mucho tiempo.

–Sí, pero no importa. Lo único que importa ahora es que deje en paz a Demos.

No importaba nada. Además, no volvería a verlo.

Theo Atrides había entrado y salido de su vida en un abrir y cerrar de ojos. Y no volvería.

Capítulo 2

DESDE la ventana del ático de lujo donde se hospedaban su abuelo y él, Theo contempló Hyde Park con contrariedad. Los árboles se teñían ya con los colores del otoño; el verano había terminado.

Estaba de un humor de perros; Demos acababa de marcharse, y la conversación con Milo no había sido demasiado agradable. Cuando su abuelo había terminado de sermonearle sobre su deber, su responsabilidad, la familia y Sofia Allessandros, Demos había repetido con terquedad lo que le había dicho a Theo la noche anterior. No estaba listo aún para casarse; eso era todo. Estaba disfrutando de su vida de soltero. Después se había marchado.

Theo se volvió hacia su abuelo.

–¿Estás seguro de este matrimonio?

Milo lo miró con sus ojos oscuros y vivos, a pesar de su edad.

–Demos necesita un buen matrimonio. Sofia Allessandros es la chica adecuada para él.

Theo aspiró hondo.

–Sé que tienes prisa –le dijo con delicadeza–. ¿Pero no puedes darle algo más de tiempo? Es su vida, al fin y al cabo, Milo.

–¡Los jóvenes sois unos estúpidos! –miró a Theo fijamente–. Tú, por ejemplo, habrías hecho un matrimonio tan ridículo...

La acusación quedó suspendida en el aire. Por un momento Theo se quedó sin palabras. Entonces, se encogió de hombros.

–Bueno, mi padre y tú os ocupasteis de que no fuera así, ¿verdad? ¡Y de la otra «pequeña complicación» que conllevaba!

Le había devuelto la acusación, y Milo se percató. De nuevo lo miró con intensidad.

–¡No me hables en ese tono! Hicimos lo que fue necesario. ¡Una mujer como esa... ! ¡Deberías estar agradecido!

Theo suspiró de nuevo.

–Agradecido –repitió con contundencia.

El viejo resopló con impaciencia.

–¡El dinero destapó su verdadera intención! Siempre funciona así con mujeres como ella.

Milo se removió con nerviosismo en su asiento y una expresión de dolor asomó a su rostro. Theo se dio cuenta y sintió lástima por él. El pasado, pasado estaba; su abuelo y su padre habían hecho lo que mejor les había parecido. Y Theo sabía que no se habían equivocado. Se sentía agradecido, tal y como Milo había dicho que debía sentirse. Agradecido de que sus ilusiones estuvieran rotas.

Hacerse ilusiones, tanto en los negocios como en el amor, era peligroso. Por eso Theo ya no se había vuelto a ilusionar con nada ni con nadie. Era más sencillo, menos doloroso. En cuanto a tener una esposa, ni hablar. Por mucho que Milo le insistiera para proporcionar descendientes a la familia, jamás confiaría su felicidad a otra mujer.

–Sofia será una buena esposa para Demos; lo sabes muy bien –la voz de Milo le devolvió al problema que tenían entre manos.

Sí, Sofia Allessandros sería una buena esposa para Demos. Había sido educada desde pequeña para ser la esposa perfecta de un hombre rico. Y, como cualquier chica griega bien educada, era tan pura como el rocío de la mañana.

Theo frunció el ceño. La imagen de la joven y encantadora amante de Milo apareció en su mente, sensual y excitante; tentando a los hombres para alejarlos de sus deberes, de sus responsabilidades, de sus familias.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Milo habló de nuevo.

–Demos no le prestará atención a Sofia mientras tenga una amante que le caliente la cama.

Theo miró a su abuelo con fastidio. La imagen de Leandra osciló en su mente.

–¡Esa le calentaría la cama a cualquiera!

Su abuelo entrecerró los ojos y lo miró con curiosidad.

–¿La tuya también, Theo?

Theo lo negó con un rápido y breve movimiento de cabeza. Pero Milo no había levantado de la nada un imperio como el que poseían de no haber tenido una gran intuición. De repente soltó una risotada.

–¡Bueno, ese sería un modo de salvar el obstáculo!

Theo apretó los labios.

–Estaba pensando en algo más básico.

Su abuelo volvió a reír. En sus tiempos, Milo Atrides había tenido muchas amantes.

–No hay nada más básico que el sexo –dijo con rotundidad.

–Excepto el dinero –le corrigió su nieto, y miró a Milo a los ojos–. Ese método no falla nunca. Tú, más que nadie, deberías saberlo.

Si su abuelo percibió la amargura en la voz de su nieto, la ignoró. Había hecho lo que el deber le había impuesto. Esa mujer había sido un peligro para la familia. Y la que tenía Demos en ese momento, también.

–Sí –concedió, arrellanándose en el asiento–. El dinero es un buen método.

Theo asintió.

–Me ocuparé de ello. Dentro de una semana, habrá abandonado la cama de Demos.

Leandra frunció el ceño, muy concentrada.

–¿Puedes volver a darme el pie, por favor Demos?

–Por supuesto.

Él le sonrió amablemente, pero Leandra percibió la confusión en su mirada. Sabía que la entrevista de esa mañana con su abuelo había sido dolorosa. Sentía lástima por él. En las dos semanas que había pasado en su apartamento le había tomado cariño a aquel joven que provenía de un mundo tan distinto. Su única conexión era Chris. ¿Por qué su familia no dejaba de intentar organizarle la vida? Y no solo era su abuelo el que le presionaba para casarse, sino que también se le había unido el primo.

Theo Atrides era tan distinto a Demos. Con este se sentía cómoda y segura; con Theo Atrides jamás se sentiría segura. Se estremeció por dentro.

Entonces se volvió con resolución a la página. Demos se había mostrado tan amable al acceder a ayudarla a aprender aquella parte tan complicada. El Festival de Marchester, a pesar de ser tan especializado, tenía muy buen nombre. Además, el esfuerzo que tenía que hacer para aprenderse aquella parte la distraía y le impedía no pensar tanto en Theo Atrides.

Porque desde que lo había visto no había sido capaz de quitárselo del pensamiento. Incluso la obsesionaba en sueños. Y eso era ridículo. Theo Atrides volvería a Atenas con su abuelo, reconocería que había perdido la batalla con Demos, y todo quedaría en agua de borrajas.

¿Y Sofia Allessandros? ¿Le importaría ser rechazada por el hombre con quien esperaba casarse? ¡Hasta el momento, a nadie parecían importarle los deseos Sofia!

–Demos –dijo, alzando la cabeza–. ¿Estás seguro de que Sofia no se disgustará cuando sepa que no quieres casarte con ella?

Él desvió la mirada, incómodo.

–No puedo evitarlo, Leandra. Sabes que no puedo casarme con ella. Si lo hiciera, sería un enorme agravio para ella.

Ella se mordió el labio.

–¿No podrías contarle por qué? ¿Y a tu familia?

Demos se entristeció.

–No me pidas que haga eso –le contestó en tono angustiado y pesaroso.

Leandra entendió que no podía presionarlo. Ya tenía bastante con sus cosas. Un día tendría la oportunidad de aclararlo todo, pero de momento no; y ella lo sabía. No estaba listo.

–¿Demos, cuándo volverá tu abuelo a Atenas?

–No estoy seguro –reconoció–. Theo quiere que aproveche para ver a unos especialistas de Harley Street mientras está en Londres.

–Ah. ¿Entonces qué quieres que haga? ¿Qué sería lo mejor?

–Si accedieras a quedarte aquí conmigo, te lo agradecería infinitamente, Leandra –dijo Demos en tono de súplica.

Ella le ofreció una sonrisa consoladora.

–Por supuesto, si eso es lo que quieres. Me alegro de poder ayudarte todo lo posible. Pero yo también te voy a exigir algo a cambio, mi joven millonario –golpeó la página del guión con la mano–. ¡De vuelta al trabajo!

Hacía un día precioso. Un día suave y soleado de otoño. Leandra se metió en la calle Edward, agradablemente cansada después de su clase de danza en Paddington. La preparación de una actriz era muy dura. Londres estaba lleno de actrices principiantes, y la competencia por un papel era tremenda. Aun así, el ser actriz era lo que había querido ser siempre, y sus padres habían accedido con gusto a que ella tomara ese camino.

De repente sintió una gran tristeza. Su muerte en un accidente de autocar durante unas vacaciones había sido tan repentina, tan brutal. Incluso en ese momento, dos años después de lo ocurrido, el recuerdo era como un cuchillo afilado atravesándole el corazón.

Chris había sido tan bueno con ella; le había demostrado ser un amigo, acogiéndola bajo su protección y sus cuidados cuando ella había estado enferma de dolor y congoja. No era de extrañar que ni siquiera hubiera dudado cuando él le había pedido que le hiciera aquel favor.

El bocinazo de un coche la asustó, y Leandra se encogió por dentro. Echaría de menos el fabuloso apartamento de Demos en Mayfair. El volver a su diminuto estudio de aquella ruidosa calle del sur del Támesis no era algo que la entusiasmara; pero según estaban los alquileres en Londres, eso era lo único que podía permitirse, aun con la herencia de sus padres.

Por primera vez creyó entender por qué algunas mujeres accedían a cambiar el respeto por sí mismas por una vida de lujo.

Eso era desde luego lo que Theo Atrides pensaba de ella. Creía que era de esas que se colgaban a los hombres solo por su dinero. Sintió rabia, y no por primera vez. ¡Cuánto le gustaría ver cómo se tragaba sus palabras!

Alguien le rozó el brazo en la atestada acera. Automáticamente se echó a un lado, y entonces, al mismo tiempo, otra persona se colocó al otro lado. Londres era una ciudad segura si una actuaba razonablemente, pero los carteristas estaban por todas partes. De modo que agarró con fuerza su bolso de mano, aunque mientras lo hacía sintió que la rodeaban.

Todo ocurrió tan deprisa. Al momento la empujaron hacia la calzada y, en un abrir y cerrar de ojos, a plena luz del día en esa atestada calle de Londres, dos hombres la agarraron por los codos, y la empujaron al interior de una limusina negra de cristales tintados que de repente estaba allí. La puerta se cerró. Alguien le echó la cabeza hacia atrás y le plantaron una especie de trapo sobre la nariz y la boca. Abrió los ojos como platos, aterrorizada, y entonces, mientras la droga invadía sus pulmones, se cerraron sin remedio al tiempo que perdía el conocimiento.

–¿Bueno, te ha dicho cuánto me queda?

–Seis meses, tal vez nueve. Un año si tienes suerte.

Theo no intentó ocultarle nada. Su abuelo no se lo habría agradecido.

Milo soltó una risotada.

–¡Ja! Lo suficiente para ver a un biznieto de camino.

Theo miró por la ventana de la limusina conducida por un chófer. Bajaban por la calle Harley. Había mucho tráfico, ya que era la hora punta. No contestó a su abuelo, sino que cambió de tema.

–Quiere cambiarte el tratamiento, pero necesita controlarte durante una o dos semanas para ver cómo respondes. No necesitas estar en el hospital, de modo que he reservado la suite otras dos semanas más. Yo me quedaré contigo, naturalmente.

–En ese maldito hotel, ni hablar. Nos quedaremos en el apartamento de Demos. Además, quiero verlo más a menudo.

Theo frunció el ceño.

–La chica sigue allí. ¡Aún no he podido sobornarla!

Milo soltó otra risotada.

–Guárdate tu dinero. Ya me he encargado yo de ella.

Theo se volvió a mirarlo.

–No me mires así. Te he ahorrado el esfuerzo, y también el dinero –dijo Milo, mirando a su nieto con satisfacción.

–¿Qué le has hecho... exactamente? –preguntó Theo, sintiendo un escalofrío por la espalda.

–¡No me mires como si la hubiera asesinado! Está perfectamente. Tostándose en una playa.

Theo frunció el ceño.

–¿Ha accedido a irse de vacaciones? –preguntó con escepticismo.

–No perdí el tiempo preguntándoselo. ¡La envié yo!

–¿La enviaste? ¿Cómo? ¿A dónde?

–¿Cómo? Esta mañana envié a alguien para que la siguiera cuando salió del apartamento de Demos. La metieron en un coche, la llevaron a una pista de vuelo y ya está. ¡No me mires así, chico! ¡Aún no estoy tonto!

Pero su nieto lo miraba horrorizado.

–¿Me estás diciendo –dijo con pánico– que la has secuestrado?

Milo carraspeó con fuerza.

–¡La he quitado de en medio! Eso es todo. Está perfectamente a salvo... ¡Te lo he dicho!

–¿Dónde? –preguntó Theo con urgencia–. ¿Dónde está, Milo?

Su abuelo se carcajeó de nuevo.

–¿Tantas ganas tienes de encontrarla? –se burló–. ¿Es que quieres sustituir a Demos y colocarte entre sus piernas?

Theo ignoró la burla. De pronto se sintió muy nervioso. ¿Acaso Milo se había vuelto loco?

–¿Dónde está?

–No me hables en ese tono. Está en esa isla escondida tuya. ¡Esa a la que llevas a tus amantes!

–¿Cómo?

Milo se echó a reír de nuevo.

–¿Es que pensabas que no sabía lo de ese sitio tuyo? ¡Pues claro que lo sabía! Pero lo respeto. Un hombre quiere estar en privado cuando comulga con Eros. Así que, ya ves –dijo, claramente contento consigo mismo–, la pequeña ramera de Demos se sentirá totalmente en casa allí. Podrá broncearse y ponerse guapa para su próximo amante. Y cuando la saque de la isla, Demos y Sofia estarán prometidos –miró a su nieto, que lo miraba todavía horrorizado–. Más barato que el dinero y mucho más seguro.

–Pero con un inconveniente –dijo Theo en tono apagado–. El secuestro es un delito criminal.

Milo, totalmente ajeno a lo que había hecho, tuvo que volver al hotel. Entonces Theo tuvo que enfrentarse a Demos, que se había puesto frenético cuando había vuelto a su apartamento y se había dado cuenta de que Leandra parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.

–¡Me voy para allá enseguida!

Theo le puso la mano en el hombro.

–¡No! Yo me ocuparé de ello.

Demos lo miró con acusación, y Theo le leyó el pensamiento. Sacudió la cabeza y sonrió con pesar.

–Incluso yo tengo mis limitaciones, primito –por un momento se miraron; Theo había sido para Demos como un hermano mayor toda su vida–. Confía en mí –dijo Theo, mirando a los ojos a su asustado primo–. Tú quédate aquí y cuida de Milo –aspiró con fuerza–. En este momento no quiero estar con él –sacudió la cabeza–. ¡Sabía que estaba desesperado, pero cometer tal disparate! Creo que no tiene ni idea de lo que ha hecho.

Theo sabía que si no podía encontrar el modo de silenciar a la chica, ella podría llevarlos a los tribunales. Milo incluso podría enfrentarse a una pena de cárcel.

Leandra estaba sentada en una roca, al sol. Miró hacia el cielo azul y después hacia el horizonte. Estaba seria. La piel le tiraba y le dolía la cabeza.

Se había despertado horas antes para descubrir con los sentidos aún embotados que estaba tumbada en una cama de un dormitorio fresco y umbroso. Aunque había pocos muebles, se había dado cuenta de que era muy lujoso. La enorme cama de matrimonio donde estaba tumbada estaba cubierta por una colcha tejida a mano, y los muebles eran de madera oscura envejecida.

No podía describir el terror que había sentido. Había luchado por recordar algo...

Recordaba un coche, y que alguien la había empujado dentro. Después lo vio todo negro...

El miedo le había atenazado la garganta. Se había levantado y había avanzado medio tambaleándose hasta unas puertas cristaleras resguardadas por unas contraventanas de madera. Al abrirlas vio que daban a una terraza soleada, con un sol mucho más brillante de lo que era posible encontrar en Inglaterra en aquella época del año. Y el aroma nada tenía que ver con su país; un aroma embriagador y delicioso de las flores que adornaban las macetas de cerámica. Más allá de la terraza estaba la vegetación, una vegetación mediterránea; y más allí vio el azul intenso del mar.

La casa en la que había despertado parecía constar de una larga serie de habitaciones, una junto a la otra, con sus cristaleras y contraventanas todas cerradas. Entonces, de pronto, de una de las habitaciones al final de la terraza, donde terminaba en un patio cubierto por un emparrado, había salido una mujer mayor.

Había visto a Leandra, había asentido y sonreído. De pronto Leandra se había dado cuenta de dónde estaba. ¡En Grecia! ¡Estaba en Grecia!

Y si estaba en Grecia, solo podía haber una razón para ello... ¡Demos! Aquello tenía algo que ver con Demos Atrides. Tenía que ser así, no podía ser otra cosa.

Un sinfín de emociones se había agolpado en su pecho. La primera el alivio. Al menos no la habían secuestrado y estaba en algún país de Oriente Medio.

¿Pero por qué la había llevado Demos allí? ¿Y de aquel modo tan extremo?

–¿Demos? –le dijo a la mujer.

Pero la mujer sonrió y asintió, y empezó de nuevo a hacer aquellos movimientos con las manos. Leandra lo entendió. La mujer era sorda.

Leandra sintió que la ahogaba el histerismo. ¿Cómo iba a comunicarse por el lenguaje de los sordos con una mujer griega? Entonces, cuando sintió que se mareaba, la mujer la estaba agarrando del brazo y conduciéndola al interior de la habitación, donde la sentó en el mullido sofá marrón que había delante de una chimenea de piedra vacía.

Leandra cerró los ojos con confusión, solo para abrirlos de nuevo momentos después cuando la mujer le llevó una bandeja de comida. Sintió un hambre atroz y devoró rápidamente la deliciosa sopa casera y el pan recién hecho, acompañándolo de café.

En el estante inferior de la mesa de centro, una revista le llamó la atención. Era una revista de modas en cirílico. Leandra se sintió algo más aliviada. Sin duda estaba en Grecia, y su presencia allí tendría que ver con Demos. ¿Pero dónde estaba él?

Recorrió la villa. No era muy grande, y no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la única persona que había allí aparte de la vieja ama de llaves era ella misma. Leandra salió, intentando no sentir miedo. ¡Demos tenía que estar en alguna parte!

La finca consistía de un bonito jardín mediterráneo, sin césped pero lleno de caminos de piedra, de plantas y arbustos preciosos y coloridos. Había olivos diseminados por la propiedad, tal vez el indicio de algún antiguo olivar. Instintivamente, Leandra se encaminó hacia el mar por un estrecho camino de piedra hasta que a los pocos minutos llegó a una playa en forma de media luna.

Leandra se quedó asombrada. ¡Qué lugar tan exquisito! Las olas rompían suavemente contra la arena dorada de la orilla. A ambos lados de la cala, el terreno se curvaba de manera protectora, con rocas calizas que brillaban al sol.

Volvió la vista atrás y divisó la pequeña villa, medio escondida entre los olivos.

¡Qué lugar tan precioso! Tan íntimo, tan rústico, pero con una sencillez que le llenó el corazón tanto como la vista.

Pero de Demos no había ninguna señal.

Aparte del ama de llaves, el único otro ser humano que vio allí fue un hombre mayor que regaba las plantas, y que dedujo sería el marido de la amable señora. Por el modo en el que le hizo señas a Leandra, esta se dio cuenta de que también era sordo.

De nuevo sintió el miedo atenazándole la garganta. Instintivamente dio la vuelta a la villa, empeñada en llegar a alguna carretera que tal vez la condujera a alguna taberna de algún pueblo con un teléfono desde donde llamar a Londres y enterarse de qué estaba pasando. Al menos tenía su bolso, y en algún sitio le cambiarían dinero.

Se paró en seco. La villa no tenía entrada, ni camino que saliera a ninguna carretera. Nada.

Parecía como si el terreno de la finca se extendiera, elevándose ligeramente. Tal vez pudiera encontrar un atajo campo a través y llegar a alguna carretera. Tenía que haber alguna, por muy remota que fuera aquella casa. A juzgar por el silencio absoluto, puesto que ni siquiera se oía de lejos el ruido de tráfico alguno, debía de estar muy alejada de todo, pensaba Leandra, intentando no preocuparse más.

Echó a andar con resolución y llegó a lo alto de la colina. Allí se detuvo y bajó la vista. Abajo, situada cerca de la playa, estaba la villa. Un poco más allí vio una zona plana, un moderno hangar metálico y una manga de viento, por lo que dedujo que era un helipuerto. Más abajo del helipuerto había una caleta con un espigón de piedra y un cobertizo para botes, pero no vio ninguna barca. La fachada de la villa era una playa, una joya secreta. Paseó la mirada por la playa y después la volvió en dirección contraria. Solo había mar. Volvió la cabeza y el mar seguía visible.

Mientras terminaba de dar la vuelta completa con la vista, Leandra sintió que se le cortaba la digestión de la comida. El mar se veía mirara hacia donde mirara.

Se quedó inmóvil, como una estatua, mientras la verdad caía sobre ella como una losa.

Estaba en una isla.

Theo cerró el estrangulador y cortó los rotores. Por fin había aterrizado. Mientras apagaba los controles con experiencia rutinaria miró por el parabrisas y se quitó los cascos.

La chica estaba allí esperándolo.

La había visto corriendo hacia el helipuerto mientras descendía, alertada por el ruido de las aspas del aparato, que sabía se oían por toda la isla.

La miró torvamente. ¡Qué lío más tremendo era todo aquello! ¿Más barato que sobornarla para que dejara a Demos? Theo resopló. Le iba a costar Dios y ayuda convencerla después de lo que le habían hecho. Y si decidía denunciarlos...

Theo sintió el sudor corriéndole bajo la camisa y el traje de ejecutivo. Quería darse una ducha relajante y tomarse una cerveza bien fresca.

Deslizó la puerta trasera y saltó al suelo. No pensaba volver a Atenas esa noche. Tenía que llenar el depósito del helicóptero, y además se estaba haciendo de noche. También estaba cansado. Física y mentalmente. Y de un humor de perros.

Esperaba que la chica no fuera una histérica. Debía de estar asustada por lo que le había pasado, pensaba mientras cerraba la puerta e iba hacia ella.

A medida que se acercaba, a paso rápido como tenía por costumbre, se dio cuenta de que de no haber sabido que era Leandra Ross la mujer que tenía delante, no la habría reconocido.

La sensual gatita había desaparecido. Su cuerpo esbelto y lujurioso estaba casi cubierto por una sudadera y unos vaqueros. Su glorioso cabello rubio lo llevaba recogido en un moño informal, y en su cara no había ni una pizca de maquillaje. Sin embargo, seguía siendo una belleza.

Al tiempo que se acercaba sintió que su cuerpo respondía. Tenía una gracia inconsciente, como una ninfa de la Grecia mítica.

De nuevo, tal y como le había pasado en la gala, se la imaginó entre sus brazos, apretándola contra su cuerpo, tan suave, presionándola con su fuerza..

Bruscamente ahogó el pensamiento. Era irrelevante. Ella no era más que una complicación, una complicación peligrosa gracias a Milo. Y tenía que neutralizarla lo antes posible. Eso era todo.

Se detuvo delante de ella.

Capítulo 3

LEANDRA lo miró como traspuesta.

Después de pasar horas mirando al mar y al cielo, desesperada por ver algo allí, cualquier cosa, aproximándose a la isla, el ruido de un helicóptero que se acercaba le había empujado a correr hacia el helipuerto.

Entonces, cuando la puerta del aparato se abrió y el ocupante había emergido de él, había visto una figura que conocía demasiado bien.

Theo Atrides, muy elegante con un traje de chaqueta hecho a medida y unas gafas de aviador que ocultaban sus ojos oscuros, había cerrado la puerta del helicóptero y se había encaminado hacia ella con paso rápido.

Entonces algo había empezado a bullir en su interior.

Su aspecto era tan despreocupado, tan compuesto, tan pulcro, tan imponente. Tan endiabladamente sereno, que Leandra había sentido que hervía por dentro, como si fuera una olla a presión a punto de estallar.

Se detuvo delante de ella. Entonces la olla estalló.

Con un frenesí y una fuerza que no conocía en sí misma hasta ese momento, Leandra levantó las manos y empezó a golpear el pecho musculoso de aquel hombre, dándole puñetazos como si la hubiera poseído el demonio.