Jeques seductores - Varias Autoras - E-Book

Jeques seductores E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Noche de amor con el jeque - Lucy Monroe Angele ansiaba consumar su relación con el príncipe heredero Zahir tras casarse con él. Inocentemente, anhelaba que su prometido la esperara, como ella lo esperaba a él. Pero unas comprometedoras fotografías sacadas por unos paparazis acabaron con sus sueños de juventud. Angele no estaba dispuesta a convertirse en la mujer de Zahir por obligación, ni someterse a un matrimonio sin amor. Romper… pero no sin imponer una condición. La prometida del desierto - Lynne Graham Bethany estaba desesperada por evitar que la deportaran y sólo el príncipe Razul, al que había intentado olvidar con todas sus fuerzas, podía ayudarla. Había tenido una relación con él dos años atrás, pero en aquella época no había sido capaz de manejar a aquel apasionado y orgulloso hombre. Bethany tenía que quedarse en Datar. Sin embargo, al reanudar su íntima amistad con Razul tuvo que pagar un alto precio. ¡Razul le pediría que se convirtiera en su esposa! El rey de las arenas - Sharon Kendrick Francesca se quedó sorprendida cuando Zahid al Hakam, apareció en la puerta de su casa. ahora era el jeque de Khayarzah y debía de estar acostumbrado a moverse en otros ambientes. Seguía tan atractivo como siempre y ella se sintió tentada a aceptar su invitación de ir a trabajar con él a su país. Zahid descubrió que la desgarbada adolescente que él conoció se había convertido en toda una belleza. ¿Sería justo tener una aventura secreta con ella? Un jeque despiadado - Sandra Marton Un minúsculo biquini no era el atuendo que le hubiera gustado llevar a Rachel Donnelly al conocer al jeque Karim al Safir. Sobre todo siendo él tan atractivo y estando… tan vestido. Karim se quedó horrorizado al conocer a la madre de su recién descubierto sobrino. La emoción que sintió al contemplar el cuerpo medio desnudo de Rachel contradijo su reputación de jeque sin corazón, pero lucharía con todas sus fuerzas para asegurarse de que el heredero al trono fuera educado en Alcantar.

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Índice

Cubierta

Índice

La prometida del desierto

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Noche de amor con el jeque

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

El rey de las arenas

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Un jeque despiadado

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Harlequin Ibérica ebooks

Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1996 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

LA PROMETIDA DEL DESIERTO, N.º 862 - julio 2012.

Título original: The Desert Bride.

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 1997.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0690-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

1

El lujo y opulencia del aeropuerto de Al Kabibi sorprendieron a Bethany. El brillante suelo de mármol, las inmensas arañas de cristal y la abundancia de ornamentos dorados la hicieron parpadear de asombro.

–Impresionante, ¿verdad? –señaló Ed Lancaster en la lenta cola de aduanas–. Y sin embargo, hace cinco años no era más que cemento. El rey Azmir sacaba el petróleo pero guardaba los beneficios. Su tacañería causó mucho resentimiento, no sólo entre los trabajadores locales sino entre los extranjeros también. Las condiciones eran infrahumanas.

El hombre de negocios americano había hecho trasnbordo y había tomado su vuelo en Dubai. Desde entonces no había dejado de hablar ni treinta segundos, pero Bethany había agradecido la distracción de la sombría realidad de que si su jefe de departamento no hubiera insistido en que centrara su investigación en aquella parte del Medio Oriente, ninguna fuerza humana la hubiera convencido de poner los pies en el país de Datar.

–Cuando el rey Azmir cayó enfermo y tomó el mando el príncipe heredero, Razul –prosiguió su acompañante sin notar que Bethany se había puesto rígida y pálida–, cambiaron mucho las cosas. Ha transformado la sociedad de Datar...

Bajo la espesa mata de colorido pelo rizado, la belleza de Bethany se congeló y sus asombrosos ojos verdes se endurecieron como el hielo polar. De repente, sólo deseaba que Ed se callara. No quería oír hablar del príncipe Razul al Rashidai Harun. No tenía el mínimo deseo de admitir que sus caminos se habían cruzado de forma inolvidable durante la breve estancia de Razul en la universidad.

–Y la gente lo adora. Razul es como su héroe internacional. Le llaman La Espada de la Verdad. Les mencionas la palabra «democracia» y se sulfuran. Empiezan a hablarte de cómo los salvó él de una guerra civil durante la rebelión, cómo tomó el mando del ejército... Hasta han hecho una película del episodio. Están tan orgullosos de él...

–Supongo que deben estarlo –dijo Bethany con un temblor de amargura.

–Sí –Ed suspiró con evidente admiración–. Aunque ese culto divino que han levantado alrededor de él puede ser penoso, es un gran tipo. Por cierto –añadió Ed deteniéndose para tomar aliento–, ¿quién va a ir a recogerte?

–Nadie.

Ed frunció el ceño.

–¿Pero viajas sola?

Bethany contuvo un gemido. No había estado sola en el aeropuerto de Gatwick. Un compañero iba a hacer el viaje con ella, pero sólo unos minutos antes de subir al avión, Simon había tropezado con una maleta y se había roto el tobillo. Se había sentido fatal dejándolo solo con los de la ambulancia, pero como apenas conocía al joven, el trabajo había sido su prioridad.

–¿Y por qué no iba a viajar sola?

–¿Cómo diablos conseguiste el visado?

De repente la miró con mucha seriedad.

–De la forma habitual. ¿Qué pasa?

–Quizá nada –Ed se encogió de hombros con aspecto de incomodidad sin mirarla a los ojos–. ¿Quieres que me quede contigo por si surge algún problema?

–Por supuesto que no, y no veo motivos por los que deba surgir ningún problema –dijo Bethany con bastante sequedad.

Pero los hubo. Apenas se había despedido Ed con un balanceo de mano cuando el oficial de aduanas la interrogó:

–¿El señor Simon Tarrant?

Bethany frunció el ceño.

–Según su visado, usted viajaba con un acompañante masculino. ¿Dónde está?

–No pudo tomar el vuelo.

–O sea, que viaja usted sola, doctora Morgan.

La mueca que puso era síntoma de que dudaba hasta de la validez de su doctorado académico. Eso no la sorprendía. En Datar acababan de aprobar el derecho a la educación para las niñas. El concepto de una mujer universitaria era para los hombres de Datar como encontrarse con un marciano.

–¿Algún motivo por el que no debiera? –preguntó Bethany irritada y sonrojada cuando la apartaron a un lado llamando la atención de todos los de la fila.

–Su visado no es válido –le informó el oficial haciendo una seña a dos policías uniformados que ya estaban mirando en su dirección–. No puede entrar en Datar. La devolveremos a Inglaterra en el próximo vuelo. Si no tiene billete de vuelta, generosamente le pagaremos el viaje.

–¿No válido? –gimió Bethany con incredulidad.

–Obtenido con fraude –frunció el ceño el oficial con extrema severidad antes de dirigirse a sus dos hombres en árabe.

–¿Fraude?

–La policía del aeropuerto la custodiará hasta la salida.

La policía del aeropuerto ya la estaba mirando con una descarada especulación sexual. Incluso en medio del increíble problema de estar expuesta a la deportación inmediata, aquellas insolentes miradas le hicieron a Bethany apretar los dientes de rabia. A veces pensaba que sus atributos físicos eran una broma macabra para la especie masculina.

–¡Está usted cometiendo un grave error! ¡Exijo hablar con su superior! –exclamó Bethany poniéndose rígida–. Mi visado fue legitimado por la embajada de Datar en Londres.

Se detuvo cuando se dio cuenta de que nadie la estaba escuchando y que los dos policías ya la estaban cercando con un aspecto alarmante.

Bethany tuvo una sensación desconocida. Era miedo, puro y desnudo. El pánico la asaltó. Inspiró y utilizó la única táctica defensiva que le quedaba.

–Me gustaría que supiera que soy amiga personal del príncipe Razul.

El oficial, que ya se estaba dando la vuelta, se quedó paralizado.

–Nos conocimos cuando él estaba estudiando en Londres.

Le ardieron las mejillas de vergüenza por tener que utilizar una influencia, pero alzó la barbilla y al hacerlo, los focos se reflejaron con fiereza en el largo torrente de pelo rizado, jugando con los vibrantes mechones que iban desde el cobrizo al dorado en una cascada de gloriosos colores.

El oficial casi soltó un gemido y se quedó con la boca abierta al fijarse en aquel pelo. Dio un paso atrás y con la cara repentinamente pálida, habló en un árabe gutural con los dos hombres. Una mirada de horror les cruzó la cara. Ellos también retrocedieron como si les hubiera caído un rayo.

–Es usted la única, entonces –susurró el oficial con un tono cargado de significado.

–¿La única qué?

El oficial transmitió un mensaje con rapidez por su radio y se pasó un pañuelo por la frente para secarse el sudor.

–Ha habido un horrible e imperdonable error, doctora Morgan.

–¿Y mi visado?

–No hay ningún problema con su visado. Por favor, venga por aquí –la apremió antes de ofrecerle una retahíla de fervientes excusas.

A los pocos minutos, apareció un ejecutivo de mediana edad que se presentó a sí mismo como Hussein bin Omar, el director del aeropuerto. Con una tensión palpable, empezó a disculparse con una mezcolanza de árabe e inglés que era ininteligible. Insistió en llevarla a una cómoda oficina mientras esperaba por su equipaje. Era tan servil que la avergonzó.

Irónicamente, lo último que deseaba Bethany era llamar la atención a su llegada a Datar. De repente deseó con fervor haber mantenido su estúpida boca cerrada. Su referencia a Razul había sido debida a una oleada repentina de pánico. ¿Por qué no habría mantenido la calma y utilizado un razonamiento lógico para arreglar el equívoco? ¿Y por qué se habían puesto tan nerviosos porque viajara sola?

Quince minutos más tarde, el director del aeropuerto la condujo por... una alfombra roja que no estaba puesta antes. Bethany empezó a preocuparse de verdad. Aquel tratamiento tan exquisito le sorprendía. Todo el mundo la miraba. De hecho, era como si todo el aeropuerto se hubiera quedado inmóvil y cargado de una excitación eléctrica.

Tenían que haberse equivocado de identidad, decidió mientras intentaba mantener la compostura. ¿Quién diablos se pensaba Hussein bin Omar que era?

Qué idiota había sido en decir que era amiga del príncipe... sobre todo siendo mentira... una mentira bastante descarada, pensó al recordar su último fugaz encuentro con el príncipe coronado de Datar e intentar apartar el doloroso recuerdo. No había tenido mucha elección, decidió con fiereza. Casi se había puesto en ridículo, pero al menos él no lo había sabido. No le había dado esa satisfacción.

Toda una columna de relucientes policías esperaba firme bajo el sol abrasador de fuera. Bethany se puso pálida. Empezó a sudar bajo la fresca ropa de algodón que llevaba.

–Su escolta, doctora Morgan.

Hussein bin Omar chasqueó con los dedos y un policía se adelantó a abrirle la puerta del coche oficial allí parado.

–¿Mi escolta? –repitió temblorosa mientras una joven se adelantaba y le plantaba un enorme ramo de flores en las manos.

Como si no fuera suficiente, le agarró los dedos y se los besó.

Se habían vuelto todos locos, pensó Bethany mientras entraba en el coche de policía. Al instante se riñó a sí misma por aquella idea. Como antropóloga estaba preparada para comprender todo tipo de culturas. Cuando el coche se puso en marcha con el aullido de las sirenas, se dijo que debía mantener la calma, pero le resultó difícil al ver que otros dos coches de policía la escoltaban.

El sentido común le dio la explicación más obvia. Todo aquel tratamiento debía ser por haber reclamado ser amiga del príncipe Razul. Aquello no era Inglaterra, sino un reino feudal que sólo recientemente estaba empezado a salir del oscurantismo de la Edad Media.

Cerró los ojos con horror cuando el conductor encendió una luz roja que obligaba a detenerse a todos los vehículos con los que se cruzaban. Entreabrió los párpados con miedo para observar la ciudad de Al Kabibi a una gran velocidad. Los rascacielos ultramodernos y centros comerciales se mezclaban con edificios de arquitectura clásica y mezquitas con cúpulas de color turquesa.

Después de pasar las lujosas villas blancas de las afueras, la ancha y polvorienta autopista avanzó por un paisaje desértico y desolador.

El conductor habló con excitación por la radio y Bethany se puso a rezar. Y entonces, sin ninguna señal de advertencia, el coche salió de la carretera para avanzar hacia una fortaleza defendida por dos gigantescos portones. Un grupo de nativos apareció directamente en su camino. Todos llevaban fusiles. El conductor frenó con tal brusquedad que Bethany salió disparada hacia delante y entonces escuchó las ráfagas de las metralletas y se tiró al suelo enroscándose en una bola.

Se quedó en el suelo temblando de miedo hasta que la puerta se abrió.

–¿Doctora Morgan?

Bethany alzó la vista y se encontró con la mirada interrogante de un pequeño caballero árabe con barba de chivo.

–Soy Mustafá...

–La... la... las metralletas.

–Era sólo una salva de bienvenida de los guardias de palacio. ¿Le asustaron? Por favor, acepte mis disculpas en su nombre.

–Oh... –se sintió absurda y se sonrojó– . ¿Los guardias de palacio? –con los ojos como platos miró al hombre–. ¿No es esto mi hotel?

–Lo cierto es que no, doctora Morgan. Esto es el Palacio Real –esbozó una sonrisa de diversión–. El príncipe Razul pidió que la trajéramos aquí sin demora.

–¿El príncipe Razul? –repitió ella con voz estrangulada.

Pero Mustafá ya se había dado la vuelta hacia la ornamentada entrada de arcos claramente esperando que lo siguiera.

El director del aeropuerto debía de haber avisado a Razul de su llegada, pensó Bethany con horror. Pero ¿para qué diablos habría pedido Razul que la llevaran a palacio? Por la forma en que se había ido dos años atrás, no debería desear volver a verla.

Sus privilegios ancestrales y el ser la fantasía de cualquier mujer no habían preparado a un príncipe árabe para que lo rechazaran. Hacia el final de su último y desastroso encuentro, a Bethany no le cupo ninguna duda de que Razul se había sentido profundamente ofendido por negarse ella a tener nada con él.

Y sin embargo, ella había meditado todas sus palabras con antelación y había hecho acopio del mayor tacto posible. Conocía la fuerza de su orgullo. Se le ensombreció la cara al aflorar los crueles recuerdos. Razul se había puesto furioso y la había acusado de haber perdido la cabeza. No es que ella no estuviera orgullosa de la decisión que había tomado, aunque la hubiera roto por la mitad. Bethany había luchado por el respeto ante sí misma, ¿por qué negarlo?

Mientras seguía al hombre a un recibidor inmenso por un paseo bordeado de columnas de mármol, se quedó impresionada del exotismo del lugar. Los diminutos mosaicos formaban intrincados motivos geométricos en tonos desde el verde oscuro y ocre hasta el azul más pálido, cubriendo cada milímetro de las paredes y los techos El efecto era asombrosamente bello y a la vez sugería siglos de antigüedad. Un sonido débil le hizo volver la cabeza.

¿Era una risa o un susurro?

Alzó la vista y vio las celosías labradas que cubrían una galería por encima de ella. Tras la delicada barrera de filigrana, captó movimientos, colores, las risas de alguna joven, y los excitados murmullos de más de una voz femenina.

Una oleada de perfume almizcleño le llegó a la nariz.

¿Una diminuta ventana al mundo exterior para el harén? Bethany se paralizó y se puso pálida sintiendo un terrible dolor en lo más profundo. La tesis que le había hecho conseguir el doctorado y su puesto actual de profesora de universidad había tratado de la supresión de los derechos de las mujeres en el Tercer Mundo. Aquello no era el Tercer Mundo, pero aun así, la terrible ironía de su atracción casi incontrolable por Razul había tirado sus principios por tierra dos años atrás. Sus colegas se habían muerto de risa cuando él la había perseguido... un príncipe árabe con cien concubinas esperándolo en su harén.

–¡Doctora Morgan! –la llamó suplicante Mustafá.

Aturdida por la cascada de recuerdos, Bethany siguió avanzando. Al final del recibidor, encontraron a dos fieros guardianes apostados a ambos lados de las puertas labradas. Llevaban espadas ceremoniales, pero también pistolas. A una señal de Mustafá, abrieron las puertas que daban a una magnífica sala de audiencias. Su anfitrión dio un paso atrás dejando claro que ya no la acompañaría más lejos.

Al final de la gran sala, la luz del sol se filtraba por las celosías y mostraba un patio interior. Hacía que el interior pareciera en penumbra y acentuaba su riqueza y su esplendor. Sus toscas sandalias de cuero resonaron en el pulido suelo de mármol. Vaciló con el corazón desbocado al contemplar el trono vacío con cojines de seda. Pero una terrible excitación la sacudió y sintió, incluso antes de verlo, la temerosa mezcla de anticipación y deseo que dos años antes habían convertido su mundo disciplinado en un perfecto caos.

–La doctora Livingstone, supongo.

Bethany se dio la vuelta, con el suave acento meloso produciéndole escalofríos por toda la espina dorsal.

Se quedó sin aliento. A unos pocos metros de distancia, en el sofá del patio, descansaba la encarnación de un hombre medieval del siglo XX: Razul al Rashidai Harun, príncipe coronado de Datar, un espécimen tan incivilizado y cargado de masculinidad primitiva como cualquier hombre de las cavernas.

–Lo único que le falta a tu atuendo es un sombrero. ¿Creías que ibas al África profunda? –comentó con humor Razul.

De repente Bethany se sintió fuera de lugar. No podía apartar los ojos de él mientras se acercaba a ella con movimientos felinos. Tenía un aspecto de quitar el aliento, con un toque terriblemente exótico. Facciones cinceladas, pómulos altos y afilados y piel morena, parecía sacado de un tapiz beréber. Era muy alto para su raza. Vestido con una túnica de fino color crema y la cabeza envuelta en un turbante real doble, Razul bajó la vista hacia ella con unos ojos profundos como la noche oscura.

A Bethany le costó toda su fuerza de voluntad mantener el terreno. Se le secó la boca. Razul dio una vuelta con calma alrededor de ella como un depredador rodeando a su víctima. La imagen no le alivió la tensión.

–Qué silenciosa estás... –murmuró Razul mientras se apartaba dos pasos de ella–. Estás asombrada, ¿verdad? El bárbaro por fin ha aprendido a hablar bien inglés.

Bethany se quedó mortalmente pálida y dio un respingo como si le hubieran clavado un estilete en las costillas.

–Por favor...

–Y hasta sé cómo usar la cubertería occidental –siguió Razul sin piedad.

Bethany bajó la cabeza con angustia. ¿Pensaba él que aquellos asuntos tan triviales tenían de verdad importancia? El corazón se le había ido hacia él cuando luchaba, con aquel salvaje orgullo suyo, por adaptarse a un mundo al que su viejo y sospechoso padre le había negado el acceso hasta una edad en la que era más difícil asimilarlo.

–Pero el bárbaro no aprendió una lección que tú le deberías haber enseñado –murmuró Razul en voz muy baja–. No tenía necesidad de ella porque conozco a las mujeres. Siempre he tenido mujeres. No te perseguí a ti impulsado por una arrogancia primitiva y chaovinista de creerme irresistible. Te perseguí porque leí en tu mirada una invitación desnuda.

–¡No!

–Deseo, ansia... necesidad –pronunció Razul con tanta suavidad que a Bethany se le erizó el vello de la nuca–. Pese a que esos maduros labios rosas decían «no», esos ojos esmeralda rogaban que yo insistiera. ¿Te halagó el ego, doctora Morgan? ¿No te excitó el juego?

Asombrada de que él pareciera recordar cada palabra que le había dicho, Bethany quedó paralizada. Él lo había sabido. Había sabido que a un profundo nivel oscuro ella lo deseaba a pesar de todas sus protestas Se sentía desnuda, expuesta. Aún peor, Razul había interpretado su ambivalencia de la forma más ofensiva.

–Si crees que jugué contigo, te aseguro que no fue intencionado –respondió Bethany sin mirarlo.

Quizá le debiera a Razul escucharlo. Dos años atrás, su fiera rabia no lo había ayudado en nada a expresarse en la lengua de ella.

El silencio se prolongó. Bethany sintió su frustración. Él deseaba que ella se defendiera. Era curioso que Bethany entendiera exactamente lo que sucedía en aquel retorcido e inteligente cerebro del príncipe. Pero defenderse sólo prolongaría la agonía... y ella ya sentía agonía, con el evocador aroma de sándalo impregnando el ambiente y el suave siseo de su respiración interfiriendo en su concentración. La llevó atrás, a un tiempo terrible en que su seguro mundo casi se había desmoronado.

–¿Puedo irme ahora? –casi susurró de lo tensa que estaba.

–Mírame.

–No.

–¡Mírame!

La mirada de Bethany tropezó con los vibrantes ojos dorados de tigre y se le cortó la respiración. La extraordinaria fuerza de Razul la tenía fascinada. De repente se sintió mareada y desorientada. Con una sensación de total impotencia, sintió sus senos inflamarse y sus pezones erizarse contra las copas del sujetador. Se sonrojó, no podía hacer nada para controlar su propio cuerpo. La carga electrizante y sexual del ambiente desbordaba todas sus defensas.

Razul esbozó una sonrisa lobuna y sus fantásticos ojos dorados se deslizaron sobre ella, deteniéndose en cada una de sus generosas curvas apenas cubiertas por la ropa suelta. Entonces, sin previa advertencia, dio un paso atrás y una palmada. El sonido fue como un tiro en medio del denso silencio.

–Ahora tomaremos el té y hablaremos –anunció Razul con una simplicidad y autoridad exquisitas que le hicieron a Bethany recordar quién era, lo que significaba su estatus y dónde se encontraba ella.

Aquel hombre arrogante era sinónimo de divinidad en Datar.

Bethany se puso tensa y se cruzó de brazos.

–No creo que...

Como por arte de magia, surgieron tres sirvientes, uno con una bandeja con tazas, otro con una tetera y el tercero con una mesa baja de ébano.

Él se sentó entre los cojines con una innata gracia animal y ella se sentó contra otro grupo de cojines sobre la deliciosa alfombra, sintiéndose miserable. Los recuerdos no la abandonaban.

En otro tiempo él la había atraído sin remedio. Cada mínimo detalle de la vida de Razul le había fascinado. Ella tenía veinticinco años pero en muchos aspectos era más ingenua que una adolescente. Él había sido su primer amor, obsesión o como quiera llamársele, pero le había afectado más porque ya no tenía dieciséis años ni la rapidez de recuperación que esa edad conllevaba. Y ella misma había sido arrogante al creer que su capacidad mental era suficiente para no sucumbir a los asaltos hormonales ni a respuestas emocionales inmaduras. Pero él había tirado por tierra todas sus suposiciones.

–Ha habido una pequeña confusión acerca de mi visado en el aeropuerto... No hubiera mencionado tu nombre si no hubiera sido por eso –se escuchó decir.

Bethany no era impulsiva, pero con Razul cerca, no era ella misma. La taza de porcelana china traicionó sus temblores mientras intentaba distraerse dando sorbos.

–Tu visado no era válido.

–¿Perdona?

–A las mujeres jóvenes sólo se les concede un visado bajo condiciones muy estrictas: si vienen a quedarse con una familia de Datar, tienen un contrato legal de empleo o viajan con un hombre –enumeró Razul para asombro de Bethany–. Se suponía que tú venías acompañada y llegaste sola. Eso invalidó tu documentación.

Bethany alzó la barbilla y sus ojos esmeralda despidieron chispas.

–O sea que discrimináis a las mujeres extranjeras con esa lista de ridículas condiciones...

–La discriminación puede ser a veces un acto positivo.

–¡Nunca!

–Me obligas a ser ingenuo –sus brillantes ojos descansaron sobre ella con impaciencia y su boca se endureció–. Un flujo de busconas no puede ser considerado beneficioso para nuestra sociedad.

–¿Busconas?

–Nuestras mujeres deben ser vírgenes cuando se casen. Si no, su familia queda deshonrada. En tal sociedad, la profesión más antigua del mundo funciona, pero nunca tuvimos problemas hasta que empezamos a conceder visados con demasiada libertad.

–¿Me estás diciendo que me confundieron con algún tipo de prostituta en el aeropuerto? –preguntó Bethany con voz temblorosa.

–La otra categoría de mujeres, a las que queremos excluir, yo las llamaría «trabajadoras aventureras», si quieres una etiqueta más aceptable.

–Me temo que no te entiendo –dijo Bethany con tensión.

–Las mujeres jóvenes vienen aquí fundamentalmente a trabajar. En los clubes nocturnos que han prosperado en la ciudad. Allí se visten, actúan y beben de una forma perfectamente aceptable en sus propios países, pero aquí se ve bajo una luz muy diferente. Un alto porcentaje de esas mujeres no vuelve nunca a sus casas. Se quedan ilegalmente aquí y se convierten en amantes de hombres ricos a cambio de una vida de lujo.

–¡De verdad que yo no creo tener ese aspecto! –estalló Bethany sonrojada de rabia–. Y por muy fascinante que sea todo esto, quiero volver a mi hotel.

–En nuestros hoteles no se suelen aceptar mujeres de tu edad solas.

Bethany se pasó una mano temblorosa por el pelo.

–¿Perdona?

–Que ningún hotel te ofrecerá acomodación si llegas sola –su fuerte y morena cara era impasible mientras la miraba con intensidad–. Si no te hubiera traído al palacio, estarías ya de vuelta en Inglaterra.

–¡Pero eso es ridículo! ¡Yo no tengo la culpa de que mi compañero se rompiera un tobillo justo antes de salir!

–Una desgracia –dijo con una débil sonrisa de su boca preciosamente moldeada.

Su tono sugería que no estaba interesado en lo más mínimo en unas dificultades burocráticas que él podría barrer de un plumazo... si quisiera.

Bethany apartó la taza con una sonrisa forzada y los dientes apretados.

–Mira... éste es un importante viaje de investigación para mí...

–Siempre te has tomado tu trabajo muy en serio.

–Estoy aquí en Datar para investigar la cultura nómada.

–¡Qué tierno!

¿Tierno?

Ella había supuesto que a pesar de su cultura trataría el tema con más respeto.

–He leído tu tesis sobre la supresión de los derechos de las mujeres –murmuró Razul con mucha suavidad.

–¿Has leído mi tesis?

–Sí, y pretendo ofrecerte con generosidad la investigación de un campo que te haría famosa cuando vuelvas a tu país.

–¿Qué campo? –preguntó Bethany con el ceño fruncido mientras se agitaba incómoda contra los cojines reaccionando instintivamente ante la tensión del ambiente.

Razul esbozó su sonrisa de depredador.

–Una forma de vida que nunca se ha mostrado con libertad a ningún antropólogo occidental. Me siento como Santa Claus.

–¿Perdona?

Bethany se echó hacia atrás como para escapar de la amenaza que emanaba de las vibrantes ondas de Razul.

–Una estancia prolongada en mi harén te daría la oportunidad de hacer una investigación académica y a mí la tan esperada oportunidad de enseñarte lo que es ser una mujer –dijo Razul con sedosa satisfacción.

2

–¿Tu harén?

Durante treinta segundos, Bethany simplemente miró a Razul con los brillantes ojos verdes muy abiertos. Entonces apretó los labios en una línea muy fina.

–Muy divertido –dijo mientras luchaba contra la amargura que amenazaba con envolverla.

–Eres tú la que está en mi mundo ahora –comentó Razul con indolente frialdad. Sus velados ojos oscuros se deslizaron sobre ella como una caricia física–. Cuando salgas de ahí, serás una mujer totalmente diferente.

Con actitud agresiva, los pies separados y los brazos tensos, Bethany tembló sacudida por oleadas de furia.

–Si me vuelves a mirar de esa manera, te daré un puñetazo que te hará tragar los dientes.

Una sonrisa suavizó la dura boca de Razul y sus perfectos dientes blancos resaltaron contra la piel dorada. La examinó con intenso placer.

–Mi padre siempre decía: «¿Merece esta mujer un incidente diplomático?». Si él te viera ahora, ni siquiera hubiera hecho esa pregunta.

–¿Qué quieres decir con un incidente diplomático?

–Más pronto o más tarde te echarán de menos –señaló él con delicadeza–. Harán preguntas y habrá que dar respuestas. Los de la Oficina de Extranjería llamarán a nuestro embajador en Londres. Pero sospecho que pueden pasar semanas hasta llegar a esa situación.

–¿Oficina de Extranjería?

Bethany sacudió la cabeza con incredulidad.

–Verás, en tu vida hay poca gente como para notar tu ausencia. Tú escribes a tu madre una vez al mes y con tu hermano no te comunicas. Tu única amiga está pasando su luna de miel en Sudamérica y en cuanto a tus colegas académicos... –Razul enumeró aquellos hechos con el mismo tono calmado y medido, como si no se diera cuenta de la creciente perplejidad de Bethany–. Ahora están disfrutando de sus largas vacaciones de verano. Dudo que esperen siquiera noticias tuyas. Encuentro que tu vida de aislamiento es un triste testimonio de tu maravillosa civilización occidental.

Bethany se humedeció los labios.

–¿Có... cómo sabes todas esas cosas de mí?

–Una agencia de investigación.

–¿Me has puesto a un detective? ¿Cuándo? ¡Si ni siquiera sabías que venía a Datar!

–¿Que no? Una generosa donación a tu universidad aseguró tu llegada.

–¿Perdona?

Bethany sintió un nudo de tensión en la garganta.

–¿Por qué crees que tus superiores insistieron en que la investigación se realizara en Datar?

–Las tribus nómadas de aquí no han estado tan expuestas al mundo moderno como en otros países –le informó ella con aspereza apretando las manos.

–Cierto... pero ¿quién sugirió el tema de tu investigación?

Bethany se quedó rígida. La idea había surgido de sus superiores, no del departamento de antropología. De hecho, había habido murmuraciones resentidas porque las oportunidades de hacer investigaciones en un país extranjero eran muy escasas últimamente.

–Estoy donando a tu universidad una biblioteca nueva y mi representante inglés acentuó su interés especial en Datar y también mencionó lo impresionado que estaba con la serie de conferencias que habías dado el año pasado. Insistió en un anonimato absoluto a cambio de la donación.

Bethany había empezado a temblar. Sin ningún remordimiento le estaba contando que la había llevado a Datar con falsas pretensiones.

–No... no creo que tú... ¡Me niego a creerte!

–Sé la fecha de tu llegada desde que solicitaste el visado. Para lo que no estaba preparado era para que llegaras sola al aeropuerto, pero eso ha jugado en mi favor. Ahora no tienes acompañante que se pueda alarmar y te tengo en mi posesión mucho antes de lo previsto.

–¡No me tienes en tu posesión, maníaco! –Bethany agarró su bolsa de viaje y se fue hacia las puertas–. ¡Ya he oído bastantes tonterías!

–¿Estás preparada para una retención física?

–¿Qué quieres decir?

–Que no se puede abandonar el palacio sin mi permiso.

–¡A mí nadie me tiene que permitir hacer nada! ¡Hago lo que tengo que hacer! ¡Y me vuelvo al aeropuerto!

–Si obligas a mis hombres a que te pongan las manos encima, los avergonzarás terriblemente por provocar tal indignidad... pero no vacilarán en cumplir con su trabajo –la advirtió Razul.

Las puertas se abrieron de par en par. Al instante, dos guardianes se dieron la vuelta y la miraron desviando ligeramente la vista. Para un hombre árabe era un insulto mirar a una mujer que no fuera de su familia... pero ella no era ninguna de sus mujeres. Con un violento movimiento de frustración, Bethany cerró las puertas de golpe.

–¡Si no me dejas salir de aquí gritaré!

–Eso sólo te pondrá peor la migraña.

¿Cómo sabía él que tenía migrañas?

–No crees que vaya a gritar, ¿verdad? Crees que estoy tan malditamente impresionada por tus ridículas amenazas y tu pretenciosa sala del trono que no ha llegado la gota, ¿no?

–¿La gota? –preguntó frunciendo el ceño mientras se levantaba y avanzaba hacia ella.

–¡Apártate de mí! ¡Te lo advierto!

Al borde de la histeria por primera vez en su vida, Bethany estiró los hombros y gritó.

Le dolieron los oídos, la garganta y la cabeza. Pero lo que más le sorprendió fue que nadie acudiera a su llamada.

–Pregúntate a ti misma la felicidad que la vida occidental te ha traído –le apremió Razul con suavidad–. Trabajas incontables horas. Vives como un ratón en una jaula y te niegas el mínimo placer femenino.

–¡Soy feliz con mi vida y estoy totalmente satisfecha con mi trabajo!

–Estar totalmente satisfecho para mí significa estar infinitamente más satisfecho. Te aliviaré toda esa tensión acumulada.

–La única forma de aliviar mi tensión acumulada en este momento es atacarte físicamente... si no te mantienes apartado –juró Bethany con la cabeza palpitante, la piel húmeda y el estómago encogido–. Ahora quizá creas que este pequeño juego de poder tuyo es divertido, pero ya ha ido demasiado lejos... ¿me oyes? ¡Quiero que me lleven al aeropuerto ahora mismo!

–Si te doy lo que dices que quieres, te arrepentirás para el resto de tu vida –aseguró Razul con sequedad–. No permitiré que tomes una decisión tan estúpida.

–¡Atrás, Razul! La broma ha ido demasiado lejos. No pretenderás mantenerme aquí en contra de mi voluntad. No creo que seas de ese tipo...

–Tengo gustos católicos.

–Intelectualmente te encuentro...

–¿Un reto? Cuando hayas descansado lo suficiente te sentirás más dispuesta a amoldarte a las nuevas circunstancias. Ya no estarás más sola.

–¡Me gusta estar sola!

–¡Tienes miedo a cuidarte de ti misma!

–¡No pienso darte nada a ti!

Fue un grito de desesperación. De repente, sin previa advertencia, las lágrimas le empañaron los ojos y se cubrió la cara con las manos temblorosas.

Un par de fuertes manos la apartaron de la pared en la que estaba apoyada.

–¡No! –gritó Bethany con horror.

Las manos la alzaron del suelo y clavó la vista en aquel par de ojos dorados enmarcados por espesas pestañas como el ébano más largas que las suyas.

–Deja de luchar contra mí.

–Bájame –gimió ella con debilidad.

–Sss –susurró él con suavidad–. La rendición puede ser el placer más dulce para cualquier mujer. Has nacido para doblegarte, no para luchar.

Ella cerró los ojos acuosos sintiéndose demasiado enferma como para luchar. Dos años atrás se había gastado hasta el último penique en un viaje a Canadá a casa de su tía para escapar de él. Como una drogadicta, había tenido síntomas de abstinencia como noches de insomnio, pérdida de apetito, cambios de humor y lo que era peor, la temerosa convicción de que tenía una vena de masoquismo igual que la que su martirizada madre había mostrado ante el voluble de su padre.

Razul la estaba llevando en brazos sin ningún esfuerzo aparente. Sentía el aroma de él tan cerca... limpio, cálido, intensamente masculino. Nunca habían estado tan cerca antes. Pero ella se había preguntado muchas veces cómo se sentiría en sus brazos. Ahora que estaba atrapada en ellos, le gustó, para su horror. Le gustó el hecho de que él tomara el mando, le gustó la suave y rica sensación de sus ropas contra su mejilla, la masculina fuerza desnuda de él, el regular latido de su corazón. Se le escapó un gemido que no tenía nada que ver con la migraña.

Un clamor de ansiosas voces femeninas en árabe la recibió cuando la tendieron en la cama. Una mano fría se posó en su frente. Razul. Una parte de ella deseaba retener el contacto y eso le hizo sentirse peor que nunca. Él la levantó.

–Bébete esto...

Bethany tomó la infusión de hierbas sintiéndose más débil que un gatito y abrió un instante los párpados. Dos mujeres jóvenes arrodilladas en una alfombra cercana a la cama la miraban con la misma expresión de preocupación y fascinación. El melodrama había nacido en Arabia, pensó.

–Ahora vendrá el doctor –Razul le retiró el fiero mechón de rizos de la frente empañada en sudor. Su mano no era del todo firme–. Cierra los ojos y relájate. La tensión te aumentará el dolor.

¿Relajarse? La asaltó una oleada de angustia. Razul la había llevado a su harén. Aquellas debían de ser sus mujeres. Esposas, concubinas... Oh, Dios bendito, ¿qué importaba lo que fueran? Él seguía siendo un hombre con doscientas mujeres jóvenes y bonitas a su disposición... regalos de su padre.

Datar había hecho un comunicado oficial quejándose al gobierno británico cuando cierta prensa amarilla había difundido lo que los dataris consideraban asuntos muy privados. Las relaciones diplomáticas se habían cortado durante seis meses y los contratos que debían haber firmado con empresas británicas habían sido hechos con otras. Desde entonces, la prensa había tenido mucho tacto con la vida sexual del exótico príncipe coronado de Datar.

Razul se había puesto furioso cuando ella le había echado en cara el mismo asunto. El que una mujer se hubiera atrevido a mencionar aquel tema innombrable, por no mencionar el hecho de que se hubiera atrevido a juzgar su moral, le había producido tal indignación que había olvidado hasta la última palabra en inglés. Así que le había soltado una arenga furiosa en su propio idioma antes de salir como una tromba dejándola llorosa, vacía y amargada.

Entre un sorprendente sopor y aquellos recuerdos, Bethany empezó a calmarse con aquellos dedos fríos y firmes entrelazados con los de ella. Sintiéndose inexplicablemente relajada, se abandonó a un sueño profundo.

Bethany se despertó con el trino de los pájaros. Levantó las oscuras pestañas y no vio un techo, sino una cúpula de preciosas vidrieras. Se sentó con un gemido. La esperaba otra sorpresa. No estaba sola. Tres jóvenes con sonrisas radiantes estaban arrodilladas en total silencio en la alfombra.

–¡Estás despierta, sitt!

Una de ellas se levantó con gracia y alzó con timidez sus preciosos ojos almendrados hacia ella. Su esbelto cuerpo estaba cubierto con un corpiño colorido y ajustado y una falda de vuelo, los pies calzados con zapatillas bordadas de pedrería y las joyas de oro tintineaban a cada uno de sus movimientos.

–Soy Zulema. Nos han elegido para servirte. Muchas mujeres deseaban ese honor, pero sólo yo hablo inglés. El príncipe Razul dice que hablo inglés muy bien... ¿Te parece que lo hablo bien?

La pregunta debía de ser porque Bethany la estaba mirando con la boca abierta.

Bethany inspiró mientras contemplaba la fabulosa habitación y después bajaba la vista hacia la túnica de seda blanca transparente que misteriosamente llevaba encima.

–Hablas inglés maravillosamente, Zulema –murmuró con debilidad.

–Te prepararé un baño, sitt. Debes de estar deseando refrescarte. Has tenido un largo viaje, pero debe de ser excitante viajar en avión. Una vez viajé a Londres con la princesa Fatima –la fina cara animada de Zulema se nubló de forma abrupta y bajó la brillante cabeza oscura.

¿Fatima? ¿Quién sería la princesa Fatima, la tía, la hermana, la mujer o la madre de Razul? Bethany no sabía nada de su familia.

Mientras Zulema apremiaba a las otras chicas para que se pusieran en movimiento, Bethany se fijó en lo contentas que parecían y en las miradas de fascinación que le dirigían. ¿Serían doncellas o su conexión con Razul sería de naturaleza más íntima? Después de todo, ninguna de ellas llevaba suficientes joyas de oro como para hundir el Titanic. Dios santo, Razul la había instalado en su harén, como había prometido. ¡Y la había drogado para mantenerla allí la noche anterior!

¿Qué sería lo que había bebido? Ella nunca había conseguido dormir cuando le daba un ataque de migraña. Y ahora mismo se encontraba traumatizada. El sonido del agua corriente llegaba desde una puerta abierta de par en par. Bethany se levantó bruscamente de la cama y Zulema soltó un gemido y se adelantó a ofrecerle unas babuchas como si la alfombra de seda no fuera suficientemente suave.

«Por favor, por favor, déjame sola», hubiera querido rogar. Pero Zulema alzó la vista hacia ella con una horrible mirada de azoro y casi de servilismo como si fuera algún tipo de diosa en vez de una mujer corriente.

–La bañaremos, sitt.

Bethany, que encontraba hasta los aseos comunes de las piscinas una mortificación, quedó aturdida ante la sugerencia.

–No hace falta que me sirvas, Zulema.

–Pero tú eres la única... la que debe ser servida –protestó Zulema con ansiedad.

¿La qué?, casi gritó Bethany recordando la frase del aeropuerto.

–De donde yo vengo, no acostumbramos a compartir los cuartos de baño.

Zulema se rió y compartió deleitada con las otras su bárbaro deseo de intimidad. Bethany aprovechó la confusión para escabullirse al cuarto de baño y cerrar las puertas tras ella. Le tranquilizó ver sanitarios modernos. La habitación, forrada de madera de cedro y plata le había dado la impresión de retroceder a los cuentos de las Mil y una Noches. Se quitó la túnica y se metió en el baño perfumado con la rigidez de una virgen puritana invitada a una orgía. Se frotó con vigor y salió lo antes que pudo.

Para cuando hubiera terminado con Razul, estaría deseando devolverla al aeropuerto lo antes posible. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿De verdad imaginaba que podía hacerla prisionera? Pero todo lo que le había contado la noche anterior le acudió a la memoria: la donación a la universidad... el estricto anonimato que habían exigido... su propia sorpresa de que la hubieran escogido a ella.

Salió del cuarto de baño envuelta en toallas.

–¿Dónde está mi ropa?

Zulema le indicó con orgullo una colección fabulosa de sedas brillantes extendidas por la cama.

–Mi ropa... mi maleta.

Nadie le respondió. Bethany empezó a abrir cajones y puertas, pero no apareció nada. Hubiera deseado patalear y gritar de furia y se debió de notar porque Zulema y sus ayudantas parecían muertas de preocupación, como si cualquier signo de descontento por su parte les fuera a comportar algún castigo.

–De acuerdo, me pondré eso. Elígeme algo.

Las sonrisas volvieron a aparecer como por arte de magia. Zulema extendió un caftan de seda verde esmeralda y un juego de sujetador y bragas de fino encaje, de lo más opuesto al práctico algodón blanco que ella usaba siempre en su ropa interior. Una oleada de rabia la hizo sonrojar, pero se vistió y se plantó delante del espejo con el cepillo de palta, para peinarse con brutalidad sus largos y rebeldes rizos.

–¿La he disgustado, sitt? –preguntó Zulema con voz temerosa–. ¿Por qué no quiere mi ayuda?

Bethany se sintió cruel y estrecha de mente y le pasó el cepillo mientras se sentaba en el diván. ¿Cómo diablos se podía imponer un principio de igualdad a alguien que ni la conocía ni la deseaba?

–¡Qué pelo tan glorioso! Nunca había visto un pelo tan maravilloso –suspiró Zulema rozando los rizos con dedos reverentes–. Es del color del sol poniente, como habían dicho.

–¿Quién lo ha dicho?

Zulema se rió con timidez.

–Los guardianes del príncipe Razul hablan... está prohibido, pero los hombres también cotillean. Hace tiempo oímos hablar de la dama inglesa con el pelo de color brillante... pronto empezó a hablar todo el mundo y el rey se enfadó mucho al escuchar rumores sobre su amado hijo. ¡Ah, el desayuno inglés está aquí!

¿Qué tipo de cotilleos? Bethany se levantó, pero Zulema ya se había alejado a abrir otra habitación con una mesa de comedor y sillas.

–Igual que en casa –le dijo a Bethany mientras una procesión de sirvientes con bandejas la precedía.

Con la boca abierta, Bethany contempló cómo posaban las bandejas, y destapaban los platos uno a uno. Zumos de frutas, cereales, tostadas, cruasanes, bollos recientes, pan integral y todo tipo de mermeladas. Huevos fritos, cocidos y revueltos, salchichas, beicon, riñones, tomates y tostadas de pan francés. Parecía un almuerzo, pero le estaban sirviendo el desayuno.

Zulema apartó una silla y Bethany se desplomó en ella examinando el banquete que tenía delante. Estaba hambrienta pero nunca había visto tal despliegue para un solo individuo. Toda la mesa estaba cubierta.

–¿Te gusta?

–Estoy muy impresionada.

–El príncipe Razul ha traído a un chef de Dubai. Si no te gusta cómo cocina, lo devolverán a casa.

¿Razul había contratado a un chef especialmente para ella? ¿Acaso pensaba que iba a quedarse lo suficiente como para que importara? Bethany inspiró con fuerza sintiéndose cada vez más que estaba viviendo en un mundo de fantasía, a años luz de distancia de su mundo práctico y sensato.

Estaba terminando el té cuando Zulema se acercó de nuevo.

–El príncipe... dice que quiere reunirse contigo ahora –susurró emocionada como si fuera el encargo más romántico del mundo.

El palacio era increíblemente grande. Pasaron por un laberinto de corredores, galerías cubiertas y patios con celosías.

En lo alto de una soberbia escalera de mármol, Zulema se paró de repente y retrocedió varios pasos.

–Debemos esperar, sitt.

Bethany bajó la vista por la pared hasta el magnífico patio de abajo, pero no era la profusión de plantas tropicales ni las preciosas fuentes lo que le había llamado la atención. Era Razul a quien había visto, su lujurioso pelo negro ligeramente rizado y brillante como la seda... y después a la mujer, sollozando y agarrándose con frenesí a sus tobillos.

–Vamos a dar un paseo, sitt –le apremió Zulema con incomodidad.

–No, gracias.

En toda su vida, Bethany no había visto a ninguna mujer humillarse de tal manera. Estaba aturdida. No necesitaba saber árabe para interpretar la servil postura de la pobre mujer que se colgaba de él.

Razul murmuró algo en su propio idioma y literalmente pasó por encima de ella. Cuando ella intentó seguirlo, chasqueó con los dedos con furia a la corte de sirvientes que esperaban en una esquina.

–¿Quién es esa mujer? –susurró Bethany.

–La princesa Fatima. El príncipe Razul sólo toma a una mujer. Siempre dice que... sólo la única.

A Bethany le dio un vuelco el estómago y se le empañó la frente de sudor. Así que Razul estaba casado. Dios santo, aquella atormentada mujer era su esposa y no hacía falta tener mucha imaginación para comprender la fuente de su histeria. Razul había llevado a otra mujer al palacio y la pobre criatura estaba muy alterada. La evidente crueldad de su comportamiento devastó a Bethany. Era en todos los aspectos el salvaje y déspota príncipe árabe que creía que sus deseos eran innatamente superiores a los deseos y necesidades de cualquier mujer.

Con una punzada de dolor que se negaba a reconocer, Bethany bajó las escaleras de mármol. Razul se dio la vuelta, sus duras y atractivas facciones sonrojadas y todavía con expresión de ardor y furor. Y entonces, al posar los ojos dorados en Bethany, la tensión se evaporó de él. Una sonrisa radiante transformó su dura y morena cara.

Aquella sonrisa la sacudió y se detuvo cuando el corazón le dio un vuelco gigantesco. Por un segundo se sintió transportada al día de su encuentro. Había sido al salir de la biblioteca. Él estaba apoyado en el capó de su Ferrari, rodeado de un enjambre de estudiantes femeninas, todas rubias y conocidas por no ser nada inhibidas con los hombres. Entonces él había levantado la vista, la había dirigido hacia Bethany y la había paralizado con aquella mirada tan intensa hasta esbozar de repente aquella gloriosa sonrisa.

Pero esta vez no, se juró a sí misma, despreciando las emociones que le borraban toda idea racional.

–Siempre había oído que los hombres árabes protegen y cuidan a las mujeres de su familia –lo atacó–. Pero eso no coincide con la realidad, ¿verdad? La princesa Fatima no parece merecer ni una onza de tu respeto.

La sonrisa de Razul se desvaneció como si ella le hubiera golpeado.

–¿Lo has visto?

–Lo he visto.

–Me disgusta que hayas sido testigo de una escena tan desagradable, pero no voy a hacerte el honor de discutirla contigo.

Bethany se dio la vuelta. No podía soportar mirarlo. Al menos le quedaba un poco de decencia. Que se avergonzara de que ella hubiera visto aquella escena... era sorprendente. Era casi como si pretendiera que ella aparentara no enterarse de que aquellas mujeres existían en su vida. Concubinas y una mujer.

Y, sin embargo, nunca había podido odiarlo de verdad por su estilo de vida. Igual que ella era producto de su mundo, Razul era producto del suyo. Y Datar no era el único sitio del mundo en que se permitían las concubinas. Era un tema que se ignoraba para no ofender a los poderosos de tales países. Y Bethany se había preguntado a menudo si los hombres occidentales no se permitirían la libertad de aquella variedad sexual si les diera el consentimiento su sociedad.

–¿Has dormido bien?

Una carcajada seca se escapó de su garganta.

–Tú debes de saberlo bien ya que me drogaste.

–Tenías fuertes dolores. No podía soportar verte sufrir. Era sólo una poción somnífera para permitirte descansar.

A Bethany la sacudió una oleada de tristeza. Se sentó en el borde de piedra de la fuente y deslizó los dedos por el agua.

–¿Y cómo contestas al cargo de secuestro?

–No me dejaste otra opción.

Bethany inspiró con fuerza y lo miró apartando la idea de que el traje impecablemente cortado de color gris acentuaba sus anchos hombros, estrechas caderas y las largas piernas que le eran tan familiares. En el exterior, todo era sofisticación occidental, pero en el interior no lo había rozado siquiera.

–Ya sabes que no te dejaría hacer una escapada como ésa.

¿Escapada?

–Una evasión.

Bethany se imaginó que las mujeres de su vida se ponían a sus pies cada vez que les sonreía, pero ¿qué era lo que había atraído a Razul hacia una mujer de otra cultura como ella? ¿Su espíritu, su independencia? En Datar hasta los hombres admiraban a Razul al Rashidai Harun. Un día sería su rey.

–No pretenderás en serio mantenerme prisionera aquí.

–No tiene por qué ser una prisión. Dame tu palabra de que no intentarás escapar y podrás moverte con libertad.

–Eso es algo contradictorio.

Aquellos ojos dorados la tenían inmovilizada y con la garganta seca. ¿Por qué no le estaba gritando? El dolor había superado a la rabia. Y lo que era peor, estaba aquella parte traidora suya que ansiosamente agradecía cada momento que pasaba al lado de Razul. Y saberlo la llenó de profunda vergüenza.

–Te quiero –le había dicho en francés e inglés dos años atrás–. Eres mía –había susurrado como un gato.

Tentación pecaminosa, dulce y destructiva.

–Tú eres un hombre educado –murmuró Bethany con bastante firmeza.

–Sólo por fuera. No intentes halagarme –dijo con repentina aspereza–. Ya conozco tu opinión acerca de mí. Mi padre permitió a cientos de dataris acudir a las universidades británicas y americanas durante las pasadas dos décadas. Y sólo lo hizo porque tenía claro que debíamos ser completamente independientes de los trabajadores extranjeros. Pero a mí no me permitió el mismo privilegio. Soy bien consciente de que leer muchos libros y haber hecho algún curso en alguna universidad no me convierte en un hombre educado... sobre todo ante los ojos de una mujer que tiene un montón de títulos académicos.

En el aire caliente, la tensión palpitó con la fuerza eléctrica de su retadora mirada. Él poseía una personalidad poderosa y un temperamento muy volátil y emocional que exhibía sin ningún pudor, pero no cabía duda de la ferocidad que yacía bajo todo aquello.

Pero sólo en ese momento se enteró ella de la humildad con que se veía a sí mismo a un nivel intelectual y deseó poder echarle las manos al cuello a su obstinado padre, que le había negado a su hijo lo que había otorgado con libertad a sus súbditos.

–Razul, nadie que haya visto lo que has conseguido aquí en Datar durante los últimos cinco años podría pensar que no eres un hombre educado.

–Escucho a consejeros de todos los niveles de la sociedad. No toleraré el despotismo y quiero liberalizar nuestra cultura por el bien de mi pueblo... pero sé lo que piensas, aziz: cómo puedo hablar de liberalización y raptar a una mujer.

–Soy muy consciente de que raptar a una mujer es algo característico de las culturas tribales, pero...

Razul sonrió.

–No es un delito mientras a la mujer se la trate con respeto y honor –la interrumpió con suavidad.

Bethany bajó su cabeza a punto de soltar una carcajada. Cuando le convenía, Razul era diabólicamente simple y había utilizado su admisión como una justificación a su conducta.

–Pero naturalmente, el matrimonio debe tener lugar en un corto espacio de tiempo –señaló él con suavidad–. Es lo esperado.

El silencio se prolongó entre ellos.

Razul dio entonces un paso adelante y se detuvo con un brillo de incredulidad semejante al de ella.

–En el nombre de Alá, aziz... ¿pensabas que iba a insultarte ofreciéndote algo menos que el matrimonio? Anoche... ¿por eso te asaltó el pánico? –se estiró para alcanzar sus manos y tirar de ella para ponerla de pie–. Te he traído aquí para que te conviertas en mi esposa.

«Su segunda esposa» En una tormenta de rabia, Bethany lo miró con absoluta incredulidad y entonces tiró de las manos y se zafó violentamente de él.

3

Al pasar bajo el arco más cercano, Bethany se encontró en una sala de recepción. Haciendo un esfuerzo por recuperar el control, cerró los ojos. «El príncipe Razul sólo toma a una mujer. Siempre dice que... sólo la única». La explicación de Zulema del disgusto de Fatima la asaltó de nuevo. Parecía que Razul estaba dispuesto a romper su promesa con su mujer, y en una sociedad en la que era todopoderoso, ¿qué podría hacer una mujer herida? Probablemente podría vivir con las diversiones femeninas de su marido, pero se sentiría amenazada y traicionada ante la perspectiva de que otra mujer ocupara su puesto.

Matrimonio... El robo de una mujer era aceptable siempre que se le ofreciera el matrimonio para satisfacer los convencionalismos. Una carcajada estrangulada y vacía de diversión se le escapó de la garganta. Ahora no le extrañaba que la hubieran tratado de forma tan regia en el aeropuerto. ¡Todos menos ella esperaban que el matrimonio sucediera a su llegada!

Un matrimonio polígamo. Las enseñanzas del Corán decían que los musulmanes estaban autorizados a tener hasta cuatro mujeres a la vez. En toda una vida, el número podía ser mucho mayor si lo deseaban, pero divorciándose. Las ex mujeres, por supuesto tenían que ser mantenidas. Una de las razones por las que la poligamia era cada vez menos frecuente en el mundo árabe era por el coste de mantener a numerosas familias. Pero Razul era fabulosamente rico.

Era extraño que dos años atrás no se le hubiera ocurrido que Razul podía estar ya casado. La revista no lo había mencionado... pero quizá no estuviera casado entonces. Se llevó las manos temblorosas a la cara fría.

–¿Por qué estás disgustada? –preguntó con ferocidad y frustración Razul–. Quizá estés avergonzada de haberme juzgado tan mal –sugirió Razul con rabia–. Éste no es el castillo de Barbazul. ¡No soy ningún asqueroso violador que fuerza a mujeres indefensas! ¿Crees seriamente que mi padre habría consentido que trajera a una mujer inglesa aquí si no pensara casarme con ella? ¿Crees que somos unos salvajes?

Bethany quería soltar una carcajada histérica y abofetearlo con dureza para expresar sus emociones a la vez.

–¿Y la princesa Fatima? –susurró con voz estrangulada.

–Fatima tendrá que aprender a adaptarse. Eso no es mi problema –dijo Razul con desdén agitando una mano de forma imperiosa–. Yo no tengo nada de qué avergonzarme. He esperado dos largos años por ti y ella es bien consciente de esta...

Bethany lo miró con horror.

–Tu compasión es impresionante.

–La compasión no es infinita... ni lo es la tolerancia. ¿Por qué me respondes así? ¡Es totalmente incompresible!

–Anoche...

Bethany estaba haciendo un esfuerzo por pensar con claridad mientras se preguntaba por qué le parecía incomprensible su respuesta. Dios bendito, ¿es que creía que una proposición de matrimonio de dos años atrás era suficiente para que ella cambiara su actitud hacia él? ¿Pensaría que iba a arrojarse a sus pies agradecida? Y cuando ahora le había ofrecido lo que para él era el más alto de los honores, ¿creía que iba a vencer toda resistencia como por arte de magia?

–¿Qué pasó anoche? –preguntó Razul con emoción.

–Anoche no dejabas de decir que cuando volviera a mi mundo... ¡No estabas pensando en el matrimonio entonces!

Razul esbozó una sonrisa.

–Estaba dejando claro que si te dejaba libre serías infeliz. Te daré el divorcio, por supuesto, pero sólo después de que des a nuestro matrimonio una oportunidad.

En lo más profundo, Bethany se sintió dolida por encima de la incredulidad y volvió la cabeza. No se casaría con Razul bajo ninguna circunstancia. Aunque no existiera Fatima ni las demás mujeres, reflexionó con pena, le hubiera dicho que no. El matrimonio no era ni sería nunca para ella. Había visto demasiado la miseria del matrimonio, y, aparte de eso, la miseria aún mayor de las uniones entre dos culturas diferentes.

Aun así, le asombraba la idea de que Razul quisiera casarse con ella. Dos años atrás había querido tener una aventura y ella no habría sido su primer ligue en el campus. No, nada más lejos de eso. Ella no había conocido a Razul hasta el segundo trimestre, pero había oído hablar de él. ¡Vaya si había oído! Su fama le había precedido.

Razul se había lanzado con entusiasmo a un mundo de mujeres que estaban deseando compartir su cama sin exigirle el menor compromiso. Bendecido por su extraordinario atractivo, su chapurreo encantador del inglés mezclado con el francés, la enorme riqueza y la seguridad de que algún día sería rey, Razul había sido para todas las estudiantes como un billete de lotería arrojado al aire. Una especie de histeria colectiva había reinado en su entorno, recordó con dolor.

–Nunca podría casarme contigo –dijo Bethany con tensión.

–No digas «nunca»... No lo aceptaré.

–¡Insisto en que llames a un coche para que me lleve al aeropuerto!

–Me niego.

–Estás pensando en mantener las apariencias.

Bethany deseó de repente no entender tan bien su cultura. Si ya había informado a su familia de que pensaba casarse con ella y ella lo rechazaba, sería una humillación para él. Una humillación pública. Sin duda, no habría ni una sola mujer en Datar que rechazara el honor de convertirse en una de sus esposas.

–Otra vez me estás insultando –Razul le lanzó una mirada de reproche y apretó los puños–. Lo que hay entre nosotros es mucho más profundo que unas simples apariencias.

Bethany estaba pálida como el papel, pero rígida con la misma fuerza de voluntad que él.

–No hay nada entre nosotros ni nunca lo habrá. En mi opinión mi único atractivo ante tus ojos es el hecho de que exista una sola mujer en el mundo que no quiera tener nada que ver contigo.

–¡Cuando dices esas mentiras tan descaradas pierdo la paciencia contigo! –explotó Razul con una brusquedad tal que Bethany dio un respingo. Entonces acortó la distancia entre ellos de dos largas zancadas–. ¡Esas mentiras son una provocación descarada!

Cuando la atrajo a sus brazos, Bethany se puso rígida por la sorpresa. Sus brillantes ojos dorados la abrasaron hasta los huesos.

–Tú ardes por mí igual que yo por ti.

–¡No!

–Vi tu deseo anoche –Razul levantó una mano y deslizó los largos dedos por su pelo–. Cuando te abrazo, tu corazón palpita más rápido que el de una gacela perseguida en el desierto. Y palpita por mí, no por otro hombre. Y, sin embargo, nunca te he tocado –jadeó con un tono ronco de frustración que le produjo cosquilleos por toda la espina dorsal–. Nunca... ¿Cuántos hombres de tu mundo pueden decir eso de la mujer que se mueren por poseer? ¿Cuántos hombres te tratarían con tal respeto incuestionable?

Ahora le estaba frotando el lóbulo de la oreja con el pulgar. Bethany sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Unos ojos penetrantes como los de un ave rapaz se clavaron en su cara sonrojada fascinándola con su profundidad. Tembló y sintió un mareo al sentir su aliento tan cerca.

–Razul, yo...

–Tú confías en que respete las barreras... ¿por qué? –dijo deslizando el dedo índice por su labio inferior para dibujar su plenitud con un erotismo insoportable–. En el estado en que me encuentro, tu confianza puede ser desmedida. Quizá haya sido demasiado honorable hasta ahora... Te lo puse muy fácil al irme de Inglaterra, pero esta vez no será así.

–Deja que me vaya –murmuró Bethany.

Su rigidez se transformó de repente en una temblorosa debilidad mientras aquel dedo experto exploraba su boca temblorosa. Ahora la estaba sacudiendo una oleada de deseo tan fuerte como para desmoronar todas sus defensas.

–¿No te han abrazado otros hombres... o besado? ¿Por qué esperas que yo sea diferente?

Sus senos subían y bajaban agitados y los pezones pujaban contra el encaje de su sujetador. Sintió un ardor sexual entre los muslos que le hizo arquearse como un gato al sol, pero en lo más profundo de su mente había un miedo igualmente animal ante sus propias respuestas.

–¡No!